Cuestiones de estilo 9: El estilo de una moral

El sentimiento romántico de la vida

Creo que era Un hombre y una mujer, ese sólido hito de la filmografía de Claude Lelouch, de donde venía aquella música tarareada por una voz femenina sobre un fondo de cuerdas que, al igual que en la película, fue empleada durante años por telenovelas, series locales y hasta programas cómicos –adelantados a sus compañeros de pantalla- para acompañar secuencias cuyo propósito podía ser tanto mostrar breve e idílicamente la progresión de una relación de pareja como ilustrar su circulación por paisajes a medida, su traslado a escenarios diversos o el paso de las estaciones vinculado a las situaciones mencionadas. Me parece que el jabón Palmolive recurría a esta banda sonora para anunciar su teleteatro, aunque puede que esta vez sea yo quien está empleando el mismo motivo o solución musical para hacer sobre él un collage de sus heterogéneos recuerdos. Quien oiga hoy esta melodía y tenga o pueda tener memoria, cuestión de edad, la reconocerá sin duda, aunque tampoco esté seguro de su origen, y hará de ella el objeto ya de su nostalgia, ya de su sarcasmo, pero habrá de admitir, como se dice, que “marcó una época”. ¿En qué radicaba su eficacia? En mi opinión, en la combinación precisa o afortunada de dos ingredientes aquí irresistibles bajo su forma musical: fatalidad, presente en la obsesiva repetición de una sola y simple frase melódica que no hacía sino interrumpirse, apenas un momento, para recomenzar, y esperanza, aludida tanto por la continuidad del bucle como por la conciliadora suavidad de la voz y su amable declinación final, compensada de inmediato por el leve ascenso de las cuerdas al nivel del punto de partida para dar paso a una nueva repetición del ciclo o a la siguiente escena o secuencia del montaje, perfectamente situada, y desde allí seguir adelante en el mismo plano, narrativo, que todo lo anterior. “La vida, esa caída horizontal”, decía Cocteau. El espectáculo de la vida, dulcemente representado en estos sentimentales collages de imágenes o en otros más propios de nuestra época, como cualquier videoclip, mece en el cine al espectador sumergiéndolo en esa extática pasividad que tanto se le ha criticado y de la que procura librarse, a base de astucia, información y descontento, el así llamado espectador crítico, impaciente en la butaca de al lado mientras transcurren ante su vista, sobre las vías que atraviesan sus oídos, estos pesados vagones cargados de sentimientos que, según parece, nunca dejarán de producirse allí en la amnésica imaginación de donde vienen. ¿Y los lectores? Está claro que la novela no puede competir con la película en la recreación de ese “sueño que soñamos todos juntos” (otra vez Cocteau), sencillamente porque basta con tener que leer para alcanzar una conciencia del lenguaje como nunca se la tiene ante la mezcla, similar a la que ofrece la vida, de imágenes y sonidos que propone el cine. Esa conciencia, insatisfecha por no poder extinguirse en la natural percepción de estímulos que la ausencia de letra permite interpretar mucho más cómoda y espontáneamente, por mínima que sea siempre se mete entre el soñador y su sueño, falto de la tramoya de que dispone la “lengua escrita de la realidad”, según definió el cine Pasolini. Lo que no quiere decir que éste sea un elogio del lector o de la lectura, ya que también es bien sabido que existe una pasividad del lector, el “lector-hembra”, como a pesar suyo acertó Cortázar, y si no piensen en cuántas lectoras –son ellas las que actualmente compran y leen la mayor parte de las novelas ¡y qué novelas!- le dan hoy la razón. Pues tal pasividad, más allá de lo acertado en la elección de figura para su metáfora que haya estado Cortázar, es la que puede encontrarse en la confluencia de fatalidad y esperanza donde se instala, para su viaje, quien va a dejarse o está dejándose llevar por una historia. Este lector, el lector pasivo, lector-hembra para quien lo denuncia, no va a tragarse sin embargo cualquier cosa y en general, sobre más de un punto, se muestra intratable, aunque no se explique, y es de una exigencia absoluta en cuestiones acerca de las que el “lector-macho”, el inquieto, puede ser mucho más fácilmente engañado. Por ejemplo, la unidad de la historia, su aristotélica (aunque mucho mejor si es disimulada) y satisfactoria adecuación a un esquema comprobable (aunque esta comprobación no le hará falta al olfato del lector que sabe lo que quiere) de planteo, nudo y desenlace en el que no haya cabos sueltos respecto al carácter ni al destino de los protagonistas y todo, en consecuencia, como se dice, “cierre”. Fatalidad y esperanza son los dos polos necesarios para tender el cable del teleférico en que viaja, abstraído del abismo, nuestro lector. La fatalidad garantiza el peso del mundo, su probada realidad, la pendiente que enlaza causas y consecuencias y la trama que como la de la araña mantiene a los personajes en sus redes en virtud de su sola naturaleza humana, lo que siempre implica un margen de inocencia que oponer a las desgracias y pruebas que, como un castigo, se abaten sobre ellos, tan parecidos al lector ya identificado. Pero éste no se dejaría rodar por tal colina sin la promesa implícita en la velocidad que va tomando y lleva oculto, como un as en la manga, todo el poder de la inercia en que la pasividad cifra su triunfo, incluido el inminente ascenso a cumplirse cuando esta fuerza se tope con el último tramo, en subida necesariamente, del recorrido emprendido: es el famoso tocar fondo para así resurgir, mito básico de la ideología melodramática. Si la fatalidad genera la esperanza como reacción, ésta se nutre a su vez de aquella, que le da una masa en la que poner las manos y, por el precio de una culpa relativa, un punto de llegada en consonancia con el de partida donde se abrió el abismo. Es decir que alguien, o algo, espera a su vez allí adonde se dirige la esperanza. Un régimen económico: fatalidad y esperanza, garantía y crédito. La cuestionada pasividad del “lector-hembra” no es indiferencia, sino la sostenida manifestación de un deseo: “que se cumpla en mí lo escrito”, ese escrito garantizado, puesto que preexiste a la lectura, pero que, necesitado de invertirse, abre a la vez un crédito. La recuperación de esa inversión es la otra cara del cumplimiento de la oferta hecha al lector y es esta reunión del envite con el retorno, del punto de partida con el de llegada, del principio con el fin, necesario para que la maniobra sea completa, el que exige a la historia novelada una demostrable unidad. El lector hembra se hace eco de esta exigencia, contestada por el “estallido del texto”, emblema de la literatura de vanguardia, al menos durante el siglo XX, dirigido justamente no tanto contra el cumplimiento como contra la garantía por una exigencia más extrema: la de invertir también ese capital, el garantizado, para provocar una ganancia precisamente inestimable. Demasiado riesgo, y no están los tiempos, en la actualidad, como para ello. Sin embargo, hay una posible interpretación del conservadurismo del lector de novelas que da de él o de ella una imagen mejor que la del explotador de un imaginario cerrado. Garantía y crédito, fatalidad y esperanza: si en la ficción, en el fondo, se trata siempre de los avatares de la verdad, esa verdad garantizada que supone la fatalidad es lo que se invierte al comienzo con la puesta en marcha del mecanismo ficticio. Por el momento, mientras la máquina trabaja, esa verdad se ha perdido y buscarla es lo que se llama leer, por más ingenua y entregadamente que se lo haga. Pero buscar es ser desgraciado, ya que supone que se está determinado por alguna pérdida más que por cualquier otro estímulo: ésta es la marca de la fatalidad, que suelen llevar sobre su espalda los protagonistas y otros personajes a lo largo de todo el proceso narrativo desencadenado por ese traspié. Pero buscar, a la vez, es trascender esta condición, ya que el que busca lo hace con la esperanza de encontrar y, siendo así, casi vive en la fe, si no lo hace directamente, de que aquello que busca existe: como el lector que encuentra en la ficción lo que falta en la realidad, aunque en ella existe al menos como lenguaje o figuración. Lo que suele ocurrir en las historias que aspiran a transmitir algo como el valor de la experiencia –y, después de todo, narrar casos particulares no es otra cosa ya que, de otro modo, bastaría con las nociones generales- es que aquello que se busca no se encuentra, pues viene a ser algo así como un fragmento de paraíso, perdido por definición, pero en cambio lo que permite salir adelante y alcanzar la meta es otra cosa real y terrena que, elevada a esencial por el hallazgo de que es objeto, sustituye eficazmente lo perdido. Si el personaje hallara en cambio exactamente lo que busca, tal vez no lograría otra cosa que quedar para siempre atrapado en la búsqueda, fijado a esa pérdida para hundirse con ella, pues todo se pierde si no se transforma. La fábula, repetida en su estructura, parecerá gastada, pero cada lector que ocasionalmente extrae alguna inesperada moraleja para su uso personal de estos entretenimientos puede decirse, con el cierre del ejercicio, que algo ha ganado en su tímida apuesta, que su lectura, como antes se decía, ha sido provechosa.

