Admiración suspendida

Después del ensayo

Mucho tiempo he pasado en la butaca

del mirón a la espera de sentido.

Muchas veces he esperado un principio

con fe en sus demoradas consecuencias.

A solas en la luz agonizante

de la sala de las revelaciones,

definido en prefigurado sitio

mientras otros, dispersos, se concentran,

muchas veces he medido el espacio

vacío entre fantasmas y miradas.

Mucho tiempo he planchado los telones

y lustrado quemadas candilejas.

Si sumara estos lapsos a la luz

del crepúsculo de laboratorio

consagrado al aquietarse del líquido

amniótico de las próximas horas,

estos libres minutos dedicados

a evaluar lo que pronto estará oscuro

u ocupar el revés del parpadeo

sostenido en la inconsciencia del ojo

con la misma lectura intermitente

practicada entre las mesas de saldos,

el tiempo transcurrido alcanzaría

para haber completado una carrera.

Abierto por reformas

Muchas cosas aprendí en ese margen

entre la nada y la contemplación.

Mucho comprendí en ese tiempo muerto

entre el suspenso y la acción, entre el acto

y la antesala de los convocados,

considerándolo en retrospectiva.

Muchas súbitas iluminaciones

y firmes conclusiones razonadas

me acaecieron en ese breve

paréntesis entre la consumada

huida de la circunstancia inmediata

y el hundirse en la representación.

A flote en la butaca vacilante,

con la cabeza asomando despierta

para sondear el mar de un vistazo,

muchas veces de pronto he comprendido

lo que pronto dejaría de ver

o anticipado la fachada en ciernes.

Discreto, ignorado, simple pupitre

de la escuela de estar desocupado.

Allí donde se aprende con la nuca

y el culo decide el punto de vista.

Donde emerge la evidencia impasible

quebrando el hielo de las convicciones.

Detrás y delante de ese intervalo,

muchos campos cultivé. Muchas tablas

cepillé y acumulé muchos clavos.

Muchos restos guardé y atesoré,

recogidos en ruinas y naufragios.

Muchas páginas leí, cuadros vi,

toqué tallado en piedra y en madera,

consideré a la luz de la ventana

y de la linterna. Muchas razones

deduje de pasos y melodías,

tamizándolo todo con la red

que del río extrae lo que no pasa.

Esperar la ausencia

Mucha pesca metí en mi bolsa, pero

la concisa lección definitiva

que me enseñó mi puesto de trabajo,

la recibí en este mismo paréntesis,

ante el telón o la pantalla en blanco,

entre lo turbio y su reflejo claro.

No la ola alumbrada por el faro,

ni el puente de mando ni el mascarón

de proa, sino el bote lateral,

apto para excursiones y abandonos,

al servicio de ociosos y curiosos.

Y a veces el timón, que está en la popa.

Así fue cómo dejé de buscarme

en los grandes retratos del museo.

Toca a unos hombres hacerse famosos

y a otros conocer la oscuridad.

Hay quien cumple su sueño y quien despierta.

De este lado del muro de cristal,

contemplo las estrellas en la noche

que me envuelve y oscurecido ruego

por una cultura sin nombres propios,

por una literatura sin libros,

dejando en lo alto cuanto elevé,

mientras sigo las ondas río abajo.

12.8–2.9.2022

Bailemos sueltos

«Es siempre el mismo paso / Reunidos o revueltos»

