El registro emotivo

El rey se muere (Iomesco)
El rey se muere (Ionesco)

Lo que más perdura en mi memoria al salir de un espectáculo son las voces. Con una persistencia aún mayor que las imágenes, asociadas por lo general en mi recuerdo a los actos más audaces de los intérpretes antes que a la espectacularidad de una puesta en escena, quedan grabadas en el fondo de mi mente las voces de los actores, o ciertos momentos de voces: ciertas frases en la que una voz encarna. Puedo evocar aún, oída hace veinte años en el derribado teatro Odeón de Buenos Aires, la voz airada pero gozosa de una criada de Genet elevándose a través de la frase “¡La señora es buena, la señora es guapa, la señora es dulce!”, y quiero decir la voz: no las palabras de una obra que he leído muchas veces, sino esa voz montando y remontando hasta colocar el acento, agudísimo, en la sílaba “dul”, y el silencio vibrante que siguió durante unos segundos, mientras la frase se esparcía por la platea, que yo esperaba encontrar llena y estaba semivacía. Muchas veces las voces, así como resucitan del pasado, resucitan también el pasado mismo, como ahora: es su potencial de evocación. También pueden incomodar, como a veces me ha parecido al comienzo de ciertas representaciones memorables: contienen un grado de verdad ausente por el momento en el público, que siente una especie de vergüenza ajena por lo que se pone en evidencia ante él, y que le incumbe. Una de estas representaciones fue quizás el mayor impulso hacia el teatro que recibí: El padre, de Strindberg, interpretado por un elenco íntegramente femenino en casa de la actriz que hacía de padre, donde habían construido un teatrito. Quise ver la obra de nuevo; las reservas se hacían por teléfono y me atendió la dueña de casa: durante un instante, quedé mudo. La voz que oía ahora en la realidad era, aunque distinta por la situación, la misma del fantasma creado en la escena que tanto me había impresionado; habiendo quedado grabada en mi memoria con tal intensidad, mayor que la de cualquier convicción, volver a oírla fuera del ambiente que para mí le era propio equivalía a una aparición casi de ultratumba. Termino esta recolección con el recuerdo de una compañía rumana que una década atrás visitó Buenos Aires para hacer El rey se muere; tal vez sea interesante considerar al respecto lo que pueda significar en un escenario pronunciar correctamente las palabras. Estos actores, ignotos y formidables, habían aprendido el castellano especialmente para la ocasión; el fortísimo acento rumano teñía cada una de sus frases: “¡Que todo muerrra!”, protestaba el rey, y a cada argumento consolador de la segunda reina respondía “Sí, pero yo me muerrro”; “Ha empezado el declivo”, decía la primera reina concluyendo una escena, y así llevaba la incorrección todavía más allá del acento. Y sin embargo, nada de esto distraía; por el contrario, esta lengua evidentemente ajena parecía en todo momento la más adecuada para la pieza y despertaba, hablada con real nobleza y dificultad extranjera, a la vez la admiración y la solidaridad del público. ¿Era aquel un efecto calculado, calculable, o un afortunado accidente? ¿Derivaba su fuerza del arte o de la casualidad?

Teatro de Arte (Stanislavski)
Teatro de Arte (Stanislavski)

