La palabra está de más 3: Aprender a escribir

El tiempo recobrado

Escribí El ruido y la furia y aprendí a leer.

William Faulkner

La gran época de la novela clásica fue el siglo diecinueve, la gran época de las vanguardias fue la primera mitad del siglo veinte, la gran época del libro de bolsillo fue la segunda mitad del mismo siglo, nuestra época parece marcada por la explosión mediática y la digitalización generalizada pero no sabemos en qué será grande. Un fenómeno comprobable, sin embargo, es el de la multiplicación de los que escriben y publican, ya sea en papel, online, en editorial o por cuenta propia. Un fenómeno curioso y en apariencia contradictorio, en un mundo cuyo lamento por la decadencia cultural, que siempre encuentra un escalón más bajo, resulta una música de fondo tan constante como difícil de apagar o desoír. En ese crepúsculo de las letras, las artes, la política y todo lo que no es tecnología, cada vez más no sólo escriben sino también, a pesar del interesado y cotidiano espectáculo del triunfo de la ignorancia, se esfuerzan en aprender cómo hacerlo. Puede que la demanda no sea tan alta como querrían los capaces de enseñar, pero aun así es evidente que la relativa proliferación de oferta docente se basa en un interés por parte de un público. Un público, por otra parte, como el grueso de cualquier público actual, ansioso en su mayoría por pasar al otro lado de las candilejas, y no sólo por vanidad sino por causas más profundas, desde el deseo de reconocimiento estudiado por Hegel hasta la necesidad de un sentido para los propios actos cuya suspensión, naturalmente, es difícil de tolerar.

La mayoría de los individuos empeñados en este intento son lo bastante lúcidos y razonables como para advertir, por debajo de estas pulsiones, otro tipo de cuestiones que la escritura pone en juego y a las que es capaz de ofrecer algunas respuestas. De la misma manera, cualquier profesor de este arte que muy probablemente, como tantos en ésta y otras disciplinas antes que él, enseñe ante todo por ineludible necesidad económica, mejor atendida en su caso por ésta que por otras prácticas, puede reconocer, además de la crematística, otras satisfacciones y otros valores vinculados a su tarea. Sin embargo, volviendo a la cuestión de la época y a la sobreabundancia contemporánea de vocaciones de poeta, si se las puede llamar así, dentro de un contexto cultural depresivo, según las apreciaciones más habituales de los interesados, cabe hacerse una pregunta. Tanta enseñanza, tanto aprendizaje, ¿señalan un alba o un ocaso? ¿Expresan la riqueza o la pobreza de una actividad?

La búsqueda de una voz propia

Como el optimismo afirmativo no liquida la sospecha pesimista que lo sigue como si fuera su sombra, como la fórmula de Gramsci recomendando un “optimismo de la voluntad” unido a un “pesimismo de la inteligencia” marca los polos de una ecuación pero ésta no ofrece siempre el mismo resultado en el análisis de la realidad, para encontrar el punto medio donde está el nudo de la contradicción podemos recurrir a lo que dice Guy Debord en La sociedad del espectáculo (Tesis 40) sobre la supervivencia ampliada (cursivas del autor): Este incesante despliegue del poder económico bajo la forma de la mercancía, que ha transformado el trabajo humano en trabajo-mercancía, en trabajo asalariado, conduce, por acumulación, a una abundancia en la cual la cuestión primordial de la supervivencia se encuentra obviamente resuelta, pero de tal manera que tiene que reproducirse constantemente: se plantea en cada ocasión en un grado superior. El crecimiento económico libera a las sociedades de la presión natural exigida por la lucha inmediata por la supervivencia, pero estas sociedades no se liberan de su libertador. La independencia de la mercancía se extiende al conjunto de la economía sobre la cual impera. La economía transforma el mundo, pero sólo lo transforma en un mundo económico. La seudonaturaleza en la cual se encuentra alienado el trabajo humano exige la continuación hasta el infinito de su servicio, y este servicio, que nadie más que él mismo juzga y valora, consigue, de hecho, convertir todo esfuerzo y todo proyecto socialmente lícito en servidor suyo. La abundancia de mercancías, es decir, de relaciones mercantiles, no puede significar otra cosa que la supervivencia ampliada.

De este modelo es posible extraer dos analogías. La primera se puede observar en la permanente crisis de público que enfrentan todas las artes, aun si nunca fueron tantos como ahora los consumidores de cultura. Al tratarse de un mercado, en él se compite y es el juego de la oferta y la demanda, manipulable por los inversores, el que determina la circulación social y el destino inmediato de una obra mucho más que sus valores intrínsecos. Esto puede parecer una obviedad, pero no lo es naturalmente sino sólo dentro de una seudonaturaleza como la mencionada por Debord. Dentro de esta creciente entropía mercantil, un valor desplaza y sustituye a todos los otros. Por eso Brecht, en Hollywood, decía que les veía el precio hasta a las hojas de los árboles. Cuanto más, en la práctica, bajo criterios rigurosamente comerciales, la cultura es tratada como un entretenimiento por productores y consumidores que no pueden ser otra cosa, más ella misma no puede ser ni hacer valer nada distinto, con el consiguiente empobrecimiento de su función, diametralmente opuesto al crecimiento de su mercado, que no se alimenta de lo mejor, sino de lo más rentable. 

Escuela de paciencia

La segunda analogía se desprende de la primera y presenta la misma paradoja, según la cual, así como el tratamiento mercantil de la cultura reduce ésta a un entretenimiento, aunque masivo, también la estandarización de los valores literarios opera en la escritura una particular síntesis de mediocridad y excelencia, inmediatamente apreciable en los resultados propuestos e incluso recomendados a los lectores. Esta síntesis es una solución de compromiso entre dos escalas de valores, la cultural y la comercial, que por mucho que insistan y lo deseen no logran confundirse. Y es por eso que recurren a un pacto conformista como éste, ilustrado por todas esas novelas aceptablemente escritas pero tan respetuosas de las convenciones consensuadas por los hábitos de lectura que sus posibilidades de estimular en el lector cualquier diferencia respecto al por todos denostado “pensamiento único” son nulas. Todos estos libros compiten bajo una sola y misma regla, la de la oferta y la demanda, que determina su identidad ya desde su concepción así como decide su significado y su sentido últimos. José Arcadio Buendía, como recordarán los millones de lectores de Gabriel García Márquez, no jugaba a las damas porque decía no ver sentido en una contienda cuyos adversarios están de acuerdo en los principios. El precio del acuerdo que procura fijar, preservar y promover pragmáticamente unos valores, más que creídos, impuestos por las circunstancias, debidas a su vez a un estado de cosas refractario a la crítica, es la imposibilidad de una discusión seria sobre aquellos, con el consiguiente convencionalismo característico hasta de las propuestas en apariencia más arriesgadas que se hagan en tal contexto.

Hubo un tiempo en el que la literatura era una novedad: pocos sabían leer, luego cada vez más, y para éstos era nuevo cuanto se callaba en los lugares de predicación habituales pero podían encontrar en esos objetos tan aptos para salvar de la quema llamados libros. Concluido hace no tanto tiempo el proceso de alfabetización que tan crucial pareció en una época, en nuestros tiempos de lo que podríamos llamar postalfabetismo la novedad no se busca en la lectura, para quien está interesado en las letras, sino en la posibilidad de escribir y ser, eventualmente, leído. Puede ser un efecto de la pérdida de intimidad propia de la era de la intercomunicación, en la que el aislamiento reflexivo cede espacio a la interactividad, pero, así como la crítica ocupa un lugar cada vez menor, cada vez son más los que emprenden el estudio de las letras a través de la práctica. No el estudio de la literatura, con el conocimiento de la teoría y de las obras como objetivo, sino el del arte de escribir, utilizando modelos y técnicas para devenir creador.

