Sobre Familias como la mía, de Francisco Ferrer Lerín (Tusquets, 2011)

Al comienzo de Trópico de Cáncer, Henry Miller ponía una cita de Emerson en la que éste profetizaba una nueva literatura no hecha de ficción y de novelas sino de diarios, memorias y transcripciones de la vida de sus autores, que así expondrían directamente su personalidad al lector. Esta novela de Ferrer Lerín, tan autobiográfica y a la vez algo distinto de una autobiografía, podría ser parte de esa literatura: en lugar del suspenso estereotipado con sus intrigas y conflictos de uno u otro género que ofrecen la mayor parte de las ficciones, se nos ofrece aquí el relato de una experiencia singularísima cuyo entrecruce de materiales en principio heterogéneos –póquer, servicios secretos, poesía y aves rapaces- alcanza una insólita unidad en la figura desdoblada en protagonista y autor que emerge de todo ello para ofrecernos una visión de las cosas extremadamente concreta, además de reacia a dejarse explotar por las interpretaciones simbólicas a que podría dar pie la relación entre elementos tan impares y a la vez sugestivos como los que conforman el conjunto de este relato.

Lo curioso, sin embargo, es cómo los mencionados elementos acaban por cruzarse de tal modo que, así como evitan darse unos a otros, abusivamente, un sentido abstracto o simbólico, logran crear en cambio, en la realidad concreta, una trama de acción y suspenso imprevisible a la vez que irreductible a fórmulas ya probadas. Así, el nudo argumental de la novela, que se hace evidente tan sólo promediando la lectura, resulta precisamente del cruce de póquer, servicio secreto y aves rapaces, y no ha sido ninguna imaginación tratando de probar nada la que lo ha producido, sino la misma realidad vivida por el autor. Esto resulta tan sorprendente al ir leyendo esta novela como extraña puede parecer en un principio la mencionada conjunción entre el juego de cartas, la escritura de versos, el estudio de buitres y los servicios de inteligencia. Pero el resultado de tal combinación es tan imprevisto, singular y concreto como lo son este libro y la visión de su autor.

Póquer, pájaros, espionaje y poesía: no se establece en esta novela una relación significativa a priori entre sus cuatro elementos fundamentales, sino que se va de uno a otro, narrando su desarrollo en un principio independiente, para que en determinado momento se vuelvan unos causa de los otros y también su consecuencia: los muladares llevan a Pablo Amatller, el protagonista, a unos problemas que lo obligan a jugar al póquer para conseguir dinero y cuando esta estrategia fracasa debe ingresar a los servicios de inteligencia para salir de apuros. Pero lo notable es que todo esto haya ocurrido realmente, como si la realidad misma hubiera escrito en sus términos la novela antes de que ésta fuera puesta por escrito en el papel. Y si esto merece señalarse es porque nos habla del “concretismo” (o tal vez, incluso, materialismo) profundo de la novela, en cuanto que ni su sentido ni su trama provienen de una idea previa o de una visión general de las cosas que busque encarnarse en unos hechos ficticios o evocados. Las cosas, en cambio, son así en su dureza y su sobrio misterio; no vale la pena interrogarse interminablemente sobre una causa original para cuanto ocurre, sino que es necesario seguir el juego entre los efectos y las consecuencias de los acontecimientos para lograr que emerja de allí una comprensión más viva e inmediata de la naturaleza de ese acontecer, hecha de nociones parciales pero precisas a la vez que reacias a dejarse someter a una teoría general cualquiera.

Un buen jugador, de póquer o de lo que sea, debe tener una inteligencia capaz de advertir lo que está sucediendo en concreto en la mesa de juego y lo que se puede esperar de la partida, mucho más que nociones abstractas y generales acerca de cómo se debe jugar. Aquí nos encontramos con este tipo de inteligencia, incluso de sensibilidad, y de capacidad de observación a la vez que disponibilidad para la acción, virtudes que los reclutadores del servicio secreto supieron ver. Todo esto, en este libro en que el narrador indaga los hechos de su propia trayectoria como recopilándolos, sin forzarlos a calzar en una imagen unitaria que los englobe y les dé sentido, tiene al menos dos consecuencias muy positivas que se convierten en dos de los indudables valores que tiene el libro: una intensidad y singularidad de experiencia que se traducen en una prosa nítida, precisa, capaz de evocar con total vivacidad para el lector ambientes, acciones y personajes, y una mirada despierta, tan atenta a indicios y detalles como esquiva para toda máquina de interpretación abusiva. Hay un volcarse del autor en su obra, con una emotividad no por velada menos fuerte, que hace que el lector vaya apreciando cada vez más al hombre que el narrador le permite ver en su búsqueda de significado para su experiencia. Esto, sumado a su franqueza, su irónico sentido del humor, su particularísima lírica, tan particular, por otra parte, como los gustos y afectos manifiestos en el libro, y sus insólitas aventuras como jugador, agente secreto y defensor de las aves rapaces, entre otras varias identidades, prende: el lector que sintonice con esta obra y su autor se dará cuenta de que ha topado con un material único e insustituible por cualquier otra cosa. El sabor tan singular de esta prosa –como el de la poesía de Ferrer Lerín- hace que se desee volver a probarlo y conservarlo disponible además en la despensa, vale decir, en la biblioteca.