Una escena de Godard

«James Joyce era un sintetizador que trataba de incluir todo lo que pudiera. Yo soy un analista que trata de excluir todo lo posible.» (Samuel Beckett)

Jean-Luc Godard jamás rodó esta escena, ocurrida en París, donde nació, durante su infancia cuando aún, como hoy, vivía en Suiza.

Un hombre joven oficia de secretario para otro mayor que le dicta lo que aún habrá de corregir una y mil veces. Los dos han llegado hasta esa habitación desde su no tan lejana Irlanda, donde nacieron con veinticuatro años y un par de meses de diferencia, siguiendo erráticos caminos comparables más que nada a sus propios pasos alcoholizados por la repetida noche parisina. Pero ahora, sobrios, trabajan. Alguien llama a la puerta. “Pase”, responde el hombre mayor, mientras el otro no levanta la vista del texto. Alguien pasa y entrega un sobre o deja algún objeto sobre alguno de los muebles a los que ninguno de los dos colaboradores presta atención y vuelve a salir. Puede ser la mujer o la hija o el hijo del dueño de casa, que de tantas casas y ciudades ha sido desalojado en su vida; en todo caso esta persona es muy discreta, no pronuncia una palabra y al cerrar la puerta lo hace con un sigilo que diríamos consciente o quizás tan sólo resignado a la importancia de la operación que no debe interrumpir. El hombre mayor sigue dictando, pone un punto y pide al joven que le lea lo que ha escrito por su mano. El mismo texto vuelve a oírse en el aire atento y terso de la habitación, ahora dicho por el fruto extraviado de una educación protestante, como antes, de acuerdo con el orden histórico y genealógico, fue pronunciado por el hijo descarriado de la iglesia católica. Éste, casi ciego y por eso necesitado de escribas, no escucha al otro ni a sí mismo sino a eso que circula entre los dos, en “el espacio entre las cosas” del que hablará en sus películas el cineasta aún ausente. Y un elemento extraño le llama la atención, algo ajeno que otra vez se ha colado en su discurso, el discurso del que procura expropiarse. “¿Qué es ese “Pase”?”, pregunta, aislando por un momento el cuerpo infiltrado como quien saca un pez del agua para examinarlo. “Usted lo dijo”, responde el secretario, que nunca trabajó bajo ese título aunque la chismografía literaria se haya complacido en concedérselo con los años. ¿Recuerda el irlandés que empieza a hacerse viejo el llamado a la puerta y su respuesta de hace unos minutos? No dice nada, pide al hombre que tiene la misma edad que sus hijos que le relea el fragmento, piensa un instante y decide: “Tiene razón, déjelo”. Corten.

Así trabajaba Joyce, así no trabaja casi nadie. Tal vez ni siquiera Beckett, el fiel escriba de la anécdota, o por lo menos tampoco él hasta ese punto. Esto ocurría en los años 30, durante la producción de la hoy todavía ilegible para casi todos Finnegans Wake, novela a la que Beckett, un joven airado por entonces, se refería en los siguientes términos: Aquí tenéis páginas y más páginas de expresión directa. Si no las entendéis, señoras y señoras, es porque sois demasiado decadentes para recibirlas. No estáis satisfechos a menos que la forma esté tan separada del contenido que podáis comprender aquella casi sin molestaros en leer éste. Y concluía señalando lo que admiraba especialmente en Joyce: Su escritura no es acerca de algo; es eso mismo en sí. Lo que es posible comprobar leyendo Ulises o el Retrato: cuando Joyce llama al perro, el perro viene, está ahí. Beckett lo ha dicho bien al hablar de expresión directa. ¿A qué se debe entonces la insuperable dificultad, para los lectores que adivinamos detrás de los decadentes señores y señoras a quienes se dirige el ocasional secretario, de un escritor semejante?

Dos hombres de palabra que compartían largos silencios

Decadencia: la sola palabra supone una relación con el tiempo y una actitud hacia el mundo. La narrativa habitualmente restituye, mediante el uso de los pretéritos imperfecto e indefinido, algo perdido que, de entrada, se ignora lo que pueda ser, pero a lo que el lector, al abrir el libro, ya le ha hecho el hueco. En el cine ocurre lo mismo y es normal: se da cita a un público, se lo deja a la espera hasta que sienta que algo falta, se instala algún objeto en ese vacío y se lo vuelve a perder poco antes del desenlace dejándolo suspendido en ese espacio virtual que es el pasado en conserva, desde donde queda sobrentendido que, perdido para siempre, se lo podrá recuperar cada vez, al menos en efigie. Di Caprio hundiéndose con el Titanic, para entendernos rápidamente. Violines y suspiros. Mirada al más allá, maquillaje del tiempo. Había una vez.

¿Pero es necesario este rodeo para entendernos? Pues pareciera que sí, que así es, que es el espacio definido por este rodeo el lugar donde las voces que hablan “acerca de algo” desplazan a “eso mismo en sí” y alcanzan a expensas de esa exclusión una especie de armonía, de acuerdo, de consenso. Si, como declaró Artaud, “la sociedad reposa sobre un crimen cometido en común”, tal como dijo Voltaire, “la historia es una mentira sobre la que en general estamos de acuerdo”. Joyce, en cambio, por boca de su alter ego Stephen Dedalus, dice: “La historia es una pesadilla de la que quiero despertar.” No anda lejos del ángel de la historia tal como lo veía Walter Benjamin, arrastrado por un huracán hacia el futuro mientras veía, mirando hacia atrás, todo el pasado de la humanidad como una inagotable acumulación de ruinas. ¿Pero cómo interrumpía Joyce su pesadilla, si es que podía, y creemos que sí? ¿Cuáles eran sus accesos de lucidez? Primero éstos se presentaron como esos cuerpos extraños que afortunadamente el joven Jim no dejó de registrar: las famosas epifanías de las que luego más de una vez se serviría en sus obras mayores. ¿Y qué son esas epifanías sino algo así como trailers de ese anhelado despertar, como gotas de esa esperada lluvia que cortan, con su súbita irrupción, el hilo del discurso consensuado o la narrativa lineal propia de esa abigarrada cronología habitualmente llamada historia? Luego Joyce radicalizó el procedimiento, como acabamos de ver en su escena con Beckett, hasta alcanzar esa “expresión directa”, como la llamaba el joven Sam, quien preveía sin embargo las dificultades de comprensión que tal manera de escribir plantearía al público lector; dificultad que persiste, por otra parte, como lo prueba la repetida resistencia de cada generación de lectores a este tipo de expresión. Y es que no es fácil para nadie renunciar, justamente, al espacio abierto por una evocación que, aunque fraguada, es la que permite el despliegue del imaginario común, aquél a partir del cual nos entendemos y dentro del cual se restituye cada vez el equilibrio entre las representaciones, que mantiene las cosas en su sitio, nos permite reconocerlas y en el que se gestiona la circulación entre lo que suele llamarse ficción y lo que suele llamarse realidad. El público lector defiende ese territorio, por más imaginario o hasta ilusorio que sea, ya que al parecer es ese mismo territorio el que lo define como público, el lugar de su asentamiento, la platea misma, de la que se resiste a ser desalojado para ser llevado quién sabe adónde. ¿Fuera de la historia, tal vez? La narrativa, donde sea que se produzca, no puede dejar de verse afectada por esto, ni tampoco su recepción. Y la diferencia, o la grieta, reaparece en cualquier terreno donde resurja la “expresión directa”, volviendo a plantear los mismos problemas, o más bien el mismo problema esencial. Cuando a mediados de los 60 Bob Dylan cambió de registro y debió vencer la resistencia de gran parte del público que había conquistado hasta entonces, expresaba su satisfacción con sus nuevas canciones en términos parecidos a los empleados por Beckett para hablar de Joyce: “Lo que escribo ahora es mucho más directo, más conciso”, decía de esas letras suyas que condensaban veinte historias en diez estrofas en lugar de, como antes, desplegar una en cinco o seis. Y también se refería pacientemente a cómo “el público no puede saltar de una cima a otra, sino que debes llevarlo por los valles”. Concisión, condensación, concentración de sentidos en una imagen compuesta contra la atención dispersa en una serie de apariencias restituidas. La paradoja, sin embargo, es la siguiente: al parecer, cuanto más directo, más difícil de entender. ¿Por qué? ¿Qué se interpone entre la expresión directa y su receptor o, más bien, qué mediación exige éste aun sin saberlo para recibirla?

«Un planteo, un nudo y un desenlace, aunque no necesariamente en ese orden» (JLG)

Alojar lo inmediato. Y hacerlo inmediatamente, para que siga siéndolo. Como lo hace Joyce en el episodio referido, como lo ha hecho Godard siempre además de decir que lo hacía. “Flaubert tenía que decidir si el cielo estaba azul o gris, yo lo filmo como esté: tomo directamente lo que está ahí”, explicaba cuando la crítica todavía se empeñaba en comprenderlo. Y también, lo que es importante: “No se trata de improvisación, sino de puesta en escena en el último minuto”. Lo que es más una puntualización que una negativa pues, si es cierto que el cuerpo del jazz se despliega mayormente en la improvisación, también lo es que ésta es definida por el tema y que, como bien ha dicho Philippe Sollers, cuanto más presente éste se encuentre menos falta hace reproducirlo, con lo que basta una alusión. Pero justamente así es como a muchos oyentes los temas se les vuelven irreconocibles y la música se les estropea, efecto que nos devuelve al problema original. Pues ya lo dijo un historiador, Eric Hobsbawm: el jazz es “demasiado bueno para la humanidad”.

No hay gitanos ni toreros en la Carmen de Godard, ni tempestades ni naufragios en el Ulises de Joyce. El tema es otra cosa. Pero la dificultad, aunque vinculada con esta diferencia, es otra cosa también. El punto de partida, familiar para la generación de Godard que creció en el París de posguerra, puede situarse en el “estar arrojado ahí” existencialista, que aunque entonces era una novedad tampoco se hacía sentir por primera vez. No es un punto de partida histórico, por otra parte, sino una situación de base: la existencia misma, como se decía en La náusea. Pero lo que cuenta, en relación con este argumento, no es tanto ese material como el modo de proceder con él. William Burroughs, quien dijo que un escritor, cualquier escritor, escribe sobre lo que tiene delante en el momento de escribir, remitía su título El almuerzo desnudo a la siguiente imagen: “un instante helado en el que todos y cada uno ven lo que tienen en la punta de sus tenedores”. Esa visión instantánea, capaz de tomar por sorpresa a espectadores y lectores, no es ilustración ni restitución de una historia anterior o familiar, sino composición de elementos esenciales, es decir, no anecdóticos, atrapados al vuelo por la atención mortal y distribuidos en un orden significativo por un arte combinatoria en que es precisamente el carácter fugitivo de los acontecimientos el que hace de la capacidad de improvisación un factor fundamental, ya que es justamente de la partitura de las interpretaciones consagradas de lo que se ha decidido prescindir. Y tampoco se trata de collage ni de tiempo abolido, aun si en estas obras lo elegíaco no funciona como recopilación justificativa al modo en que lo hace, con su reconocida eficacia, la nostalgia, sino del poder de captar y presentar el mundo como composición, como conjunto de límites permeables atravesado por una clave que, a la manera del viento, lo mueve todo pero sólo es percibida a través de sus efectos sobre la superficie. Lo infinito y lo inmediato, lo efímero y lo eterno, quedan así alineados y al alcance de cualquiera, con tal de que, en lugar de remitirse a lo que ya sabe, acceda, como pedía Galileo en la obra de Brecht, a contemplar las estrellas por el catalejo que se le ofrece. Pero no hay caso: la respuesta normal a la poesía es el desconcierto y en ese abismo que se abre entre expresión y comprensión vuelve a instalarse, por lo común, aprovechando la demora, el comentario en lugar del acto, la opinión en lugar de la palabra, el espectáculo en lugar de la visión. La humanidad quiere intérpretes, líderes y jefes.

En realidad, aunque a Godard no le gusten los Coen, el diálogo del gran público, apegado a lo tangible y sediento de ilusiones, con la expresión directa propia del arte mayor se parece a este otro de Miller’s Crossing, película rodada por Joel y Ethan en 1990:

VERNA: ¿Qué estás rumiando?

TOM REAGAN: Un sueño que tuve. Caminaba por un bosque, no sé por qué. De pronto se levantaba viento y me arrebataba el sombrero.

VERNA: Y tú lo perseguías, ¿verdad? Corrías y corrías, hasta que finalmente lo alcanzabas y lo recogías del suelo. Pero ya no era un sombrero, sino que se había transformado en otra cosa, en algo maravilloso.

TOM REAGAN: No, seguía siendo un sombrero. Y no lo perseguía. Nada más tonto que un hombre persiguiendo su sombrero.

Un sombrero es un sombrero

En las antípodas de Forrest Gump, ¿verdad? O, como decía Valéry por boca de su criatura Monsieur Teste, “la estupidez no es mi fuerte”. En efecto: ¿no es una especie de debilidad mental lo que acecha detrás de la nostalgia y la compasión inducidas por la restitución, fatalmente fraudulenta, de un tiempo perdido que nunca ha sido de nadie y cuya exposición coherente depende de establecer una línea continua, sin puntos sueltos y, en última instancia, fácil de seguir? “Todo lo excelso”, en cambio, dice Spinoza, “es tan difícil como raro”. Y la expresión directa, que suele causar una impresión de “montaje de choque”, lleno de elipsis, sobresaltos y piruetas, eternamente bajo sospecha de impostura y provocación, no ahorra dificultades al lector. De ahí otra vez el desconcierto, especialmente en la era del marketing: no trata al lector como un cliente ni hace de él un consumidor, puesto que en absoluto le reconoce esos derechos. Pero no en vano afirmaba Faulkner que había que entrar al Ulises de Joyce como los viejos creyentes al Antiguo Testamento: con fe. Ya que aquello que no es obvio siempre arriesga no parecer concreto, pero lo concreto, sin embargo, es eso que resiste a la idealización de las apariencias y por eso acaba con la alienación. O por lo menos la interrumpe de vez en cuando para dejar pasar una idea.

2012

De ocaso en ocaso, La decadencia del arte popular (2002-2018)

La palabra está de más 1: Sobre el libro como objeto perdido

«El objeto que más se presta a ser prestado» (Céline)

En aquellos tiempos, cuando diarios y revistas eran capaces de persuadir a tantos lectores de comprar los libros destacados en sus páginas, ellos mismos eran objeto del mayor interés. Y no sólo por sus noticias, sino también por la expectativa que hacía de éstas la avanzada de un futuro lo bastante inminente como para transmitir el calor de esos primeros rayos de albas sucesivas.

En aquellos tiempos, aunque ya eran entretenimiento, novelas y noticias eran heraldos de algo que aún no había ocurrido o no había sido dicho, de algo que estaba por ocurrir o por decirse. Eran las primeras voces que se alzaban al levantarse, después de siglos, al menos para el imaginario de aquel entonces, el cada vez menos espeso velo de la censura.

Cuando las ideas expuestas en periódicos o libros eran la alternativa a lo predicado desde tronos y púlpitos, esos medios cumplían un papel de vehículo entre un mundo padecido y otro deseado; el solo hecho de estar prohibida podía dar, a una obra de poco mérito, el valor y el poder de un signo de oposición a las tiranías. Cuando el fin de la censura se corresponde con el fin de la historia, en cambio, la aparición de cualquier cosa en cualquier escenario, por más atención que reciba, es un acontecimiento banal, un desprendimiento más de lo dado, un spin-off de la representación en curso. Si fue el final del antiguo régimen y el advenimiento de las democracias lo que abrió la edad de oro del periodismo, ¿puede fecharse el momento clave en que la cultura sustituyó la proyección del mañana por la trasposición a toda clase de soportes de sus representaciones?

Buenos tiempos para la prensa

Ese lapso es comparable al vacío que señala el agente literario Guillermo Schavelzon en un artículo de su blog: “Este fenómeno en que el anuncio de un nuevo libro puede tener cincuenta mil “me gusta”, pero sólo se venden dos mil ejemplares, es el verdadero eslabón perdido del negocio editorial de hoy.” Esos cuarenta y ocho mil lectores potenciales, de una potencia que no se realiza, son, en su inconsecuencia, el reflejo de la libertad sobrevenida con el vencimiento del compromiso a futuro previo a la posibilidad de una existencia virtual. ¿Por qué precipitarse a leer lo que sea si ya no es a la luz del sol del porvenir? Lo escrito, escrito está. ¿Por qué seguir leyendo cuando el texto está acabado, cuando nada antes prohibido queda por publicar?