2014

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

La adicción de Madame Bovary

Una especie de convalecencia

Si Madame Bovary rechazaba el mundo refugiándose en una novela rosa, un mundo vuelto novela de todos los géneros y colores por todos los medios en continuado, donde los cómicos no llegan ni se van sino que ocupan el espacio vacío sin cesar, lleva la alienación al grado más alto y convierte el problema en solución. Vivir con la enfermedad: durante el siglo veinte, la acumulación de objetos típica de la decoración del siglo diecinueve, que agredía al vacío como queriendo hacerle padecer el supuesto horror o aborrecimiento que por él sentía la naturaleza, cuya imponente profusión aquella estética procuraba heredar o imitar, hizo estallar las paredes de las casas para instalarse por doquier en la ciudad, progresivamente cubierta a partir de entonces de chucherías y piezas de arte o, mejor dicho, diseño, seleccionadas sin embargo de entre un pajar en proporción al cual cada una de ellas no es sino la tan mentada aguja, o una de tantas. Hubo también una vanguardia que procuró despojar tal escenario, ya en el teatro o en las artes plásticas, entre otros terrenos, recuperando el vacío por sustracción o hasta por desesperadas tablas rasas, pero la enorme proliferación de la imitación y la producción en serie, de la repetición del modelo y sus variaciones, desborda el pensamiento y a partir de los 80, rota toda idea de revolución, la acumulación y circulación no sólo de mercaderías sino también de información, de lo abstracto concretizado, no hace más que acelerarse en exacta proporción a la pérdida de espacio y por consiguiente de diferenciación entre los distintos acontecimientos posibles. Hasta el minimalismo prolifera y multiplica sus ejemplos, abigarrando el conjunto, mientras sueña con un “decrecimiento” general que traería el ansiado sosiego. Y a la vez, por todas partes, como al agua bajo la superficie de una capa de hielo fino, se siente el aborrecido vacío, sólo que a éste no es al parecer la naturaleza quien lo teme, sino el espíritu. O los espíritus, temerosos de no ser sino ilusiones de la carne. Nietzsche: “Quien tiene por qué vivir tolera casi cualquier cómo.” Pero es por la pendiente opuesta que el mundo ha rodado.

Una especie de epidemia

Programa: desarrollar la idea, o la metáfora, de la “metástasis”, a través de los medios de comunicación masiva, del “cáncer” que afecta a los sucesores, por más inconscientes que éstos puedan ser, de Madame Bovary, primera adicta moderna a la ficción, corroyendo su conciencia y su mundo. “La naturaleza aborrece el vacío”: calumnia sostenida por la usurpación del viejo entorno a manos de una industria que procura ocupar su lugar y someterlo a su programa, según el cual los productos vendrían a ser tan “amigos” como “enemigo” es el vacío. Pero, como bien ha escrito Philippe Sollers en un viejo libro suyo muy poco leído, el maoísta Sobre el materialismo (1974), “no es la naturaleza sino la representación la que aborrece el vacío”. Justamente, ese vacío que procuran ocupar en continuado tanto los medios de comunicación como la industria del entretenimiento y que es en sí la interrupción misma de todo continuado. Tarea crítica: producir efectivamente el vacío, el corte, el intervalo, por lo cual no debe sorprendernos que en nuestra época, encantada de sustituirla con toda clase de publicidades y promociones, brille por su ausencia. La crítica, que introducía el vacío entre las cosas y permitía así distinguirlas, discernir, desoída ha pasado a encarnarlo; se hace oír en el vacío, como aquél que clamaba en el desierto, y a su vez manifiesta ese vacío, inabordable para todo aquel que no quiere que exista. Esa dependencia de un deseo es el que hace de la crítica un espacio de libertad.  

