El lector comercial

He tenido este artículo en mente durante varios días. Finalmente, otro escrito por otro y publicado la semana pasada en El País me irritó lo bastante como para provocar esa combustión capaz de poner un motor en marcha y, muñido a causa de semejante disgusto de nuevos argumentos surgidos en tropel como respuesta a tales provocaciones, decidí poner manos a la obra. O hacer un poco de guantes. Pero atención: no es mi sombra con la que boxeo.

¿Qué hay de nuevo, viejo?

Si existe una literatura comercial, si existe tal concepto, si hablamos a menudo, aunque siempre con un cierto pudor sospechoso, de autores, novelas y editores comerciales, deberíamos poder referirnos a su necesaria contrapartida: el lector comercial, cuya existencia se deduce de la oferta a la que su demanda responde, si es que no es la oferta la que procura ajustarse a su presunta demanda. O sea: el así llamado lector comercial no va a presentarse a sí mismo bajo ese nombre, por el mismo pudor ya aludido y que en su caso prefiere, a cualquier valoración crítica, la ausencia de toda calificación, pero no deja de ser el agujero negro que absorbe los esfuerzos y las voces de todos los que a su alrededor procuran pasar a su turno, aunque en continuado, por el que habrá de colmarlo.

Literatura de evasión

Y sin embargo, no es tan difícil definirlo: el lector comercial es el consumidor de lecturas. Podríamos hablar al respecto de un “grado cero de la lectura” (perdón, Roland Barthes), representado por ese modo de leer que recreando vagamente las ilusiones de siempre se deja arrastrar de página en página por un lenguaje, unas historias y un pensamiento donde no encuentra ninguna resistencia a su automatismo y que podría en su esterilidad e incontinencia equipararse a lo que suele llamarse consumo cuando se habla de consumismo. Pero no hace falta llegar a eso, ya que poco importa desde esta perspectiva lo que haga cada lector con su libro; el punto es que ese consumo, más acá del ámbito privado al que relega con su anuencia a quien lo efectúa, no se realiza en aquel momento más o menos prolongado de la lectura sino en este otro más bien instantáneo de la compra. Es la compra el consumo y no la lectura, y es en tal desplazamiento que encontramos la división interna de este sujeto abstracto, el lector comercial, reflejo fiel de la oferta en el espejo de la demanda. Pues la convivencia de un sustantivo con un adjetivo no logra suturar la línea que a pesar de todo divide lectura y comercio, dos campos distintos aunque se superpongan o haya entre ellos intersección. Porque también hay contradicción, conflicto: el comercio pide al lector que consuma, la literatura le pide que produzca (sentido, juicios,  interpretaciones, lecturas justamente –no imitaciones y copias del modelo admirado y envidiado por su éxito, como el grueso de las novelas fantásticas, policiales, románticas y de otros géneros escritas por aficionados que procuran volver rentable su afición mediante Amazon y compañía-) y el lector, aunque podría producir y consumir y de hecho lo hace, cada cosa a su turno como en la vida, al igual que en la vida diaria es tironeado en direcciones opuestas por dos modelos de conducta contrarios que, si deben turnarse en su funcionamiento, es porque éste no admite la simultaneidad, en la medida en que no es al consumo implícito en cualquier producción que nos referimos sino a ese estéril alguna vez tipificado por el televidente abandonado durante horas ante su sofá y del que aquí pondremos como ejemplo esa forma de lectura tan irreflexiva como adictiva que se alimenta de contenidos ligeros en volúmenes gruesos, ambos tanto como sea posible, y que resulta tan conveniente desde ciertos puntos de vista que no falta quien procure legitimarla puesto que, aunque pocas veces se atreva a declararlo sin recurrir a subterfugio alguno, representa su ideal.

«Mi nombre es Legión»

Por eso cabe preguntarse qué ocurriría si, borrando de toda conciencia esa línea imaginaria que divide por dentro al personaje conceptual denominado “lector comercial”, éste en sí desapareciera llevándose su problema y dejando libre el espacio a una multitud unificada bajo el denominador común y aproblemático de “los lectores”. Es este mundo feliz (gracias, Huxley) el que el artículo firmado por Antonio Fraguas y aparecido el 17 de julio en El País anuncia y promueve, aun si se guarda de exponer algunas consecuencias que aquí procuraremos extraer del propio texto.

Gutenberg ha muerto

Veamos el titular: “Usted ya no lee ni escribe como antes”. El estilo típicamente publicitario, en ese tono agresivo y desafiante que aspira a llamar la atención acorralando al lector y forzando la confrontación, con ese uso provocador de la segunda persona del singular que en realidad se dirige a un plural lo más amplio posible, debería ponernos de inmediato sobre aviso: ¿qué nos quieren vender? Y también trasluce la política de hechos consumados que el artículo se propone  establecer como punto de partida: el futuro es éste, ya está aquí, sólo nos queda adaptarnos a lo que el destino ha decidido por nosotros. Es desde esta posición de solapada conquista que se desgrana luego, filtrada entre unos datos que no son lo que aquí cuestionamos, una serie de conclusiones abusivas, por lo menos desde un punto de vista específicamente literario que es el que en el fondo debe sentirse agredido por este tipo de argumentos.

