Sollers, sólo arte

Saltamos de la nada al ser

y del ser a la nada

sin que haya fin ni comienzo:

nadie sabe de dónde salió.

Huainan Zi, epígrafe de Centro, Philippe Sollers, 2018

El viernes pasado, 5 de mayo de 2023, o de 135 según su muy personal calendario, Philippe Sollers volvió a su origen. Debo contarme entre sus lectores más entusiastas, posiblemente no sólo en el mundo de habla hispana sino también en el mundo entero. Como muestra de gratitud por lo mucho que sus libros me han dado y celebración de su presencia en este mundo, he aquí una serie de breves textos en los que es mencionado e interviene de distintos modos.

Defensa del jugador. Philippe Sollers escribe en blanco sobre negro. O al menos procura ser así de afirmativo. Será por eso que al ajedrez elige las blancas. Pero a menudo, como dice Bossuet, “un hombre brillante siente debilidad por las penumbras”. Y al asomarse al pozo del vampirismo encuentra material para la parodia. Notas al margen de Melusina y la vida extranjera, de Catherine Louvet: Hago lo que hago con las novelas en general, busco las escenas de amor… “La áspera tela de las sábanas irritaba, a través de su camisón, la punta de sus senos… Se irguió con rabia, furiosa al sentir que crecían en ella unas ganas incontenibles de hacer el amor. Se arrancó el camisón y, con brutalidad, calmó su deseo.” Qué preciosidad: “calmó su deseo”… He aquí lo que diferencia la literatura verdaderamente popular de la literatura a secas. Porque suponed que Catherine escribe sencillamente: “Ella se hizo una paja.” ¡Todo se hunde!  Mientras que: “calmó su deseo”, ¡os hace estremecer! ¡“Calmó su deseo” es como decir “las comodidades de la conversación” en vez de “los sillones”! Un límite al oscurantismo lo pone el buen entendedor. El jugador es el que crea las reglas donde el tablero hace la trampa.

Operaciones narrativas. Dividir y multiplicar. Céline es el titiritero cuya marioneta estelar, Ferdinand, enreda los hilos de sus compañeros de escena para que el incorregible doctor, diagnosticando una enfermedad irremediable, no intente ya curarla ni minimice sus efectos. Sollers, un Céline benévolo según Philip Roth, recurre a lo que llama Identidades Múltiples Asociadas para, más que desdoblarse, redoblarse y, como el Rey Mono de la Ópera de Pekín, atajar cuanto se le lanza e integrarlo en sus malabares. Persona es máscara y nada lo pone tan pronto en evidencia como la aparición de la propia en el texto; sin ella, la comedia general se escondería en lo casual o accidental y se saldría con la suya, enmascarada.

Orgía barroca. Todos los hombres que deseen participar y dos mujeres. Philippe Sollers, de gusto barroco, recomienda en su Retrato del jugador una o varias, pero nunca dos: eso, señalémoslo, para cada jugador particular. Elipse, elipsis: buscar, en esta composición, el punto de fuga entre Escila y Caribdis.

Son las voces las que son eternas, los momentos de voces. Existe un destello de voz que lo atraviesa todo y subsiste más allá de todo. A tal voz, tal destino para siempre. No lo que es dicho, la voz sola, súbitamente aislada, incesante, ingrabable, imprecisable. ¿Cómo se las arreglan para no oírla? ¡Escucha! ¡Acuérdate! ¡Escucha! ¡El mundo es una ininterrumpida y masiva alucinación de sordos! ¡Escucha mejor!

Philippe Sollers, El secreto, 1993

Un error estético. Intentar reproducir, empeñarse en representar el momento en que sucede algo sobrenatural o milagroso. Esa escena hay que elidirla: es la de la resurrección de Cristo en el sepulcro, convenientemente ahorrada a las mujeres que lo hallan vacío para sólo más tarde ver al increíble viviente, o también la de la conversión del agua en vino, o de Jeckyll en Hyde. Precisamente, el obstinado error de las adaptaciones cinematográficas del relato de Stevenson es el de mostrar una y otra vez lo que el escritor, pudiendo darlo a conocer al principio, no revela hasta el desenlace: la identidad entre ambos nombres, demostrada incansablemente antes de tiempo en las películas por el pasaje de un estado a otro de la sustancia o persona así denominada. El error se agrava con el desarrollo tecnológico, que busca infinitamente la falta en la pobreza de medios del estadio de producción anterior, desde la serie de fundidos encadenados sobre maquillajes sucesivos a las transformaciones ejecutadas por vía informática cuya mayor impresión de realidad tampoco colma, sin embargo, nuestra capacidad de convicción. Es que allí donde hace falta fe, ninguna demostración es suficiente: la representación de lo inconcebible sólo puede ser fraudulenta y la impresión que causa no puede ser duradera ni conservar la intensidad del carácter de lo que revela. Si, como ha dicho Sollers, un escritor es alguien que vio algo que no debería haber visto, es justo esperar en estos casos, de quien escribe, la mayor incredulidad, el menor grado de acatamiento a la imagen.

Máximas. A no olvidar: tres clásicos citados por tres modernos. ¿El estado ideal? “Disfruto de todo y nada me ciega.” (Sade padre citado por Philippe Sollers.) ¿Una regla de conducta? “Hay que prestarse a los demás y darse a sí mismo.” (Montaigne citado por Jean-Luc Godard.) ¿La condición humana? “El dinero apremia, del dinero depende aún todo.” (Goethe citado por Heiner Müller.) Política, erótica, economía, todo abarcado en tres frasecitas como los tres pasos de Visnú.

Travesía del infierno. Baudelaire, que a la clara inteligencia manifiesta en su amplia frente añadía la oscura percepción presente en su mirada, recomendaba –también era él quien afirmaba que clásico es aquel autor que lleva un crítico dentro de sí y lo asocia íntimamente a sus trabajos- el método clásico a la hora de componer un texto: no aventurarse al azar de la pluma dejándose llevar por una casual o tentativa cadena de asociaciones, sino en cambio meditar largamente en el tema elegido y no escribir una palabra hasta que los conceptos se hayan ajustado de manera convincente unos a otros, con lo cual la expresión del pensamiento fluirá con toda naturalidad hasta su conclusión pertinente. Lo que no quiere decir que lo expresado sea claro por naturaleza, ni que una luz elocuente presida, desde la altura de su dominio de una materia cualquiera, cada paso que se dé a través de ésta, sino antes más bien lo contrario: que la experiencia del pensamiento, del pensamiento que debe atravesar de parte a parte a aquél que se empeña en darle expresión, es necesaria y hasta ineludible para la revelación en que consiste toda visión original, es decir, no una ilustración o un reflejo, sino exactamente una iluminación. Sin esa noche oscura, que no se elige, el instinto de conservación seguramente mantendría al artista o crítico, que para el caso son lo mismo, a conveniente distancia del objeto en cuestión, cómodamente –para quienes lo rodean- velado por alguna convención o idea previa. De modo que, para que la experiencia creativa sobrevenga, parece ser necesario, según se deduce de estas nociones, no el hallazgo sino el tropiezo: la caída que deja a oscuras y aturdido, desorientado por algunos segundos al menos, aunque estos segundos pueden prolongarse, de manera intermitente, durante meses, semanas o años hasta que la llamada, por fin, si lo es, logra ser respondida. Juan Carlos Onetti, por dar un ejemplo, a quien la historia que sirvió de base para uno de sus mayores relatos, El infierno tan temido, le fue contada con la advertencia de que él “carecía de la suficiente pureza para tocar esa materia”, pasó mucho tiempo extraviado en el bosque de ese argumento, es decir, en pleno contacto con él, sumergido en la experiencia, hasta que al contarle el cuento a Dolly, su mujer, ésta le dijo que no lo veía como una historia de odio o venganza, sino de amor de la mujer por el hombre. Ahora que puede leerse el texto acabado esto puede parecer evidente, pero antes, hasta que Onetti corrigió su punto de vista y pudo abrirse paso hasta el final, permanecía cerrado tanto a la comprensión como a la narración. Una pasión, como advierte Spinoza, deja de serlo cuando nos formamos una idea clara y distinta de ella, pero es de las pasiones, que ofrecen al entendimiento una resistencia interior, que viene lo que cada uno realmente sabe y de lo que rara vez, a juicio de Nietzsche, tiene el valor. “Siempre venimos del infierno”, decía Philippe Sollers en 1978, al cabo de una larga conversación. “Lo raro es que uno venga y vuelva a venir”, agregaba memorablemente.

La confianza es la llave. Sin ella, nada sería posible, el gesto que intento no tendría lugar, mi brazo se perdería lejos de mí, no encontraría las palabras que busco. Felizmente, helas aquí.

La confianza es el camino seguro. Abre la vía, florece, habla. El ser humano puede elegir entre tres caminos. El primero es vacío, oscuro e impracticable. Conduce al tercero, el de la multitud que vive en el vaivén del error. Sólo el segundo, para aquél que mantiene un violento deseo de libertad, conduce a la verdad. ¿Cuántos aventureros inspirados han pasado por allí? Se lo ignora. Pusieron toda su confianza en esa dirección que los llamaba. Ésta no figura en ningún mapa. Sólo un deseo muy especial la crea.

Philippe Sollers, Deseo, 2020

La biografía como desmitificación. En relación con el autor, la obra se encuentra siempre en el extremo opuesto al de la biografía y a menudo señala el sentido inverso. Lo que en la obra aparece destilado y transfigurado, despojado ya del sustrato circunstancial en que la inspiración pudo hallar estímulo, corresponde no a un origen que, por otra parte, cuando se trata de arte o pensamiento, no es la única fuente sino tan sólo uno de los muchos puntos dinámicos que alimentan toda una espesa red de referencias, sino al destino sugerido por la disposición, el desplazamiento y la sucesión de los signos distribuidos en el espacio creado. Desechadas las bases puestas en juego cada vez que se arrojan los dados de la interpretación sobre el tablero fijado por las reglas internas de composición en cada caso –la tradición, las tendencias de la época, los encuentros accidentales con otras disciplinas pueden ser algunos de los otros nudos-, lo que persiste como estrella y guía en el cielo oscuro de una configuración imaginaria es una diferencia irreductible a los principios que ordenan su discurso y que excede el resultado de su ecuación: no justamente el sentido, aunque éste determine las coordenadas de que es posible servirse para orientarse dentro de este movimiento, sino algo que ha logrado crearse más allá del círculo de las explicaciones posibles, por efecto del azar de las combinaciones ensayadas. Faro ilocalizable en la dimensión que precede a su aparición pero cuya luz irradia, sin embargo, la totalidad de sus partículas en el interior de ese espacio ajeno, el cuerpo que resulta del acoplamiento planeado pero impredecible entre sus núcleos generadores ni coincide con los cálculos ni se ajusta exactamente a las definiciones imaginables a partir de las premisas. Respuesta a un llamado excluido de las vocaciones rentables, al margen del efecto colateral de riqueza que puede producir en ocasiones, el signo singular que se ha trazado no sólo ilustra un mito sino que además proyecta otros, como, sin ir más lejos, el de su autor, en cuyo desciframiento por los hechos en los que ha dejado rastro se empecinan los biógrafos, aunque antes lo que logran es su disolución. Es decir, la evaporación de aquella nube a cuya sombra el objeto de la obra alcanza expresión y trascendencia, en nombre de las cuales la indagación había comenzado.  

La lectura de la biografía de un autor de vida difícil, marcado por la tragedia o por la simple desgracia, por circunstancias adversas o por estados de conciencia dolorosos o complicados, suele ser más deprimente que la de sus obras; los pormenores e interpretaciones tenazmente reunidos y elucubrados por los investigadores son parte del mismo orden de cosas que el rumor y la opinión, convenientes para la difusión de una obra pero enemigas de su verdad, que no se deja diluir, y caen más del lado del vaivén que procura la restauración de lo que la obra procura superar, o de aquello de lo que procura reponerse, a lo que quiere imponerse, que del que sirve a la catapulta para lanzar su carga sobre o en contra de la muralla enemiga. “El conocimiento del mal es un conocimiento inadecuado” (Spinoza). La multiplicación de caminos que alejan de lo esencial se produce hasta en las biografías escritas desde una justa admiración, en la medida en que falta lo que las justifica y hay que buscar en otra parte; pues ni el biógrafo más riguroso, ni el más dedicado, ni el más perspicaz podrían lograr que la suma de los hechos demostrables y los testimonios fidedignos diera alcance al significado siempre en fuga de una invención inesperada. Muchas veces el empeño en descubrir la vieja verdad padecida esconde la voluntad de desenmascarar para degradar. No es el caso de todos los que escudriñan una máscara impulsados por el deseo de ver a través de ella el emprenderla a martillazos contra su forma o su materia, ni el querer a toda costa fundirla o malvenderla. Pero, sin embargo, la honestidad tampoco alcanza a ofrecer un equivalente a la inexplicable o, mejor dicho, irreductible diferencia puesta de manifiesto por la obra concluida. Philippe Sollers, en su prólogo a los ensayos de La guerra del gusto publicado en 1994, ya lo dijo muy bien y puede repetirlo cualquier creador: “El prejuicio quiere sin cesar encontrar un hombre detrás de un autor: en mi caso, tendrá que habituarse a lo contrario.”