El estilo de una industria

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El difícil arte de convertir letras en números

Narrativa por objetivos, o narrativa orientada a resultados: es la de la literatura profesional, producida por escritores que asumen un oficio para lectores que conforman un público, entre los que median los editores y otros comunicadores de la cultura ocupados en hacer circular, independientemente de si cada estilo o género avanza por su carril o canal de distribución o lo hacen todos confundidos por la misma avenida o galería comercial tan larga como ancha que los reúne lo quieran o no, los relatos ficticios o documentados que compiten por la atención, fatalmente más limitada en sus dimensiones que la capacidad de producción de sus solicitantes, de un número de consumidores a la vez cada vez más elevado y menos suficiente no ya para colmar las expectativas, sino al menos satisfacer los compromisos contraídos por los inversores dedicados a esta área de negocio. ¿Malos tiempos para la lírica? Y también para la épica, la comedia, la tragedia… Sin embargo, como debe el espectáculo, también la actividad en bambalinas continúa y el catálogo del lector universal agrega títulos. Los buenos tiempos formaron parte del mismo proceso del que pareciera que sólo la presunción de artista quiere excluirse. Pues si éste desea conservar su estatuto de rara avis en cualquier período histórico en el que se encuentre, la corriente del tiempo navegable por la técnica y el comercio empuja en otra dirección y no se nutre ni medianamente tanto de la excepción como de la regla bien fijada por el modelo que ha de servir de matriz y los obreros que la aplicarán. De acuerdo con sus principios, lo aprendido en cada nuevo experimento ha de servir para disminuir los riesgos del siguiente: a eso se llama ganar terreno. Con lo que es natural, para esta naturaleza, considerar un progreso la adecuación de la oferta a la demanda y un ideal su plena identificación mutua, incluida la necesaria premisa consistente en la previsibilidad del gusto del respetable en función de un patrón racional que le sea desconocido o indiferente. La audacia de los pioneros, al ser premiada por el éxito, suele volverse en retrospectiva la avanzada de una fase de consolidación durante la cual es la sensatez la que va haciéndose con el poder de tomar decisiones y marcar el rumbo. Prudencia y ambición equilibradas logran definir la moderada medianía que sin prisa ni pausa por un tiempo civiliza el territorio ya no virgen, sino medido y colonizado por unos valores cuyo respeto y repetida aplicación se traduce en un producto tan intangible como invaluable: la estandarización, un modo de hacer y un criterio práctico siempre activo cuyos aciertos pueden apreciarse casi de inmediato en la creciente extensión de su ejemplo e influencia. Para los productores de lo que sea, contra la impaciente visión del inquieto creador o del crítico exigente, prontos a acusar de monotonía o conformismo a cuanta cosa logre imponerse por la vía nunca desierta de la repetición y la acumulación, el previsto pero siempre demorado afianzamiento de una predilección o tendencia por parte de unos consumidores sedientos de concentración pero dados a la dispersión por lo desigual de sus circunstancias saluda su buen hacer y confirma el acierto del camino emprendido: en la misma medida en la que un horizonte se afirma, declinando entonces desde la terminal que representa la serie de estaciones que a él conduce, se hace posible planificar con certidumbre y llevar a cabo lo planeado con un grado de inexorabilidad suficiente como para conducir a la desesperación a los originales de turno. Así se construyen las sociedades, anónimas o civiles, y así se organiza el trabajo, con su cadena de mandos y de tareas sucesivas necesarias para la producción. Y el tipo de mentalidad que lo dirige tiene también su narrativa, en la que a pesar de la función de entretenimiento –u organización del ocio- que cumple, nada debe ser gratuito: al contrario, en ella hasta el más cerrado enigma se apoya en una motivación plausible aun si para ello es necesario recurrir a lo sobrenatural y los personajes, por más desorientados que se vean, se mueven siempre en la firme dirección determinada por la pendiente o la ley de gravedad que vincula cada consecuencia a una causa identificable. Lo que se invierte en el planteo ha de crecer en el nudo y recuperarse en el desenlace con un saldo positivo y, en el caso de que haga falta para obtener un balance equilibrado y libre de deudas, vale decir, sin cabos sueltos, se procederá al correspondiente arqueo de caja que en literatura suele llamarse epílogo. La expectativa ha de ser satisfecha, como la abierta por un llamado que, si no acierta a ofrecer una compensación suficiente a la atención solicitada, será por lo menos en retrospectiva despreciado por ésta, y los índices de satisfacción podrán medirse por la reincidencia pronta o tardía en la adquisición de los productos singularizados por una marca, firma o sello. ¿Razón pragmática, utilitaria, burguesa? El triunfo de la novela y su instalación como corriente mayoritaria de la literatura hasta la reducción de otros géneros a una posición prácticamente marginal en el reconocimiento del público coincide, efectivamente, con el ascenso de la burguesía a protagonista y modeladora del mundo en el que han nacido las últimas ocho o diez generaciones de lectores. La novela mayoritariamente leída es novela burguesa o como mínimo de origen burgués. ¿Pero siempre existirá una burguesía? Jean-Claude Milner, en su libro El salario del ideal, de 1997, propone la eventual extinción de la burguesía en el caso de que se demuestre que las sociedades capitalistas no burguesas son tan viables como las burguesas, ya que en ellas no se justificaría el costo implícito en el estilo de vida burgués: “La izquierda habla de mantener un precio decente del trabajo; la burguesía entiende por ello la promesa de mantener lo que la hace vivir, a ella y sólo a ella: la posibilidad de que el trabajo burgués se pague mejor de lo que vale en el mercado. En calidad de partido de los asalariados, la izquierda se convierte en el partido del sobresalario y, por la misma razón, en el partido de la burguesía históricamente consciente. La socialdemocracia deja de aparecer como un medio de tratar la cuestión política y social en términos más equitativos, pero aparece como el único medio eficaz de salvar a la burguesía de la ley férrea del capital.” Los procesos históricos son largos y más conflictivos aún que el desarrollo de planes de negocio pero, si tal mundo adviene, ¿habrá en él alguien dispuesto a pagar lo que un novelista formado consideraría rentable para realizar su trabajo?

