Micrópolis

Asedio de La Rochela (1627-1628)

I Delfín

No sé si gallo o pavo real,

tiburón o pez espada,

pero ni aun la partida ganada

le quita el temor al viejo mal

que le manda vivir para

cuidarse el culo y salvar la cara.

27.11.2023

II La Rochela

Mi mente es la torre en que almuerzan los mosqueteros

para ganar una apuesta y conversar en paz

en medio de la guerra. Rechazando a terceros,

apuntan a sus rivales y a los que son más

los echan a menos, atendiendo a los lejanos,

que discretos se deslizan fuera de su alcance

y difíciles de ver desde esa altura. Vanos

son los asaltos de los locales y su avance

vertical, desde el que caen, pero los ausentes

amenazan las posiciones más delicadas

y en ellos concentran su estrategia. Así, mi mente

aloja un pensamiento guardado por espadas

y bien alimentado, que el campo de batalla

considera inferior al tablero del que calla.

25.11.2023

III Moderado

Afrancesado en el trato,

ibérico en la costumbre,

no fía a luces ni a cumbres

su suerte, sino al mandato

del que reniega al hablar

pero obedece al callar,

solidario de lo oscuro

mientras enciende otro puro.

No da razón sacar pecho,

pero así marcha derecho.

25.11.2023

El atareado pueblo de Brueghel el Joven

IV La construcción del estado

Reyes, presidentes y ministros de finanzas

coinciden en la imposibilidad de cumplir

el deseo del pueblo, con sus cantos y danzas

invocando un reino puro que no va a venir.

La ley sólo se cumple aquí abajo haciendo trampas

que nunca son suficientes, igual que tampoco

lo son panes y peces, ni pueden ser las rampas

tan limpias como querría el arquitecto loco.

Hay que trabajar para ganar y gastar más

y ahorrar algún dinero, pero no fuerza alguna

que pueda cotizar alto en épocas de paz.

Y si el oro desborda los canales de mármol,

fundir un mínimo y guardar lo duro en su cuna,

al fondo de la mina, como raíz del árbol.

17.12.2023

V Un fenómeno puntual

Lo que viniendo de mí

no llega a ninguna parte,

como una especie de arte

perdido desde el nacer,

será como lo que vi,

con unos ojos aparte,

fugaz, desaparecer.

Era luz, color, placer,

pero, después del descarte,

no viene más por aquí.

17.12.2023

VI Oficial de enlace

Vincular lo menor a lo mayor,

inclinar lo más alto a lo más bajo,

es la mitad del trabajo

que hasta haciéndolo a medias él sabe hacer mejor.                  

Mano derecha franca, mano izquierda sutil,

pasando entre acantilados,

disuelve los glaciares enfrentados

y desarma incluso a la guardia hostil.

17.12.2023

Las muchas caras de un hombre de estado

VII La acción de gobernar

Un hombre normal no ejerce el poder,

que transforma al que alcanza su ejercicio.

Si es de origen popular o patricio,

poco importa detrás del parecer.

El que tiene la llave y cerradura

encuentra y así pasa al otro lado,

abandona el espacio perpetuado

por las leyes de la paz que no dura.

Cuando se adentra en lo desconocido

del futuro prometido a la historia,

se separa de los que representa

como el sueño que cae en el olvido.

Desde esa soledad de la victoria,

maniobra y dicta. Y en ella revienta,

dejando a sus espaldas una duda

ajena a la certeza general.

Su experiencia no es universal

y para comprenderlo eso no ayuda.

26.11.2023

VIII Un fenómeno desapercibido

Soy un caso singular,

pero no de destacar,

si juzgo según el caso

que me hacen. El rechazo

no me explico por mis actos,

aunque la falta de impacto,

tampoco. Muy ejemplar

no debo ser y, si impar,

destinado a lo que sobra.

He allí el autor y su obra.

12.12.2023

IX Comité de sanidad

Hoy castran como ayer apedreaban.

Pequeños sacerdotes de paisano.

Cargue piedras, papel o tijeras, esa mano

viene y vuelve a envolver, aplastar o separar

el miembro impar. El mal que condenaban

sigue vivo. Queda un margen de azar

debajo del soberano.

18.12.2023

Notas al margen del discurso en curso

X Cierre de campaña

Estas experiencias no pueden ser transmitidas

a los que no las esperan: sordos electores

que delegan en raudas imágenes sus vidas,

planas como las pantallas ante sus sillones.

19.12.2023

XI Un fenómeno discreto

Saber pasar desoído

si he de seguir ignorado

es un destino indicado

que puedo ver ya cumplido.

Si no espero, habré partido

y así estaré en otro lado

donde uno y otro costado

conmigo se habrán reunido.

Así algo habré aprendido

después de ser olvidado.

13.12.2023

XII El acto de escribir

Lo que se hace sin lector, grabar

sobre la piedra ciega

signos cuneiformes para el radar

de un futuro estratega,

cambia como el mar cuando se despliega

y se contrae, al azar

medido por aquel que se repliega

en el gesto de fijar

mientras afirma lo que todo niega.

No la letra, sino esta hendidura

en la tabla ya no rasa

desde esta herida por la que supura,

expulsada de su casa,

la savia silenciosamente pura

e inocente de la raza

precipitándose hacia su locura,

pendiente hasta que uno traza

la marca que separa mal de cura.

27.11.2023

Los desiertos obreros 12

Paisaje habitado (Jean Dubuffet, 1946)

Para Carla a la intemperie

En un lugar de paso

La historia de la humanidad es la historia de la esclavitud.

Venir aquí fue un acto de liberación. Reventar una cerradura,

okupazión de una propiedad konstruida por nuestras manos,

okupazión de territorio tomado por malas artes inmobiliarias,

poner una kadena, un kandado y un buen perro en la puerta,

guardián libertario de korazón vagabundo. Todo vuelve

a esa rekalzytrante miseria bien vestida, siempre la misma

myzeria vien bestida, zumisión konforme, derrotado derrotero

blankeado en las negras paredes que denunzian a alkaldes y amigos,

sus amigos de manos insaciables, todos bien konozidos nuestros,

negros merkaderes de bolsillos cosidos, recocidos en sus kalderos

burbujeantes, bien grasosos del fondo al borde. Klaustrophobia.