“Todo en el mundo existe para concluir en un libro”, declaró Mallarmé. Pero ese libro, prefigurado en sus esbozos, no logró ser escrito. Fue anunciado, como el nuevo mundo, pero no hecho. Se perdió, literalmente, dejando sólo el resplandor que lo anunciaba: como una estrella muerta, cuya luz real nos llega desde un cuerpo desaparecido.

Si un libro es la conclusión del mundo, esto significa que es la extracción de sus consecuencias: retrospectivamente, aquello que le da sentido y a la vez lo representa. Sin embargo, más que ese libro en trance de escritura, el que hace sentir su ausencia en este mundo al que la Biblia no le basta es un mítico Libro Perdido, que da tema a más de un best seller (Código Da Vinci y compañía) y en el que se supone, cifrada, esa áurea verdad original cuya dorada guadaña separa a justos y genuinos de malvados e impostores y consuma el Todo mallarmeano. Ese libro no puede ser ninguno de los que se publican, meros golpes de dados que nunca abolirán el azar, en la misma medida en que es la fuente del lenguaje, que se abre y se cierra. Una fuente perdida al que sólo la ilusión de localizarla ubica en el cuerpo noble, discreto, escamoteable y portátil de un libro, él mismo consumación y abolición, por incomparable, de todos los libros.

«Todo en el mundo existe para concluir en un libro» (Mallarmé)

Del mismo modo que las épocas se suceden y se evocan sin que nunca la eternidad sea tangible, ningún libro puede ser ése extraviado pero algunos han sido capaces de representarlo: Ulises, Viaje al fin de la noche o El capital, por ejemplo, han sido, en su época, la revelación esperada. Pero, si han podido serlo, también se ha debido a esa espera. En aquellos tiempos, cuando en el horizonte aún asomaba el sol del porvenir y a su luz cada vez más aprendían a leer, diarios y novelas suponían novedades: perspectivas cerradas que se abrían y mostraban el mundo de otro modo, sujeto a otras probabilidades, grávido de otros sentidos, todo lo cual llamaba y eventualmente comprometía a la acción. Una mínima acción, apenas el embrión de algo mayor, podía ser la acción de compra por la cual se adquiría el derecho, y con él la posibilidad, de abrir un libro y con él una puerta antes cerrada al mundo circundante.

Esa espera ha ido cesando. Puede verse o leerse Esperando a Godot como el anuncio de ese cese. Si no hay nada que esperar de los sucesos del mundo, de las acciones humanas, ¿para qué leer los diarios? ¿Qué otra función, además de entretener, les cabe a las ficciones? No es tan raro, en tal contexto, la vuelta a lo religioso. Una extraña religión nihilista, donde las acciones desesperadas a la manera del fundamentalismo conviven con toda clase de ilusiones depositadas en cualquier cosa que no deba pasar la prueba de la realidad, mientras la vieja vertical de la plegaria es sustituida por el despliegue horizontal de una red de comentarios. En esa circulación, ¿qué lugar ocupa el libro? No el Libro, sino el libro en su acepción más mundana, producto editorial o manifestación cultural, del que jamás se han ofrecido tantos ejemplares, mientras su cadena amenaza con cortarse a cada paso por más que se pedalee. El libro ocupa hoy el lugar del mundo. Es decir, está en la misma situación que un mundo cuya presencia ya cuenta mucho menos, en la balanza de la percepción de un sujeto o ciudadano contemporáneo típico, que la multiplicación de unos ecos y reflejos autónomos desde el momento en que ya no se nutren de su fuente sino que se generan y se sostienen unos a otros desligados de lo que sea que pudo haber existido bajo estas puras apariencias. Lo que se pierde por los agujeros de la red tiende a ser el objeto de los intercambios, mientras las manifestaciones particulares de los participantes son los hilos que la traman. Así se producen esos entendimientos en los que no se sabe bien de qué se habla ni cómo definirlo, pero en los que todos los que intervienen son capaces de hacer un guiño.

Lo esencial del periodismo, de su denuncia, que es lo que lo opone en principio al poder, como se comprueba en los regímenes absolutistas, es su confrontación del discurso dominante con la realidad contradictoria sobre la cual, a quien lo pronuncia, le cabe alguna responsabilidad. Así intenta seguir siendo, incluso hoy. El realismo en la novela compartía esta propuesta: revelar lo que vive bajo el discurso opresivo del poder o de las costumbres. En todo caso, ambas formas narrativas trazaban su sentido en la tensión entre verbo y carne, decir y hacer, palabra y realidad. Rota la cadena que lleva del significante a su referente, de la descripción a la realidad, del relato a la acción, ¿qué valor pueden tener las noticias o la ficción? ¿Qué otra dimensión que el pasatiempo? En ese espacio ya no hay norte ni consecuencias, con lo que no resulta tan rara la falta de compromiso de esos cuarenta y ocho mil potenciales lectores que celebran la aparición de un nuevo libro pero no realizan la mínima acción que supone su compra. Pero lo que sí es un rasgo de época es la expresión de buena voluntad que supone el “Me gusta” inmediatamente clickeado al ver la noticia en la pantalla: el reflejo solidario unido en un gesto inmediato a la participación compulsiva, junto a la muda disculpa por la falta a la lectura que ya se sabe que no se emprenderá.

2015

De ocaso en ocaso, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Economía de Joyce

Joyce & Cía.

Los hermanos Marx, unos diez años más jóvenes que Joyce, eran cinco de los que actuaban cuatro y luego sólo tres. Por eso es difícil decidir si llamar a su colaboradora más asidua, Mrs. Margaret Dumont, cuarto, quinto o incluso sexto hermano Marx. Su papel era siempre el mismo: la viuda millonaria con tanto dinero como tiempo libre cuyo encaprichamiento con Groucho conduciría a éste a la presidencia de Freedonia, la dirección de un sanatorio consagrado a la cura de una única paciente tan sana como un roble o la organización de muy poco ortodoxos eventos sociales a partir de la subversión de las recetas favoritas de la crema de la sociedad. Todo eso está en las películas, que dejan seguir muy bien la evolución de las relaciones entre la heredera de una fortuna y su afortunado seductor a través de los años: el encanto de sus escenas conjuntas en Una tarde en el circo, una obra injustamente minusvalorada en relación con las mucho más célebres Una noche en la ópera y Un día en las carreras, debe mucho a la larga experiencia de tablas en común en que se basa el perfecto entendimiento incluso físico entre ambos comediantes, así como a lo afortunadamente repetido del reconocimiento de su público. Para quien sabe que el dúo, a pesar de sus esfuerzos en Tienda de locos, no volverá a rayar tan alto, el reencuentro es aún más conmovedor y el fantasma nostálgico que puede proyectar sobre la película todavía más fuerte.

Joyce tenía un tipo bastante parecido a Groucho: no caminaba agazapado sino erguido, no fumaba puro, pero era también delgado, con gafas, bigote y una lengua pronta a mostrar su ingenio. Y su cara no era mucho menos dura: basta leer su correspondencia o su biografía por Richard Ellman para comprobar su facilidad para pedir prestado, su negligencia para devolver, sus costumbres de manirroto y la singularidad de las exigencias que planteaba a amigos, parientes, agentes, editores y lectores. En lo económico, como se sabe –Bernard Shaw se escandalizó al conocer el precio de venta del ejemplar de Ulises-, pero también en lo literario, lo que nadie que haya velado con Finnegan ignora, así como en lo personal, que atestiguan momentos a veces tan deliciosos como ése en que Jim, confrontado durante una riña de taberna a un rival que lo doblaba en tamaño, peso y musculatura, se vuelve hacia un compañero de juerga que practicaba box diciéndole: “Es suyo, Hemingway.” Hay mucha picaresca típicamente irlandesa, aunque esta escena es parisina, en Ulises y las otras obras de Joyce. Costumbres heredadas de su padre, el viejo John Joyce, o con las que por lo menos estaba tan familiarizado como con las mudanzas forzosas. Sablazos a diestra y siniestra por las calles de Dublín, circulación acelerada del circulante debido a la urgencia de esas pequeñas cantidades, liquidez tan extrema al margen del Imperio como la de la lengua inglesa en sus manos cuando estaban a la obra. En Joyce, con el correr de los años y la evidencia creciente de lo imposible de colmar por obra alguna en cuanto a las aspiraciones juveniles manifiestas en la figura de Stephen Dedalus, se va afianzando el autor cómico: de hecho, lo primero que se entiende en Finnegans Wake, si el lector es capaz de bailar con su música, son los chistes. “Juro por mi honor de caballero que no hay una sola línea en serio en mi libro.” Esto dijo Joyce de su Ulises. En un sentido, es una verdad que irá aún más lejos con su novela siguiente. Pero es también una paradoja, con todo el lado cómico implícito en el particular doble sentido de las paradojas, ya que los años de éxito de Joyce no fueron fáciles sino tal vez, entre su propia ceguera y la locura de su hija Lucía, que crecían a la par, y su juventud cada vez más lejana (High hearted youth comes not again, cantaba uno de los viejos poemas publicados durante esos años) a medida que la segunda guerra se acercaba y Zurich empezaba a perfilarse, en lugar de como refugio de paso, como destino definitivo, los más difíciles de su existencia. Todas sus experiencias de ese tiempo, como las de su juventud en Stephen Hero mientras la vivía y a la vez la transcribía en su libro, podían entrar y de hecho lo hacían en Finnegans Wake, a diferencia de lo que imponían el destilado y la perspectiva necesarias para componer Dublineses o el Retrato; incluso el rechazo y la incomprensión de muchos de los defensores de Ulises, como Ezra Pound, encuentran su lugar en la novela inmediatamente. Los diecisiete años que le tomó terminarla fueron arduos, pero el libro termina, o se interrumpe, en una nota muy alta: desde allí, como es bien sabido, recomienza. Para quien, tomándole la palabra al maestro, “dedique su vida entera a leer sus libros”, es deseable y de esperar que este círculo corresponda a un espiral, el que Joyce tomó a Giambattista Vico como modelo de la figura del tiempo, y que este espiral sea ascendente, como el desenlace de la obra, donde la voz de la hija se dirige al oído del padre (I go back to you, my cold mad father, my cold mad feary father) elevándose por sobre la corriente –la cabellera materna, a su vez la corriente del río Liffey, que da a la madre su nombre, Anna Livia Plurabelle- que en la realidad la ha arrastrado, para volver a sumergirse en ella y remontar otra vez sus aguas past eve’s and adam’s, el punto de partida. Podría ser infernal, si el espiral no corrigiera el círculo y señalara así la dimensión vertical que permite multiplicar los sucesivos y simultáneos niveles de lectura; como en cambio lo hace, a pesar del tono agónico, este fin de una lectura que casi nadie ha logrado atravesar es luminoso.

El valor de un dólar

Sin embargo, aunque Joyce, como su vida lo muestra, tuvo suerte, pues el azar respondió con más de un encuentro a la fe que él mismo depositó en sus posibilidades de “vivir, errar, caer, triunfar, volver a crear la vida con materia de vida” (Retrato del artista adolescente), esta suerte no alcanzó a su hija, cuyo triste descenso en la locura echa una dolorosa sombra sobre la luz que atraviesa la red del lenguaje a partir de la fisura abierta por Joyce en el inglés. No todos, tal vez, ni siquiera la heredera dilecta y más próxima de ese lenguaje, tienen con qué pagar el precio de la libertad que éste concede; no todos, a partir de la descomposición de la palabra reglada por el idioma en letras que lo desbordan, pueden moverse con acierto en la recomposición inestable que resulta. Quizás nadie. Basta con ver –con leer- los resultados obtenidos por los pocos escritores que intentaron a conciencia la continuación del proyecto: tuvieron que, como Samuel Beckett, Eugene Jolas o Julián Ríos, dar marcha atrás desde ese camino anudado consigo mismo y encontrar otro, conservando a lo sumo el ejemplo, “la moral del artista”, como Beckett decía, en lugar de técnicas y procedimientos cuyo poder de revelación descansaba al fin menos en ellas que en aquello a lo que se aplicaran. Incluso Joyce planeaba escribir algo “muy simple” después de Finnegans Wake. La muerte no lo dejó, aunque la pregunta es si habría podido. Ya que a lo largo del desarrollo de su capacidad artística lo que va cediendo es la voluntad, a tal punto que la complejidad va en aumento a medida que fallan los principios organizadores de la cultura sobre la realidad y van siendo sustituidos por una percepción directa de los fenómenos, a organizar entonces según una redistribución no jerárquica de los materiales. Este proceso puede seguirse desde la irrupción de las famosas epifanías y el fracaso de los educadores de Stephen Dedalus en la transmisión de la doctrina cristiana hasta el continuo tropezar, a lo largo de la larga jornada de Ulises, de los propósitos, declaraciones e intenciones de la lengua con sus ecos y resonancias accidentales y el posterior cosmos caótico de Finnegans Wake. Si hay un principio rector de todo esto, no es aquél según el cual nos ponemos de acuerdo.

Sin un principio como éste, por ejemplo aquél que orienta el sentido de toda comunicación dentro de un canal abierto entre un emisor y un receptor, que es también según el cual suele entenderse el contacto entre autor y lector, surge la necesidad de otro modelo. Una vez rota la creencia en la verdad cifrada dentro del mito, una vez visto que el rey está desnudo, que nada ya cubre el vacío entre significante y significado, no sólo es posible sino también hace falta otro modo de representar. Desde su interés juvenil en Ibsen, Joyce defendió siempre esta búsqueda de una nueva relación con la verdad. Pero allí donde, o cuando, todo es convención, sólo cabe simular. Y así ocurre en el caso de Ulises en su relación con la Odisea, sobre la que está construido: no es el sentido ni el significado lo que aporta el mito, interpretado ya por Homero en su momento, sino el encadenamiento de episodios a partir del cual es posible una estructura para un material que no es posible contener dentro de ninguna estructura de sentido. La estructura, por eso, es prestada, pero se la toma vacía; ya que incluso la interpretación irónica de lo que ocurre en la novela de Joyce en relación con cada ejemplo tomado de su modelo es muy pobre en comparación con el estímulo que ofrecen tanto lo que la lengua de Joyce pone en escena como las distintas técnicas empleadas y la novedad de prácticamente exhibirlas en lugar de disimularlas a la educada manera clásica. “Tal vez sistematicé demasiado Ulises”, dijo Joyce alguna vez, lamentando la excesiva notoriedad que la clave de interpretación homérica había adquirido y la falsa pista, demasiado fácil y en última instancia estéril, en la que ponía a sus lectores más hambrientos de un sentido preestablecido que les sirviera de guía de lectura. También explicó el modo en que esos lazos con el mito griego le habían servido de “puente para hacer pasar a sus soldados”, de manera que, una vez cruzado el río, no habría por qué conservarlo. En su siguiente novela se ocupó de volar personalmente lo que tantos de sus críticos, estudiosos y lectores se empeñaban en preservar: esa pista referencial tan recorrida que le había dado un suelo, pero que en absoluto funcionaba como indicio mayor ni como hilo de Ariadna respecto al significado, ni tampoco señalaba el camino abierto por el texto.

