La palabra está de más 4: La imagen del lenguaje

«O word save us!» (James Joyce)

¿Quién no ha oído eso de que una imagen vale por mil palabras? Algunos lo repiten y algunos de éstos lo argumentan, mientras otros lo refutan mediante diversos razonamientos y ejemplos. Mientras tanto, más allá de su declarada superioridad sobre el viejo verbo, gracias al mutuamente potenciado y paralelo desarrollo de la tecnología y las comunicaciones, las imágenes proliferan cada vez con mayor facilidad y circulan como calderilla: de una moneda universal, además, porque no requiere traducción.

Pero tampoco es cuestión de abominar de la imagen en nombre de la postergada palabra, ni de soñar con el resurgimiento de un lenguaje desde las tinieblas a las que lo ha empujado el brillo de otro. Se trata más bien de señalar un naufragio a dúo. O de hacer ver, a la luz de los restos del primer barco hundido, la roca a la que el segundo se aproxima fatalmente o contra la que ya se ha estrellado, si es la agitación de las maniobras de rescate lo que más llama la atención sobre él.

Cuando se habla, hoy, de cultura de la imagen, no se habla de pintura ni aun, en realidad, de fotografía. Ni, en el fondo, de cine. De lo que se habla es de cómo se mueve todo esto (y sus sucedáneos) entre los distintos soportes en que navega y las retinas que lo reciben. Es la película que va montándose sola en la conciencia de cada uno, sustituyendo al mundo material que representa y del que procura testimoniar algún sentido, aunque éste ha de enmascararse –y nada mejor hoy que las imágenes para esto, como en otro tiempo lo fueron los abusos retóricos- en la misma medida en que es su constante desplazamiento, o la postergación de sus conclusiones, lo que lo sostiene. Y no es tampoco una película, ni tiene un autor individual o colectivo: es, vale decir, un preparado audiovisual aleatorio, un continuado que, aunque se repita, jamás vuelve sobre sí mismo, ya que fluye en el tiempo lineal, y resulta por eso, a la vez, indefinido y definitivo. Es decir: sigue siempre adelante, incorregible en su materialidad, con lo que no es una obra sino, como la naturaleza, una realidad o, más que una realidad, o cualquier otro elemento agregado al mundo, una nueva capa de la realidad, otro nivel suyo que recubre, para nuestra representación, la vieja superficie. Ésta es su novedad. 

«El lenguaje es un virus del espacio exterior» (William Burroughs)

La palabra y la imagen trabajan juntas en el audiovisual. Pero no solas: también está el sonido, su socio mudo y secreto que, sin embargo, como en los videoclips, dirige todo el baile desde la sombra y determina lo esencial de la transmisión. Es el sonido el que pone el tono, la “onda” de la comunicación, y, como verdadero responsable del continuo, ya que es el que marca el ritmo sobre el que se edita el conjunto, es también el que realiza, aunque inconsciente o cínicamente, el ideal del arte encarnado por la música en tanto ésta nunca pierde, ni siquiera cuando “comenta”, su carácter sugerente, su ambigüedad, es decir: su acceso inmediato a la salida de emergencia que cada afirmación abusiva necesita cuando se ve acorralada por la exigencia de pruebas.

Esta combinación de palabras, imágenes y sonidos, y más aún para quien rara vez cesa de estar expuesto a ella, ofrece un símil del mundo lo bastante dotado de “impresión de realidad” como para desplazar al original fácilmente del centro de la escena, a lo que debe agregarse la módica dosis de sentido que transporta en oposición a lo inexplicable –o absurdo, como se lo ha llamado- de lo que es sin intención, porque sí, porque está ahí: el mundo mismo, en una palabra, de cuya gratuidad, insostenible para la conciencia interrogante, se contagia a pesar suyo el discurso audiovisual en continuado, al entrar en la eterna duración sin interrupciones de aquello que en un principio procuraba enmarcar. Forzados, en la civilización de la comunicación, no ya a representar el mundo físico sino en cambio a sustituirlo e incluso sostener así la idea de que ese viejo mundo existe, poseídos sin embargo por el terror al vacío propio, como bien ha señalado Sollers, no de la naturaleza sino de la representación, palabra, imagen y sonido suelen reproducir, en su babélico desfile, el amontonamiento de cosas y sustancias no bien diferenciadas característico de las reuniones de argumentos insuficientes, pero típico también de los vertederos de deshechos. Aunque, si bien el continuo de la corriente que los arrastra puede dar esa impresión, no se trata aquí de deshechos ni de sobras, incluso si habitual que el material descartado se aproveche en sucesivas e imprevistas ediciones. Pero ocurre, como les pasa a unos materiales ya demasiado vistos o a unas ideas demasiado repetidas, que no sólo se desgasta el contenido de estas emisiones, sino también la relación entre los elementos de su lenguaje. A fuerza de ir juntos constantemente, como nunca lo habían hecho durante siglos, palabra, imagen y sonido se arrastran uno a otro, justificándose entre sí, y en lugar de potenciarse, como cuando su relación no es convencional, se degradan por el roce mutuo, por la ubicua sumisión de cada pie del trípode al pactado encaje con los otros dos, regulado no por el punto de fuga determinado por lo que sea que hayan descubierto, sino por el hábito del equilibrio necesario para seguir adelante sin caer en la evidencia del vacío. Repetido de manera más sencilla, el continuo audiovisual no explora ni expresa el mundo, sino que lo simula. Cada vez mejor, por otra parte.