Una escena de Godard

«James Joyce era un sintetizador que trataba de incluir todo lo que pudiera. Yo soy un analista que trata de excluir todo lo posible.» (Samuel Beckett)

Jean-Luc Godard jamás rodó esta escena, ocurrida en París, donde nació, durante su infancia cuando aún, como hoy, vivía en Suiza.

Un hombre joven oficia de secretario para otro mayor que le dicta lo que aún habrá de corregir una y mil veces. Los dos han llegado hasta esa habitación desde su no tan lejana Irlanda, donde nacieron con veinticuatro años y un par de meses de diferencia, siguiendo erráticos caminos comparables más que nada a sus propios pasos alcoholizados por la repetida noche parisina. Pero ahora, sobrios, trabajan. Alguien llama a la puerta. “Pase”, responde el hombre mayor, mientras el otro no levanta la vista del texto. Alguien pasa y entrega un sobre o deja algún objeto sobre alguno de los muebles a los que ninguno de los dos colaboradores presta atención y vuelve a salir. Puede ser la mujer o la hija o el hijo del dueño de casa, que de tantas casas y ciudades ha sido desalojado en su vida; en todo caso esta persona es muy discreta, no pronuncia una palabra y al cerrar la puerta lo hace con un sigilo que diríamos consciente o quizás tan sólo resignado a la importancia de la operación que no debe interrumpir. El hombre mayor sigue dictando, pone un punto y pide al joven que le lea lo que ha escrito por su mano. El mismo texto vuelve a oírse en el aire atento y terso de la habitación, ahora dicho por el fruto extraviado de una educación protestante, como antes, de acuerdo con el orden histórico y genealógico, fue pronunciado por el hijo descarriado de la iglesia católica. Éste, casi ciego y por eso necesitado de escribas, no escucha al otro ni a sí mismo sino a eso que circula entre los dos, en “el espacio entre las cosas” del que hablará en sus películas el cineasta aún ausente. Y un elemento extraño le llama la atención, algo ajeno que otra vez se ha colado en su discurso, el discurso del que procura expropiarse. “¿Qué es ese “Pase”?”, pregunta, aislando por un momento el cuerpo infiltrado como quien saca un pez del agua para examinarlo. “Usted lo dijo”, responde el secretario, que nunca trabajó bajo ese título aunque la chismografía literaria se haya complacido en concedérselo con los años. ¿Recuerda el irlandés que empieza a hacerse viejo el llamado a la puerta y su respuesta de hace unos minutos? No dice nada, pide al hombre que tiene la misma edad que sus hijos que le relea el fragmento, piensa un instante y decide: “Tiene razón, déjelo”. Corten.

Así trabajaba Joyce, así no trabaja casi nadie. Tal vez ni siquiera Beckett, el fiel escriba de la anécdota, o por lo menos tampoco él hasta ese punto. Esto ocurría en los años 30, durante la producción de la hoy todavía ilegible para casi todos Finnegans Wake, novela a la que Beckett, un joven airado por entonces, se refería en los siguientes términos: Aquí tenéis páginas y más páginas de expresión directa. Si no las entendéis, señoras y señoras, es porque sois demasiado decadentes para recibirlas. No estáis satisfechos a menos que la forma esté tan separada del contenido que podáis comprender aquella casi sin molestaros en leer éste. Y concluía señalando lo que admiraba especialmente en Joyce: Su escritura no es acerca de algo; es eso mismo en sí. Lo que es posible comprobar leyendo Ulises o el Retrato: cuando Joyce llama al perro, el perro viene, está ahí. Beckett lo ha dicho bien al hablar de expresión directa. ¿A qué se debe entonces la insuperable dificultad, para los lectores que adivinamos detrás de los decadentes señores y señoras a quienes se dirige el ocasional secretario, de un escritor semejante?

Dos hombres de palabra que compartían largos silencios

Decadencia: la sola palabra supone una relación con el tiempo y una actitud hacia el mundo. La narrativa habitualmente restituye, mediante el uso de los pretéritos imperfecto e indefinido, algo perdido que, de entrada, se ignora lo que pueda ser, pero a lo que el lector, al abrir el libro, ya le ha hecho el hueco. En el cine ocurre lo mismo y es normal: se da cita a un público, se lo deja a la espera hasta que sienta que algo falta, se instala algún objeto en ese vacío y se lo vuelve a perder poco antes del desenlace dejándolo suspendido en ese espacio virtual que es el pasado en conserva, desde donde queda sobrentendido que, perdido para siempre, se lo podrá recuperar cada vez, al menos en efigie. Di Caprio hundiéndose con el Titanic, para entendernos rápidamente. Violines y suspiros. Mirada al más allá, maquillaje del tiempo. Había una vez.

¿Pero es necesario este rodeo para entendernos? Pues pareciera que sí, que así es, que es el espacio definido por este rodeo el lugar donde las voces que hablan “acerca de algo” desplazan a “eso mismo en sí” y alcanzan a expensas de esa exclusión una especie de armonía, de acuerdo, de consenso. Si, como declaró Artaud, “la sociedad reposa sobre un crimen cometido en común”, tal como dijo Voltaire, “la historia es una mentira sobre la que en general estamos de acuerdo”. Joyce, en cambio, por boca de su alter ego Stephen Dedalus, dice: “La historia es una pesadilla de la que quiero despertar.” No anda lejos del ángel de la historia tal como lo veía Walter Benjamin, arrastrado por un huracán hacia el futuro mientras veía, mirando hacia atrás, todo el pasado de la humanidad como una inagotable acumulación de ruinas. ¿Pero cómo interrumpía Joyce su pesadilla, si es que podía, y creemos que sí? ¿Cuáles eran sus accesos de lucidez? Primero éstos se presentaron como esos cuerpos extraños que afortunadamente el joven Jim no dejó de registrar: las famosas epifanías de las que luego más de una vez se serviría en sus obras mayores. ¿Y qué son esas epifanías sino algo así como trailers de ese anhelado despertar, como gotas de esa esperada lluvia que cortan, con su súbita irrupción, el hilo del discurso consensuado o la narrativa lineal propia de esa abigarrada cronología habitualmente llamada historia? Luego Joyce radicalizó el procedimiento, como acabamos de ver en su escena con Beckett, hasta alcanzar esa “expresión directa”, como la llamaba el joven Sam, quien preveía sin embargo las dificultades de comprensión que tal manera de escribir plantearía al público lector; dificultad que persiste, por otra parte, como lo prueba la repetida resistencia de cada generación de lectores a este tipo de expresión. Y es que no es fácil para nadie renunciar, justamente, al espacio abierto por una evocación que, aunque fraguada, es la que permite el despliegue del imaginario común, aquél a partir del cual nos entendemos y dentro del cual se restituye cada vez el equilibrio entre las representaciones, que mantiene las cosas en su sitio, nos permite reconocerlas y en el que se gestiona la circulación entre lo que suele llamarse ficción y lo que suele llamarse realidad. El público lector defiende ese territorio, por más imaginario o hasta ilusorio que sea, ya que al parecer es ese mismo territorio el que lo define como público, el lugar de su asentamiento, la platea misma, de la que se resiste a ser desalojado para ser llevado quién sabe adónde. ¿Fuera de la historia, tal vez? La narrativa, donde sea que se produzca, no puede dejar de verse afectada por esto, ni tampoco su recepción. Y la diferencia, o la grieta, reaparece en cualquier terreno donde resurja la “expresión directa”, volviendo a plantear los mismos problemas, o más bien el mismo problema esencial. Cuando a mediados de los 60 Bob Dylan cambió de registro y debió vencer la resistencia de gran parte del público que había conquistado hasta entonces, expresaba su satisfacción con sus nuevas canciones en términos parecidos a los empleados por Beckett para hablar de Joyce: “Lo que escribo ahora es mucho más directo, más conciso”, decía de esas letras suyas que condensaban veinte historias en diez estrofas en lugar de, como antes, desplegar una en cinco o seis. Y también se refería pacientemente a cómo “el público no puede saltar de una cima a otra, sino que debes llevarlo por los valles”. Concisión, condensación, concentración de sentidos en una imagen compuesta contra la atención dispersa en una serie de apariencias restituidas. La paradoja, sin embargo, es la siguiente: al parecer, cuanto más directo, más difícil de entender. ¿Por qué? ¿Qué se interpone entre la expresión directa y su receptor o, más bien, qué mediación exige éste aun sin saberlo para recibirla?

«Un planteo, un nudo y un desenlace, aunque no necesariamente en ese orden» (JLG)

Alojar lo inmediato. Y hacerlo inmediatamente, para que siga siéndolo. Como lo hace Joyce en el episodio referido, como lo ha hecho Godard siempre además de decir que lo hacía. “Flaubert tenía que decidir si el cielo estaba azul o gris, yo lo filmo como esté: tomo directamente lo que está ahí”, explicaba cuando la crítica todavía se empeñaba en comprenderlo. Y también, lo que es importante: “No se trata de improvisación, sino de puesta en escena en el último minuto”. Lo que es más una puntualización que una negativa pues, si es cierto que el cuerpo del jazz se despliega mayormente en la improvisación, también lo es que ésta es definida por el tema y que, como bien ha dicho Philippe Sollers, cuanto más presente éste se encuentre menos falta hace reproducirlo, con lo que basta una alusión. Pero justamente así es como a muchos oyentes los temas se les vuelven irreconocibles y la música se les estropea, efecto que nos devuelve al problema original. Pues ya lo dijo un historiador, Eric Hobsbawm: el jazz es “demasiado bueno para la humanidad”.

No hay gitanos ni toreros en la Carmen de Godard, ni tempestades ni naufragios en el Ulises de Joyce. El tema es otra cosa. Pero la dificultad, aunque vinculada con esta diferencia, es otra cosa también. El punto de partida, familiar para la generación de Godard que creció en el París de posguerra, puede situarse en el “estar arrojado ahí” existencialista, que aunque entonces era una novedad tampoco se hacía sentir por primera vez. No es un punto de partida histórico, por otra parte, sino una situación de base: la existencia misma, como se decía en La náusea. Pero lo que cuenta, en relación con este argumento, no es tanto ese material como el modo de proceder con él. William Burroughs, quien dijo que un escritor, cualquier escritor, escribe sobre lo que tiene delante en el momento de escribir, remitía su título El almuerzo desnudo a la siguiente imagen: “un instante helado en el que todos y cada uno ven lo que tienen en la punta de sus tenedores”. Esa visión instantánea, capaz de tomar por sorpresa a espectadores y lectores, no es ilustración ni restitución de una historia anterior o familiar, sino composición de elementos esenciales, es decir, no anecdóticos, atrapados al vuelo por la atención mortal y distribuidos en un orden significativo por un arte combinatoria en que es precisamente el carácter fugitivo de los acontecimientos el que hace de la capacidad de improvisación un factor fundamental, ya que es justamente de la partitura de las interpretaciones consagradas de lo que se ha decidido prescindir. Y tampoco se trata de collage ni de tiempo abolido, aun si en estas obras lo elegíaco no funciona como recopilación justificativa al modo en que lo hace, con su reconocida eficacia, la nostalgia, sino del poder de captar y presentar el mundo como composición, como conjunto de límites permeables atravesado por una clave que, a la manera del viento, lo mueve todo pero sólo es percibida a través de sus efectos sobre la superficie. Lo infinito y lo inmediato, lo efímero y lo eterno, quedan así alineados y al alcance de cualquiera, con tal de que, en lugar de remitirse a lo que ya sabe, acceda, como pedía Galileo en la obra de Brecht, a contemplar las estrellas por el catalejo que se le ofrece. Pero no hay caso: la respuesta normal a la poesía es el desconcierto y en ese abismo que se abre entre expresión y comprensión vuelve a instalarse, por lo común, aprovechando la demora, el comentario en lugar del acto, la opinión en lugar de la palabra, el espectáculo en lugar de la visión. La humanidad quiere intérpretes, líderes y jefes.