El día y la noche

No había otro, al parecer, para seguir dejando pasar incluso todavía más de lo que tanta organización social y cultural reprimía. Eso mismo que en la prosa de Joyce transforma al inglés por dentro, volviéndolo incomprensible para quien no está al tanto de qué es lo que ha operado la transformación, como un emerger, en el interior de la lengua de Su Majestad, del hablar de todas las culturas sojuzgadas o vencidas por el imperio británico (recordemos lo que Joyce dijo del multirracial imperio Austrohúngaro donde vivió varios años y nacieron sus hijos: “ojalá hubiera más imperios decadentes como ése”), a partir de lo cual sí es posible deducir alguna intención por parte del autor, erigido así en responsable al gusto de cualquiera dispuesto a exigir garantías de sentido a un texto. Joyce también se refirió a “esas grandes palabras que tanto daño nos hacen” –patria, familia, religión, etc.- y a la historia como una pesadilla de la que esperaba despertar. Tanto conceptos aglutinadores y unívocos como relatos progresivos y lineales son disueltos por el tratamiento joyceano de la palabra y de los hechos, que no permite a nada sostener la abusiva seriedad, o literalidad, en que se basa la jerarquía por la que unos términos imponen a otros su significado. De ahí, también, la oscuridad y el caos infinitos para quien aspire a reducirlos a un sentido clarificador: el mito es evidentemente desbordado por el lenguaje, compuesto por tal cantidad de detalles y variaciones que complican todo sentido, tanto como la batalla vivida por la tropa puede hacerlo con el gesto épico del héroe, al contrario del teatro oriental, donde el actor que representa al general también representa a todo el ejército. Hay por parte de Joyce desde el principio una intención moral en la disolución de lo ejemplar, pero además de que va descubriendo su profundidad poco a poco ocurre que la moraleja, al volverse cómica la épica por su paso del mito, aristocrático, al realismo, plebeyo, aparece más bien como “punchline”, incluso sobrentendida y, de esta manera, tácita. La risa, en este tablero siempre creciente y más complejo a medida que suma piezas, también hay que saber buscársela, y, si no, aprender a hacerlo, como un joven cualquiera en la calle cuando sale al mundo.  

Despilfarro, exuberancia, bajo el signo de Urano: como el padre de Zeus y de Cronos, castrado por éste a pedido de su ya repleta madre Gea, es decir, el Cielo castrado a pedido de la Tierra por el Tiempo, de cuyo sexo amputado y caído al mar nació Afrodita, Venus, causa ilógica del deseo que enloquece a los hombres, Joyce, al corregir, contra la práctica más habitualmente elogiada en la sociedad literaria de quitar, cortar, eliminar, borrar, destilar ya sea en busca de pureza o de eficacia, siempre agregaba, para desesperación de sus editoras e impresores. La abundancia intolerable, que después de fluir por encima de los diques de los profesionales amenaza con ahogar al lector página a página, exigiéndole nivel de campeón para surcar estas aguas, es lo opuesto de lo entendido normalmente como economía narrativa, de la que Joyce ya había dado su muestra cabal con Dublineses. La normativa editorial, que en general favorece, y debe hacerlo, la claridad y la eficacia llegando casi a erigirlas en valores supremos, equivale ante esto a un código previo a la lectura establecido por y para escritor y lector, cuyo cumplimiento es tarea del editor vigilar. Este código, que Joyce relativiza hasta hacerle perder su función de amarra a fuerza de rodearlo de modos alternativos de representación por la palabra, es un pacto a la vez social y cultural. Un modo de racionalizar la producción y asegurarle un mercado, frente al cual aparece con toda claridad la escritura de Joyce como apuesta, o sea, como invocación del azar y en él de la Providencia, del Cielo. Pero no como dócil plegaria, sino como número cómico, en el que hasta las más organizadas previsiones de la tierra –Previsión contra Providencia- fracasan estrepitosamente. Son estas dos categorías las que representan, entre otras, los hijos gemelos de Earwicker en Finnegans Wake, Shaun y Shem, protagonistas de la fábula de la hormiga y la cigarra recreada en sus personas como The Ondt and the Gracehoper, donde vuelven a enfrentarse, como a lo largo de todo el libro, en nombre de valores opuestos o, más bien, de fuerzas contrarias, ya que el despliegue de unas, después de todo, estimula el de las otras. No hay modo de acabar, es decir, de vencer, ya que lo propio de la comedia es que todo salga al revés y favorezca lo contrario de lo propuesto, para bien o para mal. Así gira el mundo, dramáticamente, frustrando fatalidades y esperanzas con la repetición del mismo movimiento irregular y continuo, incontenible, que desbarata cada vez el orden aunque éste siempre renazca de sus cenizas. Pero son la amenaza y la irrupción del desorden en lo serio lo cómico, que en esto sí no tiene reverso, como el exceso desborda la medida por más rigurosa que ésta sea y el que hace saltar la banca es el punto aunque aquella sea implacable. No importa cuán fino sea el efecto calculado, la gracia cae siempre del cielo y no se construye. Ni ella misma construye, pues todo lo da entero y de golpe. Como el pleno en el casino, responde a un pálpito pero no a una cita. La organización tolera sus veredictos porque se trata siempre de excepciones que, además de confirmar la regla como es debido, mantienen la ruleta girando en la ilusión general de resultar elegido. Pero precisamente sólo puede tolerar, a la espera de la restauración del orden mientras la Providencia da su escándalo. Pues en el caos sobreviene la epifanía, irreductible a cualquier marco acordado. La luz de un rayo, que desenmascara pero no se prolonga; de hecho, una vez que ha caído, lo que toca al iluminado es retirarse y cobrar su apuesta. O viceversa. La de Joyce es una inversión a largo plazo, pero la ruina de los presupuestos socioculturales debida al despilfarro en la expresión es inmediata. De ahí la risa y los quebraderos de cabeza, que no se hacen esperar y encima se multiplican, como las resonancias del eco dentro de una caverna que no se sabe dónde termina.

La cigarra en verano

También por esto los hermanos Marx gustaban tanto a los surrealistas, que sin embargo, a pesar de su coincidencia con Joyce en París y en la época, no se trataron con él ni lo buscaron. Con la notable excepción de Philippe Soupault, uno de los tres fundadores del movimiento junto con Breton y Aragon, pero ya expulsado de él cuando se acercó al autor de Ulises, con quien colaboró mano a mano en la traducción al francés del célebre fragmento Anna Livia Plurabelle, que cierra la primera parte de la entonces aún inédita Finnegans Wake. Tanto los textos de Joyce como las interpretaciones de los Marx desbordan las formas que procuran contenerlas hasta reventarlas y llevarlas más allá de sus límites. Así como una palabra es subvertida desde su interior por las letras que Joyce desliza dentro de ella hasta volverla casi irreconocible pero convocar, a cambio, sentidos imprevistos, los hermanos Marx eran la pesadilla de los directores que procuran controlar lo que ocurre ante su cámara y en general debían ceñirse a seguirlos en su desatada acción tratando de que por lo menos no se les fueran de cuadro. ¿Marcas? Para saltárselas. Todo lo presupuestado cae bajo amenaza de bancarrota en este escenario, a menos que aparezca el inversor providencial, el “caballo blanco” repetidamente invocado en El hotel de los líos, como siempre a último momento para rescatar la empresa tambaleante. Y Joyce, al fin y al cabo, era financiado por mismo tipo humano que ponía el dinero en las comedias de Groucho, Chico y Harpo: una heredera cuyo capital personal, por el que no ha trabajado, hace posible, tal vez necesaria para ella, cualquier extravagancia. Puede permitírselo. Como Margaret Dumont en Sopa de ganso: “Lo que este país necesita”, dice del futuro estadista al que apoyará con sus millones, “es un progresista intrépido, un hombre como Rufus T. Firefly”. O como, si damos en cambio la palabra, y se habla de literatura, a Harriet Shaw Weaver o a Sylvia Beach, James Augustine Aloysius Joyce.

¿Habría podido apoyarse la empresa de Joyce en la industria editorial de su época o, todavía menos aún, a pesar de la suspensión de la censura, en la de la nuestra? Resulta difícil pensarlo. Nada en él apunta a la rentabilidad. Su riqueza no se deja capitalizar, por lo menos de inmediato o de antemano. Joyce era tan pródigo con el dinero como con su escritura, a la que dedicaba toda su energía mientras iba dejando a su paso grandes propinas como tributo a los dioses que lo protegían, procurando ganarse a la suerte con su confianza en la providencia. Sus libros no daban dinero ni cabía esperarlo de ellos: cada uno le tomó varios años escribirlo, con lo que no produjo muchos, y además eran muy difíciles y encima estaban prohibidos. Para ninguna editorial o agente literario resultaría muy rentable un autor así. Por lo menos no a tan corto plazo como el tiempo de una vida. Pero un millonario excéntrico puede permitirse el capricho y así los lectores de todo el mundo recibir lo que un sistema eficiente les habría negado: el legado de Joyce.

2015

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Discurso de Bloomsday

¿La única obra literaria con fiesta propia?

Hoy, 16 de junio, al cabo de todo un año, de nuevo es Bloomsday. Otra vez, igual que hace doce meses, joyceanos de todo el mundo repiten en Dublín el recorrido del señor Bloom, fatalmente expuestos a los avatares que perturben su feliz ensayo de “reorganización retrospectiva” pero obstinadamente fieles, como los de una religión, a su ritual anual y a los rituales que éste comporta. Esta celebración merece a su vez ser celebrada: su objeto la justifica y cabe suponer que, como aquellos que leen Ulises hasta el “sí” final, sus participantes salen ampliamente recompensados. Pero a este movimiento circular se opone otro, o por lo menos lo cuestiona, que señala un conflicto no resuelto, quizás insoluble, tal vez sólo tratable como paradoja. Entre tantas copas como alzaremos hoy a la gloria del maestro cuya lección, por otra parte, resulta tan difícil de entender cuando no es una especie de iluminación –epifanía- prácticamente intraducible para quien la recibe, tal vez haya espacio para un breve comentario acerca del destino de este libro, que después de la revolución que convocaba sigue vivo aun cuando ese estallido haya sido sofocado y de él quede poco más que tradiciones como ésta que unos cuantos lectores comparten.     

Desde 1922, cuando después de siete agitados años de monstruosa labor literaria por fin Ulises desembarcó entero no en Dublín sino en París, el 16 de junio de 1904 es el día que siempre regresa y una y otra vez recomienza en la literatura del mundo. También Finnegans Wake fue compuesto de acuerdo a este orden circular, que aspira a sostenerse eternamente, pero el mundo así creado jamás logró, desde el comienzo, a pesar de los numerosos vanguardistas que siguieron paso a paso su gestación, alcanzar el número de habitantes que, desde su aparición, atrajo el Dublín de principios de siglo recreado por su hijo desterrado para terminar de una vez por todas con la literatura decimonónica. Muchos menos de los que siguen cada año los pasos del señor Bloom en su ajetreado día por las calles dublinesas han accedido a entrar gentilmente en la cerrada noche que cuenta Finnegans Wake, donde la célebre complejidad de su antecesor se convierte en no menos comentada impenetrabilidad. Hasta Pound se bajó del barco entonces. Pero Ulises, en cambio, ya al zarpar empezó a sumar tripulantes. Primero que nadie Pound, quien ya había obtenido publicaciones y mecenazgos fundamentales para la manutención y viabilidad de la empresa del irlandés. Pero también muchos otros seguidores, además de sus valedores, que a lo largo de la Gran Guerra vivieron pendientes del desarrollo de su obra. Fue el mismo año del estallido del conflicto que acabaría con el Imperio en que tenía su hogar, aquel 1914, el de la gran cosecha joyceana que vio por fin concluido su Retrato y publicados sus Dublineses, además de redactados los tres actos de su drama Exiliados y el breve Giacomo Joyce, prefiguración de la obra mayor a la que enseguida daría comienzo y que no sólo a él lo tendría ocupado durante los siete años siguientes. Ésta, a pesar de la guerra, debe haber sido para Joyce una época de entusiasmo: su novela recién empezaba y aún no se había convertido en un trabajo agotador, estaba en pleno dominio de sus medios, que ampliaba con cada nueva exploración, y a diferencia del período de diez largos años, como los del viaje de Ulises, transcurrido desde el 16 de junio que había decidido inmortalizar, contaba con partidarios capaces de respaldarlo eficazmente no sólo en lo espiritual, como su hermano Stanislaus o su discípulo de inglés Italo Svevo, sino también en lo material. Joyce empezaba a convertirse él mismo en algo que era también Irlanda para aquellos de sus compatriotas que preferían la idea de patria al exilio: una causa. Es difícil imaginar que se haya propuesto algo así quien hablaba de la historia como una pesadilla de la que quería despertar y tanto recomendaba librarse de todas “esas grandes palabras que tanto daño nos hacen”, pero de eso vivió Joyce a partir de la Gran Guerra. ¿Contradicción, malentendido? En apariencia, sí: Joyce fue el ejemplo y la inspiración de todos los lectores y escritores que exigían, durante el siglo veinte, una revolución literaria que sería además la de la conciencia, nunca puesta tan al desnudo por nadie antes de Ulises. El propio Joyce, por boca de su héroe Stephen Dedalus, habla en las últimas páginas del Retrato de “forjar la conciencia increada de mi raza”. Alude a la vocación del artista, pero ¿a qué raza se refiere? ¿A la celta, como lo haría la resistencia contra el dominio inglés? ¿A la humana, a la de aquellos que el artista pudiera considerar sus semejantes? En Finnegans Wake, Joyce pone de manifiesto y hace estallar lo que aquí, en una sencilla palabra de cuatro letras, está latente: la variedad de sentidos y lecturas posibles que, tanto como puede liberar a cualquiera de todo sentido superior que se le pretenda imponer por el lenguaje, dificulta todo acuerdo confiado en qué es importante y qué no. La cuestión del criterio. ¿Qué causa común sostener a partir de aquí? Mientras no se atraviese ese umbral, mientras señale un punto de fuga hacia el que orientarse, todavía es posible permanecer en el plano de la discusión, con distintas perspectivas sobre un solo objeto, como en el cubismo. Una vez del otro lado, es difícil saber adónde ir. O si se llega a alguna parte. O se encuentra uno con alguien.

El peregrino de Dublín

Que Joyce señala un antes y un después en la literatura y en la lengua inglesa se ha señalado muchas veces, así como analizado las consecuencias de tal observación. Para Samuel Beckett, en Finnegans Wake, “las palabras no son las contorsiones bien educadas de la tinta de imprenta del siglo veinte” (escribe en los años treinta). “Están vivas. Se abren paso a codazos a través de la página, brillan, relumbran, se extinguen y desaparecen.” También dijo que Joyce no le enseñó la técnica, sino la ética del artista. De nuevo el ejemplo que trasciende el oficio. Y que a su vez llama a trascenderlo. Anthony Burgess escribió con leal desdén acerca de aquellos escritores “que hacen como si James Joyce nunca hubiera existido”, es decir, que cerrando los ojos ante lo que el irlandés puso en evidencia, continúan escribiendo como si las viejas convenciones no lo fueran. Philippe Sollers llega a afirmar, en un texto de mediados de los setenta, que a pesar de que hoy en día todo el mundo habla inglés, desde que Finnegans Wake fue escrito el inglés ya no existe, no más que ningún otro idioma como lengua autosuficiente. Se puede considerar que Burgess y Sollers se exceden, pero se advertirá cómo también Beckett, implícitamente, declara obsoleto el lenguaje que, de manera general, se sigue empleando hoy en día para escribir novelas y obras literarias, o así llamadas literarias: un lenguaje funcional que reafirma la ilusión de un sentido implícito en unos hechos comprobables, aunque sea en el más fantástico de los mundos que se pueda concebir. Exactamente lo que las viejas vanguardias combatían, lo que con Joyce parecía superado, lo que hoy sigue siendo la norma, se predica en todas las escuelas y define la actualidad del mercado editorial, dentro de un mundo donde el inglés se sigue hablando como si tal cosa. Como las otras lenguas.    

