Lectores de autopista

Circulación en tiempo real
Circulación en tiempo real

Hace cuarenta y cinco años Norman Mailer escribió lo siguiente:

Una de las argucias más viejas del novelista –algunos la llamarían vicio- es la de llevar su narración (tras incontables meandros) a un grado de intriga en el que el lector, sea cual sea su nivel cultural, quede reducido al estado de una bestia casi sin resuello para preguntar: “¿Y entonces qué? ¿Qué pasa luego?” Entonces el novelista, amante de consumada crueldad, introduce una digresión, sabedor de que una dilación en este punto acrecienta la adicta entrega del lector.

Ésta, claro, era la práctica victoriana. Los lectores modernos, habituados a las superautopistas, al primer contratiempo dejan a un lado la lectura y encienden el televisor. Así, el novelista moderno ha de disculparse –y de forma encarecida- por osar dejar la narración en suspenso, ha de absolverse a sí mismo de la acusación de emplear una argucia, ha de alegar estado de necesidad.

Norman Mailer al volante
Norman Mailer al volante

Cuarenta y cinco años después, cuando dar la vuelta al mundo tomaría aún menos de ochenta horas y ni un minuto si uno está dispuesto a la excursión virtual, el escritor enfrenta una acusación mucho más grave por la misma falta, que si en tiempos más felices o propicios pudo haberle costado la perpetua, en la era del tiempo real bien podría llevarlo ante el verdugo. ¿O qué editor actual se atrevería a invitar a un lector último modelo a recorrer el sinfín de probables desvíos y accidentes que supone una novela cuando toda amenaza de demora o interrupción de la acción bajo la forma de descripción, digresión o complicación no ha sido conjurada? Grueso como es ancha la autopista, el típico best seller con sus cientos de páginas por leer a cada vez mayor velocidad se ajusta sin mayor dificultad a esta metáfora.

Los peligros de las carreteras secundarias
Los peligros de las carreteras secundarias

Comentarios para letraheridos

Del mismo pozo del que manaron El idiota de la familia y las Migajas literarias, estos nuevos comentarios dirigidos y dedicados a las víctimas de las musas. Toda el agua del mar no bastaría para lavar una sola gota de sangre intelectual, dejó dicho Lautréamont. Quien escribiendo se haya pinchado alguna vez un dedo sabe bien que no debe lamentarse, pero aun así vayan estas palabras de consuelo, entretenimiento o compañía.     

El crítico a palos. Recomenzar, tener que corregirse, es en principio desmoralizador. Hay que reponerse también de este disgusto o contrariedad para empezar a hacerlo. Y si se trata de escribir hay que pasar de creador a crítico, lo que para el mito narcisista original es fatalmente una degradación. ¿Quién, pudiendo ser en plenitud, expresarse de manera espontánea y natural por su sola existencia percibida por otros, querría conocer y menos aún conocerse o, peor aún, reconocerse? Sólo alcanzando una noción general que infligir a otros a partir de la propia experiencia es posible superar el malestar, de modo que, para atravesar el rechazo a la tarea de rehacerse, de transformar la materia prima y propia en producto elaborado y común, hay que imaginar, aunque sea como espejismo, el pensamiento aún sin forma ya expresado. De esa agua no has de beber, pero a través de ella nadarás hasta la tierra firme de la expresión cabal.

Fetichismo de artesano. Ningún escritor importante lo es por su dominio del oficio. O lo es por lo que se ve obligado a inventar al no poder aprenderlo de nadie, o por aquello que tiene que decir y de lo que al fin logra hablar por escrito. La construcción, carpintería o estructura, como se quiera llamar a la suma de artificios técnicos necesarios para llevar la obra adelante o darla a luz, según la metáfora que se prefiera, debe su prestigio a la fertilidad que ha demostrado como campo apto para el cultivo de ideas generales, pero esta docilidad al lenguaje común es inversamente proporcional a la destreza que demuestra todo artista al hacer hablar aquello que no habla. En la gran tradición artística, que excede la artesanía, lo que no es comunicación es fruto. Y lo que irradia claridad no admite aclaraciones.

Anteojito, anteojito, ¿quién escribe bonito?