«Los señores solos hablan mucho» (Jean-Paul Belmondo en Pierrot le Fou)

A menudo los avances tecnológicos suponen un retroceso en el lenguaje: al reemplazar el signo de una cosa por su imagen, que en la hiperrealidad se le parece a tal punto que la sustituye, con lo cual la imagen misma deviene una cosa en sí, el valor del signo, su espesor expresivo, además del sentido de su comunicación, bien puede verse reducido a una presencia tan opaca como la de la cosa misma antes de que su silencio sea ocupado por las proyecciones e interpretaciones que despierta. De esa insignificancia el espectáculo se defiende con sus propias armas o con su propio aparato, tanto más equivalente a un simple alzar la voz cuanto más, y sobre todo más espectacularmente, recurra a concentrarse en mostrar para cubrir su impotencia en el decir. Es el momento de reintroducir cierta inteligencia en el conjunto, necesidad comprobable a la mitad de tantas películas de acción, entre explosiones, tiroteos y persecuciones. El vehículo de esa inteligencia es el lenguaje, que depende de contar al menos con una articulación: entre palabra y palabra, imagen y palabra, o imagen e imagen. La clave está en ese “entre”, sobre el que el ansia de integración trata de avanzar y al que la sed de independencia, por eso mismo, se empeña en hacer saltar en pedazos, como lo ilustran tantos montajes característicos o herederos de una estética contestataria.

Entre las cosas existe el espacio: la extensión, que en los términos de Spinoza requiere el concurso de otro atributo, el pensamiento, para formar la sustancia, el todo del que son modos cuanto pensamos o percibimos. La escritura, como intérprete verbal de este fenómeno, pone de manifiesto de inmediato el segundo atributo mencionado, mientras remite con inagotable dificultad al primero. El doble audiovisual que ofrecen el cine, el video y sus antecesores, como el dibujo, la pintura o la fotografía, se encuentra en la situación contraria. Pero lo que cuenta no es esa aparente diferencia de puntos de partida, sino la dimensión comprendida en el pasaje de una a otra, donde se realiza su desconcertante unidad. Es ahí donde un lenguaje se cruza con otro y encuentra su exterior, la barrera que ha de atravesar para significar algo. Para el discurso, la ocasión de que lo no verbal lo interrumpa y lo corrija: precisamente lo que un escritor puede aprender del cine o del teatro, o lo que puede encontrar al plantearse sus objetos de la manera en que aquellos lo hacen. Para la imagen, no ya representación sino doble en continuado de toda realidad visible o sonora, el cuestionamiento de su pertinencia por parte de una instancia cuya realidad no depende de lo que puede ser mostrado y la evidencia de que no basta con el espectáculo. Ésta es la posición del escritor, en realidad: un cuerpo aparte que se siente por dentro y que, dudando de cuanto se exhibe, introduce en lo que se muestra esa dimensión interior. No es que sólo puedan hacerlo los escritores, pero ésa podría ser tanto la función como el efecto de la literatura en cualquiera que hiciera uso de ella. “La conciencia increada de mi raza” era lo que Stephen Dedalus aspiraba a forjar para cumplir su vocación en las últimas líneas del Retrato del artista adolescente. En Ulises, el libro siguiente, hablaría de la “ineluctable modalidad de lo visible”.

