El objeto ideal de la ficción en nuestro tiempo es un objeto poroso, es decir, un relato en el que lo importante no es ya la disposición de sus claves internas, sino la multiplicación de sus vías de acceso. Semejante construcción, determinada en función de su presencia en el circuito de las comunicaciones, ha de presentar la inconsistencia necesaria para dar paso a cualquier espectador, cualquier lector, cualquier punto de vista, cualquier interpretación. Su exposición no remite a un saber, sino a un silencio enmarcado en el que cada oyente puede hablar con la misma pero nula autoridad. Ante este panorama, los dispersos intelectuales de hoy se ven en igual situación respecto al pueblo que las células revolucionarias de la época de los zares, aunque no pueden remitir al futuro sino ya sólo a la eternidad el valor de las ideas que sostienen. Hay una correspondencia entre el pensamiento débil y la debilidad mental: así como el terrorismo, según lo entendió Hegel, es “la dictadura total del espíritu”, su revés es la impotencia de éste y en ese llano sin fronteras crece lo que antes se vio aterrorizado.
Leyendas sentimentales

Ida y vuelta. Ramal madre-hijo: un tren de mercaderías que va cargándose durante el recorrido. Ramal padre-hija: el tren va vaciándose, descargando a su alrededor tan ruidosamente como imperioso es del otro lado el cumplimiento de horarios y cantidades. En la estación de destino del primero, conocida como la Alacena Insaciable, las mercaderías se acumulan dando lugar a sucesivas obras de ampliación siempre reanudadas; en la del último, conocida como la Alcancía Sin Fondo, nunca hay nadie: los pasajeros permanecen fieles a su condición y lo más destacable son las vías, lustrosas bajo el sol o a la luz eléctrica a la espera del expreso demorado o aún calientes tras la partida del último convoy.

Risa en la oscuridad. Lo que dice la burla femenina, con su gesto alerta, su sonrisa irónica, su vivaz expectativa, es, por supuesto sin palabras, al ser la página ofrecida al discurso, lo siguiente: “Pruébame que es cierto”. Ya que tal puesta en duda sigue siempre a alguna afirmación que, sin mayor realidad que su argumento, haya tomado en el diálogo, a pesar suyo o más bien de quien la haya hecho, la función y la forma de una anunciación. El trueno anuncia la lluvia; abierto el oído por la voz, la piel se dispone al tacto. El encantamiento durará lo que dure y una vez desvanecido el hechizo lo demostrado parecerá tan irreal como el pasado, pero su huella no quedará en la memoria sino debajo, como un tesoro antiguo en el que nadie cree hasta que alguien lo encuentra y vuelve a poner sus monedas en circulación, aunque su valor se rija ya por otra escala que en su origen. “Así que era verdad”. Ahora surge la risa franca, pero no por gracia divina ni por humor humano, es decir, no por uno u otro interviniendo a su debido tiempo, sino por su precisa conjunción en esa felicidad, grande y pequeña por súbita y efímera, debida a una sorpresa que en el momento de producirse se descubre esperada.

Refutación de un epigrama. Ernesto Cardenal escribe: «yo podré amar a otras como te amaba a ti / pero a ti no te amarán como te amaba yo». Pero, si de veras la amaba, es más probable lo segundo que lo primero. Decir que un objeto es precioso es casi un lugar común, pero ¿se ha oído hablar jamás de un sujeto precioso?
Bajo el séptimo velo. Si él acaba viendo en ella un teatro sin drama, / ella acabará siendo un drama sin teatro.
A pleno sol. La timidez cava un abismo.
Borges y el barroco