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Crítica en trance

En el comienzo era el ritmo
En el comienzo era el ritmo

El pensamiento en la ficción de género es el examen crítico de sus convenciones. Su solo uso es acatamiento, aceptación del orden evidente en esas convenciones aunque el contenido de la ficción parezca crítico. Wittgenstein decía que para entender una expresión no había que interrogarse a propósito de su significado, sino de su uso. Julia Kristeva observó cómo, en la poesía llamada de vanguardia, el goce no reside en el uso del lenguaje, sino en su transformación. El gobierno diestro de las convenciones según las cuales las máscaras circulan, aunque se ignore su lógica o más bien el fundamento de ésta, es lo que hace de los autores de ficciones comerciales profesionales con un oficio y señala sus límites, pues lo que no pueden manejar lo ignoran, como tiende a hacer todo poder. Esa visión paranoica adecuada a la vertiginosa circulación de estereotipos que caracteriza a la época, incapaz de ver cara alguna a causa de su obsesión por las máscaras, es lo que permite al autor comercial ser un profesional y lo salva, a menudo a pesar suyo, de ser un artista, como esos que suelen ser objetos de su recelo. La cultura del entretenimiento es el culto al pasatiempo, que obviamente no resiste mucho tiempo culto alguno. Del arte como trascendencia al arte menos perdurable que los mortales hay la distancia que procura cubrir cada día más veces el circuito de las celebridades, pero su paso no deja en las circunvoluciones del cerebro más huella que la garza en el agua al rozarla en su vuelo. La fama ofende la memoria. Recuerdo mucho que ha sido olvidado y lo que en cambio ahora recibe atención me parece robársela a lo que la merece. Librerías de viejo: volúmenes arrojados a la corriente del tiempo y no alojados en la ilusoria eternidad de las reediciones triunfales. Primeras ediciones de bolsillo contra el concepto Biblioteca de Autor. Por una literatura sin nombres propios. Aversión a los inicios con gancho, con anzuelo para el lector desprevenido. También tiendo a apartar la mirada de lo que insiste en llamar la atención. Preferencia por el establecimiento brutal de situaciones. Disgusto por el uso comercial de la provocación: lo que sembró el surrealismo lo cosecha la publicidad. La ficción es un rodeo. Pero no hay modo de llegar a ningún lado en este mundo o fuera de él sin dar alguno, por la forma triangular de sus procesos que impone pasar por B para llegar a C sin que haya posibilidad alguna de acceder allí como Colón, haciendo el camino a la inversa, pues el tiempo es lineal para nosotros y en su recta retroceder no nos es dado. La ausencia de ideas suele confundirse con la realidad, donde desde ese punto de vista las ideas estarían de más, pero el reproche al intelecto por complicar lo que procura aclarar al iluminarlo no es más que una calumnia de propietarios empeñados en ocultar mejor su botín: pues hace falta quien lo investigue para que un homicidio llegue a crimen. Y sostener en la vida lo que se sostiene en el arte es muy difícil: ¿dónde está el que no tropieza en ese escalón, el pasaje del ensayo al estreno, por donde se regresa de la proyección al infinito a la estadía en un cuerpo entre otros, expuesto como antes a las mismas circunstancias cuya representación ofrece un destilado mucho más asimilable? Resbalón, repetida caída, eterno retorno cumplido cada día, cuando querríamos ser capaces de dar la vida entera, según decía Rimbaud saber hacerlo, en la primera persona de un plural tan desconocido como ignoto es para su prójimo quien sea que ha dictado las palabras que éste acaba de leer.

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Un héroe de nuestro tiempo

Meet Jack Reacher
Meet Jack Reacher

En una reciente edición de un importante matutino barcelonés, con motivo de la visita a la ciudad del padre de la criatura, premio RBA de Novela Negra 2014, el periodista Luis Benvenuty nos lo describe impecablemente: Jack Reacher, el temible pero irresistible protagonista de las novelas de Lee Child, el autor en cuestión, es “hijo de militar, nacido en una base militar, harto de todo eso. Ahora es un outsider, un vagabundo con estilo que vive al margen del sistema que protege, como un ronin, como un llanero solitario, como un desterrado soldado de fortuna. Está enganchado a la cafeína, le encanta el blues, habla varios idiomas, es experto en la interpretación del lenguaje corporal y reparte bofetadas a dos manos como nadie. Siempre acaba pringado en los casos más turbios. Sus antiguos jefes lo llaman cuando ya no saben a quién recurrir. Su férreo código moral le (lo, corrijo, cansado de este hábito peninsular) obliga a aceptar los encargos.” Todo un kit de carácter autosuficiente en unas pocas líneas, con todos los atributos necesarios implícitos en las consecuencias de estos planteos, a tal punto que casi no hace falta leer la novela para imaginar al héroe. Sus poderes ya están desplegados y sus debilidades expuestas. Sólo falta echarlo a andar por alguna de las numerosas pistas delictivas que, como caminos de circunvalación alrededor de la urbana sociedad comunicada que estrangulan con su lazo, se ofrecen a los inquietos pies del desarraigado campeón de la justicia contemporáneo y la novela estará servida. Bueno, luego habrá que degustarla y ya dirá el lector a qué le sabe, si después de comer tiene ganas de hablar, pero en principio he aquí la receta.

Detrás de un vidrio oscuro
Detrás de un vidrio oscuro

Lo que no quiere decir que cualquiera sea capaz de convertirla en un plato. Pero sí que existe aquí, como en cualquier otra creación de género, una visión que preexiste a la apertura del ojo, o una ventana –los marcos del género- que limita a la vez que encuadra la percepción de la realidad que por otra parte, cuando se aspira a algo más que el entretenimiento, como es el caso, se procura describir o aun denunciar. Una especie de ideología, no del todo consciente, adscripta al género del que cada vez se trate, que coloca entre el autor o el lector, en este esquema del mismo lado, y el mundo, todo lo que es el caso según Wittgenstein, un cristal no sólo trabajado por el empeño de cada autor particular, como ocurre en toda creación o interpretación, sino prefabricado por la serie de supuestos que permiten constituir y reconocer un género, y que funcionan en el interior de éste como verdades o verdad del viejo mundo así vestido para la ocasión. En esto hay un paralelo entre la antigua ficción comprometida y la ficción de género que predomina actualmente, lo que puede achacarse al triunfo del capitalismo, pero en cambio la ilusión de cambiar un mundo injusto, con lo que implica de acción sobre él, se opone perpendicularmente a la de evadirse una y otra vez de sus garras, imposibles de limar si no es por los buenos sentimientos.

El padre de la criatura
El padre de la criatura

Por eso, cuando el escritor, Lee Child en este caso, como representante de un género declara: “La novela negra es el último refugio de la novela realista social”, lo que cabe es preguntarse por qué el público no quiere salir de ese refugio, habida cuenta de que también para autores y editores representa el mayor margen de seguridad, como género favorito por el mayor número de lectores de ficción por sobre toda otra alternativa, experimental o no. El crimen nunca muere, al parecer, y no deja de ser paradójico el que la certeza, tanto la del autor como la del editor o la del lector, se busque de ese lado. Me cito: “Por el triste camino que conduce de una víctima a un culpable peregrinan miles de lectores cada año: es el éxito de la novela negra. ¿Morbo o ansia de justicia? Morbo de justicia.” Lo que ya cae muy cerca de la sed de venganza, un tópico predilecto en el mundo del espectáculo desde los ya lejanos tiempos de Electra, la isabelina Tragedia del vengador y el más famoso Conde de Montecristo. El tipo de ansia justiciera al que nada podría satisfacer más ni mejor que una “licencia para matar”, como ésa de la que goza el mil veces reciclado agente 007, de cuya mano volvemos a desembocar sobre las huellas de nuestro buen Jack Reacher, flamante epígono suyo.

