La historia continúa

Segunda entrega del relato comenzado el viernes 21 (ver entrada correspondiente). 

Bajo el sol de California
Bajo el sol de California

Ya durante el vuelo Fiona siente el placer de abandonarse, como una maleta, segura de su importancia, justificada, a la voluntad de sus locatarios, a los métodos de su agencia, a la conocida serie de instrucciones recibidas, a los dedos de los manipuladores que le darán un contenido, a la paciente atención de Charlie que ha dispuesto de sus hijas y a su lado va ocupándose de horarios y destinos, a la pálida voz del comisario de a bordo, a las susurrantes bandejas de las azafatas, al sosiego que ofrece la butaca a su nuca, al suave mundo difuso que le abren sus párpados cerrados, y así, como anestesiada, ya lista para ser intervenida, se deja llevar deprisa en la tibia camilla de la inconsciencia, olvidando abortos y abandonos, separaciones y desgarros, lo mismo que al italiano y la portuguesa que, alojados al fondo de su memoria, sostienen la pendiente sobre la cual, plácida, se deja rodar, del aeropuerto al hotel y a la discreta clínica ateniense, y luego de vuelta como a través de un looping hasta su cama; bajo la lluvia de Londres, de regreso, Fiona Devon se adormece entre sus hijas, cambiando pañales y corrigiendo dictados, sobre el hombro redondo de Charlie, que calla, mientras pasan las semanas como nubes, entre relámpago y relámpago, acumulándose en su vientre, y los días van cayendo como gotas regulares, resbalando por el hilo del cordón umbilical. Para Madison Kane y Tamara Vélez, que todavía desconocen su deseo, éste es un período difícil; rodeadas de incertidumbre en sus proyectos profesionales, una a la espera de un contrato en Hollywood y la otra inmersa en la azarosa producción de utilidades de un negocio nuevo, la incertidumbre se instala también entre ellas, como un velo detrás del cual cada palabra guarda un silencio, cada mirada un cálculo o una incredulidad. La Warner, ¿está tan interesada como dice Madison? Y los clientes de Tamara, ¿son reales o virtuales? La amenaza de zozobra económica se vuelve zozobra emocional, identidad cuestionada, y la red de créditos y deudas asfixiándolas no sólo parece estrecharse cada día, sino además torcer su relación, pues por mucho que eludan el tema cada una es acreedora de la otra: Madison ha invertido su anticipo en el incierto o novedoso emprendimiento de Tamara, pero hace ya tres meses que es Tamara quien paga las cuentas, aunque Madison ignora el origen del dinero que gastan; incapaz de explicarse cabalmente las ganancias anunciadas por Tamara, que a su vez ha dejado de explicarse sobre el punto, Madison ocupa su ansiedad en escribir, flotando en la precaria irrealidad de su retiro como en la vaga tela de una fiebre, hasta que un día, en la alquilada residencia de Beverly Hills, apartando la vista cansada del telefilme que crece en su pantalla, mira por la ventana del estudio y ve, a través del perfecto aire californiano, a Tamara yaciendo en la terraza, escaleras abajo, sola y como muerta bajo el sol junto a la piscina. ¿Qué puede querer decir, sobre la rígida mancha roja en que descansa, ese trazo a contraluz y a deshora, sustraído a una agenda habitualmente completa? Su entrenada cabeza de guionista reconoce, congelado, el primer cuadro de un enigma policial, malogrado al instante por la persistencia del tiempo anclado en el cuerpo tendido, en la cara más allá de los cristales oscuros, en el cielo siempre azul de lado a lado; la pena cae sobre sus hombros, doloridos por las horas de tipeo; la angustia le oprime el pecho como el pie de un impiadoso vencedor, le cierra el vientre como un puñetazo, recurrente, repentino: nada se mueve abajo, tampoco alrededor, nada excepto ella aquí o más bien su corazón asustado, como liebre en fuga, atropellándose en la ansiedad que carcome, desde hace tiempo, inexplicable, intolerable, el suelo compartido del amor. ¡Esa duda, esos mortíferos silencios prolongados, esa noche propia en que Tamara, como ahora, reptil inescrutable bajo el sol inmóvil, suele replegarse para emerger entera y voraz, cargada de energía y convicciones inéditas! Madison teme esta vez la novedad que pueda estarse elucubrando, teme el abandono por un nuevo horizonte al que Tamara partiría con la misma soltura con que llegó a California desde su olvidada Venezuela natal, ambiciosa, reanimada en su impulso una vez más por la negrura atravesada y súbitamente limpia del olor de ambas; pero, en lugar de consultar indicios o evidencias, de preguntarse cuál sería ese hipotético destino, de confrontar la realidad con sus sospechas, la puede el mudo arrebato que la arranca de sí misma y empujándola al terreno de juego la precipita a lo imprevisto: urgida da el paso del cálculo al azar, cambiando el aire quieto del estudio por el brusco declive hacia la otra, ciega junto al agua inmóvil, e inicia, ya en trance, aguja imantada al fin hacia un norte inmediato, el movimiento de recuperación. Tamara, cobra sumergida en sus anillos, reconcentrada aunque sus miembros indolentes lo desmientan, la siente gravitar en torno suyo, lanzada en plena alarma, centinela que despierta de improviso y a la carrera procura interceptar alguna fuga, descubrir al intruso; la siente, sin mover un músculo, desde dentro, rondarla aun desde lejos, volar leve hacia ella que, como de plomo, mantiene su postura sin dar ninguna señal de vida: desde la noche anterior tiene el móvil desconectado y tampoco ha consultado sus mensajes; se ha levantado tarde y no ha mirado los diarios; tampoco ha encendido la computadora, aunque la empresa que ha urdido y que ahora ni ella misma parece saber desentramar sea una punto com. Replegada en la densa oscuridad de su silencio, de su pelo color cuervo, del reverso de sus párpados cerrados, Tamara no ha estado buscando soluciones económicas, mucho menos informáticas, sino tan sólo cultivando su particular fortaleza, su intransferible equilibrio, su ciega confianza, física, en su propio poder de atracción sobre energías y capitales; cuando al fin oye el repiqueteo de vidrio y metal sobre plástico acercándose en la luz que la rodea, es como una certeza y algo se asienta en ella, la piedra cae al pozo; en el momento en que tiende el brazo y siente el vaso frío en los dedos ya su vientre está firme, una frescura la recorre aun antes de beber. Asomándose casi tímida al otro lado de la bandeja descartada, cumplida ya su primera acción, con renovado vértigo Madison reconoce ese abismo de quietud, intuye su próximo acto. Pues si Tamara sabe muy bien hacer de reina, ofrecer como recompensa su propia satisfacción, incalculable, desdoblándose por complacerla ella sabe sin error mutar en paje, doncella, confidente, dama de compañía, chofer, caballero, bufón. Tamara no ha olvidado, no olvida, la primera visita a Maddy, su primera invitación, a la luz de la siesta en la cocina tan pequeña de su mínimo hogar de entonces, antes de haberse tocado nunca, los malabares inesperados con que de pronto su nueva amiga, alterando la naturaleza muerta sobre su mesada, arrancó sin violencia tres naranjas a la ley de gravedad y poniéndolas en órbita fue atajándolas una a una hasta quedarse ofreciéndole la última, luminosa, lo que en sus dientes en cambio encendería el apetito, tan sólo postergado, por la carne de esos pómulos redondos, ahora tan próximos; aquel gesto, así como el sabor imaginario, sigue presente en ella, no lo han borrado el contacto ni la saciedad. Así que en cuanto han bebido, ni bien cada una recupera el aliento ahogado por el largo trago paralelo y el pulso común se estabiliza en el bienestar impuesto por el turbio frescor de la bebida, en el fugaz desequilibrio debido a la pálida sombra de alcohol dentro del vaso, no es difícil para Madison alzar con la punta de los dedos el peso entero de su amiga desde su trono de tela roja y emprender, cuando ésta, más alta, vertical por fin la mira ocultándole el sol, de pronto, soltándola de improviso, casi haciéndola caer, la fuga que desata la persecución, escaleras arriba, de la más ágil por la más fuerte hasta el espacio común donde se mezclan y compensan, como el fondo del mar y la espuma de las olas, en su habitual remolino hasta extender a ambos lados la calma. Cuando ésta llega, Madison, adormeciéndose bajo el brazo de Tamara cruzándole la espalda, puede entrever, antes del sueño, por ambas, el posible tendido de un lazo permanente, todavía inconcebible, capaz de sujetar el sosiego que, apenas reencontrado en el océano de lo inestable, colma aún la habitación que mira al Pacífico. Por eso, dentro de un tiempo, cuando Fiona Devon eleve su ruego desde el otro lado del Atlántico, ya habrá alzada aquí una antena capaz de captar sus oraciones. Pero antes, para que surja ese llamado, un disgusto ha de producirse.