Mirarse al anteojo. La pregunta más repetida de quienes muestran, inseguros, un texto que acaban de escribir, es justamente si está “bien escrito”. Es una pregunta por el estilo, sí, pero no aún por el lenguaje, sino en cambio por su propia imagen en el caso de cada redactor: “¿está bien escrito?” quiere decir, en realidad, “¿cómo me veo?”. Pues el estilo, en esta fase, todavía no es el hombre, o la mujer, sino tan sólo su reflejo, espiado tímida o descaradamente –descascaradamente- en las gafas del lector. Así, en la etapa de presentación, todo es aún apariencia; a este nivel, entre frases que tiemblan y ondean cuidando su rizado, su línea, su corte y los moños que sujetan cada párrafo, tal como aquellos se hacen llamar un estilista es un peluquero.

Tipo de cambio. La mayoría de los que escriben pretenden pagar con palabras, pero un escritor se cobra en su texto.

Pista de despegue. Se escribe lento por pudor. No es una mala señal, pero es mejor desinhibirse. Para eso, para ponerse al fin de acuerdo con lo que uno escribe, nada como una versión oral, improvisada, de ese imaginario o pensamiento en ciernes. Pero cuidado: sólo ofrecerla a desconocidos, nunca dos veces y jamás con previo aviso. Despedirse o cambiar de tema en cuanto el interlocutor se huela la tinta: la expedición es furtiva.

Pista de aterrizaje. Los apuntes son como ideogramas. Unas cuantas palabras cruzadas, suspendidas en relaciones variables sobre la página donde encontrarán su localización definitiva, para las cuales se busca una sintaxis igual que si hubiera que traducirlas del chino.

Sistema nervioso. Escritor tradicional: “arrasó todo como un tornado”. Escritor mediático: “arrasó todo como un tsunami”. Actualizarse no requiere reflexión; basta un reflejo.

De la curiosidad nace el lector

En el telar. Lo intuido pero no razonado es difícil de sostener. Por eso la intuición tarde o temprano se revela insuficiente y se extravía. El conocimiento exige reflexión: volver sobre lo intuido para hallar la demostración de lo que un acto oportuno puede haber probado pero no demostrado. Las pruebas, como en los juicios, son evidencia tangible pero no elocuente fuera del discurso que se valga de ellas. De modo que la imagen ha de ilustrar el concepto, como la fábula pone en escena la moraleja. Cuando se empieza a escribir por la imagen, a la americana, como explicaba Sam Shepard que construía sus piezas o Faulkner el nacimiento de El ruido y la furia de entre las piernas de una niña curiosa trepada a un árbol, el concepto ha de ser rastreado a partir y a través de esa visión consolidada que la escritura, como a un ovillo, desenmarañará extrayendo el hilo del sentido con el de la trama y tendiéndolo, tensándolo, entre el núcleo del conjunto y el fondo del ojo que mira o lee. Más allá de cualquier mensaje explícito, es el concepto que así surge la moraleja de la fábula tejida.

Izquierda y derecha en la vida literaria. Ni por las obras ni por la ideología: por las costumbres. A la derecha, como lo manda la tradición, el capitalismo: grandes grupos editoriales, gran público, éxito, fama y fortuna, novelas y novelistas. A la izquierda, en disidencia con los valores del mercado, el socialismo: trabajo cultural, solidaridad anónima, talleres, capillas, debates, amistad entre poetas. Tanto de un lado como de otro puede haber tardo fascistas o rojos crepusculares: a estos efectos, da igual. Por la derecha, parafraseando a Mao, todo se fusiona en uno; por la izquierda, de modo inverso, cada uno se divide en más. ¿Ya no es cuestión de política? Pues sí: de política de cada empresa. Filosofía y estilo son conceptos que a la luz de su aplicación deben ser revisados. Un modo de vivir incomoda al otro y cada uno querría apropiarse justamente de los valores incompatibles con su naturaleza, imposibilidad que marca sus límites. Pero son éstos precisamente los que toda guerra, continuación de la política según Clausewitz, quiere desplazar, de modo que ni a un lado ni a otro del sistema es posible vivir en paz.