Stanislavski insiste en la importancia de la experiencia personal, sin la cual ningún método es suficiente; repite aun que su propio método ha sido modificado una y otra vez por sus experiencias. Por eso he comenzado con esta recopilación de impresiones sobre la voz, intentando reconocer mi posición inicial y espontánea al respecto. Querría ahora dar cuenta, antes de pasar a una lectura de Stanislavski, de algunas elaboraciones personales en relación con la voz, que seguramente condicionan mi aproximación a este fenómeno. En primer lugar, cierto ideal de la representación: si el texto es una especie de música, el movimiento escénico será una especie de danza. No digo que sea una visión original; diría en cambio que es una correspondencia imaginaria entre la columna visual y la sonora, en la cual me doy cuenta de que según mi percepción es esta última la que tiene la iniciativa; esto me parece bastante personal y supongo que varía en cada caso particular. Luego, el sentimiento de mi propia torpeza interpretativa, es decir, de cierta frustración en lo que hace a mi capacidad para recitar o cantar. Reconozco que me gustaría hacer estas cosas muy bien, a la vez que no me he aplicado a ellas como, por ejemplo, a escribir; sin embargo, siempre me ha dado placer la sensación de estar leyendo bien en voz alta, o escuchar mi propia voz grabada las veces que ha sido una agradable sorpresa. Curiosamente, esto me ha pasado casi siempre en inglés: la grabación de Psycho Killer, de los Talking Heads, en una versión improvisada con un grupo de rock recién formado para ver que tal sonábamos, o la de Ecce Puer, el poema de Joyce, dicho al pasar aunque con atención para probar el programa de sonido de una computadora con un amigo. Quizás el cambio de idioma desinhibe, enmascara. Me acuerdo de una improvisación, que yo dirigía, cuyo objetivo era romper el hielo entre los intérpretes, tan inexpertos como el director: él sabía inglés y ella francés; pedí a cada uno que hablara al otro en el idioma que éste no entendía y de inmediato se transformaron, instalaron entre uno y otro una situación ficticia, imaginaria: algo ocurría. Por último, mi propia experiencia más atenta y continua con la palabra y la voz: la escritura. Cuando Stanislavski escribe que “el arte mismo nace en el momento en que se establece esa línea ininterrumpida, se trate del sonido, de la voz, del dibujo o del movimiento”, es la escritura y no la interpretación el referente propio con el que cuento para comprenderlo, es decir, para medir mi propia práctica intuitiva con su noción de lo que sí es arte. ¿Qué es, por dónde pasa esa línea de la que habla?