Es muy conocida y se cita a menudo la definición que dio Borges: “Barroco es todo arte que limita con su propia parodia.” En el mismo sentido iban sus versos contra y no sobre Gracián (“helada y laboriosa nadería / fue para este jesuita la poesía”), sinceramente atenuados durante una entrevista hacia el final de su vida, en la que, aunque reconoce en el español la agudeza, la hondura y franca penetración de su inteligencia, mantiene la condena hacia su tratamiento de la forma, en exceso determinada para él por “laberintos, retruécanos, emblemas” y “estratagemas”, de las que ofrece un ejemplo sencillo: “La vida es milicia contra la malicia”, aseveración cuya verdad no discute sino a la que objeta el juego de palabras que en su opinión degrada el concepto, lo trivializa. Todo esto es muy razonable y Borges convence con sus argumentos, que no expone intentando vencer; sin embargo, aunque oigamos la intencionada resonancia que señala entre milicia y malicia, tanto como la cacofonía que escucha en el título El llano en llamas, aunque entendamos perfectamente lo que censura y nos inclinemos a darle la razón, no por eso disminuye nuestra fe en Gracián o en Rulfo. Tampoco logramos condenar decididamente aquello de lo que Borges nos ha demostrado el defecto; más bien es como si en el punto medio entre una obra apreciada y la crítica adversa pero en sí misma apreciable lo que quedara fuera una especie de indiferencia, de duda ante la necesidad de decidir. ¿Pero es realmente necesario optar? Recuerdo otra objeción parcial suya, también formal, esta vez a la Ética de Spinoza: lo que aquí reprobaba era la adopción, por parte del filósofo, de un rígido aparato geométrico para sostener sus razones cuando hubiera bastado su exposición coloquial para probar la misma verdad, vanamente acorazada por la asimilación a un sistema. Semejante fortificación, ¿no sería contraria al modo de comunicación preferido por Borges, la conversación amistosa, además de una aspiración a la razón triunfal desaconsejada en Los teólogos, aunque sea por vía defensiva? La sobria sencillez ante la complejidad del universo en lugar del loco abandono al impulso de medirse con él, el diálogo íntimo como alternativa más fiable que la construcción de textos cifrados a prueba de interlocutores, además de coherentes entre sí, son argumentos para los que Borges ha encontrado no menos matices y variantes que para la idea de eternidad o de infinito. También la celebración del coraje frontal de guerreros y malevos resulta opuesta a la de la estrategia intelectual, que se complace en mostrar derrotada en varios cuentos. Pero es en este punto que aquí cruzamos al otro lado de la calle para alinearnos con aquellos que, rehusando el destino, le oponen mil argucias para alcanzar la victoria: porque es en esta situación, desde la perspectiva que se adopta cuando se elige el partido de la causa propia por sobre la dignidad de los mayores, que los consejos y preceptivas de Gracián o de Spinoza recuperan su oportunidad y su valor. No se habla ni se escribe igual en casa de amigos que de enemigos. Si el espacio recomendado de la comunicación borgeana es el de la amistad, abierto al respeto y la confianza manifiestos en la llaneza de la expresión, otras son las condiciones que rigen para el vigilado jesuita y el expulsado pulidor de lentes, dependientes a menudo, como muchos contemporáneos suyos, de protectores cuya suerte podía variar de un día para otro, como lo vieron, bajo intolerancias de brazos más largos, a través de los siglos, que los de Rosas o Perón durante el espacio relativamente breve de sus respectivos mandatos. Otra conciencia es necesaria para sobrevivir y producir en esos regímenes. Y otra es la expresión, otra la escritura. Podemos suponer que Montaigne escribía para un amigo, que el desaparecido Etienne de La Boétie sobrevivía en él, de igual manera que había sido el interlocutor perfecto, como lector ideal, aunque ya sólo imaginario. Pero en un régimen de intolerancia, o en una corte como la descrita por Saint-Simon, en cualquier situación de desconfianza generalizada, bajo la insomne vigilancia de propios y extraños, tal vez no pueda existir ni en la memoria ese amigo, pues jamás se ha tenido la ocasión de entablar una amistad, o la confianza en él, si existe, no pueda no estar comprometida, y no forzosamente por una falta suya, sino, al contrario, por consideración hacia la situación de peligro en que podría dejarlo cualquier confidencia. En El emperador Juliano y su arte de escribir, el comentarista hegeliano Alexandre Kojève da un ejemplo de lo que sería, perdón, de lo que es una escritura concebida para sortear el peligro de ciertas lecturas. Aquí se trata, según explica, de “escribir poco más o menos lo contrario de lo que se piensa, para disimular lo que se dice”: un texto dirigido en secreto a los iniciados o entendidos cuya condición les da un oído aparte del de la multitud. El texto de diamante, llamémoslo así por su brillo evidente aunque el contenido parezca oscuro, por su dureza a prueba de interpretaciones, por la nobleza con que resiste al uso inapropiado, tallado por sus autores hasta alcanzar la calidad que autoriza esta comparación, supone una estrategia orientada a sobrevivir los malos tiempos, conservándose igual a sí mismo hasta dar con aquel ante quien cabría bajar la guardia, y que por eso sabrá abrirse paso hasta el interior de la fortaleza. Desde el balcón de un tiempo de paz el guerrero en su armadura se ve rígido y en su cabalgadura con poco asiento para tanto orgullo; si se piensa en de dónde viene, puede entenderse por qué llega así. Armado para sostenerse en sí mismo, sin apoyo, solo, exageradamente a veces a causa de la dificultad para medir los peligros de un terreno cambiante, no deja de ser el producto salvaje del más alto grado de civilización concebible, lo que le da ese aire contradictorio de máximo de comunicación y de hermetismo, de extremo rigor formal que no sabría acomodarse a las costumbres de la lengua en uso. Será el lector el que se adapte a su acento, fatalmente extranjero, con la libertad negada a otros en otro tiempo aunque en el mismo mundo: como el que baila sigue la música que ha puesto, aunque al principio encuentre raros sus propios movimientos. También Borges linda a veces con su propia parodia y las sospechas de quienes no se fían de las construcciones demasiado elaboradas, al menos a simple vista, siempre lo han perseguido. O abandonado en los primeros escalones de sus textos.
La dramaturgia como escuela narrativa

