El estilo de Gay Talese

Retrato de un artista de no ficción
Retrato de un artista de no ficción

Los diarios de ayer son viejos, pero algunas noticias perduran. ¿Qué es lo que hace a una noticia perdurable? Sus consecuencias, que hacen de ella un documento histórico, o su ejemplaridad, que hace de ella un modelo capaz de sobrevivir a sus circunstancias. Gay Talese, reportero del New York Times, fue capaz de prever tendencias y hacerse con más de una primicia: por ejemplo, cuando después de escuchar repetidas veces que la vida de los periodistas no interesaba a nadie vio a su historia “humana” del periódico que conocía como nadie, titulada El reino y el poder (1969), convertirse por fin publicada en el primer best seller de una ola de libros sobre los medios, incluyendo el célebre Todos los hombres del presidente de Carl Bernstein y Bob Woodward (1974). Sin embargo, más que adelantarse a los sucesos, lo que siempre ha interesado a Talese es captar, a través de los hechos, lo que es digno de ser recordado, vale decir, aquello que tras su paso por la actualidad merece ser transmitido al futuro. ¿Qué determina esta selección cuando, a diferencia del historiador, el periodista debe escoger desde una perspectiva inmediata? ¿Y quiénes y cómo influyen en sus elecciones? ¿Y cómo se llevan éstas a cabo? Del empeño, en el fondo artístico, de Talese en preservar lo memorable ha surgido toda una serie de textos que, con el tiempo, han llegado a ser perfectos clásicos en su género. ¿Pero qué género es ése? Detrás de esa perfección, cuya resistencia contradice el carácter efímero sugerido al menos por el soporte original de estos escritos la mayoría de las veces, queda disimulado un conflicto, resuelto por ese estilo que ha sabido conciliar fuentes, modelos, entornos y patrones.

El autor es la estrella
El autor es la estrella

Mucho menos conocido en España que pares suyos como Tom Wolfe o Hunter Thompson, Gay Talese ha sido adecuadamente descrito como “un artista de la no ficción” (Portrait of a Nonfiction Artist, Barbara Lounsberry), género que desde su misma definición negativa (¿todo aquello que no es ficción?) se presenta tan escurridizo como no aparenta serlo en su apego a lo tangible y dado por concreto. Si tal descripción resulta adecuada, es porque a esta reticencia se opone un arte manifiesto en sus propios productos: ensayo o narración de hechos reales, la no ficción de Talese aporta valores que exceden los habituales en el reportaje sin que su trabajo deje de cumplir con cuanto se espera normalmente de un periodista. ¿La calificación de artista se debe a la exquisitez, rara en un periódico, de una prosa al servicio de la información? A pesar de sus modales distinguidos y sus trajes bien cortados de hijo de sastre, el currículum de Talese es el de un reportero todo-terreno, capaz de escribir profesionalmente, como lo ha hecho, sobre política, deportes o lo que el jefe de redacción considere necesario. Pero esta ductilidad halla su contrapeso en el ejemplo de escritores como Joyce, Hemingway o Scott Fitzgerald, a quienes debe la exigencia que lo lleva a demorar hasta último momento la entrega de sus artículos mientras corrige exhaustivamente sus sucesivas versiones. Gay no fue nunca un estudiante aplicado pero, como él mismo explica en Orígenes de un escritor de no ficción, en el periodismo encontró el vehículo ideal para la incómoda tensión entre curiosidad y timidez que marcó su adolescencia; la literatura, años más tarde, le ofrecería una segunda iluminación al sugerirle la posibilidad de hacer él en sus reportajes lo que sus admirados autores hacían en sus ficciones. “Cuentos con nombres reales”: son sus propias palabras para definir el programa que, desde entonces, desarrolló mediante la incorporación de toda clase de recursos literarios al lenguaje periodístico, dando voz a sus personajes no ficticios, a través de escenas, diálogos y hasta monólogos interiores para captar el fondo humano detrás de la noticia, lo que no suele aparecer en los titulares y sin embargo más se acerca a la verdad. Nombres reales, como los de los anónimos obreros en que se basó su crónica El puente o los de las muchas celebridades (Frank Sinatra, Joe Di Maggio, Muhammad Alí, Fidel Castro…) que supo retratar despojadas de las luces de la fama. Fama y oscuridad se titula precisamente una esencial recopilación de sus artículos, pero en esta importancia dada al nombre se cifra un compromiso ético que va más allá de la lucha por el reconocimiento, como se ve en la defensa que de su estilo y su firma debió emprender Talese a fines de la década del 50 ante su propio periódico.

Fama y oscuridad: con Muhammad Alí
Fama y oscuridad: con Muhammad Alí

Los títulos de las obras de este autor delatan su intención moral: Honor thy father (1971), Thy neighboor’s wife (1981) (Honrarás a tu padre, La mujer de tu prójimo), más allá de su contenido (la mafia vista por dentro en inaudita ruptura de su código de silencio, el adulterio y sus consecuencias en la sociedad estadounidense), dejan oír en el sentencioso arcaísmo del “thy”, en la resonancia bíblica que inevitablemente despiertan, un acento de gravedad en el que puede reconocerse la antigua entonación de predicadores y profetas. Talese no quiere ser más que un testigo, pero es necesario recordar, aunque su punto de vista no sea estrictamente religioso, lo que se ha dicho alguna vez de los profetas: que, si podían predecir el futuro, no era porque indagaran las entrañas de los pájaros, sino porque sabían observar el presente. Gay Talese tiene el don, y lo ha tenido siempre, junto a una tenaz voluntad de ejercerlo, de la observación perspicaz de la realidad concreta; y ha sido este apego a lo concreto, a lo que no se deja explicar por ideologías o categorías generales, lo que ha determinado ese estilo suyo hecho de apuntes del natural y meditada armonización de detalles. Ahora bien, es fatal que la originalidad tropiece con la normativa en algún momento, y eso fue lo que acabó por ocurrir entre el New York Times y su reportero cuando aquél quiso promover a éste.

Reuniendo evidencia: cuaderno de notas de Gay Talese
Cuaderno de apuntes de Gay Talese

Quiere la normativa, o lo quería en aquellos años, que sólo los artículos de siete párrafos o más lleven la firma de su autor en las columnas del New York Times. Es difícil imaginar que un escritor con ambición prefiera publicar en forma anónima. Pues éste llegó a ser el caso de Talese cuando, transferido de deportes a política y enviado a Albany para cubrir la Asamblea General de Nueva York y los actos del gobernador Nelson Rockefeller en reconocimiento a su buen trabajo hasta aquel desafortunado 1959, descubrió que por primera vez no tenía libertad como escritor. “Los editores mantenían distintos criterios para los atletas que para los políticos, militares y hombres de negocios. Las figuras del deporte no eran tomadas en serio. Si el alcalde se hurgaba la nariz o se tomaba una cerveza, yo no podía escribir esto. Si lo hacía un boxeador, se podía imprimir sin problemas. Me dí cuenta de que los editores cortaban todo lo que hubiera de especial acerca del modo en que yo viera algo. No quería mi nombre en esas historias. Así que empecé a escribir de un modo muy conciso y a no dejar que ninguna historia tuviera más de seis párrafos.”