continuará

cama

Ventanas y espejos

El maestro del suspenso
La mirada indiscreta

Impar. Soy el que rompe el silencio. Ninguna fatalidad se cumple en mí. No soy dado a la aventura, pero el orden me descarta. Esta historia continuará, pero no tiene fin. Sólo al interrumpirse parecerá entera.

Medios sin fin. El mundo está organizado por obsesivos. Siempre dan con soluciones que cierran el juego en un sistema del que no es posible salir sin destruirlo y al que por consiguiente hay que sacrificarlo todo, como si fuera él mismo y no lo que organiza lo que hay que salvar.

Angloengreimiento. Bajo la capa de la sobriedad heredada de Lutero, alzando el puño contra el Papa aunque más eficaz es hacer zancadillas, el horror a ser pretentious manifiesto en el abuso del recurso al understatement y el pecho lleno de aire del colono en los confines del imperio que cree representar.

Conversations with myself
El otro, el mismo

Gobierno. Un solo justo en Sodoma habría bastado para salvar la ciudad, pero nadie es incorruptible y menos aún Robespierre.

Jesús corporativo. El nuevo delegado, durante la fusión: “No he venido a traer la paz, sino el serrucho.”

Autocrítica. Lo que yo afirmo por principio estético deviene pragmático al aplicarlo otros. Sin quererlo doy buenos consejos, precisamente por desapego hacia la situación concreta. O bien doy esos consejos precisamente para consumar tal desapego. Aconsejarse a uno mismo es tan difícil como amenazante resulte la perspectiva desde la que es posible verse siguiendo el consejo.   

La otra cara del locutor. Ningún presentador, conductor, anfitrión o como quiera llamarse a la repetida figurita que en cada emisión de una infinita variedad de programas aparece para mediar entre el espectáculo y sus espectadores, no importa cuán familiarizados estén éstos con aquél o viceversa, dice nunca lo que piensa ni mucho menos lo que está pensando en el preciso momento en que se dirige a quienes con más o menos paciencia lo escuchan para dejar de escuchar, precisamente en ese lapso de voluntario olvido de sí mismos o a la espera de que ese precioso instante se cumpla, sus propios pensamientos no queridos. Pero, como esta figura carece de espaldas y, amurallada en la pantalla que domina como una mujer su tocador, cabe suponer que tampoco tenga más de dos dimensiones, es dable imaginar, en el supuesto lugar de la nuca, la cara contraria a la que presenta, correspondiente a quien piensa lo que no dice: mirada ambigua que tan sólo afirma lo que no es posible adivinarle, nariz torcida fuera de campo, largas orejas donde se pierden los comentarios de intención inmediata y en la boca el sabor agridulce de los juicios que nada confirma.

