Crítica en trance

En el comienzo era el ritmo
En el comienzo era el ritmo

El pensamiento en la ficción de género es el examen crítico de sus convenciones. Su solo uso es acatamiento, aceptación del orden evidente en esas convenciones aunque el contenido de la ficción parezca crítico. Wittgenstein decía que para entender una expresión no había que interrogarse a propósito de su significado, sino de su uso. Julia Kristeva observó cómo, en la poesía llamada de vanguardia, el goce no reside en el uso del lenguaje, sino en su transformación. El gobierno diestro de las convenciones según las cuales las máscaras circulan, aunque se ignore su lógica o más bien el fundamento de ésta, es lo que hace de los autores de ficciones comerciales profesionales con un oficio y señala sus límites, pues lo que no pueden manejar lo ignoran, como tiende a hacer todo poder. Esa visión paranoica adecuada a la vertiginosa circulación de estereotipos que caracteriza a la época, incapaz de ver cara alguna a causa de su obsesión por las máscaras, es lo que permite al autor comercial ser un profesional y lo salva, a menudo a pesar suyo, de ser un artista, como esos que suelen ser objetos de su recelo. La cultura del entretenimiento es el culto al pasatiempo, que obviamente no resiste mucho tiempo culto alguno. Del arte como trascendencia al arte menos perdurable que los mortales hay la distancia que procura cubrir cada día más veces el circuito de las celebridades, pero su paso no deja en las circunvoluciones del cerebro más huella que la garza en el agua al rozarla en su vuelo. La fama ofende la memoria. Recuerdo mucho que ha sido olvidado y lo que en cambio ahora recibe atención me parece robársela a lo que la merece. Librerías de viejo: volúmenes arrojados a la corriente del tiempo y no alojados en la ilusoria eternidad de las reediciones triunfales. Primeras ediciones de bolsillo contra el concepto Biblioteca de Autor. Por una literatura sin nombres propios. Aversión a los inicios con gancho, con anzuelo para el lector desprevenido. También tiendo a apartar la mirada de lo que insiste en llamar la atención. Preferencia por el establecimiento brutal de situaciones. Disgusto por el uso comercial de la provocación: lo que sembró el surrealismo lo cosecha la publicidad. La ficción es un rodeo. Pero no hay modo de llegar a ningún lado en este mundo o fuera de él sin dar alguno, por la forma triangular de sus procesos que impone pasar por B para llegar a C sin que haya posibilidad alguna de acceder allí como Colón, haciendo el camino a la inversa, pues el tiempo es lineal para nosotros y en su recta retroceder no nos es dado. La ausencia de ideas suele confundirse con la realidad, donde desde ese punto de vista las ideas estarían de más, pero el reproche al intelecto por complicar lo que procura aclarar al iluminarlo no es más que una calumnia de propietarios empeñados en ocultar mejor su botín: pues hace falta quien lo investigue para que un homicidio llegue a crimen. Y sostener en la vida lo que se sostiene en el arte es muy difícil: ¿dónde está el que no tropieza en ese escalón, el pasaje del ensayo al estreno, por donde se regresa de la proyección al infinito a la estadía en un cuerpo entre otros, expuesto como antes a las mismas circunstancias cuya representación ofrece un destilado mucho más asimilable? Resbalón, repetida caída, eterno retorno cumplido cada día, cuando querríamos ser capaces de dar la vida entera, según decía Rimbaud saber hacerlo, en la primera persona de un plural tan desconocido como ignoto es para su prójimo quien sea que ha dictado las palabras que éste acaba de leer.

grabador

La palabra está de más

¿Qué estará diciendo esta imagen?
¿Qué estará diciendo esta imagen?

Todos hemos oído aquello de que una imagen vale por mil palabras. Algunos de nosotros lo repiten y algunos de éstos lo argumentan, mientras otros lo refutan recurriendo a diversos razonamientos y ejemplos. Mientras tanto, más allá de su declarada superioridad sobre el viejo verbo, gracias al mutuamente potenciado y paralelo desarrollo de la tecnología y las comunicaciones, las imágenes siguen proliferando cada vez con mayor facilidad y circulando como calderilla: de una moneda universal, además, porque no requiere traducción.

Pero tampoco es cuestión de abominar de la imagen en nombre de la postergada palabra, ni de soñar con el resurgimiento de un lenguaje desde las tinieblas a las que lo ha empujado el brillo de otro. Se trata más bien de señalar un naufragio a dúo. O de hacer ver, a la luz de los restos del primer barco hundido, la roca a la que el segundo se aproxima fatalmente o contra la que ya se ha estrellado, si es la agitación de las maniobras de rescate lo que más llama la atención sobre él.

Cuando se habla, hoy, de cultura de la imagen, no se habla de pintura ni aun, en realidad, de fotografía. Ni, en el fondo, de cine. De lo que se habla es de cómo se mueve todo esto (y sus sucedáneos) entre los distintos soportes en que navega y las retinas que lo reciben. Es la película que va montándose sola en la conciencia de cada uno sustituyendo al mundo material que representa y del que procura testimoniar algún sentido, aunque éste ha de enmascararse –y nada mejor hoy que las imágenes para esto, como en otro tiempo lo fueron los abusos retóricos- en la misma medida en que es su constante desplazamiento, o la postergación de sus conclusiones, lo que lo sostiene. Y no es tampoco una película, ni tiene un autor individual o colectivo: es, digamos, un preparado audiovisual aleatorio, un continuado que, aunque se repita, jamás vuelve sobre sí mismo, ya que fluye en el tiempo lineal, y resulta por eso, a la vez, indefinido y definitivo. Es decir: sigue siempre adelante, incorregible en su materialidad, con lo que no es una obra sino, como la naturaleza, una realidad o, más que una realidad, o cualquier otro elemento agregado al mundo, una nueva capa de la realidad, otro nivel suyo que recubre, para nuestra representación, la vieja superficie. Ésta es su novedad.

La palabra de Dios
El verbo divino

La palabra y la imagen trabajan juntas en el audiovisual. Pero no solas: también está el sonido, su socio mudo y secreto que, sin embargo, como en los videoclips, dirige todo el baile desde la sombra y determina lo esencial de la transmisión. Es el sonido el que pone el tono, la “onda” de la comunicación, y, como verdadero responsable del continuo, ya que es el que marca el ritmo sobre el que se edita el conjunto, es también el que realiza, aunque inconsciente o cínicamente, el ideal del arte encarnado por la música en tanto ésta nunca pierde, ni siquiera cuando “comenta”, su carácter sugerente, su ambigüedad, es decir: su acceso inmediato a la salida de emergencia que cada afirmación abusiva necesita cuando se ve acorralada por la exigencia de pruebas.