Posteridad. Publicar es sacrificar lo propio a lo común. Pero lo común no es lo mismo para todos. Para algunos es el plano de consagración, para otros un vaciadero. Entre ambos extremos queda el campo, o los muchos y variados campos, de lo elegido y compartido: el espacio de reunión entre aquellos que se reconocen algo en común. Así se elige editor, si es que se puede elegir. ¿Pero podrá lo compartido conservar su nombre propio en el espacio sin límites de lo indeterminado, en el que todo se mezcla y donde sólo podría perderse? Quien expone una obra o se expone como intérprete tampoco puede controlar ni dirigir el gusto público, pues si bien puede influirlo con su arte, a diferencia de lo indeterminado esa influencia tiene límites. Ninguna actriz puede impedir que cualquiera perdido en la platea valore más su atractivo sexual que su talento interpretativo, ni el compositor hacerse oír con atención por encima de las palmas con que el respetable adhiere a sus piezas más pegadizas. Cada uno goza de lo que se le ofrece o es capaz de recibir como quiere, sabe o puede, discreto, anónimo, secreto en el fondo. Toda obra así por fin es huérfana, abandonada a su suerte al fin y al cabo, como todo el mundo, aun haciendo amigos, acaba perdiendo a sus padres. Publicar es hacerse una lápida: en nombre de lo innominado, convocar a perpetuidad –simbólica, pues también las piedras se hacen polvo- un avisado círculo de fieles.

Pound visita a Joyce en Zurich

El idiota de la familia

Bajo este título publicó Sartre en los años 70 su interminable ensayo sobre Flaubert, explicando el lugar que el autor en ciernes ocupaba entre los suyos durante su período de formación. No toda familia tiene su idiota, pero rara es aquella que, teniéndolo, conserva entera su calma a la espera de la inexorable transformación del gusano en mariposa. A los jóvenes que se esfuerzan en tal metamorfosis van dirigidos y dedicados los siguientes textos.  

Los hermanos Rimbaud

Donde un pájaro desafina. Por qué no se reconoce el talento en familia: porque lo que el talento produce al desarrollarse compromete. Incluso comprometerse con el talento compromete, porque quien asuma funciones educativas respecto a ese talento contribuirá a desarrollarlo en una u otra dirección. “Gozar de la propia naturaleza” es lo que recomienda Montaigne y el aprendizaje, cuando es guiado por una naturaleza afín, o al menos lúcida y favorable, puede incluir esta dimensión; pero cuando, en cambio, es desarrollado de manera autodidacta bajo la sorda presión de la expectativa de aquellos que, responsables del educando, no pueden contribuir con su formación, el ansia de triunfo provocada por el condicionamiento de la evidencia de cualquier logro a su reconocimiento oficial, a la legitimación de todo éxito por el correspondiente examen aprobado, puede amargar todavía más que cualquier escuela ese goce que ninguna de éstas podría extraer de la nada para ofrecer a sus clientes. Gozar de la propia naturaleza, en definitiva, no es natural; de modo que, aun cuando el talento se heredara, sólo expropiándolo podría el propietario apoderarse de él. Porque el reconocimiento es un don: el que lo otorga sabe que tal vez esté cortando la rama sobre la que está sentado.

Nota de estilo. La forma densa desarrolla y condensa el pensamiento, pero demora y complica su aplicación. La forma ligera desmonta la cadena de razones y argumentos en varias pequeñas nociones de aplicación inmediata, pero con los hechos precipita las conclusiones. La segunda glosa y traduce la primera, pero es ésta la que corrige aquella pues establece a su vez los principios y sus declinaciones. La ley puede ser oscura, pero las órdenes han de ser claras. La táctica ha de adecuarse a la estrategia, formas activas de la escritura.

La acumulación. El novelista, sobre todo si se cree llamado a ser un testigo de su tiempo o si ésa es la imagen que le gustaría dar de sí a sus contemporáneos, es un acumulador: de noticias, datos, conocimientos, actualidades, curiosidades y cuanto valor que cotice en su época pueda añadir a su novela. Pero sólo lo asimilado por un autor hasta el punto de que llega a pensarlo por su cuenta conserva en ésta algún valor y no lo que copia. Éste es el lastre de tantas novelas y manuscritos actuales, que se alimentan de una información disponible inmediatamente a través de medios e Internet, cuya adquisición no supone experiencia real o intelectual alguna. Ni siquiera cuesta dinero, aunque el que invierte su tiempo en transcribirla espera un retorno en metálico por su inversión inmaterial. O al menos en crédito. Pero esto último es justamente lo que no merece, aunque presente –lo común es que la esconda- toda una bibliografía de avales con los que respaldar su irreflexivo naturalismo, tan insincero como documentado.

