Las variaciones Potemkin VII-IX

Agradezco a Alfredo Balmaceda el relato oral que inspiró estas variaciones.

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Buenas noches, Moscú

VII

Cuando muchas cabezas anónimas levantan

la frente, una tras otra, en movimiento inverso

al de la baraja que arrastra sin esfuerzo

naipe tras naipe en la caída que los imanta,

¿cómo resistir la tentación de disparar

al azar, restando cabezas a la razón

que les da ese movimiento, esa tensión

entre la fuerza de las armas y su mirar?

Fluye el Volga llevándose la sangre vertida,

lavando, suave, las manos aún humeantes,

del lado del orden frente a lo repentino.

Al paso del crucero se somete la vida

de pie en las orillas, bajo los ojos constantes,

con su amor fingido, sus pasteles y su vino.

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Adiós, siglo veinte

VIII

Frío mundo cerrado con armas en conserva

y un solo rival a la fecha de vencimiento

por implosión del sistema y estallido lento

del arsenal que, vencidos, arrasa aún la hierba.

Entonces era un imperio con otro enfrente,

cada uno con sus colonias y un muro en medio,

diversión despreciable contra heroico tedio

amenazando los dos con obrar en caliente.

Escila a un lado del muro, Caribdis del otro.

Canciones escritas con sangre en ambas mejillas.

Largas lágrimas corriendo por la gruesa piedra,

sin cara visible desde que el tiempo es otro.

Pues la estepa se ha tragado las orillas

y trenza sobre el río su ilimitada hiedra.

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Había una vez en el este

IX

El crucero Potemkin progresa a tantos nudos

que resulta imposible soltarse o contarlos.

Qué lejanos parecen los cosacos tan rudos,

el zar que elevó una ciudad o los que amarlos

exigieron a súbditos aún más distantes

de sus vidas paralelas que ellos de las nuestras.

Crucero, acorazado y actual, como antes,

rompehielos doquiera que resistencia muestra,

con la mano y el ojo de hierro de zarina

y general, como sus previas generaciones,

el bastardo en el trono, inmutable, elimina,

siguiendo la tradición, cuanto se le opone.

Ni el fuego que refleja funde el Volga helado

jamás, ni sus aguas un fuego han apagado.

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Las variaciones Potemkin IV-VI

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Viraje a babor

IV

Flores cubiertas de hollín ayer y hoy segadas,

que igual como estrellas de mar se reproducen.

Y todas queriendo comer y aunque producen,

con la mesa vacía. Crecen rosas blindadas

y el antiguo crucero es un acorazado

sobre el que el capitán ya no manda marinero

alguno, capitanes todos del buque entero

que llama a las costas a no quedarse a un lado.

La flota del zar dispara a las escalinatas

y nadie cae, sino que vivo se levanta

el viejo león de piedra, que ruge y que canta

con todos sus dientes la victoria de las ratas.

Nadie abandona el barco en la tormenta

y quién es quién junto al timón aún no cuenta.

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Sólo otro camarada

V

La misma dinastía con otro apellido.

Después de sufrir bajo la voluntad de hielo

que fluye por la sangre jamás coagulada

hasta cortar la vena, volver a ser herido

en y con la misma fe, ahora ya sin cielo,

y sufrir la suerte de la clase derrocada.

“Ésta es una conversación entre amigos”,

respondía la voz con bigote al recelo.

“Doy mi opinión como cualquier otro camarada.”

Al brazo armado de hoy, donde ve enemigos,

tampoco le tiembla el pulso, pero sin velo.

Fluye el Volga arrastrando la sangre derramada

todavía y lloran herederos y testigos,

pobres súbditos igual que en tiempos del abuelo.

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Río rojo

VI

Cine mudo: se oye aún correr el tiempo,

como río mecánico que fluye en las ruedas

del mecanismo del proyector. Va tierra adentro

todavía el tren siniestro, siempre a ciegas

y sin poder cambiar el rumbo: eternamente,

como a partir de los primeros deportados

a la nieve, a la distancia, de donde vuelven,

desencarnados, en continuado, sin humano,

los proyectos trasnochados soñando el alba

roja, que en su tiempo sólo era imaginable

a partir de la saturación de zonas blancas.