Bloomsday, el día D de la literatura, la jornada que ponía fin a lo anterior y daba comienzo a una nueva era, regresa siempre. La narrativa sigue siendo mayormente como era antes, los lectores siguen fieles a las viejas tradiciones, arte y cultura se sobreviven a sí mismos una vez sobrepasado, en apariencia, su objetivo, pero esa especie de sobrevida de la que hace tanto tiempo se habla, de indefinida secuela de algo terminado o de eco suplementario, no deja de ser lo que ha tratado de darse un nombre propio como postmodernidad. En esta situación, después de haber sido una causa para el modernismo y sus sucesores –no sus interruptores-, la escritura de Joyce no deja sin embargo de producir efectos, aunque lo difícil es identificarlos y comunicarlos una vez arriada la bandera de los que esperaban sus consecuencias en el mundo. Pero el reino anunciado por Joyce, que por otra parte convoca y expresa la vida en la tierra con un realismo inigualado, es tan de este mundo como el de Cristo, a lo que puede agregarse la indiferencia, marcada ya por Sade, de los efectos hacia sus causas. En Joyce se combinan dos actitudes hacia la épica que pueden tanto comentar su destino personal como iluminar algo del sentido de su obra. Por un lado, precisamente, su propia filiación como autor dentro de la épica, manifiesta en su temprano interés por la vieja balada irlandesa Turpin Hero, que comienza en primera persona y acaba en tercera, ilustrando el pasaje del género lírico al épico, según el propio Joyce, y de la que extrajo el título de la primera versión de su Retrato, Stephen Hero, que hace un héroe justamente de su propio alter ego Stephen, o directamente el trasfondo homérico de Ulises, que tal vez se sirva de la Odisea sólo como andamio pero al que mucho de su impulso y dimensiones le faltaría de prescindir de ese sustrato mítico. Por otro, su consideración de los asuntos humanos que la épica celebra tradicionalmente, que hace de Joyce tanto un pacifista como un desertor, con la abstinencia implícita en tal deserción en tanto forma radical de todo pacifismo. Silencio, exilio y astucia eran, en palabras de Dedalus, las únicas tres armas que él se permitía emplear. Son las propias del desertor, que Joyce nunca rindió. La negativa a alistarse persistió en él desde su rechazo del nacionalismo irlandés tanto como del imperialismo británico hasta su gusto por el cosmopolitismo del imperio Austrohúngaro (“Ojalá hubiera más imperios decadentes como ése”, comentó). Pero son más elocuentes las dos célebres respuestas del refugiado en Zurich a una y otra guerra mundial. “–¿Qué hizo usted en la guerra, Sr. Joyce? –Yo escribí Ulises. ¿Qué hizo usted?” Veinte años después, al ver de nuevo a toda Europa hacer la guerra, su punto de vista no había cambiado: “Harían mejor en leer Finnegans Wake”. Más allá de la insolencia hacia aquello que la humanidad siempre ha presentado como su gran gesta de coraje y dolor, es posible preguntarse por qué es, efectivamente, mejor leer Finnegans Wake que hacer la guerra, incluso hoy cuando aún deben ser más los efectivos de los ejércitos que los lectores de la temida novela. Kafka anotó que escribir es dar un salto fuera de las filas de los asesinos. Joyce, en su disolución de los brutales sentidos contrapuestos en nombre de los cuales los seres humanos desde siempre han tomado armas menos sutiles que las suyas, invita a romper filas y salvar la vida, para lo cual bien puede ayudar, y mucho, dedicar cuanto uno pueda de la propia a leer su obra.

2015

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Joyce con Tarantino

«Me han quemado tantas veces que pasaré por el Purgatorio tan rápido como mi patrono San Luis Gonzaga» (James Joyce)

Si alguien declarase que películas de Quentin Tarantino como Kill Bill o Django desencadenado están “estructuradas” como el Ulises de Joyce, lo más probable es que se lo tomaran como una provocación o una extravagancia. No es así si se atiende a lo más evidente y fácil de comprobar en semejante analogía: la manera en que tanto en las obras del estadounidense como en la del irlandés las características distintivas de cada capítulo o secuencia se imponen a la vez a la historia que se cuenta a través suyo y a su aparente núcleo temático, llegando a quedar las partes tan diferenciadas entre sí que, al revés de lo que ocurre con la mayoría de los relatos, para el espectador o lector resultan más memorables los rasgos generales de cada episodio que el conjunto de la historia narrada. Sobre la serie de vicisitudes atravesadas por Leopold Bloom a lo largo de su jornada dublinesa, o por la Novia en pos de su venganza, destaca el estilo en que cada una de ellas es expuesta, distinto cada vez y manifiesto a tal punto que deviene el foco de atención, por encima de lo que narre o describa.

Así, espectadores y lectores probablemente recuerden cada vagón mejor que el tren pero además, al contrario de lo que suele decirse, posiblemente sospechen también que en estos casos, tal vez, cada árbol esconda más que el bosque entero. Lo que no carece de consecuencias para la contemplación ni para la lectura: ¿cómo entender, cuando es tanto el contenido que en cada etapa se libera de la sujeción a un punto de llegada, cuál es el sentido o qué es lo que está en juego tanto en el conjunto del espectáculo o del texto como en cada una de sus partes tan dispares? Cabe preguntarse, si se despierta del trance a la mitad de alguna de las larguísimas escenas de Tarantino –la masacre en la discoteca o el duelo a katana de Kill Bill, por ejemplo- en qué drama se sostiene tanto espectáculo, o si acaso basta justamente con esa espectacularidad. También en Joyce es el estilo lo que queda en primer plano, por encima de toda realidad representada, aun cuando el irlandés insistía en documentarse tan prolijamente acerca del Dublín ya lejano en que situaba a sus protagonistas. ¿Pero qué ocurre entonces con el tema? ¿Dónde hay que buscarlo?

«Director es el que gobierna los accidentes» (Orson Welles)

Un compatriota de Joyce, Francis Bacon, hablaba de los “accidentes” que sobrevenían a sus cuadros mientras los pintaba; era en esos momentos, cuando todo se tambaleaba, que encontraba el camino para alejarse del sostén provisto por el aspecto o la apariencia de sus modelos, hacia esa dimensión que socavaba la identidad asumida y daba paso a la irreconocible alteridad que entonces se manifestaba. Todo esto, que se ve en los cuadros, forma parte de la “crisis de la representación” manifiesta en el siglo veinte, así como del “callejón sin salida” al que llegó el arte una vez liberado de sus modelos “reales”. Pero la crisis queda en suspenso si, en lugar de empeñarse en reunir el modelo con el retrato, se deja uno llevar por el signo en cualquiera de los sentidos que éste ha logrado, a modo de sugerencias, derivar de su referente. A una lectura orientada a la información esta opción puede parecerle no llevar a nada concreto, pero no es concreción lo que falta en la suspensión del sentido sino que, al no detenerse éste en un objeto ni en un concepto, no es allí donde se da la concreción, sino en el cuerpo que sirve de vehículo a tal sentido: como experiencia, o sea, afirmación, pronunciada no como respuesta a algún interrogante explícito, sino como aparición donde no se la esperaba y en torno a la cual queda, en consecuencia, siempre un aura de incertidumbre que ningún conocimiento o producción podrá abarcar del todo. Pero lo efímero o lo indefinible no son menos concretos por eso.

En su tragedia Calderón, Pasolini resume La vida es sueño para acabar con una pregunta: “¿Qué nos quiere decir Calderón con todo esto?” “Todo esto” es el acumulado y orquestado conjunto de nombres, versos, palabras, acciones e imágenes sugeridas que conforman la materia del texto, cuyo sentido último, si se lo extrajera de tal concreción, difícilmente sería otra cosa que una abstracción comparable a las moralejas de las fábulas. Pero lo abstracto se explica mediante ejemplos a su vez. ¿Qué nos quiere decir Pasolini cuando afirma que “el mito de la forma es el contenido de todo formalismo”? ¿A qué se refiere con “el mito de la forma”? Las obras que se distinguen en primer lugar por su estilo, es más, por su estilización, imponen el tema del formalismo. El cultivo de un estilo supone un dominio formal, incluso técnico, y es precisamente de técnicas de lo que más se ha hablado siempre a propósito del Ulises, donde cada capítulo emplea una distinta (monólogo interior, diálogo catequista, fragmentación, dramatización, imitación y parodia de estilos precedentes, etcétera) y es identificado mucho antes por el uso de ésta que por los temas que trata o su contenido anecdótico. Su materia es percibida como muy otra que cuando es la acción o la situación lo que destaca. Con las escenas de Tarantino, estilizadas a veces hasta el punto de evaporar la violencia misma de su contenido, pasa lo mismo. Lo que se cuenta o muestra así es otra cosa. ¿Pero es otra cosa lo que pone en juego el tratamiento formal de una escena o capítulo que lo que se pondría en juego en la realidad a la que remite una representación?

El mito de la forma

La respuesta depende no poco del concepto de verdad que se elija, si es que se puede elegir. De si se supone la preexistencia de la verdad y se busca la legitimidad de los argumentos en su declinación a partir de un principio rector, o se prefiere suspender, como el sentido, la creencia en un origen y considerar la verdad antes una invención que un descubrimiento, dependiente de la adecuada relación entre unos elementos desprovistos de sentido implícito. De la primera concepción pueden deducirse tanto la monarquía hereditaria como un tipo de narrativa, el habitual en las novelas de intriga y suspenso, en el que la búsqueda de la verdad implica siempre una indagación retrospectiva orientada hacia una revelación final, mientras que en la segunda falta esa verdad previa al planteo formulada como solución en el desenlace y ocupa en cambio su sitio la ausencia de garantías subyacente a cualquier creación humana. Es el golpe de dados que nunca abolirá el azar, como diría Mallarmé, en lugar de la respuesta que colma el espacio abierto por el planteo inicial. Una respuesta, sólo ésa, entre muchas otras posibles. La de Stephen Dedalus a Irlanda, por ejemplo.

Ahora bien, cuando el relato no se apoya en una verdad previa ni cuenta con un dogma que lo respalde a cambio de expresión, si privado de ese origen tampoco puede tener un fin acorde, ¿qué ley o regla del juego lo orienta? ¿Puede ser el formalismo una respuesta a la ausencia de verdad? ¿La regla de un forzoso virtuosismo que sólo puede ofrecer su evidencia como garantía allí donde no hay ninguna? ¿Donde no es posible aceptar ninguna sin obligarse en contrapartida a dar fe de ella en este mundo?

Joyce recurre a ese mito, el de la forma. Y escribe sobre Stephen, primero héroe y sólo años más tarde, tras pasar hasta por el fuego (del hogar paterno, de donde lo rescató la hermana de su autor), artista, forjador de formas, aunque el lector jamás llegue a conocerle más que proyectos e intenciones. No importa, ya que todo él es forja y forma. Y lo que importa es el sentido que deja en suspenso su decisión, tanto de no servir a aquello en que no cree como de expresarse de la mejor manera que pueda. En ese horizonte lo que se esboza es un nacimiento de índole muy distinta al que lo puso en Irlanda. Él mismo habla a un amigo de cuando “nace el alma” (también confiesa querer copular con una, variedad que no ofrecen los burdeles) y anota en su diario el propósito de “forjar la conciencia increada de mi raza”. Nada de esto remite a lo ya dado, sino a otra cosa a la que hay que hacer existir y dar sitio en el mundo, aunque no tenga por el momento ésta otra morada –otro lugar concreto- que la persona de quien la anuncia. Este asiento no es tan inconmovible como un primer motor inmóvil. Errante por las calles de Dublín, Dedalus dice a Mr. Bloom, fatigado al cabo de su memorable jornada: “No podemos cambiar de país, mejor cambiemos de tema”. Pero Joyce no lo hace y en cambio, con menos arrogancia o menos ilusiones, lo que ensaya son variaciones. Como Bach en su obstinado renacer. O Picasso en sus múltiples perspectivas sobre el mismo objeto. Y es entonces, como expropiación del mito de la patria y modelo del tema del exilio, cuando recurre al mito de Ulises, cuya Itaca ya no estará en ninguna parte a la que pueda volver de su deriva.

Las estaciones del Ulises

Convertido el viaje en callejeo circular, el destino también es desplazado en varias direcciones no menos importantes unas que otras. La meta ya no es un lugar y a la vez es asequible desde cualquiera, inmediatamente al menos como visión. Y, a la vez, ya no es el mito, el relato, el depositario de la cultura, a través del cual ésta se juega, sino su expresión moderna más característica: la técnica, conscientemente aplicada, como aquí lo son las distintas técnicas narrativas en cada capítulo. Éste es el saber, o el representante del saber, que se opone al fatal padecimiento de la experiencia heredada, transformada por él en otra cosa. Otra vida. Más abruptas declaraciones de Dedalus: “La historia es una pesadilla de la que quiero despertar”. O, sobre el nacionalismo: “Irlanda es la cerda vieja que se come su propia lechigada”. A toda retórica imperiosa, Joyce prefería su lengua, hecha de equívocos y astillas; pero, a cualquier reivindicación étnica, prefería el desorden del imperio austrohúngaro, donde convivían tantas etnias y pueblos mezclados como técnicas en su novela. “Ojalá hubiera más imperios decadentes como ése”, decía entre guerra y guerra, viendo el alza de los nacionalismos en toda Europa. Su reformulación de la épica respalda sus inclinaciones políticas: si algo desautoriza Joyce es el ánimo de reafirmarse a partir de una idea fija, a cuya exaltación basada en una grandeza o derecho supuestos a partir de un mito opone siempre la realidad de su expresión en palabras, en especial cuando éstas son “esas grandes palabras que nos hacen tanto daño”, habitualmente al servicio de la sed de sacrificar con tanta ferocidad como poca aptitud para comprender cuanto no es palabrería.

Hoy, lejanos la leva y el servicio militar obligatorio, aflojados los lazos de la iglesia y la moral tradicionales, desmembrada la sociedad como se sabe, el de la ruptura entre individuo y comunidad no se percibe ya como un tema ni como un acto heroico, en estrecha relación con el de la fundación de aquélla, y quien desee tratarlo en estos términos ha de recurrir a una ambientación de época o a la presentación de un individuo trasnochado, o lo bastante imbuido de un ideal comunitario como para aparecerse a sus vecinos ya no como un rebelde sino como un posible tirano. La relación de Tarantino con el ayer, sus homenajes a géneros ya pasados de moda, su recuperación de intérpretes y figuras medio olvidados, su apego al celuloide y a la proyección en sala, entre otros rasgos, remiten mucho más a una voluntad de cierta continuidad con una tradición que a una ruptura. En su caso, el recurso al mito tiene dos vertientes, la formal y la narrativa, que en realidad no son más que dos aspectos distintos de la misma expresión. Pues a la recreación ampliada de las formas típicas de los géneros homenajeados, que sirven a su vez de inspiración y modelo, se corresponde la preferencia por unas tramas que son ante todo combinaciones de situaciones propias de esos mismos géneros, proveedores de la mitología puesta en escena, como hacían los griegos con la suya, cuando no directamente remakes, elevados a ilustración ejemplar del mito esencial aludido, pero no exhibido, por las obras admiradas. Así, como en las viejas tragedias, un argumento conocido por todos sirve de hilo conductor a una serie de escenas a las que la extrema estilización, como la aplicación de técnicas diversas en el caso de Joyce, aportará su rasgo distintivo y su sustancia. La continuidad será parecida a la manera en que se suceden los capítulos del Ulises, abruptamente diferenciados entre sí pero a la vez relacionados por un lazo no necesariamente causal, sino apoyado en motivos ajenos a la circunstancia inmediata, formales, como las etapas del viaje mítico, o indiferentes a la suerte de los personajes, como el paso de las horas del día. Una continuidad, o una causalidad, menos significativa que funcional: no preguntes por el significado sino por el uso, como decía Wittgenstein, y como corresponde a la sucesión las escenas no en un drama, sino en un espectáculo de revista, a pesar de que los números, con todo su brillo, se enhebren como las cuentas de un collar en el hilo provisto por un argumento útil. Sin embargo, la recopilación de motivos del pasado realizada en cada film no parece venir en Tarantino de una voluntad de conocimiento como la de Godard en Histoire(s) du cinéma, por ejemplo, sino de una sensibilidad menos en consonancia con una vanguardia como la encarnada por Joyce que la de Godard y más apegada, antes que a los conceptos, a sus aplicaciones y, en consecuencia, más dispuesta a tomar las cosas, a coleccionarlas, que a sobrepasarlas en un pensamiento aventurado. Lo que no quiere decir que todo acabe en una especie de materialismo fetichista. También se habla de actores fetiche y en esto juega su parte el afecto, que en estos casos además suele ser nostálgico. Una película como Jackie Brown es, desde este punto de vista, bastante curiosa: tal vez la más emotiva, aunque discretamente, del autor, por debajo del homenaje evidente a la blaxploitation, más allá de la novela de Elmore Leonard que toma como base, lo que en muchos momentos da la impresión de haber servido de inspiración es otra cosa, más íntima y personal: el recuerdo del mundo adulto en la propia infancia, con la mezcla de ficción y realidad propia de la edad, más la curiosidad por la vida privada de los mayores y la toma de partido intuitiva por algunos de ellos. A diferencia del avión que Pam Grier persigue en la secuencia inicial, acompañada por la voz de Bobby Womack, el pasado resulta inalcanzable; pero es en esa distancia donde se crea la rara tensión afectiva de la película, como un tejido invisible por debajo de la trama que permite palpar algo apenas sugerido por la acción y, sin embargo, determinante en la parcialidad por su estrella que el director invita a compartir. También Molly Bloom acaba por aludir al pasado, al anudamiento de su matrimonio con Poldy, a la hora de por fin cerrar el círculo del día conocido como Bloomsday. Y aunque haya una ironía implícita en que lo haga, más allá de que en el triple sí esté inscripta la voluntad de reanudación, y a pesar de que esa ironía vuelva a afirmar, tres veces, el corte, la división entre cielo y tierra, cuerpo y alma, carne y espíritu, etcétera, también es cierto que el regreso implícito en la circularidad, a retomar de modo aún más evidente en Finnegans Wake, con su consecuente y recurrente vuelta al pasado, propone una reconciliación, una nueva alianza. La forma de ligar los episodios, las frases, las palabras, las letras, no heredada, es la manifestación más inmediata de ese porvenir. O devenir.