Torre de marfil. Casi todas las consignas de la sociedad van dirigidas a los jóvenes, que tanto si las aceptan como si las rechazan dedican su tiempo a atenderlas y se ocupan de ellas. Una mitad es educación, la otra seducción proselitista. Pero a medida que pasa el tiempo cada vez menos discursos nos son dirigidos. El rumor atronador de la promoción en continuado se vuelve un río que pasa bajo nuestra ventana, peligrosamente si nos asomamos demasiado a buscar nuestra cara en tal espejo, desbordado por los buques mercantes que desaparecen a lo lejos con su carga al mismo tiempo que nos deja atrás y nos libera de su interés, nos olvida.

Jeckyll y Hyde desenmascarados

Un error estético. Intentar reproducir, empeñarse en representar el momento en que sucede algo sobrenatural o milagroso. Esa escena hay que elidirla: es la de la resurrección de Cristo en el sepulcro, convenientemente ahorrada a las mujeres que lo hallan vacío para sólo más tarde ver al increíble viviente, o también la de la conversión del agua en vino, o de Jeckyll en Hyde. Precisamente, el obstinado error de las adaptaciones cinematográficas del relato de Stevenson es el de mostrar una y otra vez lo que el escritor, pudiendo narrar desde un comienzo, no revela hasta el desenlace: la identidad entre ambos nombres, demostrada incansablemente antes de tiempo en las películas por el pasaje de un estado a otro de la sustancia o persona así denominada. El error se agrava con el desarrollo tecnológico, que busca infinitamente la falta en la pobreza de medios del estadio de producción anterior, desde la serie de fundidos encadenados sobre maquillajes sucesivos a las transformaciones ejecutadas por vía informática cuya mayor impresión de realidad tampoco colman, sin embargo, nuestra capacidad de convicción. Es que allí donde hace falta fe, ninguna demostración es suficiente: la representación de lo inconcebible sólo puede ser fraudulenta y la impresión que causa no puede ser duradera ni conservar la intensidad del carácter de lo que revela. Si, como ha dicho Sollers, un escritor es alguien que vio algo que no debería haber visto, es justo esperar en estos casos, de quien escribe, la mayor incredulidad, el menor grado de acatamiento a la imagen.

Who are you. Para escribir en primera persona hay que tener un yo lo bastante separado. Si no, se escribe como “uno de nosotros” dirigiéndose a “otro” que es el lector así familiarizado y no se va más allá del lazo social: se empieza a escribir un lugar común tras otro y se acaba por escribir no un testimonio, sino una coartada.

Sentido del suspenso. Lo que cuenta no es la revelación final, sino el campo de significación creado por las relaciones y tensiones entre unos actos y unos personajes. Cuando el lector se anticipa al desenlace, ese campo se cierra: queda sólo un estrecho canal que ya no oscila ni vacila entre sus poco prometedores afluentes sino que en cambio nada más se prolonga hasta por fin llegar al final. Esto no quiere decir que en el transcurso de esta travesía ninguna oferta le salga al paso; pero, establecido ya el curso definitivo de lo que entre mucho o poco movimiento se orienta hacia algún lado, pase lo que pase ya está todo dicho. Sin embargo, este criterio no es el más corriente ni tampoco el del lector de thrillers. Pues lo que éste prefiere no es la incertidumbre calculada ni el acertijo racional, sino que su lealtad al género está basada en la certeza de un cierre seguro, que desde ese crepúsculo ilumina todos los lazos de la trama asegurando su pertinencia bajo las leyes del género o disimulando las sombras que puedan haber quedado sueltas pero encerradas se pueden ignorar. El lector de suspense justamente no tolera el suspenso y podría decirse que lee para conjurar un peligro del que no quiere saber nada. A cambio de esta seguridad es capaz de tragar cientos de páginas alrededor de un secreto cualquiera siempre y cuando su sentido –el contenido da lo mismo-  sea obvio. No es el tiempo así el tirano, sino el suspense. Pero en realidad, o en literatura, el suspenso no depende de una intriga, sino de la tensión lograda por la súbita presencia, inesperada y a la vez improrrogable, de una situación capaz de reunir en su mayor intensidad evocación y expectativa. Es entonces cuando el lector es alcanzado, conmovido –si está atento, si es receptivo y no se blinda a lo que cae fuera de programa- y entra hasta con su cuerpo en el tiempo de la ficción.