An Englishman in New York
An Englishman in New York

Puede decirse de cualquier género que tiene algo de espectáculo en continuado, en el que cada aventura termina para repetirse como variación, o de parque de atracciones o, más a la moda, parque temático, donde coinciden los fenómenos característicos de un ambiente o de cualquier imaginario, transformados en otras tantos entretenimientos o piezas del conjunto por el que el visitante puede pasearse durante tanto tiempo como sea capaz de consumir. Bajo el paraguas de la novela negra, la novela social realista, por más desalentadora o amenazante que sea o se pinte esa realidad, puede ser entonces a su vez un refugio frente al desasosiego que espera al lector más allá de ese imaginario cuyas coordenadas es capaz de interpretar sin cambiar de posición. ¿Qué defiende el imaginario de la “novela social realista”, encarnada en nuestro agónico momento editorial por la novela negra? Una ilusión, como cualquier otro teatro: la ilusión no tanto de que el mundo exista sino, más bien, de que no sea sino una sociedad, la nuestra, es decir, la sociedad, con la perspectiva de sueño o pesadilla según como se mire de que esa sociedad consume por fin la sustitución del mundo, que no nos habla en nuestros términos, por ella misma, que no hace sino comunicar, comunicarse a través de nosotros. Humanización de la tierra a base de crímenes, ya que ésa es la materia de la novela negra en todas sus variantes, en la que el detective y el criminal fatalmente representan no tanto antagonistas como la mano de cal y la mano de arena necesarias para levantar y sostener el edificio por cuyo control disputan sin poder prescindir uno de otro. Rizado el rizo por la imposibilidad, en consecuencia, de un juicio final, queda completo y cerrado el simulacro de eternidad implícito en todo mito y la historia puede repetirse tanto como se quiera sin que sea posible decidir si obedece a una bendición o a una maldición.

Un hombre en la carretera
Un hombre en la carretera

En ese espacio jamás colmado, que gira como la rueda impulsada por las patitas de la rata en fuga, no hay justicia que pueda satisfacernos y la sed, de justicia precisamente, requiere un licor o un refresco cada vez más fuerte o más grato. Excluido el juicio final por el simulacro respiramos aliviados, pero igualmente excluida queda la posibilidad de una plena inocencia. Lo que no quería aceptar el señor K, pero es en cambio la base de todo acuerdo celebrado entre partes en conflicto cuando no media una instancia superior. Sobre esta presunción se edifica el consenso y un mínimo consenso es necesario para constituir un público, aunque para cada una de las partes que lo componen queda pendiente un margen de insatisfacción gracias al cual una nueva aventura, una nueva variación respecto a lo acordado podrá hallar sitio. No nos satisface la justicia posible, ya que ésta depende del poder vigente, y por eso buscamos satisfacción en la venganza justamente imposible, que por eso se cumple en la ficción. Nos expresamos por impotencia, por no poder en cambio hacer aquello a lo que aspiramos, lo cual depende de que, además de concebible, sea realizable con los medios con los que contemos. El hombre, como decía Hölderlin, es un rey (o un héroe) cuando sueña, pero no necesariamente un mendigo cuando piensa, sino cuando vela. Sin embargo, es raro soñar –dormido y no despierto- que se es un héroe, mientras que es muy habitual soñarse como víctima.

La estrella y el autor
La estrella y el autor

Lee Child, autor de best sellers y flamante premio de novela, era guionista en la televisión inglesa cuando, por motivos completamente ajenos a la calidad de su trabajo, fue despedido hace muchos años de Granada TV, un excelente canal que como tantos otros productores de excelencias debió sucumbir a su hora a complejos intereses económicos cuyos beneficios jamás conoceremos. Como no fue el único que perdió un buen trabajo en esa oportunidad, la experiencia le sirvió para advertir la dimensión social de su despido, junto con el sentimiento de rabia compartida ante una prepotente decisión unilateral que, como el destino encarnado en un camello ciego del cuento de Borges, era «fuerte, torpe», aunque no «inocente», pero sí «inhumana». De su carrera posterior, bendecida por la coincidencia entre el mérito personal y el reconocimiento de los otros, puede deducirse no sólo la misma moraleja que daba título a una película de Jerzy Skolimowski, EL ÉXITO ES LA MEJOR REVANCHA, sino también que la justicia viable en el sistema no es sino la rabia convertida en éxito gracias a la identificación de terceros con su expresión o con su vehículo, en este caso el indestructible Jack Reacher, tan duro como el feo mundo que lo hizo nacer.

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Cabalgando el río mecánico

En el curso del tiempo
En el curso del tiempo

Campos arados. A lo largo de dos siglos vanguardias y modas se sucedieron devorándose unas a otras como si siempre hubiera un más allá y el manantial nunca fuera a secarse. Pero hacia fines de la segunda centuria las agotadas corrientes fueron quedando una junto a otra varadas al descubierto en la playa definitivamente horizontal de la actualidad, meseta en continuado cuya circunferencia, como es lógico al faltar el centro, puede encontrarse en todas partes. Yo nací en el último segmento de esa recta, durante un período de fiebre que, como toda culminación, anunciaba a las espaldas de los precipitados hacia el porvenir la caída, la desembocadura del río crecido en el mar de siempre o el callejón sin salida inminente a partir de cuyo fondo sólo cabría dar marcha atrás, recoger lo caído, la restauración por vacío de poder de cuanto se había considerado decapitado. De ahí la costumbre, para quien creció y recibió su formación, aunque ésta sea autodidacta, en aquel tiempo, de esperar y exigir la novedad, el valor agregado que cada muestra de creatividad debería lucir para entrar y ser tolerada en su muy personal canon. Ideas típicas de períodos de abundancia, aunque el joven crítico de entonces, por inexperiencia de otras épocas con las que comparar, fuera incapaz de darse cuenta. Noción a la que debe el hábito, sostenido ya durante décadas, tanto de una decepción regular como de un relativo desdén a propósito de la sucesiva acumulación de variaciones en que a sus ojos consiste la producción de su era de epígonos. Pero esas variaciones, con su desarrollo lateral en lugar de frontal, es decir, sin avance pero con presencia, tienen su valor, así como tiene también significado que él, en su impaciencia, se negara a reconocerlo. Pues no es bueno abandonar la tierra conquistada, aunque alcanzado un horizonte esto indique labrar una y otra vez los mismos surcos, que no son para la codicia sino filones pasibles de explotación. Otra función de la estética: conservar las verdades ya descubiertas ante los ojos de todos, para que cada nuevo argumento nihilista tenga un punto de comparación. Cuando la estrella del camino palidece, es la tierra de la que venimos y sigue bajo nuestros pies la que nos da una patria en común, donde enseguida reconocemos a voluntarios y veteranos: no cualquiera forma parte de este plural en primera persona.

Campo de fuerza. El dinero es la llave de los objetos: abre paso hacia la nada en su interior y al atravesarlos se desvanece en esa nada como crédito.