Nulla dies sine linea

Que exista un saber a transmitir en este campo, aun si esto significa cierta simplificación de unos problemas complejos y algún grado de esquematismo en función de una aplicación más inmediata, es positivo y representa un avance para la cultura y su divulgación. Pero quien quiere aprender a escribir hoy en día se enfrenta, precisamente, y ya en la raíz, a la encrucijada antes descrita entre cultura y comercio, que procuran hacer sinergia pero no pueden evitar el conflicto entre los intereses que ponen en juego. El traslado a la práctica de la escritura de los métodos y técnicas de solución de problemas propios de la cultura del management y de la empresa, y sobre todo de la actitud pragmática característica de su enfoque, puede aportar un marco realista al escritor y una orientación a resultados, como reza su dogma, que lo ayuden a concretar en textos completos unas ideas que de otro modo podrían no pasar nunca de vagas ocurrencias y tanteos. Sin embargo, no es suficiente con esto para escribir una obra valiosa, es decir, que además de cumplir con las convenciones de uno u otro género pueda expresar algo de la realidad. El discurso del amo, en este caso el del modelo productivo por vías repetidamente probadas, siempre encuentra quien lo aplique con el éxito esperado; incluso hay quienes triunfan así en sus negocios y se hacen millonarios. Pero esta ínfima minoría no libera al resto, que alienado bajo unas recetas sordas a sus auténticos problemas puede perderse errando en torno a un modelo inadecuado por tiempo indefinido. En este campo, teoría y técnicas podrían ser como la ciencia y la tecnología en el del desarrollo empresarial: base de dogma y manera de hacer cuya aplicación, presumiblemente, dará a la materia la forma buscada. Así, la planificación querría asegurar desde el principio el cumplimiento de lo previsto y lo ideal sería poder ajustar de entrada la oferta a la demanda, en este caso la de los lectores. Pero la materia, es decir, la historia por narrar, el tema y hasta la voz en ciernes del escritor que está tratando de encontrarla, ofrece una resistencia al orden que se le procura imponer y no es insistiendo como se logra hacer calzar a un pie en un zapato que no es de su número. Esa materia ha de ser conocida y es entonces cuando la crítica encuentra su función creadora. En el mundo sin revés de la publicación comercial, anulado el valor de la crítica como conocimiento, sólo quedan la producción y su rentabilidad como objetivos del trabajo. Pero no es el saber encarnado en teorías y técnicas, por más prácticas que éstas sean, el que puede enseñarle algo al aprendiz de escritor sobre su propio mundo y su conciencia, sino tan sólo el sentido crítico que sea capaz de desarrollar y aplicar. Karl Kraus escribió que un artista es alguien capaz de hacer, de una solución, un enigma. Análogamente, no serán las soluciones prefabricadas las que enseñen a nadie a escribir sino, por el contrario, los problemas imprevistos. Al tratarlos es cuando la escritura encuentra su función: escribir bien es pensar bien y llegar a hacerlo es el primer beneficio de aprender a escribir. 

2015

De ocaso en ocaso, La decadencia del arte popular (2002-2018)

La redacción y el dictado

Pluma limpia, letra clara, renglones alineados

Los antiguos señores no escribían. Un escriba se ocupaba de guardar su palabra. Tampoco ahora los amos escriben. Ni siquiera sus memorias, que dictan a algún redactor profesional, habitualmente un periodista consagrado a la fama ajena. Los líderes siempre han tenido quien escriba sus discursos. En la era moderna, ya sin esclavos, igual que el dinero trabaja por ellos, tienen incluso quien se los piense. La voz del señor indica lo que es escrito en la realidad por los cuerpos de terceros conectados a un segundo: pretérito imperfecto para las costumbres,  indefinido para los hechos, indicativo para el presente, condicional cuando se razona, imperativo si no hay más remedio. Al dictado del amo corresponde la redacción del escriba o se anticipa la escritura del redactor, según cada época alimentado o asalariado. Escribir es subversivo en la medida en que hace decir al material algo distinto de lo que se oye en la superficie.

Nota de estilo. La forma densa desarrolla y condensa el pensamiento, pero demora y complica su aplicación. La forma ligera desmonta la cadena de razones y argumentos en varias pequeñas nociones de aplicación inmediata, pero con los hechos precipita las conclusiones. La segunda glosa y traduce a la primera, pero ésta corrige a aquella pues establece a su vez los principios y las declinaciones. La ley puede ser oscura, pero las órdenes han de ser claras. La táctica ha de adecuarse a la estrategia, formas activas de la escritura.

Onda corta. Adaptándose, ajustándose uno al otro, emisor y receptor reafirman sus defectos. Estilo anticuado del autor, nostalgia indefinida del lector. Tiempo perdido, años en redondo. Cópula estéril no transmite herencia alguna.

El lector impertinente. Se dice que el buen lector es aquél que lee entre líneas. Es decir, el que capta lo implícito en lo explícito. O sea, uno capaz de leer en lo escrito lo no escrito. Luego, alguien que en lo expresado bien podría percibir justamente lo que no quería expresarse, lo que se ha expresado sin querer. Y acogerlo y quererlo y, siendo ya su descubrimiento, señalarlo y como prueba señalar sus orígenes, en franca retirada ante la aparición de ese vástago inoportuno. O en contraataque, precisamente a causa de la oportunidad. El buen lector, pues, también ha de ser discreto: saber callar o guardar lo sorprendido bajo la lengua. O en el tintero, o en sus cajones. Pues ya lo cantó Apollinaire: Pero reíd reíd de mí / Hombres de todas partes sobre todo los de aquí / Porque hay tantas cosas que no me atrevo a deciros / Tantas cosas que no me dejaríais decir / Tened piedad de mí

La letra con golpes entra

Literatura fantasma. El que siempre lee entre líneas puede acabar por no leer las líneas. Y si además escribe entre líneas, puede acabar por no escribir. O por no haber escrito. Este espíritu en exceso sutil tal vez no encarne. Pasará por este mundo sin dejar más rastro que el viento en la arena. Huellas en la memoria de los atentos, indicios abandonados por falta de pruebas.

Tipo de cambio. La mayoría de los que escriben pretenden pagar con palabras, pero un escritor se cobra en su texto.

Miseria del oficio. La diferencia entre escribir y redactar es que lo último es aburrido. Para Lezama Lima, el aburrimiento delata la presencia del diablo. La tentación de pasar de la creación de la lengua a su administración es fuerte. Del mismo modo la religión cuenta más con el dios que juzga que con el que obra. El que escribe aspira a la  gracia. El que redacta, a evitar las faltas.

Símiles. Todo es inimitable para el inimitable. Sus imitaciones resultan siempre parodias que demuestran, en el modelo, la copia.

Dúo lírico. Barthes: una escritura, crítica, trazada a la sombra de otra, novelesca o poética, que al fin es imaginaria: la del autor soñado por venir o, más bien, por regresar.

El estante más alto. Leopardi: el poema se eleva formalmente en proporción a la profundidad de la caída que representa. Quien atento al contenido del discurso no pueda oír el discurso mismo, o el contenido del contenido, que está en la forma, se quedará con el abismo y sin la escala: más le hubiera valido no emprender esta lectura. Sin sentido estético, muerte sin resurrección. Aunque la respuesta normal a la poesía es el desconcierto.

Críticos anónimos

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Como el encuentro de un paraguas y una máquina de coser

El lector impertinente. Se dice que el buen lector es aquél que lee entre líneas. Es decir, el que capta lo implícito en lo explícito. O sea, uno capaz de leer en lo escrito lo no escrito. Luego, alguien que en lo expresado bien podría percibir justamente lo que no quería expresarse, lo que se ha expresado sin querer. Y acogerlo y quererlo y, siendo ya su descubrimiento, señalarlo y como prueba señalar sus orígenes, en franca retirada ante la aparición de ese vástago inoportuno. O en contraataque, precisamente a causa de la oportunidad. El buen lector, pues, también ha de ser discreto: saber callar o guardar lo sorprendido bajo la lengua. O en el tintero, o en sus cajones. Pues ya lo cantó Apollinaire: Pero reíd reíd de mí / Hombres de todas partes sobre todo los de aquí / Porque hay tantas cosas que no me atrevo a deciros / Tantas cosas que no me dejaríais decir / Tened piedad de mí.

Literatura fantasma. El que siempre lee entre líneas puede acabar por no leer las líneas. Y si además escribe entre líneas, puede acabar por no escribir. O por no haber escrito. Este espíritu en exceso sutil tal vez no encarne. Pasará por este mundo sin dejar más rastro que el viento en la arena. Huellas en la memoria de los atentos, indicios abandonados por falta de pruebas.

Desaire. Un buen libro es un desafío a las costumbres de los lectores. Habitualmente éstos no lo recogen: ni el desafío, ni el libro.