De grises inquietos está hecho este arte

que imprime la duda sobre los recios murales

y agita sobre la piedra los sepultos mares.

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Entusiasmo, Dziga Vertov, 1931

 

Las variaciones Potemkin I-III

En los buenos tiempos de los Romanov, la zarina Catalina la Grande solía remontar el Volga aclamada por su pueblo, ordenado en entusiastas legiones a ambas orillas por su amante, el enérgico general Potemkin, también a bordo.

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Un paseo por el Volga

I

El crucero Potemkin divide la llanura

reunida por la mirada de imán que la siega.

Va surcando unos mares de trigo cuya altura,

pintada sobre el muro más alto de la vega,

ondea amenazante sobre toda figura,

ahogando cuanto no se eleva al llano. Riega

las dos márgenes sin margen el río sin sueños

y crece la multitud hija de un solo nombre,

con sus hoces al viento como soles pequeños

cuya luz viene toda del sable del gran hombre

firme entre lo que tiembla, las aldeas, sus dueños,

el agua que lo sostiene y su propio renombre.

Inclinando los mudos trigales a su paso,

el crucero Potemkin da proa al campo raso.

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El general y la zarina

II

La zarina terrible siega el horizonte.

Como pueblos conquistados, el suyo desfila

firme en fachadas enfrentadas a la orilla

del río nacional, cuya indiferencia rompe

el paseo de hierro por la dicha blindada

de las almas cautivas en forzada defensa

de sus cuerpos, al contrario, propiedad sin venta,

ofrecida a unos dueños a los que, en cambio, ata.

Detrás del aclamar, la miseria sobrevive,

alojada en las grietas de espaldas al río.

El mural se desliza sin ser interrumpido

por discordia alguna junto al barco, que sigue

descubriendo un continente que entero confirma

lo que el blanco pie fugaz de la zarina afirma.

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Los magníficos Romanov

III

A bordo del crucero que no toca la costa,

el general va pasando revista a la leva

dispuesta frente a frente en dos filas angostas.

Detrás, más allá de estos murales, donde nieva

de verdad en un espacio y tiempo interminables,

sigue sin haber huella del esplendor mostrado

por el agua a la tierra en su reina admirable

y por el pueblo, reconocido, reflejado.

Todo imperio compite sin cesar con los años,

hasta que cesa cuando otra antorcha se refleja

en el río al que dan igual bienes y daños

porque ninguno deja marca en su piel vieja.

Mientras tanto, cada cuerpo adopta la forma

que salve su cabeza del dueño de la horma.

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Contribución para celebrar el premio Nobel

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Literatura para cantar

Música comprometedora

Woody Guthrie: “Pete Seeger es un cantante de canciones folk, Jack Elliot es un cantante de canciones folk, pero Dylan… Dylan es un cantante folk.” En los años sesenta, Dylan asume toda la tradición de la música popular norteamericana y la renueva irrevocablemente con el pasaje a la electricidad, que ocasionó tantas resistencias al desprender ese material del contenido y la forma exigidos por los ideólogos del momento y los tradicionalistas de siempre, esos mismos en cuyas manos Pasolini recomendaba nunca abandonar la tradición. En ese par de años, ‘65, ‘66, Dylan deviene una encrucijada que redistribuye, como Memphis y otras ciudades semejantes en su país, territorios, vehículos y caminos, en este caso, a partir de una figura inédita, capaz de reunir en un solo intérprete, en un mismo cuerpo, imágenes antes incompatibles como las de folksinger, rock star, ícono cultural y autor de textos que desbordan las clasificaciones literarias vigentes, entre otras, para romper, proponiéndoselo o no, los compromisos establecidos por relaciones anteriores y provocar elecciones novedosas con consecuencias no previstas, ni siquiera desde el punto de vista del que había arrojado la piedra sin poder ver lo que tenía en la mano antes de abrirla. La conocida contradicción entre la resistencia despertada y el éxito obtenido, dos escándalos, puede leerse como otra forma de la polisémica ambigüedad de esas canciones.