ACORDES: Am / G / C / A4 / F

Otra vez dando vueltas a la pista

Otra vez nos volvemos a cruzar

Otra vez soplan vientos de conquista

Otra vez nos volvemos a enredar

Es siempre el mismo paso

Reunidos o revueltos

Mejor bailemos sueltos

Que no quiero tropezar

Otra vez a destiempo de la orquesta

Vas detrás del sol que te hará brillar

Entro yo justo donde estás expuesta

Y la luz tiene a quién encandilar

Es siempre el mismo paso

Reunidos o revueltos

Mejor bailemos sueltos

Y ya no de par en par

Otra vez rueda la bola de espejos

Otra vez todos juntos a girar

Otra vez vamos guiados por reflejos

Otra vez el sorteo va a empezar

Es siempre el mismo paso

Reunidos o revueltos

Mejor bailemos sueltos

Que igual todo va a cambiar

Vuelve un eco lejano de tacones

Reconozco en tu andar ese compás

El pasado me pisa los talones

Esta moda no pasará jamás

Es siempre el mismo paso

Reunidos o revueltos

Mejor bailemos sueltos

Y dejemos esto atrás

Otra vez hay cristales por el suelo

Otra vez nadie quiere recoger

Otra vez el tabaco se ha ido al cielo

Otra vez es la hora de volver

Es siempre el mismo paso

Reunidos o revueltos

Mejor bailemos sueltos

Hasta otro amanecer

1988

Disfraz al desnudo

Trasnochando con Max Beckmann

ACORDES: Dm / C / G / Bb / Dm7 / G7 / F

Yo sé caminar con zapatos prestados

Yo puedo ponerme esos años de más

No me preguntes quién camina a mi lado

No quiero saber si tu voz me hace mal

Llevé alguna vez tu corazón de la mano

Pero aquel par de guantes no lo he vuelto a usar

Detrás de cada par de anteojos

Hay vidrios rotos que barrer

Por eso no quiero que veas mis ojos

Y dando la espalda me pongo a correr

Tan lejos como larga es la calle

Sin luz donde viven el dolor y el placer

¿Adónde vas cuando tu casa está a oscuras?

¿Adónde vamos cuando el bar quedó atrás?

¿A quién buscamos abrazando cinturas?

¿A quién seguimos de final en final?

De aeropuertos a estaciones

Sin propiedad ni souvenirs

Detrás de banderas cada día más altas

Corremos en trance sin dejarnos seguir

Llevamos debajo de la ropa más cara

El pecho de frente el corazón de perfil

No hay talón que al partir no lleve espuela

Ni polvo que queramos en la suela

Ni títulos que valgan de esta escuela

Volvemos sueltos a la ronda

Alrededor del viejo hogar

Cuyo calor se hace humo en tantas manos al viento

Unidas por cables de voltaje fatal

Guardamos la luna en nuestros puños cerrados

Y las locas estrellas a una altura normal

¿Adónde vas cuando tu casa está a oscuras?

¿Adónde vamos cuando el bar quedó atrás?

¿A quién buscamos abrazando cinturas?

¿A quién seguimos de final en final?

1985

Labios y dientes

De la serie Los masoquistas, Roland Topor (1960)

ACORDES: Cm# / A / B / Ab / Ab7 / E / Fm# / D / F#

La primera vez al vernos

No supimos qué decir

Nos quedamos sin movernos

Contemplando el ir y venir

De esas aguas agitadas

Hasta que la inundación

Nos dejó de nuevo a solas

En guardia ante la conversación

Escapamos de ese encuentro

Y luego de ciudad en ciudad

Aprendimos otras lenguas

Y otras formas de caminar

Pero siempre hubo entre ambos

El silencio de otra voz

Como un puerto abandonado

Un cadáver entre los dos

Hasta que alguien de paso

Habló de libertad

Y corté y quedé

Recortado por la mitad

Al volver a tropezarnos

Cuando el círculo acabó

No hubo cómo separarnos

Del camino que nos reunió

Pero bajo nuestras huellas

Quedó enterrado este aguijón

Asomado a nuestra espalda

Como aleta de tiburón

Y ahora aquí como al principio

Nos estamos mirando sin hablar

Vos como una esfinge rota

Yo como una anguila sin mar

Los dos temblamos esperando

Que uno se atreva a confesar

Cuando ése abra la boca

El otro lo podrá devorar

1984

Correspondencia nocturna

Editar es velar el sueño ajeno.

¿Cuán enamorado se puede estar?

No es como el lector, que duerme al lado.

La noche pesa sobre el ser despierto.

“Yo voy al teatro a silbar al público”,

me decía un amigo dramaturgo

a quien nunca el aplauso dejó oír.

Crítico se nace. Con ese drama

no se conmueve a nadie, aunque el conflicto,

siendo fatal, queda así asegurado.

No el mañana, aunque las próximas horas

son previsibles como la novela

que se me ha encargado solapar.

Tengo toda la sombra de la noche

por delante para dar a esta tinta

densidad y fluidez, y alrededor

para hacerlo con el discreto oficio

que mi oscura condición garantiza.

Como un párpado que se abre y cierra,

el deseo de reconocimiento

insiste y renuncia, igual que una herida

o el sueño opaco del que está cansado

pero trabaja. Y se retira y vuelve

a preguntar y pedir, considerado

tanto a la luz de la lámpara insomne

como al sol de la fama ajena, fuente

de un agua que no sacia pero brilla,

incapaz de dormirse en el sereno

perfil de una moneda. Así comercia,

pagando sus deudas con lo que obtiene

sin formar un capital, apostando

más al azar que a las cartas marcadas,

consigo mismo y con sus semejantes,

que los mismos billetes manipulan.