En realidad, aunque a Godard no le gusten los Coen, el diálogo del gran público, apegado a lo tangible y sediento de ilusiones, con la expresión directa propia del arte mayor se parece a este otro de Miller’s Crossing, película rodada por Joel y Ethan en 1990:

VERNA: ¿Qué estás rumiando?

TOM REAGAN: Un sueño que tuve. Caminaba por un bosque, no sé por qué. De pronto se levantaba viento y me arrebataba el sombrero.

VERNA: Y tú lo perseguías, ¿verdad? Corrías y corrías, hasta que finalmente lo alcanzabas y lo recogías del suelo. Pero ya no era un sombrero, sino que se había transformado en otra cosa, en algo maravilloso.

TOM REAGAN: No, seguía siendo un sombrero. Y no lo perseguía. Nada más tonto que un hombre persiguiendo su sombrero.

Un sombrero es un sombrero

En las antípodas de Forrest Gump, ¿verdad? O, como decía Valéry por boca de su criatura Monsieur Teste, “la estupidez no es mi fuerte”. En efecto: ¿no es una especie de debilidad mental lo que acecha detrás de la nostalgia y la compasión inducidas por la restitución, fatalmente fraudulenta, de un tiempo perdido que nunca ha sido de nadie y cuya exposición coherente depende de establecer una línea continua, sin puntos sueltos y, en última instancia, fácil de seguir? “Todo lo excelso”, en cambio, dice Spinoza, “es tan difícil como raro”. Y la expresión directa, que suele causar una impresión de “montaje de choque”, lleno de elipsis, sobresaltos y piruetas, eternamente bajo sospecha de impostura y provocación, no ahorra dificultades al lector. De ahí otra vez el desconcierto, especialmente en la era del marketing: no trata al lector como un cliente ni hace de él un consumidor, puesto que en absoluto le reconoce esos derechos. Pero no en vano afirmaba Faulkner que había que entrar al Ulises de Joyce como los viejos creyentes al Antiguo Testamento: con fe. Ya que aquello que no es obvio siempre arriesga no parecer concreto, pero lo concreto, sin embargo, es eso que resiste a la idealización de las apariencias y por eso acaba con la alienación. O por lo menos la interrumpe de vez en cuando para dejar pasar una idea.

2012

De ocaso en ocaso, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Renterramiento

Si la semilla no muere…

En su Manifiesto por un nuevo teatro, de 1968, Pasolini distinguía entre los distintos tipos de rito que el teatro era o había sido y proponía uno nuevo a través de su Teatro de Palabra: el rito cultural.

Éstas son, resumidas, sus definiciones de lo anterior:

Rito natural: el sistema de signos del teatro no se diferencia del de la realidad, pues el teatro “representa un cuerpo mediante un cuerpo, un objeto mediante un objeto, una acción mediante una acción”. Si es así, “el arquetipo semiológico del teatro es entonces el espectáculo que se desarrolla cada día ante nuestros ojos” y “el rito arquetípico del teatro es un RITO NATURAL”.

Rito religioso: “el primer teatro que se diferencia del teatro de la vida es de carácter religioso”. No se puede fechar su nacimiento, pero se repite en todas las prehistorias. “El primer rito del teatro (…) es un RITO RELIGIOSO.”

Rito político: “la democracia ateniense ha inventado el teatro más grande del mundo –en verso-, instituyéndolo como RITO POLÍTICO”.

Rito social: en el teatro creado por la burguesía entre sus dos grandes revoluciones, la protestante y la liberal, es decir, el período comprendido entre Shakespeare y Chejov, esta clase triunfante celebra “el más grande de sus fastos mundanos, que es también poéticamente sublime” y es de este modo, “entonces, un RITO SOCIAL”.

Rito teatral: al decaer la burguesía (a menos que quiera considerarse grande o burguesa también la revolución tecnológica), decae también su rito y surge de él, pero en su contra, el “teatro burgués-antiburgués”, o underground, o, más tarde, “alternativo”, llamado por Pasolini Teatro del Gesto y del Grito, en oposición al Teatro de la Charla propio del rito social. Esta práctica, tratando de recuperar los orígenes religiosos del teatro, eso mismo de lo que justamente la burguesía se había librado, instituye una religión del teatro cuyo contenido real, por más auténtica que sea su religiosidad, no puede ser otro que el propio teatro y es, en consecuencia, “un RITO TEATRAL”.

Una imagen ya célebre: Pasolini ante la tumba de Gramsci

Pasolini logró escribir, pero no realizar (salvo muy fragmentariamente, a través de su muy insatisfactoria, según él mismo, puesta en escena de Orgía y la adaptación, parcial, de su Pocilga al cine), el Teatro de Palabra con el que en este manifiesto propone superar la tensión complementaria entre el rito social y el rito teatral de los dos teatros de la burguesía. Incluso la mayor parte de estas tragedias fueron publicadas póstumamente. Hoy, más allá del logro literario que representan, tienen algo de documento histórico, principalmente por un motivo: la desaparición del público, que en los tiempos de Pasolini reunía la suficiente cantidad de individuos como para constituir uno, al que este teatro iba dirigido. En consecuencia, aunque durante los más cuarenta años que separan al público actual de la concepción de este teatro las obras de Pasolini se han representado en muchos escenarios de todo el mundo, el Teatro de Palabra proyectado en su manifiesto fue volviéndose cada vez más imposible al ir desapareciendo esos “grupos avanzados de la burguesía” compuestos por intelectuales “unidos por una relación directa con la clase obrera” que, a través de dicha relación, podría ser alcanzada como no lo era ni por el rito social del teatro burgués ni por el rito teatral del teatro antiburgués.

Pasolini concibe la posibilidad de este teatro a mediados de los sesenta y trabaja en él, en paralelo a sus otros proyectos y realizaciones, hasta su muerte diez años después. Más o menos los mismos durante los que el cineasta Philippe Garrel, underground entonces, verifica la disminución de su público: a fines de los setenta reunía un diez por ciento del que tenía diez años antes. Ese público, nexo tan real como posible entonces entre la clase obrera con la que trataba y los autores que frecuentaba –sus semejantes, como da a entender Pasolini en el manifiesto del que hablamos-, se había ido disolviendo al mismo tiempo que la mencionada relación: ya no existía la base de interesados a partir de la cual edificar ese Teatro de Palabra que no resolvería sino que superaría, saltando por sobre ella, la contradicción entre los dos teatros burgueses. Entre tanto, como es fácil de comprobar cualquier noche de sábado, mientras la posibilidad de aquel teatro decrecía fue resolviéndose la flagrante contradicción de entonces en una forma de espectáculo que admite e incluso exige el Gesto y el Grito dentro de la Charla como principal condimento de ésta. Pero, antes de considerar al público de este género actual, conviene volver un momento sobre el rito cultural que el Teatro de Palabra proponía.      

Dicho rito rechazaba tanto el tautológico rito teatral como el rito social y a su público, al que excluía, a la vez que asumía su imposibilidad de ser un rito político o religioso en una época de masas que, contrariamente a los tiempos de Pericles, cuando “toda la ciudad” cabía en “su espléndido teatro social al aire libre”, jamás podrían ser contenidas a la vez en un solo espacio, y en “un  nuevo medioevo tecnológico”, “antropológicamente distinto de todos los precedentes”. Se definía en cambio como RITO CULTURAL, dirigido a “grupos avanzados de la burguesía y, por tanto, a la clase obrera más consciente, a través de textos fundados en la palabra (puede que poética) y en temas que podrían ser los típicos de una conferencia, de un mitin ideal o de un debate científico. El Teatro de Palabra nace y actúa totalmente en el ámbito de la cultura” y es por esto, en definitiva, que su rito no puede definirse de otro modo.  

Orgía, Teatro Stabile de Turín, con Luigi Mezzanotte y Laura Betti, dirección del autor (1968)

¿Un rito de la conciencia crítica, pero llevada a fondo e incluso puesta de frente ante sus propias contradicciones, incluso si éstas se le presentaran al fin como insolubles, insuperables por síntesis dialéctica alguna? Pasolini, alrededor de 1970, declaraba haber pasado de creer en la dialéctica a no ver sino “puras oposiciones”. Esto ya es interpretación y no se lee en el manifiesto pero, si no siempre el sentido o el espíritu crítico, la voluntad crítica al menos podría ser el mínimo común denominador de los destinatarios del Teatro de Palabra, en ese entonces lo bastante numerosos como para que un proyecto teatral pudiera fundarse en su eventual participación. Definido el público, toca detenerse en el tipo de objetos que se expondrían no tanto a su aprecio (los aplausos estaban de más en el teatro de Palabra) como a su juicio. En esto, aunque para Pasolini los tiempos de Brecht –“el último hombre de teatro que ha podido realizar una revolución teatral en el interior del propio teatro, porque entonces el teatro tradicional existía”, habían terminado para siempre-, el teatro de Palabra se acerca al modelo brechtiano: tales objetos estarían determinados por los temas de “conferencia, mitin o debate” ya mencionados y por el modo de relación con ellos adecuado a la formación e intereses de los participantes. De ahí que pueda hablarse de rito cultural. Pero los tiempos han vuelto a cambiar: el objeto ideal de la ficción a comienzos del siglo XXI es un objeto poroso, un relato en el que lo importante no es ya la disposición de sus claves internas, sino la multiplicación de sus vías de acceso. Y semejante construcción, determinada en función de su presencia en el circuito de las comunicaciones, ha de presentar la inconsistencia necesaria para dar paso y dejar entrar a cualquier espectador, cualquier lector, cualquier punto de vista, cualquier interpretación. Su exposición no remite a un saber, sino a un silencio enmarcado en el que cada oyente tiene derecho a hablar con la misma, aunque nula, autoridad. Ante este panorama, los no agrupados intelectuales de la época se ven en igual situación respecto al pueblo que las células revolucionarias de la Rusia zarista, aunque no pueden remitir al futuro, sino tan sólo ya a la eternidad, el valor de las ideas que sostienen. Hay una correspondencia entre el pensamiento débil y la debilidad mental: pues así como el terrorismo, según lo entendió Hegel, es “la dictadura total del espíritu”, su revés es la impotencia de éste y en ese llano sin fronteras va creciendo lo que antes se vio aterrorizado.

Entre este objeto y los que podría ofrecer el rito cultural propuesto por el Teatro de Palabra hay casi medio siglo de un proceso social y cultural cada vez más generalizado, globalización mediante, que es posible caracterizar por, entre otros fenómenos, un progresivo eclipse de lo cultural por lo social –lo que para los medios y las comunicaciones viene a ser casi lo mismo, y la diferencia, a sus fines, no importa-, cuando en este manifiesto, por el contrario, rito cultural y rito social no sólo son distintos sino incluso opuestos y se excluyen uno al otro, el primero expresamente, dictatorialmente incluso, y el segundo a su manera, es decir, frustrando con sus contaminaciones la posibilidad de aquél.

Está claro qué clase no ya de rito, sino de relación, y no sólo en el teatro, es hoy ya no la predominante, sino prácticamente y de hecho la única (como se hablaba de “pensamiento único”), en la civilización global. En todo lo que se presenta como actividad cultural es sin embargo lo social lo que tiene más peso, mientras lo que podría llamarse “específicamente cultural” pareciera no poder encontrar otro sentido que el social, sostenido básicamente por la circulación de todo lo que pasa. Cuando ocurre que se presenta alguna cosa que no se deja interpretar en términos sociales, la respuesta de toda la sociedad es muy educada y muy burguesa: sin decir nada, bordea el objeto que entorpece la circulación y lo deja de lado, como una señal fuera de código, que al fin y al cabo es lo que es. Así opera la censura cuando todo está permitido y, en consecuencia, como ya ha sido escrito y publicado tantas veces, nada es verdad.