 

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Un hombre de letras en la carretera

Ángel de lata

Era tarde en la noche cuando el Jefe llegó a casa
A una mansión desierta y a un trono desolado
El siervo dijo «Jefe, la señora se ha ido
Desapareció esta mañana poco antes del amanecer.»

«Si tienes algo que decirme, dímelo ya, hombre
Vamos al grano lo más rápido posible»
«El viejo Henry Lee, jefe del clan
Llegó a caballo por el bosque y la tomó de la mano.»

El Jefe se recostó rígido en su cama
Maldijo el calor y se agarró la cabeza
Reflexionó sobre el futuro de su destino
Si esperaba un día más sería demasiado tarde.

«Ve a buscar mi abrigo y mi corbata
Y la mano de obra más barata que el dinero pueda comprar,
Ensilla mi yegua parda
Si me ves pasar di una oración por mí.»

Bueno, cabalgaron toda la noche y cabalgaron todo el día
Hacia el este por la ancha carretera
Su espíritu estaba cansado y su visión gastada
Sus hombres lo abandonaron pero él continuó adelante.

Llegó a un lugar donde la luz era pálida
Su pobre cabeza golpeando en su cráneo
Su corazón pesado estaba atormentado por el dolor
El insomnio hacía estragos en su cerebro.

Bueno, tiró su casco y su espada
Renunció a su fe, negó a su Señor
Se arrastró sobre su vientre y puso su oído contra la pared
De una forma u otra iba a poner fin a todo.

Se inclinó, cortó el cable eléctrico
Se quedó mirando las llamas y resopló en el fuego
Miró a través de la oscuridad y alcanzó a ver a los dos
Fue difícil saber con certeza quién era quién.

Se dejó caer sobre una cadena de oro
Sus nervios temblaban en cada vena
Sus nudillos estaban sangrientos, absorbió el aire
Pasó los dedos por su cabello graso.

Se miraron el uno al otro y chocaron sus copas
Una sola unidad inseparablemente conectada
«Tengo el extraño presentimiento de que hay un hombre cerca».
«No te preocupes por él, no podría dañar ni a una mosca.»

Desde detrás de la cortina el Jefe cruzó la sala
Movió sus pies y cerró la puerta
Las sombras ocultaban las líneas en su cara
Con toda la nobleza de una raza antigua.

Ella se dio la vuelta y la sobresaltó una mirada de sorpresa
Con un odio que podría llegar hasta los cielos
«Eres un tonto imprudente, lo puedo ver en tus ojos
Venir hasta aquí no fue de ninguna manera sensato.»

«Levántate, párate, muchacha de labios codiciosos
Y cúbrete la cara o sufre las consecuencias
Estás haciendo que mi corazón se sienta enfermo
Ponte la ropa en un santiamén.»

«Chico tonto, me crees una santa
No voy a escuchar más tus palabras de queja
No me has dado nada más que las mentiras más dulces
Ahora cierra la boca y llénate los ojos.»

«Te he dado las estrellas y los planetas también
¿De qué sirven estas cosas para ti?
Inclina el corazón, si no la rodilla
O nunca más este mundo verás.»

«Oh por favor, no dejes que tu corazón sea frío
Este hombre es más querido para mí que el oro.»
«Oh mi querida debes estar ciega
Es un mono cobarde con una mente sin valor.»

«Ya te has metido demasiado conmigo
Ahora soy yo el que determinará cómo serán las cosas.»
«Trata de escapar», insultó y maldijo
«Vas a tener pasar sobre mí primero.»

«No dejes que tu pasión te domine,
¿Cree que mi corazón es el corazón de un necio?”
“Y usted, señor, no puede negar
Que ha hecho un mono de mí, por qué y para qué.»

«Suficiente de esta charla insultante
El diablo te puede llevar, yo me encargaré de eso
Mire con agudeza o hágase a un lado
O en la cuna desearías haber muerto.»

El arma explotó y el disparo sonó claro
La primera bala le rozó la oreja
La segunda bala fue derecho a él
Y se inclinó en el medio como un alfiler torcido.