De los géneros literarios, el más abrumadoramente leído es la novela. El teatro, antepasado suyo, es menos leído aún que la poesía. Los dramaturgos se ganan la vida, los que pueden, escribiendo para los actores: son éstos quienes los leen, al menos durante sus estudios, y quienes tienen ocasionalmente la posibilidad de hacer oír sus textos a un público. Éste suele estar compuesto por lectores, pero no de teatro sino, sobre todo, una vez más, de novela. Van al teatro antes a ver un espectáculo, o aun seguir una historia, que a oír un texto. Y a la hora de leer, aunque aprecian la abundancia de diálogo en un relato, lo eluden si viene tan sólo acompañado por unas magras acotaciones: se les hace arduo de leer, como confiesan. Pero dejan en el aire otra pregunta: ¿por qué?
Son muchos los buenos lectores que conozco dispuestos a leer prácticamente lo que sea excepto teatro. Un tropiezo repetido que confirman los datos de ventas. Yo solía exponer la hipótesis, a menudo aceptada –y con fervor- por los lectores abordados en mi indagación, de que eran la voz del narrador, vehículo evidente del estilo, y el fantasma del escritor, supuesto interlocutor íntimo, lo que ellos echaban de menos en la esquelética escritura teatral. Pero no todos eran tan preciosistas ni buscaban forzosamente un amigo en cada libro.