La construcción del personaje
La construcción del personaje

“Mientras sólo existan sonidos, emisiones, notas y exclamaciones separadas, en lugar de música”, continúa Stanislavski, “o líneas separadas y puntos, en lugar de un dibujo, o sacudidas espasmódicas y separadas, en lugar de un movimiento coordinado, no podrá hablarse de música, canto, dibujo o pintura, baile, arquitectura, escultura ni, en definitiva, arte dramático.” A lo largo de toda su enseñanza, ya se refiera a la plasticidad del movimiento, el establecimiento del superobjetivo, la elaboración de la cadena de acciones o la creación del subtexto, Stanislavski insiste en la necesidad de desarrollar esta línea continua, de la que en su concepción depende absolutamente la realización de todo arte. En el capítulo de La construcción del personaje sobre dicción y canto cuenta cómo, después de muy diversos experimentos y ensayos cuyo propósito era ampliar al máximo de lo posible el dominio de su propia voz, el resultado principal de estos esfuerzos fue que su dicción adquirió “la misma línea ininterrumpida de sonido que había logrado desarrollar en el canto, y sin la cual no puede haber un verdadero arte de la palabra”. ¿Cómo se logra esto? Lo dice él mismo unos renglones más arriba: “Hubo períodos en los que vigilaba mi voz constantemente. Transformé mis días en una clase constante y de esa forma fui capaz de desprenderme de los vicios del habla”. Y todavía antes: “La forma correcta de hablar tenía que ser algo constante, transformarse en una costumbre, incrustarse dentro de mi propia vida y llegar a ser una segunda naturaleza.” Esta naturaleza, me parece, es la del naturalismo: naturaleza reconstruida a través de un continuo proceso de análisis y síntesis, en este caso de los distintos elementos del habla, a fin de ofrecer en escena una composición acabada, es decir, plena, a partir de los elementos observados en la realidad y no de convenciones. Esta fiel  reconstrucción implica una entrega tal que llega, justamente, a operar una transformación inevitable en el actor o estudiante: “Hasta que este nuevo método no haya llegado a tomar posesión de nosotros, no podemos pensar que lo hayamos asimilado realmente. Debemos estar constantemente en guardia para cuidarnos de hablar correctamente y de una forma armoniosa en cualquier momento, dentro o fuera del teatro. Esta es la única manera de que lleguemos a convertirlo en una segunda naturaleza, de manera que la dicción no distraiga nuestra atención cuando estemos a punto de salir a escena.” Es curiosa esta posesión del actor por un método en lugar de lo contrario, que parecería más normal; no basta, al parecer, con adquirir un conocimiento del que se dispone cuando se lo necesita y luego se olvida hasta la próxima ocasión, sino que es necesaria una entrega casi amorosa o religiosa a este conocimiento, capaz de hacer del actor un nuevo ser a través de su oficio o, en cada nueva comedia, un nuevo personaje. La aproximación es casi científica: el método se basa en la observación y la experimentación; sin embargo, paradójicamente, tiene algo de místico esta voluntad de renacer. Para actuar según el si mágico, como “si yo fuera Hamlet o Desdémona”, es necesario reaprenderlo todo, crear un comportamiento tal que cada momento del mismo esté justificado en escena por formar parte de un todo orgánico como lo es la vida de cualquier individuo. Este modelo o forma de mímesis no es sólo un modo de entender el arte sino también la naturaleza, cuya verdad el naturalismo busca ligando causas y consecuencias. Lo cual supone que existe en el mundo un sentido, principio compartido por la fe y la razón. La línea ininterrumpida que propone Stanislavski estaría indicando ese sentido, que desaparece o se rompe si la línea se quiebra y que el arte procura restituir. En la práctica, constato la superioridad de mi voz escrita sobre mi voz hablada: no puedo, cantando o recitando, sostener un tono, es decir, mantener una línea ininterrumpida, lo bastante como para que el resultado llegue a ser alguna forma satisfactoria de arte; escribiendo, en cambio, advierto un progreso desde mis primeros intentos hasta los últimos, consistente en la superación de los hallazgos parciales por la posibilidad de una expresión más completa. Del otro lado de mi experiencia, la de espectador, me sitúo de nuevo ante el misterio de la mayor huella en mí ánimo de lo oído por sobre lo visto. ¿Se trata simplemente de preferir la palabra a la acción, una elección determinada por una aproximación literaria de mi parte? Puede ser, pero creo también que no es la literatura, en el sentido más estrecho del término, el único campo donde la lengua humana tiene algo que decir. Si la imagen permite quizás la mayor síntesis en la expresión, y el movimiento en el teatro la transforma sin pausa demostrando la movilidad de los conceptos, lo que se dice tal vez pertenece al terreno de lo más sutil: en definitiva, las ideas carecen de un lenguaje más fino o preciso que el de las palabras; a un determinado nivel de abstracción, tanto la acción como la imagen contienen un grado de ambigüedad irreductible. Pero no es lo que llega a definirse lo más sutil de todo, sino otro registro más cálido que, paralelo al del sentido dado, que es el de la palabra, podríamos llamar el del sentido suspendido, y es el de la voz. Es aquí donde se da el trabajo más sutil del autor, y también el más arduo; es éste el campo más fructífero y el más difícil de interrogar, pues sus respuestas no están en las palabras legibles sino entre ellas, en una música que carece de notación precisa y sólo por la encarnación que el actor le ofrece puede hacerse oír con claridad. Es en la sobria distinción de una línea ininterrumpida dibujada con justeza, en la forma única y efímera de una interpretación precisa, que contrasta con las vaguedades y generalidades de las malas representaciones, donde afloran los signos más vivos que atraviesan el discurso. Y su sentido, siempre suspendido por siempre presente, aun siendo paralelo al más explícito se desprende todo el tiempo más allá. Pues el sentido del texto tal vez pueda fijarse, pero no el de la voz: se entiende, pero no se explica. En casos así, la experiencia es ineludible; el ensayo y la representación son el momento y el lugar no privilegiados, sino únicos. Un lector, por buen oído que tenga, no tiene ese acceso a la pronunciación, no puede oír siquiera su propia voz tan bien como dicha por otro. Para eso va al teatro, y se convierte en oyente.