«Por sus obras los conoceréis»

Después del titular, tres subtítulos procuran destacar lo principal del artículo. El primero de ellos dice: “El paradigma del escritor está en plena revisión.” Nada menos. Señalo al pasar el uso, típico del discurso del management (que como redactor publicitario he debido reproducir en más de una ocasión durante los años 90, cuando hacía furor en Argentina), del término “paradigma” como arma terrorista dirigida a sacudir los cimientos de cualquiera cuyas convicciones dependan del orden del día y, recorriendo el texto, voy tropezando con las encarnaciones de tal nuevo paradigma: Kerry Wilkinson, periodista deportivo británico acreditado con 250.000 ejemplares vendidos de su primera novela, para la cual ofició a la vez como editor online y agente, creando su propio negocio y demostrando en él un talento multifuncional que lo llevó a acabar fichando para uno de los grandes, Armando Rodera, otro autoeditado aunque español cuyo éxito en la web también le valió un contrato con una gran editorial y la publicación en formato papel, y Juan Gómez-Jurado, español, propuesto con particular énfasis como el paradigma mismo del escritor contemporáneo, con su cuarta novela publicada en la mayor editorial de habla hispana y, muy por encima de la nunca más anticuada torre de marfil, en contacto permanente con sus 135.000 seguidores de Twitter. Si en el caso de Wilkinson se deja hablar a los hechos, en los de sus pares españoles se acompañan los logros de éstos con sus palabras, elocuentes respecto a más cosas de aquellas que declaran. Rodera, por ejemplo, habla de su propio gusto de lector por el “formato thriller” e ilustra lo que adelanta el segundo subtítulo (“Triunfan las novelas ágiles y con mucha acción”) caracterizando al género –“tramas fluidas que inviten a seguir leyendo, mucho diálogo y descripciones breves, personajes que llamen la atención”- con rasgos que procura hacer propios a la hora de escribir; esto se llama hablar la misma lengua que los lectores. Gómez-Jurado, por su parte, se muestra más atrevido: celebra la llegada del fenómeno blockbuster a España después de más de treinta años de vida en Estados Unidos, denuncia la sostenida creencia en su país de que lo que valía era la literatura “intimista-costumbrista” y de que lo que contaba era el “río de pensamiento”, se alegra de que el soporte digital posibilite la publicación de libros “menos trabajados, pero más entretenidos” y pregunta a quien desee responderle por qué considerar una novela de Javier Marías mejor que una suya cuando, así como él no podría escribir una novela de Marías, éste tampoco, siempre según él, podría escribir ninguna como las que él ha escrito. Nos detenemos aquí para volver sobre estos argumentos.

Conservar el prestigio ganado

Porque lo más interesante de ellos –desde el punto de vista específicamente literario, insisto- no es lo que declaran, sino lo que traslucen: la insatisfacción con el puro éxito comercial, por devastador que sea, y la aspiración a constituir su modelo de producto como valor cultural, sustituyendo el juicio de la crítica por el favor del público en una maniobra demagógica que, de lograr imponer plenamente su criterio, estaría muy lejos de carecer de consecuencias. “¿Por qué una cosa va a ser mejor que la otra?”, pregunta Gómez-Jurado al comparar su literatura con la de Marías. Éste es el típico argumento según el cual es el libre mercado el que hace justicia porque allí cada uno puede encontrar y proveerse de lo que desea. Pero la relación de la calidad con el éxito es oblicua: para responder a la pregunta de Gómez-Jurado, es decir, para encontrar razones por las que cualquiera de esas dos novelas podría ser mejor que la otra, habría que recurrir justamente a los argumentos propios de la crítica. No de los críticos literarios de uno u otro medio o época, sino de la crítica literaria en sí: sus métodos, sus herramientas y su capacidad analítica. Sólo que es precisamente esto lo que se pierde cuando se excluye todo criterio formado para favorecer la adhesión espontánea. Podría ser interesante ver al nuevo paradigma de escritor fundar una nueva escuela crítica; también podría ser patético, intelectualmente hablando.