Por otra parte, un nuevo fenómeno le hace sombra a la novela: las series. Más de una vez he oído, en los últimos años, entre las muchas causas del preocupante estado de la industria editorial, decir que quienes antes leían novelas, o más bien el tipo de personas que antes leían novelas, hoy siguen series. Con poco tiempo libre en la semana, cansado al cabo de un día de trabajo, contando con que una serie puede verse en compañía mientras que un libro requiere soledad, este público potencial culturalmente inquieto aunque no necesariamente de una cultura muy elevada ni muy firme, dispuesto y disponible en otro tiempo –y en teoría- a acoger las novedades literarias de su época, hoy prefiere acceder a la ficción por vía audiovisual. Si esto es cierto, no lo es menos el reconocimiento que los propios novelistas otorgan a estas producciones: a más de uno he oído declarar que los mejores narradores actuales son o están en los equipos que escriben estas series, lo cual, desde el punto de vista del oficio, es probable que también sea verdad.
Contradicción aparente: el teatro no se puede leer, pero la forma narrativa más exitosa es la dramática. Podría argumentarse que al gran público desde siempre le interesa menos el texto que las peripecias, que el medio audiovisual le acerca, con sus reconocidos poder y efecto de “impresión de realidad”, de modo mucho más vívido e inmediato el imaginario al que le propone acceder; para ejercer su poder de sugestión la lectura requiere, en cambio, concentración y paciencia, soledad. En todo caso, el libro sería bueno para eso, para poblar la intimidad de cada uno cuando al fin se queda a solas consigo mismo: una voz portátil que te habla sólo a ti, por lo menos cuando está contigo. Pero no vale la pena insistir en las diferencias ni en la posible complementariedad cuando la contradicción, como hemos dicho, es sólo aparente. Ya que se resuelve considerando un único dato: lo que no debe hacer el prestidigitador durante el truco, mientras éste tiene lugar, de ninguna manera, es enseñar la maquinaria. Es decir, mostrar al desnudo lo que debe estar vestido, velado, para que el proceso de ilusión se cumpla: exactamente los resortes de ese proceso. Luego, eventualmente, podrá hacerlo, fidelizando al público mediante la complicidad implícita con su estar al tanto presente en haberle revelado su secreto. Pero, como cualquiera que haya visto un making of sabe bien, no basta con ver el truco por dentro para devenir instantáneamente mago: la revelación es otro espectáculo y, como los makings of inseparables en nuestro tiempo de las grandes producciones, no más que otra parte del merchandising necesario para la difusión y a su vez ocasional fuente de ganancias. Lo esencial, en todo caso, para mantener vigente el pacto entre el artista y su público, es no mostrar demasiado ni por demasiado tiempo, que el teatro de variedades no se convierta en una escuela. De esto depende que el entretenimiento siga siéndolo y el público no se escape al verse trasladado a la misma percepción de la realidad cotidiana dejada en suspenso con su asistencia a la sala: de la conservación, en mayor o menor grado, de una ilusión suficiente que sostenga el imaginario contratado. La famosa cuarta pared es esa frontera que no se salta impunemente.