Se arrastró hasta la esquina y bajó la cabeza
Agarró la silla y agarró la cama
Se necesitaría más que aguja e hilo
Sangrando por la boca era tan bueno como muerto.

«¡Mataste a mi marido, desalmado!»
«¿Qué marido?, ¡Marido! ¿qué diablos quieres decir?
Él era un hombre de lucha, un hombre de pecado
Yo lo liquidé y lo tiré al viento.»

«Escucha esto» dijo ella con una respiración furiosa
«Tu también conocerás al señor de la muerte
Fui yo quien llevó tu alma a la vida.»
Y luego levantó su túnica y sacó un cuchillo.

Su rostro era duro y estaba cubierto de sudor
Le dolían los brazos y sus manos estaban mojadas
«Eres una mujer asesina y una esposa sangrienta
Si no te importa tomaré ese cuchillo.»

«Somos tal para cual y nuestra sangre corre ardiente
Pero no somos similares en cuerpo o pensamiento
Todos los maridos son hombres de bien, como todas las esposas saben.»
Entonces ella le perforó el corazón y la sangre fluyó.

Sus rodillas se aflojaron y alcanzó la puerta
Su destino estaba sellado, se deslizó hasta el suelo
Le susurró al oído «Todo esto es culpa tuya,
Mis días de combate han llegado a su fin.»

Ella tocó sus labios y lo besó en la mejilla
Trató de hablar, pero su respiración era débil
«Tu mueres por mí y yo voy a morir por ti.»
Puso la hoja del cuchillo en su corazón y se lo atravesó.

Los tres amantes juntos en una pila
Arrojados a la tumba a dormir para siempre
Antorchas funerarias ardían
A través de las ciudades y los pueblos, toda la noche y todo el día.

(De Tempest, 2012, traducción encontrada en Internet)

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La clase representada

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Televidentes: ver y ser vistos

Un antiguo pronóstico de Philippe Muray: La televisión está a punto de preguntarse si no habrá una vida después de la televisión. Cada vez más secretos se le escapan. Se la está engañando. Cornudo pero en absoluto feliz, el Espectáculo corre el riesgo de volverse maligno. ¿Se osará preferir otra cosa? Puede ser. Así que tiembla. Sufre. Como tiene su fin en sí mismo, su necesidad de sobrevivir se opondrá cada vez más a la vida de la gente. Ya no obedecerán sus invitaciones sino aquellos que no tienen para decirle más que lo que él mismo ya sabe y ya ha dicho. Aquellos o aquellas que tendrían algo que decir, no vendrán jamás a decirlo. Se ha acabado. No confesarán ni bajo tortura. Han comprendido que, con esta técnica del testimonio, del relato íntimo y la confesión, lo que se busca es matarlos. Han visto, han percibido en acto el odio impulsivo de los medios hacia el individuo. Cada vez más aislados del medio humano que una vez aterrorizaron y que presionaron con todas sus fuerzas para sobrevivir, los medios ven comenzar su lenta declinación…   

            ¿Se ha cumplido algo de esto? A pesar del rumor constante que rodea en nuestros días al mainstream, a pesar de la interactividad y la intercomunicación lateral permanente entre los miembros de un público muñido vía Internet de cada vez más ventanas a las que asomarse para dispersar su atención en lugar de enfocarla en una sola pantalla, la tele sigue siendo el referente cultural más universal entre los contemporáneos de todo el mundo. Todo el mundo conoce, aunque sea de oídas, lo que allí se cocina, o se ve obligado a fingir estar al tanto como parte de la forzosa estrategia de actualización permanente necesaria para el animal urbano contemporáneo. Por otra parte, la proliferación de pantallas más allá de los canales de aire no es tanto el cáncer de la tele de siempre como su continuación por otros medios, su especialización y segmentación en función de su público, tan creciente como la población mundial. De tal manera que todo revierte. Y así, a medida que avanzaba el siglo XXI, los escritores, esos clásicos ejemplos de individualismo moral y laboral, se han ido pasando en masa a la TV, o eso han dicho más de una vez los medios atendiendo a y promocionando unos nombres erigidos en representación de un arte u oficio. Guiones originales firmados por autores lo bastante prestigiosos como para aspirar a multiplicar los receptores de sus obras por el medio audiovisual, dinámicas adaptaciones de voluminosas novelas clásicas traducidas de este modo al lenguaje propio de este tiempo, todo parece contribuir a instalar la biblioteca en el living o el comedor del hogar, o en alguno de sus satélites móviles. Pero lo novedoso no es esto, sino otra cosa: la idea, primero cada vez más repetida y después ya asimilada entre quienes siguen las novedades culturales, entre quienes, en consecuencia, más se actualizan y constituirían por eso, al menos en teoría, el público más activo, el de vanguardia, podría decirse, de que la mejor narrativa actual es la que ofrecen las series televisivas. O algunas de ellas, las más emblemáticas, desde ya clásicos como Los Soprano, The Wire o Mad Men hasta las más nuevas House of Cards, The Walking Dead, Orange is the New Black y unas cuantas más dotadas de ese acatado, reconocido poder de seducción y convicción.