Hacer saltar de vez en cuando un vidrio. Que entre el frío

y despierte, muestre el afuera. Madrugada con vista al puente,

modelo a seguir, en éste y todo terreno. Un paso, otro paso.

Abajo, los coches que pasan. La cafetera tiembla en la cocina,

helada en todos sus azulejos. Alguien imita un pájaro a lo lejos,

escondido muy cerca en la oscuridad. Pasa la noche y después

otra noche. Velamos aun de día en este lugar de abstinencia.

Akampamos meditando en el aguante de nuestros antepasados.

Un día, después de siglos de temer a tormentas y heladas,

después de décadas de alimentar el humo que nos ahogaba,

colocamos nuestros andamios todos a la misma altura

y empezamos a resistir activamente. Nos sacudimos el Palacio

de las Cuatro Estaciones de encima de los hombros hartos

y a la intemperie dimos comienzo al camino de las barricadas,

por una vez el mismo proyecto sobre el tablero y en los cimientos.

Cuando todo se hundió, nos vestimos de incógnito, apestados;

el viento engendrado entonces es el que vuelve por las ventanas

rotas de este lugar de paso y por eso, aun con todo nuestro oficio,

no las reparamos. Vigas desnudas como después de una bomba.

Tejas peligrosas para el que pase cerca. Luz incierta. Memoria

de otra incertidumbre, de otras construcciones suspendidas.

Todo esto nos pasó, en carne propia y prestada. Recuerdo,

como las herramientas, de generación en generación. Hueso

y fantasma, los dos desenterrados de los mismos cimientos

cavados para aplastar todo acto bajo la misma piedra habitada.

Santo baldío, inocente, a la espera de dar fruto, amenazado

por el futuro de nuestros deudores, colmados de seguros.

Manejamos esas máquinas enormes, en los grandes días

de excavaciones y allanamientos de terreno, cuando subían

como la espuma torres y valores, atraídos por el cielo despejado

de banderas como la nuestra. En estos otros pequeños días,

que caen como gotas de un caño roto, se abren nuevas grietas

en el paisaje edificado. Modestos habitantes de una de ellas,

preparamos la partida disponiendo, sobre la gran mesa heredada

de la antigua carpintería, los peones que no dejaremos atrás.

Enero 2017

Los desiertos obreros 7

Abstraction (Willem de Kooning, 1949-1950)

Para Carla a la intemperie

Calle desenmascarada

Lunes otra vez. La hora y el entorno, acribillados de colectivos,

nos resultan familiares. Pero no así el contenido de estos parajes,

ayer paisaje fabril sembrado de máquinas duchampianas,

hoy paseo comercial apenas repuesto de la resaca dominguera.

La calle Nueva York desaparecida con su histórica estampa

en las fauces provincianas de las liquidaciones voraces.

Las superficies titánicas alimentándose por sus puertas traseras

para pronto repoblar sus arboledas con vistas a la Gran Poda.

Cruzamos con cuidado el río sacudido por especies de feroces

depredadores obsesionados por las normas de tránsito vigentes,

desocupados disponibles en los escaparates de supernumerarios,

y secándonos al sol del vago examinamos nuestras existencias:

después de tanto andar hacia el infinito de limpios horizontes,

llegamos a este anillo de Moebius que cada urbe ahora lleva,

desposada por los portadores de los nombres favorecidos,

y a través de esa turbia red de anzuelos locales y extranjeros

pasamos ignorados, como peces ya pútridos para la caña,

considerando en frío, imparcialmente, la calle vaciada.

Aquí iban a pasar grandes cosas, aquí había hasta un hombre

propio del lugar. Aquí no queda pólvora ni vino, ni siquiera

el eco de una mala canción. The place lacking in interest.

Someday my prince will come. Desenterrada mazmorra.

Para cruzar este valle de lágrimas, como cualquier otro curso

de agua, has de buscar los vados y esparcir las piedras,

una tras otra, igual que Pulgarcito, aunque sin casa alguna

a la que volver. Sin casa alguna, porque el pueblo ha mostrado

sus cartas y sobre la mesa no se ve tu camino. Las afueras

desembozadas, el pueblo ausente y más allá, la inundación.

Después del diluvio. No recordamos, detrás de esa película

repetida proyectada sobre la seca superficie de la historia,

relieve en piedra, grabado a fuego, súbito calor incandescente

a través de la fogata aparecida de improviso entre los espectros

de las cosas acostumbradas por entonces, sino el impulso análogo

por el que hicimos nuestra entrada en la escena detrás de las batallas,

donde el sudor de la frente es invisible al igual que las barricadas.

Abiertas avenidas se entrecruzan al borde actual del campo raso,

como la tabla de nuestras enmiendas a la ley recibida. Más allá

no hay monstruos, sino vacío: espacio ofrecido al tiempo

para volcar sus novedades. Aquí ya todo está muy visto, tanto

que a pesar de los lanzamientos que continúan desplazándonos

hacia la nada con nuestras torpes herramientas, preferimos

quedarnos mirando el horizonte, confundidos con la nostalgia

de otros por el gastado transporte de madrugadas extintas.  

La calle. Traicionera como una serpiente que no deja de crecer,

indiferente a la orientación de sus anillos. No vendrá a llevarnos

vehículo alguno a la obra en curso de ningún constructor. Refresca

el aire inhóspito de la autopista y no hay abrigo a nuestras espaldas.autopista,

La fe viene de atrás de la montaña, aun en este llano que enfrentamos.

Diciembre 2016

Apuntes del natural en la muralla de Cáceres (8 – 14)

La fiesta después de la fiesta

8. Escenario para una película de provincias

¡Aliméntate del bien que te permite no ser libre!