Los muchachos
Uno de los nuestros

La estética de la cuadrilla. Digamos que son cuatro con un firme ideario en común cuya clara exposición sólo podría debilitarlo y cuya expresión cabal tanto rechaza el razonamiento como se obstina en la reafirmación y el sobrentendido. Frío apasionamiento pronto a la violencia, disgusto ante cualquier duda, corregido por la disposición a avasallarla, competitiva aversión hacia todo cuanto resulte escurridizo o tan fugitivo como su propia conciencia interrogada. Un estilo para andar juntos, cerrando el paso a la dirección opuesta, echando atrás el terreno sobre el que avanzan. Mesa propia en el bar del barrio o del pueblo, reuniones periódicas y frecuentes celebradas con la menor discreción. Como el eco de sus voces que retumban al alzarse con el correr de la velada, parejo con el del alcohol que va trazando una nueva frontera en torno al grupo, la imagen de sí mismos en el espejo demasiado alto detrás del mostrador se les esconde y retrocede hasta más allá de sus miradas, turbias pero encendidas en las caras rojas o pálidas. Una llama alimenta a la otra y todas juntas consumen su ardor, pero ninguna alumbra de modo que el brillo no encandile a la pupila.

El que huye. Incapacitado para alcanzar posición alguna, el que huye no llega a ningún sitio pero los sitios llegan a él. Ya que el vacío es un lugar de acoso y todo su entorno procura ocuparlo. En su centro late cada vez más rápido un corazón de zorro, hasta fundir sus apretadas pulsaciones en la línea de una única nota sólo audible para perros y caballos. Todo el bosque se precipita sobre ese punto y se apresura a cubrirlo de maleza una vez interrumpida la carrera, de modo que el accidente no se distingue del orden natural.

Arte textual. ¿Soy difícil de leer? ¿Poco explícito, demasiado alusivo? ¿En lugar de restituir el mundo, lo escamoteo? ¿Rechazo el rol de narrador de historias, me empeño en socavar la representación convenida? Como no creo que el lector sea inocente, procuro recordarle lo que sabe.

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Esta historia continuará

Empiezo hoy a publicar aquí un largo relato que, de acuerdo con la querida tradición del folletín, seguiré colgando por episodios cada viernes hasta terminar. A continuación, la primera entrega:

Bajo la lluvia de Londres
Bajo la lluvia de Londres

Bajo la lluvia de Londres, Fiona Devon espera un hijo ajeno; bajo el sol de California, Madison Kane y Tamara Vélez desean uno propio. Seis meses antes, bajo un roble plantado en un hostal al sur de Francia, sobre los coloridos restos de un perfecto almuerzo de verano, Stefano Soldi, empresario afortunado del norte de Italia, y Elena de Souza, modelo portuguesa retirada, deciden encargar su descendencia. No es una decisión apresurada, imprevista; menos aún el fruto de un arrebato debido al vino, al calor, al bienestar o a la dicha: por el contrario, como sus cuerpos calmos asimilan, acariciados por la brisa y las ropas ligeras, los alimentos atentamente escogidos, lentamente su sangre ha ido madurando el nuevo designio durante los días de ocio y ejercicio acumulados a lo largo de la pródiga, insinuante estación; el consenso absoluto llega como la discreta pero definitiva coronación de un gozo prolongado cuyas raíces, para la admirable mujer en la cuarentena, se hunden en la exacta adecuación entre su espacio vital y los límites que el hombre, con su anuencia, ha dispuesto a su alrededor, y, para el hombre de manos seguras habituadas a la docilidad de cuerpos y bienes, en el dominio apacible de su demorada conquista. Tienen algo de leones, colmados por su propia plenitud: abandonados a su propio peso en las ubicuas sillas del albergue, al luminoso frescor de la sombra salpicada de breves reflejos, rodeados de mansedumbre por el rumor de las hojas, los pájaros y las aguas del arroyo local, ambos se sienten, maduros, en el pico de sus fuerzas, cuyo sereno y lúcido gobierno les confiere el equilibrio que, nivelándolos, confirma y restaura, cada vez, el mutuo respeto y deseo; ya no aislados en las respectivas cumbres de sus vidas, que cada uno ha sabido llevar hasta su encuentro afirmándose tanto en los sucesivos triunfos como en las ocasionales derrotas, juntos preparan el futuro como quien dispone, conteniendo apenas por previsión el exceso, un festín del que la alegre, no, la feliz comida compartida no es sino la entrada o el preludio. Sin embargo, el camino ha sido largo; y la fuerza que su voluntad y su entusiasmo, constantes, imponen a sus cuerpos, ya medida, tal vez no cuente al presente con todo el aval de la naturaleza; el proceso de enriquecimiento también lo ha sido de gasto, y lo que ha pasado, por así decirlo, de una divisa a otra no puede reconvertirse en lo que ha sido: la experiencia no reintegra reservas de salud. El matrimonio, considerando las posibles dilaciones, los razonables pasos en falso aun del mejor tratamiento médico, decide proteger del azar el cuerpo femenino, preservarlo además de una recuperación cuyas huellas podrían dañar el esplendor conservado; recurrirán a alguien más joven, a un organismo más a propósito, en sazón, y adquirirán en firme, como tantas otras cosas antes, esta nueva satisfacción y desafío a cuya altura, están seguros, sabrán mostrarse ambos; pues confían en sí mismos, saben que sabrán cómo criar un ser humano, cómo guiarlo, qué hacer de él, así como han sabido guiar sus propios pasos hacia este claro: su hijo será un magnífico heredero, sí, buscarán una madre. Resuelto el tema, de vuelta en París, la exaltación deja paso a la acción deliberada; el doble impulso, unido al hábito de la eficiencia, precipita averiguaciones y gestiones; marido y mujer, relevándose lealmente, avanzan a la par; encuentran, repetido, un obstáculo: la ley del país en el que viven; sin dudarlo, eficaces, prácticos, se trasladan a Inglaterra, fuera del ámbito de la religión católica, donde no tardan en contactar, a través de la agencia Hoping Families, pionera en reproducción artificial, a Fiona Devon, madre múltiple, quien ofrece su vientre en alquiler. A Elena le disgusta el desaliño de Fiona, que admira su elegancia; le irrita, de esta insípida mujer en la treintena, descuidada como si el tiempo fuera a perdonarla, la negligencia que parece gobernarlo todo en ella, desde el vestido inadecuado y el peinado fallido hasta los torpes modales tentativos, imprecisos, además de la confusa blandura de los rasgos, no feos pero sí insatisfactorios por su expresión ambivalente sin enigma: contemplándola con su taza de café titubeándole en la mano, como a punto de caérsele sin acabar de caer, pareciera haber llegado, cualquiera que éste fuera, a los empujones y por carambola al sitio en el que está, llevada por circunstancias siempre imprevistas e indiscerniblemente encadenadas a la vez que, para Elena, perfectamente previsibles para cualquiera dispuesto a ejercer un mínimo de discernimiento. Stefano cree reconocer, en la estúpida guardia indefensa de Fiona, en su afectada expectativa, idénticos motivos y estrategia a los de tantos empleados y colaboradores suyos a lo largo de los años: una actitud sugerida por el temor a la oportuna autoridad de la que se espera recibir algo y cuyo poder de concentración se procura cansar con el balbuceo y la indefinición. El mismo miedo reflejo creyó distinguir en el hombre cuyo nombre no entendió bien y cuya mano flaqueó en la suya para enseguida corregir y exagerar el apretón, antes de huir a refugiarse en la habitación contigua, supuestamente vigilante, oído avizor, con la hija mayor y la beba nueva. A un costado, solo, obligándose a prestarles atención, Stefano espera que las mujeres se acomoden; reconoce, entonces, lo repetido de su situación, pendiente de un proceso que lo excluye en su mayor parte, vaga silueta de fumador meditabundo al fondo del corredor del hospital; siente, leve, el temblor de una vieja impaciencia, aplacada al inicio del matrimonio y reavivada ahora por la súbita visión, largo tiempo a sus espaldas, de Elena redescubierta sobre el natural plano inclinado: puede verla frente a la otra mujer, lanzada a la arena, proyectada como una imagen contra la opaca pared de esta sala sin gracia, airosa y casi profesional en el rol que ha de cumplir, de tal manera que por un momento es su propia juventud la que lo toca, de igual manera que una vez fueron sus ojos de estudiante los alcanzados por la imagen de la exótica modelo portuguesa naciendo a la fama, un momento multiplicado por portadas y portadas de indistintas revistas, antes de perderla en algún punto de su carrera y sólo mucho más tarde darle alcance; en los ojos pasmados de Fiona Devon vuelve a ver la inefable admiración de las otras mujeres por Elena, más regular y más alelada aún que la de los hombres. ¿Qué hay detrás de esa especie de fascinada afasia? Por debajo del balbuceo, como los pobres las irregularidades de su economía, Fiona oculta las anomalías de su historial médico, disponible pero no recomendable; Elena preferiría una chica más joven, saludable y entera, en lugar de este cuerpo fuerte pero visiblemente cansado, cuyo engranaje transitado por seis fetos, dos propios y cuatro ajenos, comienza seguramente a resentirse. Pero la decide a confiar en la experiencia de Fiona la supersticiosa creencia de su razonante cerebro, responsable de su físico y sus maneras, tan cultivados, en cierta infalible fatalidad con que la naturaleza, supuestamente, preservaría a sus instrumentos más dóciles; el relincho discreto del teléfono, inesperado, arranca su cabeza del agua oscura de semejante meditación y así despierta, decidida, volviendo del cálculo imposible en el que se había sumergido; ahogando una risa cruel, originada sin duda en la mal disimulada ostentación con que Charlie, el jefe de familia según tenía entendido, irrumpiendo desde el cuarto vecino levanta el tubo y procura hacer ver, si alguien lo mira, que se trata de una llamada de trabajo, o sea, que trabaja y que, cualquiera que éste sea, es su trabajo y no el vientre de Fiona el que trae el pan a la casa, Stefano Soldi experimenta el alivio debido a la distracción bajo la forma de un implícito acuerdo consigo mismo y se relaja; Fiona Devon, localizada y detenida en el devenir de lo casual, es ya la elegida de Elena de Souza; contento de poder sacarla al fin de allí, benévolo el empresario secunda a su mujer. Costean el viaje a Atenas, donde el vientre que alquilaron recibirá sus cuatro embriones, producto de la alianza entre el semen anónimo de un donante norteamericano y los óvulos de otra inglesa cuya identidad, aconsejados por Hoping Families, están de acuerdo en ignorar así como existe entre ambos el acuerdo de permanecer fuera del acto, ajenos por igual al proceso biológico iniciado, equidistantes de la gestación y con idéntico derecho, de este modo, ante su hijo, y devuelven de inmediato su atención al rendimiento de sus bienes, como es costumbre para el propietario, mientras dejan que madure, organizada, la sorpresa que esperan de la tierra.

continuará

paraguas3

El eslabón perdido del Río de la Plata

En busca de Santa María
En busca de Santa María

La luz caía verticalmente del techo y luego de tocar los objetos colocados sobre la mesa los iba penetrando sin violencia. El borde de la frutera estaba aplastado en dos sitios y la manija que la atravesaba se torcía sin gracia; tres manzanas, diminutas, visiblemente agrias, se agrupaban contra el borde, y el fondo de la frutera mostraba pequeñas, casi deliberadas abolladuras y viejas manchas que habían sido restregadas sin resultado. Había un pequeño reloj de oro, con sólo una aguja, a la izquierda de la base maciza de la frutera que parecía pesar insoportablemente sobre el encaje, de hilo, con algunas vagas e interrumpidas manchas, con algunas roturas que alteraban bruscamente la intención del dibujo. En una esquina de la mesa, siempre en el sector de la izquierda, entre el reloj y el borde, encima de la parte luminosa, un poco arrugada, de la carpeta de felpa azul, otras dos pequeñas manzanas amenazaban rodar y caer en el suelo; una oscura y rojiza, ya podrida; la otra, verde y empezando a pudrirse. Más cerca, sobre la alfombra de trama grosera, exactamente entre mis zapatos y el límite de la sombra de la mesa, estaba caída, arrugada, una pequeña faja de seda rosa, con sostenes de goma, ganchos de metal y goma; deformada y blanda, expresando renuncia y una ociosa protesta. En el centro de la mesa, dos limones secos chupaban la luz, arrugados, con manchas blancas y circulares que se iban extendiendo suavemente bajo mis ojos. La botella de Chianti se inclinaba apoyada contra un objeto invisible y en el resto de vino de una copa unas líneas violáceas, aceitosas, se prolongaban en espiral. La otra copa estaba vacía y empañada, reteniendo el aliento de quien había bebido de ella, de quien, de un solo trago, había dejado en el fondo una mancha del tamaño de una moneda.   