El mandamiento subvertido
El mandamiento subvertido

No firmar lo que no responde al propio estilo, preservar el nombre propio aun al precio del anonimato. Lo contrario es más habitual: hacerse eco de lo que se dice tratando de hacerlo pasar por propio y hacerse notar lo más posible por todos los medios a mano. Se ve todos los días, por esos mismos medios. Pero, en la defensa de la subjetividad implícita en la referida retirada estratégica, puede rastrearse la huella del compromiso ético apuntado más arriba, que tiende a la vez un lazo entre aquella subjetividad y la siempre recomendable, y deseable, objetividad periodística. De hecho, la voluntad de un estilo propio es una búsqueda de objetividad. Es un ajuste del ojo, del oído y de la lengua a lo que es, a lo que hay efectivamente por registrar y transmitir. El rumor permanente de las apariencias interesadas cambia de contenido pero es siempre el mismo, un velo tendido sobre la realidad para adulterarla. Del otro lado está el punto de vista, intransferible pero comunicable, de cada uno sobre las cosas y correspondiente a éstas. Lo esencial es invisible a los ojos de quien no sabe mirar, las apariencias engañan a quien no quiere ver. Cronista verídico de la vida americana, maestro en el retrato de quienes huyen de las cámaras, Gay Talese sigue escribiendo: en 2006 publicó un libro de memorias, sobriamente titulado Una vida de escritor. Denotación pura esta vez, sin ecos bíblicos ni entonación profética. Sólo una indicación evidente, aunque de no estar en la tapa del libro su discreción podría hacerla pasar desapercibida: la escritura como definición personal y final de su vida, la escritura como línea que atraviesa los campos de ficción y no ficción, reportaje y ensayo, signo objetivo de una percepción única.

Escrito a comienzos de 2007 para un conocido periódico que no lo publicó, antes de la ola de publicaciones de Gay Talese puesta en marcha exitosamente por Alfaguara algún tiempo después.

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La historia en suspenso

Panorama en suspenso
En tierra extraña

El grupo queda de nuevo dividido en parejas: Fiona y Julie en la cama grande del dormitorio, una dormida contra la otra en la amplitud de la tarde californiana; Joan y Charlie velando ante el televisor en el sofá que por la noche hará de cama para la primera; Tamara y Madison en el vehículo que centellea bajo el cielo ardiente. Y aunque no ocurre todo a la vez, el contrapunto lo hace más significativo: la mayor quietud en la mayor proximidad al inminente motor inmóvil, un campo de tensión irreductible entre esperar, reponer fuerzas y anudar movimientos, y la velocidad creciente que Tamara imprime al coche sobre ese fondo de urgente contradicción. Ella no habla y su amiga tampoco, ni siquiera han reñido, pero ni una ni otra sabe poner límite al silencio que sin embargo es Tamara quien arroja sobre Madison. Fiona vuelve su enorme vientre hacia el lado de la pared, Julie agita como un escarabajo sus pequeñas extremidades en el aire. Con el cinturón de seguridad cruzándole el pecho, los brazos rígidos a ambos lados del cuerpo y la espalda pegada a la butaca por el pie de Tamara sobre el acelerador, Madison se ve metida en una máquina que la interroga y no acepta respuestas, ni falsas ni verdaderas. Una mínima pulsación de la yema del índice de Charlie sobre el control remoto traslada a Joan de un remotísimo lugar de Oceanía a cualquier estadio perdido en el cosmos, donde en lugar de extrañas especies animales devorándose unas a otras dos puñados de hombres decididos se enfrentan bajo reglas consensuadas. Tamara aprieta la mandíbula y Madison siente la presión contra su vientre aumentar con la velocidad, mientras el coche parece dejar cada vez más atrás toda posibilidad de diálogo y, aunque ninguna de las dos piensa en la diferencia original entre sus lenguas, ambas perciben como una frontera ese margen indefinido entre los dos idiomas que con el correr de las millas se va consolidando. Fiona y Julie navegan las horas de la tarde hacia la noche en un sueño opaco; la luz del sol se va aplacando en las paredes y las sombras pierden su filo. Poseídas por la vana prisa de lo que gira en torno a un eje y pretende alcanzar un centro, establecido en este caso por un proceso del que son agente y no causa primera por mucho a lo que puedan aspirar en cuanto potenciales destinatarias, dentro del coche que se mueve Tamara y Madison permanecen rígidas, precipitadas a través de una vertiginosa sucesión de matices, del blanco de los nudillos sobre el volante al rojo mental del accidente, pasando por toda la gama audiovisual de los obstáculos imaginables, ninguno de los cuales aporta a este hundimiento en la nada otro sentido que el de la carretera. Charlie y Joan coinciden de pronto en un viejo dibujo animado repleto de palizas que absorbe mientras dura la totalidad de su atención. La sorpresa de que nadie se les cruce, como si nada pudiera detenerlas, de que ninguno de los coches que adelantan, ya entre los edificios de Los Angeles o al subir al plano abierto de la autopista, les ofrezca una mínima resistencia, sino que más bien parezcan desvanecerse a los costados para dejarles paso, induce en Madison el temor de haber cruzado otra barrera, distinta de la que separa lenguajes y territorios, más allá de la cual no habría retorno; pues nada se perdería con su pérdida, ni siquiera el par de niñas en camino, y la velocidad sólo evidencia la facilidad con que cualquiera de las dos quedaría borrada de un mapa idéntico después de su paso; Tamara, de pronto, se rinde y quita el pie del acelerador; Madison siente que ha ganado la carrera, aunque al precio de quedar ya para siempre del lado de la voluntad y de la afirmación; minutos más tarde, abriéndose paso en la misma corriente donde minutos antes creyó estar a punto de ahogarse, mientras Tamara camino a casa duerme a su lado, es su propio aplomo al conducir lo que la sorprende bajo el peso del miedo. Julie despierta y la siesta se acaba, Joan querría prolongarla pero los adultos van y vienen delante del televisor y sus voces no la dejan oír las de los personajes. Antes de que oscurezca del todo, Madison cumple su promesa y, después de hablar con su abogado para solicitarle un especial estado de alerta durante este período de víspera, llama al Sunshine Inn y desea buenas noches a la portadora. Fiona no recuerda lo que soñó esa tarde pero, mientras Julie flotaba en la presumible burbuja azul o rosa normalmente atribuida a su edad y Joan y Charlie derivaban entre las estaciones del ciclo eterno de las imágenes por cable, ella en cambio, devuelta a la infancia, ha estado ofreciendo, desde el cuadrado de arena donde juega sentada, tortitas de esa materia incomestible y rechazada en consecuencia pero tan maleable que deviene un desierto del que ella no se puede levantar; hundiéndose en esas arenas movedizas ha despertado sin más registro del accidente que el regusto de lo que ha sido obligada a tragar, causante de una náusea que atribuye a su estado antes de volver a dormirse; una vaga sensación de hundimiento vuelve a ella después de la cena, al conciliar el sueño junto a Charlie, con Julie en medio de ambos, mientras Joan se queda en el sofá al otro lado de la puerta entreabierta. En la ventana, un edificio llama la atención de Joan: pues, en lugar de sumirse en la oscuridad general del centro de la ciudad a esta hora, con a lo sumo algunas ventanas encendidas pero no por eso menos herméticas, exhibe su interior como lo haría un decorado, con sus varios niveles de escaleras en cuyos escalones y descansos más hombres que mujeres solos, de a dos o en grupos fuman, conversan o sólo están ahí, dentro de un corte longitudinal que va del suelo a la terraza y causa la impresión general, irreconocible para Joan, de una espera en común que, como la falta de recursos económicos o el envejecimiento prematuro de su edificio, comparten sabiendo cada uno que la cita será fallida, noción desde la cual allí persisten sin embargo, dejando que el tiempo los atraviese noche tras noche frente a la mirada capaz de percibir el carácter de su estadía. A la mañana siguiente, Madison y Tamara se despiertan más temprano de lo que hubieran querido, tras un sueño alcanzado a base de té, pastillas y una última selección de nombres para las gemelas; los ingleses desayunan en el hotel aprovechando la media pensión pagada por las americanas. Tienen dos semanas por delante sobre las cuales pende una fecha incierta y esta incertidumbre lo vuelve todo escurridizo: Madison revisa el guión a cuya primera versión deben el anticipo que sostiene toda la iniciativa, pero no logra interesarse de veras ni por sus propias ideas ni por la posible realización; a Tamara, cuanto más sólidas le parecen las firmas de su cartera de inversores, más virtual le parece su negocio en Internet; Charlie, desprovisto de cualquier actividad, vigila que la desocupación no le produzca los conocidos síntomas del desempleo por más que esta vez al menos disponga de una justificación médica, eso sí, indirecta; sólo Fiona, que hace mucho que no hace nada distinto para ganarse el pan, tomada por la naturaleza, aunque ésta fuera asistida, permanece en contacto con la fuente de la ansiedad que la rodea y no necesita distraerse. Sin embargo, guarda un secreto: sus clientas, en la visita del día siguiente a su llegada al caer la tarde, quizás debido a su inexperiencia no sospecharon nada; pero el calor manifestado por la proveedora no se debía a la temperatura ambiente ni era un fenómeno inherente al normal desarrollo de su estado, sino el efecto de una fiebre que, ya medida por Charlie una vez que su mujer no pudo esperar a que pasara, allí estaba instalada para recibirlas aunque ellas no se detuvieran en su aparición, y pronto alzará la voz para llamarlas una vez que se hayan ido sosegadas. La fiebre se hace fuerte por la noche y descansa por la mañana, entre una esposa entregada y un marido consumido; los ánimos que el sueño les devuelva serán para las hijas, en tanto el sol parece fijar un suelo calmo para el tránsito del día. Pero no es así y esa tarde, cayendo como un rayo sobre el devenir horizontal de la espera, sobrevendrá la urgencia y la raíz torcida emergerá: las dos partes del arreglo habían acordado, por fatiga o prudencia, durante la víspera darse un día de tregua en su trato, aunque igualmente se comunicarían a la hora oportuna para confirmar la regularidad de la jornada; cuando Madison, después del almuerzo, telefonea, todo sigue sin novedad según le reportan; pero, apenas un par de horas después, como si su llamada hubiera precipitado un cumplimiento perentorio del plazo estimado para la entrega, Tamara oye la agitada voz de Charlie en el teléfono informándole que una ambulancia está en camino al Sunshine Inn.