Un sueño realizado

¿Una sociedad que por sus costumbres procura ignorar su cultura y así ignorar a qué rinde culto para poder seguir haciéndolo inocentemente, aunque se trate de una inocencia de segunda mano? Al fin y al cabo, sólo ésta garantiza poder repetir siempre las palabras correctas sin tropezar en cambio nunca con la propia ignorancia. Nada nuevo. Sin embargo, los tiempos sí que cambian. De manera que tal vez valga la pena tratar de establecer un patrón o algunas constantes para entender sus movimientos, aunque sea a gran escala. Tesis: si en los períodos de renacimiento, que son, como suele decirse, de “renacimiento cultural” (y no social), un nuevo saber, incluso un saber hacer, surge, se impone y determina el predominio de lo cultural sobre lo social, reformando el conjunto de la sociedad y empujándolo a un nuevo destino que trastoca sus expectativas, pues introduce en su seno algo que hasta entonces le era exterior y por eso causa resistencia, cuando en cambio predomina lo social, ningún saber logra hacerse oír por ninguna de las partes que, en lugar de ceñirse a un rumbo, se persiguen aferrándose unas a otras como única defensa ante un abismo que ningún norte hace retroceder. Esta creciente sin desembocadura, que por eso parece infinita, es la de lo social cuando desborda la cultura que lo contenía. Un poco como cuando el monstruo de Frankenstein escapa al control de su creador. Sólo que, en aquella aldea, la multitud, conservadora, perseguía al monstruo, mientras que, en la aldea global, todo lo contrario, tal vez se arrojaría directamente con sus antorchas sobre el castillo del responsable, poseída por la esperanza de que el fuego lo aclarase todo.

“Aunque el Logos es universal, la mayoría vive como si tuviera un entendimiento propio.” Lo escribió Heráclito algunos siglos antes de Cristo, con lo que se ve que el problema es tan antiguo como recurrente. Si el renacimiento corresponde a esos períodos de predominio de lo cultural sobre lo social, cabría referirse a otros lapsos como el presente, en que lo cultural se ve desbordado y resulta sepultado por lo social, con el nombre de renterramiento, lo que no es tan pesimista como podría parecer ya que podría equipararse el nuevo entierro del viejo conocimiento al de una semilla que eventualmente verá la luz. En el mejor de los casos: cuando las ideas vuelvan a imponerse, por un tiempo, a las costumbres. Aunque quién vivirá para verlo.

2013

De ocaso en ocaso, La decadencia del arte popular (2002-2018)

La bicicleta perdida de Marcel Duchamp 1: La rueda inmóvil

«Desde que los generales no mueren a caballo, los pintores no tienen por qué morir ante el caballete.» (Marcel Duchamp) Rueda de bicicleta, su primer ready-made, anuncia el futuro retiro en vida del autor junto a la conservada potencialidad del movimiento, colocado entre paréntesis para ser puesto en marcha nuevamente en secreto y sólo revelado al final de su carrera: Étant donnés (1946-1966).

En Nueva York, en un rincón del MoMA, se encuentra detenida la rueda de bicicleta que Marcel Duchamp, entre las dos Guerras Mundiales, plantó invertida sobre un banquito para sorpresa, deleite o desconcierto de sus contemporáneos. Poco antes de la Caída de las Torres, yo mismo me encontraba en Nueva York y en el MoMA, ante esa rueda que otros turistas, a su vez, rodeaban. Bueno, no esa rueda exactamente, sino otra, igual de redonda, explicó la guía, aunque casi seguro no la otra, pensé yo, de la misma bicicleta, sino otra, otra cualquiera, con la que el mismo Duchamp, artesano, rehizo su invención una vez que el original, perdido, hubo rodado fuera de su alcance. Existen fotografías que muestran una de las dos piezas en la desordenada habitación de Duchamp, compartiendo el azaroso momento con otros adornos, herramientas y objetos de uso diario. Pregunté a la guía del grupo si la rueda giraba y ella, con la sonrisa de las maestras que han logrado abrir el pico de uno de sus polluelos, giró hacia mí y nos informó a todos que efectivamente ésa era la intención: cuando la rueda se expuso por primera vez se esperaba, contrariamente a lo habitual en este tipo de eventos, que los visitantes se acercaran a la obra y “participasen” poniéndola en acción; algo común en los tiempos que corren, ya aturdidos por el concepto de “interactividad”, pero no entonces, cuando empezaba a comprenderse que a los impresionistas había que mirarlos de lejos; de todos modos, en la actualidad toda participación estaba prohibida, debido al deterioro que el contacto, inevitablemente excesivo, terminaría acarreando al ready-made. Pensé que Duchamp no había reparado el Gran Vidrio, que cualquier obrero manual al menos tan calificado como él, aunque no tan renombrado, podría reconstruir o reponer lo que ya había sido repuesto y, halagado por el anterior reconocimiento de mi perspicacia, observé que aquí la conservación del objeto iba en contra del sentido de la obra. Sin una palabra, con una sonrisa china que la convirtió inmediatamente para mí en la curadora ideal de cualquier muestra, la guía dejó en suspenso ese sentido y en perfecto equilibrio el trabajo del artista y el del museo: crear y animar signos, proteger el legado cultural. Todo había sido dicho entre nosotros: en su estado latente, la rueda giraba; pero era demasiado tarde para que los visitantes, de hecho, la hiciésemos girar. El museo, ya cerrado en este sentido, protegía su propiedad, cuyo valor de reventa jamás podría restituir el hipotético obrero que la actitud de Duchamp autorizaba. Obra sin firma, la firma le era adjudicada por el establishment cultural y la arrebataba así a las masas, no sólo una vez sino a lo largo de todo el tiempo. Ante esta forma sutil de la censura, sólo cabe la ironía para ponerse a un lado e interpretar a la autoridad. Pues aquí, como en las religiones, la Obra, por inalcanzable, pierde su cuerpo para dejar el sitio a una imagen, la del objeto que no puede tocarse, y a un mito, su creador insustituible, que cierran el paso a lo anunciado. ¿Qué oculta y a la vez muestra el movimiento detenido, en la quietud consagrada del orden previsto, sino el paso del tiempo y con él, en su seno, el ascenso de lo pequeño que crece y la caída de Aquello que ya no se sostiene?

2002

De ocaso en ocaso, La decadencia del arte popular (2002-2018)

El canto del ci(s)ne

«El cine que habíamos soñado» (JLG)

Godard y la muerte del cine. La tesis que ofrece en Histoire(s) de cinéma es bastante conocida: el cine habrá muerto sin haber dado cuanto prometía, sin haber llegado a ser todo lo que podría haber sido, malogrado por el espectáculo, con el paso del tiempo “integrado” (Debord), del que acabó siendo en definitiva el modelo más completo, el ejemplo paradigmático. “De cine”, o “de película”, insisten los locutores cuando se empeñan en ofrecer una medida superlativa de la maravilla que anuncian. Pero el desengaño al respecto, el desengaño respecto al cine, al espectáculo y a todo aquello que procura hacerse valer mediante éste, ya estaba en Godard desde las primeras películas, desde la cuna misma de la sociedad del espectáculo y del consumo, todavía en ciernes por entonces pero en cambio novedosa y elegida así como tema por muchos otros autores despiertos, Barthes en Mitologías o Perec en Las cosas, por ejemplo. En el conjunto de los atentos a este fenómeno, de todos modos, el rasgo singular de Godard podría ser precisamente éste del desengaño, la desconfianza, la sospecha (otro ensayo que hizo época: La era de la sospecha, Nathalie Sarraute, 1956), que vuelve una y otra vez como situación de base o tema de reflexión, planteado con una angustia que ni el humor ni el lirismo ni la crítica saldan. Un trauma originario, más bien, presente tanto en las traiciones como en los propios errores de que son víctimas Belmondo en Charlotte y su Jules, Sin aliento y Pierrot el loco, Karina en Vivir su vida, Piccoli en El desprecio, Leaud en Masculino/Femenino, Anne Wiazemsky en La chinoise o los carabineros de la película homónima. O en tantas declaraciones explícitas hechas en las mismas películas (“La misma cara para mentir y para decir la verdad”, como señala a propósito de Jean Seberg Belmondo en Sin aliento), o en las repetidas denuncias del cine como ilusión, exhibición de sus mecanismos incluida. Rota la fe en el espectáculo, en el espectáculo de la vida o en la vida como espectáculo tal como lo propone de manera creciente la misma sociedad que se desarrolla a un ritmo cada vez más arrollador a partir prácticamente del nacimiento del cine, o del cine sonoro para ser más exactos, corresponde a la incredulidad resultante una falta de objeto que es la misma perceptible a lo largo de esa búsqueda insaciable que es el cine de Godard hasta que procura, durante el período Dziga-Vertov, sustituir ese imposible objeto ausente por el pensamiento de Marx-Lenin-Mao y el ideal materialista de una sociedad incompatible con la sociabilidad del espectáculo.

«En lo negro del tiempo» (JLG)

Ambigüedad de la imagen cada vez más largamente contemplada, sin cortes, en plano fijo o plano secuencia. Amor/odio. Primeros planos de Karina o Bardot, comentario en off sobre las imágenes (Dos o tres cosas que sé de ella: “Ahora Marina Vlady mueve la cabeza hacia la izquierda, pero eso no tiene ninguna importancia”; “¿De qué hablar? ¿De Julieta (Marina Vlady) o de las hojas de los árboles? Digamos que ambas tiemblan suavemente en la brisa de septiembre.”), desconfianza ante todo lo visible, que es necesario distinguir de la imagen. Pues evocando los tiempos de su educación en la Cinemateca de Henri Langlois, Godard dice, en Histoire(s) de cinéma: “el verdadero cine era aquél que no podía verse”, es decir, no el de los sábados a la noche para el gran público, el que todo el mundo veía, sino ése tal vez sólo accesible a través de copias destruidas, fotogramas mal impresos en publicaciones amarillentas, comentarios fugitivos en notas a pie de página o el rumor intermitente de la conversación de otros cinéfilos. Películas perdidas o destruidas de Stroheim, Eisenstein, Murnau, Lang o Welles, fragmentos de cine rescatados de sótanos o desvanes recibidos en herencia, leyendas invisibles cuya aura creaba en quien recibía cualquier vestigio suyo una imagen tal vez nunca realizada, pero así sin embargo insuflada en la permeable conciencia en cuestión. Los que iniciaron su vida cultural antes de la aparición de internet o incluso antes de la distribución en video seguramente recordarán aquellos tiempos en que uno estaba dispuesto a cruzarse la ciudad entera o viajar a barrios muy lejanos para asistir a una mala proyección de cualquiera de esas películas, nunca mejor dicho, “de culto”, o a entablar o incluso tolerar amistades sin mayor causa que el acceso a unos discos imposibles de conseguir entonces en disquerías. Esos traslados, consecuencia de una actitud de alerta y búsqueda, implicaban el cuerpo de los interesados: había que apersonarse en el lugar de la aparición. Luis Buñuel, para cerrar el desfile de veteranos, cuenta en Mi último suspiro, sus memorias, cómo antes de la era del disco para oír música había que ir a conciertos, lo que implicaba el fervor de la espera y de la escucha en esa oportunidad quizás irrepetible de comulgar con Mozart o Beethoven. “No veo bien qué se ha ganado. Veo qué se ha perdido”, concluye con la clásica reprobación de los mayores ante el desplazamiento de los valores morales por el progreso tecnológico, o con la reconocible nostalgia de cualquiera por sus tiempos de estudiante. Considerada esta repetición ya con paciencia, sorna, suficiencia o resignación, ¿es posible, sin embargo, ignorar la pérdida constante que en su insistencia se traduce?