Here comes everybody
Here comes everybody

Viruta de taller. El pensamiento en la ficción de género es el examen crítico de sus convenciones. Su solo uso es acatamiento, aceptación del orden evidente en esas convenciones aunque el contenido de la ficción parezca crítico. Wittgenstein decía que para entender una expresión no había que interrogarse a propósito de su significado, sino de su uso. Julia Kristeva observó cómo, en la poesía llamada de vanguardia, el goce no está en el uso del lenguaje, sino en su transformación. El gobierno diestro de las convenciones según las cuales las máscaras circulan, aunque se ignore su lógica o más bien el fundamento de ésta, es lo que hace de los autores de ficciones comerciales profesionales con un oficio y señala sus límites, pues lo que no pueden manejar lo ignoran, como tiende a hacer todo poder. Esa visión paranoica adecuada a la vertiginosa circulación de estereotipos que caracteriza a la época, incapaz de ver cara alguna a causa de su obsesión por las máscaras, es lo que permite al autor comercial ser un profesional y lo salva, a menudo a pesar suyo, de ser un artista, como esos que suelen ser objetos de su recelo. La cultura del entretenimiento es el culto al pasatiempo, que obviamente no resiste mucho tiempo culto alguno. Del arte como trascendencia al arte menos perdurable que los mortales hay la distancia que procura cubrir cada día más veces el circuito de las celebridades, pero su paso no deja en las circunvoluciones del cerebro más huella que la garza en el agua al rozarla en su vuelo. La fama ofende la memoria. Recuerdo mucho que ha sido olvidado y lo que en cambio ahora recibe atención me parece robársela a lo que la merece. Librerías de viejo: volúmenes arrojados a la corriente del tiempo y no alojados en la ilusoria eternidad de las reediciones triunfales. Primeras ediciones de bolsillo contra el concepto Biblioteca de Autor. Por una literatura sin nombres propios. Aversión a los inicios con gancho, con anzuelo para el lector desprevenido (también tiendo a apartar la mirada de lo que insiste en llamar la atención). Preferencia por el establecimiento brutal de situaciones. Disgusto por el uso comercial de la provocación: lo que sembró el surrealismo lo cosecha la publicidad. La ficción es un rodeo. Pero no hay modo de llegar a ningún lado en este mundo o fuera de él sin dar alguno, por la forma triangular de sus procesos que impone pasar por B para llegar a C sin que haya posibilidad alguna de acceder allí como Colón, haciendo el camino a la inversa,  pues el tiempo es lineal para nosotros y en su recta retroceder no nos es dado. La ausencia de ideas suele confundirse con la realidad, donde desde ese punto de vista las ideas estarían de más, pero el reproche al intelecto por complicar lo que procura aclarar al llamar la atención sobre ello no es más que una calumnia de propietarios empeñados en ocultar mejor su botín: para que un homicidio llegue a crimen hace falta que alguien lo investigue. Y sostener en la vida lo que se sostiene en el arte es muy difícil: ¿quién no tropieza en ese escalón, el pasaje del ensayo al estreno, y, sobre todo, el regreso de la proyección al infinito a la estadía en un cuerpo entre otros, expuesto a las mismas circunstancias cuya representación ofrece un destilado mucho más asimilable? Resbalón, caída repetida, eterno retorno cumplido cada día cuando querríamos ser capaces de dar la vida entera, según decía Rimbaud saber hacerlo en la primera persona de un plural tan desconocido como ignoto es para su prójimo quien ha dictado las palabras que éste acaba de leer.

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Ensayos de redención

Deseo y transfiguración
Deseo y transfiguración

Lo normal no es crear, sino imitar y reproducir. Sólo con fines publicitarios se da al producto de estos actos el nombre de creación. Pero no es malo llevarlos a cabo y en general deberían bastar para satisfacernos. Crear, producir, desbordar el molde son excesos necesarios no tanto para el presente individual como para el futuro común, para renovar lo que se agota. Lo que cuenta en este ejercicio de imitación y reproducción que eventualmente da lugar a la creación, en cambio, es cómo el que narra o exhibe se apropia en ese momento de una experiencia que, cuando la vivió, no alcanzó a ser plenamente suya, lo que ahora intenta corregir o completar accediendo a la autoría desde la interpretación, aficionada o profesional. Ensayos de redención:reconocer en lo anecdótico una fuente de identidad y hacer historia del accidente, destino de lo casual. También ensayo como simulacro: no enderezar el error ni volver atrás contra el tiempo, sino dar a oír lo que de ese modo tal vez se atraiga sobre sí. Dice Borges que dice Spinoza que todas las cosas quieren perseverar en su ser: el tigre como tigre, la piedra como piedra y así sucesivamente. Pero también se registra desde la antigüedad el deseo contrario: las metamorfosis, como llamó Ovidio a su obra, son uno de los motivos más recurrentes en los mitos de todos los pueblos. Nadar y guardar la ropa es lo propio del hombre, que vuelve a dividirse para condenar él mismo esa actitud. Sin embargo, no por eso deja de querer la salvación, de aspirar a la transformación definitiva que culmine el proceso, defina su imagen, cristalice en algo que también le gustaría firmar. Detrás de cada pequeña anécdota a través de la que cualquiera se representa ante sus semejantes, late esta loca esperanza de transfiguración para la que cada mortal, como un actor, se prepara.

La boca de la verdad
La boca de la verdad

Detectives. El secreto del mundo del delito es su falta de misterio, conclusión decepcionante a la que llega cada detective después de atravesar los no infinitos velos que los novelistas tienden en su afán de desenmascarar oportunamente la corrupción, la injusticia, la impunidad y otras causas. El crimen de pasión, que Stendhal distinguía del crimen de interés, “le crime plat”, chato, no tiene en cambio un mundo propio ni mucho menos organizado, sino que irrumpe en éste con su abrupta luz de abismo y el rayo que filtra por la herida abierta alumbra otro paisaje, no menos sórdido pero al menos imposible de habitar, donde nada conduce a la prosperidad ni a su justificación: ésa es su prueba de verdad, cuyo silencio es tan inaccesible al soborno como al sentido común.   