continuará

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Bahía Blanca leída en Barcelona

A propósito de Bahía Blanca, de Martín Kohan (Anagrama, 2012)

Un lugar de perder
Un lugar de perder

A pesar de su brevedad, ésta es una novela que requiere paciencia. Sobre todo al principio. Las primeras sesenta o setenta páginas, precisamente antes de que se produzca el encuentro que el narrador quiere evitar a toda costa –con su viejo amigo Sidi, el único a quien sin embargo no ocultará la verdad-, deseo que implica en consecuencia que ésa es la parte del relato que tiene bajo el control que aspira a mantener, transcurren con una morosidad y una aparente falta de norte que sólo promediando la novela dejan ver con claridad sus propósitos. En ese momento todo lo anterior puede entenderse de otra manera, hasta el punto de que incluso puede decirse que potencia enormemente su sentido. Pero hay que tener la paciencia –al margen de que cada página esté bien escrita, de la calidad y adecuación de la prosa a la materia expuesta- de llegar hasta allí.

Porque es allí, alrededor de la página 70, al encontrarse el narrador con Sidi y a través del diálogo entre ambos enterarse el lector de qué es lo que había detrás del profesor que con la excusa de una investigación fabricada para la ocasión se había fugado a la “nada” de Bahía Blanca, donde este relato se abre de tantos otros, no poco habituales en la literatura argentina reciente, que se le parecen en cuanto monólogos obsesivos y discontinuos de un protagonista masculino que permanece distanciado de cuanto lo rodea a la vez que metido en su soliloquio y reacio a embarcarse en cualquier aventura tradicional, de esas que se pueden leer de corrido y se suele relacionar con la narrativa comercial preferida por la mayoría o el común de los lectores.

Esta consideración amerita a su vez una pequeña digresión a propósito de esa literatura discursiva y reflexiva, fragmentaria y contraria al suspenso, a la intriga, que suele contar con un reconocimiento crítico merecido por la calidad de su prosa, su ser tan evidentemente “literaria”, a la vez que despierta el temor y la desconfianza de tantos lectores y editores, deseosos de que se les narre algo, un asunto, lo que sea, en lugar de que se les ofrezca toda una serie de grandes y pequeñas consideraciones y descripciones que a sus ojos no acaban de ganar la animación que cabe esperar de un relato.

La novela en cuestión
La novela en cuestión

Mucha literatura argentina publicada y no de los últimos diez o quince años responde más o menos a esta descripción, al igual que una idea general, tal vez prejuiciosa pero no infundada, que en el extranjero o al menos en España puede tenerse de la literatura argentina. Discurso sin acción, actividad sólo mental, que se hable mucho y no pase nada, toda una serie de prevenciones que tanto al lector de libros como al de manuscritos se le pueden despertar al volver a enfrentarse a un texto narrado en presente por un hombre solo que da cuenta de sus percepciones día tras día. La náusea, después de todo, es un libro así, pero allí la aventura o el asunto que normalmente llenaría un argumento era sustituida por el progresivo despliegue de uno de los “ismos” más reconocidos del siglo XX, el existencialismo, con lo que toda esa acumulación de detalles en apariencia dispersos desembocaba al fin en una visión tan consistente como podría ofrecer una historia fácil de resumir. Cuando no se llega a un mensaje así de claro, faltando un argumento satisfactorio, el lector puede sentir que ese diario más o menos realista que le ofrecen en lugar de una evidente ficción lo deja con las manos vacías, o como si hubiera comido poco. Prevenido contra esta sensación de descontento, a menos que se identifique con esta visión solitaria del mundo y pueda sentir casi como que escribe el libro con el autor, es más que probable que se aleje al reconocer a ese tipo de narrador, ese tipo de prosa, ese tipo de voz cuya soledad sin el alivio de la animación de una aventura puede resultar tan opresiva, tan deprimente, como si se lo encerrara a uno con ese individuo cuyas obsesiones dejan tan poco lugar para alguien más. Este tipo de narrador sin romance ni misterio ni acción ni aventura arriesga siempre perder muchos lectores.