Objeto de culto
Objeto de culto

Para el que lo haya leído: parece Robbe-Grillet, ¿no? No: Onetti. Un fragmento, del que seguramente vino el título, del capítulo llamado “Naturaleza muerta” en su novela La vida breve, de 1950, tres años antes de que el bretón publicara su opera prima, Les gommes, nacimiento reconocido del “objetivismo”, Nouveau roman o “école du regard” (a pesar del inicio de Le Voyeur: “Parecía que nadie hubiera oído nada.”) que tanto dio que hablar hace medio siglo. No es raro que se presente a Onetti como el primer existencialista del Río de la Plata o de la literatura latinoamericana, pero menos obvio resulta señalarlo como precursor de la “nueva novela” francesa, cuyo estilo, en una primera mirada, parecería tan alejado del desgarramiento y la intensidad emocional que de acuerdo con sus comentaristas caracterizan la obra del uruguayo. Es más fácil pasar sin escalas del Sartre de La náusea y el Camus de El extranjero a Robbe-Grillet, Sarraute y compañía, lo que no exige cambiar de lengua ni de país además de que ofrece precisiones explícitas como las que el “jefe de fila” de la escuela francesa hace en sus “romanesques” (El espejo que vuelve, Angélica o el encantamiento, Los últimos días de Corinthe) acerca de la impresión dejada en él por el implacable sol de la novela del argelino. ¿Pero qué se nos ha perdido a nosotros, lectores y a veces escribas del siglo XXI, en estos parentescos políticos de mediados del siglo anterior? Un rasgo notable que en su momento llegó a tener valor de causa, como lo ilustra el título de ese libro de Francis Ponge tan elogiado por Sartre y del que el mismo Borges tradujo algo muy pronto para Sur, Le parti pris des choses, De parte de las cosas en una de sus versiones castellanas, y que tanto como consiste en la atención de la conciencia humana a todo lo que no es ella misma y en consecuencia le hace ver lo que ella es, contrasta con el universo de la comunicación en continuado al que nosotros estamos habituados, donde las cosas no tienen peso y la totalidad del espacio es ocupado por las ciegas voces de los cronistas de su propia subjetividad inconsciente, que opina sobre cuanto le propongan pero nada sabe de lo que no es información. O, si esto no es del todo así, es al menos la tendencia difícil de resistir, como pudo haberlo sido en otro tiempo el contenido ideológico como sentido prefijado del relato o el sentido metafísico como prueba de un argumento insostenible. Captar lo mudo en un panorama ensordecedor no es poca cosa: se corre el riesgo de no comunicar en absoluto, de no interesar ni ser entendido. Los poetas lo saben. Pero poco puede oírse en el circuito de las opiniones que no se haya gastado ya hasta no ser más que el eco adulterado de un sonido del que sólo se ha oído hablar.

Ejercicio de lectura: ¿dónde está la sombra de Onetti, el rasgo personal que contamina la pureza de un objetivismo intuido pero aun no reglamentado ni dotado de una teoría? En la segunda parte del pasaje, que copio a continuación, es mucho más notoria que antes. Se aceptan y se agradecen comentarios:

Misteriosa Buenos Aires
Misteriosa Buenos Aires

A mi derecha, al pie del marco de plata vacío, con el vidrio atravesado por roturas, vi un billete de un peso y el brillo de monedas doradas y plateadas. Y además de todo lo que me era posible ver y olvidar, además de la decrepitud de la carpeta y su color azul contagiado a los vidrios, además de los desgarrones del cubremantel de encaje que registraban antiguos descuidos e impaciencias, estaban junto al borde de la mesa, a la derecha, los paquetes de cigarrillos, llenos e intactos, o abiertos, vacíos, estrujados; estaban además los cigarrillos sueltos, algunos manchados con vino, retorcidos, con el papel desgarrado por la hinchazón del tabaco. Y estaba, finalmente, el par de guantes de mujer forrados de piel, descansando en la carpeta como manos abiertas a medias, como si las manos que se habían abrigado se hubieran fundido grado a grado dentro de ellos, abandonando sus formas, una precaria temperatura, el olor a fósforo del sudor que el tiempo gastaría hasta transformarlo en nostalgia. No había nada más, no había tampoco ningún ruido reconocible en la noche ni en el edificio.

guantes  

 

Diario apátrida

Silencio, exilio y astucia
Silencio, exilio y astucia

Casa del huérfano. Quien no es capaz de llevar adelante una carrera, cumplir un rol u ocupar un cargo, un puesto, un sitio cualquiera, todavía puede darse forma a través de un objeto, es decir, hacer una obra. Pues en ella lo que le faltaba estará de más y lo que le impedía seguir un camino será su guía. Pero también tendrá que admitir que su situación es justamente la de un bastardo, cuya paternidad sólo será reclamada si puede aspirar a ser causa de orgullo.

Desfiladero. La rebelión es un ejemplo para pocos. Por más admirada que sea la negativa a cumplir un destino impuesto para en cambio inventar y darse otro, esperar o creer que un ejército de semejantes se levantará a espaldas del que haga el primer gesto cuando esto ocurra, como en el cine, es esperar en vano y autorizar una creencia que antes o después conducirá a la decepción. El precursor pasará y lo seguirán pocos; menos aún verán sus huellas. Con el tiempo, si sobrevive, su leyenda crecerá, pero también la distancia entre la realidad y su ejemplo. To the happy few: estrecha es la vía de escape entre la moderación y el totalitarismo.