«Habla conmigo, viejo perro blanco» (Luis Alberto Spinetta, Niño condenado)

Efectivamente, como el hombre en La náusea, en el mundo de los objetos la palabra está de más. Robbe-Grillet, luego también cineasta, procuró corregir los excesos verbales de la narrativa entonces tradicional en sus novelas llamadas “objetivistas”. Pero, cuando lo que recubre el mundo ya no es una verborragia ideológica, sino, en cambio, una permanente película publicitaria, es posible que quien escriba deba cambiar de objetivo. ¿Cómo evocar el peso del mundo detrás de esas pantallas, ahora ya tridimensionales y dispuestas en círculos a toda hora alrededor de su público, de las que todo lo opaco se ha evaporado para dar alas al antiguo sueño de volar, libres de trabas, ya en bombardero para los corazones agresivos, ya en dirigible para los que adoran la opulencia? ¿Cómo introducir en esas exhibiciones la conciencia de su significado o, mejor, de su naturaleza, ya que es la naturaleza justamente lo que en última instancia procuran sustituir? No mediante la imitación, que despoja a la literatura de sus mejores armas y la pone desde el principio en desventaja, sino, al contrario, poniendo el acento en todo aquello que tienda a escaparse del espectáculo, de la representación: los testimonios del olfato, el gusto y el tacto, por ejemplo, a los que el audiovisual, como el lenguaje escrito, sólo puede aludir o ignorar, junto con todo aquello al borde de lo inexpresable por su materialidad, su resistencia a la idealización. Parece poco. Sin embargo, ya sería mucho que lo concebido como espectáculo fuera visto por la literatura como tal: menos derivaciones estereotipadas y más estudios de imagen, hechos desde la vereda de enfrente y no en solidaridad con la impostura generalizada. Es peligroso en una época en la que casi todos, al no abundar otras vías, intentan realizarse sobre todo a través de la imagen y de su imagen personal especialmente. La palabra está de más en ese alineamiento de fachadas al que su incidencia sólo podría desequilibrar, pero sólo hasta que se advierte que, para quienes hablan, la cosa muda nunca es suficiente. La imagen remite a la palabra no menos que ésta a aquella, pero su articulación se produce en ese espacio, vacío, que encuentra siempre un pequeño resquicio por el que deslizarse y poner en cuestión cuanto lo rodea. Es esta inquietud que genera el lenguaje no la huella, sino la señal permanente del paso de la humanidad por la tierra.    

2015

De ocaso en ocaso, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Respuesta a Harold Bloom

Carta breve para un largo adiós

Respetado crítico:

La literatura que esperamos, incluso la más absolutamente nueva, no podrá ser nunca la literatura que esperamos. De hecho, si esperamos una literatura nueva, la esperamos necesariamente en el ámbito de las ideas que ya tenemos: además, lo que esperamos, de algún modo ya está ahí. No hay nadie entre nosotros que ante un texto pueda resistir la tentación de decir: “Esto es literatura”, o al contrario, “Esto no es literatura”. Pero las novedades, incluso las absolutas, como bien sabemos, no son nunca ideales, sino siempre concretas. Por tanto su verdad y su necesidad son mezquinas, fastidiosas y decepcionantes: o no se reconocen o se discuten remitiéndolas a las viejas costumbres.

Posiblemente usted haya reconocido ya el texto que acabo de parafrasear. Es el comienzo del Manifiesto por un nuevo teatro, de Pier Paolo Pasolini, publicado en el significativo año 68 del pasado siglo, más o menos hacia la época en que nacieron varios de los veintitrés “actores del mundo del libro” (cito el artículo) encuestados a propósito de la siguiente afirmación suya en una entrevista: “No me parece que en la literatura contemporánea, ya sea en inglés, en Estados Unidos, en español, catalán, francés, italiano, en las lenguas eslavas, haya nada radicalmente nuevo.” Quizás haya sido esta referencia a los diversos idiomas del mundo la que derivó en una traslación ligeramente equívoca de sus declaraciones al comienzo del mismo artículo, donde en lugar de “literatura contemporánea” se habla de “literatura universal”, un error que sin embargo no confunde al lector atento, pero que no deja de tener algo de síntoma en ese entendimiento alcanzado a pesar de todo, ni de lapsus por parte del medio de comunicación en cuestión. En todo caso, la educada polémica, que en realidad no llega a producirse al no encontrarse unos con otros los que opinan sino sólo sus opiniones reunidas en la misma página, ofrece puntos de vista más o menos apocalípticos o integrados, es decir, más de acuerdo con la descripción del lamentable estado de cosas o en defensa del esfuerzo cultural en curso, pero permanece siempre en torno a la cuestión del juicio de valor definitivo, que es la misma que tanta resistencia ha provocado en su famoso canon. Nada nuevo, cierto, pero evidentemente tampoco olvidado.