Pier Paolo Pasolini, Libro libre

Desde este mirador de la Edad Media,

plano picado: la Plaza Mayor,

disipada ya hoy la noche negra

que familias y músicos reunió,

a pleno sol, encuadrada entre almenas,

evacuadas tristeza y tentación,

desbordante de salud y de fiesta,

y vista desde arriba con rencor.

Perspectiva del juez que, sin ser parte,

ya reprueba o reconoce sin fe

las palabras que escuchó gritar antes

y no está descubriendo en el cartel.

Como un cuadro de Brueghel a medida

de otro clima, sin nieve y sin humor,

colmado de calor y de alegría,

el plano general, la afirmación

reconfirmada de lo consagrado

reconsagrándose en el gran afluir

de piernas al encuentro del amparo

feroz de la estridencia sin matiz.

Día. Ciudad vieja. Todos en cuadro.

Multitud programada y cumplidora.

Su auténtico lugar fuera de campo,

como la alcoba el día de la boda.

La Plaza Mayor mirada de arriba

con angustia y desdén, a reventar

de cuerpos manifestando la vida,

en contraste con el foco mental.

Ya no se sale de misa el domingo,

sino de excursión, detrás del pastor

que vuelve a la naturaleza. Extinto

se alza el cielo sobre el torreón.

La anciana de rodillas en la iglesia

tal vez no se levante. El sol arrecia.

¡Oh, recompensa, después de la carrera dada, / refrescarse tranquilos en la calma heredada!

9. La ciudad abandonada

Es difícil remediar nuestra tristeza porque somos sus cómplices.

Es difícil remediar la de los otros porque somos sus cautivos.

Jean Baudrillard, Cool memories

Trasposición: imaginemos la propietaria

de una librería atendida por ella misma,

abierta con ilusión hace no tanto tiempo,

pero menos visitada de lo necesario

para mantenerse en el centro de la ciudad,

desplazado del histórico, como le pasa

a lo que es provinciano con lo que es capital.

Supongamos, detrás de la cámara elevada

al mirador, parapetada entre las almenas,

su mirada ahora, inclinada sobre el vacío

para mostrar en plenitud la Plaza Mayor

colmada, brillante de plásticos y metales

resonando al entrecruzarse, radios y cascos,

desde la perspectiva que los empalidece.

Matiz: del rencor de quien acusa con el plano

marcado a la pena de los ojos descontentos,

desleídos contra el cielo vacío y radiante

alzado, en el contraplano, sobre su cabeza.

Desencanto a causa de la especie de desaire

que interpreta al contemplar la marcha jubilosa

de la población cabalmente representada

a la Arcadia ilusoria donde quiere volver.

La multitud reunida abandona la ciudad,

el teatro de la palabra y la arquitectura,

rodando simple bajo el arco de Electrocash

hacia el río seco que rodea la muralla.

Por la tarde, mientras lea, oirá a lo lejos, bajo

la colcha de música clásica que la abriga,

el regreso forzoso de los excursionistas

a las mesas urbanas y la ancestral cerveza.

Arriba a la izquierda, un cuarto propio entre almenas

10. Con un ojo en la ventana y otro en la pantalla

Ciudad de provincias con un pasado.

Casco histórico y cañonazos contemporáneos.

La franja de Gaza arde en la Primera

y en la Segunda Bruce Willis salva el Año Nuevo.     

Muros organizados en moles resistentes,

rodeados de calles olvidables.

Huellas de bicicletas en el polvo

que se levanta para caer desdibujado.

11. Exterior apto para refugio

Nadie más en este mirador que cobra entrada

en lo alto de la muralla. Mientras no suba

ningún contemporáneo a visitar el ayer,

aquí tengo un cuarto propio como la librera

no sueña, donde el sol sólo me muestra mi sombra

y los alrededores cegados por su luz.

12. De muro en muro con el sol a la espalda

¿Canto yo la resurrección, como el organista

del desierto templo de San Juan y las cigarras

del poema de Cardenal? No canto la muerte,

porque no se puede. Busco el silencio

como la sombra y mi sombra me encuentra,

reflejo mudo de mi silueta, recortada

de este paisaje tan cerrado como su historia,

expuesta en la conservación del muro

contra el que quiebro mi verbo. ¿Cómo revivir

desenterrado de este llano? ¿Qué primavera

yace bajo este manto de clausura?

El descenso a la antigüedad

13. Al contemplar las ruinas romanas bajo tierra

Inspiración y miseria,

como un fuego en la noche siberiana.

Pide algún deseo al fugaz diamante del pobre.

O mejor frota tus piedras

y hazte pronto una lámpara. Así es

la riqueza miserable de la gran serpiente

cuando, al cabo del despliegue

de sus espléndidos anillos ante el peligro,

acaba devorándose a sí misma

y continúa arrastrándose

malherida, taciturno espiral que agoniza.

Humo que se retuerce. Montoncito

de cenizas en ofrenda

al viento que reanima la brasa.

¿Por dónde cortar el ser que sin pies ni cabeza

se engendra y consume en su propio giro?

Patrimonio de la humanidad son estas ruinas,

los talentos de mi bolsa,

desguarnecidos, son para mi pan.

14. Leitmotiv

Vuelvo en mí y olvido el destino pasajero

o el desencuentro al que debo este reencuentro

con la sombra que me precede, señalada por el sol

como Trimalción por el dedo de Apolo.

Nada que adivinar en este reconocimiento.

Podría dejar estas armas, estas joyas,

el arsenal entero de mis herramientas

abandonado y abierto en la plaza mayor

y nadie acertaría a ponerle un dedo encima.

Nadie tocaría este instrumento marcado

si la miseria, de carácter general, no lo apretara.

Continuará

El pensador furtivo

¿Es en el mundo o detrás de mi frente

donde se abre la ventana ausente

que retrocede mientras yo me lanzo

y caigo así otra vez del lado manso,

mucho después de ya rota la ola,

silueta voraz escupiendo sola

contra la suave espuma en retirada

por la luz fugitiva iluminada,

en esta invisible boca de lobo

donde el don prometido lleva al robo?