Lengua franca. Todo empieza a falsearse entre escritor y lector cuando éste, en la cabeza de aquél, deja de ser un semejante, un igual, él mismo (¿quién de los dos?), para en cambio devenir un objetivo, un target cuyo perfil, naturalmente, sólo puede ser sesgado, nunca frontal ni menos entero, de manera que toda equivalencia entre uno y otro queda rota por el desequilibrio implícito entre el todo y la parte, o el que domina aunque sea ilusoriamente el circuito de comunicación propuesto y el que sólo ocupa su lugar, virtualmente situado cada vez con mayor precisión dentro del sistema puesto en marcha. Pero también la figura del emisor mengua durante el proceso, tanto como procura adaptarse a su receptor y a medida que éste alcanza por su parte una mejor, más alta, más acabada definición. Los dos entran así en falta, reducidos a una expresión y una representación cuyo marco, determinado a pesar de la diferencia introducida entre sus extremos por iguales reglas para ambos, progresivamente se ajusta de manera cada vez más adecuada a la norma social imperante sobre el proyecto de lectura en curso. Lo que acaba por anular la obra entera, clausurando su apertura ya en el inicio y remitiendo su completo discurso a una más que aconsejable elipsis para el inquieto lector sin tiempo que dedicar a refundiciones. Alienados dentro de la circulación de un lenguaje en transmisión continua al servicio de un programa cambiante, pero unidireccional, que determina la necesidad de alcance inmediato e influencia comprobable de los mensajes emitidos, quienes aspiren a encontrar un cuerpo en lugar de su codificación tendrán que sintonizar otra frecuencia y captar, en el interior de la misma corriente de palabras, la onda de una voz particular como sólo puede venir de un individuo, cualquier sujeto, capaz de hablar en nombre propio y autorizado por su trabajo a firmar lo que produce. Escribir tiene como meta alcanzar esa lengua franca, que es a la vez el punto de partida de cualquier testimonio legítimo, la unidad mínima de valor sin la cual no se agrega ningún otro. Si existe un punto de encuentro entre autor y lector, es ese ojo donde la claridad ideal de un agua virgen impediría distinguir, a un lado y otro del espejo, el cuerpo de la imagen. Ni el más esencial de los ríos discurre en un solo punto, pero es la leyenda de esa gema la que mantiene abierta la garganta por la que ha de fluir la verdad.

A buen lector. La verdadera historia no es la secreta, sino la que pasa inadvertida.

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El suelo del pensamiento

En la feria. Si hay encuentro entre autor y lector, éste se produce en el mejor de los casos como en una carrera de postas. Ya que el punto de llegada de uno es el punto de partida del otro y el texto, resumido en ese punto, no reúne necesariamente la posta como relevo con la posta que es el puesto, el stand, en la ubicua feria del libro a que recurrimos para este argumento. Coloquios y conferencias no son sino circunloquios en torno a ese punto, del que hay que apartarse, como lector, para extraer las propias conclusiones y llegar a alguna parte atravesados todos los pasillos. Pero estos encuentros en torno a –y nunca con, aunque estén vivas, presentes, debido al desplazamiento ya apuntado entre el lugar (o la posición) en que se escribe respecto a aquel en que se es leído- ciertas figuras, lejos de ser una pérdida de tiempo, aportan en su concentración de presencia física en torno a un interés fugitivo algo especial y sólo en apariencia contradictorio con su carácter gregario: una especie de energía centrífuga, como la que se produce al revolear una honda, por la que todo este carrusel cultural cobra sentido cuando el círculo vuelve a abrirse y se libera, en la distancia del lanzamiento, lo que allí se acumulaba y retenía. Todo depende de a qué cabeza vaya a dar la hipotética piedra.

Línea recta. La ley es un texto, es decir, literatura. El que sepa leer, al escribir hará justicia.

Subalfabetismo. Que leamos y escribamos es tan extraordinario como si un mono empezara a hablar. Las mutaciones de las especies son extraordinarias, pero lo ordinario llega con el cumplimiento de esa etapa de aceleración en la que localizamos el salto. “Vivimos en tiempos vertiginosos”, repetía en cada una de sus alocuciones un comunicador con el que trabajé en otro tiempo. ¿Sentía él que vivíamos, en “tiempo real” –como también hubiera llamado a nuestra simultaneidad con el fenómeno-, uno de esos períodos que intrigan más tarde a los estudiosos de la evolución? Sin duda atribuía el vértigo al desarrollo de las comunicaciones, de la tecnología, de la informática, pero ¿no determina todo esto, en la actualidad, lo más plano de nuestro día cotidiano, hasta el punto, innovación más, innovación menos, aparte de la capacidad de cada uno para servirse de estos medios, de ser ya ordinario, de inmediato asimilable por lo establecido bajo cualquier forma en que se presente y concebido además para esa asimilación? Es la discontinuidad lo que supondría un salto, no la regularidad de una velocidad crucero por más alta que ésta sea. Sin embargo, para los humanos, que no lo toleramos mucho tiempo, por debajo de todo movimiento rectilíneo uniforme acecha el abismo y es este abismo imaginario el que produce el vértigo en las llanuras; es más, la estabilización del progresivo alejamiento del terreno conocido, donde teníamos nuestras raíces imaginarias, aumenta la sensación de inexorabilidad tanto como la impresión de caída. Lo curioso es cómo en este movimiento, por el proceso de estandarización en curso, es el suelo el que se eleva: las crecientes diferencias socioeconómicas son compensadas por la igualdad cultural que resulta de beber todos de la misma fuente. De la sociedad inmensamente ensanchada y aplanada que previó Pasolini, según su propia descripción, no se ve ya el horizonte. A tal horizontalidad elástica, cuyos nudos requieren cada vez una mayor laxitud, ya superado en líneas generales el analfabetismo por la escolarización forzosa del último siglo, corresponde otro fenómeno perfectamente relevado por todas esas encuestas que señalan un progresivo aumento del fracaso escolar, el desinterés por los libros y las dificultades de comprensión lectora, y reflejado en el campo de la producción de textos, no digamos ya literaria, por el uso de un lenguaje que podríamos llamar prefabricado en la medida en que se nutre de fórmulas cuya mayor virtud consiste en asegurar la comprensión inmediata y cuyo peor defecto es la pobreza conceptual a la que prefiere resignarse. Malos tiempos para la lírica (y la épica y la dramática): después de dos siglos durante los cuales la alfabetización representaba una conquista y los libros la promesa de un saber liberador, el acceso a lo desconocido o el desciframiento del mundo, leer parece intrascendente y la literatura no traer novedades ni descubrimientos a nadie. Que leamos y escribamos es extraordinario, pero nadie lo diría a la vista de lo que el lenguaje, en apariencia, tiene hoy para decir.

Del autor al lector. Ya no es bueno para un escritor, de cara a sus lectores, tener un mundo propio. Eso iba bien cuando el mundo en común era un espacio reprimido. Pero una vez liberado, hecho materia de comunicación en lugar de objeto de censura, todos aquellos privados de discurso que podían encontrar en él un portavoz lo último que quieren es verse invitados a su propia intimidad. Hoy más que nunca cada uno se ve obligado a entregar algo propio para recibir a cambio una parte de lo común. El autor, para eso, debe escribir sobre un mundo común a sus lectores, ya que estos no irán a identificarse con el disidente de un “pensamiento único” jamás formulado de manera tan clara que oponerse a él pueda ser un principio de identidad. Fin de la era de las identificaciones ideológicas. El autor y el lector ya no están solos. Entre ellos median más aparatos de comunicación que nunca y esta circulación los desplaza a los márgenes.

Arte textual. ¿Soy difícil de leer? ¿Poco explícito, demasiado alusivo? ¿En lugar de restituir el mundo, lo escamoteo? ¿Rechazo el rol de narrador de historias, me empeño en socavar la representación convenida? Como no creo que el lector sea inocente, procuro recordarle lo que sabe.