Aquí el que vende se siente explotado,

pero el que compra se siente estafado

y no hay, que equilibre la balanza,

más que el veneno de los comentarios

cuando se vierte en la copa del ausente,

deslumbrado por su propio reflejo.

Los que beben a su salud se ríen,

sentados a la sombra del espejo,  

pero hoy estoy solo y debo estar sobrio,

la silla recta y la espalda de pie.

Aun así, una sentencia que corrijo

me abre la risa y mi lengua inclina

al diálogo imposible con mi amigo

comediante, que duerme si no finge

dormir o estar despierto sobre un libro

como éste, inconcluso, interminable,

para ganar el pan de la vigilia.

Un faro que no guía a ningún barco,

mi ventana, la única encendida

sobre las plácidas olas del barrio

sumergido en su pecera sin islas.

Hago asomar una costa lejana

y deslizo hacia allí la breve espuma

de hace un rato, buscando el eco infiel

que confirme su razón y la firme.

Una risa cavernosa, de cueva

cerrada a ciudadanos honorables

en horas de servicio, al menos, donde

citarnos, como ahora no podemos.

La risa del amor desencantado,

que en la calma cautiva de estas horas

debo masticar con boca cerrada,

mientras maquillo, con dedos arteros,

un objeto vuelto prosaico. Hay alguien

que entiende esta tarea al otro lado

del océano opaco: la paciente

restauración de lo que jamás hubo,

espejismo de ojos legañosos.

Y por eso comprende esta escritura

de aguijones, que también él practica

cuando glosamos sagas y consignas

a la furtiva luz reveladora

de disecciones e iluminaciones,

luz mala del lector supersticioso.

Mientras el sol todavía no cubre

los estrechos límites de mi mesa,

puedo extenderlos, como de una balsa

los bordes que la apartan del naufragio,

aun si debo inclinarme ante este pálido

doble del amor no correspondido.

Mañana estará erguido en las vidrieras

detrás de las que otros no lucimos,

pasándonos debajo del pupitre

notas doctas acerca del premiado.

Desconocidos por nuestro semblante,

intercambiamos, fuera de registro,

toda una correspondencia culpable

de ser efectivamente privada.

1-2.4.2022

Vida y memoria de Paul Auster

Sobre Diario de invierno

El tema de este libro, que no es una novela, queda bien definido en su última línea: “You have entered the winter of your life” (“Has entrado en el invierno de tu vida”). Todo el texto desarrolla esta noción, presentida primero no sin temor y asumida al final con bastante plenitud por el autor, tras haber construido mediante la escritura de su diario una especie de fortaleza quizás no inexpugnable, pero sí bastante sólida a partir del mismo material con que ha edificado sus ficciones. Tanto en la obra como ante el tramo de su vida que se prepara a emprender, es la transformación de la experiencia en ficción lo que le sirve de fortaleza, mediante una operación que consiste en situar lo ya vivido bajo las reglas de juego que gobiernan sus novelas. De este modo, además, estas reglas son puestas a prueba y eventualmente comprobadas en tal confrontación con la realidad, aun si después todo queda dentro del margen de incertidumbre característico del mundo de Auster. La suma total hace de este autorretrato de madurez una buena oportunidad para comprender varias cosas sobre el autor, o al menos para formular algunas hipótesis sobre su manera de ver el mundo, así como sobre su singular éxito como escritor.

El libro está escrito en la segunda persona del singular. Paul Auster, así, se dirige a sí mismo ante sus lectores. Él es “you” (tú), Siri es “your wife” (tu esposa), sus hijos son “tu hija” y “tu hijo”, su primera esposa, muy importante en este relato, es “your girlfriend” y luego “your first wife”, y así sucesivamente. Esta ausencia de nombres, sin embargo, no produce ningún problema a la hora de orientarse, y tampoco es cansador el recurso a la segunda persona como era de temer. De hecho, un valor a destacar en este libro es la calidad muy particular de su prosa, armónica, rítmica e inmediatamente clara en lo que narra o explica. Parece pensado para la lectura en voz alta, tanto por semejante posibilidad de comprensión inmediata como por la particular música continua que logra para la voz narrativa. Se ha definido muchas veces a Auster, sobre todo al de sus primeros libros, como “una cruza de Chandler y Beckett”, y de hecho en cuanto uno empieza a leer este texto es Beckett la referencia inmediata en la que piensa, no sólo por el uso de la segunda persona, que Beckett empleó en novelas como Company o piezas como That time, en las que como aquí un hombre ya mayor se confronta a sí mismo, sino por esa calidad rítmica, musical, propia del autor irlandés. Claro que se trata de dos escritores diferentes y estas diferencias se hacen notar enseguida, pues Auster aquí resulta tan claro, amistoso y benévolo como hosco, críptico y difícil podía resultar Beckett. Y el relato, aunque no sigue una cronología ni tiene la unidad de una única aventura, tampoco es una serie de fragmentos yuxtapuestos abruptamente que desafían al lector a intentar comprender si es que puede, sino que en cambio se desliza fluidamente de un tema a otro procurando darse a entender con una especie de confianza o al menos esperanza en el poder de la comunicación que nunca mengua. Auster no resulta difícil de leer ni de entender, pero esta curiosa memoria permite también entrever dónde reside su particular misterio y también ensayar una respuesta sobre por qué atrae y es sugestivo para tantos lectores.