Para mí es escena repetida

esta escena por mí tan repetida

donde todo reconozco: el gran claro

en el centro del aire, como un faro

repentino detrás del horizonte,

la pendiente inesperada del monte

precipitando la llanura, el paso

en falso que es todo lo que es el caso,

el tropiezo fatal, el escalón

de entrada a toda representación,

las huellas confundidas de los guías

y, cruzadas, las tentadoras vías,

pero, aunque todo esto lo haya visto

en directo y pintado, lo imprevisto

es cada vez la nada que se enciende

en la punta fugaz que se desprende

del tejido paciente de las horas

regladas, a pesar de las señoras

reunidas al pie del altar del diálogo,

guiñando a la pesca del ojo análogo

cuyo oportuno parpadeo guarde

a salvo lo que un solo instante arde

y no vuelve en lo que se representa.

¡Ay, llamada que el oído lamenta

cuando la imagen blanca languidece!

Desde la idea el pensamiento crece,

alejándose de su causa pura,

pero pierde en el paso la segura

vereda abierta por la tribu en años

acumulados de bienes y daños

y cualquier plaza propia en la común,

infinitamente lejana. Aún

se vale de la lengua del comercio

material y habitual, y más de un tercio

de su tiempo se le escapa en labores

de cocina y taller, pero mejores

no son las horas sentado a la mesa

a la que cae desde la cabeza

que destroza luchando con su objeto,

cuando éste persiste en su secreto.

Si ese cruento combate fuera historia,

sin esta distracción, esta memoria

en el fondo de su negra conciencia,

quien persigue tan esquiva presencia

que no muestra de cierto más que un hueco,

en lugar de nadar en río seco

a la pesca de un pájaro cien veces

más valioso que cultivos y reses

en su corral numeradas excepto,

naturaleza propia del concepto,

por el hecho de ser sólo leyenda

cada día, sin que nunca descienda

de su cielo intocable, volcaría

su interés a otro cauce, con porfía

natural, compartida, y orientado

por fin, por su camino en ese prado,

hacia su honor y el reconocimiento

que su destreza para el pensamiento

debería ganarle, marcharía.

Con paso cotidiano subiría

los escalones universitarios,

atravesaría los calendarios

cosechando los sembrados laureles,

alguien ordenaría sus papeles

y entre columnas tendría su asiento,

respaldado por más de un argumento

sólido como sería el encastre

entre unos y otros, por dedos de sastre

cortados a la medida del sabio,

cuyo elogio ya late en cada labio

sonriente cuando lo hace rotundo.

Pero las cosas firmes de este mundo

nunca las sueña su filosofía.

No ve tras el cuadro la galería

de todos los posibles compradores,

ni detrás de los interlocutores

interesados su oportunidad

o si la ve, le parece maldad

aprovecharla por el bien de todos,

presentes antes en él otros modos

y otros hábitos para su talento.

El paso par es demasiado lento

para ir a la par de la repentina

luz que lleva incrustada en la retina

más hondo que todo lo que le enseñen.

Por mucho que los ángeles se empeñen,

sus alas no obstruirán ese vacío

al que no se cae, sino con brío

se salta aunque el ascenso nunca alcance

a culminar y en cambio, de este trance,

sólo quede volver a tocar tierra.

Pero jamás el círculo se cierra.

Todo vuelve y también el personaje

de intelecto febril, con nuevo traje

y desnudo inmemorial, persistente

y fugaz, fugitivo, impenitente:

no el fiel profesor de lo ya sabido,

ni el ensayista de lo repetido,

sino otro, por el rayo iluminado

y en la noche inmediata abandonado,

como antes, al mismo sol estable

para dar cuenta de lo inexplicable

por lo que nadie le pregunta. Raro

en cualquier campo que le ofrezca amparo,

pasa tapado por sus semejantes

distinguidos, entre los aspirantes

confundido aunque a nadie pida nada

o, de pie en la paciente encrucijada

de los malentendidos que provoca,

resbala, igual que el agua por la roca,

por los sentidos de los que el sentido

que él señala destinan al olvido.

Pero suelto también es eslabón

y ajeno también tiene tradición.

Parece cada vez que se alejara,

pero el firme espacio que nos separa

es, a mi espalda, cada vez más breve,

sin que pueda advertir cómo se mueve

su silueta vacía pero terca.

Viene y cada vuelta cae más cerca,

más próxima, adaptada, irreversible,

más activa cuanto más invisible,

y asomando con su gesto más viejo,

modelo rechazado en el espejo,

en la cara que lo mira sin verlo,

renace en el que ve para absorberlo

y en él reeditar, inesperado,

un clásico con todo su pasado.

Sucediéndose como hoja tras hoja

reaparecen, en ése que arroja,

desvío de su propia sangre sorda,

herencias y costumbres por la borda,

sombras vistas, con su fuego insensato

reavivado por otro relato,

para trazar, sobre la piel desnuda,

los rasgos de un destino que aún duda.

¿Es en mi casa o en otra vecina,

en mi ventana o la de aquella esquina,

donde de veras alumbra ese rayo

a cuya sombra intermitente ensayo

el repertorio de escenas legado

por un fantasma jamás recordado?

Bajo mis pasos, en retrospectiva,

sosteniendo la misma alternativa,

aparecen irresistibles rastros

ya seguidos sin consultar los astros,

turbias huellas reunidas sin azar

tras mucho talar, quemar, arrasar,

buscando el esquivo claro del bosque

de los frutos reservados, en los que,

dicen, mejor no creer ni confiar,

naturaleza virgen, colmenar

suspendido sobre el río sin freno.

Obvio epígono entre epígonos, peno

condenas heredadas ya cumplidas,

remedo gestos de vidas perdidas,

desentierro tesoros descubiertos

muchas veces con réditos inciertos

y otras tantas devueltos a la ciencia

del futuro, con esa indiferencia

del agua que regresa a su nivel,

y si estoy hecho para este papel

que hago, es su modelo el que me hace,

dispositivo formal que renace,

espontáneo, con cada frustrado

acreedor a un prontuario prestado

como yo, desestimador de leyes.