La voz humana
La voz humana

Política de la literatura

No importa quien se dirige a no importa quien
Un partido sin afiliados ni votantes

La política de la literatura no es la política de los escritores. No concierne a sus compromisos personales con las luchas políticas o sociales de su tiempo. Ni concierne tampoco a la manera en que representan en sus libros las estructuras sociales, los movimientos políticos o las diversas identidades. La expresión “política de la literatura” implica que la literatura hace política en tanto que literatura. Y supone que no hay que preguntarse si los escritores deben hacer política o consagrarse más bien a la pureza de su arte, sino que esta pureza misma tiene que ver con la política. Supone que existe un lazo esencial entre la política como forma específica de la práctica colectiva y la literatura como práctica definida del arte de escribir.

Lectores anónimos
Lectores anónimos

La literatura es ese nuevo régimen del arte de escribir donde el escritor es no importa quién y lo mismo el lector. (…) La literatura es el reino de la escritura, de la palabra que circula fuera de toda relación de destinatario determinado. (…) No se dirige a ninguna audiencia específica. (…) Circula sin destinatario específico, sin maestro que la acompañe, bajo la forma de volúmenes impresos que se encuentran un poco por todas partes y ofrecen sus situaciones, personajes y expresiones a la libre disposición de quien quiera apropiárselas. Basta con saber leer lo impreso, una capacidad que los ministros de las monarquías que realizan censos juzgan ellos mismos necesario extender entre el pueblo. En esto consiste la democracia de la escritura: su mutismo charlatán revoca la distinción entre los hombres de la palabra en acto y los hombres de la voz sufriente y ruidosa, entre los que obran y los que no hacen más que vivir. La democracia de la escritura es el régimen de la letra en libertad que cada uno puede retomar por su cuenta, sea para apropiarse de la vida de los héroes o de las heroínas de novela, sea para hacerse escritor él mismo, sea aun para introducirse en la discusión sobre los asuntos comunes. No se trata de una influencia social irresistible, se trata de una nueva partición de lo sensible, de una nueva relación entre el acto de palabra, el mundo que configura y las capacidades de aquellos que pueblan este mundo.

para nadie
Libre apropiación de la palabra

La era estructuralista ha querido fundar la literatura sobre una propiedad específica, un uso propio de la escritura que ha denominado “literaridad”. Pero la escritura es una cosa muy distinta de un lenguaje entregado a la pureza de su materialidad significante. La escritura significa lo inverso de toda propiedad del lenguaje, significa el reino de la impropiedad. Si se quiere entonces llamar “literaridad” al status del lenguaje que hace a la literatura posible, hay que entender lo opuesto de la visión estructuralista. La literaridad que ha hecho posible la literatura como forma nueva del arte de la palabra no es ninguna propiedad específica del lenguaje literario. Al contrario, es la democracia radical de la letra de la que cualquiera se puede apropiar. La igualdad de los sujetos y de las formas de expresión que define la novedad literaria se encuentra ligada a la capacidad de apropiación del lector cualquiera. La literaridad democrática es la condición de la especificidad literaria. Pero esta condición amenaza al mismo tiempo arruinarla, ya que significa la ausencia de toda frontera entre el lenguaje del arte y el de la vida sin más. Para responder a esta amenaza de desaparición inherente al poder nuevo de la literatura, la política de la literatura ha debido desdoblarse. Y se ha esforzado por romper esta solidaridad, por disociar la escritura literaria de la literaridad que es su condición.