baudelaire
Clásico: un autor que lleva un crítico dentro de sí

Retrato del lector adulto. El brazo extendido con el libro lejos, estudiándolo, manteniéndolo a distancia, en la ventana desde la que se veían las bailarinas del estudio de enfrente, en el primer piso, al otro lado del tráfico, cuyo ruido se mezclaba en el estéreo mental con el de los tacos y las bolas de billar que venía del fondo mientras yo, sentado en el mismo sitio que él, miraba los saltos y piruetas que en lo alto atravesaban el cuadro colgado ante mis ojos flotantes. Él, en cambio, a quien he sorprendido o más bien me ha sorprendido por la intensidad de su súbita presencia, plano fijo en la serie fugitiva de las imágenes que el paseante deja atrás, precisamente en la mesa que ocupo siempre que me detengo en este bar, difícil para largas estadías, con la vaga expectativa de mirar a las bailarinas de enfrente cada vez que levante la vista del libro en curso de lectura o del cuaderno de apuntes del natural, como éste, defraudada de cuando en cuando por la brusca aparición de bailarines en su lugar, no aparta los ojos de su objeto, su objetivo, y casi puede verse, en la tensa, sostenida inmovilidad del brazo, la transmisión, como una corriente sanguínea, del libro al órgano del entendimiento que, desentendido de la cara que modela, guarda el sentido de la expresión que veo en su ignorancia de mi mirada. Pienso, fijando en mi conciencia, como idea, el cuadro que no soy capaz de pintar y se me ofrece, ya enmarcado, en la ventana que tampoco puedo descolgar del instante que pasa, que éste sería, si yo fuera el artista de la imagen que se lo pierde, el retrato del lector por excelencia que querría firmar, la figura alegórica perfecta de lo que es leer, como acción y como proceso. Luego pasan veinte o veinticinco años y lo escribo, ahora: es un hombre mayor, solo en su mesa, de la que se ha apropiado efectivamente para la ocasión aunque la olvide, como al café, bajo el codo y el antebrazo en que se apoya mientras la otra mano sostiene el libro en alto, abierto por el pulgar y sujeto por las cubiertas erguidas bajo los otros cuatro dedos extendidos hacia arriba, un atril de bolsillo, con la portada vuelta hacia el interior del local de manera que no puede verse el título, perdido en el fondo indiferenciado detrás de la figura que se impone a la mirada por el carácter grabado en la curva veloz que componen la mano alzada, el brazo tendido y, por encima del mentón duro, la boca prieta, la nariz afilada y los ojos encendidos, la frente marcada por los años visibles en el signo menos sutil de las canas conservadas. Él oye el tictac del tiempo, la bomba alojada en la conciencia ya ardiente, despierto en la aplazada incertidumbre de si llegará a acabar el libro o a empezar otros tantos a la espera, en la noción del espacio progresivamente abreviado, de los créditos vencidos, del olvido fatal de cuanto, como un reguero de sangre, después de pasar por su mente, queda a su espalda sin que ninguna cosecha o al menos gavilla de espigadores haya sido anunciada. Todo el drama, discreto, clandestino por necesidad, para poder leer en paz, está inmerso en la corriente del brazo, vibrante en el impacto de la presencia física recibido por el lector todavía joven que atiende al despliegue entero de lo que en él asoma aún oculto como embrión. Al igual que en El pensador de Rodin, aquí es una fuerza física lo que se impone reconocer para advertir lo que en ella queda expresado, como si el peso del libro en la mano del lector equivaliera al del mundo sobre los hombros de Atlas: pisando ese globo terrestre, dentro de esa bola de cristal en que lo convierte la lectura, atravesando sus brumas, coronando sus cimas, pasan ágiles marcando el suelo con pie certero las bailarinas colgadas enfrente, firme la pierna como el brazo tendido que a imagen suya soporta, expuesto al ojo del pintor manco, la doble carga de la balanza y el reloj mientras se seca la pintura en la memoria, o la tinta en la libreta de apuntes mentales, indeleble en la lista de los proyectos en suspenso. Los cuadros no se miran entre sí, pero envían la mirada apreciativa de uno a otro; el retrato del lector adulto permite imaginar, siendo ésta invisible en su marco, la tela opuesta contenida en su interior, como acabo de hacerlo al cabo de dos décadas, y aquella me coloca a mí en el lugar del retratado, que entonces también solía ocupar, en un rol cuya representación es en cambio aquí prematura. Siendo la mía, más que la firma al pie del cuadro vale el gesto del modelo anónimo que, por sí mismo, dio expresión universal al acto íntimo más expuesto a la embestida del exterior.

Las paradojas. Las paradojas son buenas para terminar los textos porque los dejan a la vez cerrados y abiertos, lo que es muy del gusto moderno en su exigencia formal y su infinita voluntad de diálogo. Crean una doble ilusión muy necesaria, la de una conclusión y una continuación reunidas, cuyo efecto, al resolverse la contradicción en una figura, naturalmente es el mismo: el sosiego.

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El laberinto de los lectores

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El tiempo recobrado

Mesa de saldos. Toda actualidad quiere oírse sólo a sí misma y ejerce la censura sobre todos los otros tiempos, acerca de los cuales emite sin descanso, aprovechando el efímero privilegio de los vivos sobre los muertos, un juicio parcial pero inapelable hasta que el tiempo se lleve al tribunal de turno y sus fallos prescriban. Todo lo cual refuerza, en el conjunto de los desplazados, la nostalgia por lo perdido a la vez que intensifica su sentimiento de mortalidad. Los que están en el candelero, mientras tanto, se consumen pero lentamente; lo contrario de lo que denuncian los críticos del consumo. De este librito amarillento las hojas aún no han sido cortadas: ha sobrevivido a muchas décadas de ilusiones y aquí se ofrece aún, perfectamente extemporáneo. El autor no ha muerto todavía. ¿Qué será de él?

Cuando predomina lo audiovisual. El esfuerzo de leer un libro es mayor que el de mirar una película. Lo demuestra la proporción inversa entre los lectores que también son espectadores y aquellos de éstos que a su vez son lectores: la primera intersección apenas deja margen a un lado y la segunda, en cambio, deja uno enorme al otro mientras que es difícil decidir si ella misma es mayor o menor que el primer conjunto; el espectador iletrado constituye mayoría, aunque tampoco puede asegurarse que la minoría alfabética conforme una élite. La ventaja del libro, de todos modos, es que puede acompañarte todo el día; el problema es que los jóvenes, que aunque ya se hacen mayores conservan sus hábitos y porque ya se hacen mayores consolidan sus tendencias, en general prefieren la música, o los reproductores de música, por su suministro de éxtasis en continuado y su poder de disolver preocupaciones. O los sucedáneos del cine, por su incomparable capacidad de sustituir cuanto vive.  Así es: el melómano no quiere despertar y se lee con los ojos abiertos; el cinéfilo del siglo XXI, disuelta su conciencia de sí del mismo modo que el alguna vez llamado séptimo arte en la multiplicación de los medios de circulación de la imagen, deja la lectura de ésta a sus aparatos y concentra su atención en la nuca que reclina contra el cabezal de su butaca, punto en el que cesa toda letra.

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Mi amigo fiel

Fenómenos. Lo que la gente quiere y busca en el lenguaje es compañía. La literatura ofrece un amigo –¿el libro, el autor?- que puede incluso devenir de cabecera o dilecto, pero el otro modo, más común, de compañía es la pertenencia, no de la compra a su propietario, sino de éste a su categoría dentro del público objetivo, y de ahí el deseo generalizado –y anónimo- de participar y hacer participar a otros en los así llamados –y así constituidos- fenómenos editoriales, no muy distintos, para felicidad del marketing, de los culturales, mediáticos o de cualquier otro tipo, incluyendo las catástrofes naturales o políticas hoy globalizadas. La amistad en cambio singulariza, por lo que aísla a la vez que acompaña. Crisis del libro de bolsillo, auge de las redes sociales.

 Público. Un lector está solo.

George Eliot contra las preciosas ridículas. Novedad editorial: ya en el siglo 19 había quien se burlara de la literatura más leída entonces y ahora, como lo prueba esta tardía publicación de Las novelas tontas de ciertas damas novelistas, de George Eliot, por Impedimenta, a quien debemos agradecer tal puesta al día del catálogo eliotiano en lengua castellana. Con toda la sensatez de la mujer moderna que ocupa un sitio no sólo en su casa sino también entre las fuerzas productivas, la autora inglesa se revuelve contra la vanidad de los salones en los que unas señoras ociosas pretenden ser tan novelistas como ella y les hace sentir el azote de la crítica, de una manera tan certera que no es difícil identificar de inmediato la mala literatura actual con la de entonces, tan parecidas en el fondo. Sin embargo, cabe señalar la persistente fidelidad de tantos lectores a esos autores y la de éstos a las convenciones de los géneros que representan y practican, indiferente a toda crítica o ejercicio de la razón protestante, burguesa, progresista, feminista o la que a su turno se haga oír y sume sus folios a tantos comentarios desestimados por los compradores de libros. Y recordar el tono con que el padre de las preciosas ridículas lanzaba su maldición al final de la pieza, convencido de que tiene que habérselas con una fatalidad que bajo una u otra forma siempre volverá a hacer nido en las cabezas de la hidra impermeable a la educación: Y vosotros que sois causa de su locura, necias pamplinas, perniciosos entretenimientos de espíritus ociosos, novelas, versos, canciones, sonetos y sonetas, ¡ojalá el diablo se os lleve a todos! ¿Pero no es el diablo el que los trae de vuelta?

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El camino hacia arriba y el camino hacia abajo

El estante más alto. Leopardi: el poema se eleva formalmente en proporción a la profundidad de la caída que representa. Quien atento al contenido del discurso no pueda oír el discurso mismo, o el contenido del contenido, que está en la forma, se quedará con el abismo y sin la escala: más le hubiera valido no emprender esta lectura. Sin sentido estético, muerte sin resurrección. Aunque la respuesta normal a la poesía es el desconcierto.

Onda corta. Adaptándose, ajustándose uno al otro, emisor y receptor reafirman sus defectos. Estilo anticuado del autor, nostalgia indefinida del lector. Tiempo perdido, años en redondo. Cópula estéril no transmite herencia alguna.