Libertad es no recordar el nombre del tirano
Libertad es no recordar el nombre del tirano

Jornada electoral. Totalitarismo de las mayorías, aunque más no sea por la terca voluntad, quizás inconsciente pero sin duda insistente, de estar juntos y hacer lo mismo, a lo que se agrega el sueño pertinaz de además hacerlo juntos; de hecho, es la tendencia misma al totalitarismo la que constituye las mayorías, el impulso constante que las hace posibles. “Creced y multiplicaos”, dijo el Señor. Pero dijo también “su nombre es Legión” y el espíritu concentracionario lo demuestra, ya que señala justamente la dirección contraria, el horizonte que se cierra en un punto donde todo converge para desaparecer en una fosa común: tumba anónima. “Al final siempre es la muerte la que gana la partida”, firmó Stalin. Pero Dios conoce a cada uno por su nombre: donde sólo te pidan que seas uno más, procura ser siempre uno menos.

Sin partido. La única manera positiva de desconocer a la autoridad es reconocer a los que no la tienen. Así opera uno un trasvase de fuerzas y contribuye a una nueva división de poderes cuando el de facto ya ha reunido en su puño a los tres reconocidos por la constitución. Pero esta política, aunque sea constante, aunque crezca, no puede institucionalizarse; es puro activismo, ya que no tiene estado.

Cruz. ¿Qué esperamos del tiempo? Que nos libere del espacio. Pero el espacio nos distrae del paso del tiempo.

Lo mejor que se puede hacer con la patria es olvidarla.
Lo mejor que uno puede hacer con la patria es olvidarla

Atermia. Indiferencia del emigrante hacia las tradiciones de su patria de adopción, del medio en el que ha caído, mayor cuanto mayor sea la distancia entre su origen y su destino. Los chinos no beben el café que sirven en las terrazas de Barcelona, aunque imiten perfectamente los bocadillos que desde años antes de su llegada se preparaban en las granjas de la ciudad. (¿Qué entenderán los no advertidos, del lado del océano del que vengo, por granjas y terrazas?) Ubicua atmósfera indiferenciada de los locales de inspiración aeroportuaria que brotan como hongos por el centro y los barrios, ambientación repetida que mezcla música, radio y televisión familiares en una sola red sonora rara vez interrumpida en algún punto, perdido en el mapa urbano, por alguna transmisión en quien sabe qué lengua hermética infiltrada, trama cuyo rumor se desliza como el agua por las plumas del pato sobre la conciencia atareada en objetos y sumas, ya que es para nativos y turistas, absortos en sus ilusiones y siempre igual de distantes del recóndito corazón del inmigrante arraigado.

mapa

Elegir lo peor

Ofelia (o Desdémona, o Cordelia)
Inolvidable Ofelia

Según me contó una de las actrices que participaba en la improvisación, un excelente director de teatro argentino interrumpió una vez un ensayo para insistir, con memorable énfasis, procurando grabarlo a fuego en la conciencia o, mejor, en el sistema nervioso de sus actores, en que siempre, en el teatro, hay que elegir lo peor. Es decir, tomando la palabra en su sentido más vulgar y más empleado, exactamente el que le da el verdadero público, el no profesional ni aspirante a serlo, lo más dramático. Interpretación mía, no dirigida, como la prueba o demostración por el absurdo implícita en el siguiente cálculo: si en la vida irredimible por el arte casi siempre es necesario, lo cual lo impone sobre el conjunto por mayoría, en función de elegir lo más conveniente, resignarse a una mayor o menor mediocridad presumiblemente al acecho de su ocasión de entrar y quedarse en escena, en el arte que persigue alguna satisfacción por la mansa ofensa de las servidumbres que la vida exige resulta obligado, a su vez, para alcanzar un resultado a la altura del caso, elegir lo peor. Pues si elegir lo mejor es mostrarse razonable, avenirse al muy limitado número de opciones plausibles y apropiarse, con prudencia, de la más digna de aplauso, elegir lo peor es al contrario ir a por todas, no pactar, y así elevar, hasta la ruina, la altura de la apuesta en que consiste el lanzamiento de dados sobre las tablas que es toda puesta en escena, sea ésta la de un teatro o no. Si en la vida, eligiendo lo mejor, se logra a lo sumo, en los casos bien llevados, por elevada que llegue a ser la línea de flotación, como mucho un moderado pasar, un suave ir tirando, un deseable cocerse a fuego lento de la carne que madura, en la expresión, ajena a la prudencia exigida por la vida, sólo eligiendo lo peor se va a fondo, es decir, hasta el fondo, y se alcanza la plenitud de la escala al fin cantada en todos sus registros, ya sin ninguna consideración por el mañana, la supervivencia o cualquiera de las categorías del devenir: sin dejar resto. Si en la vida elegir lo mejor es dominar la mediocridad, en el arte sólo eligiendo lo peor se conquista la excelencia.