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Un formato adecuado a todo

Esta idea es a la vez acertada y conformista, por las mismas causas que vinculan el perfecto dominio de un medio con su decadencia. Pues todas estas series manifiestan una calidad indudable y hasta ejemplar en su realización, pero una calidad serial: la satisfacción de una medida standard, una de cuyas dimensiones es la variedad. Dentro de cierto límite. Representan algo así como el grado último de una civilización en determinado terreno, la narración de ficciones, por ejemplo, y si son tan atractivas para los aprendices de guionista y otros oficios vinculados a la producción de ficciones es justamente porque todo lo que se puede aprender al respecto pareciera estar allí: construcción de tramas y escenas, caracterización de personajes principales y secundarios a cargo de actores expertos en la administración de sus recursos, absoluto y tan virtuoso como ubicuo profesionalismo en los rubros técnicos, todo ello, además, guiado por una conciencia ya instintiva de la circulación de la cultura, lo que permite un tipo de narración extremadamente sintética cuya eficacia a menudo impacta como insuperable. Borges dijo alguna vez que luego de tanto intentar expresar había llegado a la conclusión de que el lenguaje sólo permite aludir. Aquí hay algo de eso: el guiño, el sobrentendido, la velocidad expositiva y la economía gestual son otros tantos signos de una inteligencia entre el emisor y el receptor que justifica absolutamente la atención y los elogios recibidos; “inteligente”, de hecho, es el adjetivo sutil con que suelen recomendarse estos productos y no hay duda de que quien desee comprender cómo funciona una máquina narrativa perfectamente aceitada y moderna encontrará en ellos con qué entretenerse. La dramaturgia como escuela narrativa: al prescindir de la figura del narrador, tan presente hasta en la más objetiva de las novelas, el relato audiovisual se muestra autosuficiente en su exposición de hechos ligados cuyo mero ordenamiento sin explicaciones añadidas le basta para darse a entender. No hace falta intérprete: los actores son, en última instancia, objetos de una mirada que comprueba lo que ya sabe, pues la visión a que remiten los hechos es mucho menos particular que social y finalmente se apoya siempre en algo familiar, consensuado por más resistido que parezca. Es lo que se espera encontrar, ya que todo se orienta a satisfacer una expectativa y en ese camino los desvíos pronto son corregidos. El desvío es el margen que permite el suspenso, donde un gesto ambiguo o un dato incierto abren un paréntesis, pero éste ha de cerrarse antes del final o sofocarse en su atmósfera aislada. El equilibrio exige la restitución del conjunto y en éste las pérdidas han de estar justificadas. Lo que vale para toda ficción tradicional, pero en la producida industrialmente se erige en garantía de calidad y a la vez en límite a la expresión personal, a la manifestación de lo irrecuperable, contrario al espíritu de empresa, y sirve de normativa bajo la cual homologar a los autores como modos de una sustancia dominada. Lo fuera de serie, lo intrínsecamente heterogéneo, ha de quedar, precisamente, fuera. De lo que queda dentro, pulido en cada arista de su diferencia, de estas ficciones, anárquicas y ordenadas como la economía que las produce, ¿se puede decir en cambio, aun cuando a menudo cuenten con firmas reconocidas, que en ellas predomine la visión de un autor? ¿No es la dirección, la función artística que solía atribuirse al autor de ficciones audiovisuales, aquélla que reúne en estos productos, con mayor evidencia y en el más alto grado, calidad e impersonalidad? ¿Quién es el responsable –el autor- no ya del acabado formal como puesta a punto de un relato o espectáculo, sino de lo que tal labor de estilo significa? La remake, de inspiración teatral ya que su esencia es representar lo ya representado, pone en juego y en escena, con una precisión manierista sólo comparable a su ambigüedad crítica, la coincidencia posible entre una educación superior y la esterilidad de la decadencia. La serie, como principio, aplica una oscilación semejante entre repetición y variación, de manera que todo lo nuevo esté de algún modo prefigurado en lo anterior y así previsto, lo que es propio también de todo género. En la tradición un argumento nuevo entra sólo por accidente, es decir, en oposición a todo sistema de control y seguridad. Un gran artista o pensador es aquel capaz de poner a la tradición en contradicción consigo misma: así es como ésta revive y amplía sus fronteras, no mediante su reafirmación a través de ejemplos que la confirman. Siendo así, no basta el control de calidad para garantizar la suprema excelencia; es más, ésta no sólo se opone a tal control, sino que nace por oposición a él aun si aspira al dominio de sus medios. La industria no produce de por sí grandes artistas y en cambio sólo es grande, artísticamente, a su servicio. ¿Puede haber un gran arte colectivo? Sí, pero sólo cuando se sale de programa, cuando ya la calidad no depende de una norma. Cuando el saber que lo sostiene vacila, en lugar de que sus practicantes vacilen respecto a éste. Lo producido desde un conocimiento pasible de ser enseñado con total claridad puede dar cuenta de una máquina perfectamente aceitada y del trabajo de los obreros más calificados, pero en el campo de la expresión la novedad no viene del concepto, sino de la materia. Del cuerpo que piensa. Ése es su origen, el origen, la fuente de la originalidad, y es su margen de extrañeza respecto a la previsión del concepto el que desarrolla a éste. ¿Puede considerarse la mejor posible una narrativa dotada con los mayores recursos de la cultura de su época, pero falta de ese elemento no asimilado que incluso procura conjurar?