Esta combinación de palabras, imágenes y sonidos, y más aún para quien rara vez cesa de estar expuesto a ella, ofrece un símil del mundo lo bastante dotado de “impresión de realidad” como para desplazar al original fácilmente del centro de la escena, a lo que debe agregarse la módica dosis de sentido que transporta en oposición a lo inexplicable –o absurdo, como se lo ha llamado- de lo que es sin intención, porque sí, porque está ahí: el mundo mismo, en una palabra, de cuya gratuidad, insostenible para la conciencia interrogante, se contagia a pesar suyo el discurso audiovisual en continuado, al entrar en la eterna duración sin interrupciones de aquello que en un principio procuraba enmarcar. Forzados, en la civilización de la comunicación, no ya a representar el mundo físico sino en cambio a sustituirlo e incluso sostener así la idea de que ese viejo mundo existe, poseídos sin embargo por el terror al vacío propio, como bien ha dicho Sollers, no de la naturaleza sino de la representación, palabra, imagen y sonido suelen reproducir, en su babélico desfile, el amontonamiento de cosas y sustancias no bien diferenciadas característico de las reuniones de argumentos insuficientes, pero también de los vertederos de deshechos. Aunque, si bien el continuo de la corriente que los arrastra puede dar esa impresión, no se trata de deshechos ni de sobras, aun cuando sea habitual que el material descartado se aproveche en sucesivas e imprevistas ediciones. Pero ocurre, como les pasa a unos materiales ya demasiado vistos o a unas ideas demasiado repetidas, que no sólo se desgasta el contenido de estas emisiones, sino también la relación entre los elementos de su lenguaje. A fuerza de ir juntos constantemente, como nunca lo habían hecho durante siglos, palabra, imagen y sonido se arrastran uno a otro, justificándose entre sí, y en lugar de potenciarse, como cuando su relación no es convencional, se degradan por el roce mutuo, por la ubicua sumisión de cada pie del trípode al pactado encaje con los otros dos, regulado no por el punto de fuga determinado por lo que sea que hayan descubierto, sino por el hábito del equilibrio necesario para seguir adelante sin caer en la evidencia del vacío. Dicho de manera más sencilla, el continuo audiovisual no explora ni expresa el mundo, sino que lo simula. Cada vez mejor, por otra parte.

La voz humana
La voz humana

A menudo los avances tecnológicos suponen un retroceso en el lenguaje: al sustituir el signo de una cosa por su imagen, que en la hiperrealidad se le parece a tal punto que la sustituye, con lo cual la imagen misma deviene una cosa en sí, el valor del signo, su espesor expresivo, además del sentido de su comunicación, bien puede verse reducido a una presencia tan opaca como la de la cosa misma antes de que su silencio sea poblado por las proyecciones e interpretaciones que despiertan. De esa insignificancia el espectáculo se defiende con sus propias armas o con su propio aparato, tanto más equivalente a un simple alzar la voz cuanto más, y sobre todo más espectacularmente, recurra a concentrarse en mostrar para cubrir su impotencia en el decir. Es el momento de reintroducir cierta inteligencia en el conjunto, como podemos comprobar que es necesario, entre explosiones, tiroteos y persecuciones, al promediar tantas películas de acción. El vehículo de esa inteligencia es el lenguaje, que depende de contar al menos con una articulación: entre palabra y palabra, imagen y palabra, imagen e imagen. La clave está en ese “entre”, sobre el que el ansia de integración trata de avanzar y y al que la sed de independencia, por eso mismo, se empeña en hacer saltar en pedazos, como lo ilustran tantos montajes característicos o herederos de una estética contestataria.

Entre las cosas existe el espacio: la extensión, que en los términos de Spinoza requiere el concurso de otro atributo, el pensamiento, para formar la sustancia, el todo del que son modos cuanto pensamos o percibimos. La escritura, como intérprete verbal de este fenómeno, pone de manifiesto de inmediato el segundo atributo mencionado, mientras remite con inagotable dificultad al primero. El doble audiovisual que ofrecen cine, video y sus antecesores como la fotografía o la pintura se encuentran en la situación contraria. Pero lo que cuenta no es esa aparente diferencia de puntos de partida, sino la dimensión comprendida en el pasaje de una a otra, donde se realiza su desconcertante unidad. Es ahí donde un lenguaje se cruza con otro y encuentra su exterior, la barrera a atravesar para significar algo. Para el discurso, la ocasión de que lo no verbal lo interrumpa y lo corrija: precisamente lo que un escritor puede aprender del cine o del teatro, o lo que puede encontrar al plantearse sus objetos de la manera en que aquellos lo hacen. Para la imagen, no ya representación sino doble en continuado de toda realidad visible o sonora, el cuestionamiento de su pertinencia por parte de una instancia cuya realidad no depende de lo que puede ser mostrado y la evidencia de que no basta con el espectáculo. Ésta es la posición del escritor, en realidad: un cuerpo aparte que se siente por dentro y que, dudando de cuanto se exhibe, introduce en lo que se muestra esa dimensión interior. No es que sólo puedan hacerlo los escritores, pero ésa podría ser tanto la función como el efecto de la literatura en cualquiera que hiciera un uso de ella. “La conciencia increada de mi raza” era lo que Stephen Dedalus aspiraba a forjar para cumplir su vocación en las últimas líneas del Retrato del artista adolescente. Más tarde, en Ulises, hablaría de la “ineluctable modalidad de lo visible”.