Si existió un decapitador de reyes

que con el rey decapitara el trono,

es ese espíritu al que debo el tono

y a él me debo, precursor caído

de la memoria de lo protegido

que el teatro de la inocencia odia.

Por eso, mi drama es su parodia:

descubro lo negro bajo lo blanco,

soy descubierto, me vuelvo yo el blanco

del que es mejor apartar la mirada,

desaparezco en la sombra negada

y allí, obstinado en mis imitaciones

bajo censura, imperfecto entre clones,

mientras el sol borra toda evidencia

del barro lastimado por la urgencia,

quieto en la selva de lo que se mueve,

arrastro mi nombre por esta nieve,

fingiéndome ciego, como Strogoff.

21.2–15.4.2016

A partir de Baudelaire

Dos meditaciones a partir de conceptos de Baudelaire, a manera de celebración del bicentenario del gran clásico.

La frente y los ojos

Travesía del infierno

Baudelaire, que a la clara inteligencia manifiesta en su amplia frente añadía la oscura percepción presente en su mirada, recomendaba –también era él quien afirmaba que clásico es aquel autor que lleva un crítico dentro de sí y lo asocia íntimamente a sus trabajos- el método clásico a la hora de componer un texto: no aventurarse al azar de la pluma dejándose llevar por una casual o tentativa cadena de asociaciones, sino en cambio meditar largamente en el tema elegido y no escribir una palabra hasta que los conceptos se hayan ajustado de manera convincente unos a otros, con lo cual la expresión del pensamiento fluirá con toda naturalidad hasta su conclusión pertinente. Lo que no quiere decir que lo expresado sea claro por naturaleza, ni que una luz elocuente presida, desde la altura de su dominio de una materia cualquiera, cada paso que se dé a través de ésta, sino antes más bien lo contrario: que la experiencia del pensamiento, del pensamiento que debe atravesar de parte a parte a aquél que se empeña en darle expresión, es necesaria y hasta ineludible para la revelación en que consiste toda visión original, es decir, no una ilustración o un reflejo, sino exactamente una iluminación. Sin esa noche oscura, que no se elige, el instinto de conservación seguramente mantendría al artista o crítico, que para el caso son lo mismo, a conveniente distancia del objeto en cuestión, cómodamente –para quienes lo rodean- velado por alguna convención o idea previa. De modo que, para que la experiencia creativa sobrevenga, parece ser necesario, según se deduce de estas nociones, no el hallazgo sino el tropiezo: la caída que deja a oscuras y aturdido, desorientado por algunos segundos al menos, aunque estos segundos pueden prolongarse, de manera intermitente, durante meses, semanas o años hasta que la llamada, por fin, si lo es, logra ser respondida. Juan Carlos Onetti, por dar un ejemplo, a quien la historia que sirvió de base para uno de sus mayores relatos, El infierno tan temido, le fue contada con la advertencia de que él “carecía de la suficiente pureza para tocar esa materia”, pasó mucho tiempo extraviado en el bosque de ese argumento, es decir, en pleno contacto con él, sumergido en la experiencia, hasta que al contarle el cuento a Dolly, su mujer, ésta le dijo que no lo veía como una historia de odio o venganza, sino de amor de la mujer por el hombre. Ahora que puede leerse el texto acabado esto puede parecer evidente, pero antes, hasta que Onetti corrigió su punto de vista y pudo abrirse paso hasta el final, permanecía cerrado tanto a la comprensión como a la narración. Una pasión, como advierte Spinoza, deja de serlo cuando nos formamos una idea clara y distinta de ella, pero es de las pasiones, que ofrecen al entendimiento una resistencia interior, que viene lo que cada uno realmente sabe y de lo que rara vez, a juicio de Nietzsche, tiene el valor. “Siempre venimos del infierno”, decía Philippe Sollers en 1978, al cabo de una larga conversación. “Lo raro es que uno venga y vuelva a venir”, agregaba memorablemente.

El valor del conjunto

Aventuras filosóficas

Toda historia se construye poniendo en serie unos momentos privilegiados, pero lo que motiva a la persona detrás del autor no es el tendido del hilo argumental sino el ajuste del nudo significativo. En éste la relación no es lineal ni tampoco una cosa lleva a otra, sino que se trata más bien de un contrapunto: resonancias y correspondencias, a la manera de Baudelaire, en lugar de causa y consecuencia según el modelo dialéctico del guionista profesional. Sin embargo, de la misma manera que en las comedias de Oscar Wilde el argumento avanza callando entre las réplicas de los personajes, no es posible llegar a conclusión alguna sin una lógica lineal bien empleada. Sólo así puede medirse alguna vez el peso y el valor del conjunto. Una aventura con la filosofía de esa aventura al mismo tiempo: en estos términos definía Godard sus propósitos narrativos. Sin un desenlace cabal, no hay manera de que la proyección recomience.

Ni aquí ni ahora

davidNingún gran artista es un testigo de su tiempo; ni Balzac ni Dickens lo fueron, ni tampoco los neorrealistas ni los practicantes de ninguna forma de realismo ya sea éste social o crítico. Por muy celebrado que sea un gran autor como cronista, es al revés que hay que leerlo. Ya que esa grandeza en la que ahora insistimos no le viene del asunto ni del motivo elegido en su momento, sino de algo que más bien parece elegirlo a él desde el otro extremo de la cuerda que procura tender, demasiado deslumbrante como para poder contemplarlo excepto a través de su reflejo. Testigo de otro tiempo: la aguja de este reloj no apunta desde el centro hacia la circunstancia, sino en el sentido inverso; de manera que, tan urgente como pueda parecer la necesidad de intervención en cualquier situación que un texto denuncie, tan digno de elogio el gesto o admirable la justeza de la imagen obtenida, si la obra es grande no hay que ver en ella la manifestación de aquello que ilustra tanto como la de la luz que hace posible toda mirada y que cada una de éstas, precisamente, testimonia. Pues esta luz, como el viento en el cine, sólo perceptible por las cosas que mueve –los árboles, el polvo, la tersa superficie del agua-, se hace ver por contraste, en negativo, echando sombra: por eso lo muy reconocible, el cuadro de costumbres, cuya sombra es gris, opaca más que realza el efecto; hace falta algún distanciamiento, brechtiano o prismático de cualquier tipo, para hacer de los trazos líneas nítidas; y si el arte mayor, aun cuando trata de la mayor miseria humana, no remite a una razón que deprime sino en cambio a un esplendor que exalta, es debido a este mismo fenómeno, no de óptica tan sólo sino de percepción total, intelectual además de sensorial, que invierte los términos del tiempo y de la mirada para que una revelación, en el pleno sentido de la palabra, sea posible. “Sólo por inconclusa una acción es abyecta”, escribió Genet. Pero una gran obra, inconclusa como existe más de una, por su vínculo directo con la fuente misma de la acción ya está entera, organismo contenido por su célula, en su primera formulación aun cuando ésta sea fragmentaria y su despliegue esté por venir. En un verso suelto de un gran poema, en la cercenada cabeza de una estatua perfecta y perdida, no falta nada. Si la Historia, disciplina y persistencia, tiene algún sentido último, es sin duda desde esta perspectiva, concéntrica, que ahonda en el tiempo en lugar de rehuir la eternidad.