Línea de sombra. Así como el mundo del orden tiende a un aburrimiento mortífero, el del desorden tiende a ser estéril. Por algo Brecht señalaba que lo difícil es hacer interesante la producción. El mundo deviene sueño y el sueño deviene mundo, escribió Novalis, pero no vivió lo suficiente como para despertar en la mitad inmóvil del camino. Desde allí, ese devenir parece dividirse y tender no ya a la transformación ni a la fusión sino, al contrario, abrirse en dos direcciones desde el principio opuestas pero ahora cada vez más lejanas. La cinta de Moebius gana un lado y pierde su nombre: el mundo persevera como mundo y el sueño como sueño. Pero, si uno y otro prosiguen, quizás sea porque la cruza ya se ha dado en el período anterior, cuando cada parte perseguía su quimera. Concebida ya su descendencia, como esas especies animales cuyos machos y hembras se mezclan sólo en épocas de apareamiento, poco les queda después que decirse y dejan de buscarse el uno en el otro. El mundo es el orden y el sueño el desorden en este ejemplo, pero en otro anudamiento bien podría ser que la correspondencia se invirtiera. Lo que basta para demostrar que no hay destino de unión entre estos polos, sino un juego de combinaciones puesto al servicio de la duración. Breve memoria y fugaz impresión de realidad por nuestra parte, que con mínimas variables la indivisa corriente regular sortea de una generación a otra.

El comienzo del terror
El comienzo del terror

Pasatiempo. Como narración, la novela es la distancia más larga imaginable entre dos puntos y por eso es buen modelo para todo relato, en página, escena o pantalla, que se proponga como entretenimiento. El desenlace ideal se demorará tanto como para que los sucesivos chutes aplicados con cada punto suspensivo hayan creado adicción, de manera que al llegar a la meta falte el tiempo para lanzarse sobre la primera mayúscula que se encuentre. La historia puede que cambie, pero en uno u otro soporte la lectura seguirá siendo la misma.

Lo eterno y lo efímero. Es conmovedor, a pesar de la tentación de sentirse superior sólo porque se mira el conjunto desde la altura de su posteridad, cuando ya sus circunstancias han sido superadas, advertir en las contratapas y solapas de libros impresos décadas atrás cómo se mezclan, indisolublemente entrelazados dentro de las mismas frases, el estilo o la retórica de una época y el sentido de las observaciones que pudieron hacerse certeramente desde una posición hoy impensable o imposible de alcanzar y menos aún de sostener. Verdades que en lugar de arraigar en la tierra corruptible debieron esfumarse en el mismo cielo que brilla hoy sobre nosotros, hojas amarillas de un pensamiento alcanzado por el otoño, crepitando aún bajo el fuego feroz que ellas mismas ayudaron a encender. Lo eterno en su apariencia más frágil: eso es lo que Godard decía querer captar con su cámara. Y, como en esas imágenes de gente vestida a la moda de su época, animada por un entorno desaparecido, también en estas letras sorprendidas por el flâneur que, cualquier domingo, las levanta de su espera sobre la mesa de saldos del puesto de turno bajo el sol del parque, de vegetación cambiante, se enturbian mutuamente la agotada cotidianeidad y el relámpago que atraviesa el tiempo, fatalmente discernibles para quien ya no se encuentra allí, mostrando juntas la agonía y la resurrección.

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El pensamiento como espectáculo

El sueño de la razón
El sueño de la razón

El truco de Sherlock Holmes no deja de ser similar, después de todo, al de los videntes y adivinadores en las ferias, cuya “estructura” es la misma: afirmación de una verdad comprobable cuyo acceso según toda evidencia estaría vedado al adivino, asombro casi escandalizado de la audiencia ante el desafío así lanzado a la discreción y la perspicacia comunes e incredulidad maravillada ante el poder de penetración demostrado cuando el sujeto de la revelación se reconoce y lo admite ante los otros; a lo que Sherlock agrega un bonus muy de nuestros días, que consiste en el making of de su acierto, es decir, la exposición paso a paso del razonamiento que ha sido lo bastante vertiginoso como para no ser percibido ni siquiera imaginado por quienes aún no lo conocen. Lo curioso es que a pesar de esta insistencia en el poder de la razón, más adelante, en la polémica sobre el espiritismo del que tanto él como el famoso mago fueron adeptos, aunque este último pronto daría un giro en redondo, Conan Doyle llegara a enemistarse con Houdini al demostrar éste incontestablemente cómo los médiums y espiritistas no eran menos ilusionistas que él mismo. Si pensamos en cómo, a pesar del éxito obtenido con Holmes después de no pocos intentos fallidos, su creador decidió deshacerse de él porque “estaba gastando su mente”, en el abismo al que lo arrojó con su archienemigo el profesor Moriarty por más que después se viera forzado a rescatarlo, ¿no cabe imaginar a Conan Doyle presa de un pascaliano estremecimiento ante los espacios infinitos abiertos por la razón y sucumbiendo a la necesidad de poblarlos como fuera más allá de toda evidencia? Lo elemental no llegaría a convencerlo, podemos suponer, y el Dr. Conan Doyle necesitaría, por detrás del telón proporcionado por las proezas mentales de su detective, un espectáculo superior que resistiera a las explicaciones y le ofreciera el sosiego que no podía administrarse a sí mismo, aunque el entretenimiento que ofrecía a sus contemporáneos tuviera que continuar. 