El eterno retorno
El eterno retorno

Efectivamente, como el hombre en La náusea, en el mundo de los objetos la palabra está de más. Robbe-Grillet, luego también cineasta, procuró corregir los excesos verbales de la narrativa entonces tradicional en sus novelas llamadas “objetivistas”. Pero cuando lo que recubre el mundo ya no es una verborragia ideológica, sino, en cambio, una permanente película publicitaria, es posible que quien escriba deba cambiar de objetivo. ¿Cómo evocar el peso del mundo detrás de esas pantallas, ahora ya tridimensionales y dispuestas en círculos a toda hora alrededor de su público, de las que todo lo opaco se ha evaporado para dar alas al antiguo sueño de volar, libres de trabas, ya en bombardero para los corazones agresivos, ya en dirigible para los que adoran la opulencia? ¿Cómo introducir en esas exhibiciones la conciencia de su significado o, mejor, de su naturaleza, ya que es la naturaleza justamente lo que en última instancia procuran sustituir? No mediante la imitación, que despoja a la literatura de sus mejores armas y la pone desde el principio en desventaja, sino, al contrario, poniendo el acento en todo aquello que tienda a escaparse del espectáculo, de la representación: los testimonios del olfato, el gusto y el tacto, por ejemplo, a los que el audiovisual, como el lenguaje escrito, sólo puede aludir o ignorar, junto con todo aquello al borde de lo inexpresable por su materialidad, su resistencia a la idealización. Parece poco. Sin embargo, ya sería mucho que lo concebido como espectáculo fuera visto por la literatura como tal: menos derivaciones estereotipadas y más estudios de imagen, hechos desde la vereda de enfrente y no en solidaridad con la impostura generalizada. Es peligroso en una época en la que casi todos, al no abundar otras vías, intentan realizarse sobre todo a través de la imagen y de su imagen personal especialmente. La palabra está de más en ese alineamiento de fachadas al que su incidencia sólo podría desequilibrar, pero sólo hasta que se advierte que, para quienes hablan, la cosa muda nunca es suficiente. La imagen remite a la palabra no menos que ésta a aquella, pero su articulación se produce en ese espacio, vacío, que encuentra siempre un pequeño resquicio por el que deslizarse y poner en cuestión lo que la rodea. Es esta inquietud que genera el lenguaje no la huella sino la señal permanente del paso de la humanidad por la tierra.

disco

Sobre el libro como objeto perdido

Interrupción en un parque
Aquí está aquél del que todos hablan

La siguiente reflexión tiene su origen en la lectura del artículo de Guillermo Schavelzon Cómo vender más libros. La gran pregunta de hoy, publicado en su blog el pasado martes 10 de marzo. Si no lo han leído y quieren hacerlo antes de entrar en este otro texto, que surgió casi inmediatamente de ése, aquí tienen el correspondiente link: (https://elblogdeguillermoschavelzon.wordpress.com/2015/03/10/como-vender-mas-libros-la-gran-pregunta-de-hoy/)

En aquellos tiempos, cuando diarios y revistas eran capaces de decidir a miles de lectores a la compra de los libros que destacaban en sus páginas, también eran ellos mismos objeto de gran interés. Aunque no como objeto, realmente, sino como medio, esa misma palabra, precisamente, con la que en general se los define. El objeto de interés hacia el que eran un medio eran las novedades, las noticias, pero éstas derivaban su propio interés no tanto de sí mismas sino de lo que en ellas parecía anunciarse: una avanzada del futuro en el presente, donde había suficiente expectativa hacia ese mañana que parecía venir a su encuentro como para estar pendientes de esos primeros rayos de albas sucesivas.

En aquellos tiempos, aunque ya eran entretenimiento, novelas y noticias eran heraldos de algo que aún no había ocurrido o no había sido dicho, de algo que estaba por ocurrir o decirse. Eran las primeras voces que se alzaban al alzarse, después de siglos, al menos para el imaginario de aquel entonces, el cada vez menos espeso velo de la censura.

El interés de los lectores por aquello de lo que hablaban noticias y novelas se transmitía por una cadena similar a la tan mentada “cadena del libro”, cuya crisis tanto nos ocupa hoy. El diario remitía al libro como ambos al fenómeno que a su vez anunciaba algo esperado. Pero hace tiempo que las novedades, en nuestro mundo gestionado por el comercio y la tecnología, son percibidas como algo cotidiano y banal. Nada de otro mundo, precisamente, por más alharaca que cada nueva tendencia procure despertar o efectivamente despierte, sin poder salir de lo efímero por más adhesiones anónimas que obtenga por todos los medios a nuestra disposición para expresarla.

¿Puede fecharse el momento a partir del cual la cultura, entendida en su sentido más amplio, empezó a rizar el rizo y a sustituir la proyección del mañana por la trasposición a toda clase de soportes de sus representaciones, que es lo propio de la circulación actual?

Desde este punto de vista, el archirepetido slogan del movimiento punk, el No future del que hacían su bandera como los existencialistas podían hacerla del absurdo o los hippies del amor libre, gana una relevancia renovada, al poder mostrarse como la expresión primera, primitiva, primaria, de lo que en los años sucesivos se explayó como postmodernismo o con argumentos como el del “fin de la historia”, que tantos asentimientos e indignaciones conquistara en su momento. ¿Qué ocurre a partir del instante en que ya no hay nada que esperar? ¿Qué destino sino el olvido pueden tener las novedades cuando han perdido su condición de emisarias de un porvenir proyectado o soñado? ¿Qué interés les puede quedar a las noticias? ¿Por qué compraría el diario alguien que no espera nada del día siguiente? ¿No fue el fin del antiguo régimen y el advenimiento de las democracias lo que abrió la edad de oro de los periódicos y el periodismo?

Buenos tiempos para la imprenta
Buenos tiempos para la imprenta

Cuando las ideas expuestas en periódicos o en libros significaban la alternativa a lo predicado desde tronos o púlpitos y anunciaban la entrada de un nuevo orden posible en el mundo, una mejor cabida para todos los sujetos postergados por los predicadores de antaño, esos medios cumplían una función de vehículo entre un mundo padecido y otro deseado pero posible que queda cesante al agotar aquellas su novedad, es decir, su promesa de otra realidad. Y de otra realidad no sobrevenida por un designio exterior, achacable a las circunstancias o al poder de turno, sino entendida como realización, como civilización exactamente. En la antigua situación, el solo hecho de estar prohibida podía dar a una obra de poco mérito el valor y el poder de un signo de oposición a las tiranías. En la situación actual, en la que no por casualidad el fin de la censura se corresponde con el fin de la historia, la aparición de cualquier objeto en cualquier escenario por más atención que éste reciba es un acontecimiento banal, un desprendimiento más de lo ya dado, un spin-off de la representación en curso. ¿Qué queda por hacer una vez llegados al final del recorrido? Dar vueltas, circular retrocediendo sólo un poco, nostálgicamente, sin lograr apenas rozar la realidad pasada, para ir de nuevo hacia adelante con esa sensación de déjà-vu que provoca la exposición en continuado a variaciones, por muy ingeniosas que sean, de lo que ya se ha visto antes. ¿Cómo entretenerse mientras tanto? Comentando, conversando con el vecino, lo que está muy bien pero no compensa el vacío de la previsible falta de consecuencias, ya que nada puede ocurrir en un mundo acabado. A la vez, el tiempo continúa.