Jacques Rancière, Politique de la littérature, 2007

ranciere

El escritor ante el espejo

Aschenbach cambia de estilo
Aschenbach cambia de estilo

La elegancia no puede ser mi estilo, ya que exige sobriedad y la expresión es en mí un desbordamiento. Sin embargo, el barroco es un estilo y hay una elegancia en Dioniso. ¿Me atreveré a declarar estos modelos, podré acaso seguirlos hasta el fin? También hay una elegancia en la locuacidad, en el discurso adecuado al pensamiento que así llega a ser capaz de provocarlo, de hacerle crecer otro brazo para acomodar una manga, o de invertir la relación desarrollando el cuerpo para encajar el vestido. Tales piruetas sí que puedo hacerlas. Y “el mundo no es un lugar muy elegante, ¿sabes?”, como decía Zulawski en una vieja entrevista memorable. Sin embargo, hace también muchos años, escribí otra “confesión” como ésta, en verso como lo hacía entonces: Necesito paz como el agua un lecho / para ser río y llegar a destino. Lo que aquí no se menciona pero está implícito son los márgenes, la restricción que corta el derrame y da sentido a la corriente, imponiendo un curso a la materia. Un diseño, por tanto, y una línea, un límite, preciso aunque su recorrido pueda ser caprichoso. ¿La aberración de un estilo? No si es cierto que “el loco, persistiendo en su locura, llega a ser sabio” (Blake). Pero si el modo moderno de entender la elegancia, el nuestro, está hecho de sobriedad, de crítica, de aplicación de un criterio para el que todo adorno sin el apoyo de una causa o necesidad que lo equilibre más que exceso es defecto y de acuerdo con el cual todo esplendor deviene irrisorio desde el momento en que deslumbra a su emisor, y la ceguera es lo más temido para aquel que se precia ante todo de su capacidad de discernimiento, base de su propia distinción, lo que un estilo moderno procura conjurar es la monstruosidad de los antiguos soberanos, vivos aún en los sueños o delirios de omnipotencia que persisten en su esencial extrañamiento del tiempo y del progreso, y a lo que tiende no es a la gloria a la que aspiraban nuestros mayores, sino a una diestra ubicuidad a la medida de los tiempos que corren y de los distintos géneros que le salen al paso, determinados a su vez por los soportes de las publicaciones y su horizonte de distribución, o sea, sus circuitos de circulación, lo que deja en suspenso una vez más la cuestión del destino, pues todo eso gira en redondo hasta su entropía. Nos hemos alejado ya mucho de la costa, pero volviendo al rumbo emprendido en la partida lo que allí flota es la tensión entre las metas sucesivas con las que el nihilismo contemporáneo apuntala su falta de norte y lo inabordable del sol que conoció Ícaro a su modo. Las modas cambian, ésa es su esencia; el tiempo hila esas perlas y las colorea, cambiándolas de nuevo a medida que se alejan; la elegancia es la razón o el capricho según la temporada. Pero el cuerpo humano, mortal cuya muerte interrumpe a cada baja ese fluir, no vive igual bajo cualquier vestuario ni es siquiera el mismo: cada decisión ante el espejo tiene previsibles e imprevistas consecuencias y así el estilo, definiéndose, define un destino que lo cumple y al que cumple línea a línea, corte a corte, por entero y sin por eso delatar el desenlace.

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Nadie es profeta en su tiempo

Visión en piedra
Visionario en piedra

Según una tradición establecida, el escritor, en comparación con el hombre común, con el llamado hombre normal, tendría un suplemento de energía crítica y de razón clarividente. Es posible que en algún caso haya suplemento. Pero la clarividencia, o más exactamente la nebulovidencia, verdosa, ha guiado a la idolatría humana, que nunca se ha podido privar de su ídolo, de forjar su idea de “vate”. El apelativo de profeta, es decir, de vate, tuvo gran aceptación desde 1840 al 80 y entre nosotros hasta el 15: mil novecientos quince. Es más, hasta el 45: ¡cuarenta y cinco! Veintiocho de abril, esta vez. Muy ambicionado incluso por los que debían atribuirlo a los otros. Los que lo recibían estaban orgullosos de la adjudicación; tanto como de la atribución de caballero (de la Corona de Italia) un honesto funcionario mazziniano de correos, jubilado. Y, orgullosos, procuraban valorar su legitimidad ante la opinión ciudadana con actitudes y gestos “vatescos”, es decir, adecuados a la calificación; con vestidos y sombreros de insólitas formas, pero aptos para el fin propuesto.