«El verdadero cine era aquél que no podía verse» (JLG)

No es difícil –es casi un lugar común, si no fuera por el interés de las  asociaciones que permite- relacionar la oscuridad prenatal con la que precede al revelado, antes de sea dado a luz un cuerpo o una imagen. Pero la oscuridad es también, desde tiempos más remotos que la razón, el mundo de los muertos, cuyos cuerpos en descomposición han de ser apartados de la vista y de los demás sentidos. Algo entonces se reúne en esa oscuridad, imaginaria y ajena al paso del tiempo como el inconsciente. Al comienzo de una carrera de cineasta, aunque esto sea reconocido más bien hacia su término, en retrospectiva, “el verdadero cine era aquél que no podía verse” y al final, como conclusión pero también como profecía, “el cine habrá muerto sin haber dado cuanto prometía”; entre un punto y otro, más de cuarenta años de cine y la mayor parte de una obra compuesta por un centenar de obras en distintos soportes realizadas casi sin pausa entre una y otra. Pero lo que importa, a lo largo de esta práctica tan obstinada, es esa explícita persistencia en “hacer lo que los otros no hacen” y por eso permanece invisible, “en lo negro del tiempo”, a menos que de esa noche se haga nacer una imagen, “el cine que habíamos soñado”, con el que Godard en última instancia no identificaba las películas de Truffaut independientemente de lo buenas que pudieran ser y al precio de su amistad. Ya que “el cine que no podía verse”, “el cine que habíamos soñado”, el cine prometido, no puede ser el que efectivamente cuenta con un circuito de exhibición estable en el mundo de lo visible. “Lo que los otros no hacen” sería pues esa composición de imágenes “fuertes” (aquellas cuya “asociación de ideas” es “lejana y justa”) análogas a esos fragmentos de la historia del cine que sobresalen de las películas por esa calidad así de “fuerte” y en consecuencia se independizan, en cierta forma, de su origen: secuencias y fotogramas a menudo recogidas en antologías por su condición de fragmento a la vez autosuficiente, pero entre las que rara vez, como Godard en sus Histoire(s), se trata de hacer una relación un poco menos estéril que la de la constatación cronológica o plástica. En sus Conversaciones con el profesor Y., Céline señala el valor específico de su gran invento, su lenguaje. Respecto al uso del argot, de la lengua hablada, de las expresiones provenientes de este léxico callejero y no académico, admite que pasa de moda, que muere, incluso, casi en cuanto ha nacido. Pero indica que, si bien “no vivirá, habrá vivido”. Alguna vez habrá estado vivo, respirando, y no tan sólo impreso, fijado y disecado como cualquier pieza fabricada en serie, a imitación de la vida en lugar de viva. Este “haber vivido” es el mismo por el que ciertas imágenes son capaces de resucitar en cualquier contexto, ya sea una meditación godardiana o el mediocre anuncio del lanzamiento de una nueva colección de “clásicos”. “No vivirá, pero habrá vivido.” Para vivir es necesario nacer: lo meramente visible ya está ahí desde siempre, pero una imagen –el verdadero cine- ha de engendrarse y ser dada a luz. Pero todo lo que nace tiene que morir: del negro al negro. La elegía no evoca la muerte sino la vida, conjurada en cambio por el espectáculo de lo visible, que disimula su sentido debilitándolo, afirmándose en lo injusto y lo cercano. El tono elegíaco de las Histoire(s) de cinéma no es más triste de lo que pueda serlo la destitución final de los Guermantes, por sobre la que se eleva, exaltada, exaltante, la visión que Proust, con los ojos despojados, puede ofrecer por fin a su lector: no un cuadro ni una serie de cuadros pasibles de adquisición por cualquier anticuario, sino una mirada capaz de acceder a lo que, dentro de un régimen de normalidad, “no puede verse”. “An exulting sense of living”: esto es lo que Nicholas Ray, autor de imágenes lo bastante fuertes como para abrirse paso en la industria hollywoodense de lo visible, decía querer transmitir cuando dirigía. Mientras pudo hacerlo.

2017

De ocaso en ocaso, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Respuesta a Harold Bloom

Carta breve para un largo adiós

Respetado crítico:

La literatura que esperamos, incluso la más absolutamente nueva, no podrá ser nunca la literatura que esperamos. De hecho, si esperamos una literatura nueva, la esperamos necesariamente en el ámbito de las ideas que ya tenemos: además, lo que esperamos, de algún modo ya está ahí. No hay nadie entre nosotros que ante un texto pueda resistir la tentación de decir: “Esto es literatura”, o al contrario, “Esto no es literatura”. Pero las novedades, incluso las absolutas, como bien sabemos, no son nunca ideales, sino siempre concretas. Por tanto su verdad y su necesidad son mezquinas, fastidiosas y decepcionantes: o no se reconocen o se discuten remitiéndolas a las viejas costumbres.

Posiblemente usted haya reconocido ya el texto que acabo de parafrasear. Es el comienzo del Manifiesto por un nuevo teatro, de Pier Paolo Pasolini, publicado en el significativo año 68 del pasado siglo, más o menos hacia la época en que nacieron varios de los veintitrés “actores del mundo del libro” (cito el artículo) encuestados a propósito de la siguiente afirmación suya en una entrevista: “No me parece que en la literatura contemporánea, ya sea en inglés, en Estados Unidos, en español, catalán, francés, italiano, en las lenguas eslavas, haya nada radicalmente nuevo.” Quizás haya sido esta referencia a los diversos idiomas del mundo la que derivó en una traslación ligeramente equívoca de sus declaraciones al comienzo del mismo artículo, donde en lugar de “literatura contemporánea” se habla de “literatura universal”, un error que sin embargo no confunde al lector atento, pero que no deja de tener algo de síntoma en ese entendimiento alcanzado a pesar de todo, ni de lapsus por parte del medio de comunicación en cuestión. En todo caso, la educada polémica, que en realidad no llega a producirse al no encontrarse unos con otros los que opinan sino sólo sus opiniones reunidas en la misma página, ofrece puntos de vista más o menos apocalípticos o integrados, es decir, más de acuerdo con la descripción del lamentable estado de cosas o en defensa del esfuerzo cultural en curso, pero permanece siempre en torno a la cuestión del juicio de valor definitivo, que es la misma que tanta resistencia ha provocado en su famoso canon. Nada nuevo, cierto, pero evidentemente tampoco olvidado.

Recordará usted la diferencia que hacía Roland Barthes entre “neuf” y “Nouveau”: “Nouveau (nuevo, en francés) es bueno, es el movimiento feliz del Texto: la innovación está justificada históricamente en toda sociedad donde, por régimen, la regresión amenaza; pero neuf (nuevo, también en francés) es malo: hay que luchar con una vestimenta nueva para llevarla: lo nuevo (neuf) incomoda, se opone al cuerpo porque le suprime el juego del que un cierto uso es la garantía: un Nouveau que no fuera enteramente neuf, tal sería el estado ideal de las artes, de los textos, de las vestimentas.” Ignoro si estará de acuerdo con que tal estado es prácticamente el opuesto al que hoy gozamos en estos y otros campos, donde todo el tiempo tropezamos con novedades sin hallar nada nuevo (Nouveau) en ellas. Pero más allá de las dificultades de la calidad literaria para hacerse notar en un mercado saturado de “burdas imitaciones”, como se decía en otro tiempo, o incluso de imitaciones de calidad, tal vez lo más propio del nuestro, existe una cuestión que trasciende la de la supervivencia cotidiana de escritores y editores, porque implica tanto la realización de su vocación como el destino último de la cultura: ¿basta la calidad literaria, aun elevadísima, para construir un canon? Es más: ¿puede una época obsesivamente centrífuga como la nuestra, la de sus hijos y sus nietos, constituir un canon, concebir siquiera un monumento así de sólido, ideal, un proyecto que contra todos nuestros hábitos requeriría una gran concentración, ya de valores producidos por ella misma o de valores heredados que ella misma reconozca?

Roland Barthes a través de los tiempos

Lo siento, anuncié una respuesta y no he hecho luego más que formularle preguntas. Pero éstas son una manera de hacer explícita la cuestión que deja pendiente su idea de falta de novedad radical, en la medida en que una falta supone también el llamado a colmarla. Si convenimos en que es el presente agotado o saturado el que clama por el futuro cuando pide algo nuevo con constancia e insistencia, hasta que tanto el pedido como su ocasional o parcial satisfacción llegan a sonar repetidos, si conservamos el principio regenerador que las obras de Shakespeare plantean como necesaria y eterna solución para los estancamientos de la vida, ensayaré con su venia una respuesta que creo distinta a las de los encuestados a propósito de sus declaraciones. 

Tiene usted toda la razón: el multiculturalismo, la corrección política, los estudios de género y las demás plagas de los departamentos de humanidades de las universidades americanas que usted reúne en la Escuela del Resentimiento liquidan, en su oposición a las jerarquías históricas y sus tradiciones, en nombre del alzamiento de lo inmanente contra la autoridad (o la trascendencia, en los términos del Rizoma de Deleuze y Guattari), el arduamente reunido tesoro cultural de occidente para conceder un crédito ilimitado a una virtualidad que, como su valor se basa en el continuo aplazamiento de la deuda, jamás llega a dar su medida o definirse. Así, en lugar de selección y acumulación lo que hay es disgregación, circulación, pero nada “radicalmente nuevo”, porque son todas inversiones de un capital que no gana nada con tales operaciones. Aunque sea más de uno el que se gana la vida con ellas, lo que tampoco hay que dejar de tener en cuenta o desdeñar necesariamente.

El canon occidental, como usted lo propone, es un grueso tratado muy culto, incluso erudito, pero muy personal, concebido para intervenir en un medio muy concreto, el de las universidades estadounidenses en que usted se desempeña (donde poco espacio ocupa, como en el resto del mundo anglosajón, la literatura en otras lenguas que el inglés, y de ahí quizás la irritación que en ámbitos como el latinoamericano ha provocado la desigual hegemonía de nombres ingleses, con la consiguiente exclusión de tantos autores ajenos a la lengua del imperio), y contra los estragos de un movimiento en particular, al que usted se refiere con el nombre de Escuela del Resentimiento. Así es, pero tal como la idea sobrevuela el cosmos de los que leen y escriben es como una lista de nombres con la cual, una vez escrita y ya tan difundida, no se sabe bien qué hacer. Ya que, si desde un punto de vista libertario lo justo sería desconocer completamente semejante escalafón o panteón de consagrados, el único modo de hacerlo sin sustituir unos nombres por otros sería poder borrar del todo la idea, lo que no es posible sin renunciar a cualquier juicio de valor sostenible. Puede que no sea otro el programa de sus detractados, pero eso no significa ni la apertura de un espacio infinito habitable por todos en lugar de por unos pocos elegidos ni, mucho menos, el fin de la competencia universal.

Una obra cuestionada

Por todas partes y de todas las maneras, hoy como en ninguna otra época, una inagotable muchedumbre de individuos dispersos busca hacerse reconocer de inmediato por sus semejantes, del mismo modo que en los viejos tiempos unos cuantos podían aspirar a un lugar en la Historia. De modo que la antigua guerra de los nombres continúa, aunque otro parezca ser el árbitro, es decir, quien los otorga. Antes el nombre venía del padre; muerto Dios, los grandes hombres tomaron el relevo y ésa fue, como lo muestran todavía las fechas en las lápidas de las celebridades de la literatura universal, la edad de oro de los grandes autores. Pero sus obras eran también el canto del cisne del padre en su agonía, previo a la orfandad contemporánea en la que una sociedad de iguales, diferenciados sólo por su nivel de ingresos, sin tener sobre qué fundar una comunidad real, procuran sustituirla por otras virtuales que, por lo menos, comprometen de hecho a mucho menos. ¿Asentiría usted ante esta descripción?

Otra pregunta, es verdad. Paso a mi respuesta entonces. Resumiendo: si la idea de canon, en su defensa de la tradición, incomoda a la actualidad, es porque no es posible librarse de ella, así como tampoco lo es de la muerte, que nuestra cultura prefiere ignorar. Debe haber muerte para que haya inmortales pero, además, como aquí se trata de una inmortalidad justamente virtual, cuyo sostén no es otro que la memoria humana, resulta intocable y por eso, bajo una u otra forma, por más que se la resista, vuelve siempre a plantear su desafío.

De ahí que el canon sea ineludible y rechazado a la vez. Pero semejante ambigüedad, en su irresolución, tampoco carece de consecuencias y una de ellas, quizás la más notoria, es, dado su rechazo a elegir y sostener una elección, la ineptitud para formular cualquier canon, aunque más no sea como apuesta. Si no hay hoy grandes discursos, movimientos ni “ismos”, no se debe a una libre decisión. Sin embargo, es llamativo el casi unánime rechazo a cualquier juicio universal, incluso si éste no se plantea más que como tentativa de conocimiento. Un autor como Pound –algo que hoy no existe- no parecería un terrorista tanto a causa de su ideario político, sino porque toda su concepción de la poesía y la cultura tiene como consecuencia, efectivamente, al poner toda la historia en juego e intentar presuponer una civilización futura, es decir, por realizar, un canon. Del que por cierto, sorprendentemente y para su disenso, estaba excluido Shakespeare, como recordará.   