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El hilo de la trama

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El tejido de la intriga

Como si de una cinchada se tratara, existe en la práctica de la narrativa actual, soterrada, una gran tensión constante entre dos polos: uno, receptivo, que exige unidad a los relatos que se le proponen y otro, productivo, cuya tenaz tendencia a la fragmentación señala exactamente la dirección opuesta. Si se declinan de este esquema abstracto sus figuras reconocibles para hacer visible la imagen, surgen en una punta de la cuerda –o cadena editorial- la del lector de novelas y en la otra la del novelista en ciernes, entre las que median aun otras como las de los editores, los críticos y también, por su grado de integración en el sistema, los novelistas de reputación establecida, es decir, aquellos con lectores y presencia en el mercado. Pero lo difícil es señalar dónde, en esta distancia cuyo límite es el de la resistencia de la cuerda antes de romperse, se encuentra el punto exacto en el que ésta concentra sus fuerzas y se establece el inestable equilibro entre esas dos potencias centrífugas que tanto difieren hasta en el significado de la palabra potencia. ¿De dónde viene, qué ilustra esta obtusa antagonía entre la sistemática voluntad de integración manifiesta en un modo de leer y la terca proliferación de puntos de fuga que se le opone por el lado de la escritura? La extensión del problema se aprecia mejor cuando se toma dentro de la muestra el universo de los manuscritos no publicados, verdadero cuerpo de la actividad redactora con todos sus síntomas y patria intachable del aludido novelista en ciernes, o sea, del escritor de ficciones nunca o aún no publicadas, dividido entre el deseo de responder al mercado y el de hablar con sus propios fantasmas, cada uno tan celoso de su alma como reacio a cambiar su realidad por un rol. Pues también él, como el editor, es un mediador, y la cadena del libro no es sino el segmento que se puede ver de un proceso que desborda esas medidas y del que ni el autor es el origen ni el lector el destino. La tensión, entonces, no tiene sus terminales en los casuales representantes de las fuerzas que se enfrentan, sino más allá de sus posiciones, a sus espaldas según el esquema, en los no declarados principios abstractos que, como si de dogmas de fe se tratara, las partes involucradas defienden con todos sus esfuerzos, asumiendo todos los riesgos implícitos, independientemente de hasta qué punto comprendan aquellos conceptos o éstos los convenzan del todo. ¿Resulta difícil de percibir en el mundo de los compromisos diarios? Planteado en términos cotidianos, el problema se presenta así: un editor busca, entre los cientos de manuscritos que recibe, uno pasible de convertirse en una novela que interese a los lectores. Los intereses de estos cambian, sus gustos también, pero ciertos valores permanecen o intentan conservarse a toda costa como base del entendimiento mínimo necesario para llevar adelante una actividad que debe ofrecer resultados. Asumido el descuido o la ingenuidad formales del supuesto lector promedio, la mayoría estimada, devaluada la prosa hasta su modalidad más humilde, funcional o incluso servicial, queda para la ficción una medida de calidad útil a la que oímos aludir una y otra vez en la práctica diaria como punto de acuerdo final y desembocadura de todos los debates: las buenas historias, la historia en sí, esa unidad argumental desplegable en planteo, nudo y desenlace, resumible en una sinopsis, desarrollable hasta la saga siempre y cuando la vía de las relaciones causales esté despejada hasta del último escombro y apreciada en relación directa a la firmeza de su continuidad, la fiabilidad de su “carpintería”, como suele decirse. Afluentes, al mainstream: nada de rizomas; las digresiones han de ser inequívocamente reconducidas al cauce mayor y cada puerta abierta durante el trayecto de la narración ha de quedar satisfactoriamente cerrada cuando se cierre el libro. Éste es el modelo clásico, en boga desde que la vanguardia llegó a un aparente callejón sin salida, y como toda restauración recuerda a otras del mismo modo que representa unos valores ya perimidos que vuelven a llevarse. Aunque no del mismo modo: en el antiguo régimen, por ejemplo, el academicismo exigía por principio el cumplimiento de tres unidades, acción, lugar y tiempo, ya no obligadas en los tiempos modernos. El pragmatismo contemporáneo sustituye esta triple unidad de principio por una unidad de hecho que no predica, pero que en cambio requiere a posteriori para dar su visto bueno a las tramas que se le presentan: todos los hilos han de anudarse, como ya se ha descrito, transmitiendo una idea de completo control, de responsabilidad profesional por parte del autor, sobre las relaciones causales necesarias para sostener la serie de momentos privilegiados que constituye una novela. Esta necesidad de integración es la que justifica, cuando no es con el fin de cuestionarlo, el repetido recurso al mito, en la medida en que la unidad que provee puede servir para garantizar hasta la de las obras más incoherentes. Ya que todo se entiende cuando se lo reconoce, de modo que siguiendo este sistema inventar una trama es tejer un velo que esconda durante suficiente tiempo lo ya sabido para que parezca desconocido. Lo que no puede evitarse al cabo de unas cuantas repeticiones es que empiecen a alzarse protestas. La confianza se agota con el uso, como decía un personaje de Brecht. Y aquí es cuando se quiebra el acuerdo, quizás el consabido pacto entre autor y lector, y aparece la antagonía entre los dos partidos, el de la renovación y el de la liberación, encarnados en este caso respectivamente por los defensores de la unidad desarrollada a través de la intriga y los de la apertura expresada en la multiplicación que divide. El estado y la guerrilla de este conflicto. ¿Qué es mejor? ¿Hacer la comedia o volar el teatro? He ahí la alternativa entre dos ilusiones proyectadas hacia un futuro en suspenso por sobre la tensa cuerda de la realidad presente: a un lado, la obstinada voluntad de integración de los fenómenos; al otro, la terca fatalidad de la deriva del pensamiento y la imaginación. Se espera de las novelas una redonda unidad sin cabos sueltos, pero aquellos que insisten en escribirlas, no sobre todo los novelistas ya instalados en el reconocimiento del público sino más bien los que aspiran a este reconocimiento, los que intentan publicar pero tropiezan entre otras cosas con la exigencia en cuestión, aquellos de entre los cuales se supone que saldrán los futuros novelistas leídos, delatan en sus textos una y otra vez la dificultad de encajar las piezas en un conjunto original, por lo que acaban optando entre el recurso a un modelo narrativo que hace tiempo se ha vuelto estereotipo y la entrega a una forma insatisfactoria pero adecuada a la época, que sin embargo, por su parte, la rechaza en cualquiera de sus versiones: la resignada, que no acierta a componer una obra con las piezas sueltas que ha reunido, y la decidida, que compone dejando de lado la idea heredada de una intriga troncal y arriesga, como el compositor moderno, que la forma modelada por sus manos ni siquiera se perciba como objeto, como el objeto que supone ser. Entre esta última posibilidad y el modelo decimonónico la diferencia llega hasta el propio concepto de concentración: elegir, frente a la idea de una unidad desarrollada, la alternativa del fragmento condensado, con toda su brevedad y su impertinencia, no es una opción sin consecuencia alguna. Lo que se logra, cuando la obra está lograda, tampoco es lo mismo. Dado el riesgo que implica, he aquí la alternativa: ¿es el riesgo o no un valor en literatura? En todo caso, es un valor ante el que se vacila. Y en nuestro tiempo, todavía más. ¿Qué se ha ganado con tanta experimentación? Mientras tanto, las deudas se acumulan, y no sólo las económicas. La novela satisfactoria no llega, la expectativa del lector no se colma, su respuesta se deprecia para el autor. Sobre el antiguo pacto se impone el desacuerdo. O el malentendido se hace evidente. Sin horizonte de encuentro es difícil convenir una cita. Cada uno tira para su lado.