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El espectáculo del público

Para el arte en concreto existe siempre, en representación más o menos parcial de toda la humanidad, un público concreto. El público al que se ofrece una imagen a su medida conforma la clase representada. Los que a ella querrían sumarse procuran verse en esa imagen, que aunque no haya sido pensada para ellos está dispuesta siempre a sumar imitadores. La clase representada cuenta con una imagen y esa imagen propuesta en todas partes puede representar a la humanidad, pero siempre parcialmente, y no sólo por lo que deja al margen, sino por la particularidad de sus convenciones, a la que debe su identidad. Por más que aspire a la universalidad a través de sus atributos, la clase representada sólo tiene de universal aquello que encarna sin poder apropiárselo, aquello que sigue al margen de su dominio por más que habite en su propio seno. Pasolini, que vio el nacimiento de nuestro tiempo y lo describió en las poesías que compuso durante el así llamado “milagro italiano”, habló de “una sociedad inmensamente ensanchada y aplanada”, imagen que no deja de corresponderse bastante bien con la del público televidente actual. Si esa inmensa sociedad de semejantes ve reflejada en la calidad uniforme de estas producciones su propia calidad de vida y en la multiplicidad de tramas liberadas en apariencia de toda otra ley que la del suspenso la diversidad sin destino prefijado de su propia historia, también es posible echar en falta en esas obras aquello que justamente no se presta a la serie: lo que la interrumpe y muestra así el límite de aquella, al otro lado del cual, como de una frontera, se habla otra lengua, tal vez se piense otra cosa. En la red de las comunicaciones, ese corte abre un espacio; y es a través de esa brecha que el tiempo abolido por la instantánea circulación de datos vuelve a mediar entre lo dicho y lo oído, lo mostrado y lo visto. Si produce un sobresalto, esto se debe a que introduce, o reintroduce, una dimensión de las cosas en el mismo espacio donde fue negada y así borrado, con su escenario, el movimiento posible en ella. Una especie de brusca aceleración vertiginosa o, al contrario, la sensación de una súbita demora virtualmente infinita, son propias de estos momentos de iluminación en los que el presente aparece intensificado por la coincidencia, en él, de evocación y pronóstico. Iluminación: la entrada de lo exterior en un espacio cerrado, más allá de la amplitud y variedad de especies de tal jardín e incluso de sus propias luces, imitaciones del sol. Un fenómeno tan extraño y en contraste con lo mundano, aunque ilumine el mundo, que por ese mismo contraste en ocasiones llegó a suponérsele un carácter divino.