La selección de Harold Bloom

A la actualidad le molesta la existencia de un canon que, imponiendo sus valores, deprecia sus productos, pero opone resueltamente un valor propio a las exigencias de tan selecto club: la accesibilidad, que hace legión de los seguidores de los nombres que, como marcas, logra imponer. La vieja escena se reconoce: el Mercado contra el Parnaso. Lo curioso es cómo el mercado, en la promoción de sus productos o autores, recurre también a la consagración del nombre como apuesta más alta, a pesar de que resulta más difícil cada temporada fidelizar a los consumidores, precisamente porque no son otra cosa.

El capital cultural acuñado en nombres y la ambición inextinguible de ver el propio perfil en la moneda. Éste es el nudo, el nervio que toca su canon, la idea de un canon, más allá de los nombres que lo integren y las obras a que aludan. ¿Qué hacer con esta herencia, encerrada en un museo mientras las convenientes imitaciones fraguadas por falsificadores a menudo inocentes, tal vez los mejores, se suceden en forma cada vez más vertiginosa, pero en redondo, sobre los pedestales de este mundo? Éste es, Sr. Bloom, finalmente, mi ensayo de respuesta: entre el Escila de la exigencia de novedad radical y el Caribdis de la comunicación inmediata, entre la utopía y el desencanto (Magris) pasa, para los happy few –si fueran muchos no tendríamos este problema, pues comercio y cultura irían de la mano- preocupados por este dilema, un largo camino que es imprevisible y es el de la tradición, que consiste no sólo en los hitos que pueden mencionarse en un canon sino también, como ocurre con los icebergs y con el cuerpo de su propio texto opacado por las famosas listas del final, en lo que queda comprendido entre uno y otro, que es el eje que separa el trigo de la paja. Esta ruta no recorre el espacio sino el tiempo y en su sentido está implícito que excede el que corresponde a cualquier generación. Lo que no quiere decir que al presente no le quepa responsabilidad sobre ella, pero es por tal responsabilidad que será juzgado en el futuro. El arte mayor se hace para testigos inalcanzables: dioses, antepasados o herederos de cuya respuesta, acumulativa, con suerte el productor puede apenas percibir un anticipo. El arte menor deja huellas, pero no trasciende su época, es decir, no es el vehículo de nada que no sea típico de su tiempo y no propio del Tiempo (si me permite la mayúscula). Cuando las obras particulares tienen la fortuna de participar de ambos registros, y esto no depende sólo de ellas sino también del contexto histórico, podemos decir que estamos ante un gran período. Cuando no es así, como ahora, en medio del tráfico de nombres en pugna por quedar inscriptos, es bueno recordar el cuerpo anónimo del iceberg: tal vez el valor de cambio acuñado en el perfil de autor a rellenar por quien quiera que escriba se deprecie cuando la línea de la tradición se desdibuja, pero el valor de uso tanto de la lectura como de la escritura, de la literatura en suma, en lo que tiene de aplicación práctica a la vida, no como ocio ni como entretenimiento, queda intacto. Pues lo esencial, en lo “radicalmente nuevo”, no es lo nuevo, que si brilla lo hace sólo en su día, sino lo radical, que corresponde a la raíz y por eso opera bajo tierra, por debajo de las distinciones nominales, y está siempre en relación con el origen y lo que no deja de ser. Eso es lo original: lo que continúa.

Deseo expresarle, para terminar, mi agradecimiento y mis disculpas por tomarlo de interlocutor cuando nunca hemos sido presentados. Esta respuesta, al fin y al cabo, no es para usted sino para mí y para algún otro, espero, a quien el tema inquiete lo suficiente. Mis respetos, de todos modos, desde el idioma castellano,

RJB

  2014

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Economía de Joyce

Joyce & Cía.

Los hermanos Marx, unos diez años más jóvenes que Joyce, eran cinco de los que actuaban cuatro y luego sólo tres. Por eso es difícil decidir si llamar a su colaboradora más asidua, Mrs. Margaret Dumont, cuarto, quinto o incluso sexto hermano Marx. Su papel era siempre el mismo: la viuda millonaria con tanto dinero como tiempo libre cuyo encaprichamiento con Groucho conduciría a éste a la presidencia de Freedonia, la dirección de un sanatorio consagrado a la cura de una única paciente tan sana como un roble o la organización de muy poco ortodoxos eventos sociales a partir de la subversión de las recetas favoritas de la crema de la sociedad. Todo eso está en las películas, que dejan seguir muy bien la evolución de las relaciones entre la heredera de una fortuna y su afortunado seductor a través de los años: el encanto de sus escenas conjuntas en Una tarde en el circo, una obra injustamente minusvalorada en relación con las mucho más célebres Una noche en la ópera y Un día en las carreras, debe mucho a la larga experiencia de tablas en común en que se basa el perfecto entendimiento incluso físico entre ambos comediantes, así como a lo afortunadamente repetido del reconocimiento de su público. Para quien sabe que el dúo, a pesar de sus esfuerzos en Tienda de locos, no volverá a rayar tan alto, el reencuentro es aún más conmovedor y el fantasma nostálgico que puede proyectar sobre la película todavía más fuerte.

Joyce tenía un tipo bastante parecido a Groucho: no caminaba agazapado sino erguido, no fumaba puro, pero era también delgado, con gafas, bigote y una lengua pronta a mostrar su ingenio. Y su cara no era mucho menos dura: basta leer su correspondencia o su biografía por Richard Ellman para comprobar su facilidad para pedir prestado, su negligencia para devolver, sus costumbres de manirroto y la singularidad de las exigencias que planteaba a amigos, parientes, agentes, editores y lectores. En lo económico, como se sabe –Bernard Shaw se escandalizó al conocer el precio de venta del ejemplar de Ulises-, pero también en lo literario, lo que nadie que haya velado con Finnegan ignora, así como en lo personal, que atestiguan momentos a veces tan deliciosos como ése en que Jim, confrontado durante una riña de taberna a un rival que lo doblaba en tamaño, peso y musculatura, se vuelve hacia un compañero de juerga que practicaba box diciéndole: “Es suyo, Hemingway.” Hay mucha picaresca típicamente irlandesa, aunque esta escena es parisina, en Ulises y las otras obras de Joyce. Costumbres heredadas de su padre, el viejo John Joyce, o con las que por lo menos estaba tan familiarizado como con las mudanzas forzosas. Sablazos a diestra y siniestra por las calles de Dublín, circulación acelerada del circulante debido a la urgencia de esas pequeñas cantidades, liquidez tan extrema al margen del Imperio como la de la lengua inglesa en sus manos cuando estaban a la obra. En Joyce, con el correr de los años y la evidencia creciente de lo imposible de colmar por obra alguna en cuanto a las aspiraciones juveniles manifiestas en la figura de Stephen Dedalus, se va afianzando el autor cómico: de hecho, lo primero que se entiende en Finnegans Wake, si el lector es capaz de bailar con su música, son los chistes. “Juro por mi honor de caballero que no hay una sola línea en serio en mi libro.” Esto dijo Joyce de su Ulises. En un sentido, es una verdad que irá aún más lejos con su novela siguiente. Pero es también una paradoja, con todo el lado cómico implícito en el particular doble sentido de las paradojas, ya que los años de éxito de Joyce no fueron fáciles sino tal vez, entre su propia ceguera y la locura de su hija Lucía, que crecían a la par, y su juventud cada vez más lejana (High hearted youth comes not again, cantaba uno de los viejos poemas publicados durante esos años) a medida que la segunda guerra se acercaba y Zurich empezaba a perfilarse, en lugar de como refugio de paso, como destino definitivo, los más difíciles de su existencia. Todas sus experiencias de ese tiempo, como las de su juventud en Stephen Hero mientras la vivía y a la vez la transcribía en su libro, podían entrar y de hecho lo hacían en Finnegans Wake, a diferencia de lo que imponían el destilado y la perspectiva necesarias para componer Dublineses o el Retrato; incluso el rechazo y la incomprensión de muchos de los defensores de Ulises, como Ezra Pound, encuentran su lugar en la novela inmediatamente. Los diecisiete años que le tomó terminarla fueron arduos, pero el libro termina, o se interrumpe, en una nota muy alta: desde allí, como es bien sabido, recomienza. Para quien, tomándole la palabra al maestro, “dedique su vida entera a leer sus libros”, es deseable y de esperar que este círculo corresponda a un espiral, el que Joyce tomó a Giambattista Vico como modelo de la figura del tiempo, y que este espiral sea ascendente, como el desenlace de la obra, donde la voz de la hija se dirige al oído del padre (I go back to you, my cold mad father, my cold mad feary father) elevándose por sobre la corriente –la cabellera materna, a su vez la corriente del río Liffey, que da a la madre su nombre, Anna Livia Plurabelle- que en la realidad la ha arrastrado, para volver a sumergirse en ella y remontar otra vez sus aguas past eve’s and adam’s, el punto de partida. Podría ser infernal, si el espiral no corrigiera el círculo y señalara así la dimensión vertical que permite multiplicar los sucesivos y simultáneos niveles de lectura; como en cambio lo hace, a pesar del tono agónico, este fin de una lectura que casi nadie ha logrado atravesar es luminoso.

El valor de un dólar

Sin embargo, aunque Joyce, como su vida lo muestra, tuvo suerte, pues el azar respondió con más de un encuentro a la fe que él mismo depositó en sus posibilidades de “vivir, errar, caer, triunfar, volver a crear la vida con materia de vida” (Retrato del artista adolescente), esta suerte no alcanzó a su hija, cuyo triste descenso en la locura echa una dolorosa sombra sobre la luz que atraviesa la red del lenguaje a partir de la fisura abierta por Joyce en el inglés. No todos, tal vez, ni siquiera la heredera dilecta y más próxima de ese lenguaje, tienen con qué pagar el precio de la libertad que éste concede; no todos, a partir de la descomposición de la palabra reglada por el idioma en letras que lo desbordan, pueden moverse con acierto en la recomposición inestable que resulta. Quizás nadie. Basta con ver –con leer- los resultados obtenidos por los pocos escritores que intentaron a conciencia la continuación del proyecto: tuvieron que, como Samuel Beckett, Eugene Jolas o Julián Ríos, dar marcha atrás desde ese camino anudado consigo mismo y encontrar otro, conservando a lo sumo el ejemplo, “la moral del artista”, como Beckett decía, en lugar de técnicas y procedimientos cuyo poder de revelación descansaba al fin menos en ellas que en aquello a lo que se aplicaran. Incluso Joyce planeaba escribir algo “muy simple” después de Finnegans Wake. La muerte no lo dejó, aunque la pregunta es si habría podido. Ya que a lo largo del desarrollo de su capacidad artística lo que va cediendo es la voluntad, a tal punto que la complejidad va en aumento a medida que fallan los principios organizadores de la cultura sobre la realidad y van siendo sustituidos por una percepción directa de los fenómenos, a organizar entonces según una redistribución no jerárquica de los materiales. Este proceso puede seguirse desde la irrupción de las famosas epifanías y el fracaso de los educadores de Stephen Dedalus en la transmisión de la doctrina cristiana hasta el continuo tropezar, a lo largo de la larga jornada de Ulises, de los propósitos, declaraciones e intenciones de la lengua con sus ecos y resonancias accidentales y el posterior cosmos caótico de Finnegans Wake. Si hay un principio rector de todo esto, no es aquél según el cual nos ponemos de acuerdo.