Pero ese tiempo sin historia es, para cada uno, el de la muerte, el de su propia muerte irredimible si todo es tan fugaz como se muestra. Sólo queda, en ese tiempo, precisamente, entretenerse. Y nada puede ir muy en serio si no puede ir más allá. Esta misma argumentación comienza a amenazar con ponerse a dar vueltas en redondo, de modo que toca ahora lanzarse de cabeza al vacío que rodea: el abismo que deja un mundo sobre el que no se puede obrar y el modo en que el libro, en su actual situación pero de acuerdo, sin embargo, con su vocación y su razón de ser, representa ese mundo y sigue dando cuenta de él.

“Este fenómeno en que el anuncio de un nuevo libro puede tener cincuenta mil “me gusta”, pero solo se venden dos mil ejemplares, es el verdadero eslabón perdido del negocio editorial de hoy.” Cito textualmente la frase de Schavelzon, ya que me parece contener el embrión de todo lo argumentado por mí aquí. Ese eslabón perdido, esa ausencia, esos cuarenta y ocho mil lectores de diferencia entre los que manifiestan digitalmente sus buenas intenciones y los que pasan a la acción en el mundo real, que es donde las cosas, a pesar de todos sus dobles virtuales, tienen algún efecto y donde siempre hay quien necesita que lo tengan –la industria editorial, en este caso-, son los signos de ese vacío que deja toda realidad suspendida, como ha quedado la del mundo concebido por el hombre moderno en el laberinto de espejos que se multiplican en su lugar, a la manera en que se bifurcaban los senderos del jardín borgeano. El vacío aparece cuando algo que ocupaba su sitio se borra. Lo borrado, lo que se ha ido borrando en el caso que nos ocupa, es ese sol asomando cuya salida anunciaron durante casi dos siglos, antes de alcanzar su propio ocaso, periódicos y novelas, folletines incluso. Desde entonces, en su lugar, no future: el mundo da vueltas sin darse vuelta y su reverso –su secreto, su sombra, su promesa-, evaporado, deja un horizonte plano desde el que nada responde a espera alguna.

El profeta del Libro
El profeta del Libro

De ese sol, el “sol del porvenir”, como alguna vez se lo llamó, daban noticias, anunciándolo, periódicos y novelas. A través de esas ideas y relatos contrarios a lo predicado hasta entonces, bajo las banderas del progreso y la revolución, un mundo nuevo se anunciaba. No consideremos todavía los justos desengaños ni lo ingenuo de tantas ilusiones. Las noticias suponían novedades y en los libros se podía encontrar lo que en ninguna otra parte se decía. Los libros, así, eran también noticia e incluso saber leer lo era, en aquellos tiempos en los que el analfabetismo retrocedía lentamente. En los diarios, en los libros, según todo el mundo suponía, se hablaba de cosas importantes. Lo importante aparecía allí, donde cada lector anónimo esperaba antes ver que ser visto.

“Todo, en el mundo, existe para concluir en un libro.” Eso dijo Mallarmé. Y trató sin conseguirlo, pero no en vano, como lo muestran sus poemas, de escribir el libro. Ese libro, prefigurado en algunos magníficos esbozos, no logró ser escrito. Fue anunciado, como el nuevo mundo, pero no hecho. Se perdió, literalmente, dejando sólo el resplandor que lo anunciaba: como una estrella muerta, cuya luz real nos llega desde una cosa desaparecida.

Si un libro es la conclusión del mundo, esto significa que es la extracción de sus consecuencias: retrospectivamente, lo que le da sentido y a la vez lo representa, prescindiendo de lo irrelevante en función de lo pertinente. Mallarmé no logró escribir ese Libro, imposible para el sentido común. Pero el problema es el nihilismo implícito en tal sentido; por lo menos, respecto a este tema. Y el tema del Libro perdido que contendría la verdad, por otra parte, es casi un tópico en este mundo al que la Biblia no le basta. El mito del Libro Perdido, tratado en más de un best seller (Código Da Vinci, etc.): el libro que no puede ser ninguno de los que se publican. ¿Por qué? ¿Por qué ninguna rentrée podría poner ese libro al alcance del público?

En un sentido absoluto, posiblemente ningún libro pueda ser ése extraviado. Pero algunos lo han representado: Ulises, Viaje al fin de la noche, El capital, por ejemplo, han sido, en su época, la revelación esperada. Pero, si han podido serlo, también ha sido debido a esa espera. En aquellos tiempos, cuando en el horizonte aún asomaba el sol del porvenir y a su luz cada vez más aprendían a leer, diarios y novelas suponían novedades: perspectivas cerradas que se abrían y mostraban el mundo de otro modo, con otras posibilidades, otros sentidos latentes, todo lo cual llamaba y eventualmente comprometía a la acción. Una mínima acción, apenas el embrión de algo mayor, podía ser la acción de compra por la cual se adquiría el derecho, y con él la posibilidad, de abrir un libro y con él una puerta antes cerrada al mundo tangible.

Esa espera ha ido cesando. Puede verse Esperando a Godot como el anuncio de ese cese. Si no hay nada que esperar de los sucesos del mundo, de las acciones humanas, ¿para qué leer el diario? ¿Qué otra función, además de entretener, les cabe a las ficciones? No es tan raro, en tal contexto, la vuelta a lo religioso. Una extraña religión nihilista, donde conviven las acciones desesperadas a la manera del fundamentalismo con ilusiones depositadas en cualquier cosa que no deba pasar por la prueba de la realidad. Y en la que la antigua dirección vertical de la plegaria es sustituida por el despliegue horizontal de una red de comentarios. El chat en continuado. La comunicación permanente. Lo que circula.

¿Dónde están los lectores?
¿Pero dónde están los lectores?

Y en esa circulación, ¿qué lugar ocupa el libro? No el Libro, sino el libro en su acepción más mundana, como producto editorial o manifestación cultural, de los que nunca se han ofrecido tantos al público. Ese libro cuya cadena amenaza con cortarse a cada paso por más que se pedalee. El libro ocupa hoy el lugar del mundo. Es decir, está en la misma situación que un mundo cuya presencia ya cuenta mucho menos, en la balanza de la percepción de un sujeto o ciudadano contemporáneo típico, que la multiplicación de unos ecos y reflejos autónomos desde el momento en que ya no se nutren de su fuente sino que se generan y se sostienen unos a otros desligados de lo que sea que pudo haber existido bajo estas puras apariencias.