Destino y carácter
Destino para un fugitivo

Si ésta fuera la primera novela de Kohan, si no hubiera ya empezado a abrirse camino y en cambio estuviera intentando hacerlo con este libro, es muy probable que esas primeras sesenta y tantas páginas hicieran vacilar a más de un editor. Sin embargo, como dijimos, alrededor de la página 70 se produce el encuentro que el narrador procura evitar a toda costa y ocurren entonces al menos dos cosas: una, que todo el relato se da vuelta al aparecer la causa oculta, muy concreta, de la fuga del narrador a Bahía Blanca; allí, si antes uno quizás se ha impacientado ocasionalmente al tener la sensación de que no hará más que vagabundear por un ambiente muy bien descrito, sí, pero tedioso, en cambio podrá admirar la destreza con que se ha construido el aparente vagabundeo anterior para desembocar en la confesión que lo resignifica y lo recarga de sentido. Pero, además, y ésta es la segunda cosa que por lo menos ocurre, la novela, mediante el relato de un hecho con tanta tradición ficcional como es un crimen (el lector “común”, o la idea que se tiene de él, casi exige que todo relato sea policial; adviértase la infatigable popularidad de la novela negra), aquí se desmarca completamente de ese tipo de literatura a la que hasta ese momento se parecía tanto y prácticamente se para en la vereda de enfrente sosteniendo, aunque no se lo proponga, la siguiente acusación implícita: ¿no será que detrás de todos esos discursos obsesivos que no quieren soltar ni exhibir su objeto hay siempre una realidad en la que el narrador no tiene más remedio que descender a personaje y padecer la suerte que el resistido mundo le reserve? ¿No es mera represión lo que impide en esas novelas tan meditativas que los hechos y las acciones se encadenen entre sí para producir la ficción tradicional que el poco narrativo narrador rechaza? ¿No tendrá quizás razón, o al menos un buen motivo, el lector que las rehúye en busca de aventuras que le permitan a él dispersarse en lugar de obligarlo a concentrarse en unos fragmentos que no se le reúnen? Esta hipótesis literaria está formulada de una manera tan sutil o se desprende tan naturalmente del texto que en él no es necesario hacerla explícita.

Materia de elipsis
Materia de elipsis

La novela, entonces, que parecía del género meditativo “antinovelesco”, de pronto, a partir de que el intruso atraviesa el cerco del obsesivo, deviene casi un policial, con un secreto, intriga, vivacidad –la del diálogo mismo, que ocupa casi toda la sección central del relato- y hasta un humor directo como el que permite la evocación de Bonavena. Aquí todo se pone en marcha, aunque sea en retrospectiva, con ese ritmo que el Lector de Ficciones exigiría en principio siempre de su entretenimiento. Uno se olvida, pero de pronto cae en la cuenta de que este personaje, con quien tiene tanta intimidad al cabo de ya bastante más de media novela, es un asesino que no siente culpa ni remordimiento alguno, que sostiene su exterior de ciudadano normal como podría hacerlo cualquier persona real comparada con lo “interesante” o “pintoresco” que las criaturas de ficción se ven obligadas a ser, y que aquí, no en el comienzo, está el verdadero planteo de la novela, en torno al cual giran las distintas anécdotas y digresiones que el texto nos ofrece: el que la realidad misma pueda reabsorber cualquier acto en su propia amoralidad objetiva, al tiempo que los procesos de disociación pueden librar a cualquiera del sentimiento de culpa o aun de sentido de responsabilidad respecto de sus propios actos, permitiéndole sobrevivir como un “loco cuerdo”, lo que no deja de ser casi una instantánea de un sujeto que podría ser escandaloso en otra época mientras que en ésta puede ser considerado casi sintomático.

Éste es el nudo problemático de la novela. Se pueden apuntar otros rasgos, como su precisa atención a la melancolía de la adultez definitiva, la sensación de avanzar en un tedio que la red de comunicaciones en torno no hace sino acentuar, incluso el deseo de recuperar el pasado (a través, para el protagonista, de su ex mujer o de los vestigios de la vida que hace mucho compartieron) no tanto por el esplendor de ese pasado sino por la imposibilidad de establecer contactos vitales con el presente una vez ya gastada la juventud. Y también es interesante ver cómo, para este asesino, es la mujer el lugar de su crimen (aunque al que haya matado sea al segundo marido), ya que es a ella, a sus huellas y a su ambiente que vuelve siempre. En relación con ese lugar de culpa potencial no admitida por el discurso que se defiende, defendiendo al narrador, de la acusación que pondría en evidencia su insuficiencia, Bahía Blanca es una especie de limbo: ninguna felicidad es posible allí, pero tampoco lo es la fatal desgracia de perderla; es, en cambio, un lugar perdido de antemano, un lugar “mufa”, “gafe”, un lugar de perder, donde quedarse perdido.

Galíndez el héroe
El mito Galíndez

La novela teje, en torno a la pequeña intriga policial desmantelada con tanta habilidad que ofrece al lector de argumentos, toda una red de referencias que modulan lo esencial de su tema, tanto a través de los planteos del estudiante inoportuno a propósito de Crimen y castigo como de relatos dentro del relato, entre los cuales el más memorable quizás sea el de la pelea de Galíndez, a la épica altura del evento evocado. Hay sólo una de estas pequeñas historias que arriesga, al menos en un detalle, cierto grado de inverosimilitud: aquella en que el narrador no reconoce en la puta de Ingeniero White a la chica del locutorio de Bahía Blanca hasta después de acostarse con ella; sin embargo, atendiendo a la particular psicología de este narrador que en principio parece tan mesurado, ponderado, “normal”, puede uno admitir que algo así pueda ocurrir, aunque pueda parecer un poco forzado. Después de todo, en gran parte la gracia de la novela está en la posibilidad que ofrece al lector de “desenmascarar” a un narrador que al fin y al cabo miente por omisión; de ahí su insuficiencia moral, que la novela no declara, más bien al contrario, pero que se puede deducir.

Bahía Blanca no es una obra de ruptura con lo que Kohan lleva ya escrito, ni un salto más allá: es un trabajo que está en total continuidad con lo anterior, si bien no es redundante en relación con otras novelas suyas. Resulta particularmente interesante la tensión que establece con ese tipo de literatura a la que en un comienzo parece pertenecer: quizás tampoco esto interese al “gran público”, pero en cambio sí puede ser revelador de lo que se juega en esa barrera erigida entre la acción exterior que exige la conciencia para estar tranquila y el discurso ciego y sordo de su parte perturbadora, sobre todo de los hábitos del lector de ficción.

