Las variaciones Potemkin VII-IX

Agradezco a Alfredo Balmaceda el relato oral que inspiró estas variaciones.

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Buenas noches, Moscú

VII

Cuando muchas cabezas anónimas levantan

la frente, una tras otra, en movimiento inverso

al de la baraja que arrastra sin esfuerzo

naipe tras naipe en la caída que los imanta,

¿cómo resistir la tentación de disparar

al azar, restando cabezas a la razón

que les da ese movimiento, esa tensión

entre la fuerza de las armas y su mirar?

Fluye el Volga llevándose la sangre vertida,

lavando, suave, las manos aún humeantes,

del lado del orden frente a lo repentino.

Al paso del crucero se somete la vida

de pie en las orillas, bajo los ojos constantes,

con su amor fingido, sus pasteles y su vino.

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Adiós, siglo veinte

VIII

Frío mundo cerrado con armas en conserva

y un solo rival a la fecha de vencimiento

por implosión del sistema y estallido lento

del arsenal que, vencidos, arrasa aún la hierba.

Entonces era un imperio con otro enfrente,

cada uno con sus colonias y un muro en medio,

diversión despreciable contra heroico tedio

amenazando los dos con obrar en caliente.

Escila a un lado del muro, Caribdis del otro.

Canciones escritas con sangre en ambas mejillas.

Largas lágrimas corriendo por la gruesa piedra,

sin cara visible desde que el tiempo es otro.

Pues la estepa se ha tragado las orillas

y trenza sobre el río su ilimitada hiedra.

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Había una vez en el este

IX

El crucero Potemkin progresa a tantos nudos

que resulta imposible soltarse o contarlos.

Qué lejanos parecen los cosacos tan rudos,

el zar que elevó una ciudad o los que amarlos

exigieron a súbditos aún más distantes

de sus vidas paralelas que ellos de las nuestras.

Crucero, acorazado y actual, como antes,

rompehielos doquiera que resistencia muestra,

con la mano y el ojo de hierro de zarina

y general, como sus previas generaciones,

el bastardo en el trono, inmutable, elimina,

siguiendo la tradición, cuanto se le opone.

Ni el fuego que refleja funde el Volga helado

jamás, ni sus aguas un fuego han apagado.

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Las variaciones Potemkin IV-VI

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Viraje a babor

IV

Flores cubiertas de hollín ayer y hoy segadas,

que igual como estrellas de mar se reproducen.

Y todas queriendo comer y aunque producen,

con la mesa vacía. Crecen rosas blindadas

y el antiguo crucero es un acorazado

sobre el que el capitán ya no manda marinero

alguno, capitanes todos del buque entero

que llama a las costas a no quedarse a un lado.

La flota del zar dispara a las escalinatas

y nadie cae, sino que vivo se levanta

el viejo león de piedra, que ruge y que canta

con todos sus dientes la victoria de las ratas.

Nadie abandona el barco en la tormenta

y quién es quién junto al timón aún no cuenta.

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Sólo otro camarada

V

La misma dinastía con otro apellido.

Después de sufrir bajo la voluntad de hielo

que fluye por la sangre jamás coagulada

hasta cortar la vena, volver a ser herido

en y con la misma fe, ahora ya sin cielo,

y sufrir la suerte de la clase derrocada.

“Ésta es una conversación entre amigos”,

respondía la voz con bigote al recelo.

“Doy mi opinión como cualquier otro camarada.”

Al brazo armado de hoy, donde ve enemigos,

tampoco le tiembla el pulso, pero sin velo.

Fluye el Volga arrastrando la sangre derramada

todavía y lloran herederos y testigos,

pobres súbditos igual que en tiempos del abuelo.

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Río rojo

VI

Cine mudo: se oye aún correr el tiempo,

como río mecánico que fluye en las ruedas

del mecanismo del proyector. Va tierra adentro

todavía el tren siniestro, siempre a ciegas

y sin poder cambiar el rumbo: eternamente,

como a partir de los primeros deportados

a la nieve, a la distancia, de donde vuelven,

desencarnados, en continuado, sin humano,

los proyectos trasnochados soñando el alba

roja, que en su tiempo sólo era imaginable

a partir de la saturación de zonas blancas.

De grises inquietos está hecho este arte

que imprime la duda sobre los recios murales

y agita sobre la piedra los sepultos mares.

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Entusiasmo, Dziga Vertov, 1931

 

Las variaciones Potemkin I-III

En los buenos tiempos de los Romanov, la zarina Catalina la Grande solía remontar el Volga aclamada por su pueblo, ordenado en entusiastas legiones a ambas orillas por su amante, el enérgico general Potemkin, también a bordo.

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Un paseo por el Volga

I

El crucero Potemkin divide la llanura

reunida por la mirada de imán que la siega.

Va surcando unos mares de trigo cuya altura,

pintada sobre el muro más alto de la vega,

ondea amenazante sobre toda figura,

ahogando cuanto no se eleva al llano. Riega

las dos márgenes sin margen el río sin sueños

y crece la multitud hija de un solo nombre,

con sus hoces al viento como soles pequeños

cuya luz viene toda del sable del gran hombre

firme entre lo que tiembla, las aldeas, sus dueños,

el agua que lo sostiene y su propio renombre.

Inclinando los mudos trigales a su paso,

el crucero Potemkin da proa al campo raso.

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El general y la zarina

II

La zarina terrible siega el horizonte.

Como pueblos conquistados, el suyo desfila

firme en fachadas enfrentadas a la orilla

del río nacional, cuya indiferencia rompe

el paseo de hierro por la dicha blindada

de las almas cautivas en forzada defensa

de sus cuerpos, al contrario, propiedad sin venta,

ofrecida a unos dueños a los que, en cambio, ata.

Detrás del aclamar, la miseria sobrevive,

alojada en las grietas de espaldas al río.

El mural se desliza sin ser interrumpido

por discordia alguna junto al barco, que sigue

descubriendo un continente que entero confirma

lo que el blanco pie fugaz de la zarina afirma.

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Los magníficos Romanov

III

A bordo del crucero que no toca la costa,

el general va pasando revista a la leva

dispuesta frente a frente en dos filas angostas.

Detrás, más allá de estos murales, donde nieva

de verdad en un espacio y tiempo interminables,

sigue sin haber huella del esplendor mostrado

por el agua a la tierra en su reina admirable

y por el pueblo, reconocido, reflejado.

Todo imperio compite sin cesar con los años,

hasta que cesa cuando otra antorcha se refleja

en el río al que dan igual bienes y daños

porque ninguno deja marca en su piel vieja.

Mientras tanto, cada cuerpo adopta la forma

que salve su cabeza del dueño de la horma.

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