Impreso, a menos que el lector sea un profesional del oficio o un aficionado al que le guste jugar a tenerlo, el teatro transgrede esa convención. El texto apenas acotado, siendo además estas acotaciones descripciones e instrucciones, algo en sí por lo general fastidioso de leer, es un instrumento de trabajo que sólo a quien quiera realizarlo, aunque sea imaginariamente, puede aportar satisfacción. El público habitual prefiere asistir a la realización del libreto, del mismo modo que los guiones de las series masivamente seguidas no se leen, sino que se miran. Lo que se lee es la novela, donde la prosa cubre de detalles la estructura del relato hasta alcanzar verosimilitud o apariencia de realidad y cubrir el abstracto vacío que la naturaleza supuestamente aborrece. Bien, pero no es tan fácil. Ya que la naturaleza no está hecha de palabras ni habla un lenguaje por su cuenta. Ése es el problema de la representación realista: como la suya no es la realidad tangible por más que puedan referirse a ella, las palabras se disparan también por cuenta propia y fácilmente extravían el objeto o los hechos a que prometían remitir. No es sólo un problema filosófico: también lo es narrativo y hasta los novelistas que menos se lo plantean han de encontrar, si no necesariamente la solución teórica, por lo menos la respuesta práctica que cada vez les permita dar a su relato una forma adecuada y eficaz.
Es ante esta dificultad que puede ser útil el modelo del teatro o, mejor dicho, de la dramaturgia. Ya que así como en la novela todo tiende al magma, a un solo cuerpo de texto cuyos distintos planos de composición fácilmente se confunden unos con otros al estar hechos con la misma materia, la palabra o la letra, si se quiere hilar más fino, en la escritura teatral o audiovisual lo primero que puede apreciarse es el encabalgamiento de elementos heterogéneos reunidos –diálogo, acotaciones, descripción de decorados, música incidental, eventuales canciones, efectos de sonido, de luz, etcétera- y lo que éste discierne perfectamente son los límites entre una y otra forma de expresión. Con lo que el campo de la palabra, o al menos el de su uso explícito, queda perfectamente definido: lo que se diga, lo que se cante, lo que pueda leerse en un cartel. Todo lo demás pasa a la acción y la presencia escénicas, con una consecuencia esencial si comparamos este modo de narrar o exponer con el de la literatura: no hay aquí narrador, no existe la voz narrativa más allá del rol o la función, dramáticos, ocupados por uno u otro intérprete, es decir, relativizados, pues si bien hay narración, ya se narre una historia representándola o porque todo lo que se vea en escena igualmente se podría contar con palabras (eso suelen ser los libretos, aun en su parquedad), lo que no hay es ese narrador absoluto que en una novela siempre puede intervenir para explicar lo que no esté claro en la acción, o recordar lo que se olvidó decir sobre alguna situación o personaje, dependiendo sólo de su propia discreción y ubicuidad para no dejar su omnisciencia en evidencia. El drama, por esto, ha de ser una máquina autónoma en una medida mucho mayor que el relato, donde la voz narrativa por más objetiva que sea siempre está ahí para hacer de operador. La objetividad es fatal en el teatro; en la novela, sólo una elección.

Pero es por esto, justamente, además de por la ejemplaridad propia del drama, donde todo acontece para ser expuesto, que el narrador puede aprender tanto de la dramaturgia. En primer lugar, a limitar su discurso: una respuesta práctica al referido problema de la independencia de las palabras respecto de los hechos y las cosas, que a tanto aprendiz de narrador empuja a divagar y dar vueltas sin entrar en materia, literalmente en lo material de su ficción. En segundo, a saber callar: mostrar lo que ocurre, confiar en la elocuencia de lo sucede a pesar de su ambigüedad, no ahogar las lecturas posibles con comentarios precipitados. En tercero, a organizar los acontecimientos: disponerlos de forma lógica y dinámica en el sentido de la “fábula” implícita en el relato, desarrollar la intriga sin perder claridad ni suspenso, dar a cada momento su lugar y su espacio en la trama, no dejar que la narración se volatilice ni se estanque. La estructura narrativa del drama es fatalmente más rigurosa que la de la novela y hasta que la del relato, precisamente porque en el transcurso de la acción apenas hay espacio para correcciones a posteriori o comentarios al margen. Quizás el mejor estudio a la vez crítico y práctico de una novela que se pueda hacer sea adaptarla a la escena o la pantalla: tratada como material, modelo, realidad previa o materia prima con la que crear otra cosa siéndole fiel a la vez como el artista a quien posa para él, a través de una mímesis semejante a la que practica el novelista con la vida que observa, la novela entrega no sólo un saber conceptual sino también un saber hacer con el género invaluable ya a la hora de leer, ya a la de escribir.
Es curioso cómo grandes novelistas fracasaron en el teatro y no sólo, como es muy común argumentar, por causas psicológicas. El escritor franquea la puerta del teatro cuando su escritura enlaza con las maneras de hacer teatro propias de su época, ya sean oficiales o subversivas. Cervantes quedó de lado por el modelo de Lope y Stendhal tropezó con su ineptitud para el verso en un tiempo en que el drama se escribía en alejandrinos. También Flaubert escribió fiascos, a pesar de haber acabado en sus novelas con el narrador omnisciente, por naturaleza imposible en el teatro, donde también lo es su obra maestra La Tentación de San Antonio. Puede pensarse, razonablemente, que por mucho que el teatro pueda enseñar de rigor constructivo al novelista esto tampoco lo convierte en el único maestro suficiente. Si decimos que el teatro es el arte de las convenciones por excelencia, si hemos dicho anteriormente en otra parte que la perfección es la apoteosis de las convenciones, podemos ahora proponer que la novela es el arte de la duda: los apartes en ella se hacen tan largos que devienen cuerpo de texto, en detrimento de la acción y los diálogos, y cada acto o personaje puede dar pie a análisis y digresiones tan densos que el hilo del relato se vuelve tan sólo uno más en el total de la trama. El mito representado por el argumento es cuestionado más allá de los límites de espacio y tiempo que cualquier puesta en escena podría tolerar, con el riesgo de pérdida de comunicación implícito en la demanda de la mayoría de los lectores de ficción, compulsivos devoradores de historias. Lo curioso, una vez más, es observar cómo, a pesar de todo lo que la dramaturgia puede enseñar sobre concentración, dinamismo y estructura en el arte de narrar a quien lo hace en prosa, muchos de los maestros de la novela “en la que no pasa nada” también han triunfado sobre las tablas: Samuel Beckett y Thomas Bernhardt serían dos ejemplos, lo que puede interpretarse como un par de excepciones o señal de hasta dónde se puede llevar cuando se dominan con destreza tanto la retórica de la representación como la de la narrativa.