Concentración. Procuramos cernir con nuestra atención el objeto para el cual un texto nos la reclama, pero aquella se dispersa con la propia lectura al seguir nosotros ésta en las multiplicadas direcciones que nos sugiere. Extraviamos el tema entre las peripecias, cuya ambigua función se distribuye entre mostrar, desarrollar y disimular aquél a través de bien diferenciadas figuras. Reencontramos al final, si el desenlace o la conclusión están logrados, el objeto inicial transformado pero reconocible en la misma medida en que ni el autor ni el lector que somos hayan perdido el hilo. Pero éste nunca es recogido por completo, ya que se ha enredado siempre en alguno de los árboles más caprichosos del bosque y nos obliga a tirar hasta romperlo si es que queremos salir de nuevo al claro. Sin embargo, son los senderos que se pierden dentro los que seguirán ramificándose en nuestra conciencia. Siendo así, todo relato bien definido desde la A hasta la Z es rebasado por los fragmentos de sentido contradictorio que se producen en su interior, aun si su contorno, todavía mejor que la linde del bosque, puede ser trazado con perfecta nitidez. Como Aquiles en su carrera detrás de la tortuga,  descubrimos que el infinito no se encuentra más allá de la meta liberadora señalada con la palabra FIN, sino en un medio tan justo como inalcanzable.

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La biografía o la obra

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El otro, el mismo

En relación con el autor, la obra se encuentra siempre en el extremo opuesto al de la biografía y a menudo señala el sentido inverso. Lo que en la obra aparece ya destilado y transfigurado, despojado del sustrato circunstancial en que la inspiración pudo hallar estímulo, corresponde no a esta clase de origen, que por otra parte, al tratarse de arte o pensamiento, no es la única fuente sino tan sólo uno de los muchos puntos dinámicos que alimentan toda una red de referencias puestas en juego cada vez que se arrojan los dados de la interpretación sobre el tablero fijado por las reglas internas de composición en cada caso –la tradición, las tendencias de la época, los encuentros accidentales con otras disciplinas pueden ser algunos de los otros nudos- , sino al destino supuesto por la disposición, el desplazamiento y la sucesión de los signos distribuidos dentro de ese campo: no exactamente el sentido, aunque éste determine las coordenadas de que es posible servirse para orientarse dentro de este movimiento, sino más bien lo que ha logrado crearse más allá del círculo de las explicaciones posibles, faro ilocalizable en la dimensión previa a su propia aparición cuya luz irradia, sin embargo, la totalidad de sus partículas dentro de ese espacio ajeno. Respuesta a un llamado excluido de las vocaciones rentables, al margen del efecto colateral de riqueza que puede producir en ocasiones, no sólo ilustra un mito sino que proyecta además otros como, sin ir más lejos, el de su autor, en cuyo desciframiento por los hechos en los que éste ha dejado rastro se empecinan los biógrafos, aunque antes lo que logran es su disolución.

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Sólo hay un Johnny Cash

La lectura de la biografía de un autor de vida difícil, marcado por la tragedia o la simple desgracia, por circunstancias adversas o estados de conciencia dolorosos o complicados, suele ser más deprimente que la de sus obras; los pormenores e interpretaciones tenazmente reunidos y elucubrados por los investigadores son parte del mismo orden de cosas que el rumor y la opinión, convenientes para la difusión de una obra pero enemigas de su verdad, que no se deja diluir, y caen más del lado del vaivén que procura la restauración de lo que la obra procura superar, o de aquello de lo que procura reponerse, o a lo que quiere imponerse, que del que sirve a la catapulta para lanzar su carga sobre o contra la muralla enemiga. “El conocimiento del mal es un conocimiento inadecuado.” (Spinoza) La multiplicación de caminos que alejan de lo esencial se produce hasta en las biografías escritas desde una justa admiración, en la medida en que falta lo que las justifica y hay que buscar en otra parte; pues ni el biógrafo más riguroso, ni el más dedicado, ni el más perspicaz podrían lograr que la suma de los hechos demostrables y los testimonios fidedignos diera alcance al significado siempre en fuga de una invención inesperada. Muchas veces el empeño en descubrir la verdad padecida esconde la voluntad de desenmascarar para degradar. No es el caso de todos los que escudriñan una máscara impulsados por el deseo de ver a través de ella el emprenderla a martillazos contra su forma o su materia, ni el querer a toda costa fundirla o malvenderla; sin embargo, la honestidad tampoco alcanza a ofrecer un equivalente a la inexplicable o, mejor dicho, irreductible diferencia, precisamente, puesta en evidencia por la obra concluida. Philippe Sollers, en su prólogo a los ensayos de La guerra del gusto (1994), lo dijo muy bien y puede repetirlo cualquier creador: “El prejuicio quiere sin cesar encontrar un hombre detrás de un autor: en mi caso, tendrá que habituarse a lo contrario.”

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Leer a través de una imagen

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Hay que confrontar las ideas vagas con imágenes claras

¿De qué depende entender un poema? La mayoría de los lectores no lo son de poesía, así que éste no es problema suyo. Sin embargo, no son pocos los versos con los que cada día entran en contacto, por azar o a través de esa escucha casual que se presta a la radio o a la música de fondo en bares y demás sitios de esparcimiento. Algo hay que cantar en las canciones y tal contenido ha de responder a la métrica regular del cuatro por cuatro, lo que al fin y al cabo es poesía, si bien de segundo orden, aunque lo mismo cabría decir de la prosa más comúnmente leída si vamos a guiarnos por las listas de los volúmenes más vendidos. Pero no vamos ahora a meternos con esos otros enigmas, así como los lectores que le sirven de objeto no se preocupan por lo que no reconocen como lectura, ya que el propósito de esta breve nota es otro: indicar que, así como hay para el poeta un momento de inspiración, ese instante en el que recibe su visión o revelación del asunto a tratar o transmitir, más allá de que luego le lleve unos minutos, horas, días o años alcanzar la expresión perfecta o más acabada de lo que en ese punto del tiempo ha percibido, para el lector, aparte de todos los análisis y exégesis que pueda dedicar a una composición con el fin de  entenderla cabalmente, sobre todo si se trata de una pieza posterior a 1870, fecha a partir de la cual se multiplicaron las obras que, a diferencia de lo que ocurría en épocas previas, ponen ante todo en evidencia, cuando alguien se les acerca por primera vez, su oscuridad y dificultad de interpretación, existe una posición, un punto de vista a encontrar, desde el cual, como cuando se ha dado con la perspectiva adecuada para acceder a una imagen, todo en el poema se vuelve diáfano y es percibido con la misma unidad con que el objeto de la obra, reconstituido, le fue manifestado al poeta en un comienzo. Si el lector es capaz de sostenerse en esa posición a lo largo de su lectura, todas las puertas que permanecían cerradas durante tantos abordajes hechos desde ángulos difíciles pero no acertados se le van abriendo. Existe una manera parcial, fragmentaria de esta revelación en la manera en que a menudo comprendemos de golpe el sentido de un verso durante un momento preciso, no de la lectura, sino de la vida, cuando ya hemos cerrado el libro hace mucho pero de pronto una línea, ante el estímulo adecuado, resurge límpida en nuestra mente y su sentido es señalado con la claridad y el carácter súbito de una flecha. Previendo con fe ese momento es quizás que la poesía busca formas memorables, en los dos sentidos del término: lo que queda latente y a oscuras en el fondo de nuestra conciencia emerge radiante el día menos pensado. Pero no todo depende del azar de un estímulo cualquiera, sino que también puede hacerse una búsqueda, dar su parte a la voluntad en esta aventura. Como en el método de Stanislavski, una rápida sucesión de las etapas de relajación y concentración, imprescindibles en la lectura, puede llevar a una acción eficaz durante ese acto discreto que es leer.