2013

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

El espejo insumiso

El espejo del destino

El espejo de Narciso era imperfecto pero verdadero. No hacía falta una brisa ni la caída de una hoja: ese falso cristal, animado por su propia corriente, jamás se detenía ni dejaba de ondular, perturbando sin cesar la imagen que devolvía. Era menos confiable que nuestros artefactos; también menos sumiso: un espejo común, manipulable, puede colgarse en cualquier pared; la fotografía o la imagen cinética, que la tecnología libera del azar, son pasibles de todas las alteraciones que una estética exija. El espejo de Narciso, nunca puro, siempre perturbado (por el viento, un guijarro, un casual pie dolorido), guarda entre sus círculos concéntricos una verdad afín a la oculta en el espejo de Blancanieves: la existencia del tiempo, que Heráclito comparó a un río, creando una metáfora que la tradición conserva, acata y repite. Contemplarse en ese río no carece de consecuencias, como bien lo refleja el destino de Narciso. Tampoco para la poesía, reflejo oblicuo de la experiencia humana; pues el tiempo habla a los poetas, que a su vez hablan por él. Así la poesía escribe otra historia, no paralela sino transversal, y la tradición altera el tiempo al unir ideas y versos separados a menudo por varias civilizaciones; así el pasado llega a aparecer profético y el presente, reflejado en él, puede volverse contemporáneo suyo. Es el revés de la sucesión: porque existe, el tiempo puede ser abolido; a través de la tradición, puede cambiar de naturaleza. De esto trata la más reciente literatura poética: la que en el siglo veinte se llamó “de vanguardia”.

Una de las versiones del mito de Narciso, no la más popular, relata que no era su rostro el que Narciso contemplaba en el agua, sino el de su hermana gemela, idéntico al suyo, que se había ahogado en aquel río. Este Narciso es algo más que un vanidoso: hay en él melancolía profunda, rasgo que en la Edad Media se asociaba casi inmediatamente al pensamiento introspectivo; hay el desgarramiento por un precioso tiempo perdido, aquel en que su hermana vivía. ¿Es la pérdida de un reino, la expulsión de un paraíso? Este desgarramiento es también el de la separación entre los sexos y, por consiguiente, el de la unidad de un ser en plenitud, completo, dotado de una identidad luego imposible en las coordenadas del tiempo sucesivo. Narciso presta su cara a una representación, la de la eternidad, cuya imagen es la belleza: olvida, abstraído en su constante  contemplación, la corriente que vuelve imperfecta esa imagen; es más, el movimiento del agua devuelve la imagen de su hermana a la vida, haciendo perfecta la ilusión. Entonces, Narciso cae: el río le revela su profundidad, a la vez que lo separa de quienes podían mirarlo contemplarse. ¿Recupera la unidad perdida al adquirir la misma condición que su hermana? La muerte nada nos dice; pero, una vez quebrado el tiempo suspendido, otros sentidos aparecen: la fugacidad de la belleza, imagen de la eternidad, y la restauración del orden de la duración y la reproducción sexual. Cumplida la fábula, queda la moraleja; habrá otras conclusiones, pero no se las encontraría en ningún cristal bruñido: falta allí la dimensión temporal, sin la cual Narciso, incapaz de ahogarse, languidece en una vanidad sin consecuencias, mientras en cambio su muerte lo enlaza al tiempo y lo rescata de la trivialidad, convirtiéndolo en un mito.

Los poetas órficos no veían en Narciso un vanidoso, sino el símbolo de la comunión del individuo con el cosmos. El mundo devolvía a Narciso su imagen, que así se identificaba con el mundo: había una identidad entre Narciso y la realidad. En nuestros días, podría verse como la vanidad más disparatada la pretensión de semejante identidad entre un ciudadano cualquiera y el universo que lo rodea. La racionalidad ha impuesto una severa distinción entre la conciencia y la suma de los objetos que percibe. Sin embargo, si hay un tema que caracteriza a la literatura moderna es el de la conflictiva relación entre sujeto y objeto, individuo y universo, tema que encuentra su expresión formal más típica en lo que se ha dado en llamar “monólogo interior” o, en inglés, recurriendo a una metáfora acuática, “stream of consciousness”, en traducción “flujo de conciencia”, imagen que reúne el fluir del agua y del tiempo con el del pensamiento, es decir, del lenguaje, para sugerir, a pesar de la separación, afín al desgarramiento de Narciso, entre conciencia y realidad, una posible identidad entre mente y mundo, capaz de suturar esa herida. A la pregunta por la propia identidad en un universo que no parece reflejarla, esta literatura opone un espejo fluido que se anticipa a la crónica para favorecer la inminencia constante del sentido. Aquí la escritura desarrolla un movimiento simultáneo al de su objeto, en un viaje introspectivo que por la palabra atraviesa las apariencias para devenir una exploración de la naturaleza de la realidad.

Un reflejo de Narciso

Por lo menos tan antigua como la metáfora que compara el tiempo a un río es la idea, respaldada por los hechos, que vincula la navegación al progreso. Si el océano suele ilustrar el infinito, la navegación representa la ampliación del territorio civilizado. El barco que atraviesa el océano traza su propio río, una línea de tiempo en ese plano infinito, y señala con su paso un hito histórico. Así Colón, así Marco Polo; así, según el mito, los Argonautas, que alcanzaron los confines del mundo antiguo. Canta Séneca en su Medea: “Audaz en exceso el primero que surcó con nave tan frágil los mares traicioneros. Todavía no conocía nadie las constelaciones ni se servía de las estrellas con las que está pintado el firmamento. Aún no tenía nombre el Bóreas, aún no el Céfiro.” Pero algo se pierde durante el viaje. Sigue Séneca: “Nuestros padres vieron siglos espléndidos, alejados de engaños. Cada cual, tocando indolente sus costas y haciéndose viejo en la heredad del padre, rico con poco, desconocía las riquezas, excepto las que el suelo nativo había producido.” Enumera las hazañas y desdichas de los Argonautas y concluye: “¿Cuál fue el premio de ese viaje? El vellocino de oro, y un mal más grande que el mar, Medea, salario digno de la primera nave. Ahora ya cedió el Ponto y tolera todas las leyes. Cualquier falúa vagabundea por alta mar. Todo término ha sido removido y las ciudades han levantado murallas en tierras nuevas. Tiempos vendrán en años lejanos en que el Océano relaje los vínculos reales y se descubra la tierra por completo y Tetis desvele nuevos mundos y no sea Tule la última de las tierras.” Siglos después, el descubrimiento de América ponía un límite a los supuestos de la civilización europea, iniciando el proceso de liberación de las monarquías y la consiguiente pérdida del significado de la aristocracia, quintaesencia de los valores del Viejo Mundo. Pero aun el ateo y republicano Stendhal manifestaría su rechazo por la “democracia a la americana”, comentando que prefería verse obligado a hacer la corte al Ministro de Justicia antes que a cualquier tendero con derecho al voto. La tragedia del Nuevo Mundo, donde nada era sagrado para un europeo, parecía ser la de un territorio donde lo original –los pobladores nativos- era masacrado para dar sitio a unos pueblos cuya liberación de antiguos prejuicios tenía como consecuencia una vulgaridad pronta a convertirse en modelo.

Yo no sé mucho de dioses, pero pienso que el río

es un fuerte dios pardo –huraño, indómito, intratable,

paciente hasta cierto punto, reconocido al principio como frontera;

útil, indigno de confianza, como transporte de comercio;

luego sólo un problema al que se enfrenta el constructor de puentes.

Una vez resuelto el problema, el dios pardo es casi olvidado

por quienes moran en las ciudades –siempre, sin embargo, implacable,

conservando sus estaciones y furias, destructor, recordatorio

de aquello que los hombres eligen olvidar.

Aquí T. S. Eliot describe el proceso de degradación de un símbolo. Eliot, intelectual conservador, se declaraba “monárquico, anglocatólico y clasicista”. Su poesía, sin embargo, es un hito revolucionario en la tradición occidental. ¿Qué movimiento es éste, reaccionario o revolucionario? ¿En qué dirección se mueve? Al describir, en su novela El corazón de las tinieblas, cómo el Támesis fluye hacia su desembocadura “con la tranquila dignidad de una vía de agua que conduce a los más recónditos confines de la tierra”, Joseph Conrad, señalando la interconexión entre todas las aguas del mundo, planteó una evidencia que la metáfora del río convierte en utopía: la de un tiempo navegable aguas arriba y aguas abajo, hacia el pasado y hacia el porvenir, poniendo todos los tiempos en juego en cada momento presente. Es la apuesta de la literatura de vanguardia, cuyo modelo será un héroe muy antiguo, Ulises, quien regresa para cumplir un movimiento que no es de retroceso sino de resurrección, pues vuelve de entre los muertos de Troya, de un naufragio sin más sobrevivientes y, sobre todo, de la muerte que le desean quienes aspiran a su trono, su reina y su palacio. El movimiento de vanguardia, de acuerdo con esto, no es un avance que transgrede lo que se tenía por sagrado sino un movimiento de restitución del derecho y de recuperación, por parte del héroe, de lo que le es propio: todavía más que el día redondo de Ulysses, el Finnegans Wake de Joyce liga su fin a su principio para recomenzar eternamente; Proust, gracias a las recurrentes lagunas que dan paso a la memoria involuntaria, recupera el tiempo perdido y concluye su novela anunciando su redacción; Eliot, en East Coker, abre su discurso declarando “En mi comienzo está mi fin” para cerrarlo con una reafirmación que vuelve a abrirlo: “En mi fin está mi comienzo”; los Cantares de Ezra Pound, cuyo primer personaje es Odiseo, ponen la historia antigua y la contemporánea en un mismo plano temporal que se alza como un espejo en cuya corriente, como Narciso, el lector puede mirarse y ver a la vez el mundo entero. Entonces, dos cosas pueden sobrevenirle: la iluminación del reconocimiento, por la que el héroe percibe y deviene la verdad de su experiencia, y una acusación de narcisismo, firmada por el conjunto de la sociedad que lo cela.

Navegaciones y regresos

Las tragedias nos muestran cómo los griegos admiraban a Ulises por sus proezas mientras desconfiaban a la vez de la astucia que las hacía posibles. Hoy todavía pocos se atreven a leer a los famosos autores mencionados. Se elogia su rica complejidad, pero se advierte de la dificultad de su lectura, consecuencia de un estilo exterior a las normas de comunicación vigentes y del radical apego a sí mismos, la lealtad a su propia experiencia; y se deja así su ejemplo al margen de un mainstream cuyo modelo de ficción propone la lectura precisamente como pasatiempo. La sociedad prefiere mirarse en el espejo de su técnica que en el de su lengua. La tecnología digital devuelve una imagen perfecta que somete a nuestra voluntad; incluso anula, mediante la transmisión de datos vía satélite o internet, los avatares del tiempo y el espacio. El progreso aspira al control de los accidentes y poco a poco lo alcanza: por su acción desaparece lo indeterminado. Pero el sujeto, como Ulises en la pequeña isla que prefirió a todos los favores de los dioses, tiene algo que recuperar en el azar del tiempo, en el rumor de ese torrente al que puede abandonarse o remontar, pero no detener o dominar. Sólo ese espejo, el insumiso espejo de Narciso, guarda la verdad que se le escapa; pues el tiempo, el tiempo de la experiencia, real y no virtual, escapa a su dominio y así a su represión: sólo por accidente puede el sujeto regresar a sí mismo, pero a ese accidente tiene que exponerse. El agua como espejo, reflejo y transparencia, otorga la gracia de ver, verse a sí mismo y aún ver a través de sí; visto así el tiempo, flujo y reflujo, cada instante es profético, revelación: aquellas epifanías de que hablaba Joyce.