Durante su formación el novelista ha de actuar, al leerse, como su propio editor. La dramaturgia ofrece modelos narrativos y estructuras mucho más claras que la novela, por naturaleza tendiente a la maraña, y puede facilitar el aprendizaje de muchos elementos necesarios para la narrativa: no tanto a escribir diálogos, lo que parece evidente, como a tejer la fábula, planear el conjunto, pensar lo que no se escribe en el libro pero sí en su sinopsis. La perfección se daría en una culminación que, como la cima de una montaña, se resume en un punto. El momento culminante en el teatro, donde se resume la pieza como en un cuadro, o el fulgor del poema sobre la página. Pero la novela, por más genial que sea su desenlace o punto de llegada, siempre es ante todo la experiencia del trayecto, largo y accidentado: imperfecto, informal y hasta incompleto, como lo prueban tantas obras maestras inconclusas como existen que, sin embargo, son logros en su concreta fragmentación. Dicho esto, hay que repetir lo contrario: la necesidad de aprender a dominar el material y orientarlo para dar conclusión satisfactoria a la obra. Pues del mismo modo que es necesario esperar para que sobrevenga lo inesperado, la inspiración que hace del fragmento una obra entera, más allá de la estructura de la que estaba destinado a formar parte, no nace de la nada sino de un conocimiento en acción, similar al del músico virtuoso que improvisa. En la adquisición de semejante técnica, la ejemplar claridad expositiva del modelo dramatúrgico puede ser una herramienta de precisión incomparable.

Más sobre narrativa y dramaturgia en:
https://refinerialiteraria.wordpress.com/coaching-literario-2/
Maestra del mal

Me parece de lo más aconsejable que el escritor principiante trace un bosquejo del libro capítulo por capítulo –aunque la anotaciones de cada uno puedan ser muy breves-, porque los escritores jóvenes son muy propensos a divagar. El punto de partida del bosquejo será una pregunta que el escritor se hará a sí mismo: “¿De qué modo este capítulo hará avanzar la narración?” Si para este capítulo tienes pensada una idea llena de divagaciones, ambiental, decorativa, ten mucho cuidado; tal vez sea mejor desecharla si no consigues expresar en ella una o dos cosas importantes. Pero si crees que la idea para el capítulo hará avanzar el argumento, entonces debes hacer una lista de las cosas que quieres demostrar en dicho capítulo. A veces es una sola cosa: que uno de los personajes quiere ocultar el hecho de que se está volviendo ciego; que una carta importante ha sido robada. A veces son tres cosas. Y si las apuntas en un papel y dejas éste junto a la máquina de escribir, tendrás la seguridad de que no se te olvidará ninguna. Incluso ahora, cuando llevo escritos casi veinte libros, a veces tomo nota de lo que quiero decir. Si hubiera hecho esto desde el principio, me hubiera ahorrado mucho trabajo al escribir Extraños en un tren. No hay nada malo en hacerlo siempre, por experto que uno sea, ya que proporciona una sensación sólida de la obra que se está escribiendo.
Este buen consejo a principiantes y profesionales pertenece a un libro que suelo recomendar a quienes participan en mis talleres, confiando no sólo en el valor de sus enseñanzas sino también en lo grato de su compañía. Se trata de Suspense, de Patricia Highsmith, cuyos comentarios acerca de “cómo se escribe una novela de intriga”, según reza el subtítulo, son tan acertados respecto a todo tipo de narrativa que permiten hacer de la novela de suspenso un modelo útil para desarrollar cualquier relato, inclasificable o del género que sea. Devuelvo la palabra a la maestra invitada:

El temperamento y el carácter del escritor se reflejan en el método que utiliza para idear argumentos: lógico, ilógico, pedestre, inspirado, imitativo, original. Un escritor tendrá asegurada la buena vida si imita las tendencias del momento y es lógico y pedestre, porque estas imitaciones se venden y, desde el punto de vista emocional, no le exigen demasiado. Por tanto, su producción puede ser dos o diez veces mayor que la de un escritor original que no sólo trabaja mucho y pone el corazón en lo que escribe, sino que también corre el riesgo de que le rechacen el libro. Es aconsejable juzgarse a sí mismo antes de empezar a escribir. Como esto puede hacerse a solas y en silencio, no hay necesidad de falsos orgullos.
Hago este comentario aquí porque tiene que ver con la tarea de idear el argumento. Al público en general no le gustan los delincuentes que se salen con la suya al final, aunque son más aceptables en los libros que en las adaptaciones televisivas y cinematográficas. Si bien la censura es menos severa que antes, en general un libro tendrá más probabilidades de ser adaptado a la televisión y al cine si el héroe-criminal resulta atrapado al final; es decir, si se las hacen pasar moradas. Es casi preferible matarlo durante el relato, si no es la ley quien se va a ocupar de ello. A mí esto me repugna, ya que más bien simpatizo con los delincuentes, y los encuentro interesantes, a menos que sean estúpidamente monótonos y brutales.

Desde el punto de vista dramático, los delincuentes son interesantes porque, al menos durante un tiempo, son activos, libres de espíritu, y no se doblegan ante nadie. Yo soy tan observante de la ley que me echo a temblar ante un aduanero aunque no lleve contrabando en las maletas. Tal vez lleve dentro de mí un impulso criminal grave y reprimido, pues de lo contrario no me interesarían tanto los delincuentes o no escribiría sobre ellos tan a menudo. Y pienso que muchos escritores de suspense –exceptuando quizás aquellos cuyos héroes o heroínas son las víctimas y cuyos criminales no aparecen en el libro, son repugnantes o están condenados- tienen que sentir alguna clase de simpatía o identificación con los delincuentes, pues, de no sentirla, no se verían emocionalmente implicados en los libros que tratan de ellos. En este sentido, el libro de suspense es inmensamente distinto del relato de misterio. El escritor de suspense suele dedicar mucha más atención a la mente criminal, porque el criminal suele ser conocido durante todo el libro y el escritor tiene que describir lo que pasa por su cabeza, y esto no es posible a menos que se simpatice con él.