kohan

La historia sigue viaje

Carretera americana
Carretera americana

Mientras Madison habla a Fiona y Joan a Julie, Charlie y Tamara callan; él trata de imaginar lo que ella piensa mientras piensa en ella como madre, identidad o rol que le cabe si es que Madison al volante es el marido o cumple ese rol y Fiona ocupa ahora el lugar que debe corresponderle habitualmente: madonna de perfil contra el paisaje fugitivo, cerrada efigie sobre la que resbala como llovizna la simultánea charla femenina, le parece que guarda en su distancia la razón que a todos los ha traído tan lejos. Y sin embargo, aunque es esta desconocida la mujer que cabalmente representa el misterio en gestación con su silencio, es en su propia mujer donde el proceso transcurre y ella dice: «Nunca estuve tan pesada, ninguna de las otras veces», dato que nadie sino tal vez él mismo podría constatar y al irrumpir de pronto, inesperado, sin relación evidente con el discurso de su interlocutora, parece arrojar sobre la mesa un problema que ninguno de los allí sentados sabría resolver y en consecuencia provoca un hueco en el aire, una suerte de ausencia, al abrirle todos paso al comentario que prefieren ver pasar antes que fijarle un sentido necesitado de respuesta, lo cual pronto Madison compensa ofreciendo una mezcla de confesión sobre su ignorancia debida a la obvia falta de experiencia e informe acerca de oportunas dietas y gimnasias acreditable a su familiaridad con actrices y modelos, que remata con un chiste de interpretación incierta sobre el hecho de ser siete chicas a bordo, contando las que Fiona cargará todavía por un tiempo, a lo que el grupo responde de manera desigual, sorprendido cada uno en su defensa y procurando enfrentar la circunstancia con la expresión facial adecuada. Charlie, aislado, mira de reojo a Tamara, que por detrás y después de un medio sonreír de compromiso permanece callada como si reprobara alguna acción inexorable decidida en forma previa a cualquier posible intervención por su parte, y no puede menos que recordar a la causante portuguesa, finalmente evadida de su propósito, y a su consorte italiano, a salvo al fin y al cabo de acontecimientos que a él lo sobrepasan, aunque en verdad, se da cuenta, apenas puede evocar sus rasgos; harto, se autoriza a intervenir y Joan escucha cómo el padre de Julie pregunta a su madre, acalorada a pesar del aire acondicionado, mientras desliza sus dedos por la nuca húmeda siguiendo los espirales del pelo mojado contra el cuello, inclinado hacia adelante y hablándole muy quedo, casi al oído, si han vuelto a moverse, a lo que Fiona, muy suave, responde que hace un rato, de modo que apenas pasado el instante, cuando Madison reconoce al sujeto tácito del intercambio, aunque ningún movimiento a su vez reconozca la mano que, autorizada por la todavía madre, deja el volante y se posa abierta sobre el gran vientre habitado, una especie de círculo familiar se cierra dentro del auto alrededor de la pareja encinta y Joan, confrontando la imagen presente con lo que ha visto tantas veces en casa, reconociendo en la claridad con que comprende algo que sólo vagamente recuerda los progresos hechos por su incipiente conciencia desde las vísperas del nacimiento de Julie, percibe con renovada nitidez el calor y el leve peso de su hermana y se apega más a ella. Es precisamente entonces cuando ésta, por casualidad o por instinto, emite dos sílabas de sentido tan incomprensible como inmediato resulta su efecto: risas de celebración adelante, compartidas por el padre y de las que Joan se hace eco, sobre las cuales se monta otro oráculo absurdo redoblándolas y reuniendo así, por un momento, al grupo entero en torno a un nuevo centro. ¿Entero? Ni bien la espalda, apenas descargada, del único hombre a bordo regresa a su sitio en medio del respaldo del asiento trasero, su ojo derecho registra, a la extrema derecha de su campo visual, la mirada salvaje de Tamara a Madison quien, de espaldas, animada por la aparente reducción del espacio entre los pasajeros, habla al grupo de la misma manera general en que una guía turística presentaría las atracciones locales y dando casi la misma información; algunos kilometros más tarde, la errática voz cuyo volumen Joan no deja de vigilar mientras exalta a Julie su presencia en la ciudad de las películas sonará como el eco demorado de las gastadas referencias de Madison al Teatro Chino y a Sunset Boulevard, pero a Tamara este cíclico retorno, como es de esperar, no le causará la misma gracia que a Fiona, cuya dócil aquiescencia la irrita como si, viajando sentada en su lugar o justo un lugar delante suyo, pudiera arrastrarla a un destino cualquiera. Por el momento, al menos, el de los viajeros no será su casa; ésa era la intención de Madison a su regreso de Londres, preocupada por el presupuesto del total de la operación, pero en cambio resultó para Tamara, ya colmada por la espera, la bienvenida oportunidad de recuperar la iniciativa y sorprender una vez más a su amiga: sin siquiera discutir, sin presentar batalla, al menos de ningún modo en terreno verbal, se dirigió a uno de sus primeros inversores, activo en hostelería, entusiasmado en su momento por la novedad de las ganancias online y ahora fácil de persuadir por el ínfimo costo del favor requerido, y a su vuelta, satisfecha con su carisma y sus recursos, tras dejarse caer en el sofá ostentando el largo de sus piernas como para indicar el goce de la libre extensión de su casa y su intimidad, anunció a Madison los quince días de hospedaje gratuito que mantendrían a sus visitas alejadas hasta la hora de volverse a ir, estrategia de cuya ejecución, además de su diseño, parece decidida a asumir como principal responsable ya que, al llegar al hotel, será ella la primera en bajar del auto y quien, rodeándolo en tres zancadas, abra el baúl, reparta el equipaje, se quede con más de una maleta como para equilibrar el cansancio de los otros tras el viaje y encabece la procesión hacia el vestíbulo, aunque de dar propina al botones una vez que las valijas sigan su camino dejará que se ocupe Charlie, por más que Julie dormida en brazos de éste le deje uno solo libre con que hurgarse los bolsillos. Mientras tanto Madison se ha quedado atrás acompañando a Fiona, que en el trayecto desde el aeropuerto parece haber aumentado de tamaño y a quien Joan, tomada de su mano, da la impresión de servir de apoyo más que de estar a su cargo; la anfitriona lleva en la mano izquierda la maleta que su compañera ha dejado para ella, pero ofrece a la invitada el flanco derecho como sostén y está a punto de caer junto con ésta cuando, una vez dados, uno tras otro, hasta el último, los pesados pasos a dúo impuestos por los escalones que realzan la olvidable fachada del Sunshine Inn, ya libre de la maleta que algún empleado por fin se ha apurado a recoger, siente en el hombro la presión de la mano que se afirma al vacilar la otra en el súbito vacío provocado por un comedido, posible turista, personaje imprevisto que, a punto de salir del hotel, aprovecha para mostrarse amable y abrirles la puerta en la que Fiona iba a apoyarse: la niña que a su vez ésta ha soltado está a punto de ser atropellada por el joven que, prácticamente arrojando al suelo la maleta que acaba de empuñar, se precipita a apuntalar al tambaleante grupo de viajeras, pero todo se resuelve sin mayor daño para madre, acompañante e hija y el próximo paso, una vez prontamente reafirmado el consternado huésped en su confianza en los poderes de la cortesía y despedido al pasar a su paseo, es el muy sencillo de inscribirse en el registro de pasajeros, confirmada ya la reserva por Tamara, que en la proa del grupo continúa al timón. Charlie es el primero en firmar y Madison aprovecha para tomar a la pequeña Julie en brazos pero, antes de que el cuerpo de la niña haya siquiera alcanzado a hacer sentir su peso y su calor sobre el suyo, Tamara la arranca de esa costa donde suelta con su equipaje y su alojamiento a la familia extraviada y la arrastra de vuelta al transporte en el que la han traído, dejándole apenas aire para una referencia, furtiva como una corriente en un interior cálido, al abogado que ya tendría listos los documentos para la adopción de las nonatas y prometer una llamada para el final de la tarde, cuando, según dice, los forasteros hayan logrado aclimatarse.