La situación de base en el libro es la siguiente: el autor va a cumplir sesenta y cuatro años y siente que va a entrar en esa etapa que al final llama “el invierno de su vida”. Al escribir este “diario”, que tampoco lo es en el sentido tradicional ya que ni lleva fechas ni se interrumpe entre sus anotaciones, sino que va ligando presente y pasado todo el tiempo prácticamente sin solución de continuidad, consigna lo que tiene y lo que ama en su presente, a la vez que se interroga sobre el pasado que lo ha traído a esta situación y, muy especialmente, sobre ciertos anticipos de la situación en que ahora se encuentra. Hay ciertas escenas recurrentes: una de ellas es el accidente automovilístico a partir del cual decidió, habiendo sido toda su vida un excelente conductor, dejar de conducir: iba al volante cuando, por una vez en su vida, en lugar de seguir el consejo de su padre acerca de conducir siempre muy prudentemente, como si todos los demás fueran locos o tontos, realizó una maniobra apenas arriesgada, se produjo un choque y casi se mata junto a su mujer y a su hija; a pesar de que nadie lo culpó, él sí sintió vergüenza por su ligereza y decidió nunca más ponerse al volante de un coche. Es decir, un abandono de algo que ha hecho toda su vida y al que, en su situación presente y a su edad, piensa que irán siguiendo otros.

El monólogo por el que Auster se habla a sí mismo incluye a la vez un adiós a todo lo que no volverá y el examen del camino recorrido, aunque éste no se hace tanto cronológica como temáticamente. El dato capital de la vida que se evoca en estas páginas es quizás el siguiente rasgo: se trata de una vida partida aparentemente en dos, con una primera parte llena de dificultades, como si se estuviera casi bajo el peso de una maldición, y una segunda parte en la que de pronto cambian tanto la suerte como la naturaleza de los encuentros del autor con el mundo y sus habitantes, lo que determina también una distinta actitud. La primera parte de esta vida ha nutrido varios libros anteriores de Auster. De hecho el primero realmente importante, su “break through”, La invención de la soledad, no es en verdad una novela sino el relato del descubrimiento del gran secreto de su familia, el asesinato de su abuelo por su abuela, absolutamente determinante para su padre, sobre el cual se volverá en este libro así como en el definitorio momento de la escritura del libro correspondiente. Es con ese libro quizás que debería agruparse éste en una clasificación de la obra completa, ya que está compuesto un poco del mismo modo en cuanto a la combinación de narrativa y ensayo en una sola voz, quizás más lírica y menos examinadora en esta oportunidad.

De esa primera mitad de la vida de Auster se cuentan su infancia, los accidentes a los que sobrevivió de milagro (material como el que se encuentra en sus novelas), las difíciles relaciones entre sus padres además de la vida de cada uno, incluyendo las circunstancias de sus respectivas muertes, repentinas ambas como las de sus abuelos, lo que parece una marca de familia, su padre en brazos de su amante mientras hacían el amor, lo cual a él no le parece en absoluto, al contrario de lo que suele decirse, la mejor manera de marcharse (sobre todo si se piensa en la amante), las relaciones de su madre con sus dos maridos siguientes, de los cuales el segundo (un jovial abogado laboralista de izquierdas del que Paul se hizo amigo fácilmente) habría sido perfecto si no hubiera muerto tan pronto, mientras el tercero, un inventor fracasado, acabó trayendo más problemas que soluciones y por fin murió también, dejándola en una viudez difícil de soportar para una mujer que sobre todo deseaba compañía, y finalmente las difíciles relaciones del autor con su primera mujer, que de algún modo resumen simbólicamente esa difícil primera mitad de su vida. No será hasta los treinta y dos años, la mitad justa de los sesenta y cuatro que tiene en el momento de escribir este diario, que Auster comenzará a orientarse hacia una situación mejor, la de esa segunda parte que es posible llamar exitosa.