2002

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

El público en escena 3: La condición de rehén

La ficción en casa

¿De quién soy yo el rehén? ¿A cambio de qué vienen a salvarme? ¿Por qué? ¿Por ser ciudadano? ¿Quién podría hacerse estas preguntas? La condición de rehén no es nada con lo que el público no esté familiarizado, sino muy por el contrario la escena culminante más repetida por la ficción de consumo habitual. O, más que la escena culminante, el punto de culminación y a la vez de apoyo de todos los movimientos que lo rodean. Basta con tres intérpretes para oficiar este misterio: la Hija de Todos, el Protector del Mundo y el Enemigo en la Sombra, al acecho del paso de aquella para irrumpir en la luz y arrastrar a sus favoritos a las tinieblas. Miles y millones de espectadores asisten una y otra vez a las pocas pero siempre repetidas variaciones que el tema ofrece para ser reconocido, ya en el cine, el teatro, la TV o cualquier espacio en que unos cuerpos humanos tracen la constelación imaginaria de una situación dramática. La situación procura ser tensa, para lo que emplea su finito arsenal de recursos dentro de su inagotable capacidad de producción: alto contraste de luces y sombras, violencia contenida a punto de desatarse en cada gesto y actitud, música hecha de sobresaltos cuyo estilo evoluciona al ritmo de las técnicas de reproducción de sonido, etcétera. A su alrededor, o envuelto por su constante retransmisión, el público, al contrario, asiste relajado, o más bien como embotado, casi aburrido, al repetido acto de negociación entre el agresor que aprieta a su rehén contra sí y el defensor que viene al rescate, quizás cansado de lo que ha visto tantas veces, incluso tal vez demasiado, y demasiado a la vez también de buscar una salida a esta encerrona, decepcionado por sus alternativas, como para reunir sus fuerzas y apartarse con un gesto decidido de este circuito. No es para tanto, después de todo: violencia reducida a un simulacro tan asimilado que a nadie puede perturbar. Aunque no por eso dejará de recibir atención, precisamente por no exigir más que este bajo umbral irresponsable; queda así una especie de celebración, por la cantidad de sus participantes repartidos por el globo aunque reunidos en la misma sintonía, reducida al gesto mínimo, perfectamente pasivo, de no cambiar de canal. Dios y el diablo negocian con algún pretexto olvidable a través de sus representantes sobre su objeto precioso, que ya puede colaborar con su salvación o esperar la gracia, pero tarde o temprano ha de recuperar la inmunidad garantizada a los monótonos protagonistas y sus veleidosos pero fieles seguidores. Así en la paz, pero ¿en la guerra? Cuando ya no se trata de una representación, cuando hay lucha y no armonía de contrarios, la división no se da entre escenario y platea, sino entre butaca y butaca. Y ya no se está a salvo en ningún lado, sino que sólo por el momento se salva uno. Cuando el campo de batalla no está localizado, sino que planea invisible por sobre todas las cabezas en lugar de permanecer dentro del cuadro de una pantalla vertical, al otro lado de esa cuarta pared que aporta la diferencia instantánea entre representación y naturaleza, es esa pared justamente la primera en caer, aun antes de haber arrojado bomba alguna, y los mismos que hasta ese momento podían sentirse satisfechos con la integración entre orígenes diversos alcanzada en su comunidad se ven forzados a identificar a quienes los rodean, consigo mismos o con su contrario, súbitamente presente. La sociedad civil remeda la guerra a su nivel y con sus armas, que son la opinión y la capacidad de excluir, pero éstas se vuelven fatalmente en su contra ya que no tardan en dividirla y disgregarla al despertar las diferencias dormidas bajo su ambigüedad característica. La tolerancia tiene esta doble cara que el enemigo no tolera y por la que se pone a prueba la propia identidad. Mientras aquél sea ante todo imaginario, sin cuerpo propio, proyección desde este lado de la frontera de lo que habría al otro de la pantalla, la amenaza está bajo control, reconocida y separada, mediante imágenes que objetivan lo que viene de la propia conciencia no crítica, de manera que basta un vistazo o la costumbre de la contemplación distraída para mantener el equilibrio. Cuando la cuarta pared se viene abajo, los sueños allí proyectados pierden sus bien dibujados contornos, su bien pintada superficie, bajo la presión de lo que su imagen reprimía y aparece, reconocible pero increíble porque lo que se reprimía era su realidad, el margen del orden, lo inesperado y a la vez pendiente: el 11S, por ejemplo. La reintroducción de lo no asimilado en un cuerpo social cuyo equilibrio depende de tal exclusión supone un desorden que deja en suspenso las garantías vigentes hasta ese momento. Bajo amenaza, entonces, lo que podía mantenerse neutral durante el orden tal vez reclame ese derecho, propio de la posición de un juez objetivo, pero topará con un obstáculo nacido de su propia constitución, al no tratarse de comunidad alguna en particular sino más bien de esa especie de clase única internacional, flotante entre varios estados, que compone el grueso de la población occidental sin compartir ciudadanía: la falta de un claro destinatario para su reclamo, que llega a todo el mundo sin saber a quién se dirige ni quién debería responder. De hecho, en cambio, los receptores de estos emisores son ante todo sus semejantes y también son ellos quienes, más que responder, se hacen eco de su clamor, al que no es seguro que, por más multitudinario que sea, se pueda llamar popular. Pues no es lo mismo un público que toma la escena que un pueblo que ocupa sus calles: éste dirige unas exigencias definidas a unos gobernantes determinados, mientras aquél sobre todo manifiesta una posición, lo cual resulta mucho más ambiguo ya que reúne en ella todas sus contradicciones, y se expresa sobre todo a sí mismo, en esa mezcla de desacato, desafío, indignación, esperanza y mala fe característica de quien espera reconocimiento por su expresión. El público como artista, haciendo el número del rehén: inocente en peligro que debe ser salvado, en nombre de su derecho a la paz y a la libertad, y a circular libremente por unas calles seguras, es decir, vigiladas. En cambio, ahí está entre dos fuerzas que de tan parecidas llegan a parecer intercambiables, y todo el mundo sueña hoy con abarcar dentro de sí los dos extremos de la ley. ¿Pero quién los representa en este acto, al que el orden acude haciendo ver su mirada vigilante en tanto el caos prefiere mantener a sus agentes invisibles? Existe, entre ambos extremos y en casi todas partes, haciéndose ver a toda costa en cambio, una nueva ciudadanía internacional cuyos derechos exceden lo que es posible garantizar a cualquier poder en la medida en que aquella desborda los límites de cualquier estado. Esta ciudadanía, inclusiva a tal punto que llega a confundirse con la humanidad misma, sobre todo en su representación a través de los medios, reclama el derecho a una neutralidad basada en el individualismo y el cosmopolitismo apolítico que caracteriza a sus miembros, ideología según la cual cada uno se pertenece a sí mismo y se solidariza con quien quiere, libre de lazos y fronteras impuestos, en una asociación móvil, espontánea, irregulada y fluida como la de los grandes capitales unos con otros. ¿Pero ha existido alguna vez un pueblo que gozara de semejante derecho? ¿No consiste esa neutralidad en lo contrario de lo que constituye una nación? ¿Y a quién reclamar entonces si se abjura de todo compromiso, de toda autoridad, de toda instancia aglutinante excepto el propio gregarismo? Ciudadano del mundo nunca ha sido una expresión que se pudiera aplicar literalmente. ¿Puede el público algo más que expresarse, o sea, pasar al otro lado de la imagen gracias al acceso irrestricto a sus medios de producción y distribución, sin el concurso de una materia ajena capaz de ofrecer resistencia a esos mismos medios?   

HCE: Here Comes Everybody

Verano de 2016. La tercera guerra mundial no ha tenido lugar. O sí, sin que nos diéramos cuenta, o está teniendo lugar ahora en unos campos de batalla demasiado novedosos como para que seamos capaces de reconocerlos. Mundial, sin duda, es el conflicto que estalla irregular pero periódicamente en las grandes y pequeñas ciudades de todo el mundo, entre civiles y no entre militares en las afueras como en la antigüedad. Tiempo real: con esta expresión se alude a la vez a la abolición del espacio o, más en concreto, de la distancia entre dos puntos. Here Comes Everybody, HCE, las iniciales de Humphrey Chimpden Earwicker, el marido de Anna Livia Plurabelle, los protagonistas de Finnegans Wake, pero también uno de las claves de composición de esta obra célebre por inasimilable a causa de la dificultad de su lengua, hecha de palabras compuestas a partir del concurso, en cada una, de expresiones provenientes de distintos idiomas. Aquí viene todo el mundo: todo a la vez en el mismo punto, inteligible tan sólo en la medida en que uno pueda oír, a partir de su reunión, cada sentido por separado y volver a tramarlo con los otros, para lo cual hace falta precisamente distancia: la distancia abolida por el método de composición que el lector, al analizar, o sea, descomponer, reintroduce en el conjunto de la operación, sin por eso dejar de ser arrastrado por la corriente de esas palabras extrañas, de su canto, como Ulises amarrado al mástil. Pues el onírico mundo de Finnegans Wake, al igual que el inconsciente que se propone representar, no responde a las coordenadas de tiempo y espacio habituales, que vuelven inteligible la maraña de fenómenos. Y en esto Joyce ofrece un perfecto modelo del mundo que no se entiende, o por lo menos no inmediatamente y casi nunca a tiempo, de tal manera que de él no se habla y siempre lleva la delantera respecto a los comentarios. El fracaso de los sondeos respecto al Brexit, a más de una elección presidencial o tantos otros ejemplos recientes de falta de insight, como se diría en inglés, respecto a aquello que queda en la sombra al no hacer de la expresión su actividad cotidiana, como puede verse incluso en el rechazo a las encuestas por parte del aludido sector de votantes, significativamente también contrario en esto a los hábitos de la masa en comunicación permanente que conforma el público visible y así reconocible como tal, muestra claramente el límite de la percepción anclada al circuito de la comunicación y el solipsismo de éste, revelador de un narcisismo colectivo que encuentra su coartada día a día en la multitudinaria y abierta interactividad de sus afectados. Es lo que podríamos llamar la identificación consumada: primero se desprende del conjunto alguien que lo representa ante sus ojos; luego crece el repertorio de las identidades posibles ofrecidas al público; después le basta a éste con un modelo reconocible para proyectar sus imitaciones; por último el público prescinde de intérpretes y ocupa el lugar de la ficción. Éste es el punto en el que los extremos se tocan: así como la imagen es la sublimación del cuerpo de quien se proyecta, la ausencia de huellas es el ideal del asaltante furtivo. En las manifestaciones, en cambio, el cuerpo regresa para hacerse valer, ya contra sus agresores fugitivos, ya contra la imposición de una imagen. Pero no por eso, por representarlo, deja de ser un blanco ni de ofrecer él mismo una imagen. Rehén que exige su rescate, continúa atrapado en la escena tantas veces vista, aun sin atención, del momento culminante, en la que el chantaje se dirige desde todas hacia todas las partes. Entre agresor y defensor es evidente, ya que no hacen más que explicitarlo. Pero, además, el cuerpo del delito en suspenso sabe que, si dejara de mostrarse, si desapareciera, su eliminación quedaría impune y perdería así su última defensa. Y bajo este argumento es víctima, instrumento y a la vez practicante del chantaje, lo que le permite en cierto modo resumir en sí todos los roles, excluyendo a los personajes activos. Pero ese modo interior, que puede compensar a una víctima de las circunstancias, no es el único y el poder, legítimo o no, siempre desafiado, exige ser reconocido. Ahí es donde a la fuerza se suma el signo, el drama al conflicto y el teatro a la naturaleza. Es el lugar del público, capaz de proveer intérpretes a todas las compañías que de él emerjan para hacerse ver, lo que requiere asumir un sentido cualquiera, diferenciándose así de la polifuncional disponibilidad de que vienen. Con sus atentados, más allá del valor que cada uno conceda a sus argumentos, los terroristas dicen castigar la intervención, la no neutralidad, decidiendo así un sentido y cargando con una responsabilidad la conducta ambigua de la parte que, en su aparente variedad, se comporta como un todo, excluyendo lo que ignora. Es, efectivamente, hacer un corte, pinchar el globo, y por eso duele, como toda agresión. Es decir que esa neutralidad de lo que vive absorto en sí mismo no es neutral, es situarla, contra su voluntad, en el campo de batalla. En El sistema del infierno de Dante, Leroi Jones, próximo a convertirse en Amiri Baraka, establecía a los neutrales en el círculo más profundo del infierno, a modo de castigo: un intento desesperado de infligir un destino a esa masa que se hurta de todo fin y vuelve siempre a su equilibrio, sagrado o cretino según se mire, pero anterior a la conciencia en todo caso. Lo que se reproduce con cada nueva generación, circularmente. Nacido en ese flujo, cualquiera que alce la cabeza de sus aguas verá enseguida sobre ella, uno a cada lado de la encrucijada en que ha despertado, irreconciliables pero igual de amenazantes, a los Escila y Caribdis de su generación, o todavía a los de la anterior, o ya a los de la que vendrá, exigiéndole que tome partido: el suyo, so pena de exterminio, dado que, aunque cada amenaza necesita tantos partidarios como pueda reunir para hacerse respetar, los que vienen son tantos y además se reproducen a tal velocidad que cualquiera puede ser eliminado sin que apenas se perciba el hueco que deja para un suplente ya dispuesto; incluso, aunque la violencia se multiplique, la población va siempre en aumento. Escila y Caribdis: no el bien y el mal, sino dos males, uno mayor y otro menor, entre los que cada generación debe volver a pasar y elegir no sólo uno, sino cómo. Unos, quizás la mayoría, optarán por bajar el lomo, aguantar y tratar de pasar desapercibidos, mientras que otros intentarán aprovechar la riesgosa oportunidad de promoción que no pueden rehusar. Lo nuevo es la síntesis entre ambos caminos debida a la industria de la imagen y su circulación, que permite promoverse en multitud al estado de aparente trascendencia que ofrece la ilusión de reconocimiento. Como en esa especie de chiste citado en tantos manuales de management, donde un sufrido obrero medieval no lamenta vivir apilando piedras porque considera que está construyendo una catedral, mientras el ideal que preside un conjunto que sobrepasa a sus individuos persista en éstos todo irá bien, se trabajará cantando y el edificio crecerá. Pero el cuerpo, abajo, sentirá el cansancio y en él empezará la sedición del sistema de dominio. Quien no crea en la sublimación ofrecida por la imagen de sí mismo, quien crea, al contrario, que la sublimación es el trabajo en todo caso de su propio ojo y su propia mano, para lo que no puede dejar su cuerpo atrás y optar por su reflejo, posibilidad que la razón además no admite, se desmarcará del idealismo religioso y no confundirá la inocencia que espera la salvación en efigie con el bien. Ni creerá en el derecho a la neutralidad que de aquella se deriva por la impotencia que la excusa, siendo que la neutralidad es a la justicia como la inocencia al bien. No por eso será más poderoso, motivo por el que este estado de conciencia quizás parezca demasiado desesperado como para preferirlo a una beatitud incompatible con él. Viene de las profundidades del cuerpo y no de la luz del espacio en el que viven juntos todos cada día. De tal modo que muchos, eligiendo la superficie, prefieren olvidar lo que en el fondo saben. Así es posible reconocerse en lo que se muestra y participar en esa escena sin desentonar. De nuevo el chantaje como recurso para constituir un público, en este caso por miedo a la exclusión. Y así son los propios peces los mejores defensores de su pecera, preferible al estallido que los derramaría por el suelo. El límpido cristal de la pecera es una óptima pantalla; su contenido, un fluido y bonito espectáculo. Éste es el tema de tantas distopías actuales, muy populares, lo que significa que todos reconocen la situación, incluso con más cansancio que con la resignada superioridad de hace unos años, pues ya todo el mundo está al tanto. Sin embargo, bajo este saber general sobre lo que se exhibe, disminuye la capacidad de percibir y comprender lo que se excluye, lo que no se expresa de la manera habitual, o de las muchas maneras habituales pero todas solidarias unas con otras propias del “espectáculo integrado” (Debord), en continuado en todos los medios. Comprender una lengua distinta del esperanto universal es empezar a hablarla, hacerla propia es separarse del common ground proyectado por la red de comunicaciones basada en la voluntad de inclusión. Esta separación, esta distancia, es la que anula el público cuando invade la escena y permanece en ella sin otra representación que la de sí mismo, aun cuando se disfrace o imite todo lo que ha visto allí antes. A esta separación se opone a su vez la interactividad, que promueve una alteridad determinada por estímulos bajo programa y bajo control, donde no importa qué respuesta se dé a cualquier llamado mientras se mantenga el diálogo, en el que también entra el silencio como otra contestación posible. Toda la libertad, toda libertad de elección, debe caber en este esquema, variado y nutrido. El empeño en fidelizar tiene un propósito: que no quede un solo ojo sin compromiso con lo que se exhibe, para lo que se concede al público, como antes mejores sueldos o condiciones de trabajo al pueblo, bajo apariencia de libertad de expresión, el derecho a la imagen. Que cada uno, si su conciencia le permite ser crítico o juez, pueda también ser parte del espectáculo y entienda, o al menos intuya, que desde entonces el conjunto de su persona depende más de su participación que de su juicio. Si todo es admisible, todo es recuperable, menos lo que debe quedar fuera para bien de todos: la perspectiva desde la que el paisaje, aunque parezca contener la vida entera, aparece como un ámbito sin alternativas reales, es decir, exteriores. Si no se tapa ese ojo, todo arriesga irse por él, como el agua por el sumidero. 

2016

Crítica del público, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Una nueva traducción de Finnegans Wake

Un oído demasiado fino

Una primicia para todos los joyceanos de lengua española: una nueva traducción de Finnegans Wake al castellano está en marcha. Su autor, que se encuentra en plena tarea, es un joven venezolano llamado Freddy Guanipa que conoció el libro de Joyce a través de un suplemento cultural español hace algunos años y que, a pesar de ser entonces un estudiante de física, escuchó el llamado de la literatura a través de la fama de intraducible de la obra en cuestión. Según nos cuenta comenzó la traducción en enero de este año y ha logrado completar ya la primera parte, de la que a continuación ofrecemos un par de fragmentos. Posiblemente para fin de año la traducción esté completa.

«En todo este tiempo», dice Guanipa, «he leído análisis de la obra de Joyce y he estado leyendo sus otros libros. Para traducir el Finnegans hay que tomar en cuenta las ideas, los significados y el ritmo de las palabras, respetar los juegos y patrones de palabras y referencias culturales, intentando hallar un equivalente en español, o una mezcla de español con otros idiomas, recreando lo que hizo Joyce con el inglés.»

Hoy, 16 de junio, es Bloomsday, el día de Ulises, que tantos joyceanos celebran cada año en Dublín y otras partes del mundo. Sumemos al día de fiesta esta nueva versión de Finnegans Wake, el libro nocturno de Joyce, sobre el que el trabajo de Freddy Guanipa seguramente echará nueva luz.