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El cementerio marino (Séte)

A modo de ejercicio puede hacerse el siguiente, que de paso comporta también el descubrimiento de una bella ciudad portuaria, si uno no la conoce, y un paseo envidiable para todo aquel sumido en el fondo del invierno. En Séte, al sur de Francia, se encuentra el cementerio marino en el que Paul Valéry, hijo dilecto de esta comuna, se inspiró para su célebre poema homónimo. Ríos de tinta se han vertido a propósito de esta obra que para un par de generaciones representó la cima absoluta del arte, la poesía y la cultura, lo que más que parecer desfasado debería dar ejemplo a la nuestra. Por no hablar de las innumerables variaciones sobre sus versos a que han dado lugar las muchas traducciones que se han propuesto el difícil cometido de transmitir todos los ecos y sutilezas del original a otras lenguas. Unas y otras interpretaciones pueden tener más o menos valor objetivo, pero el conjunto que forman en torno a su objeto no deja de recordar, para todas por igual, esa frase de Carlyle que le gustaba citar a Borges: “Toda obra humana es deleznable, pero su ejecución no lo es.” El cementerio marino reúne así a su alrededor una enorme cantidad de puntos de vista, dotados cada uno de ellos de una voz propia más tímida o más audaz, y cada lector que lo visita queda invitado a sumar el propio. Pero existe para todos, abierta en medio de las soleadas tumbas y mediterráneos sepulcros, una perspectiva desde la cual es posible, manteniendo siempre en mente la visión que ofrece, leer completo el poema sin extraviarse nunca y accediendo especialmente a su unidad sostenida a lo largo de las veinticuatro estrofas de seis versos regulares cada una sin que las ocasionales dificultades de comprensión parcial oscurezcan la percepción del conjunto. Basta no apartar de la mente, durante la lectura, la visión del mar tal como lo describe el poema y como puede comprobarse desde la aireada altura del cementerio, para que el poema fluya ante los ojos de cualquiera como un río ya no de tinta sino de agua clarísima e igual de fresca. Es muy sencillo sin dejar de ser complejo, como una ecuación bien resuelta. Pero dura más que una cifra y permite bañarse en él, nadar y salir del agua sintiendo el sol y el viento en los hombros y la arena bajo los pies. De esto no se puede hablar en un ensayo y hay que callarlo, como decía Wittgenstein, pero es precisamente a ese silencio y no a otro que la visión del mar desde el cementerio a través del poema da acceso y vía libre al lector.

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Mitología contemporánea

El regreso de los argonautas
El regreso de los argonautas

Guy Debord señaló una particularidad de nuestro tiempo que probablemente se perpetúe en el futuro: dijo que “por primera vez, los dueños de todo lo que se dice son los mismos que los de todo lo que se hace”. Lectores formados por los medios de comunicación y no por la literatura, ni siquiera en su forma más baja o popular, más primaria o menos exigente, son los que conforman el público actual, al igual que el grueso del personal empeñado en hacer circular tanto ficción como no ficción y hasta el de aquellos dedicados a redactar lo que hoy se lleva. Su lenguaje es el de la industria del entretenimiento, una de cuyas formas es la información, y su noción de calidad responde a normas distintas de las que cumplía el objeto artístico para remitir a las que ha de satisfacer la producción orientada al consumo: eficacia, accesibilidad, rendimiento y aun otras definidas por neologismos de origen anglófono como usabilidad, entre tantas semejantes para quien destaque, por sobre su acumulación, su conjunción. Todo esto es lo que funciona mejor o peor mientras se lee cualquier novela que no ofrezca a su lector dificultades diferentes de las que enfrente, digamos, el detective de turno al timón del argumento. Pero la plena satisfacción del consumidor abstracto no es la del lector concreto, cuyo perfil será tanto más evasivo cuanto más literario sea. Literario en el sentido negativo en el que se oye decir, a menudo, en nuestro tiempo, que una novela es demasiado literaria, expresión que alude vaga pero inequívocamente a los perimidos valores de la tradición desplazada por los usos vigentes. Sin embargo, la palabra literatura, dicha así, como concepto, conserva su prestigio. ¿Cómo traspasarlo a las obras nacidas bajo otro paradigma que el de su tradición? Desconociendo ésta, basta reunir el concepto aglutinante con los nuevos contenidos para que la operación se concrete. Pero también estos originales son desbordados por sus copias, que los lectores que pasan a la acción creativa, es decir, los imitadores de la ficción profesional, ponen a circular por todas las vías a su alcance con la esperanza de nivelar todavía más el terreno: oportunidades para todo el mundo en un mundo sin nombres. Eclipse de la literatura en cuanto lengua de la ficción: no una nueva mitología, sino una actualización de la transmisión oral por medios electrónicos, donde se escribe tal como se habla o se cree hablar, como venga, sin mayores requisitos formales que los sugeridos por los modelos de cada género a imitar. Un horizonte de narradores anónimos que se narran los asuntos unos a otros, sin mediación de crítica alguna ni sombra de juicio de valor. Cantidades sin calidades. Al revés que la nave Argos, que en su nombre conservaba unidad e identidad aunque cada uno de los palos, maderas, cuerdas, velas y demás piezas de la embarcación hubieran sido sustituidos en sucesivos calafateados, como una empresa no tiene el corazón en sus productos o en sus marcas sino en el capital que cultiva y defiende celosamente, la ficción así concebida es un material, no una obra ni una tradición, y sólo su reescritura posterior, eventual y derivada a un futuro por ahora invisible, podría hacer de tales fantasías expresión. “La conciencia increada de mi raza”, como escribe en su diario Stephen Dedalus. Así y sólo entonces la tradición literaria recogerá en sus páginas lo que hoy se sueña.

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Lengua bifurcada

Un lenguaje universal
Un lenguaje universal

Vía pública
En literatura, como en la vida, los que tienen poco que decir a menudo gritan. La condena de esta conducta es universal pero, además de que en general esa condena no hace sino redoblar el grito y en dos sentidos, ya que es un grito en sí que habitualmente no obtiene más respuesta que la repetición del grito original, eso no impide que, a juzgar por los objetos de su atención, el gran público suela mostrarse más sensible al grito que a la palabra. El discurso que aspire a un alto impacto ha de saber resumirse en un grito, como lo prueba ese clásico de la publicidad en que consiste el slogan de la campaña presidencial de Eisenhower –I like Ike- y no ignoraban los propagandistas que en Taxi Driver discutían en qué sílaba del suyo –We are the people- debían hacer caer el acento. Las largas lecturas no se hacen en masa, ni aun cuando se trate de éxitos de masas; leídos con la ilusión de sintonizar una onda sobrecargada, su transmisión no depende del sentido en que se dirijan, sino de que localicen ese punto preciso del dial donde se abre una boca vacía.

Revolucionarios de 1870
Revolucionarios de 1870

Transformación de un uso
En La revolución del lenguaje poético, una de sus obras mayores, Julia Kristeva observa cómo, en la poesía llamada de vanguardia, surgida con poetas como los que aquí estudia, Mallarmé y Lautréamont, entre otros, el goce no depende del uso del lenguaje, sino de su transformación. Podría decirse, aunque tal vez ya lo diga el texto, que esto ocurre más o menos con la poesía desde siempre y que es lo que la distingue de la comunicación; pero, más allá de estos matices, aunque es cierto que las dificultades de interpretación de la poesía no tradicional hacen de lo observado por Kristeva, además de algo demostrado, un tema por tratar, lo que no hay que olvidar, y menos si se considera la ya mentada dificultad, es que lo normal es gozar con el uso. Pues el uso del lenguaje es su circulación y el goce que da es la participación en ella, en la comunicación, de boca a oreja y de boca en boca, con su ilusión sostenida de hacer contacto, percibir y ser percibido. Lo que no se satisface con el uso es lo que desea y busca la transformación, como el acto sexual puede mostrarse repetidamente insuficiente y exigir complementos imaginarios, estéticos o afectivos diversos. Los poetas, como tanto insisten sus biógrafos, suelen tener sus rarezas; aunque uno muy célebre, tras proceder con decisión al desarreglo de sus sentidos, al ver el agua y no poder beber decidió romper su cuenco. Rara vez el árbol da sombra a aquél que lo plantó: la poesía, liberada así por sus cultores, no los libera a ellos sino más bien sigue el modelo de esas leyes que, tras necesarias enmiendas, reconocen y acogen en su seno unas prácticas y conductas antes condenadas, privadas a partir de ese momento de un potencial de ruptura convertido en ilusión una vez agotada su novedad.

La muerte en el trabajo
La muerte en el trabajo

Forma y formato
El formato es la forma que precede a la materia, el concepto entendido como modelo a seguir por las réplicas, incluidas las variaciones. Dar forma a una materia es inscribir en ella el vacío que llevamos con nosotros y reprochamos a la naturaleza cuando no lo colma, pero la producción en serie en cambio llena el vacío de un molde, un formato, repitiendo lo previsto hasta que es la repetición lo que define por fin una forma, repetida. Pues, antes que alcanzar una forma, todo individuo de una serie ha de responder a un formato. No hay piezas únicas en la colección programada, o si hay alguna lo es como accidente, a menudo inadvertido, o rareza dentro de la serie, determinada en cambio por el mayor parecido entre las otras piezas. En este esquema, cada alternativa desechada es un modelo de lo que podría haberse hecho siguiendo el camino que sugería, probabilidad para siempre caída al margen de la realidad. Pero es fácil dejar de lado al marginal, sobre quien además recaerá la culpa por semejante distancia abierta entre la realización y el proyecto.

Rara avis
La educación formal no produce eruditos. La erudición, por el contrario, es el producto de un ansia de saber comparable a una bestia hambrienta y feroz que, atravesados los barrotes de su jaula o rota la correa del paseo, se lanza en todas direcciones inventándose un rumbo. El autodidacta, derribadas las paredes del aula por su propia curiosidad, no tiene maestro que le ponga límites ni tutor que lo guíe; animal imprevisto, su permanencia entre los humanos resultará siempre sospechosa. Concluida su estancia, reconstruir su recorrido resulta apasionante por la increíble distancia entre las huellas que deja.