No es nuevo esto tampoco, se viene repitiendo desde hace tres o cuatro décadas, pero justamente porque ya no es novedad es ahora cuando hace sentir su efecto especialmente sobre el comercio de libros. Es un contenido ya distribuido en esa red permanente de comentarios cruzados, no de descripciones objetivas ni de interpretaciones racionales, en que mayormente consiste la comunicación en la era del entretenimiento. Una trama intersubjetiva que, a pesar de la constante promoción aunque de modo coherente con la continua depreciación de aquellos por el comercio en sucesivas liquidaciones, acaba excluyendo los objetos de sus intercambios para ceder ese espacio común a las manifestaciones particulares de sus participantes. Así se producen esos entendimientos en los que no se sabe bien de qué se habla ni cómo definirlo, pero en los que todos los que intervienen son capaces de hacer un guiño. Como ninguna acción ni hecho debe seguirse de estas comunicaciones, no importa la pérdida del referente, sino al contrario: si nada mudo, ningún objeto, interrumpe la circulación, ésta habrá logrado dar la vuelta completa al mundo sin tocarlo, con lo que nada, ni lo más disparatado de lo que se diga habrá hallado ningún obstáculo a su plena expresión. Puede que despierte la indignación de algunos contertulios pero, por más que éstos acusen, la atención se habrá desplazado del tema a quienes lo trataban o, más que a sus personas, a sus proyecciones, que vienen a ser otras tantas humaredas sin fogata como, por otra parte, se las percibe. Lo que no disipa el humo, alimentado por tantas fuentes simultáneas.

Lo esencial del periodismo, de su denuncia, que es lo que lo opone en principio al poder, como se comprueba en los regímenes absolutistas, es su confrontación del discurso dominante con la realidad contradictoria sobre la cual, a quien lo pronuncia, le cabe alguna responsabilidad. Así intenta seguir siendo, incluso hoy. El realismo en la novela compartía esta propuesta: revelar lo que vive bajo el discurso opresivo del poder o de las costumbres. En todo caso, ambas formas narrativas trazaban su sentido en la tensión entre verbo y carne, decir y hacer, palabra y realidad. Lo que también revelaba la potencialidad del mundo, sus posibilidades, fuente constante de una novedad acorde a la expectativa creada por su progresiva revelación. El triunfo del espectáculo y el entretenimiento sobre esta exigencia y este compromiso pareció abrir una edad de oro para la industria dedicada al consumo cultural pero, si lo hizo, ésta fue breve. Rota la cadena que lleva del significante a su referente, de la descripción a la realidad, del relato a la acción, ¿qué valor pueden tener las noticias o la ficción? ¿Qué otra dimensión que el pasatiempo? En ese espacio ya no hay norte ni consecuencias, con lo que no resulta tan rara la falta de compromiso de los cuarenta y ocho mil potenciales lectores que celebran la aparición de un nuevo libro pero no realizan la mínima acción que supone su compra. Lo que sí es típico de la época es la expresión de buena voluntad que supone el “Me gusta” inmediatamente clickeado al ver la noticia en la pantalla: el reflejo solidario unido en un solo gesto a la participación compulsiva, junto a la muda disculpa por la falta a la lectura que ya se sabe que no se emprenderá.

godot

 

El escritor y su sombra

Ni contigo ni sin ti
Ni contigo ni sin ti

La comedia de la creación. La exhibición de los autores pertenece al mismo orden que el estereotipo del bien y el mal o los tipos de la comedia del arte en los que pueden reconocerse principios semejantes, basados siempre en una mutua oposición por la que el ser tiene horror a reconocerse en el no ser, al que aporta sin embargo más de la mitad de su nombre. Que el creador se muestre es una obsesión de creaturas, como lo testimonian tantas historias sostenidas por diversos cultos religiosos. Pero estas otras apariciones no pueden tomarse en serio: algunos textos tal vez sobrevivan a sus firmantes, pero ni fotos ni filmaciones los harán revivir. Hasta el momento de su desaparición definitiva, sin embargo, entran y salen de escena como si así realizaran ese pasaje de un mundo a otro similar al que conduce de la oscuridad a la fama. Un autor es una imagen, un escritor es una voz, pero así como estas dos nociones se equilibran en un doble registro, conflictivo pero no necesariamente inarmónico, sólo a veces disonante, la vida literaria oscila entre los polos del intercambio solidario y el deseo de brillo individual, cuya inevitable consecuencia es la a menudo ciega voluntad de eclipsarse mutuamente, con los choques entre astros y estrellas implícitos. Cada uno, al salir de escena, después de sufrir las consecuencias, podrá hacer de lo vivido una comedia y recuperar así su lugar de trabajo, escribiendo lo que no llegó a decir o suceder para quedar por fin a salvo detrás de esas líneas.

Un artista por otro
Un artista por otro

El fantasma del escritor. Qué difícil resulta creer en la existencia, en la realidad, por no hablar de la verdad, del personaje cinematográfico del escritor; tan improbable como, en la mayor parte de las películas, comprobar imagen a imagen, en plano general y en primer plano, el amor que según el argumento se tienen los seres encarnados por el primer actor y la primera actriz. Como no se ve el amor, tampoco se ve el trabajo literario, y las secuencias de las noches sin dormir aporreando el teclado de alguna máquina o arañando el papel con la pluma a la luz de una temblorosa vela resultan tan estereotipadas como las escenas de sexo musicalizadas o los paseos tomados de la mano por parques radiantes y playas crepusculares; por no hablar de las caracterizaciones, tanto da si el escritor es biografiado o ficticio, donde el perfil singular depende mucho más de un sombrero, de un bigote o de cualquier atributo pintoresco con que el entorno pueda disfrazarlo, es decir, de todo cuanto pueda oponerse a la creación, que de aquello que efectivamente la favorece o de los efectos del proceso singular por el que llega a producirse. ¿Una excepción? Para variar, Mastroianni. Su personaje en La noche, de Antonioni, es escritor; inmerso en el clima cultural de la época, con un perfil existencialista en absoluto dependiente de moda parisina alguna, atravesado por toda una serie de disyuntivas tan poco satisfactorias unas como otras, dudando razonablemente de cada respuesta espontánea que encuentra, precipitándose de vez en cuando a dar fe de lo que apenas puede negar que no se sostiene, no lo vemos escribir en toda la película; pero, cada vez que se trata de literatura, reacciona vivamente, desde una oscura fe más profunda que sus cuestionadas creencias, en abierto contraste con la indecisión que marca su tránsito entre los interrogantes por los que es enfrentado. Con eso le basta, alcanza con eso, para legitimar la condición de escritor del personaje y poner de manifiesto, Sartre aparte, el compromiso del que depende su capacidad de respuesta, el fondo de seriedad que lo afecta en cada secuencia y aun cuando bromea. No se trata de genio ni de maestría, sino de un inconformismo ejemplar, elegido, que a cualquiera cabe emular.