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La búsqueda de la unidad narrativa

Brecht decía que había que juzgar las obras de arte no en relación a otras obras de arte sino en relación a la realidad a la que se refieren. Antes de la caída del muro de Berlín, el núcleo paradigmático de los relatos era el conflicto y éste era manifiesto de muchas maneras: lucha de clases, guerra de sexos, izquierda y derecha, arriba y abajo, abismo generacional, uno y el universo, individuo y sociedad, en general distintos modos de la polaridad represión-liberación, cuyo punto de llegada habitual era el desenmascaramiento de una u otra situación representativa del orden global. Derribado el muro, roto el enfrentamiento entre las dos mitades del mundo, relajado por fin todo vínculo militante o ideológico, la separación suspendida da lugar, al mismo tiempo que a un espacio unificado, a una multiplicidad de perspectivas que vuelve a dividirlo sin ninguna necesidad de paredes ni de puertas. Y así como antes era la disputa por un estado lo que servía de encrucijada entre discursos contradictorios y eje dialéctico para la progresión dramática, en la narrativa posterior la privatización general deja cada instancia o personaje lo bastante desligado de los otros como para que la dificultad estribe en reunirlos con alguna necesidad. El conjunto como resultado del armado del rompecabezas desplaza a la verdad como revelación del proceso de desenmascaramiento, emprendido por la parte acusadora de acuerdo con el modelo anterior. Lo que pasa durante la novela es su construcción, el buscarse unos a otros de los personajes más que el conflicto entre ellos pues, así como antes aparecían todos encerrados en la misma escena, ahora la división ya está consumada. La impresión que suele dejar este tipo de relato es la de esquivar el nudo para desembocar en un planteo en lugar de un desenlace, ya que la imagen restituida del rompecabezas era a menudo, por el contrario, el punto de partida del relato agresivo, dedicado a descomponerlo para hallar la pieza capaz de dar paso al otro lado de la representación. El deseo de restaurarla es característico de la resistencia al cuestionamiento del orden, pero el resultado de tal empeño rara vez es convincente como conclusión.

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La policía ilustrada

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No hay nada que temer excepto el miedo

Técnicas de suspenso. El problema de las historias en las que se cumple una fatalidad es que el lector fácilmente puede prever el argumento. Le basta con estar inmerso en el mismo ámbito cultural que el escritor, lo cual es por otra parte lo más habitual. Y así la fatalidad en cuestión dejará de cumplirse o de afectarlo: en el primero de los dos casos, porque su paciencia justificadamente breve no le permitirá llegar al final de la historia; en el segundo, porque siguiendo a unos personajes que ignoran lo que él sabe se sentirá aun sin razón superior. Esta encerrona le deja al escritor tres caminos: el primero, encubrir hábilmente al destino para que a su debido tiempo aparezca sin embargo por sorpresa; el segundo, rebelarse contra el hado con tal destreza que de manera plausible detenga o desvíe la caída anunciada; el tercero, agravar el daño causado más allá de lo que la conciencia normalmente puede tolerar o cualquier seguro moral cubrir. Si en lugar de aventurarse por cualquiera de estos tres desvíos permanece circulando por la senda ya abierta a lo largo de los años, las décadas, los siglos, fatalmente pasará desapercibido y la tradición borrará su invención.