Pues la inspiración, en primera instancia, es un movimiento contrario al de la comunicación. Consiste en una interiorización, en tomar aliento, como la palabra lo indica, y encierra en sí, dejando toda comunicación en suspenso, lo concebido antes de darlo a luz o, ya que ha de encarnar en el lenguaje que hace posible su existencia, de expresarlo. La comunicación en “tiempo real”, como se dice, en realidad cumple su ideal de plenitud en la abolición del tiempo, en la negación de la distancia y la diferencia entre dos momentos. Nunca anochece en el circuito de la comunicación, cuyo ideal es la simultaneidad, por no decir la identidad, entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se entiende. En cambio, la inspiración se opone a este continuo, introduciendo en él precisamente una interrupción, la posibilidad de un tropiezo, lo que no se entiende, o al menos no del todo ni de inmediato. Se ha descrito al inspirado muchas veces como un ser momentáneamente enajenado, fuera de este mundo. Menos habitual resulta su consideración desde la perspectiva opuesta, reveladora de su apertura a lo fuera de código, por la que lo excluido puede penetrar el interior y a la vez situarlo en un contexto, relativizando la universalidad del ejemplo y demostrando que la zona urbanizada no es totalidad sino fragmento, local y no universal. En el caso de las series norteamericanas tan seguidas hoy en todas partes, remitiendo esos personajes estadounidenses erigidos en modelos internacionales a su origen, causas y condición, es decir, al interior de los límites de su cultura, clase social y medio ambiente, más estrechos naturalmente que los del amplio público que se mira en ellos, al margen de que éste sueñe, desde su no buscada heterogeneidad, con ese imaginario homogéneo.