Cotillón literario
Cotillón literario

Síndrome de Karmazínov. Quienes hayan leído Los demonios (Dostoievski) se acordarán de Karmazinov, el escritor eslavo abierto a las corrientes europeístas de su tiempo que, al cabo de una gloriosa carrera literaria, su literaria carrera a la gloria, se despide por fin de sus innumerables lectores en un “cotillón”, como llama Dostoievski a esa reunión de admiradores selectos, donde lee un poema simbólico-autobiográfico, vida de héroe, con el que procede él mismo a su propia consagración. Si alguien quiere hacerse una idea del poema, o más bien de su intención última, puede imaginarlo –en la novela es sarcásticamente resumido y comentado- de acuerdo con la descripción que del estilo del artista ofrece el anónimo narrador testigo algunos cientos de páginas antes (así es: estamos en una novela rusa del siglo diecinueve). “Todo en el artículo tendía al lucimiento del autor”, condena este personaje que sabe todo de quienes lo rodean y apenas cuenta nada de sí. Y al explicarse remeda lo que Karmazinov se ha cuidado bien de no escribir en el reportaje sobre un naufragio que ha publicado en el periódico: “No reparéis en la joven madre con su hijo al pecho bajo las olas, en los esforzados marineros maniobrando para salvar la embarcación. ¡Fijaos en mí! ¿Cuál sería mi aspecto en aquel trance?” A una vieja amiga actriz le gustaba mucho esta última frase y solía emplearla en improvisaciones. Efecto cómico seguro, efecto patético casi garantizado. Pero fuera de las tablas las cosas no son tan evidentes. Volvamos a la novela. Karmazínov es algo más que un personaje: es un autor. Y es algo más que un autor: es un autor que también es personaje. Nadie nunca se identifica con él porque en esta novela, desde la primera vez que alguien menciona su nombre, es persistentemente cubierto de ridículo: si a alguien le han cumplido la amenaza de “sacarlo en una sátira”, que tanto circula en El idiota, es a él. Pero cuánto se le parece ese lector que a toda costa quiere identificarse, que si no se trata de él –o de ella- no se interesa, que sin descanso se busca entre los seres de las ficciones que devora y si no se encuentra abandona la lectura. Un lector de lo más normal, por otra parte: bajo la máscara de su anonimato, con la anuencia del autor, estará muy contento de identificarse con los puntos de vista de éste a la vez que con el héroe o la heroína que los demuestren. Karmazínov secreto: aquél que se identifique con el héroe que el autor identifica consigo mismo. Síndrome de Karmazínov: la multiplicación del fenómeno descrito por la cantidad de ejemplares del caso vendidos. El lector enmascara su narcisismo con la vanidad del autor que se exhibe y éste justifica su exhibición mediante el reconocimiento masivo que la equilibra.

La guerra es el padre de todas las cosas
La guerra es el padre de todas las cosas

Izquierda y derecha en la vida literaria. Ni por las obras ni por la ideología: por las costumbres. A la derecha, como lo manda la tradición, el capitalismo: grandes grupos editoriales, gran público, éxito, fama y fortuna, novelas y novelistas. A la izquierda, en disidencia con los valores del mercado, el socialismo: trabajo cultural, solidaridad anónima, talleres, capillas, debates, amistad entre poetas. Tanto de un lado como de otro puede haber tardo fascistas o rojos crepusculares: a estos efectos, da igual. Por la derecha, parafraseando a Mao, todo se fusiona en uno; por la izquierda, de modo inverso, cada uno se divide en más. ¿Ya no es cuestión de política? Pues sí: de política de cada empresa. Filosofía y estilo son conceptos que a la luz de su aplicación deben ser revisados. Un modo de vivir incomoda al otro y cada uno querría apropiarse justamente de los valores incompatibles con su naturaleza, imposibilidad que marca sus límites. Pero son éstos precisamente los que toda guerra, continuación de la política según Clausewitz, quiere desplazar, de modo que ni a un lado ni a otro del sistema es posible vivir en paz.

Visita póstuma a Kerouac
Queremos tanto a Jack (Visita póstuma)

Posteridad. Publicar es sacrificar lo propio a lo común. Pero lo común no es lo mismo para todos. Para algunos es el plano de consagración, para otros un vaciadero. Entre ambos extremos queda el campo, o los muchos y variados campos, de lo elegido y compartido: el espacio de reunión entre aquellos que se reconocen algo en común. Así se elige editor, si es que se puede elegir. ¿Pero podrá lo compartido conservar su nombre propio en el espacio sin límites de lo indeterminado, en el que todo se mezcla y donde sólo podría perderse? Quien expone una obra o se expone como intérprete tampoco puede controlar ni dirigir el gusto público, pues si bien puede influirlo con su arte, a diferencia de lo indeterminado esa influencia tiene límites. Ninguna actriz puede impedir que cualquiera perdido en la platea valore más su atractivo sexual que su talento interpretativo, ni el compositor hacerse oír con atención por encima de las palmas con que el respetable adhiere a sus piezas más pegadizas. Cada uno goza de lo que se le ofrece o es capaz de recibir como quiere, sabe o puede, discreto, anónimo, secreto en el fondo. Toda obra así por fin es huérfana, abandonada a su suerte al fin y al cabo, como todo el mundo, aun haciendo amigos, acaba perdiendo a sus padres. Publicar es hacerse una lápida: en nombre de lo innominado, convocar a perpetuidad –simbólica, pues también las piedras se hacen polvo- un avisado círculo de fieles.