La cultura del consumo

Nos referimos antes a esa línea imaginaria que atraviesa al lector comercial dividiéndolo en las dos funciones que en él se cruzan: comprar y leer. Que no se trata del mismo acto es obvio, pero cuando la línea que los distingue se borra y el “lector comercial” se transforma en “los lectores”, sin mayor distinción, a este empobrecimiento conceptual lo acompañan otros. La asimilación de la figura del lector a la de cualquier otro consumidor, eliminando del espacio público todo otro criterio que no sea el del mercado, todo otro acto que no sea el de la compra, simplifica y así reduce el proceso cultural de una manera que queda bien ilustrada por la tan comentada últimamente “destrucción de la cadena del libro”, en la que, como destaca Fraguas, el papel prescriptor del editor y del crítico literario está desapareciendo –también el del librero- para dar paso a una multitud de opiniones y recomendaciones de lectores no calificados ni tampoco responsables por sus palabras. Si consideramos el nuevo modelo de selección de autores expuesto por este artículo, según el cual el editor elegiría qué escritor publicar atendiendo más que nada a su cantidad de descargas en la web, si no olvidamos hasta qué punto los autores de la literatura llamada de género no son sino lectores capaces de imitar lo que han leído pero no creadores, si pensamos en cómo la facilidad de circulación de estos escritos depende de la indistinción entre la lengua del autor y la de sus lectores, sus semejantes en el consumo de ese género que determina su imaginario, podemos advertir cómo la anulación de diferencias y tensiones conduce todo el esquema hacia una entropía que no necesariamente va a devorarse a sí misma. No, después de todo también podría prolongarse por tiempo indeterminado. La mediocridad existe. Pero el proceso de decadencia implícito resulta tan lamentable como innegable, aunque no son la cultura del entretenimiento ni el espíritu del beneficio a corto plazo los que vayan a lamentarlo o reconocerlo.

El último lector

En fin. Este texto no busca la polémica, sino el conocimiento de un fenómeno desdichado como lo fue por ejemplo el ascenso del fascismo en la primera mitad del siglo veinte, al que ningún análisis ni crítica logró detener ni disuadir por más brillantes que fueran, y muchos lo fueron. Nació como reacción en contra, pero procura más bien estar a favor de la única oposición concebible a nuestra civilización del funcionamiento y el entretenimiento: la de quienes, teniendo que vivir con y a pesar de la prevalencia del marketing sobre todas las cosas, la resisten por el simple motivo de que la padecen. Si algo se salva del perpetuo ciclo alimentario que los otros promueven, será gracias a ellos.

Un modelo de argumentación

Terminamos con una observación sobre el estilo. Para quien haya leído la nota publicada en El País, no será difícil advertir la afinidad entre la prepotencia del tono empleado por Fraguas, cuyos argumentos, pruebas y demostraciones sobre todo parecerían querer arrollar al lector o a cualquier otro objetor potencial, y el valor dado por sus cultivadores al “formato thriller”, que así como procura a como dé lugar “enganchar” al lector (objeción: el lector de thrillers está tan “enganchado” a este formato como un yonqui a su aguja) se impone luego arrastrarlo de página en página presa de un frenesí al que habitualmente, como en la televisión, se confunde con el ritmo, para acabar conduciéndolo a unas conclusiones literalmente coincidentes con los prejuicios que han guiado su elección y en los que el proveedor tiene depositada su confianza. Las ruedas giran y el carro avanza, aplastando todo lo que no esté subido a él. “Escribir es dar un salto fuera de la fila de los asesinos”, escribió Kafka en alguna parte. ¿Será abusivo pensar que leer thrillers es ponerse a la cola, escribirlos reclutar nuevos efectivos?

Max Brod y Franz Kafka fuera de la fila

Para leer la nota publicada en El País, cliquea aquí: http://sociedad.elpais.com/sociedad/2012/07/16/vidayartes/1342469862_997252.html

Declaraciones sobre el negocio editorial en 1954

«Realmente vivo en una época sombría…» (Brecht)

La verdad, la verdad pura y simple, es que la librería sufre de una gravísima crisis de venta. ¡No vaya usted a creer un solo cero de todos esos pretendidos tirajes de cien mil! ¡Cuarenta mil y hasta cuatrocientos mil ejemplares!… ¡Atrapabobos! ¡Ay!… ¡Ay!… ¡Sólo las “novelitas rosas”… y eso… todavía se defienden…, y un poco la “serie negra”… y la “espanto”! En realidad, ya no vendemos nada… ¡Es grave!… El cine, la televisión, los artículos domésticos, las motocicletas, los autos de dos, cuatro, seis caballos hacen un daño terrible al libro…; todo vendido “a crédito”. ¿Se da cuenta? ¡Y los “weekends”!… ¡Y las buenas vacaciones bi, trimestrales! ¡Y los cruceros Lololulu!… ¡Adiós presupuestitos!… ¡Vengan deudas!… ¡Ni un cobre disponible!… Entonces, claro, ¿comprar un libro?… ¿Una carreta? ¡Pase!… ¿Pero un libro?… El objeto que más se presta a ser prestado… Un libro es leído, ya se sabe, por veinte al menos… veintiocho lectores… ¡Ah, si el pan o el jamón, digamos, pudieran también deleitar, con una sola tajada!… veinte… veinticinco consumidores…, ¡qué ganga!… El milagro de la multiplicación de los panes nos deja soñando, pero el milagro de la multiplicación de los libros, y por consiguiente de la gratuidad del trabajo del escritor, es un hecho bien asentado. Este milagro ocurre, con la mayor tranquilidad, gracias a los “préstamos”, a los escaparates y, con un poco más de elegancia, en las salas de lectura, etcétera… En todos los casos el autor revienta. ¡Es lo principal! Se supone que él, el autor, goza de una sólida fortuna personal, o de una renta de un gran partido, o que ha descubierto (más difícil que la fisión del átomo) el secreto para vivir sin comer. Por otra parte, toda persona de condición (privilegiada, atorada de dividendos) le afirmará a usted, como una verdad sin vuelta de hojas, y sin ninguna malicia: ¡que sólo la miseria libera al genio…, que es bueno que el artista sufra! ¡Y no sólo un poco… ¡tanto y más!…, ¡porque él sólo pare con dolor!… ¡y que el Dolor es su Maestro!… Y encima, todo el mundo sabe que la prisión no hace ningún daño al artista…; al contrario, que la verdadera vida del verdadero artista no es sino un juego del escondite, más corto o más largo, con la prisión… y que el patíbulo, por terrible que parezca, lo deleita perfectamente…; el patíbulo, por decirlo así, espera al artista, y todo artista que escapa al patíbulo (o a la picota, si usted prefiere) puede ser, pasada la cuarentena, considerado como un farsante… (…) ¡Esto es lo que se espera para el escritor! ¡Payaso también!… ¡coño!… no llega a escaparse de lo que se le cocina sino por astucia, servilismo, tartufería o por una de las Academias…, la grande o la pequeña, o una sacristía… o partido…, todos precarios refugios. ¡Nada de ilusiones!…, y cómo se van al demonio, y tan a menudo, esos “refugiados”… y esos “comprometidos”… ¡ay!, ¡ay!…, aun aquellos que tienen tres o cuatro “inscripciones”…, ¡tres o cuatro pactos con el Maligno!… En suma, si usted mira bien verá cantidad de escritores terminar en la miseria, y sólo muy raramente un editor que se muera de hambre…