El aprendiz de brujo. La primera etapa creativa es un proceso de imitación fallido que conduce a una destrucción cada vez mayor. No hay manera de meter las piezas propias en la vieja casa. Parece que hay que llegar a contar con un baldío para poder cavar los cimientos. Pero una vez que las últimas ruinas y escombros han sido removidos, aquellos aparecen ya cavados.

El lenguaje de las flores de Nankin

Noción crítica. Los pequeños errores son siempre más evidentes que los grandes aciertos. Los fallos de realización en las grandes producciones, cuyo descubrimiento tanto gusta a los espectadores cuando los programas televisivos dedicados a tal tarea los revelan, se comprenden de inmediato y gozan por eso de una instantánea popularidad. En cambio, los conceptos que hacen posible y significativa una puesta en escena carecen de este grado de evidencia inmediata y requieren una atención más sutil, además de jamás tener un carácter así de concluyente. Pero, además, junto a los grandes aciertos los pequeños errores resultan todavía más llamativos, crecen, y sólo la adecuada perspectiva de un lector muy atento es capaz de poner las cosas de nuevo en su lugar. Por ejemplo, en Los samurais, la hermosa novela de Julia Kristeva, aparecen súbitamente tras un punto y aparte unas peonías descritas como “grandes cabezas malvas, escarlatas, rosas” y de otros colores que pronto viran a “soles sangrantes colmando calles y jardines” de Nankin, China, pudriéndose a su vez al sol con “la obscenidad de un sexo de mujer insolente, estúpido”, lo que lleva a pensar en la fragilidad de la belleza y en cómo puede de pronto invertirse en “horror brutal, obtuso”. Se refiere a las mujeres de las que había hablado en el párrafo anterior y el logro de la imagen residía en su yuxtaposición directa sobre la escena precedente, pero a pesar de su evidente y suficiente pertinencia el párrafo concluye aclarando que “rojas y blancas de ambición enferma, la cabeza exaltada de Bernadette y las de sus compañeras eran peonías pudriéndose”. Sin embargo, la explicación no anula el poder de la metáfora; a lo sumo, desluce un poco su brillo inicial. Del mismo modo, críticas como la de Pasolini a Antonioni acusando a éste de dar carácter metafísico a una problemática social como la burguesa o la de Straub tratando a Fassbinder de “irresponsable” en cuanto a las consecuencias políticas de sus películas pueden apuntar algo cierto en obras que sin embargo, asumiendo como rasgos los defectos señalados, les dan un sentido mayor y así superan la crítica sin por eso anularla: todo puede ser juzgado otra vez, a diferencia de lo que ocurre con los pequeños errores flagrantes cuya condena poco aporta salvo la efímera compensación de la igualdad de mérito.

Debut. Por la noche, al saludar tras el concierto, es abucheado; por la mañana, a su alrededor, oye a su público tararear distraído las melodías que le hizo escuchar la noche pasada.

Retrato del artista adolescente

La novela a estas alturas

El peso de la prosa

Equipaje. La mayoría de las novelas son pesadas por la cantidad de pormenores que refieren y livianas por la calidad del tratamiento que les dan.