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La vocación suspendida

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El editor es la estrella

Durante los últimos cuatro o cinco años, que en el futuro serán considerados como los primeros del siglo todavía, han ido apareciendo distintos testimonios de intelectuales o profesionales de la cultura abjurando en cierto modo de su vocación, aunque siempre dentro de cierta hipotética retrospectiva sujeta al modo subjuntivo, mediante el comentario de que en los tiempos actuales, tan distintos a aquellos en los que iniciaron su actividad, hace tres o cuatro o cinco décadas, en lugar de dedicarse a la edición o a la crítica, por ejemplo, preferirían tal vez hacer otra cosa. Declaraciones semejantes se le han oído a editores como Jorge Herralde, al cabo de una carrera que no es aventurado calificar de exitosa, pero también a muy reputados críticos cinematográficos tanto estadounidenses como británicos y europeos después de décadas de estudios de una disciplina tomada cada vez más en serio. Y eso, en mucho más de un caso, no sólo debido a la consabida y creciente presión del mercado del entretenimiento sobre las artes y el pensamiento, su producción y comunicación, sino también, lo que es más preocupante por el aguzado nihilismo que implica por parte de todas las partes, a causa de lo insatisfactorio de los objetos estéticos a considerar, es decir, los libros, las películas y demás creaciones en sí mismas, una tras otra en general demasiado poco estimulantes como para dedicar una carrera o una vida a su apreciación. Con este juicio sobre un número demasiado elevado de novelas, en especial primeras novelas, sometidas a su consideración justificada y fatalmente negativa, cerraba hace unos años, todavía antes de la crisis de ventas, una serie de colaboraciones en el suplemento Babelia del diario El País un crítico que para ese cese no argumentaba otro motivo que su propia expectativa una y otra vez defraudada. Los griegos vieron la muerte de la tragedia y el público londinense la decadencia del teatro isabelino, de modo que no habría por qué suponer que,  por el solo hecho de que el ingrato fenómeno vaya a ser contemporáneo nuestro,  al esplendor de un arte no pueda seguir su deslucimiento. Pero, aun teniendo en cuenta no sólo la aparición de numerosas editoriales independientes que dan fe de la existencia de nuevas vocaciones sino también la edad de la mayoría de los que declaran su falta de entusiasmo por el presente, tanto si es éste un período de mutación o de agonía, lo que resulta singular es la interrupción, aunque tal vacilación no dure más que un momento, interrumpido a su vez por la urgencia de los asuntos cotidianos, de la corriente de identificación habitualmente fuerte entre quienes se acercan al retiro y quienes se inician en una profesión, más allá de ocasionales diferencias ideológicas y de los obvios factores generacionales. Cabe interrogarse entonces acerca del temblor de una figura o de una silueta, de un ejemplo a seguir en el espejo donde cada profesional proyecta su carrera o a sí mismo, y de aquello que desdibuja su contorno, amenazando su forma. Y la primera respuesta que surge, aunque podrían darse otras, acerca el problema al de la literatura misma frente al imperio de la comunicación y el entretenimiento en el que hoy vive o sobrevive. Pues así como la exigencia de inmediatez impone un imaginario ya en circulación y una lengua bien masticada al diálogo supuesto entre autor y lector, el marketing estratégico homologa la actividad editorial al conjunto de las industrias y negocios dejando poco margen, en el cumplimiento de una función, a la expresión más personal de quien la ejerza, y con la misma política de empresa, lógicamente seguida por los lectores cuya forma de leer homologue lo adviertan o no la lectura a un consumo, se topará el crítico que al opinar olvide su rol forzoso de publicitario encubierto. Ya que éste, como los otros, no depende de su elección, sino de la capacidad de interpretación de los que accedan a sus distintas manifestaciones y de lo que puedan deducir de ellas: entre las cosas más fáciles de entender en nuestro mundo, aunque el mensaje no ponga el acento en ella, está la incitación a la compra. Marcas y nombres, en tal contexto, tienden a perder valor continuamente: como si ya no significaran lo que antaño, signos antes poderosos que ya nadie toma en serio. Y sin embargo, como señales, todavía determinan elecciones y actos, cada uno de poco valor tal vez, sobre todo en el fondo a ojos de quienes los realizan, pero de utilidad al ser aquél multiplicado por la cantidad de sus ejecutantes y repeticiones. A un nivel, es suficiente. Pero a otro, precisamente a ése donde las ideas de bien común y beneficio propio, si coinciden, pueden determinar una vocación y lanzar una carrera, no. Calidad y cantidad no equivalen. Los miles y millones de ejemplares vendidos o espectadores reunidos pueden dar una idea del éxito pero no de la realización, pues es en la diferencia entre oferta y demanda, no en la adecuación de una a la otra, que una identidad se expresa. ¿Narcisismo? En el peor de los casos. Todo lo contrario de los mejores, cuya excepción constituida en ejemplo, al romper el círculo de la entropía, abre para cada generación cuando menos un pequeño paso.

El gesto de Bogart
A la manera de Bogart

Vuelta adelante. La realización es una reintroducción del pasado en el futuro. La vocación, tanto más cuanto más clara, cuando por fin se manifiesta de manera positiva lo hace por lo general a través de una imagen que suscita la emulación, de un modelo cuya perfecta encarnación, por otra parte, ya se ha dado a ojos del que mira en un tiempo anterior, en la carrera, la obra o la figura del que querría para sí como predecesor que sin embargo ya ha consumado la tarea con su ejemplo. Para su tiempo. Quien siguiendo esas huellas busca un camino propio, y no ser la farsa de aquella tragedia, descubre pronto el aspecto trágico de su propia situación: la falta del contexto, histórico, social y político, en que la forma elegida como guía pudo trazar su contorno. Pero es justo esa falta la que le indica el vacío por el que puede avanzar, y sí: el presente suele ser árido. Pues mientras vamos hacia cada día siguiente preocupados por los frutos que el árbol todavía no da, lo que deseamos del mañana no es nada nuevo sino, aunque sea en secreto u olvidado, la resurrección, la redención, la revolución o aun la revuelta, presentes en cada reivindicación resucitada. Quien desea ir más allá de lo que cada día le pone en el plato, entonces, se vuelve hacia el ayer. Pero ésta no es una vuelta atrás, sino la vuelta adelante de lo que fue abandonado.

el lenguaje de las flores
Cuando predomina lo intelectual

Pasión intelectual. Ana Muñoz Merino, jefa del antidopaje español: “Mi pasión es sobre todo intelectual. Necesito sentir respeto intelectual a mi jefe para poder trabajar. Quizás por eso a veces me dicen lo de díscola o rebelde, porque cuando pierdo ese respeto lo digo y me tengo que ir de donde estoy.” Escrito con la mayor simpatía, bajo presunción de respetabilidad: quizás ése sea el destino de toda pasión intelectual en relación con el entorno social o el establishment donde vive y fatalmente crece. Pues la pasión intelectual siempre acaba por atravesar su objeto, provisorio, y en el proceso va royendo hasta destruirlo por el análisis el pedestal del semblante, de la apariencia, de la persona, de la máscara, del disfraz que por fin se le aparece al desnudo y a partir de entonces permanece vaciado, incapaz de despertar la emoción valorativa que llamamos respeto. Es el precio que paga la razón por su constancia, en el fondo una pulsión.

"Usted nunca ha visto algo así"
«Usted nunca había visto algo así»

Crítica de la crítica. Park Chan-wook, Stoker: ¿por qué lo que “no se parece a nada que usted haya visto antes” ha de ser “un ejercicio de manierismo en el alambre del exceso”? Esto es lo que dice la crítica de esta película, cuyas imágenes por otra parte no me parecen tan irreconocibles en la cartelera. Pero la cuestión es otra: ¿hay algún descubrimiento o sólo variaciones, manipulaciones de lo ya dado, en estos casos de renovación por la forma, de formalismo extremo al menos según se lo suele considerar? Los momentos de desembarco de la historia del cine, Lumiere o Griffith, Ford o Renoir, el neorrealismo o la nouvelle vague, se nos aparecen en cambio como simplificaciones, como aperturas de una vía muy simple hacia una realidad más compleja precisamente por los nuevos elementos que estos enfoques más desprejuiciados hacían aparecer. En el viejo cine se trataba de una luz que penetraba en una cámara oscura; hoy se hace evidente que el espacio no es un lugar sino un concepto, pero nadie salta fuera de su propia sombra.

Invitación al baile. ¿Cómo evitar la parálisis generada por el consenso? Cuando en un grupo a partir de una fórmula todos estén por ponerse de acuerdo, retirar una silla.

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