(…)

En suma, la novela lírica no es rentable… he ahí la evidencia!… El lirismo mata al escritor, por los nervios, por las arterias y por la hostilidad de todo el mundo… No hablo por hablar, profesor Y… ¡Muy seriamente! ¡Lo increíblemente fatigosa que es la novela de “habla emotiva”!… ¡La emoción no puede ser captada y transcrita sino a través del lenguaje hablado…, del recuerdo del lenguaje hablado!, ¡y al precio de una paciencia infinita!, ¡de pequeñísimas retranscripciones!… ¡y salud, compadre!… El cine no puede hacerlo… ¡Es la revancha!… A pesar de todo el estrépito, de los millones de publicidad, de los miles y miles de close-up… ¡de las pestañas que tienen un metro de largo!… ¡de los suspiros, sonrisas, sollozos, más de lo que uno puede soñar, el cine sigue siendo huero, mecánico, frío…, sólo que su emoción es huera!… no capta las ondas emotivas… es inválido de emoción… monstruo inválido… ¡La masa tampoco es más emotiva!…, ¡es cierto!…, ¡se lo concedo, profesor Y!… ¡Sólo ama la gesticulación! ¡La masa es histérica!… ¡pero cuán débilmente emotiva!… ¡cuán débilmente!… Hace mucho tiempo que no habría guerras, señor profesor Y, si la masa fuera emotiva… ¡No más carnicerías!…, ¡pero no será para mañana!… Usted observará, profesor Y, que los “momentos de emoción” de la masa degeneran en histeria, ¡en salvajismo!, ¡en pillaje, de frente, en asesinato, para ser más claro! La humanidad desbocada es sanguinaria…

Malos tiempos para la lírica

¡No hay sino dos clases de hombres, o de lo que sea, y en lo que sea: los trabajadores y los chulos…, una cosa u otra, no hay más!… ¡Y los inventores son la peor especie de los “laboriosos”!… ¡Malditos!… ¡El escritor que no se las da de vivo, que no plagia tranquilamente, que no panfletea, es un hombre perdido!… ¡El mundo entero lo odia!… ¡No se espera de él sino una cosa, que reviente de una vez, para esquilmarle todos sus hallazgos!… ¡El plagiario, el fraudulento, por el contrario, tranquiliza a todo el mundo… nunca se siente muy seguro un plagiario!…, depende enteramente de todos…; por un quítame allá esas pajas se le puede hacer recordar que no es sino un pobre diablo… ¿Se da usted cuenta?… ¡Soy incapaz de decirle, yo, en persona, cuántas veces me han copiado, transcrito, refundido!… ¡Obvio!… ¡Obvio!… ¡Y fatalmente, claro está, por los que peor me calumniaban y hostigaban a los verdugos para que me cuelguen!… ¡Ni que decirlo!… ¡Y desde que el mundo es mundo!…

–Luego, ¿éste es un mundo malvado según usted?