Las distintas épocas, la oscura y la brillante, al igual que el presente y el pasado, se entremezclan en el monólogo de tal modo que, aunque no se las confronte de manera directa, el contrapunto sí que se establece a ojos del lector. Auster repasa desde sus pequeños gustos cotidianos como los cigarros y el béisbol, entusiasmos que se le conocen, hasta cada uno de los domicilios que tuvo, desde aquél en que nació hasta éste donde vive ahora, en una suerte de catálogo razonado bastante extenso que sirve para revisar varios de los hechos referidos a la luz del espacio donde acontecieron, lo que permite agregar más detalles. Es notable el contraste entre la cantidad de cambios de domicilio de la primera parte de su vida, inestable, inquieta, incapaz de encontrar un domicilio donde desarrollarse fructíferamente, y los pocos ocurridos en la segunda parte, que hasta dan una idea de progresión y crecimiento con cada nueva mudanza.

Ya que, a pesar de que no faltan dificultades y tragos amargos durante esta época, su consideración general por el autor es inequívocamente positiva, llena de palabras de admiración y celebración tanto para su esposa como para su familia política, tan sólida como “disfuncional” era aquella de la que él venía. Lo que permite resumir el conjunto así: una vida con dos partes increíblemente bien diferenciadas, la primera como bajo el peso de una maldición que impide orientarse y mantiene a quien la vive en un estado constante de incertidumbre y casi indigencia, y la segunda como tocada por una gracia que permitió a aquél a quien salvó encontrar amor, felicidad y realizar una obra saludada además por un enorme éxito –aunque de esto no se habla en el libro-, ahora a las puertas de una tercera parte ante la cual, casi como un conjuro, se repasa el tortuoso camino seguido en un principio a la vez que se reafirma lo alcanzado más tarde. Lo interesante es ver cómo algunos de los mecanismos más reconocibles en el armado de las novelas del autor aparecen en este recuento de lo efectivamente vivido, es decir, de lo sólo parcialmente imaginario. Por ejemplo, Auster evoca el espectáculo de danza cuya contemplación lo liberó permitiéndole empezar por fin La invención de la soledad y dice literalmente que fueron esos bailarines los que lo sacaron de la crisis, ofreciendo un tipo de relación entre dos fenómenos, el que funciona como signo y el que se ofrece como situación, muy característica de sus novelas: dos cosas que nada tienen que ver coinciden y a partir de ello, impensadamente, algo funciona o se arregla.

Sólo que aquí, con todo el material de no ficción que el monólogo ofrece al lector, éste puede sospechar que más bien no, que no fueron los bailarines quienes lo hicieron, sino que son ellos lo que nos muestra el autor para cubrir el agujero de algo que en el fondo ignora: como si la “mala suerte” de la primera parte de su vida y la “buena suerte” de la segunda hubieran dependido de algo tan azaroso como una tirada de dados y la relación causal que haya podido producir el cambio no existiera porque no se la ve. Y este tipo de pensamiento no deja de ser, en el fondo, supersticioso: se conserva el carácter “mágico” del signo en la evocación porque los acontecimientos posteriores han sido felices o favorables, en el fondo como se puede apegar uno a una cábala. Los romanos, que eran muy supersticiosos, también atacaban o dejaban de atacar en función de este tipo de signos, sugestivos precisamente a causa de que no tienen relación causal con los hechos a los que se los refiere. Y ésta quizás sea una clave del éxito de este escritor tan personal y en principio no comercial: como tanta gente de hoy, se aparta de cualquier explicación racional y concluyente de lo que pasa para remitir a causas y consecuencias flotantes, o indefinidas, mientras procura deslizarse y hallar su camino en lo cotidiano indeterminado. En el panorama actual de fin de las ideologías, por más que cada individuo la viva a su manera esta posición está muy extendida. Si se suma esta actitud tan contemporánea al hecho de que, como se ve en este monólogo tan íntimo, tampoco hay en Auster ideas o sentimientos que puedan chocar, a la manera de los de un Céline o de un Bernhard, con lo que en general todo el mundo aprueba o comparte (sin que esto se deba a que el autor finja para agradar o a una falta de personalidad de su parte), no debe sorprender tanto el éxito relativamente masivo de una obra accesible pero que nada tiene que ver por sus características intrínsecas con los best-sellers y productos habituales de consumo masivo. Aunque la notoriedad proporciona una evidencia que vuelve superfluas esas razones tan necesarias para salir del fracaso.

2011