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Una voz de otro mundo

Sería una visión realista, a pesar del idealismo implícito en nadar contra la corriente. Pero es sabida la resistencia que por lo general, salvo en momentos excepcionales, encuentra este tipo de intervención. El corte, la interrupción, casi nunca son oportunos y rara vez bienvenidos. Sobre todo en una época en la que, a pesar de la intercomunicación general, el temor más constante y extendido es el de la exclusión del circuito de los intercambios, cuyo reparto de roles sirve de justificación a la vez que de conducto alimentario para cada boca necesitada. La clase representada ya descrita es especialmente dependiente de este circuito por el cual es la distribución la que dirige la producción, con el consiguiente efecto sobre cada individuo aislado. El suspenso, elemento principal en la constitución de la narrativa serial, hace un uso continuo, en las tramas que gobierna, de este miedo a quedar fuera de juego, abismo que atraviesa el tablero y en función del cual evolucionan las piezas, es decir, los personajes. Lo que vale también para marcar la contemporaneidad de estas producciones y su diferencia respecto al cine del período anterior, cuyos protagonistas aspiraban a una plena autonomía insostenible a los ojos del hoy. Si en la sociedad en apertura de una economía en expansión se ofrece siempre un exterior, un más allá que aparece como tierra prometida, en la apretada sociedad de una economía recesiva las posibilidades de liberación resultan mucho menos figurables, y sobre todo reconocibles. Salir de un medio asfixiante era la vieja consigna, entrar o permanecer dentro de la atmósfera oxigenada sería la nueva. Esto es una simplificación, pero en el apego a los argumentos donde todo, por descabellado que sea, cierra, por sobre otras visiones que abren nuevas perspectivas aunque éstas sean inciertas puede verse el predominio o la mayor credibilidad actual de una opción sobre la contraria. Posiblemente es otro efecto real, opuesto a lo esperado, de la desregulación de las costumbres acaecida en la segunda mitad del siglo veinte: la necesidad, en un mundo que sustituye los lazos físicos por otros virtuales, de una continuidad que provea el suelo cotidiano perdido en un espacio arrebatado por los nuevos medios de sus propietarios, o por la nueva gestión del poder sobre él. A esto se presta mucho mejor una serie, e incluso el modelo mismo de lo serial, como se aplica en la música o en la industria, en la fabricación en serie, precisamente, con su combinación de repetición e innovación, su voluntad de adaptar la oferta a la demanda y de conservar en aumento la atención captada, y sus códigos más o menos sofisticados pero siempre basados en la experiencia común, social –en especial la de la “clase representada”-, que otras formas de expresión, por cierto minoritarias hoy en cuanto a su público, tales como la poesía y el arte en general excepto al servicio de la industria del entretenimiento. En este concierto, la voz que no responde al espíritu gregario, sino a una “experiencia interior” (Bataille), desentona. La comunión que propone es de otra índole y exige un apartamiento, un corte que se corresponda con el que el lenguaje poético practica en el tejido de la lengua colectiva. Ese apartamiento, ese adentrarse en lo que no se entiende de inmediato en los términos de la comunicación corriente, es un movimiento no enemigo por principio, ya que cada persona puede recorrer el mismo camino de ida y también de vuelta, pero sí que se orienta, en la práctica, en dirección opuesta al polo de la  integración social. En momentos en que ésta además cede, en que pesa sobre casi cada uno la amenaza de exclusión con un rigor mayor que en otras épocas, dejarse llevar por él supone un riesgo excesivo y en cambio todo lo constante, lo que permita a cada uno establecer hábitos y reconocerse en unas costumbres, contribuye a la afirmación sobre un suelo que la realidad misma se ve como empeñada en licuar. Volar es un lujo para la especie terrestre, pero las series, con su combinación de repetición y variedad, su continuidad escanciada en breves aventuras que siempre vuelven al árbol central, aunque éste mientras crece también agonice, ofrecen un acompañamiento perfectamente adecuado a la imposibilidad de hacerlo. Incluso aportan, en el caso de las de mayor calidad, una gota de inteligencia en medio de la ola de trivialidad y vulgaridad desatada por el hundimiento de la cultura coincidente con la multiplicación de los medios de representación que la élite de la “clase representada”, difícil de contentar, ha de beber con gratitud. Sin embargo, también estas producciones, las que en su hora triunfal fueron saludadas por más de uno como “la mejor narrativa actual”, dejan algo insatisfecho, parecido al descontento que una mayor calidad de vida no sacia. Después de todo, no son sino el resultado de una inversión del capital cultural y expresan más que nada esa riqueza, su significado último. Tal como lo ilustran todos esos asesinos, tan reincidentes en sus actos como en la ficción, que desde hace mucho tiempo cuenta con ellos como miembros estables de su elenco, hay una pulsión mortífera en lo serial. Ésta remeda la vital, en su ciclo constante de apetito y consumo, postergando ambas el ilusorio desenlace en la imposibilidad de satisfacción definitiva: continuará, o el ciclo recomenzará bajo otro nombre tras agotar su potencial de temporadas. Los finales suelen ser lo más cuestionado, ya que ninguno puede ofrecer una perspectiva tan grata como la alcanzada al cabo de cada episodio en los pasados días triunfales de la serie, cuando la trama se desplegaba con cada vez más ojos prendidos a sus alas y pendientes del próximo paso. Hace falta entonces un debate, como los que son tan habituales en las redes sociales, a manera de duelo y acuerdo con el destino, ficticio, al que habrá que sobreponerse. Lo fuera de serie, en cambio, nunca llega a instalarse así. No es echado de menos en la tertulia diaria. Pero su visita es inolvidable para quien la recibe. Pertenece a otro orden, o a ninguno, puesto que no admite sistema ni, como tampoco la memoria involuntaria, programación. Es la pieza que le falta a la serie, por lo que ésta siempre ha de continuar.

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