–Es decir, que es sádico, reaccionario, además de tramposo y tonto…; escoge lo falso, naturalmente…; ¡no ama sino lo falso!… ¡Las etiquetas, los partidos, las latitudes, no cambian! ¡Nada!… Necesita su falso, su camp, en todo, en todas partes…

(…)

¡Se ha perdido el gusto de lo auténtico!… ¡insisto!, ¡insisto!, ¡observe!… ¡mire en torno suyo!… ¡Tiene usted algunas relaciones!… personas capaces… digo capaces: que tienen fortuna, que pueden comprar mujeres, cuadros, tonteras… ¡Y bien, usted los verá siempre, invenciblemente, caer sobre el falso!… ¡Como un cerdo cae sobre la trufa… ídem, el obrero, mírelo!… ¡Ese es imitación falso!… ¡Compra imitación falso!… ¡El “postal” retocado!…

(…)

¡La verdad esencial del mundo actual: que éste está paranoico!… ¡Sí, paranoico! ¡Atacado de locura presuntuosa! ¡Sí, coronel, sí!… ¡Usted que es del ejército, coronel, usted ya no encontrará un solo “segunda clase” en todo el efectivo! ¡No hay sino generales!… ¡Usted no encontrará ni un guardaguja en todos los ferrocarriles! ¡No hay sino ingenieros jefes! ¡Ingenieros jefes guardagujas! ¡Ingenieros jefes portaequipajes! (…) ¡La peste paranoica devasta la ciudad y los campos! ¡El “yo” fenomenal se traga todo! ¡No se detiene ante nada!… ¡Exige todo!… ¡No sólo las artes, los conservatorios, sino también los laboratorios!, ¡y por consiguiente, las escuelas comunales!, ¡los alumnos caen y los profesores con ellos!… ¡todo cae!

(…)

¡El público es animal débil mental, etcétera, pero en cuestión de instinto no se le puede engañar ni de un micrón!… ¡Ni un cuarto de micrón de su ronrón!, ¡de su ronroneo conforme y postal!… ¡Una décima de tono de más… o menos!… ¡y el público lo araña!, ¡desgarra!… ¡Postal o Muerte!… ¡He aquí cómo es el asunto!… ¡La Belleza Eterna o la Muerte!… ¡Así es el público!    

Louis-Ferdinand Céline, Conversaciones con el profesor Y, 1954

La risa de Céline

Metástasis del bovarismo

«El mundo deviene sueño y el sueño deviene mundo» (Novalis)

Si Madame Bovary rechazaba el mundo refugiándose en una novela rosa, un mundo vuelto novela de todos los géneros por todos los medios en continuado, donde los cómicos no llegan ni se van sino que ocupan el espacio vacío sin cesar, lleva la alienación al grado más alto y convierte el problema en solución. Vivir con la enfermedad: durante el siglo veinte, la acumulación de objetos típica de la decoración del siglo diecinueve, que agredía al vacío como queriendo hacerle padecer a su vez el supuesto horror o aborrecimiento que por él sentía la naturaleza, cuya ilusoria profusión aquella estética procuraba heredar o imitar, hizo estallar las paredes de las casas para instalarse por doquier en la ciudad, progresivamente cubierta a partir de entonces de chucherías y piezas de arte o diseño, mejor dicho, seleccionadas sin embargo de entre un pajar en proporción al cual cada una de ellas no es sino la tan mentada aguja, una de tantas. Hubo también una vanguardia que procuró despojar tal escenario, ya en el teatro o en las artes plásticas, entre otros terrenos, recuperando el vacío por sustracción o hasta por desesperadas tablas rasas, pero la enorme proliferación de la imitación y la producción en serie, de la repetición del modelo y sus variaciones, desborda el pensamiento y a partir de los 80, rota toda idea de revolución, la acumulación y circulación no sólo de mercaderías sino también de información, de lo abstracto concretizado, no hace más que acelerarse en exacta proporción a la pérdida de espacio y por consiguiente de diferenciación entre los distintos acontecimientos posibles. Hasta el minimalismo prolifera y multiplica sus ejemplos, abigarrando el conjunto, mientras se sueña con un “decrecimiento” general que traería el ansiado sosiego. Y a la vez, por todas partes, como al agua bajo la superficie de una capa de hielo fino, se siente el aborrecido vacío, sólo que a este vacío no es al parecer la naturaleza sino el espíritu quien lo teme. O los espíritus, temerosos de no ser sino ilusiones de la carne. Nietzsche: “Quien tiene por qué vivir tolera casi cualquier cómo.” Pero es por la pendiente opuesta que el mundo ha rodado.

Una segunda naturaleza

Programa: desarrollar la idea, o la metáfora, de la “metástasis”, a través de los medios de comunicación masiva, del “cáncer” que afecta a los sucesores, por más inconscientes que éstos sean, de Madame Bovary, primera adicta moderna a la ficción, corroyendo su conciencia y su mundo. “La naturaleza aborrece el vacío”: idea surgida de una usurpación, la de la industria que procura ocupar el lugar de la naturaleza y someterla a su programa, según el cual los productos vendrían a ser tan “amigos” como “enemigo” es el vacío. Pero como bien ha escrito Philippe Sollers en un viejo libro suyo muy poco leído, el maoísta Sobre el materialismo, “no es la naturaleza sino la representación la que aborrece el vacío”. Justamente, el vacío que procuran ocupar en continuado los medios de comunicación y la industria del entretenimiento es el que interrumpe cualquier continuado. Es la crítica la que debe producir y efectivamente produce el vacío, por lo cual no debe sorprendernos que en nuestra época, encantada de poder sustituirla con toda clase de publicidades y promociones, brille por su ausencia. La crítica, que introducía el vacío entre las cosas y permitía así distinguirlas, desoída ha pasado a encarnarlo; se hace oír en el vacío, como aquél que clamaba en el desierto, y a su vez manifiesta ese vacío inabordable para quien no quiere que exista. Esa dependencia de un deseo es el que hace de la crítica un espacio de libertad.