Room at the top

Ensayos de redención

Deseo y transfiguración
Deseo y transfiguración

Lo normal no es crear, sino imitar y reproducir. Sólo con fines publicitarios se da al producto de estos actos el nombre de creación. Pero no es malo llevarlos a cabo y en general deberían bastar para satisfacernos. Crear, producir, desbordar el molde son excesos necesarios no tanto para el presente individual como para el futuro común, para renovar lo que se agota. Lo que cuenta en este ejercicio de imitación y reproducción que eventualmente da lugar a la creación, en cambio, es cómo el que narra o exhibe se apropia en ese momento de una experiencia que, cuando la vivió, no alcanzó a ser plenamente suya, lo que ahora intenta corregir o completar accediendo a la autoría desde la interpretación, aficionada o profesional. Ensayos de redención:reconocer en lo anecdótico una fuente de identidad y hacer historia del accidente, destino de lo casual. También ensayo como simulacro: no enderezar el error ni volver atrás contra el tiempo, sino dar a oír lo que de ese modo tal vez se atraiga sobre sí. Dice Borges que dice Spinoza que todas las cosas quieren perseverar en su ser: el tigre como tigre, la piedra como piedra y así sucesivamente. Pero también se registra desde la antigüedad el deseo contrario: las metamorfosis, como llamó Ovidio a su obra, son uno de los motivos más recurrentes en los mitos de todos los pueblos. Nadar y guardar la ropa es lo propio del hombre, que vuelve a dividirse para condenar él mismo esa actitud. Sin embargo, no por eso deja de querer la salvación, de aspirar a la transformación definitiva que culmine el proceso, defina su imagen, cristalice en algo que también le gustaría firmar. Detrás de cada pequeña anécdota a través de la que cualquiera se representa ante sus semejantes, late esta loca esperanza de transfiguración para la que cada mortal, como un actor, se prepara.

La boca de la verdad
La boca de la verdad

Detectives. El secreto del mundo del delito es su falta de misterio, conclusión decepcionante a la que llega cada detective después de atravesar los no infinitos velos que los novelistas tienden en su afán de desenmascarar oportunamente la corrupción, la injusticia, la impunidad y otras causas. El crimen de pasión, que Stendhal distinguía del crimen de interés, “le crime plat”, chato, no tiene en cambio un mundo propio ni mucho menos organizado, sino que irrumpe en éste con su abrupta luz de abismo y el rayo que filtra por la herida abierta alumbra otro paisaje, no menos sórdido pero al menos imposible de habitar, donde nada conduce a la prosperidad ni a su justificación: ésa es su prueba de verdad, cuyo silencio es tan inaccesible al soborno como al sentido común.   

Línea de sombra. Así como el mundo del orden tiende a un aburrimiento mortífero, el del desorden tiende a ser estéril. Por algo Brecht señalaba que lo difícil es hacer interesante la producción. El mundo deviene sueño y el sueño deviene mundo, escribió Novalis, pero no vivió lo suficiente como para despertar en la mitad inmóvil del camino. Desde allí, ese devenir parece dividirse y tender no ya a la transformación ni a la fusión sino, al contrario, abrirse en dos direcciones desde el principio opuestas pero ahora cada vez más lejanas. La cinta de Moebius gana un lado y pierde su nombre: el mundo persevera como mundo y el sueño como sueño. Pero, si uno y otro prosiguen, quizás sea porque la cruza ya se ha dado en el período anterior, cuando cada parte perseguía su quimera. Concebida ya su descendencia, como esas especies animales cuyos machos y hembras se mezclan sólo en épocas de apareamiento, poco les queda después que decirse y dejan de buscarse el uno en el otro. El mundo es el orden y el sueño el desorden en este ejemplo, pero en otro anudamiento bien podría ser que la correspondencia se invirtiera. Lo que basta para demostrar que no hay destino de unión entre estos polos, sino un juego de combinaciones puesto al servicio de la duración. Breve memoria y fugaz impresión de realidad por nuestra parte, que con mínimas variables la indivisa corriente regular sortea de una generación a otra.

El comienzo del terror
El comienzo del terror

Pasatiempo. Como narración, la novela es la distancia más larga imaginable entre dos puntos y por eso es buen modelo para todo relato, en página, escena o pantalla, que se proponga como entretenimiento. El desenlace ideal se demorará tanto como para que los sucesivos chutes aplicados con cada punto suspensivo hayan creado adicción, de manera que al llegar a la meta falte el tiempo para lanzarse sobre la primera mayúscula que se encuentre. La historia puede que cambie, pero en uno u otro soporte la lectura seguirá siendo la misma.

Lo eterno y lo efímero. Es conmovedor, a pesar de la tentación de sentirse superior sólo porque se mira el conjunto desde la altura de su posteridad, cuando ya sus circunstancias han sido superadas, advertir en las contratapas y solapas de libros impresos décadas atrás cómo se mezclan, indisolublemente entrelazados dentro de las mismas frases, el estilo o la retórica de una época y el sentido de las observaciones que pudieron hacerse certeramente desde una posición hoy impensable o imposible de alcanzar y menos aún de sostener. Verdades que en lugar de arraigar en la tierra corruptible debieron esfumarse en el mismo cielo que brilla hoy sobre nosotros, hojas amarillas de un pensamiento alcanzado por el otoño, crepitando aún bajo el fuego feroz que ellas mismas ayudaron a encender. Lo eterno en su apariencia más frágil: eso es lo que Godard decía querer captar con su cámara. Y, como en esas imágenes de gente vestida a la moda de su época, animada por un entorno desaparecido, también en estas letras sorprendidas por el flâneur que, cualquier domingo, las levanta de su espera sobre la mesa de saldos del puesto de turno bajo el sol del parque, de vegetación cambiante, se enturbian mutuamente la agotada cotidianeidad y el relámpago que atraviesa el tiempo, fatalmente discernibles para quien ya no se encuentra allí, mostrando juntas la agonía y la resurrección.

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Lo que se esconde a los niños

