Tony Soprano editor

"Always keep an eye on the big picture"

No siempre es el doctor el que provee las recetas. Un joven autor de talento con el que me encuentro colaborando ahora mismo me ha recordado, lanzados ambos al desafío de armonizar las variadas voces e intrincados relatos que confluyen en su novela, el excelente consejo sin duda seguido por sus guionistas que Tony Soprano no dejaba de repetir a sus hombres y estos unos a otros tras él: “Always keep an eye on the big picture”, que el doblaje transformaba en algo así como un correcto pero mucho menos concreto “Nunca pierdas la perspectiva de las cosas”. Mientras él reescribe y yo edito, tenazmente, procuramos entonces mantener siempre en perspectiva el “cuadro grande”, la mesa de juego con todas las apuestas a la vista o la visión de conjunto de la que los detalles extraen su proporción y su sentido. Pero, como el célebre bosque detrás de los árboles, ese cuadro tiende a perderse al no darse nunca por entero ni en directo, sino sólo reflejado sesgadamente en sus detalles; pues, como dijo Borges, la única palabra prohibida en una adivinanza sobre el ajedrez es justamente “ajedrez”. Aunque, pensándolo bien, es difícil que baste nunca una palabra para definir el conjunto heterogéneo y heterodoxo que se supone que es una novela original.

Soprano, en general siempre apremiado por las circunstancias, habría perdido la paciencia hace rato y estaría conminándome a ir al grano. Si él fuera nuestro editor, esto es, nuestro publisher, ¿a qué big picture se estaría refiriendo? Cabe suponer que a uno en el que cupieran muchos lectores, pero no solamente; los lectores, por muchos que puedan llegar a ser, siguen siendo también una parte del cuadro, no todo. ¿Y entonces? Presionado por mí mismo, ahora que me he extendido hasta aquí, no me queda otro remedio que arriesgar una hipótesis.

Tony the Publisher

¿Cuál? La siguiente: si, como dijo Brecht, el verdadero realismo no consiste en cómo son las cosas reales sino en cómo son realmente las cosas, el “cuadro grande” es irreductible a marco alguno que una mirada pueda abarcar; en otras palabras, es invisible. Exactamente aquello, además, de lo que se ha dicho que “si no se puede hablar, hay que callar” (LW). Lo que señala la verdadera pista de por dónde van los tiros en una novela: no las palabras, sino la acción que éstas encubren, justamente nunca aquella que puede verse o seguirse a través del relato o de la descripción. Y aquí quedamos el autor, yo y casi seguro los futuros lectores tanteando en la oscuridad si no queremos perder de vista lo esencial: eso que es “invisible a los ojos” y requiere de semejante pleonasmo para dar cuenta de su inefabilidad. ¿Qué es lo que pasa en una novela? Una respuesta de no más de dos líneas en cada caso sería la única prueba contundente de que hemos comprendido y quizás el único informe de lectura que la paciencia de Tony the Publisher estaría dispuesta a admitir.

Edición a medida

The final cut

Cada editor, por más profesional que sea, tiene un modo distinto de editar; vale decir, una manera propia de leer. Cuando se habla de que un manuscrito necesita un editing, por ejemplo, en general quiere decirse sobre todo que hay que hacerle cortes, que sobran páginas y que falta elipsis; personalmente, sin embargo, yo no suelo tachar tanto sino más bien cambiar las cosas de lugar. El capítulo 25 se convierte en el primero, el primero es partido en dos y distribuido en el interior del texto, el desenlace se disimula páginas antes de que acabe el libro y de una escena perdida por el medio sale un nuevo final que resulta mejor. Estas maniobras permiten a un asesino no ser descubierto antes de tiempo o a una historia fragmentada terminar de encajar todas sus piezas, pero a lo que iba es a que en mi caso, habitualmente, acabo utilizando casi todo el material que el autor ha puesto en mis manos. No siempre es así, pero me gusta pensar que, al no haber cortes, lo que seguramente tampoco ha habido es censura.

La verdad es que resulta asombrosa la cantidad de aspectos nuevos de una historia que pueden revelar estos cambios de perspectiva sobre una anécdota y unos personajes que en cada versión son siempre los mismos. Y yo mismo soy el primero en sorprenderme de los beneficios de esta práctica, por otra parte mucho más intuitiva que de oficio. Pero ¿existe una estructura ideal para cada relato o discurso? Me temo que al fin y al cabo no, que, como las obras teatrales, por más que nos afanemos en concluir una versión definitiva, siempre es posible una nueva puesta. Por profesionales que tratemos de ser, al parecer no podemos establecer satisfactoriamente texto alguno, sino que lo mejor casi sería poder adecuar la obra acabada a cada nuevo lector como si todavía se tratara de obra en marcha. ¿Es éste un programa viable en nuestra época de “impresiones a pedido” (print on demand) y consumo inteligente sumamente individualizado?

Genet lector de Sartre

Un “ladrillo” de las dimensiones y la famosa densidad de El ser y la nada puede llevar a pensar que sólo una estructura dotada de la férrea solidez necesaria para mantener en pie un rascacielos alcanzaría para sujetar, inamovible, semejante caudal de pensamiento dentro de un discurso coherente. Sin embargo el mismo Sartre, que no en vano era profe, era bien capaz de desmontar y volver a montar su mamotreto cuando la ocasión lo requería. Un día se presentó en su despacho Jean Genet (les ahorro la bibliografía y el prontuario, suficientemente reseñados en otras páginas web e impresas) con el mencionado libro bajo el brazo; no era un asalto –después de todo eran amigos; Genet consideraba a Sartre el hombre “más honesto” que conocía-, sino una breve lección de filosofía improvisada, en este caso no por el filósofo sino por su contrario, digamos el poeta.

–Estoy leyendo su libro –deslizó Genet.

–¿Y qué tal? –sondeó Sartre.

–Es difícil –admitió el lector.

Sartre era un hombre ocupado que siempre quería ayudar. De inmediato abrió su obra y, lápiz en mano, se puso a editar. Edición sin cortes, claro está: empiece por aquí, siga por acá, sáltese esto, retómelo después de aquello otro y así hasta haber organizado el recorrido de la obra completa más adecuado al autor de Las criadas. Algunos días después volvieron a encontrarse y le preguntó si ahora le resultaba más claro.

El poeta y el filósofo

–Por supuesto, ahora entiendo todo –fue la respuesta.

La anécdota se conoce, pero El ser y la nada en versión Rayuela que leyó Genet se perdió con él. Nos queda sin embargo una inquietud. ¿Era Genet tan singular que esa edición a medida sólo pudo haber sido buena para él o serán muchos los ignotos lectores entonces confundidos a los que hubiera convenido más que la publicada? O bien: ¿qué lector se hace oír entre un editor y un autor cuando una forma al fin se da por buena?