La vida en continuado

Comentario sobre el negocio editorial en 1979

El vértigo de la producción

El trabajo intelectual asalariado tiende normalmente a seguir la ley de la producción industrial de la decadencia, conforme a la cual la ganancia del empresario depende de la rapidez de ejecución y de la mala calidad del material utilizado. Desde que esa producción tan resueltamente liberada de toda traza de miramientos para con el gusto del público ostenta en todo el espacio del mercado, gracias a la concentración financiera y, por consiguiente, a un equipamiento tecnológico cada vez mejor, el monopolio de la presencia no cualitativa de la oferta, ha podido especular cada vez más descaradamente con la sumisión forzada de la demanda y con la pérdida del gusto, que es momentáneamente su consecuencia entre la masa de la clientela. Trátese de la vivienda, de la carne de vaca de criadero o de los frutos del espíritu ignorante de un traductor, la consideración que se impone soberanamente es que a partir de ahora se puede obtener muy rápidamente y a menor coste lo que antes requería un tiempo bastante largo de trabajo cualificado. Por lo demás es cierto que los traductores tienen poco motivo para esforzarse por comprender el sentido de un libro y, sobre todo, por aprender antes la lengua en cuestión, cuando casi todos los actores actuales han escrito con tan manifiestas prisas unos libros que habrán pasado de moda dentro de tan breve tiempo. ¿Para qué traducir bien lo que era ya inútil escribir y que nadie va a leer?

No cabe duda de que en las presentes condiciones de producción supermultiplicada y de distribución superconcentrada de libros, la casi totalidad de los títulos no conoce el éxito o, con más frecuencia, el fracaso sino durante unas pocas semanas que siguen a su publicación. El grueso de la actual industria editorial funda sobre eso su política de la arbitrariedad precipitada y del hecho consumado, que bien les conviene a los libros de los que no se hablará más que una vez y no importa cómo. Este privilegio no existe aquí, y es del todo inútil traducir mi libro de prisas y corriendo, puesto que la tarea será siempre recomenzada por otros y las malas traducciones se verán sustituidas sin cesar por otras mejores.

Guy Debord, Prólogo a la cuarta edición italiana de “La sociedad del espectáculo”, 1979

Debord dejando que el material trabaje

Un paseo por las librerías

«Todos los pensamientos que tienen valor aparecen caminando» (Nietzsche)

Mesa de saldos. Toda actualidad quiere oírse sólo a sí misma y ejerce la censura sobre todos los otros tiempos, acerca de los cuales emite sin descanso, aprovechando el efímero privilegio de los vivos sobre los muertos, su Juicio Parcial pero inapelable hasta que el Tiempo se lleve al tribunal y sus fallos prescriban. Todo lo cual refuerza, en todos los desplazados, la nostalgia por lo perdido a la vez que intensifica su sentimiento de mortalidad. Los que están en el candelero mientras tanto se consumen, pero lentamente; lo contrario de lo que denuncian los críticos del consumo. De este librito amarillento las hojas aún no han sido cortadas: ha sobrevivido a muchas décadas de ilusiones y aquí se ofrece aún, perfectamente extemporáneo. El autor no ha muerto todavía. ¿Qué será de él?

Ficción de género. Casi todo lo que se escribe es retórica, en el peor sentido de la palabra y sobre todo en el campo de la narrativa, donde una y otra vez personajes, situaciones y anécdotas no hacen más que ilustrar las mismas ideas generales y abstractas que les permiten hacerse entender al ser ya conocidas por todos. Esto se llama justamente entretenimiento, y el pasatiempo es necesario cuando no pasa nada. Parecería ser pura acción pero en realidad, contrariamente a lo que pretenden los humildes escritores que dicen sólo querer narrar una historia –repito como ellos sus palabras-, es decir, utilizar el lenguaje en función de esa historia, es la historia misma la que es utilizada por ese lenguaje que de tan funcional parece prestarse a todo uso en tanto son sus usuarios los utilizados por él para circular; y si aquellos que lo ponen por escrito, felices como suelen confesarse de dejarse llevar por las palabras que les brotan o por los propios personajes, no lo sienten así, es debido a su condición más de intérpretes que de autores, que los capacita inmejorablemente para mediar entre el público y sus principios. Como se trata de un continuado, es difícil imaginar que esto pueda tener un fin; a lo sumo, se interrumpe y recomienza, pues las variaciones argumentales de una tradición en boga, aunque parezcan infinitas, no pueden sino ser conservadoras e ilustrar cada vez de un modo u otro el conocido slogan del Gatopardo (Lampedusa). Casi todo lo que se escribe es retórica y como lo demuestran sin proponérselo casi todos los ejemplares impresos la novela es la retórica de la imaginación.