D'Annunzio y su doble
D’Annunzio y su doble

Al vate se le atribuían vuelos de águila, por encima de las miserias de los hombres; con menos frecuencia, de halcón. Cisne, lo era por derecho, por nacimiento. Alguna vez era saludado como león. Estaba al caer el 27, era comparado a un combatiente; la vida era una batalla. No se sabía bien contra quién era preciso combatir, quizás contra el Papa, pero con palabras, en casa y fuera de los Estados Papales. Quizás contra algún pobre diablo que escribía a su vez frases, poco más o menos del mismo peso que las suyas, o versos, ni mucho más enfáticos ni mucho más necios que los suyos. Las profecías aisladas, no susceptibles de réplica por parte de la profecía contraria, se sostenían con toda una cadena de acontecimientos que hoy nos permiten admirarnos de su exactitud: a la profecía de la paz, del sol nuevo y del amor entre los pueblos, guerras homicidas entre caníbales, estragos de tigres, llevados a cabo por la misma ferocidad de los pueblos, dado que los pueblos eran unánimes con el jefe: Ein Volk, ein Reich, ein Führer. En otras ocasiones, los vates profetizaban, mediante profecías gemelas, y ligeramente décalées en el tiempo (desfasadas), acontecimientos contradictorios entre sí, pero alternativamente imposibles; por ejemplo, el triunfo de Belcebú y luego el de María Santísima. En fin, otras veces la palabra del vate se refería a, e incluso predecía, acontecimientos acaecidos ya; y otras veces los ignoraba totalmente.

Parque de los poetas (Colombia)
Parque de los poetas (Colombia)

Como podéis ver, siento el más profundo interés por los vaticinios; tengo un gran respeto por los vates; pero no trabajo como los vates: yo trabajo como los no-vates. Las exaltaciones místicas poco me exaltan. Nuestras frases, nuestras palabras, son momentos-pausa de una fluencia (o ascensión) cognoscitiva-expresiva. Duran lo que duran, un decenio, medio siglo, dos siglos, ocho siglos. Cambian de significado con la costumbre, con las variaciones de la luna, con el lento o rápido correr del tiempo; y a veces cambian de valor, de peso. Su historia, que es la loca historia de los hombres, nos ilustra sobre el significado de cada una. Detesto el tono terso de la calidad narcisística, aun cuando pueda incurrir en él sin querer, por defecto de inhibición estética, o moral. Pecamos por desconsideración. El “freno del arte” no siempre nos dirige.    

Carlo Emilio Gadda, Cómo trabajo

Carlo Emilio Gadda (1893-1973)
Carlo Emilio Gadda (1893-1973)