El celebrado autor

Anna Livia Plurabelle

Traducción de Freddy Guanipa

CAPÍTULO 8: COMIENZO

O Dime todo de Anna Livia! Quiero oír todo de Anna Livia. Bien, conoces a Anna Livia? Sí, por supuesto, todos conocemos a Anna Livia. Dime todo. Dime ahora. Te digo y te mueres. Bien, tú sabes, que fue del tío que hizo lo que ya sabes. Sí, lo sé, ¡habla! Lave quieta y no salpiques. Arremánguese bien y suelte la lengua. Y al inclinarte ¡cuidao! que me haces caer. O lo que ellos doscubrieron e intrentaron hacer en el parque del Fínix. Es un tío muy reppesao. Vea esta camisa. Vea qué suciedad. ¡Que tiene toa la tierra negra! Y eso que he estao empapada y encogida toda esta seemanaa. ¿Cuántas veces la havré lavado? ¡Conozco de memoria los sitios a donde saale, ese duddoso diablín!

CAPÍTULO 8: FIN

No oigo las aguas del. Las chachareantes aguas de. Volantes alas, ratas charlan. ¡Ho! ¿No estás en casa? ¿Que Noél se casa? No oigo por las cotorras, allá lifiando las aguas de. Oh, ¡Riós nos salve! Mis pies no tan bien. Toy más vieja que el olmo. ¿O hablás de Shaun o Shem? Los hijosijas de Livia. Arpías nos oyen. ¡Notte! ¡Notte! Mi testa se parte. Toy más pesada que la piedra. ¿Decís, de John o Shaun? ¿De quién Shem y Shaun, eran hijosijas de? ¡Notte ya! ¡Dime, dime, del olmo! ¡Notte Notte! Dimel tallo o piedra. Ladean las riverantes aguas de, las vaivenantes aguas de. ¡La Notte!

Work in progress

Anna Livia Plurabelle

Original de James Joyce

CHAPTER 8: BEGINNING

O tell me all about Anna Livia! I want to hear all about Anna Livia. Well, you know Anna Livia? Yes, of course, we all know Anna Livia. Tell me all. Tell me now. You’ll die when you hear. Well, you know, when the old cheb went futt and did what you know. Yes, I know, go on. Wash quit and don’t be dabbling. Tuck up your sleeves and loosen your talk-tapes. And don’t butt me — hike! — when you bend. Or what — ever it was they threed to make out he thried to two in the Fiendish park. He’s an awful old reppe. Look at the shirt of him! Look at the dirt of it! He has all my water black on me. And it steeping and stuping since this time last wik. How many goes is it I wonder I washed it? I know by heart the places he likes to saale, duddurty devil!

CHAPTER 8: END

Can’t hear with the waters of. The chittering waters of. Flittering bats, fieldmice bawk talk. Ho! Are you not gone ahome? What Thom Malone? Can’t hear with bawk of bats, all thim liffeying waters of. Ho,talk save us! My foos won’t moos. I feel as old as yonder elm. A tale told of Shaun or Shem? All Livia’s daughter-sons. Dark hawks hear us. Night! Night! My ho head halls. I feel as heavy as yonder stone. Tell me of John or Shaun? Who were Shem and Shaun the living sons or daughters of? Night now! Tell me, tell me, tell me, elm! Night night! Telmetale of stem or stone. Beside the rivering waters of, hitherandthithering waters of. Night!

Economía de Joyce

Joyce & Cía.

Los hermanos Marx, unos diez años más jóvenes que Joyce, eran cinco de los que actuaban cuatro y luego sólo tres. Por eso es difícil decidir si llamar a su colaboradora más asidua, Mrs. Margaret Dumont, cuarto, quinto o incluso sexto hermano Marx. Su papel era siempre el mismo: la viuda millonaria con tanto dinero como tiempo libre cuyo encaprichamiento con Groucho conduciría a éste a la presidencia de Freedonia, la dirección de un sanatorio consagrado a la cura de una única paciente tan sana como un roble o la organización de muy poco ortodoxos eventos sociales a partir de la subversión de las recetas favoritas de la crema de la sociedad. Todo eso está en las películas, que dejan seguir muy bien la evolución de las relaciones entre la heredera de una fortuna y su afortunado seductor a través de los años: el encanto de sus escenas conjuntas en Una tarde en el circo, una obra injustamente minusvalorada en relación con las mucho más célebres Una noche en la ópera y Un día en las carreras, debe mucho a la larga experiencia de tablas en común en que se basa el perfecto entendimiento incluso físico entre ambos comediantes, así como a lo afortunadamente repetido del reconocimiento de su público. Para quien sabe que el dúo, a pesar de sus esfuerzos en Tienda de locos, no volverá a rayar tan alto, el reencuentro es aún más conmovedor y el fantasma nostálgico que puede proyectar sobre la película todavía más fuerte.

Joyce tenía un tipo bastante parecido a Groucho: no caminaba agazapado sino erguido, no fumaba puro, pero era también delgado, con gafas, bigote y una lengua pronta a mostrar su ingenio. Y su cara no era mucho menos dura: basta leer su correspondencia o su biografía por Richard Ellman para comprobar su facilidad para pedir prestado, su negligencia para devolver, sus costumbres de manirroto y la singularidad de las exigencias que planteaba a amigos, parientes, agentes, editores y lectores. En lo económico, como se sabe –Bernard Shaw se escandalizó al conocer el precio de venta del ejemplar de Ulises-, pero también en lo literario, lo que nadie que haya velado con Finnegan ignora, así como en lo personal, que atestiguan momentos a veces tan deliciosos como ése en que Jim, confrontado durante una riña de taberna a un rival que lo doblaba en tamaño, peso y musculatura, se vuelve hacia un compañero de juerga que practicaba box diciéndole: “Es suyo, Hemingway.” Hay mucha picaresca típicamente irlandesa, aunque esta escena es parisina, en Ulises y las otras obras de Joyce. Costumbres heredadas de su padre, el viejo John Joyce, o con las que por lo menos estaba tan familiarizado como con las mudanzas forzosas. Sablazos a diestra y siniestra por las calles de Dublín, circulación acelerada del circulante debido a la urgencia de esas pequeñas cantidades, liquidez tan extrema al margen del Imperio como la de la lengua inglesa en sus manos cuando estaban a la obra. En Joyce, con el correr de los años y la evidencia creciente de lo imposible de colmar por obra alguna en cuanto a las aspiraciones juveniles manifiestas en la figura de Stephen Dedalus, se va afianzando el autor cómico: de hecho, lo primero que se entiende en Finnegans Wake, si el lector es capaz de bailar con su música, son los chistes. “Juro por mi honor de caballero que no hay una sola línea en serio en mi libro.” Esto dijo Joyce de su Ulises. En un sentido, es una verdad que irá aún más lejos con su novela siguiente. Pero es también una paradoja, con todo el lado cómico implícito en el particular doble sentido de las paradojas, ya que los años de éxito de Joyce no fueron fáciles sino tal vez, entre su propia ceguera y la locura de su hija Lucía, que crecían a la par, y su juventud cada vez más lejana (High hearted youth comes not again, cantaba uno de los viejos poemas publicados durante esos años) a medida que la segunda guerra se acercaba y Zurich empezaba a perfilarse, en lugar de como refugio de paso, como destino definitivo, los más difíciles de su existencia. Todas sus experiencias de ese tiempo, como las de su juventud en Stephen Hero mientras la vivía y a la vez la transcribía en su libro, podían entrar y de hecho lo hacían en Finnegans Wake, a diferencia de lo que imponían el destilado y la perspectiva necesarias para componer Dublineses o el Retrato; incluso el rechazo y la incomprensión de muchos de los defensores de Ulises, como Ezra Pound, encuentran su lugar en la novela inmediatamente. Los diecisiete años que le tomó terminarla fueron arduos, pero el libro termina, o se interrumpe, en una nota muy alta: desde allí, como es bien sabido, recomienza. Para quien, tomándole la palabra al maestro, “dedique su vida entera a leer sus libros”, es deseable y de esperar que este círculo corresponda a un espiral, el que Joyce tomó a Giambattista Vico como modelo de la figura del tiempo, y que este espiral sea ascendente, como el desenlace de la obra, donde la voz de la hija se dirige al oído del padre (I go back to you, my cold mad father, my cold mad feary father) elevándose por sobre la corriente –la cabellera materna, a su vez la corriente del río Liffey, que da a la madre su nombre, Anna Livia Plurabelle- que en la realidad la ha arrastrado, para volver a sumergirse en ella y remontar otra vez sus aguas past eve’s and adam’s, el punto de partida. Podría ser infernal, si el espiral no corrigiera el círculo y señalara así la dimensión vertical que permite multiplicar los sucesivos y simultáneos niveles de lectura; como en cambio lo hace, a pesar del tono agónico, este fin de una lectura que casi nadie ha logrado atravesar es luminoso.

El valor de un dólar

Sin embargo, aunque Joyce, como su vida lo muestra, tuvo suerte, pues el azar respondió con más de un encuentro a la fe que él mismo depositó en sus posibilidades de “vivir, errar, caer, triunfar, volver a crear la vida con materia de vida” (Retrato del artista adolescente), esta suerte no alcanzó a su hija, cuyo triste descenso en la locura echa una dolorosa sombra sobre la luz que atraviesa la red del lenguaje a partir de la fisura abierta por Joyce en el inglés. No todos, tal vez, ni siquiera la heredera dilecta y más próxima de ese lenguaje, tienen con qué pagar el precio de la libertad que éste concede; no todos, a partir de la descomposición de la palabra reglada por el idioma en letras que lo desbordan, pueden moverse con acierto en la recomposición inestable que resulta. Quizás nadie. Basta con ver –con leer- los resultados obtenidos por los pocos escritores que intentaron a conciencia la continuación del proyecto: tuvieron que, como Samuel Beckett, Eugene Jolas o Julián Ríos, dar marcha atrás desde ese camino anudado consigo mismo y encontrar otro, conservando a lo sumo el ejemplo, “la moral del artista”, como Beckett decía, en lugar de técnicas y procedimientos cuyo poder de revelación descansaba al fin menos en ellas que en aquello a lo que se aplicaran. Incluso Joyce planeaba escribir algo “muy simple” después de Finnegans Wake. La muerte no lo dejó, aunque la pregunta es si habría podido. Ya que a lo largo del desarrollo de su capacidad artística lo que va cediendo es la voluntad, a tal punto que la complejidad va en aumento a medida que fallan los principios organizadores de la cultura sobre la realidad y van siendo sustituidos por una percepción directa de los fenómenos, a organizar entonces según una redistribución no jerárquica de los materiales. Este proceso puede seguirse desde la irrupción de las famosas epifanías y el fracaso de los educadores de Stephen Dedalus en la transmisión de la doctrina cristiana hasta el continuo tropezar, a lo largo de la larga jornada de Ulises, de los propósitos, declaraciones e intenciones de la lengua con sus ecos y resonancias accidentales y el posterior cosmos caótico de Finnegans Wake. Si hay un principio rector de todo esto, no es aquél según el cual nos ponemos de acuerdo.

Sin un principio como éste, por ejemplo aquél que orienta el sentido de toda comunicación dentro de un canal abierto entre un emisor y un receptor, que es también según el cual suele entenderse el contacto entre autor y lector, surge la necesidad de otro modelo. Una vez rota la creencia en la verdad cifrada dentro del mito, una vez visto que el rey está desnudo, que nada ya cubre el vacío entre significante y significado, no sólo es posible sino también hace falta otro modo de representar. Desde su interés juvenil en Ibsen, Joyce defendió siempre esta búsqueda de una nueva relación con la verdad. Pero allí donde, o cuando, todo es convención, sólo cabe simular. Y así ocurre en el caso de Ulises en su relación con la Odisea, sobre la que está construido: no es el sentido ni el significado lo que aporta el mito, interpretado ya por Homero en su momento, sino el encadenamiento de episodios a partir del cual es posible una estructura para un material que no es posible contener dentro de ninguna estructura de sentido. La estructura, por eso, es prestada, pero se la toma vacía; ya que incluso la interpretación irónica de lo que ocurre en la novela de Joyce en relación con cada ejemplo tomado de su modelo es muy pobre en comparación con el estímulo que ofrecen tanto lo que la lengua de Joyce pone en escena como las distintas técnicas empleadas y la novedad de prácticamente exhibirlas en lugar de disimularlas a la educada manera clásica. “Tal vez sistematicé demasiado Ulises”, dijo Joyce alguna vez, lamentando la excesiva notoriedad que la clave de interpretación homérica había adquirido y la falsa pista, demasiado fácil y en última instancia estéril, en la que ponía a sus lectores más hambrientos de un sentido preestablecido que les sirviera de guía de lectura. También explicó el modo en que esos lazos con el mito griego le habían servido de “puente para hacer pasar a sus soldados”, de manera que, una vez cruzado el río, no habría por qué conservarlo. En su siguiente novela se ocupó de volar personalmente lo que tantos de sus críticos, estudiosos y lectores se empeñaban en preservar: esa pista referencial tan recorrida que le había dado un suelo, pero que en absoluto funcionaba como indicio mayor ni como hilo de Ariadna respecto al significado, ni tampoco señalaba el camino abierto por el texto.

Entre el día y la noche

No había otro, al parecer, para seguir dejando pasar incluso todavía más de lo que tanta organización social y cultural reprimía. Eso mismo que en la prosa de Joyce transforma al inglés por dentro, volviéndolo incomprensible para quien no está al tanto de qué es lo que ha operado la transformación, como un emerger, en el interior de la lengua de Su Majestad, del hablar de todas las culturas sojuzgadas o vencidas por el imperio británico (recordemos lo que Joyce dijo del multirracial imperio Austrohúngaro donde vivió varios años y nacieron sus hijos: “ojalá hubiera más imperios decadentes como ése”), a partir de lo cual sí es posible deducir alguna intención por parte del autor, erigido así en responsable al gusto de cualquiera dispuesto a exigir garantías de sentido a un texto. Joyce también se refirió a “esas grandes palabras que tanto daño nos hacen” –patria, familia, religión, etc.- y a la historia como una pesadilla de la que esperaba despertar. Tanto conceptos aglutinadores y unívocos como relatos progresivos y lineales son disueltos por el tratamiento joyceano de la palabra y de los hechos, que no permite a nada sostener la abusiva seriedad, o literalidad, en que se basa la jerarquía por la que unos términos imponen a otros su significado. De ahí, también, la oscuridad y el caos infinitos para quien aspire a reducirlos a un sentido clarificador: el mito es evidentemente desbordado por el lenguaje, compuesto por tal cantidad de detalles y variaciones que complican todo sentido, tanto como la batalla vivida por la tropa puede hacerlo con el gesto épico del héroe, al contrario del teatro oriental, donde el actor que representa al general también representa a todo el ejército. Hay por parte de Joyce desde el principio una intención moral en la disolución de lo ejemplar, pero además de que va descubriendo su profundidad poco a poco ocurre que la moraleja, al volverse cómica la épica por su paso del mito, aristocrático, al realismo, plebeyo, aparece más bien como “punchline”, incluso sobrentendida y, de esta manera, tácita. La risa, en este tablero siempre creciente y más complejo a medida que suma piezas, también hay que saber buscársela, y, si no, aprender a hacerlo, como un joven cualquiera en la calle cuando sale al mundo.  