«Sólo el sadismo puede servir de fundamento a la estética del melodrama» (Proust)

Rosa y negro. “Con los buenos sentimientos se hace la peor literatura.” Con los malos también y nuestra época es la prueba: historias de psicópatas, vengadores y toda clase de inescrupulosos mayores y menores, con su clima siniestro de bolsillo, componen juntas el rumor del sordo cosquilleo identificado con la fascinación del lector. Aunque quizás siempre fue así y el concepto puede extenderse a la totalidad del arte. Después de todo, qué son los buenos sentimientos consagrados sino una máscara para los malos o su inversión, “el falso bien que es el verdadero mal”, como ya podía leerse en cualquier novela de Sue o Pitigrilli cuando, alternando los detalles precisos con altisonantes manifestaciones de horror y de condena, estos autores y otros como ellos nos referían lo que el irredimible villano le hacía o se disponía golosamente a hacerle a la virginal heroína. Sin embargo, así como exhibir la virtud con grandes gestos de indignación puede encubrir un regodeo pecaminoso, también las poses y actitudes agresivas son buenas a la hora de tapar debilidades. Nuestra época, que se jacta de haber sustituido una censura por otra –ahora se muestra el acto sexual, pero se corta el cigarrillo de después-, como todas las anteriores muestra a su modo los dos recursos y es difícil leer o ver algo que no caiga bajo una de ambas claves: el sentimentalismo almibarado del bien, con sus novias y enamorados, o la estereotipada dureza del mal, con sus putas y delincuentes. El duro denuncia la falsedad del suave y éste vela la brutalidad del duro; cuando se encuentran, drama de amor y odio en el que el duro tiene ocasión de descubrir su corazón antes de que el suave muestre los dientes y le demuestre que con la vida no se juega. Por algo el estereotipo definitivo es el de la lucha del bien contra el mal, favorito especialmente entre los consumidores del género fantástico. Allí sí que se ve bien la identidad de los contrarios, empezando por el padre de Luke Skywalker: cuando por fin revela quién es, toda la platea acompaña al bueno del hijo en su pánico aunque fugaz, pero definitivo, sentimiento de escándalo. Así también los malos sentimientos son los buenos desenmascarados, es decir, privados de su máscara de bondad. O al revés, como le pasa a Darth Vader. Los Verdurín serán los Guermantes y éstos han sido los Verdurin, ahora, desde siempre y para siempre. Lo particular de una época impúdica, sin embargo, es que los malos sentimientos se expresan libremente, es decir, sin arte alguno: sin forma ni máscara ni regla del juego. Ahí tenemos esas confesiones que son ajustes de cuentas, esos reclamos a la dicha ajena, esas casi desnudas fantasías compensatorias. Ahí no, aquí: en la librería. O en Internet, multiplicadas al infinito al ser gratuitas.

«Somos todos prisioneros en nuestra propia piel» (Genet)

Convención literaria. En la ficción concebida como respuesta a una demanda cuando es de hecho una demanda que espera ser satisfecha, la intensidad de las situaciones, expresiones e intercambios depende del estereotipo. Así, en el prólogo o en la contratapa, el autor o el editor no se eximen de declarar verdadera una serie de estereotipos recurriendo al lugar común de que los tópicos siempre encierran “una parte de verdad” (la encerrarían toda, si pudieran). Habiendo pagado así su tributo, la mala fe se precipita a cobrar mediante la ilusión de encarnar todas las imágenes declinadas del estereotipo en cuestión: ideas recibidas, historias plagiadas y una incansable galería de reconocibles tipos humanos desfilan, se enlazan y circulan bajo el ubicuo paraguas del cruce de géneros, el homenaje al maestro o el guiño al lector. O el homenaje al lector y el guiño al maestro. Así se alcanza la plenitud de un rol colmado: como en El balcón de Genet, donde cada cliente se cumple ejerciendo un poder ideal encarnado en una u otra figura de autoridad consagrada. Lo que asegura el estereotipo es una máscara reconocida por todos de antemano que permite esa intensidad de lo que puede extralimitarse más allá de toda duda; sobre todo, de toda duda razonable: la luz coloreada a gusto irradiando desde la cámara oscura de la mente hacia un público imaginario, que el real estará encantado de representar siempre y cuando se respeten sus gustos y se ofrezca un asiento a su impostura.