continuará

llaves

La historia toma rumbo

California dreaming
California dreaming

Pocas semanas más tarde, mientras Madison en California sigue pensando que hizo bien en obligar a la pareja a invertir, pues así ha asegurado el viaje, Charlie a bordo del avión sigue diciéndose que hubiera debido apretar, que entonces podría haber llegado hasta a sacarle efectivo, si la americana había ido a Londres debía estar desesperada, calcula erróneamente, como si el cine no fuera una industria internacional, debí haber vuelto al ataque, se repite, pero ahora debe esperar, sentado entre su mujer del lado del pasillo y el dúo de niñas ya nacidas junto a la ventanilla, la mayor procurando distraer a la menor, cuando despierta, con las nubes fugitivas y cambiantes, el reencuentro al cabo de la peregrinación forzosa para intentar cualquier reclamo. De a ratos dormitan, a veces él y Fiona van tomados de la mano, pero, cuando oscurece, mientras ya casi nadie lee y casi toda la luz de la cabina proviene de la pantalla con que intentan entretenerlos, aunque sigan, más por costumbre que por interés, las mismas imágenes ambos, cada uno, separado entre sus auriculares, va hundiéndose en sí mismo lentamente, sin advertirlo, hasta llegar a oír, con idéntica inconsciencia, en sordina, como una radio a bajo volumen, por debajo pero más persistente que las de los actores, incisiva a pesar suyo, la monótona voz incesante a la que apenas reconoce como propia. Es ésa la voz que identifica, para Fiona, los modelos reales de la ficción a la que asiste, y gradualmente va corriendo el velo de las caras célebres sobre la identidad representada, hasta que acaban surgiendo, de los fingidos gestos de la aplaudida pareja hollywoodense, los sobrios modales del italiano y la portuguesa fugitivos a la turbia media luz de la conciencia negada. Fiona vuelve ligeramente en sí, mientras la imagen que regresa le obstruye la que le están pasando, y a su cabeza vuelve la noticia, recortada al subir al avión de un vistazo al periódico que más tarde hundió Charlie entre los asientos, de la demanda millonaria entablada por el dúo de estrellas contra el mayor representante del sensacionalismo inglés por violación de intimidad durante la última estadía londinense de la pareja, y mientras mira a las víctimas exhibirse una vez más vestidas por nombres supuestos, que bien podrían ser los de Elena de Souza y Stefano Soldi en su versión anglosajona, si ella tuviera el ingenio capaz de imaginarlos, llega al fin a preguntarse a cuánto ascendería o aun, tratando de acercarse a una respuesta, aunque imaginaria, concebible, en qué consistiría su demanda contra sus propios ofensores y dónde o a quién la presentaría, problema compuesto cuya aparente solución, diferida ahora por fuerza hacia el final de la línea de tránsito en curso, parece también simplificarlo al oponer su confuso planteo a la nítida figura de Madison, para Fiona sin duda la única que podría sostener el hilo de cada voz de la película tramándolos uno con otro y en quien vuelve a sentir la fervorosa confianza depositada al nacer su admiración por el talento, hasta entonces ignorado, de quien urde por detrás de los que posan; como una mano en el centro del pecho o sobre el vientre ese sentimiento la apacigua y reafirma su disposición a la entrega, que confirma sin darse cuenta apretando la mano de su compañero a la vez que sus propios párpados, resuelta ya a dormir hasta completar su destino. En el aeropuerto, Charlie reconoce enseguida a la rubia y luego repara en la latina, que sobresale como una sombra por detrás de la otra. Fiona siente miedo de ella, pues su displicente reserva le recuerda de inmediato a Elena; se apega a Madison cuanto puede, y ésta pronto le echa el lazo y la arrea hacia la salida, sabiendo que el grupo seguirá a la portadora de su núcleo. Mientras habla, aligerando el tránsito, amenizando con trivialidades californianas el traslado del equipaje al automóvil, bajo un sol que desborda todo límite, no percibe de Fiona más que el calor, el peso y la colmada silueta de la maleta en la que viajan sus niñas; pero Tamara, que desde un principio ha observado a la extranjera con la sorna que le despiertan los anglosajones fuera de lugar, al contrario que Madison, a quien suele considerar del mismo modo, detiene en ella su mirada y al contrario que Elena, centrada en sí en cualquier geografía, le halla atractivo a pesar de la carne cansada, trabajada por ineludibles o buscadas fatigas, y desde la otra orilla que ella misma representa mide la pérdida: éste es el efecto de una vida normal, se dice, y también que la oportuna atención de alguien capaz de tomar iniciativas, de empujarla fuera del habitual vacío interior que clama mudo por ser ocupado y en consecuencia se deja habitar por lo que sea, un trabajo, un amor o un problema de salud, formas del destino en el horóscopo, tal vez podría haberla salvado, cuando aún había fuerzas para soñar con un rescate, pero ya es tarde, decide al fin, para dar un perfil nítido a una figura tan borroneada por el tiempo y la nula, vana experiencia, con lo que, al igual que a su conservadora familia en el lejano pasado, abandona el motivo de su reflexión y desvía la mirada hacia la ventana, donde espaciadas construcciones, sólidas y precarias, pasan de largo. Charlie, que nunca ha tenido a su lado mucho tiempo una mujer tan imponente, apretado en medio del asiento trasero ve entre las nucas de las dos de adelante cómo el paisaje desconocido se le viene encima con su ola nunca rota de automóviles, señales camineras, anuncios comerciales, y desbordado fija la mirada, mientras flota en el aire la voz sin aristas con que Madison dirige a Fiona sus garantías de bienvenida, en el diestro puño femenino sobre el volante, cuyos nudillos afilados ignoran la suavizante intención de las palabras que circulan dentro del coche y mudos confirman la violencia latente en la carretera; a su izquierda, remedando esa suavidad sin darse cuenta, cuidando que su voz tan ininteligible para los adultos como para su hermana permanezca bajo el nivel sonoro establecido por el trato entre su madre y la señora de la televisión, Joan muestra a Julie sobre su falda el nuevo mundo en tránsito procurando mencionar las piezas sueltas cuyo nombre recuerda del viejo antes de perderlas kilómetros atrás. Extrañamente, dejando un vacío que hubiera chocado a una Fiona con los pies en la tierra y que Charlie, al caer en la cuenta, vagamente atribuye a la homosexualidad de estas mujeres, ninguna de ellas ha manifestado éxtasis alguno ante la cría que ya tiene casi un año, a pesar de la ilusión que se les supone, ni han tratado de caerle en gracia a Joan, tan dispuesta a practicar el rol materno que pronto deberán desempeñar. ¿Quizás cuando Julie empiece a ensayar sus balbuceos obtendrá alguna respuesta?

continuará

trolley

¡Autor, autor!

Horacio Castellanos Moya
Horacio Castellanos Moya (Honduras, 1957)

Tirana memoria, de Horacio Castellanos Moya, fue publicada en 2008. Quizás sea la más ambiciosa de sus novelas, al menos hasta hoy, no sólo por su extensión –en general es un autor de novelas cortas-, sino también por su perspectiva histórica y su construcción en varios planos, que aprovecha al máximo los recursos ensayados en la precedente Desmoronamiento y abre grandes posibilidades para sus obras siguientes, ya que aquí parece haber encontrado algo así como el engranaje entre un tema o un mundo narrativo, suministrado por su patria (como el Sur lo ofreció a Faulkner, por ejemplo), y un método de composición que le permite emplear a fondo su amplia variedad de registros, tanto para hacer hablar a personajes muy diversos, que convencen plenamente de la realidad de su experiencia, como en el uso de distintos tipos de escritura, desde el diario íntimo hasta la correspondencia pasando por el diálogo dramático o la acción casi cinematográfica, lo que se traduce en una multiplicación de modos y puntos de vista ideal para retratar un paisaje conflictivo. El equilibrio entre la intimidad del lector con los personajes y la evocación épica de la experiencia colectiva es un logro absoluto en este relato, así como el manejo del tiempo y de sus efectos o la progresiva revelación de los antecedentes de los personajes, que ahonda el interés del relato y enriquece los distintos perfiles. La reconstrucción de la época, así como de la psicología de sus testigos, también es ejemplar. Habituados a la brevedad de las novelas del autor, podíamos temer que una novela de mayor extensión se le fuera un poco de las manos o perdiera algo de cohesión, de tensión interna; nada de eso ocurre y en cambio la impresión es la de hallarse ante un relato en el que no sobra nada, a la vez que la riqueza de los detalles secundarios apuntala una impresión de realidad completamente conseguida. El libro es emocionante y entretenido, además de dar mucho que pensar a un lector al que sabe ofrecer estímulos.