Siempre pasan demasiadas cosas. La clásica unidad de la novela, a estas alturas, la vuelve previsible. Leído un tercio o la mitad del libro, su sentido ya se ha agotado y aunque sigan pasando cosas la novela en sí ya ha concluido. “Siempre pasan demasiadas cosas”, se quejaba un personaje de Faulkner cuyo ampuloso discurso se veía desbordado por los acontecimientos de la vida. Pero en la mayoría de las novelas, como todo lo que ocurre alude a algo que uno ya ha comprendido en la primera mitad del libro, la segunda mitad, así como la eventual resolución del conflicto o enigma planteado, es anecdótica. Poco importa quién sea el asesino: la verdad entonces revelada no tiene un peso comparable al de las páginas que el lector ha tenido que tragarse para descubrirla o comprobarla. Así, podemos decir que siempre, o casi, lo esencial de cada libro está en el planteo, pero una vez identificada la mitología o tradición de que la obra se nutre poco queda por leer. O demasiado, en relación con lo que efectivamente puede quedar por entender. La ficción “bárbara”, con sus templarios, vampiros, espías y herederas, refractaria a la cultura de la que sin embargo se alimenta y prefiere desconocer, no alivia el problema sino que lo constata y agrava. Pues no es que no haya más bárbaros, según se temía Cavafis, sino que los bárbaros son precisamente éstos, a quienes justamente la clásica unidad les permite meterse la novela en el bolsillo sin que se les caiga un solo capítulo. Ya saqueada la biblioteca, los escitas están entre nosotros.

Crédito y contado. Las soluciones decepcionantes de planteos interesantes provienen de las premisas implícitas en éstos. Al final, en el desenlace, cuando las premisas se vuelven justamente explícitas resulta que son las ideas de siempre y lo que se había abierto entonces ya se angosta, el conjunto no puede esconder ya sus verdaderas dimensiones, menores de las que aspiraba a tener mediante el recurso de hacer creer que las tenía. Y así es cómo la ficción que no desborda sus condiciones alcanza el porvenir de cualquier otra ilusión.

«…vi los mejores cerebros de mi generación…»

El escritor como vedette. Y en especial el novelista. Ningún otro lugar le estaba reservado y ni siquiera ése, que se ha hecho especialmente para él durante los últimos siglos de crecimiento mediático pero piramidal. Ahora, dispuesto el mundo en red, las venas azules se le marcan en las piernas y la escalera por la que solía descender majestuosamente con todas sus plumas parece tambalearse. Así una estrella, al iniciarse su extinción y disminuir su propio brillo, recupera la vista cegada por el deslumbramiento de su situación y al mirar a su alrededor advierte a qué constelación está clavada, o más bien la existencia de ésta y su posición en ella. Pero por más que tironee no le quedan, en el lento debilitarse de su calor y su luz, más fuerzas que las inútiles de la inercia para librarse de la órbita que se la lleva arrastrándola como un cometa a su cola.

La curva de la ficción. O el rodeo que hay que dar para tratar las cosas de manera novelesca, evocativa, aunque lo evocado sea tan imaginario como cualquier relato, según escribió Carmelo Bene, en el momento de oírlo. ¿Es esto lo contrario de la “expresión directa”, como la llama Beckett, empleada en su arte por Joyce o por Godard? ¿En qué consiste? ¿En explicitar a qué se hace ilusión en lugar de limitarse a aludir para dar paso a otra cosa, promover en el que lee un pensamiento que al buscar una explicación para esa ausencia llenará el hueco de lo inexplicado? Y el rodeo, la digresión, ¿cómo se combina con esta estocada? ¿Es lo que hacen Proust o Musil o es justo lo contrario? ¿Es tal vez esta curva el camino de circunvalación de un territorio ficticio, necesario para circunscribirlo y hacerlo existir de una manera, más que verosímil, tangible, cosa quizás aún más importante para el lector naturalista, esto es, la mayoría de los lectores, que la verosimilitud o la verdad? ¿Es posible matarse al tomar esa curva?

Para una estética del desengaño. La novela es un proceso de enmascaramiento. Sólo así lo que se agita atrás deviene reconocible. Pero al final no siempre es desenmascarado. Ese espacio sin o por recorrer es la distancia entre la ficción y el arte, pero haría falta una ética del desengaño para volver imperativo el fin del viaje.

Airbag. Las curvas exigen disminuir la velocidad, pero la expresión directa es una aceleración. Y ninguna aceleración en el vacío puede durar mucho tiempo. ¿Cuánto habrá de esperar la lengua cada vez para que los hechos de la historia ya comprendida al fin la alcancen con la suya afuera?

«La realidad es lo que queda cuando dejas de creer en ella» (Philip K. Dick)