Olga Dekleva

A la conquista de occidente
A la conquista de occidente

Olga Dekleva, tenista, dispara y corre hacia la red. Ha dejado su patria atrás; su patria, el viejo estado, que ya no existe. El pasaporte que la acompaña por el mundo no dice la verdad: la nacionalidad que le atribuye corresponde a una abstracción pactada por vía diplomática. Pero esto, en lo que rara vez piensa, apenas lo recuerda; no frecuenta el vacío que su país le ha dejado. Debe afirmarse sobre sus piernas doloridas para atajar la respuesta de su oponente: una volea con la que gana el partido y el derecho a dejar la lucha. De las tribunas baja un clamor que la alivia, como lluvia sobre tierra agotada; cambia de mano la raqueta y tiende el brazo, recto, sobre la red para recibir la felicitación de su rival. Ésta, alemana, se acerca desde el fondo del campo opuesto, súbitamente frágil en su leve carrera de vencida. Su cara, cuyos rasgos Olga distingue por primera vez, tiembla dividida entre una mueca de amargura y la obligada semisonrisa; la boca es la frontera que divide, como el viejo muro, el territorio conquistado. Olga siente la otra mano, húmeda en la suya, y el clamor de las tribunas vuelve a hacerla pensar en agua: el ruido de una zambullida, la imagen de Dora, su hermana, campeona de natación, hundiéndose en el silencio azul de la piscina y dejando a sus espaldas el estampido de su cuerpo contra el agua. El contacto con su rival es mínimo: ni bien toman cada una la mano de la otra, aflojan la tenue presión de los dedos; como automóviles a punto de chocar, enseguida sus miradas se desvían evitando el accidente. Después se pierden de vista; cada una es sumergida entre los brazos y atenciones de su equipo, que las consuela o felicita, las abriga, las protege. Olga piensa otra vez en su hermana: cuando desaparecía en lo hondo del río y ella buscaba con la mirada, incapaz de prever por donde reaparecería la cabeza, en ese entonces todavía sin gorro. ¡Hace tanto que en su cabeza no aparecía esa imagen! Clasificada para la semifinal, Olga deja el court atrás; ya en el hotel, llama a su hermana: ésta, que ha visto el triunfo en televisión, la felicita; pero agrega: “Tuviste suerte”. Olga, que siempre la ha tenido, no sabe qué decir; contesta “gracias”, como si entre la felicitación y su respuesta Dora no hubiera dicho nada. Pero al día siguiente, durante el entrenamiento, el recuerdo de lo dicho abre en su pecho una desazón; y por la noche, en la cama, nerviosa en vísperas del partido, reza. La religión de sus padres, perseguida por el estado y ahora de regreso; su patria, donde el deporte ha sido, para ambas hermanas, la tabla de salvación. A la mañana siguiente, durante el desayuno prescripto, su entrenador procura mantenerla concentrada: dosifica palabras, bocados, silencios, y ella, dócil, se deja flotar y endurecer. Entra en estado: siente sus fuerzas reagruparse, sus sentidos volver en sí como jinetes a sus monturas; siente otra vez, en el sordo murmullo del país ajeno, la corriente del río donde aprendió a nadar, ese río que conserva su nombre, al contrario que las tierras que divide; siente a su hermana progresar en el agua, escucha sus brazadas, presiente su éxito en la competición y se monta en esa corriente; montada en ese envión sale al court, atenta al juego, a su gratuidad, olvidada de aquel suelo cuyo sentido dos veces se ha borrado, primero por la violencia y después por la miseria. Su rival, afroamericana, dispara; ella responde, violenta, y redoblando el impulso salta hacia adelante, se lanza al corazón del azar: entonces, su suerte cesa. Sus ataques, uno a uno y sin falta, son pacientemente contestados por la atleta distante que, desde el fondo del campo contrario, lánguida y alerta, centrada, mide todos sus golpes y demora cada saque hasta haber apuntado bien. Ella no puede jugar así, no tiene dónde replegarse, está para siempre obligada a precipitarse y rematar; pero el riesgo requiere un azar favorable y ese don, hoy, no se le concede. En el silencio del desconcierto, vuelve a oír la voz de Dora. El juego sosegado de su rival la humilla. Se le nubla la vista: como las caras que la rodean siente la suya desdibujarse, sus facciones temblar bajo el ojo del sol, igual que cuando Dora, jugando, la retenía bajo el agua y la miraba ahogarse. Cuando se eleva, junto a la red, para alcanzar la pelota que va a sobrepasarla, todo el estadio contiene el aliento: ningún mortal podría sostenerse en esa altura. Pero si ella hubiera visto el salto, el golpe, la pelota convertida en proyectil y el cuerpo humano en arma, tampoco se habría reconocido. Devuelta al suelo marcado, entre el fallo favorable del juez, el desconcierto de la otra tenista y el aplauso del público arreciando, feroz, salvaje, sola, Olga renace; ya está mucho más cerca de occidente; confundida con el sudor, una ola de frialdad hacia su hermana la recorre.

Grito de victoria
«…ella responde, violenta, se lanza al corazón del azar…»