Despilfarro, exuberancia, bajo el signo de Urano: como el padre de Zeus y de Cronos, castrado por éste a pedido de su ya repleta madre Gea, es decir, el Cielo castrado a pedido de la Tierra por el Tiempo, de cuyo sexo amputado y caído al mar nació Afrodita, Venus, causa ilógica del deseo que enloquece a los hombres, Joyce, al corregir, contra la práctica más habitualmente elogiada en la sociedad literaria de quitar, cortar, eliminar, borrar, destilar ya sea en busca de pureza o de eficacia, siempre agregaba, para desesperación de sus editoras e impresores. La abundancia intolerable, que después de fluir por encima de los diques de los profesionales amenaza con ahogar al lector página a página, exigiéndole nivel de campeón para surcar estas aguas, es lo opuesto de lo entendido normalmente como economía narrativa, de la que Joyce ya había dado su muestra cabal con Dublineses. La normativa editorial, que en general favorece, y debe hacerlo, la claridad y la eficacia llegando casi a erigirlas en valores supremos, equivale ante esto a un código previo a la lectura establecido por y para escritor y lector, cuyo cumplimiento es tarea del editor vigilar. Este código, que Joyce relativiza hasta hacerle perder su función de amarra a fuerza de rodearlo de modos alternativos de representación por la palabra, es un pacto a la vez social y cultural. Un modo de racionalizar la producción y asegurarle un mercado, frente al cual aparece con toda claridad la escritura de Joyce como apuesta, o sea, como invocación del azar y en él de la Providencia, del Cielo. Pero no como dócil plegaria, sino como número cómico, en el que hasta las más organizadas previsiones de la tierra –Previsión contra Providencia- fracasan estrepitosamente. Son estas dos categorías las que representan, entre otras, los hijos gemelos de Earwicker en Finnegans Wake, Shaun y Shem, protagonistas de la fábula de la hormiga y la cigarra recreada en sus personas como The Ondt and the Gracehoper, donde vuelven a enfrentarse, como a lo largo de todo el libro, en nombre de valores opuestos o, más bien, de fuerzas contrarias, ya que el despliegue de unas, después de todo, estimula el de las otras. No hay modo de acabar, es decir, de vencer, ya que lo propio de la comedia es que todo salga al revés y favorezca lo contrario de lo propuesto, para bien o para mal. Así gira el mundo, dramáticamente, frustrando fatalidades y esperanzas con la repetición del mismo movimiento irregular y continuo, incontenible, que desbarata cada vez el orden aunque éste siempre renazca de sus cenizas. Pero son la amenaza y la irrupción del desorden en lo serio lo cómico, que en esto sí no tiene reverso, como el exceso desborda la medida por más rigurosa que ésta sea y el que hace saltar la banca es el punto aunque aquella sea implacable. No importa cuán fino sea el efecto calculado, la gracia cae siempre del cielo y no se construye. Ni ella misma construye, pues todo lo da entero y de golpe. Como el pleno en el casino, responde a un pálpito pero no a una cita. La organización tolera sus veredictos porque se trata siempre de excepciones que, además de confirmar la regla como es debido, mantienen la ruleta girando en la ilusión general de resultar elegido. Pero precisamente sólo puede tolerar, a la espera de la restauración del orden mientras la Providencia da su escándalo. Pues en el caos sobreviene la epifanía, irreductible a cualquier marco acordado. La luz de un rayo, que desenmascara pero no se prolonga; de hecho, una vez que ha caído, lo que toca al iluminado es retirarse y cobrar su apuesta. O viceversa. La de Joyce es una inversión a largo plazo, pero la ruina de los presupuestos socioculturales debida al despilfarro en la expresión es inmediata. De ahí la risa y los quebraderos de cabeza, que no se hacen esperar y encima se multiplican, como las resonancias del eco dentro de una caverna que no se sabe dónde termina.

La música del azar

También por esto los hermanos Marx gustaban tanto a los surrealistas, que sin embargo, a pesar de su coincidencia con Joyce en París y en la época, no se trataron con él ni lo buscaron. Con la notable excepción de Philippe Soupault, uno de los tres fundadores del movimiento junto con Breton y Aragon, pero ya expulsado de él cuando se acercó al autor de Ulises, con quien colaboró mano a mano en la traducción al francés del célebre fragmento Anna Livia Plurabelle, que cierra la primera parte de la entonces aún inédita Finnegans Wake. Tanto los textos de Joyce como las interpretaciones de los Marx desbordan las formas que procuran contenerlas hasta reventarlas y llevarlas más allá de sus límites. Así como una palabra es subvertida desde su interior por las letras que Joyce desliza dentro de ella hasta volverla casi irreconocible pero convocar, a cambio, sentidos imprevistos, los hermanos Marx eran la pesadilla de los directores que procuran controlar lo que ocurre ante su cámara y en general debían ceñirse a seguirlos en su desatada acción tratando de que por lo menos no se les fueran de cuadro. ¿Marcas? Para saltárselas. Todo lo presupuestado cae bajo amenaza de bancarrota en este escenario, a menos que aparezca el inversor providencial, el “caballo blanco” repetidamente invocado en El hotel de los líos, como siempre a último momento para rescatar la empresa tambaleante. Y Joyce, al fin y al cabo, era financiado por mismo tipo humano que ponía el dinero en las comedias de Groucho, Chico y Harpo: una heredera cuyo capital personal, por el que no ha trabajado, hace posible, tal vez necesaria para ella, cualquier extravagancia. Puede permitírselo. Como Margaret Dumont en Sopa de ganso: “Lo que este país necesita”, dice del futuro estadista al que apoyará con sus millones, “es un progresista intrépido, un hombre como Rufus T. Firefly”. O como, si damos en cambio la palabra, y se habla de literatura, a Harriet Shaw Weaver o a Sylvia Beach, James Augustine Aloysius Joyce.

¿Habría podido apoyarse la empresa de Joyce en la industria editorial de su época o, todavía menos aún, a pesar de la suspensión de la censura, en la de la nuestra? Resulta difícil pensarlo. Nada en él apunta a la rentabilidad. Su riqueza no se deja capitalizar, por lo menos de inmediato o de antemano. Joyce era tan pródigo con el dinero como con su escritura, a la que dedicaba toda su energía mientras iba dejando a su paso grandes propinas como tributo a los dioses que lo protegían, procurando ganarse a la suerte con su confianza en la providencia. Sus libros no daban dinero ni cabía esperarlo de ellos: cada uno le tomó varios años escribirlo, con lo que no produjo muchos, y además eran muy difíciles y encima estaban prohibidos. Para ninguna editorial o agente literario resultaría muy rentable un autor así. Por lo menos no a tan corto plazo como el tiempo de una vida. Pero un millonario excéntrico puede permitirse el capricho y así los lectores de todo el mundo recibir lo que un sistema eficiente les habría negado: el legado de Joyce.

Discurso de Bloomsday

Bloomsday
«Esa hemiplejia o parálisis que algunos llaman ciudad»

Hoy, 16 de junio, al cabo de todo un año, de nuevo es Bloomsday. Otra vez, igual que hace doce meses, joyceanos de todo el mundo repiten en Dublín el recorrido del señor Bloom, fatalmente expuestos a los avatares que perturben su feliz ensayo de “reorganización retrospectiva” pero obstinadamente fieles, como los de una religión, a su ritual anual y a los rituales que éste comporta. Esta celebración merece a su vez ser celebrada: su objeto la justifica y cabe suponer que, como aquellos que leen Ulises hasta el “sí” final, sus participantes salen ampliamente recompensados. Pero a este movimiento circular se opone otro, o por lo menos lo cuestiona, que señala un conflicto no resuelto, quizás insoluble, tal vez sólo tratable como paradoja. Entre tantas copas como alzaremos hoy a la gloria del maestro cuya lección, por otra parte, resulta tan difícil de entender cuando no es una especie de iluminación –epifanía- prácticamente intraducible para quien la recibe, tal vez haya espacio para un breve comentario acerca del destino de este libro, que después de la revolución que convocaba sigue vivo aun cuando ese estallido haya sido sofocado y de él quede poco más que tradiciones como ésta que unos cuantos lectores comparten.     

Desde 1922, cuando después de siete agitados años de monstruosa labor literaria por fin Ulises desembarcó entero no en Dublín sino en París, el 16 de junio de 1904 es el día que siempre regresa y una y otra vez recomienza en la literatura del mundo. También Finnegans Wake fue compuesto de acuerdo a este orden circular, que aspira a sostenerse eternamente, pero el mundo así creado jamás logró, desde el comienzo, a pesar de los numerosos vanguardistas que siguieron paso a paso su gestación, alcanzar el número de habitantes que, desde su aparición, atrajo el Dublín de principios de siglo recreado por su hijo desterrado para terminar de una vez por todas con la literatura decimonónica. Muchos menos de los que siguen cada año los pasos del señor Bloom en su ajetreado día por las calles dublinesas han accedido a entrar gentilmente en la cerrada noche que cuenta Finnegans Wake, donde la célebre complejidad de su antecesor se convierte en no menos comentada impenetrabilidad. Hasta Pound se bajó del barco entonces. Pero Ulises, en cambio, ya al zarpar empezó a sumar tripulantes. Primero que nadie Pound, quien ya había obtenido publicaciones y mecenazgos fundamentales para la manutención y viabilidad de la empresa del irlandés. Pero también muchos otros seguidores, además de sus valedores, que a lo largo de la Gran Guerra vivieron pendientes del desarrollo de su obra. Fue el mismo año del estallido del conflicto que acabaría con el Imperio en que tenía su hogar, aquel 1914, el de la gran cosecha joyceana que vio por fin concluido su Retrato y publicados sus Dublineses, además de redactados los tres actos de su drama Exiliados y el breve Giacomo Joyce, prefiguración de la obra mayor a la que enseguida daría comienzo y que no sólo a él lo tendría ocupado durante los siete años siguientes. Ésta, a pesar de la guerra, debe haber sido para Joyce una época de entusiasmo: su novela recién empezaba y aún no se había convertido en un trabajo agotador, estaba en pleno dominio de sus medios, que ampliaba con cada nueva exploración, y a diferencia del período de diez largos años, como los del viaje de Ulises, transcurrido desde el 16 de junio que había decidido inmortalizar, contaba con partidarios capaces de respaldarlo eficazmente no sólo en lo espiritual, como su hermano Stanislaus o su discípulo de inglés Italo Svevo, sino también en lo material. Joyce empezaba a convertirse él mismo en algo que era también Irlanda para aquellos de sus compatriotas que preferían la idea de patria al exilio: una causa. Es difícil imaginar que se haya propuesto algo así quien hablaba de la historia como una pesadilla de la que quería despertar y tanto recomendaba librarse de todas “esas grandes palabras que tanto daño nos hacen”, pero de eso vivió Joyce a partir de la Gran Guerra. ¿Contradicción, malentendido? En apariencia, sí: Joyce fue el ejemplo y la inspiración de todos los lectores y escritores que exigían, durante el siglo veinte, una revolución literaria que sería además la de la conciencia, nunca puesta tan al desnudo por nadie antes de Ulises. El propio Joyce, por boca de su héroe Stephen Dedalus, habla en las últimas páginas del Retrato de “forjar la conciencia increada de mi raza”. Alude a la vocación del artista, pero ¿a qué raza se refiere? ¿A la celta, como lo haría la resistencia contra el dominio inglés? ¿A la humana, a la de aquellos que el artista pudiera considerar sus semejantes? En Finnegans Wake, Joyce pone de manifiesto y hace estallar lo que aquí, en una sencilla palabra de cuatro letras, está latente: la variedad de sentidos y lecturas posibles que, tanto como puede liberar a cualquiera de todo sentido superior que se le pretenda imponer por el lenguaje, dificulta todo acuerdo confiado en qué es importante y qué no. La cuestión del criterio. ¿Qué causa común sostener a partir de aquí? Mientras no se atraviese ese umbral, mientras señale un punto de fuga hacia el que orientarse, todavía es posible permanecer en el plano de la discusión, con distintas perspectivas sobre un solo objeto, como en el cubismo. Una vez del otro lado, es difícil saber adónde ir. O si se llega a alguna parte. O se encuentra uno con alguien.

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Agenda para un día ajetreado

Que Joyce señala un antes y un después en la literatura y en la lengua inglesa se ha señalado muchas veces, así como analizado las consecuencias de tal observación. Para Samuel Beckett, en Finnegans Wake, “las palabras no son las contorsiones bien educadas de la tinta de imprenta del siglo veinte” (escribe en los años treinta). “Están vivas. Se abren paso a codazos a través de la página, brillan, relumbran, se extinguen y desaparecen.” También dijo que Joyce no le enseñó la técnica, sino la ética del artista. De nuevo el ejemplo que trasciende el oficio. Y que a su vez llama a trascenderlo. Anthony Burgess escribió con leal desdén acerca de aquellos escritores “que hacen como si James Joyce nunca hubiera existido”, es decir, que cerrando los ojos ante lo que el irlandés puso en evidencia, continúan escribiendo como si las viejas convenciones no lo fueran. Philippe Sollers llega a afirmar, en un texto de mediados de los setenta, que a pesar de que hoy en día todo el mundo habla inglés, desde que Finnegans Wake fue escrito el inglés ya no existe, no más que ningún otro idioma como lengua autosuficiente. Se puede considerar que Burgess y Sollers se exceden, pero se advertirá cómo también Beckett, implícitamente, declara obsoleto el lenguaje que, de manera general, se sigue empleando hoy en día para escribir novelas y obras literarias, o así llamadas literarias: un lenguaje funcional que reafirma la ilusión de un sentido implícito en unos hechos comprobables, aunque sea en el más fantástico de los mundos que se pueda concebir. Exactamente lo que las viejas vanguardias combatían, lo que con Joyce parecía superado, lo que hoy sigue siendo la norma, se predica en todas las escuelas y define la actualidad del mercado editorial, dentro de un mundo donde el inglés se sigue hablando como si tal cosa. Como las otras lenguas.    

Bloomsday, el día D de la literatura, la jornada que ponía fin a lo anterior y daba comienzo a una nueva era, regresa siempre. La narrativa sigue siendo mayormente como era antes, los lectores siguen fieles a las viejas tradiciones, arte y cultura se sobreviven a sí mismos una vez sobrepasado, en apariencia, su objetivo, pero esa especie de sobrevida de la que hace tanto tiempo se habla, de indefinida secuela de algo terminado o de eco suplementario, no deja de ser lo que ha tratado de darse un nombre propio como postmodernidad. En esta situación, después de haber sido una causa para el modernismo y sus sucesores –no sus interruptores-, la escritura de Joyce no deja sin embargo de producir efectos, aunque lo difícil es identificarlos y comunicarlos una vez arriada la bandera de los que esperaban sus consecuencias en el mundo. Pero el reino anunciado por Joyce, que por otra parte convoca y expresa la vida en la tierra con un realismo inigualado, es tan de este mundo como el de Cristo, a lo que puede agregarse la indiferencia, marcada ya por Sade, de los efectos hacia sus causas. En Joyce se combinan dos actitudes hacia la épica que pueden tanto comentar su destino personal como iluminar algo del sentido de su obra. Por un lado, precisamente, su propia filiación como autor dentro de la épica, manifiesta en su temprano interés por la vieja balada irlandesa Turpin Hero, que comienza en primera persona y acaba en tercera, ilustrando el pasaje del género lírico al épico, según el propio Joyce, y de la que extrajo el título de la primera versión de su Retrato, Stephen Hero, que hace un héroe justamente de su propio alter ego Stephen, o directamente el trasfondo homérico de Ulises, que tal vez se sirva de la Odisea sólo como andamio pero al que mucho de su impulso y dimensiones le faltaría de prescindir de ese sustrato mítico. Por otro, su consideración de los asuntos humanos que la épica celebra tradicionalmente, que hace de Joyce tanto un pacifista como un desertor, con la abstinencia implícita en tal deserción en tanto forma radical de todo pacifismo. Silencio, exilio y astucia eran, en palabras de Dedalus, las únicas tres armas que él se permitía emplear. Son las propias del desertor, que Joyce nunca rindió. La negativa a alistarse persistió en él desde su rechazo del nacionalismo irlandés tanto como del imperialismo británico hasta su gusto por el cosmopolitismo del imperio Austrohúngaro (“Ojalá hubiera más imperios decadentes como ése”, comentó). Pero son más elocuentes las dos célebres respuestas del refugiado en Zurich a una y otra guerra mundial. “–¿Qué hizo usted en la guerra, Sr. Joyce? –Yo escribí Ulises. ¿Qué hizo usted?” Veinte años después, al ver de nuevo a toda Europa hacer la guerra, su punto de vista no había cambiado: “Harían mejor en leer Finnegans Wake”. Más allá de la insolencia hacia aquello que la humanidad siempre ha presentado como su gran gesta de coraje y dolor, es posible preguntarse por qué es, efectivamente, mejor leer Finnegans Wake que hacer la guerra, incluso hoy cuando aún deben ser más los efectivos de los ejércitos que los lectores de la temida novela. Kafka anotó que escribir es dar un salto fuera de las filas de los asesinos. Joyce, en su disolución de los brutales sentidos contrapuestos en nombre de los cuales los seres humanos desde siempre han tomado armas menos sutiles que las suyas, invita a romper filas y salvar la vida, para lo cual bien puede ayudar, y mucho, dedicar cuanto uno pueda de la propia a leer su obra.

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