Una obra maestra contemporánea
Obra maestra contemporánea

El tema de la obra, el «asunto», digamos, es la revuelta que en 1944 derrocó después de doce años de gobierno al general dictador de turno en El Salvador. La narración de estos hechos se reparte entre el diario íntimo de una de las protagonistas y el relato objetivo, en tercera persona, de las aventuras de dos fugitivos del fallido golpe de estado con que se inicia la revuelta. Un amigo de los protagonistas cierra el relato años más tarde, en 1973. El entorno social es narrado y descrito con detalles reveladores que nos permiten hacernos una idea de los estratos sociales de ese ambiente, de sus costumbres y su presencia, a la vez que asistimos a la progresiva invasión, cada vez más veloz, de esas costumbres hechas de hábitos y compromisos sociales por las circunstancias políticas.

Juegos de perspectiva como el que ofrece el contrapunto entre la emoción contenida en el progresivo despertar de la conciencia de la mujer que escribe su diario y la comicidad devastadora de tantas escenas de la fuga de los dos cómplices, a quienes da muchísimas ganas de ver interpretados por grandes comediantes capaces de sacarles todo el jugo a esas escenas y personajes, muestran no sólo la riqueza de este texto sino también la del mundo que este autor es capaz desplegar, con el dominio y la variedad de recursos de que dispone. Castellanos Moya no sólo tiene una voz y una visión propias, sino también excelente aptitudes de guionista o dramaturgo para hacer hablar y actuar a personajes capaces de convencernos de la verdad de su ficción. A este realismo tan positivo contribuyen también el talento y la paciencia que demuestra para acumular detalles y organizar la percepción de éstos por parte del lector, tejiendo una red muy física de presencias y relaciones que acaban por erigir con plenitud todo el ambiente evocado, del que podemos no sólo ver las imágenes sino también percibir lo que está en juego en cada momento y cómo afectan a los personajes los hechos que protagonizan y las relaciones que establecen. Este mundo tan dramático que él sabe poner ante nuestros ojos, donde caben la épica, la comedia, el melodrama y tantos registros teatrales distintos, convence de su realidad cotidiana por ese equilibrio de detalles con que es rodeada cada acción. Capaz de homenajear sin demagogia y de hacer reír sin distraer de lo esencial, Castellanos Moya demuestra verdadera maestría en la conducción de sus distintos registros. Al leer Desmoronamiento, la primera de sus novelas que leí, aunque me gustaba cada vez más a medida que avanzaba en la lectura, sólo cuando cerré el libro me dí cuenta de lo bueno que éste era realmente, de la destreza con que estaba elaborado y de lo consistente de su construcción. Leo Tirana memoria ya advertido del talento de su autor, pero nuevamente es su ficción la que me arrastra a lo largo del libro: la técnica aquí es tan eficaz que en nada cede a la exhibición y sólo en retrospectiva resulta imposible no advertirla.

moya

La historia de todos los viernes

Episodio número 7 de la historia de Fiona Devon, madre portadora. Continúa el diálogo iniciado la semana anterior y se llega a un acuerdo. Sus consecuencias, el viernes 11.

la mano en la trampa
In dreams begin responsabilities (Delmore Schwartz)

Charlie, que al cabo de este enredo cree haber reconocido víctima y asesinato, si no es que se confunde con tantos otros que ha visto al detener su deriva por la planicie televisiva en el súbito pico de violencia programada, retiene la motivación económica, que es la suya en este careo, y aun cuando la loca agitación de estas mujeres, de las cuales una es suya, no deja de mostrarle al niño con dos madres como un seguro náufrago entre dos costas inciertas, tampoco permite, siendo por otra parte que se trata de dos niñas, que al apuro económico se imponga prejuicio alguno: dos madres, dos niñas, hay equilibrio, es justo, entre ellas se arreglarán; hasta Joan sabe ocuparse de Julie cuando hace falta, como esta tarde. Privilegiando el bienestar de sus dos hijas, ahora que puede, sobre cualquier desprendimiento originado en una equívoca gratitud, solidaridad ante la injusticia o sentimiento de natural abundancia por parte de su mujer, Charlie procura reducir el margen de riesgo económico implícito en esta negociación y así llega a preguntarse, con todo el optimismo de que es capaz, si no habrá modo para él de sacar algún provecho de este asunto o al menos de salir sin pérdida; ya que, después de todo, teniendo en cuenta que su deuda con el seguro va en aumento, que otros gastos amenazan y que, en definitiva, no cree que el futuro le traiga en lo inmediato ninguna oportunidad mejor, más vale que se plantee la ocasión que se le presenta positivamente y hasta con un toque de audacia: el evidente nerviosismo de la americana la hace ver como una presa posible, con algo de zorro o ciervo en la inaprensible inquietud de su mirada, en la móvil tensión del cuello expuesto, y Charlie, recordando los rodeos que debe dar el cazador antes de, fríamente, efectuar su disparo o dar el salto fatal, con cautela va aludiendo, entre los recuerdos de una soleada infancia en el Oeste y las perspectivas que el estado de California ofrece a los niños y a los jóvenes, a la ya muy prolongada imposibilidad, a causa de su estado, para Fiona de hallar empleo y aun de trabajar, a la buena voluntad que él mismo está mostrando al postergar su propia actividad para acudir a esta cita, lo que difícilmente está en condiciones de permitirse, a los sacrificios a los que se han visto obligados, de los que ofrece un par de ejemplos, por el abandono al que las dos niñas futuras se han visto sometidas, de lo que ofrece una inmediata condena, para ir poco a poco orientándose hacia el punto de definición del encuentro, donde espera que una cifra vaya a ser pronunciada. Madison ha previsto que algo así ocurriría y ha calculado, a pesar de la ausencia de fines de lucro declarada electrónicamente por todas las partes del acuerdo, cuánto podrían llegar a pedirle, si bien carece de referencias sobre los números del hipotético mercado, aunque siempre tiene presente que el tiempo juega a su favor, pues no olvida que al salir ella en su busca las niñas ya estaban allí, a juzgar por la inminencia que para este parto delata el tamaño del vientre portador; de manera que no va a precipitarse con oferta alguna sino que, reacomodando sus caderas en la silla, reafirmándose, aprovecha la última intervención de Charlie para pedir detalles sobre el origen aludido: ¿cómo llegaron los embriones a su jardín?, ¿por qué se niegan a cosechar los plantadores? Charlie sabe que al respecto no quedan respuestas pendientes, pues no habrán pasado dos días entre que recibió la solicitud de Lullaby punto com y envió a América el requerido historial completo con los certificados atestiguando la perfecta salud de las gemelas solicitadas, pero aprovecha la invitación que se le tiende para manifestar una ubicua indignación, en voz baja, eso sí, aunque no por ello pasando por alto la comparable injusticia china, contra la elección, más culpable aún por la riqueza de los genitores, que vuelve superfluo cualquier control de natalidad, de un sexo por sobre otro al que no sólo se le niega la pertenencia a una familia bajo cuyo nombre se lo ha convocado, sino al que por esta negación se lo procura privar también de vida. Percibe a su lado la aprobación de Fiona, bajo la forma de mudos asentimientos de ritmo regular que acompañan su discurso hasta un poco más allá del final, pero a Madison no se le escapa el reclamo hecho al dinero bajo la forma de reproche y juega la carta del tiempo volviendo a plantear un tema pendiente y nunca resuelto desde el primer intercambio de mails: Fiona está a punto de dar a luz, pero sería mucho más práctico que las niñas nacieran en América, lo que permitiría a sus nuevas madres asistir a la portadora mucho mejor durante el parto, en terreno conocido, además de simplificar notablemente el aspecto legal, no sólo el médico, de modo que ¿cuándo podría Fiona viajar a Los Angeles? Mientras espera la réplica, como en un ensayo, puede ver cómodamente a la pareja, que parece sorprendida, vacilar y tropezarse, confundir sus argumentos delante de su impasibilidad de espectadora, y, aunque no está claro qué es lo que ha ganado, siente que va ganando, que hace bien y se hace fuerte en su silencio, en su demora para interrumpir como los otros querrían: el marido pierde pie, alude a las dificultades que tendría para ausentarse de su trabajo nuevamente y esta vez, además, por varios días seguidos; la mujer, asustada ante el vacío que ella opone, se precipita a decir que sí, que viajarán, que primero están las niñas; a lo que él, sobreponiéndose, objeta que, al no estar su propia madre en condiciones de tolerar otra convivencia con las que ya han nacido, habrá que pensar en gastos de viaje para toda la familia, Fiona, él mismo, Joan y Julie, enumeración que completa con una furtiva mirada de reojo hacia la mirada inmóvil de la extraña frente a ellos, destino tácito de su representación. Fiona, con los ojos tan grandes como el abismo sobre el que se siente suspendida ante la incertidumbre de volar o no volar, tampoco se atreve a decir una palabra; Charlie, a solas con su discurso, lo siente resbalar y lo reafirma, repitiendo los nombres de las mujeres a su cargo; Fiona, sin la confirmación que necesita de su salvadora, intercede por ésta mostrándose patética en su lugar, suplicando por lo bajo “Charlie… Charlie…” a su marido que no cede; Madison, que no ha pedido ayuda, al fin sonríe: lo importante es que las niñas lleguen a destino, afirma, y el destino al que alude seguramente es el mundo, no tan sólo California, en las mejores condiciones que seamos capaces de ofrecerles, concluye, conciliación ambigua e insuficiente para definir obligaciones financieras, pero eficaz para hacer girar el escenario. Charlie no se atreve a plantear de nuevo la incógnita económica y así la cuestión del dinero queda otra vez en el en el aire, sobre el océano que Madison cruzó entre vagas nubes, hasta que, de golpe, lanzándose a fondo, vuelve a atravesarlo, en un nuevo relámpago, para establecer, explicándose al igual que quien expone un cálculo previamente resuelto del todo en su cabeza con el consiguiente resultado inevitable, a cuánto ascenderá la transferencia que la próxima semana ella y su compañera aportarán al viaje programado, cifra que no consentirá en variar cuando responda al correo electrónico informándole el número de cuenta correspondiente, después de lo cual nada decisivo ocurre, quedando remitida a una instancia posterior la cuestión de si esta cifra corresponde al primer pago de una deuda moral, a la entrada en una sociedad de hecho o a la huella inicial del acreedor sobre su oprimido.