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Realidad de la ficción

Un lector que se atreve
Un lector que se atreve

Experiencia y experimentación
A falta de experiencia, de una relación suficiente con las fuentes vivas de la tradición, de ocasiones suficientes de haber probado, hasta el asqueo, el sabor del barro al que las formas procuran redimir, se recurre a menudo en cambio a la experimentación, cuya base material es proporcionada, contra natura, por conceptos que quieren ponerse a prueba en una práctica de la que no ignoran que los pondrá en inmediata relación, justamente, con aquella naturaleza, la original, a la que buscan imponerse y dominar, es decir, que parcialmente rechazan y si no del todo es debido a la necesidad de apropiársela. Esto es típico de la juventud, en especial si ha recibido educación y le son familiares más que ninguna otra cosa las ideas, con cuya exposición por otra parte se encuentra en abierto conflicto, mientras vive de manera soterrada la temerosa antagonía con la masa sin destilar de la que se extrae el concepto, pero cuya sorda y muda persistencia ni siquiera es conjurada por la aplicada aplicación de aquél. Sin embargo, la experiencia esencial para cualquier experimentador no deja de ser la del choque entre su conciencia y lo inexplicable, que se filtra como presencia innominada aun entre las argumentaciones más apretadas que se puedan concebir. “Nace el alma”, escribió Joyce en su Retrato por boca de Stephen Dedalus, “en esos momentos de los que te he hablado. Su nacimiento es lento y oscuro, más misterioso que el del cuerpo mismo. Cuando el alma de un hombre nace en este país, se encuentra con unas redes arrojadas para retenerla, para impedirle la huida. Me estás hablando de nacionalidad, de lengua, de religión. Estas son las redes de las que yo he de procurar escaparme.” Igual que Gadda, Céline, Guyotat o Guimaraes Rosa, además de un gran “experimentador verbal”, como diría William Burroughs, Joyce fue el cultivador de una literatura intensamente basada en la experiencia personal, casi hasta la autobiografía, cuyo realismo, devenido de Ibsen, consistía ante todo en una toma de partido por lo concreto, hasta en su mínima expresión, frente a esas “grandes palabras que tanto daño nos hacen”, según decía, y a las que llegaba a responsabilizar de catástrofes como la segunda guerra mundial, desde su punto de vista una opción mucho menos recomendable que la lectura de Finnegans Wake. Es llamativo, junto a la agresividad manifiesta en el tratamiento de géneros y convenciones literarias y sociales, un rasgo repetido y poco señalado en esta clase de autores, aparentemente contradictorio y que consiste en su deferencia hacia lo humilde, lo inadvertido, devenido en más de una ocasión objeto de rescate mediante su elección como materia de arte o relato destinado a convertirse en ejemplo y en modelo contrario al instituido por la tradición vigente, después de todo siempre una manera de dominación. El experimentalismo es el cuestionamiento de la experiencia, de sus cimientos, y cuando en lugar de indagar en éstos la práctica lo confunde con un formalismo basado en conceptos, el objeto que resulta no pasa del plano del diseño, de la ilusión; carece de peso y de las consecuencias que distinguen a una obra acabada.

El autor de Servicio al cliente en pleno autoservicio
El autor de Servicio al cliente en pleno autoservicio

Hot & cool
No seamos sentimentales, seamos modernos. El ritmo del presente lo exige. Y la nostalgia es un lujo que ningún desheredado puede permitirse. ¿Qué elogiaba Antonioni de Monica Vitti como actriz más a menudo? Su modernidad, asumida así como valor. “Hay que ser absolutamente moderno”, se decía Rimbaud al salir del infierno. Durante décadas la consigna fue repetida por una vanguardia tras otra. Pero Benoît Duteurtre, en su novela Service clientèle (2003), retoma el lema en clave comercial, como slogan de una campaña publicitaria que no admite réplica. Lo sorprendente es el lado amable de este imperativo, ya que la más evidente concreción de lo moderno es la inagotable serie de comodidades y soluciones cotidianas que pone a nuestra aún mucho más dispuesta disposición. Deslizándonos por la suave pendiente que lleva de cada adelanto tecnológico a sus ubicuas aplicaciones, dejamos atrás, con la distancia ganada al superar sus pruebas, empequeñecido, el drama de la vida o, como lo fue en un principio, el de la supervivencia. Semejante lejanía tiene un símbolo en el pequeño aparato que controla el flujo audiovisual en cada living: el control remoto, llave maestra al entretenimiento, más necesario que el sueño para no perder la cabeza en los circuitos de la comunicación contemporánea. Vampiros que se alimentan de la sangre derramada, mirones que se guardan muy bien de abrir la puerta por cuya cerradura espían, algunos de sus productores posan de críticos incorruptibles en su gélido reflejo de la descomposición humana. Es su modo de ser modernos. Pero les falta la virtud que Céline destacaba de su propia lengua, la suya como narrador y la de sus personajes: no la de vivir, porque la lengua hablada, como él mismo reconocía, cambia todo el tiempo, sino la de haber vivido. La carne y la sangre. Pues si es por su futuro que el hombre recibe crédito, o más bien que lo recibe de sus semejantes, es por su pasado que llega a estar en condiciones de pagar, o de probar su verdad, que no le pertenece.

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Autobiografía y ficción

Preparativos para una novela autobiográfica

Conviértete en lo que eres
Conviértete en lo que eres

Hay dos o tres cuestiones principales que se plantean respecto a una novela autobiográfica y sus posibilidades. Una de ellas es la relación entre ficción y memoria que se establezca, que no es sólo una cuestión de proporción y ni siquiera de fidelidad, sino de posición respecto a la verdad. Lo ideal sería que el autor pudiera ver su propia historia real como una ficción, incluso como si sólo así pudiera verla, y buscara la verdad de esa ficción, que será el norte del relato y lo mantendrá orientado a lo largo de todo el viaje, mientras da cuenta de ella paso a paso hasta completar tanto la narración como el conocimiento expuesto por el descubrimiento. Un relato siempre será una transformación, al menos de una materia en forma, y en este caso, aunque se parta de la propia experiencia, de lo que se trata es de llegar a una idea justa al respecto. La verdad resultaría de hacer coincidir dos cristales: el de lo vivido con el de lo pensado al respecto. Podemos decir que la verdad es esa imagen puesta en foco.

Trasladada esta cuestión a un planteo más pragmático, lo que es necesario decidir es si lo que uno hará estará más cerca de un relato de su experiencia, como lo pueden ser unas memorias, incluso muy bien narradas y de gran calidad literaria (desde la Vida de Henri Brulard de Stendhal hasta los dos tomos de Anthony Burgess Little Wilson and Big God y You’ve Had Your Time), o de una ficción basada en la propia vida, donde incluso puede que no se trate de uno mismo con su propio nombre sino de un personaje basado en uno mismo, como Stephen Dedalus respecto a James Joyce (Retrato del artista adolescente).