Sin un principio como éste, por ejemplo aquél que orienta el sentido de toda comunicación dentro de un canal abierto entre un emisor y un receptor, que es también según el cual suele entenderse el contacto entre autor y lector, surge la necesidad de otro modelo. Una vez rota la creencia en la verdad cifrada dentro del mito, una vez visto que el rey está desnudo, que nada ya cubre el vacío entre significante y significado, no sólo es posible sino también hace falta otro modo de representar. Desde su interés juvenil en Ibsen, Joyce defendió siempre esta búsqueda de una nueva relación con la verdad. Pero allí donde, o cuando, todo es convención, sólo cabe simular. Y así ocurre en el caso de Ulises en su relación con la Odisea, sobre la que está construido: no es el sentido ni el significado lo que aporta el mito, interpretado ya por Homero en su momento, sino el encadenamiento de episodios a partir del cual es posible una estructura para un material que no es posible contener dentro de ninguna estructura de sentido. La estructura, por eso, es prestada, pero se la toma vacía; ya que incluso la interpretación irónica de lo que ocurre en la novela de Joyce en relación con cada ejemplo tomado de su modelo es muy pobre en comparación con el estímulo que ofrecen tanto lo que la lengua de Joyce pone en escena como las distintas técnicas empleadas y la novedad de prácticamente exhibirlas en lugar de disimularlas a la educada manera clásica. “Tal vez sistematicé demasiado Ulises”, dijo Joyce alguna vez, lamentando la excesiva notoriedad que la clave de interpretación homérica había adquirido y la falsa pista, demasiado fácil y en última instancia estéril, en la que ponía a sus lectores más hambrientos de un sentido preestablecido que les sirviera de guía de lectura. También explicó el modo en que esos lazos con el mito griego le habían servido de “puente para hacer pasar a sus soldados”, de manera que, una vez cruzado el río, no habría por qué conservarlo. En su siguiente novela se ocupó de volar personalmente lo que tantos de sus críticos, estudiosos y lectores se empeñaban en preservar: esa pista referencial tan recorrida que le había dado un suelo, pero que en absoluto funcionaba como indicio mayor ni como hilo de Ariadna respecto al significado, ni tampoco señalaba el camino abierto por el texto.

El día y la noche

No había otro, al parecer, para seguir dejando pasar incluso todavía más de lo que tanta organización social y cultural reprimía. Eso mismo que en la prosa de Joyce transforma al inglés por dentro, volviéndolo incomprensible para quien no está al tanto de qué es lo que ha operado la transformación, como un emerger, en el interior de la lengua de Su Majestad, del hablar de todas las culturas sojuzgadas o vencidas por el imperio británico (recordemos lo que Joyce dijo del multirracial imperio Austrohúngaro donde vivió varios años y nacieron sus hijos: “ojalá hubiera más imperios decadentes como ése”), a partir de lo cual sí es posible deducir alguna intención por parte del autor, erigido así en responsable al gusto de cualquiera dispuesto a exigir garantías de sentido a un texto. Joyce también se refirió a “esas grandes palabras que tanto daño nos hacen” –patria, familia, religión, etc.- y a la historia como una pesadilla de la que esperaba despertar. Tanto conceptos aglutinadores y unívocos como relatos progresivos y lineales son disueltos por el tratamiento joyceano de la palabra y de los hechos, que no permite a nada sostener la abusiva seriedad, o literalidad, en que se basa la jerarquía por la que unos términos imponen a otros su significado. De ahí, también, la oscuridad y el caos infinitos para quien aspire a reducirlos a un sentido clarificador: el mito es evidentemente desbordado por el lenguaje, compuesto por tal cantidad de detalles y variaciones que complican todo sentido, tanto como la batalla vivida por la tropa puede hacerlo con el gesto épico del héroe, al contrario del teatro oriental, donde el actor que representa al general también representa a todo el ejército. Hay por parte de Joyce desde el principio una intención moral en la disolución de lo ejemplar, pero además de que va descubriendo su profundidad poco a poco ocurre que la moraleja, al volverse cómica la épica por su paso del mito, aristocrático, al realismo, plebeyo, aparece más bien como “punchline”, incluso sobrentendida y, de esta manera, tácita. La risa, en este tablero siempre creciente y más complejo a medida que suma piezas, también hay que saber buscársela, y, si no, aprender a hacerlo, como un joven cualquiera en la calle cuando sale al mundo.  

Despilfarro, exuberancia, bajo el signo de Urano: como el padre de Zeus y de Cronos, castrado por éste a pedido de su ya repleta madre Gea, es decir, el Cielo castrado a pedido de la Tierra por el Tiempo, de cuyo sexo amputado y caído al mar nació Afrodita, Venus, causa ilógica del deseo que enloquece a los hombres, Joyce, al corregir, contra la práctica más habitualmente elogiada en la sociedad literaria de quitar, cortar, eliminar, borrar, destilar ya sea en busca de pureza o de eficacia, siempre agregaba, para desesperación de sus editoras e impresores. La abundancia intolerable, que después de fluir por encima de los diques de los profesionales amenaza con ahogar al lector página a página, exigiéndole nivel de campeón para surcar estas aguas, es lo opuesto de lo entendido normalmente como economía narrativa, de la que Joyce ya había dado su muestra cabal con Dublineses. La normativa editorial, que en general favorece, y debe hacerlo, la claridad y la eficacia llegando casi a erigirlas en valores supremos, equivale ante esto a un código previo a la lectura establecido por y para escritor y lector, cuyo cumplimiento es tarea del editor vigilar. Este código, que Joyce relativiza hasta hacerle perder su función de amarra a fuerza de rodearlo de modos alternativos de representación por la palabra, es un pacto a la vez social y cultural. Un modo de racionalizar la producción y asegurarle un mercado, frente al cual aparece con toda claridad la escritura de Joyce como apuesta, o sea, como invocación del azar y en él de la Providencia, del Cielo. Pero no como dócil plegaria, sino como número cómico, en el que hasta las más organizadas previsiones de la tierra –Previsión contra Providencia- fracasan estrepitosamente. Son estas dos categorías las que representan, entre otras, los hijos gemelos de Earwicker en Finnegans Wake, Shaun y Shem, protagonistas de la fábula de la hormiga y la cigarra recreada en sus personas como The Ondt and the Gracehoper, donde vuelven a enfrentarse, como a lo largo de todo el libro, en nombre de valores opuestos o, más bien, de fuerzas contrarias, ya que el despliegue de unas, después de todo, estimula el de las otras. No hay modo de acabar, es decir, de vencer, ya que lo propio de la comedia es que todo salga al revés y favorezca lo contrario de lo propuesto, para bien o para mal. Así gira el mundo, dramáticamente, frustrando fatalidades y esperanzas con la repetición del mismo movimiento irregular y continuo, incontenible, que desbarata cada vez el orden aunque éste siempre renazca de sus cenizas. Pero son la amenaza y la irrupción del desorden en lo serio lo cómico, que en esto sí no tiene reverso, como el exceso desborda la medida por más rigurosa que ésta sea y el que hace saltar la banca es el punto aunque aquella sea implacable. No importa cuán fino sea el efecto calculado, la gracia cae siempre del cielo y no se construye. Ni ella misma construye, pues todo lo da entero y de golpe. Como el pleno en el casino, responde a un pálpito pero no a una cita. La organización tolera sus veredictos porque se trata siempre de excepciones que, además de confirmar la regla como es debido, mantienen la ruleta girando en la ilusión general de resultar elegido. Pero precisamente sólo puede tolerar, a la espera de la restauración del orden mientras la Providencia da su escándalo. Pues en el caos sobreviene la epifanía, irreductible a cualquier marco acordado. La luz de un rayo, que desenmascara pero no se prolonga; de hecho, una vez que ha caído, lo que toca al iluminado es retirarse y cobrar su apuesta. O viceversa. La de Joyce es una inversión a largo plazo, pero la ruina de los presupuestos socioculturales debida al despilfarro en la expresión es inmediata. De ahí la risa y los quebraderos de cabeza, que no se hacen esperar y encima se multiplican, como las resonancias del eco dentro de una caverna que no se sabe dónde termina.

La cigarra en verano

También por esto los hermanos Marx gustaban tanto a los surrealistas, que sin embargo, a pesar de su coincidencia con Joyce en París y en la época, no se trataron con él ni lo buscaron. Con la notable excepción de Philippe Soupault, uno de los tres fundadores del movimiento junto con Breton y Aragon, pero ya expulsado de él cuando se acercó al autor de Ulises, con quien colaboró mano a mano en la traducción al francés del célebre fragmento Anna Livia Plurabelle, que cierra la primera parte de la entonces aún inédita Finnegans Wake. Tanto los textos de Joyce como las interpretaciones de los Marx desbordan las formas que procuran contenerlas hasta reventarlas y llevarlas más allá de sus límites. Así como una palabra es subvertida desde su interior por las letras que Joyce desliza dentro de ella hasta volverla casi irreconocible pero convocar, a cambio, sentidos imprevistos, los hermanos Marx eran la pesadilla de los directores que procuran controlar lo que ocurre ante su cámara y en general debían ceñirse a seguirlos en su desatada acción tratando de que por lo menos no se les fueran de cuadro. ¿Marcas? Para saltárselas. Todo lo presupuestado cae bajo amenaza de bancarrota en este escenario, a menos que aparezca el inversor providencial, el “caballo blanco” repetidamente invocado en El hotel de los líos, como siempre a último momento para rescatar la empresa tambaleante. Y Joyce, al fin y al cabo, era financiado por mismo tipo humano que ponía el dinero en las comedias de Groucho, Chico y Harpo: una heredera cuyo capital personal, por el que no ha trabajado, hace posible, tal vez necesaria para ella, cualquier extravagancia. Puede permitírselo. Como Margaret Dumont en Sopa de ganso: “Lo que este país necesita”, dice del futuro estadista al que apoyará con sus millones, “es un progresista intrépido, un hombre como Rufus T. Firefly”. O como, si damos en cambio la palabra, y se habla de literatura, a Harriet Shaw Weaver o a Sylvia Beach, James Augustine Aloysius Joyce.

¿Habría podido apoyarse la empresa de Joyce en la industria editorial de su época o, todavía menos aún, a pesar de la suspensión de la censura, en la de la nuestra? Resulta difícil pensarlo. Nada en él apunta a la rentabilidad. Su riqueza no se deja capitalizar, por lo menos de inmediato o de antemano. Joyce era tan pródigo con el dinero como con su escritura, a la que dedicaba toda su energía mientras iba dejando a su paso grandes propinas como tributo a los dioses que lo protegían, procurando ganarse a la suerte con su confianza en la providencia. Sus libros no daban dinero ni cabía esperarlo de ellos: cada uno le tomó varios años escribirlo, con lo que no produjo muchos, y además eran muy difíciles y encima estaban prohibidos. Para ninguna editorial o agente literario resultaría muy rentable un autor así. Por lo menos no a tan corto plazo como el tiempo de una vida. Pero un millonario excéntrico puede permitirse el capricho y así los lectores de todo el mundo recibir lo que un sistema eficiente les habría negado: el legado de Joyce.

2015

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Cuestiones de estilo 7: La corrupción de un estilo