continuará

dollarpound

Retrato del lector adulto

"...en el sitio habitual, junto a la ventana amiga..." (Pier Paolo Pasolini, El privilegio de pensar)
«En el sitio habitual, junto a la ventana amiga» (Pier Paolo Pasolini, El privilegio de pensar)

El brazo extendido con el libro lejos, estudiándolo, manteniéndolo a distancia, en la ventana desde la que se veían las bailarinas del estudio de enfrente, en el primer piso, al otro lado del tráfico, cuyo ruido se mezclaba en el estéreo mental con el de los tacos y las bolas de billar que venía del fondo mientras yo, sentado en el mismo sitio que él, miraba los saltos y piruetas que en lo alto atravesaban el cuadro colgado ante mis ojos flotantes. Él, en cambio, a quien he sorprendido o más bien me ha sorprendido por la intensidad de su súbita presencia, plano fijo en la serie fugitiva de las imágenes que el paseante deja atrás, precisamente en la mesa que ocupo siempre que me detengo en este bar, difícil para largas estadías, con la vaga expectativa de mirar a las bailarinas de enfrente cada vez que levante la vista del libro en curso de lectura o el cuaderno de apuntes del natural, como éste, defraudada de cuando en cuando por la brusca aparición de bailarines en su lugar, no aparta los ojos de su objeto, su objetivo, y casi puede verse, en la tensa, sostenida inmovilidad del brazo, la transmisión, como una corriente sanguínea, del libro al órgano del entendimiento que, desentendido de la cara que modela, guarda el sentido de la expresión que veo en su ignorancia de mi mirada. Pienso, fijando en mi conciencia, como idea, el cuadro que no soy capaz de pintar y se me ofrece, ya enmarcado, en la ventana que tampoco puedo descolgar del instante que pasa, que éste sería, si yo fuera el artista de la imagen que se lo pierde, el retrato del lector por excelencia que querría firmar, la figura alegórica perfecta de lo que es leer, como acción y como proceso. Luego pasan veinte o veinticinco años y lo escribo, ahora: es un hombre mayor, solo en su mesa, de la que se ha apropiado efectivamente para la ocasión aunque la olvide, como al café, bajo el codo y el antebrazo en que se apoya mientras la otra mano sostiene el libro en alto, abierto por el pulgar y sujeto por las cubiertas erguidas bajo los otros cuatro dedos extendidos hacia arriba, un atril de bolsillo, con la portada vuelta hacia el interior del local de manera que no puede verse el título, perdido en el fondo indiferenciado detrás de la figura que se impone a la mirada por el carácter grabado en la curva veloz que componen la mano alzada, el brazo tendido y, por encima del mentón duro, la boca prieta, la nariz afilada y los ojos encendidos, la frente marcada por los años reflejos en el signo menos sutil de las canas conservadas. Él oye el tictac del tiempo, la bomba alojada en la conciencia ya ardiente, despierto en la aplazada incertidumbre de si llegará a acabar el libro o a empezar otros tantos a la espera, en la noción del espacio progresivamente abreviado, de los créditos vencidos, del olvido fatal de cuanto, como un reguero de sangre, después de pasar por su mente queda a su espalda sin que ninguna cosecha o al menos gavilla de espigadores haya sido anunciada. Todo el drama, discreto, clandestino por necesidad, para poder leer en paz, está inmerso en la corriente del brazo, vibrante en el impacto de la presencia física recibido por el lector todavía joven que atiende al despliegue entero de lo que en él asoma aún oculto como embrión. Al igual que en El pensador de Rodin, aquí es una fuerza física lo que se impone reconocer para advertir lo que en ella queda expresado, como si el peso del libro en la mano del lector equivaliera al del mundo sobre los hombros de Atlas: pisando ese globo terrestre, dentro de esa bola de cristal en que lo convierte la lectura, atravesando sus brumas, coronando sus cimas, pasan ágiles marcando el suelo con pie certero las bailarinas colgadas enfrente, firme la pierna como el brazo tendido que a imagen suya soporta, expuesto al ojo del pintor manco, la doble carga de la balanza y el reloj mientras se seca la pintura en la memoria, o la tinta en la libreta de apuntes mentales, indeleble en la lista de los proyectos en suspenso. Los cuadros no se miran entre sí, pero envían la mirada apreciativa de uno a otro; el retrato del lector adulto permite imaginar, siendo ésta invisible en su marco, la tela opuesta contenida en su interior, como acabo de hacerlo al cabo de dos décadas, y aquella me coloca a mí en el lugar del retratado, que entonces también solía ocupar, en un rol cuya representación es en cambio aquí prematura. Siendo la mía, más que la firma al pie del cuadro vale el gesto del modelo anónimo que por sí mismo dio expresión universal al acto íntimo más expuesto a la embestida del exterior.

pensador