Camino negro. Por el triste camino que conduce de una víctima a un culpable peregrinan miles de lectores cada año: es el éxito de la novela negra. ¿Morbo o ansia de justicia? Morbo de justicia.

Tribunal inferior. Juicios. Las pruebas se juegan como cartas, lanzadas ante el jurado sobre la mesa del juez por el fiscal y el defensor cada uno a su turno o interrumpiéndose mutuamente de vez en cuando. Procedencia melodramática de este juego de revelaciones sucesivas, que modifican cada vez el punto de vista y conmueven con cada giro la opinión de la audiencia. Fetichismo de la prueba, del objeto como un testigo mudo cuyo silencio está más allá de la palabra y se le impone desde esa dimensión no verbal abierta por la lógica. Ironía del objeto, imparcial, indiferente, interrupción del discurso que obliga a éste a adoptar una forma que, acomodándose a él, lo acomode a su vez en su interior. Pues la razón al fin sigue siendo cuestión de palabras, aunque la victoria no será del que las pronuncie, sino del que logre suspender el sentido de todas ellas, dichas por todos, en la secreta dirección que conduce hacia sus propias y previas conclusiones.

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La evidencia y la demostración

Farol de nuestro tiempo. La gente que promueve su compromiso social parece invariablemente tener una elevada idea de sí misma. Por ejemplo, Henning Mankell: “No me considero autor policíaco, estoy en otra tradición, la griega clásica, y utilizo la literatura como espejo de la sociedad y del comportamiento.” En fin: nadie se rasgue las vestiduras mientras Kurt Wallander no se arranque los ojos.

El culto al engaño. Hay un gusto contemporáneo por la desilusión, por comprobar la falsedad y la estafa como si así se llegara a la verdad, que ponen repetidamente en evidencia esos argumentos cuyo desenlace desenmascara una conspiración. Pero no es la desconfianza lo que se espera que la verdad despierte sino la fe, adormecida en cambio en estos tiempos. Se cultiva un “conocimiento inadecuado”, como dice Spinoza que es el conocimiento del mal, justamente porque es la naturaleza lo más temido, lo inculto y ajeno a toda trama que se pueda tejer sobre ella. Se puede pactar con el diablo, pero no se puede pactar con Dios. Así es cómo el nihilismo pasa por lucidez y la ilusión se perpetúa, siempre igual a sí misma detrás del velo de su desenmascaramiento. Ningún lector de novelas policiales se desengaña del género porque los casos se resuelvan y hasta es la justicia insatisfecha por las soluciones detectivescas la que mantiene al género con vida, o sea, abierto como un caso insoluble que conserva así su condición de pozo sin fondo. Razonamientos como el que me ha traído hasta aquí se deslizan por la misma pendiente, que no ofreciendo salida alguna lo obliga a uno a saltar por la ventana, hacia el margen.

Justiciero enmascarado. El que busca es un fugitivo que se esconde detrás de lo que persigue. Buscar es ser desgraciado. Esta desgracia se oculta. Por eso la gracia no es tanto encontrar como ser encontrado: según la lógica de la redención, dado que nada queda por buscar cuando todo ha sido revelado, la conclusión ya se hallaba en la premisa inicial y el silogismo no es sino el rodeo que se da frente a lo inevitable. Abismo de claridad: en esa luz la propia sombra deviene refugio y el bien libre de toda amenaza resulta lo más temido.

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La rutina del crimen

Detectives. El secreto del mundo del delito es su falta de misterio, conclusión decepcionante a la que llega cada detective después de atravesar los no infinitos velos que los novelistas tienden en su afán de desenmascarar oportunamente la corrupción, la injusticia, la impunidad y otras causas. El crimen de pasión, que Stendhal distinguía del crimen de interés, “le crime plat”, chato, no tiene en cambio un mundo propio ni mucho menos organizado, sino que irrumpe en el espacio civil con su abrupta luz de abismo y es el rayo que filtra por la herida abierta el que alumbra otro paisaje, no menos sórdido pero sí al menos imposible de habitar, donde nada conduce a la prosperidad ni a su justificación: es la prueba de su verdad, cuyo silencio es tan inaccesible al soborno como al sentido común.

Sentido del suspenso. Lo que cuenta no es la revelación final, sino el campo de significación creado por las relaciones y tensiones entre unos actos y unos personajes. Cuando el lector se anticipa al desenlace, ese campo se cierra: queda sólo un estrecho canal que ya no oscila ni vacila entre sus poco prometedores afluentes, sino que en cambio nada más se prolonga hasta por fin llegar al final. Esto no quiere decir que en el transcurso de esta travesía ninguna oferta le salga al paso; pero, establecido ya el curso definitivo de lo que entre mucho o poco movimiento se orienta hacia algún lado, pase lo que pase ya está todo dicho. Sin embargo, este criterio no es el más corriente ni tampoco el del lector de thrillers. Pues lo que éste prefiere no es la incertidumbre calculada ni el acertijo racional, sino que su lealtad al género está basada en la certeza de un cierre seguro, que desde ese crepúsculo ilumina todos los lazos de la trama asegurando su pertinencia bajo las leyes del género o disimulando las sombras que puedan haber quedado sueltas pero encerradas se pueden ignorar. El lector de suspense justamente no tolera el suspenso y podría decirse que lee para conjurar un peligro del que no quiere saber nada. A cambio de esta seguridad es capaz de tragar cientos de páginas alrededor de un secreto cualquiera, siempre y cuando su sentido –el contenido da lo mismo- sea obvio. No es el tiempo así el tirano, sino el suspense. Pero en realidad, o en literatura, el suspenso no depende de una intriga, sino de la tensión lograda por la súbita presencia, inesperada y a la vez improrrogable, de una situación capaz de reunir en su mayor intensidad evocación y expectativa. Es entonces cuando el lector es alcanzado, conmovido –si está atento, si es receptivo y no se blinda a lo que cae fuera de programa-, y entra, hasta con su cuerpo, en el tiempo de la ficción.

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