Doinel descubierto
Doinel descubierto

Sexo y violencia son tradicionalmente dos de los reclamos más pertinaces del espectáculo para adultos, a la vez que dos clásicos favoritos de la censura. Sobre esta última, en nuestra época, la red tiende un velo mediante la proliferación de imágenes que escapan a toda regulación, pero este relevo de la curiosidad por la exhibición no es ajeno al mismo frenesí que con tanta dificultad, en todos los tiempos, la tribu ha debido dominar para ser dueña de sus energías, al menos durante el día o de a ratos entre asalto y asalto. El espectáculo en continuado las 24 horas, disponible desde cualquier lugar del globo, no enseña lo que el tabú sí transmite: la necesidad de tomar en serio ese nudo indiscernible que no tolera la irrisión y exige, para dejar espacio al humor, su debido tributo en carne y en sangre, que la necesidad de conservar el propio cuerpo obliga a pagar en plazos y a crédito. “¿Hay peleas? ¿Hay chicas desnudas?” Éstas eran, según recuerda François Truffaut, las primeras preguntas que sus compañeros le hacían, en la clandestinidad del patio escolar, al niño que aquel fin de semana había logrado colarse a ver una película prohibida –para ellos, claro está, no para sus padres-. Para ver eso ya no hace falta esconderse en la oscuridad de ninguna sala, pero el peligro ni entonces ni ahora estaba en la imagen, sino en lo invisible: la ciega corriente que, como el fuego incesante de Heráclito, crece y decrece pero nunca cesa ni queda atrás, ya que va por detrás del ojo y no interesa sólo a este órgano. El velo que pone el tacto adulto entre los niños y el mundo, la mediación que opera el descubrimiento gradual y a veces guiado de la realidad, alerta sobre los límites del que crece frente a lo ilimitado: como no encontrará en su búsqueda un huevo de Pascua sino una bomba, más le vale saber sentir el calor antes de quemarse y poder recordar, una vez en medio del incendio, que hay agua en el lugar de donde viene.

Un mundo para armar
Un mundo por armar

El hilo de la historia. Así como a los niños les resulta difícil seguir el hilo de una historia si ésta o aquél se prolongan demasiado, a los adultos les cuesta seguir atentos mucho tiempo cualquier fenómeno sin una historia que despliegue y disponga sus elementos en sucesión. Ver una obra de vanguardia suele ser para un adulto como ver una película de adultos para un niño, pues si en el caso de éste debe lidiar con la sombra de un porvenir totalmente irreal para él, en el del otro es el abandono de la perspectiva cronológica por una simultaneidad aleatoria lo que lo aliena de la tradición y la costumbre de enlazar causas y consecuencias para comprender. Se vuelve al desconcierto de la infancia como al contrario se es empujado al orden de la madurez, pero a los dos lados del tiempo la realidad representada se vuelve escurridiza, como si esperara a la salida del laberinto para volver a tirar del hilo y derribar el castillo de naipes sobre su enredado destinatario. Si la historia ha podido ser vista por Joyce o Benjamin como una pesadilla a causa de su continua irrevocabilidad, la abolición del tiempo en su representación no equivale a un despertar, sino a un sueño: el del niño con un hilo por desovillar en su bolsillo en lugar de una cuerda floja bajo sus pies, en el que el adulto por la mañana ya no cree.

La sombra del mañana
La sombra del mañana

El paso del tiempo. Mi hija de seis años ha escrito un libro de cuatro páginas. El título es el que da nombre a este texto. En la cubierta, bajo las letras, una niña con vestido largo ocupa el centro del espacio; el sol se asoma por sobre las palabras, en el ángulo superior derecho, aunque no se lo ve de cuerpo entero sino sólo como un gran semicírculo anaranjado. En la primera página, el sol ha desaparecido y la niña camina por la hoja vacía; al dar vuelta la página, el sol vuelve a asomar, todavía incompleto, pero enorme mientras sus rayos ya alcanzan el cuerpo de la niña. En el desenlace, el sol arde solo y rojo en el medio de la hoja, donde antes estaba ella. La contratapa está vacía. Interrogada sobre el relato, mi hija explica que la niña va hacia el sol y se quema. No dice que como Ícaro, aunque conoce el mito. Un amigo pasa las páginas en sentido contrario y sugiere que también podría venir –o nacer- del sol. Es el sentido religioso, que re-liga, como tantas veces oí decir en el colegio, al ser humano con el amenazante poder que lo hace vivir. Pero el paso dado va en dirección contraria y lo que ilustra es la desaparición en el seno de esa luz y por su causa. Me gusta el libro por su plena representación de lo natural, sin sombra de especulación ni repliegue en la negación.

Soñar, soñar
Soñar, soñar

Oscurecimientos. Las iluminaciones, como las llamaba Rimbaud, no vienen de la experiencia sino de lo inalcanzable, lo perdido por definición, definitivamente, tal vez la fuente original de toda conciencia y lenguaje. Pues las cosas, como todo el mundo sabe, echan sombra. U obstaculizan, o no muestran sino su propio cuerpo, o el recto camino a alguna tarea cuyo destino también es agotarse. Las cosas muestran progresivamente a cada uno los límites de su mirada, de la heredada luz con la que aspira a penetrarlo y atravesarlo todo, y cada encuentro, cada tropiezo con una cosa es también un eclipse, mayor o menor; el destello que la inteligencia alcanza a preservar de ese roce, ineludible accidente, no es distinto de cualquier línea excedida en todas direcciones por el plano en el que se inscribe ni más difícil que ésta de borrar: por lo menos, de esa obtusa superficie superpoblada de cuerpos y objetos. En la conciencia, con los años, se va tejiendo todo el cielo nocturno: las estrellas, los puntos luminosos equivalentes a las revelaciones sobrevenidas de quién sabe dónde, a través de una distancia mensurable en años luz, y la densa oscuridad de fondo que, sobre el claro de las explicaciones adultas, cada niño, mientras deja de serlo, va obteniendo por superposición de materiales cuya fórmula de composición, a estos efectos, importa siempre menos que el grado de consistencia y lo no verbal de su naturaleza. Cuando el verbo se hace carne, entra en la sombra; el cuerpo, hecho palabra, se hace luz. La resurrección de la carne, siendo así, puede ser predicada, pero es negada por todo lo que calla; y si lo entrevisto en las iluminaciones de que hablamos suele pasar por indecible, se debe a la falta de objeto al que referirlo con propiedad: el mismo cuya ausencia ha permitido el paso de la luz. Todo lo que comprendemos a tal punto que podemos explicarlo por completo pertenece al mundo que hace sombra y crece con los años; la luz rodea la experiencia como ese margen que queda bajo la puerta cerrada del dormitorio infantil y no desaparece hasta que alguna de las partes, el niño o el adulto, logra conciliar el sueño.

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