La verdad que el ingenio enmascara
La verdad que el ingenio enmascara

Aventuras filosóficas
Toda historia se construye poniendo en serie unos momentos privilegiados, pero lo que motiva a la persona detrás del autor no es el tendido del hilo argumental sino el ajuste del nudo significativo. En éste la relación no es lineal ni tampoco una cosa lleva a otra, sino que se trata más bien de un contrapunto: resonancias y correspondencias, a la manera de Baudelaire, en lugar de causa y consecuencia según el modelo dialéctico del guionista profesional. Sin embargo, de la misma manera que en las comedias de Oscar Wilde el argumento avanza callando entre las réplicas de los personajes, no es posible llegar a conclusión alguna sin una lógica lineal bien empleada. Sólo así puede medirse alguna vez el peso y el valor del conjunto. Una aventura con la filosofía de esa aventura al mismo tiempo: en estos términos definía Godard sus propósitos narrativos. Sin un desenlace cabal, no hay manera de que la proyección recomience.

Conjunto
Por muy laborioso que escribir pueda resultar, en rigor el lenguaje es juego; hace juego, como dos prendas de vestir o, mejor aún, dos piezas que no acaban de encajar o cuyo encaje, como puede apreciarse sobre todo en las expresiones particularmente logradas, no es fijo sino móvil, a la manera de una bisagra o de cualquier aparato de poleas. Desconocer, por debajo de la junta, la fisura entre palabra y objeto, entre lenguaje y vida, según el ejemplo de quienes pretenden llamar a las cosas por su nombre, como si éstas lo tuvieran, es en definitiva una falta de seriedad, supuesta virtud que quienes así se precipitan tanto se precian de tener.

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Aprender a escribir

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Su atención, por favor

Escribí El ruido y la furia y aprendí a leer.
William Faulkner

La gran época de la novela clásica fue el siglo diecinueve, la gran época de las vanguardias fue la primera mitad del siglo veinte, la gran época del libro de bolsillo fue la segunda mitad del mismo siglo, nuestra época parece marcada por la explosión mediática y la digitalización generalizada pero no sabemos en qué será grande. Un fenómeno comprobable, sin embargo, es el de la multiplicación de los que escriben y publican, ya sea en papel, online, en editorial o por cuenta propia. Un fenómeno curioso y en apariencia contradictorio, en un mundo cuyo lamento por la decadencia cultural, que siempre encuentra un escalón más bajo, resulta una música de fondo tan constante como difícil de apagar o desoír. En ese crepúsculo de las letras, las artes, la política y todo lo que no es tecnología, cada vez más no sólo escriben sino también, a pesar del interesado y cotidiano espectáculo del triunfo de la ignorancia, se esfuerzan en aprender cómo hacerlo. Puede que la demanda no sea tan alta como quisieran los capaces de enseñar, pero aun así es evidente que la relativa proliferación de oferta docente se basa en un interés por parte de un público. Un público, por otra parte, como el grueso de cualquier público actual, ansioso en su mayoría por pasar al otro lado de las candilejas, y no sólo por vanidad sino por causas más profundas, desde el deseo de reconocimiento estudiado por Hegel hasta la necesidad de un sentido para los propios actos cuya suspensión, naturalmente, es difícil de tolerar.

Escribir es aprender
Una empresa ardua

La mayoría de los individuos empeñados en este intento son lo bastante lúcidos y razonables como para advertir, por debajo de las pulsiones mencionadas, otro tipo de cuestiones que la escritura pone en juego y a las que es capaz de ofrecer algunas respuestas. De la misma manera, cualquier profesor de este arte que muy probablemente, como tantos en esta y otras disciplinas antes que él, enseñe ante todo por ineludible necesidad económica, mejor atendida en su caso por esta que por otras prácticas, puede reconocer, además de la crematística, otras satisfacciones y otros valores vinculados a su tarea. Sin embargo, volviendo a la cuestión de la época y a la sobreabundancia contemporánea de vocaciones de poeta, si se las puede llamar así, dentro de un contexto cultural depresivo, según las apreciaciones más habituales de los interesados, cabe hacerse una pregunta. Tanta enseñanza, tanto aprendizaje, ¿señalan un alba o un ocaso? ¿Expresan la riqueza o la pobreza de una actividad?

Liberar el trabajo humano
Liberar el trabajo humano

Como el optimismo afirmativo no basta para liquidar la sospecha pesimista que lo sigue como si fuera su sombra, como la fórmula de Gramsci recomendando un “optimismo de la voluntad” unido a un “pesimismo de la inteligencia” marca los polos de una ecuación pero ésta no ofrece siempre el mismo resultado en el análisis de la realidad, para encontrar el punto medio donde está el nudo de la contradicción podemos recurrir a lo que dice Guy Debord en La sociedad del espectáculo (Tesis 40) sobre la supervivencia ampliada (cursivas del autor): “Este incesante despliegue del poder económico bajo la forma de la mercancía, que ha transformado el trabajo humano en trabajo-mercancía, en trabajo asalariado, conduce, por acumulación, a una abundancia en la cual la cuestión primordial de la supervivencia se encuentra obviamente resuelta, pero de tal manera que tiene que reproducirse constantemente: se plantea en cada ocasión en un grado superior. El crecimiento económico libera a las sociedades de la presión natural exigida por la lucha inmediata por la supervivencia, pero estas sociedades no se liberan de su libertador. La independencia de la mercancía se extiende al conjunto de la economía sobre la cual impera. La economía transforma el mundo, pero sólo lo transforma en un mundo económico. La seudonaturaleza en la cual se encuentra alienado el trabajo humano exige la continuación hasta el infinito de su servicio, y este servicio, que nadie más que él mismo juzga y valora, consigue, de hecho, convertir todo esfuerzo y todo proyecto socialmente lícito en servidor suyo. La abundancia de mercancías, es decir, de relaciones mercantiles, no puede significar otra cosa que la supervivencia ampliada.”

Leer es un asunto solitario
Leer es un asunto solitario

De este modelo pueden extraerse dos analogías, la primera de las cuales puede observarse en la permanente crisis de público que enfrentan las artes, aun si nunca fueron tantos como ahora los consumidores de cultura. Al tratarse de un mercado, en él se compite y es el juego de la oferta y la demanda, manipulable por los inversores, el que determina la circulación social y el destino inmediato de una obra mucho más que sus valores intrínsecos. Esto puede parecer una obviedad, pero no lo es naturalmente sino sólo dentro de una seudonaturaleza como la mencionada por Debord. Dentro de esta creciente entropía mercantil, un valor desplaza y sustituye a todos los otros. Por eso Brecht, en Hollywood, decía que les veía el precio hasta a las hojas de los árboles. Cuanto más, en la práctica, bajo criterios rigurosamente comerciales, la cultura es tratada como un entretenimiento por productores y consumidores que no pueden ser otra cosa, más ella misma no puede ser ni hacer valer nada distinto, con el consiguiente empobrecimiento de su función, diametralmente opuesto al crecimiento de su mercado, que no se alimenta de lo mejor, sino de lo más rentable.

Una confrontación sin sentido
Una confrontación sin sentido

La segunda analogía se desprende de la primera y presenta la misma paradoja, según la cual, así como el tratamiento mercantil de la cultura reduce a ésta a un entretenimiento, aunque masivo, también la estandarización de los valores así llamados literarios opera en la escritura una particular síntesis de mediocridad y excelencia inmediatamente apreciable en los resultados propuestos e incluso recomendados a los lectores. Esta síntesis es una solución de compromiso entre dos escalas de valores, la cultural y la comercial, que por mucho que insistan y lo deseen no logran confundirse. Y es por eso que recurren a un pacto conformista como éste, ilustrado por todas esas novelas aceptablemente escritas pero tan respetuosas de las convenciones consensuadas por los hábitos de lectura que sus posibilidades de estimular en el lector cualquier diferencia respecto al por todos denostado “pensamiento único” son nulas. Todos estos libros compiten bajo una sola y misma regla, la de la oferta y la demanda, que determina su identidad ya desde su concepción así como decide su significado y su sentido últimos. José Arcadio Buendía, como recordarán los millones de lectores de Gabriel García Márquez, no jugaba a las damas porque decía no ver sentido en una contienda cuyos adversarios están de acuerdo en los principios. El precio del acuerdo que procura fijar, preservar y promover pragmáticamente unos valores, más que creídos, impuestos por las circunstancias es la imposibilidad de una discusión seria sobre éstos, con el consiguiente convencionalismo característico hasta de las propuestas en apariencia más arriesgadas que se hagan en tal contexto.