Fantasía y ficción. Acepto la literatura fantástica mientras no intente maravillarme. Ni Jeckyll ni Hyde lo intentan, por ejemplo. Pero en la mayoría de los casos la fantasía es a la ficción lo que el proselitismo a la épica. Desde su puesto de artillero en lo alto de una colina napoleónica, sin ir más lejos, contemplando admirado el espectáculo de la batalla, a sus espaldas y a pesar de la música de los cañones, Henri Beyle oyó decir: “Éste es un duelo de titanes”. Inmediatamente, como él mismo lo cuenta casi con estas mismas palabras, la sensación de grandeza lo abandonó para todo el resto de la jornada. Sin embargo, es justamente a ese duelo al que las “pequeñas gentes”, como se acostumbraba decir en tiempos aristocráticos, se empeñan en asistir y, sin el anuncio que lo ajusta a su propio tamaño, más que probablemente no lo reconocerían, así como tampoco a sí mismos en la antigua expresión que hemos empleado. De hecho jamás lo reconocen, al menos como espectáculo: se impone, durante el exceso en que consiste, la salvaguarda de los propios bienes. ¿Y qué es un espectáculo sino la exhibición de los ajenos? Eso debe ser anunciado, sean puestos en venta o no, pueda pagar el público su precio o no, y sobre todo si tan sólo ha de pagar por la contemplación. No debe sorprender entonces que la inflación sea galopante. Si el barroco, como se ha dicho, es el género que linda con su propia parodia, ¿qué género no contiene su propia parodia involuntaria?

«Clásico es el escritor que lleva un crítico dentro de sí» (Baudelaire)

George Eliot contra las preciosas ridículas. Novedad editorial: ya en el siglo 19 había quien se burlara de la literatura más leída entonces y ahora, como lo prueba esta tardía publicación de Las novelas tontas de ciertas damas novelistas, de George Eliot, por Impedimenta, a quien debemos agradecer tal puesta al día del catálogo eliotiano en lengua castellana. Con toda la sensatez de la mujer moderna que ocupa un sitio no sólo en su casa sino también entre las fuerzas productivas, la autora inglesa se revuelve contra la vanidad de los salones en los que unas señoras ociosas pretenden ser tan novelistas como ella y les hace sentir el azote de la crítica, de una manera tan certera que no es difícil identificar de inmediato la mala literatura actual con la de entonces, tan parecidas en el fondo. Sin embargo, cabe señalar la persistente fidelidad de tantos lectores a esos autores y la de éstos a las convenciones de los géneros que representan y practican, indiferente a toda crítica o ejercicio de la razón protestante, burguesa, progresista, feminista o la que a su turno se haga oír y sume sus folios a tantos comentarios desestimados por los compradores de libros. Y recordar el tono con que el padre de las preciosas ridículas lanzaba su maldición al final de la pieza, convencido de que tiene que habérselas con una fatalidad que bajo una u otra forma siempre volverá a hacer nido en las cabezas de la hidra impermeable a la educación: Y vosotros que sois causa de su locura, necias pamplinas, perniciosos entretenimientos de espíritus ociosos, novelas, versos, canciones, sonetos y sonetas, ¡ojalá el diablo se os lleve a todos! ¿Pero no es el diablo el que los trae de vuelta?

«La lima se gastó; ya no la usamos» (Leopardi)

El estante más alto. Leopardi: el poema se eleva formalmente en proporción a la profundidad de la caída que representa. Quien atento al contenido del discurso no pueda oír el discurso mismo, o el contenido del contenido, que está en la forma, se quedará con el abismo y sin la escala: más le hubiera valido no emprender esta lectura. Sin sentido estético, muerte sin resurrección. Aunque la respuesta normal a la poesía es el desconcierto.

Rentrée. Se es actual o no se lo es. A quien no lo sea, inactual como se define Nietzsche en sus incursiones, la producción artística y cultural contemporánea en general, promocionada en continuado por el personal permanentemente actualizado que vive de eso en uno u otro sentido, le parecerá ser al gran arte o al pensamiento lo que el prêt-à-porter a la haute couture: por bien escrita que esté una crónica o realizada una serie de TV, no se elevan a tanto. Pues hay que captar las cosas en lo que tienen de fugitivo, pero esa captura ha de aspirar –como la alegría en la canción de Zaratustra- a ser eterna, aun si vive, y por eso, amenazada por la mortalidad. Las formas pragmáticas y prefabricadas de la producción en serie, incluido todo aquello que pueda formar parte de lo “mediático”, avenidas al orden que las provee, son, como éste, fugitivas: un síntoma de los tiempos que corren. Y, en la mayoría de los casos, síntoma sin medicina, porque justamente hoy casi todo refleja la época y casi nada la critica; inmerso en la corriente de su tiempo, lo que se lleva no queda. Pero ha quedado abierta, entre el arte popular y el arte a secas, una brecha histórica más allá de la cual el menguante público del gran arte ha devenido a pesar suyo una élite, y muy a su pesar. ¿Qué solos vamos a estar, pero qué bien, como decían los postistas en la época de Franco? Se trata en todo caso, paradójicamente, de una posición tan difícil de sostener como inexpugnable en la medida en que ahora la vía del progreso le pasa por al lado. Allí abajo, desbordando el lecho seco del río, pasa el desfile vociferante de los últimos modelos arrastrando oídos y miradas, dejando atrás una y otra vez la torre de marfil en su circulación permanente. Pero es el sujeto el que da sentido al mundo y no al revés. Inédito, tanto como urge tomar notas no es necesario apresurarse a publicar.

Peripatética de la lectura