Otra, decisiva, consiste en responder a la siguiente pregunta: ¿qué hará el autor de sí mismo en ese relato? ¿Será el protagonista él mismo o narrará unos hechos protagonizados por otros allegados a él? Ejemplos de este tipo de narración serían Donde mejor canta un pájaro, de Jodorowsky, o Adiós a los padres, de Aguilar Camín, donde los protagonistas no son los autores, aunque figuren como personajes, sino sus mayores. Otra decisión a tomar: ¿narrar en primera persona, como Genet en el Diario del ladrón, por ejemplo, o en tercera, creando un personaje autónomo, como lo hace Joyce con Dedalus en el Retrato?

¿Dónde soy? ¿Quién estoy? ¿Dónde me pongo? ¿Dónde me pongo?
¿Dónde soy? ¿Quién estoy? ¿Dónde me pongo?

Es interesante comparar lo que hacen distintos autores de sí mismos en sus relatos autobiográficos. Musil con Törless (Las tribulaciones del estudiante Törless) hace lo mismo que Joyce con Dedalus, pero Céline en sus ficciones (Muerte a crédito, Guignol’s band) hace de su propio personaje, Ferdinand, una especie de monigote guignolesco o de payaso de las bofetadas ya se encuentre en las trincheras de la Primera Guerra Mundial o en un bombardeo en la Segunda, experiencias que vivió en carne propia. Y lo hace narrando en primera persona.

Otro autor que aparece en sus historias es Borges. Y aunque en su caso no se trate de trasposición autobiográfica sino de pura ficción, lo que es interesante es ver cómo maneja su propio personaje de narrador, que sirve de apoyo real para la verosimilitud de su relato fantástico. A veces el protagonista es él, como en El otro, a veces refiere el caso de alguien que conoció (Funes el memorioso) o un fenómeno particular (Tlon, Uqbar, Orbis Tertius) y otras veces es aquél a quien le cuentan la historia, como en Hombre de la esquina rosada o La forma de la espada. Como se ve, hay muchas variaciones, pero hay una coherencia entre el personaje de sí mismo que presenta en una historia y en la otra. Esto es lo que lo hace verosímil y que el personaje parezca una persona.

Contengo multitudes
Contengo multitudes

Dos ejemplos más: Truman Capote en Música para camaleones, donde aparece en distintos relatos y reportajes y en una novela corta tanto como narrador que participa como en el papel protagónico o como testigo. Como en el caso de Borges, que se trate de textos breves facilita el estudio de la cuestión.

Una variante: la de Norman Mailer en Los ejércitos de la noche, donde participa en una marcha sobre Washington contra la guerra de Vietnam y narra todo lo sucedido en tercera persona, aunque llamando a su protagonista por su propio nombre, Norman Mailer, al igual que a los demás personajes reales.

Otros modelos, o espejos para que el novelista autobiógrafo vocacional tenga dónde imaginarse antes de poner manos a la obra: la Autobiografía de Alice B. Toklas, en la que Gertrude Stein escribe como si fuera su compañera de toda la vida para contar la vida de ambas, o las novelas autobiográficas de Thomas Bernhard, recogidas por Anagrama en un solo volumen (El origen, El sótano, El aliento, El frío, Un niño) además de publicadas independientemente, como los dos tomos de Peter Weiss, Adiós a los padres y Punto de fuga, publicados y luego reunidos por Lumen. Éstas son narraciones autobiográficas en primera persona que se leen como si fueran novelas, pero además hay que reconocer lo evidentemente dramático, como una ficción, de estas vidas en particular, lo que favorece tanto lo novelesco de la narración como el ejercicio de estilo implícito en la trasposición de lo ya ocurrido en la “vida real” a lo que ocurrirá de manera inevitablemente imaginaria en el cerebro del lector.

"El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve"
«El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve»

Para acabar, una distinción importante: si la novela va a narrar la vida entera o casi del autor, como Infancia, Adolescencia, Juventud de Tolstoi (que escribió los tres tomos al comienzo de su adultez, de modo que ésa era la totalidad del conjunto en su momento), o sólo una experiencia particular, como Nadja, de André Breton, que se limita al encuentro del autor con la mujer que da título al libro. En el primer caso, el acento estará puesto casi fatalmente en la figura del protagonista, pues de lo que se trata es de la formación del carácter o, desde el lado del relato, la construcción de un personaje junto con una proyección de su destino. En el segundo, no necesariamente: también puede tratarse de alguna experiencia personal en la que lo más importante no es lo que el autor descubre de sí mismo, sino de alguna otra cosa distinta. Esto puede dar pie a toda una serie de aventuras protagonizadas por el mismo personaje, que aporta su punto de vista pero no por eso se impone como tema de la obra.

Resumiendo, tres cuestiones principales: la relación entre realidad y ficción, el lugar que va a darse el narrador en la historia y si ésta es la de su vida o sólo una historia que ha vivido o en la que ha tomado parte.

Como anexo, la recomendación de un texto teórico muy sesudo pero orientador una vez que se lo ha comprendido: La autobiografía como desfiguración, de Paul de Man, en su libro La retórica del romanticismo, publicado por Akal. Y un breve texto mío que copio a continuación:

Dirigirse a sí mismo
Dirigirse a sí mismo

La imaginación es más antigua que la memoria
No se imagina a partir de lo que se recuerda, sino al contrario. Recuerdo la zona de vida nocturna por la que me gustaba callejear y veo que esa evocación implica los paseos, leídos en mi infancia, del califa de Bagdad circulando de incógnito por ese nudo de callejuelas y comercios secretos sobre el cual de día gobernaba, determinantes desde entonces no sólo del tono de un recuerdo posterior, sino también de la elección y caracterización de personajes y escenarios a resurgir en mi memoria. Lo que recuerdo no es más que el marco de lo que la imaginación ve en tal ventana, abierta mucho antes de lo que puedo recordar; si en la ficción los personajes no tardan en distinguirse de sus modelos, es por esa antigüedad mayor de la imaginación respecto de la memoria. Pues los distintos individuos que conocí en mi juventud, por ejemplo, siempre acaban coincidiendo más o menos a la perfección, al ser recreados, con unos “prototipos” muy anteriores, primitivos, como oportunas encarnaciones de unos mitos personales elaborados con alguna intención, seguramente, pero sin conciencia entonces de lo implícito en esas figuras; a través de la evocación, ahora, de personas o ambientes reales, esos mitos son los que resurgen adaptando por sí solos el recuerdo a su propia expresión. Si los adultos depositan tantas ilusiones en la infancia, y no sólo en sus propios niños, es porque no se trata allí del futuro, donde espera la adultez, sino de un tiempo irrecuperable cuyos límites no se ven desde dentro ni desde fuera.

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