La pasión del público por la justicia me resulta aburrida y artificial, porque ni a la vida ni a la naturaleza les importa que se haga o no justicia. El público, al menos el público en general, quiere presenciar el triunfo de la ley, aunque al mismo tiempo le gusta la brutalidad. Sin embargo, la brutalidad debe estar en el bando bueno. Los héroes-detectives pueden ser brutales, sin escrúpulos sexuales, pueden pegar patadas a las mujeres, y seguir siendo héroes populares, porque se supone que andan persiguiendo algo peor que ellos mismos.
Coaching literario
Taller de narrativa con Ricardo Baduell

El objetivo de este taller es que cada participante sea capaz de elaborar un texto narrativo con plena conciencia de sus recursos y posibilidades. Para eso hemos de recorrer todas las etapas del proceso creativo, trabajando en el desarrollo de una obra de ficción de su autoría según el modelo de relación entre escritor y editor. Los aspectos teóricos serán considerados en función de los prácticos a medida que progresa la escritura, desde la búsqueda de una idea original hasta la redacción completa de la versión definitiva.
Desde hace años considero a Ricardo Baduell como el mejor lector que conozco. Su análisis literario es penetrante y puede desarmar y reconstruir una obra desde sus cimientos, con inteligencia y buen gusto.
Iván Thays en Vano Oficio (Diario El País)
PROGRAMA
Cómo inventar y contar historias
1. El nacimiento de una ficción. Encontrar una idea, elegir un tema. Fuentes: memoria, actualidad, historia, fantasía, otras ficciones. Encargo y espontaneidad. Historias descubiertas e inventadas. Ejercicios de imaginación.
2. Contar un secreto. De una idea a una historia. Elaborar la sinopsis. Un cebo para el lector: la historia como secreto que se cuenta. Velar y revelar. El interés debe crecer como una apuesta: ¿qué hay en juego? Ejercicios de concisión.
3. Complicadamente simple. El desarrollo argumental lineal. Planteo, nudo y desenlace. El proceso de un personaje. El conflicto como núcleo dramático. El desenlace como destino. Desvíos y estaciones. Ejercicios: la técnica del Vía Crucis.
4. Simplemente complicado. Enredar el argumento. Tejiendo la intriga. Tramas cruzadas y tramas paralelas. Isabelinos: trama principal y trama secundaria. Ejercicio: un argumento a la manera de Shakespeare.
5. La estructura y la forma. Construir la ficción. La organización de los acontecimientos. Técnicas, tácticas y estrategias. La forma: unidad, claridad, luminosidad (Joyce). Ejercicio: el esquema formal de una novela.
6. Cuestiones de género. Cuento, novela y relato. Géneros puros y mezcla de géneros: policial, novela histórica, ciencia-ficción, etcétera. La narración de suspenso como modelo absoluto. Ejercicio: variaciones sobre un argumento.
7. El estilo y el tono. Trama argumental y trama verbal. Gramática de la voz propia. Estilo y manera. Cómo empezar: primera frase y primera página. En primera y en tercera persona. El tratamiento del lenguaje. Ejercicios de estilo.
8. El control de la información. Sólo en los detalles hay verdad (Stendhal). Quién cuenta: sujeto y objeto de la narración. Saber de qué se habla: experiencias propias y ajenas. Investigación, ambientación, tiempo y lugar. Ejercicios de localización.
9. Los personajes y sus relaciones. Quién es quién y cómo se llevan. Casting: uso de modelos. Protagonistas, antagonistas y elenco. Función del personaje en el relato. Encuentros, conflictos, alianzas y oposiciones. Ejercicios de caracterización.
10. Teoría y práctica de conjunto. Acción, descripción y diálogo: la dinámica del relato. Narrativa exterior e interior: épica, análisis y flujo de conciencia. Armonía y montaje de la unidad literaria. Ejercicio de redacción: capítulo o cuento corto.
11. Crítica y autocrítica. El escritor como lector. Baudelaire. Leer literatura y leer la realidad. Distanciamiento y aproximación: cómo leer la propia novela mientras se la escribe. Correcciones. Ejercicio: informes de lectura.
12. El juego con el lector. Otros modos de narrar: cine, teatro, canción, pintura y cómic. Diálogo con la literatura pasada y presente. El contexto vital y cultural de la obra. Revisión general y corrección de ejercicios finales.
Más información sobre este taller en:
https://refinerialiteraria.wordpress.com/coaching-literario-2/