Los pasadizos
Para Carla a la intemperie
Quien me dio sin saberlo, mientras conversábamos, el título de este libro caminaba junto a mí por una playa encerrada entre dos montes. Al pie de uno de estos barrancos había un túnel que permitía seguir andando por detrás de los peñascos que en ese punto interrumpían la marcha. Un pasadizo. La luz de la mañana caía sin freno de un cielo parejo, aclarando los bosques sobre nuestras cabezas mientras multiplicaba sus espejos sobre el mar; no había en la playa casi nadie, o nadie que impusiera su presencia, lo que prestaba a la escapada un feliz aire de regreso al paisaje primario. Recorrimos el túnel en silencio, oliendo la humedad involuntariamente trabajada en común por mar y bosque, vecinos indiferentes, y hasta salir del otro lado no oímos más que nuestras pisadas en la arena húmeda, entre los charcos, sobre el fondo envolvente del calmo oleaje exterior. De nuevo en la luz, matizada por algunas largas ramas inclinadas desde el barranco sobre la playa, el deslumbramiento: no a causa de nada que entrara por los ojos, ya acostumbrados, sino por el ruido exacto, que nunca he vuelto a oír, indescriptible, irreproducible, del aluvión de piedras frotándose, movidas por las olas, unas contra otras, resbalando contra la arena de la costa, alzándose y revolviéndose sobre sí al ritmo del oleaje, como la voz del mar que se oye en las caracolas pero a cielo abierto, aunque no es ése el ruido. Y no tengo una imagen ni metáfora mejor para intentar transmitirlo, pero sí tengo un testigo, al que mi propio testimonio corresponde: al oír la música de las piedras, ella y yo enseguida –o casi- nos miramos y cada uno pudo comprobar, en la cara del otro, que el milagro no era una alucinación.
Otra vez, en la ciudad donde nací, atravesábamos el largo pasaje sombrío que conducía al jardín central de un convento, donde sobre una antigua fuente se derramaba muy suave la pálida luz de la tarde. Inclinada sobre la fuente, una monja miraba el agua estancada. En el preciso momento en que entrábamos a la luz, sin habernos visto, dio una súbita palmada para que los peces del estanque se agitaran, movidos a distancia por sus manos, o subieran a la superficie. Desde nuestra posición era imposible verlos pero, como en el cine el viento se muestra en los árboles, así los vimos emerger en la sonrisa de la monja, encantada con su propio encantamiento. Imposible decir qué edad tenía, pero en ese momento su juventud era eterna, o su infancia.
Alguna otra vez, en la ciudad a la que emigramos juntos, perturbada por no recuerdo qué incidente necesitado de la intervención de policías y bomberos, yo buscaba cómo llegar a nuestro encuentro entre calles cortadas y desvíos que alejaban siempre mi moto del lugar convenido. Me retrasaba, pero había en el ambiente un aire de revuelta, aunque uno en el fondo sabía que no iba a pasar nada, estimulante y persistente. Por fin nos encontramos: los ojos de su amiga se veían asustados, pero en los de ella pude reconocer la misma expectativa que el fuego nunca cumple y sin embargo tampoco apaga. Esa espera insaciable era una razón para andar juntos y así nos quedamos, contentos de estarlo.
Las palabras que aquí le agradezco vienen de una de esas conversaciones iniciales en que uno de los dos procura describir al otro alguna de las visiones que han quedado en su paisaje interno aunque el mundo no las confirme. Desde entonces he querido corresponder a esa expresión, es decir, que hubiera un libro llamado así, cuyo paisaje evocara a la vez esas caminatas iguales al río de Gran Sertón. Veredas, que “no quiere llegar a ningún lado sino sólo ser más ancho y más hondo”, y aquel intento de descripción, antes de la calidad que del aspecto, de los territorios aludidos. La intemperie invocada en la dedicatoria es la de esos paseos, pero también la condición necesaria para la aparición de lo contemplado entonces y su recuperación.
En los caminos la luz deslumbra por cansancio, pero en los pasadizos está a la espera. Mientras tanto, estrella pálida, ofrece orientación y esperanza. Hasta que llega el estallido, eventual, de su revelación: el nacimiento de la imagen que guardaba, expuesta de pronto a los sentidos. Ni los caminos concluyen en metas absolutas, ni al final de los pasadizos está la salida del reino de la ambigüedad. Pero en el recorrido mismo hay una afirmación, paso a paso, y si bien el caminar no puede ser eterno, la suspensión de su sentido sí que apunta en esa dirección. Estos poemas o intentos de poema, como es tradicional, hablan de cosas idas, en especial los de la serie dedicada, pero si éstas brillan por su ausencia es porque esa ausencia no está vacía. Les pertenece y les guarda el sitio, señalado por esa plena luz esquiva al fondo de los pasadizos.
Enero 2017