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Un esclavo aprendiendo a leer

Hubo un tiempo en el que la literatura era una novedad: pocos sabían leer, luego cada vez más, y para éstos era nuevo cuanto se callaba en los lugares de predicación habituales pero podían encontrar en esos objetos tan aptos para salvar de la quema llamados libros. Concluido hace no tanto tiempo el proceso de alfabetización que tan crucial pareció en una época, en nuestros tiempos de lo que podríamos llamar postalfabetismo la novedad no se busca en la lectura, para quien está interesado en las letras, sino en la posibilidad de escribir y ser, eventualmente, leído. Puede ser un efecto de la pérdida de intimidad propia de la era de la intercomunicación, en la que el aislamiento reflexivo cede espacio a la interactividad, pero así como la crítica ocupa un lugar cada vez menor, cada vez son más los que emprenden el estudio de las letras a través de la práctica. No el estudio de la literatura, con el conocimiento de la teoría y de las obras como objetivo, sino el del arte de escribir, utilizando modelos y técnicas para devenir creador.

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I’ll show you the life of the mind

Que exista un saber a transmitir en este campo, aun si esto significa cierta simplificación de problemas complejos y algún grado de esquematismo en función de una aplicación más inmediata, es positivo y representa un avance para la cultura y su divulgación. Pero quien quiere aprender a escribir hoy en día se enfrenta precisamente, y ya en la raíz, a la encrucijada antes descrita entre cultura y comercio, que procuran hacer sinergia pero no pueden evitar el conflicto entre los intereses que ponen en juego. El traslado a la práctica de la escritura de los métodos y técnicas de solución de problemas propios de la cultura del management y la empresa, y sobre todo de la actitud pragmática característica de su enfoque, puede aportar un marco realista al escritor y una orientación a resultados, como reza su dogma, que lo ayuden a concretar en textos completos unas ideas que de otro modo podrían no pasar nunca de vagas ocurrencias y tanteos. Sin embargo, no es suficiente con esto para escribir una obra valiosa, es decir, que además de cumplir con las convenciones de uno u otro género pueda expresar algo de la realidad. El discurso del amo, en este caso el del modelo productivo por vías repetidamente probadas, siempre encuentra quien lo aplique con el éxito esperado, al igual que hay quienes triunfan en los negocios y se hacen millonarios. Pero esta ínfima minoría no libera al resto, que alienado bajo unas recetas sordas a sus auténticos problemas puede perderse errando en torno a un modelo inadecuado por tiempo indefinido. En este campo, teoría y técnicas podrían ser como la ciencia y la tecnología en el del desarrollo empresarial: base de dogma y manera de hacer cuya aplicación, presumiblemente, dará a la materia la forma buscada. Así, la planificación querría asegurar desde el principio el cumplimiento de lo previsto y lo ideal sería poder ajustar de entrada la oferta a la demanda, en este caso la de los lectores. Pero la materia, es decir, la historia por narrar, el tema y hasta la voz en ciernes del escritor que está tratando de encontrarla, ofrece una resistencia al orden que se le procura imponer y no es insistiendo como se logra hacer calzar a un pie en un zapato que no es de su número. Esa materia ha de ser conocida y es entonces cuando la crítica encuentra su función creadora. En el mundo sin revés de la publicación comercial, anulado el valor de la crítica como conocimiento, sólo quedan la producción y su rentabilidad como objetivos del trabajo. Pero no es el saber encarnado en teorías y técnicas, por más prácticas que éstas sean, el que puede enseñarle algo al aprendiz de escritor sobre su propio mundo y su conciencia, sino tan sólo el sentido crítico que sea capaz de desarrollar y aplicar. Karl Kraus escribió que un artista es alguien capaz de hacer, de una solución, un enigma. De manera análoga, no serán las soluciones prefabricadas las que enseñen a nadie a escribir sino, por el contrario, los problemas imprevistos. Al tratarlos es cuando la escritura encuentra su función: escribir bien es pensar bien y llegar a hacerlo es el primer beneficio de aprender a escribir.

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Retrato del lector adulto

"...en el sitio habitual, junto a la ventana amiga..." (Pier Paolo Pasolini, El privilegio de pensar)
«En el sitio habitual, junto a la ventana amiga» (Pier Paolo Pasolini, El privilegio de pensar)

El brazo extendido con el libro lejos, estudiándolo, manteniéndolo a distancia, en la ventana desde la que se veían las bailarinas del estudio de enfrente, en el primer piso, al otro lado del tráfico, cuyo ruido se mezclaba en el estéreo mental con el de los tacos y las bolas de billar que venía del fondo mientras yo, sentado en el mismo sitio que él, miraba los saltos y piruetas que en lo alto atravesaban el cuadro colgado ante mis ojos flotantes. Él, en cambio, a quien he sorprendido o más bien me ha sorprendido por la intensidad de su súbita presencia, plano fijo en la serie fugitiva de las imágenes que el paseante deja atrás, precisamente en la mesa que ocupo siempre que me detengo en este bar, difícil para largas estadías, con la vaga expectativa de mirar a las bailarinas de enfrente cada vez que levante la vista del libro en curso de lectura o el cuaderno de apuntes del natural, como éste, defraudada de cuando en cuando por la brusca aparición de bailarines en su lugar, no aparta los ojos de su objeto, su objetivo, y casi puede verse, en la tensa, sostenida inmovilidad del brazo, la transmisión, como una corriente sanguínea, del libro al órgano del entendimiento que, desentendido de la cara que modela, guarda el sentido de la expresión que veo en su ignorancia de mi mirada. Pienso, fijando en mi conciencia, como idea, el cuadro que no soy capaz de pintar y se me ofrece, ya enmarcado, en la ventana que tampoco puedo descolgar del instante que pasa, que éste sería, si yo fuera el artista de la imagen que se lo pierde, el retrato del lector por excelencia que querría firmar, la figura alegórica perfecta de lo que es leer, como acción y como proceso. Luego pasan veinte o veinticinco años y lo escribo, ahora: es un hombre mayor, solo en su mesa, de la que se ha apropiado efectivamente para la ocasión aunque la olvide, como al café, bajo el codo y el antebrazo en que se apoya mientras la otra mano sostiene el libro en alto, abierto por el pulgar y sujeto por las cubiertas erguidas bajo los otros cuatro dedos extendidos hacia arriba, un atril de bolsillo, con la portada vuelta hacia el interior del local de manera que no puede verse el título, perdido en el fondo indiferenciado detrás de la figura que se impone a la mirada por el carácter grabado en la curva veloz que componen la mano alzada, el brazo tendido y, por encima del mentón duro, la boca prieta, la nariz afilada y los ojos encendidos, la frente marcada por los años reflejos en el signo menos sutil de las canas conservadas. Él oye el tictac del tiempo, la bomba alojada en la conciencia ya ardiente, despierto en la aplazada incertidumbre de si llegará a acabar el libro o a empezar otros tantos a la espera, en la noción del espacio progresivamente abreviado, de los créditos vencidos, del olvido fatal de cuanto, como un reguero de sangre, después de pasar por su mente queda a su espalda sin que ninguna cosecha o al menos gavilla de espigadores haya sido anunciada. Todo el drama, discreto, clandestino por necesidad, para poder leer en paz, está inmerso en la corriente del brazo, vibrante en el impacto de la presencia física recibido por el lector todavía joven que atiende al despliegue entero de lo que en él asoma aún oculto como embrión. Al igual que en El pensador de Rodin, aquí es una fuerza física lo que se impone reconocer para advertir lo que en ella queda expresado, como si el peso del libro en la mano del lector equivaliera al del mundo sobre los hombros de Atlas: pisando ese globo terrestre, dentro de esa bola de cristal en que lo convierte la lectura, atravesando sus brumas, coronando sus cimas, pasan ágiles marcando el suelo con pie certero las bailarinas colgadas enfrente, firme la pierna como el brazo tendido que a imagen suya soporta, expuesto al ojo del pintor manco, la doble carga de la balanza y el reloj mientras se seca la pintura en la memoria, o la tinta en la libreta de apuntes mentales, indeleble en la lista de los proyectos en suspenso. Los cuadros no se miran entre sí, pero envían la mirada apreciativa de uno a otro; el retrato del lector adulto permite imaginar, siendo ésta invisible en su marco, la tela opuesta contenida en su interior, como acabo de hacerlo al cabo de dos décadas, y aquella me coloca a mí en el lugar del retratado, que entonces también solía ocupar, en un rol cuya representación es en cambio aquí prematura. Siendo la mía, más que la firma al pie del cuadro vale el gesto del modelo anónimo que por sí mismo dio expresión universal al acto íntimo más expuesto a la embestida del exterior.

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