Flaubert y la constitución del campo literario

En la primera parte de Las reglas del arte, siguiendo paso a paso la carrera de Flaubert en un recorrido que bien hubiera podido recibir un título de colección como Vida y tiempos de Gustave Flaubert, Pierre Bordieu narra la constitución de lo que llama “campo literario”, de acuerdo a su noción de campo para definir no los estratos sino los “subespacios sociales” en que se agrupan los practicantes de una u otra actividad social: artistas, políticos, comerciantes o industriales, por ejemplo, caracterizados por la relativa autonomía de cada campo dentro de la sociedad en su conjunto. Estos “campos”, a diferencia de las clases sociales, no se encontrarían colocados uno sobre otro, sino uno junto a otro, con mayor o menor poder de uno sobre otro según la circunstancia o la situación; cada uno, además, cultivaría, en paralelo a los valores mantenidos por la sociedad en su conjunto, otros valores propios que expresarían, justamente, su autonomía: lo que sólo en el seno de ese campo puede hacerse valer en plenitud, incluso de cara a otros campos. Ahora bien, como estos subespacios sociales se dan dentro, precisamente, de una sociedad determinada, en su propio interior reproducen, aunque lo hagan con sus elementos y su lenguaje específicos, las mismas luchas determinadas por la aspiración común de los individuos a ocupar las posiciones dominantes: de ahí las rivalidades, las estrategias, los enfrentamientos y todo el continuado de episodios dispares a través de los que se manifiestan esta tensión y esta inestabilidad inerradicables, más o menos violentas en una u otra época, o en uno u otro campo. El subtítulo del libro de Bordieu es Génesis y constitución del campo literario, que es al que toma de muestra para estudiar una situación general, con sus particularidades concretas. Una de estas es la que manifiesta la doble escala de valores que se produce a partir de la fundación de “lo literario”: la doble naturaleza del libro como obra y como mercancía, coincidencia en un solo objeto de dos maneras de medir que devienen opuestas a causa del interés de cada parte en imponer sus valores y dominar la relación establecida. Según esta doble escala que establece Bordieu, cuánto más alto fuera en principio el valor mercantil de un libro, más bajo sería su valor literario y viceversa; pero no porque no existan libros capaces de alcanzar el éxito hacia una y otra meta, sino porque incluso este avatar no hace más que exasperar la antagonía entre uno y otro campo, celosos ambos del valor ajeno que querrían propio si es que debe existir. Así, las grandes editoriales insisten en llamar literatura a sus productos cuando quieren rodearlos de un aura de prestigio y todo autor se ve cuestionado en cuanto su obra se vuelve rentable. Pero ¿qué es lo específicamente literario y cuál el valor que se trata de sostener entre quienes quieren creer en él, quienes quieren usurparlo, quienes quieren explotarlo y quienes quieren adulterarlo o no negociarlo jamás? Un campo no es mejor que otro de por sí: que unos raros literatos, cuando llevan las de ganar, impongan a unos comerciales qué vender no es mejor que lo contrario, así como los interesados sermones sublimes del antiguo régimen no valían más que las pecaminosas prácticas y mercancías que condenaban. Cada “subespacio social”, después de todo, aplica a su manera los valores propios, en definitiva, de esa sociedad de la que forma parte, tanto como el “campo” de al lado; los enfrentamientos entre unos y otros podrán ser muy reales, pero su base es falsa a menos que cualquiera de las partes atente contra el conjunto, lo que no es habitual: hay una solidaridad de fondo que obliga, para plantear las cosas a fondo, justamente, a tomar el todo por entero y minimizar las diferencias entre las partes. También en esta cuestión “el mundo es todo lo que es el caso” (Wittgenstein, Tractatus) y, en un sistema global, con mucha mayor evidencia. La producción artística y cultural de los últimos siglos puede verse como la resistencia a la civilización surgida de la revolución industrial, que hasta ahora ha ido atravesando inexorablemente todos los cambios políticos y sociales y extendiendo, siempre, sus dominios. La lógica de las relaciones que propone, moralmente criticada y rechazada sin cesar, se impone a pesar de todo y a la larga, progresivamente, en todos los campos del mundo habitado. Sólo es posible oponerle, en los hechos, la noción de que una vez no fue así, de tal modo que podría volver a no ser: utopía, en estas condiciones, ya que hoy no hay tal lugar y cada vez menos. Pero el estilo, en cambio, por ser lo que distingue, es a su vez lo que interrumpe un continuo cualquiera y abre una brecha a otro modo de ver. En cualquier campo: literario, estético, político o financiero. Es posible, incluso, señalar el rasgo común a toda forma de asunción mimética del discurso o la conducta que, desde el conjunto de cualquier sociedad, se imponen a todos sus campos: la vulgaridad, contraria a la distinción que caracteriza a todo estilo. La corrupción de un estilo, entonces, empieza cuando éste pierde su autonomía, lo que puede comprobarse en cada campo particular: todos ellos, el cultural, el deportivo, el científico, etc. tienen cada uno su estilo característico, perceptible como una suerte de tradición tanto en sus producciones como en sus relaciones internas, pero este estilo propio sufre la presión social del conjunto tanto como en todos los otros aspectos cada sector en sí. De la propia fortaleza en distintas fases históricas dependerán la resistencia de ese estilo al gusto mayoritario y la autonomía de su orientación. La corrupción del estilo, y con ella la del gusto, en una época dominada por el capital financiero, la describe muy bien Ezra Pound en el famoso canto de la usura, donde los estragos alcanzan tanto la solidez de los hogares como la nobleza de las formas. Todos los campos padecen entonces la corrupción de sus valores intrínsecos en su ocasional esfuerzo por plegarse al movimiento dominante, con la consiguiente sustitución en cada caso del rasgo esencial por unas señas de identidad fundadas en el amaneramiento, los tics y la repetición de consignas. El estilo, en un contexto así, ha de remitir siempre al exterior para conservarse y cumplir su función distintiva; ha de atravesar esos campos ya constituidos para afectar el conjunto en lugar de ser remitido allí donde se supone que está su lugar. Sin la ilusión de una pureza que no existe, ni de pasar de contrabando lo que todo el mundo reconoce aunque no quiera. En una posición, paradójicamente, vanguardista y conservadora a la vez, lo que no implica una contradicción sino, al contrario, una profesión de fe en eso mismo que es capaz de reafirmarse justo allí donde todo lo niega. 

2015

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Cuestiones de estilo 6: La moral de un estilo

«Un travelling es una cuestión de moral» (Jean-Luc Godard)

Céline en sus últimos años: “Yo no soy un hombre de ideas, soy un hombre de estilo.” Joyce en conversación sobre política con su hermano Stanislaus: “Eres un aburrido moralista, Stan. A mí sólo me interesa el estilo literario.” Beckett, sin embargo, decía que Joyce tuvo una influencia principalmente “moral” en él, al enseñarle lo que es la “integridad artística” (las palabras entre comillas son suyas) y aconsejarle que escribiera “lo que le dictara su sangre, no su intelecto”. Godard: “Un travelling es cuestión de moral”. ¿Qué resultado da esta ecuación? Primero tenemos un repliegue respecto a todo debate en curso y en torno, pero en ese apartarse ya hay la señal de un cambio de rumbo, es decir, de perspectiva. Luego, la elevación a ejemplo de este viraje hacia horizontes antes cerrados. En consecuencia, la exigencia de seguir al modelo más en su gesto de navegante solitario que en el derrotero por el que se aleja. De lo que se trata, al crear, es de superar la propia experiencia: precisamente esos accidentes que en el terreno común de las polémicas no hacen sino multiplicarse. No es algo del orden del diálogo, mal que les pese a los aficionados, sino de su interrupción: fase que el diálogo puede asimilar como propia, a la manera del silencio en la música, pero sólo en la medida en que reconozca la presencia de ese espacio que puede rodear y abarcar con la mirada, eventualmente, o con el oído, pero en el que no puede meter el pie. “No me interesan sus preguntas. Me interesan sus respuestas.” Esto me dijeron una vez en medio de un mar de dudas y fue mi salvavidas. El estilo, esa armonía de figuras orientadas hacia una conclusión implícita, no es la apariencia que cada autor da a las letras, ni una manera de decir, ni una forma elocuente o precisa, ni siquiera la suma de las técnicas literarias o poéticas que un escritor puede aprender o inventar, sino, finalmente, una ética. Es decir, un modo de conducirse ante los fenómenos y de tratarlos según el “pensamiento dominante” (Leopardi) no en la ocasión, sino en el fondo: según aquello que rige no cada pequeña maniobra, sino el compuesto destino de todas ellas, reflejado, en retrospectiva, aunque cada punto de vista vaya a ser superado más tarde o más adelante, en uno y otro de tantos pasos previos, más o menos según lo bien dado que haya sido cada uno, lo que depende exactamente de cuánto de casual haya podido volverse la causa con el trabajo. Las formas no son inocentes, por más libre que pueda ser la asociación que determine su alianza; tallar es algo que se hace a conciencia y el valor no está en lo vivido ni en lo recordado, por más duro o puro que se muestre ese mármol, incluso a pesar de la sangre invocada por Joyce, sino en lo que se hace con esos materiales, aunque cada época parezca apreciar sobre todo lo que viene de su cantera y cuanto menos elaborado, mejor. No habría que buscar en cada obra, en cada una que lo sea cabalmente, es decir, que trascienda la espontaneidad, al hombre detrás del autor, según se empeñan los biógrafos y suele conmover al público a causa del regreso implícito a un mítico origen común, sino al contrario: contradecir el “prejuicio”, como llama Sollers en La guerra del gusto a este principio de fe en lo irremediable, pues lo más importante de una confesión no es el pecado, sino la teología que se deduce de ella. Watteau, en su lecho de muerte, sólo dijo, ante el crucifijo que le acercaron, “está mal esculpido”. Bendito sea: estaba siendo leal a su fe, contraria a la complacencia en el error y el perdón, y fiel, de esta manera, a su estilo.

Cuestiones de estilo 5: El estilo de una nación

Juan Moreira (Leonardo Favio, 1973)

La literatura argentina nace en el matadero. Es lo que se aprende en el colegio: la literatura argentina nace con El matadero, de Esteban Echeverría, un cuento feroz en el que un grupo de federales matan –carnean- a un solitario unitario. Éste se ha aventurado en un dominio ajeno y se lo hacen pagar. O, más bien, le cobran en especies por no encontrar buena su moneda. La acción es la siguiente: a causa de una inundación, faltan vacas en el embarrado matadero; para parar la hambruna, el Restaurador don Juan Manuel de Rosas hace llegar una tropilla de cincuenta novillos cuyos cortes son repartidos (y disputados) allí mismo entre la multitud reunida; en ese caos de carne y sangre, un toro reacio a dejarse matar es comparado, por su terquedad, con un unitario; surge el grito “¡Mueran los salvajes unitarios!”, en alusión al derrotado enemigo de los federales en el gobierno; el toro intenta una fuga y cuesta tanto atraparlo de nuevo –incluso un chico es degollado accidentalmente, por un lazo roto, en la persecución- que el posterior descuartizamiento se convierte en una celebración colectiva, con un especial énfasis en la festiva castración del toro; en cuanto acaba la matanza, aparece un joven y elegante unitario a caballo; las voces superpuestas de los que lo reconocen como enemigo, lo capturan, lo juzgan y condenan liderados por el brutal matarife Matasiete contrastan con el silencio casi absoluto del joven, hasta que éste decide hablar y los cubre de injurias; los maltratos acaban con el rebelde, que muere vomitando sangre; sus matadores se muestran sorprendidos, ya que ellos sólo querían divertirse a su costa y él “tomó la cosa demasiado en serio”; el narrador, en cambio, opositor al régimen, evidente unitario él mismo, concluye que “el foco de la federación estaba en el matadero”. La misma violencia impune y el mismo sectarismo decisivo aparecen una y otra vez desde entonces en la literatura argentina, asomando desde un barro negro y sin límites por sobre el que toda construcción civilizada parece una ilusión o un engaño. Los mismos elementos, el destino determinado por aquello de lo que alguien se constituye en representación y la cara borrada por las anárquicas fuerzas plurales que con odio se le oponen, se manifiestan en El fiord de Osvaldo Lamborghini, en más de un relato de Laiseca –aunque él los sitúe en China o en Egipto-, en Fogwill o en el propio Borges, y reaparecen en la narrativa más reciente, ya ésta se ocupe de evocar los años de la guerrilla, la represión militar o Malvinas, o de captar lo inmediato de la delincuencia urbana, la corrupción general o el nihilismo del desorden contemporáneo. Temida, reivindicada, aludida, exhibida, exaltada o reprobada, esa violencia insistente aparece como verdad. Y alrededor de esa verdad se disponen las representaciones que velan, mediante aproximaciones sesgadas más o menos engañosas, cada una por sus intereses, por sus ventajas, por la imposición de su presencia en el territorio en disputa. Ocupar un territorio: haciendo número en la calle, en el estadio, en la plaza o en el desierto de la campaña homónima. Por la fuerza, que viene de la unión, que da el derecho. Derecho de lealtad, sectario. Dentro de esta zona turbia, es la violencia latente, inminente o desatada en las distintas situaciones lo que fuerza los virajes, las adhesiones o el desmarcarse de personajes y agrupaciones. “Dime con quién andas y te diré quién eres.” ¿Con quién me junto? Lealtad y traición son las dos caras de la moneda nacional, revoleada en cada jugada, y su relato es la narración de lo que ocurre hasta que ese azar se resuelve, lo que igualmente puede resultar en un tendal de cadáveres o en una amistad tan firme y súbita como la de Martín Fierro con el sargento Cruz. El escenario esencial, del que depende no poco la grandeza de estas creaciones, parece eterno, que es lo más que puede acercarse a serlo, porque no ha cambiado desde los tiempos del violento romanticismo criollo: por debajo de la gris masa urbana, del caos comercial de las apretadas edificaciones del centro, del desbocado crecimiento suburbano o de los barrios cerrados que como nuevos fortines avanzan sobre la llanura, la vieja pampa desnuda, cercada, eso sí, bajo la forma de cancha sin estadio o de puro baldío que puede encontrarse en cualquier parte, donde no hay ya escondite ni tregua posible más que entre los propios contendientes.

2015

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)