Recordará usted la diferencia que hacía Roland Barthes entre “neuf” y “Nouveau”: “Nouveau (nuevo, en francés) es bueno, es el movimiento feliz del Texto: la innovación está justificada históricamente en toda sociedad donde, por régimen, la regresión amenaza; pero neuf (nuevo, también en francés) es malo: hay que luchar con una vestimenta nueva para llevarla: lo nuevo (neuf) incomoda, se opone al cuerpo porque le suprime el juego del que un cierto uso es la garantía: un Nouveau que no fuera enteramente neuf, tal sería el estado ideal de las artes, de los textos, de las vestimentas.” Ignoro si estará de acuerdo con que tal estado es prácticamente el opuesto al que hoy gozamos en estos y otros campos, donde todo el tiempo tropezamos con novedades sin hallar nada nuevo (Nouveau) en ellas. Pero más allá de las dificultades de la calidad literaria para hacerse notar en un mercado saturado de “burdas imitaciones”, como se decía en otro tiempo, o incluso de imitaciones de calidad, tal vez lo más propio del nuestro, existe una cuestión que trasciende la de la supervivencia cotidiana de escritores y editores, porque implica tanto la realización de su vocación como el destino último de la cultura: ¿basta la calidad literaria, aun elevadísima, para construir un canon? Es más: ¿puede una época obsesivamente centrífuga como la nuestra, la de sus hijos y sus nietos, constituir un canon, concebir siquiera un monumento así de sólido, ideal, un proyecto que contra todos nuestros hábitos requeriría una gran concentración, ya de valores producidos por ella misma o de valores heredados que ella misma reconozca?

Roland Barthes a través de los tiempos

Lo siento, anuncié una respuesta y no he hecho luego más que formularle preguntas. Pero éstas son una manera de hacer explícita la cuestión que deja pendiente su idea de falta de novedad radical, en la medida en que una falta supone también el llamado a colmarla. Si convenimos en que es el presente agotado o saturado el que clama por el futuro cuando pide algo nuevo con constancia e insistencia, hasta que tanto el pedido como su ocasional o parcial satisfacción llegan a sonar repetidos, si conservamos el principio regenerador que las obras de Shakespeare plantean como necesaria y eterna solución para los estancamientos de la vida, ensayaré con su venia una respuesta que creo distinta a las de los encuestados a propósito de sus declaraciones. 

Tiene usted toda la razón: el multiculturalismo, la corrección política, los estudios de género y las demás plagas de los departamentos de humanidades de las universidades americanas que usted reúne en la Escuela del Resentimiento liquidan, en su oposición a las jerarquías históricas y sus tradiciones, en nombre del alzamiento de lo inmanente contra la autoridad (o la trascendencia, en los términos del Rizoma de Deleuze y Guattari), el arduamente reunido tesoro cultural de occidente para conceder un crédito ilimitado a una virtualidad que, como su valor se basa en el continuo aplazamiento de la deuda, jamás llega a dar su medida o definirse. Así, en lugar de selección y acumulación lo que hay es disgregación, circulación, pero nada “radicalmente nuevo”, porque son todas inversiones de un capital que no gana nada con tales operaciones. Aunque sea más de uno el que se gana la vida con ellas, lo que tampoco hay que dejar de tener en cuenta o desdeñar necesariamente.

El canon occidental, como usted lo propone, es un grueso tratado muy culto, incluso erudito, pero muy personal, concebido para intervenir en un medio muy concreto, el de las universidades estadounidenses en que usted se desempeña (donde poco espacio ocupa, como en el resto del mundo anglosajón, la literatura en otras lenguas que el inglés, y de ahí quizás la irritación que en ámbitos como el latinoamericano ha provocado la desigual hegemonía de nombres ingleses, con la consiguiente exclusión de tantos autores ajenos a la lengua del imperio), y contra los estragos de un movimiento en particular, al que usted se refiere con el nombre de Escuela del Resentimiento. Así es, pero tal como la idea sobrevuela el cosmos de los que leen y escriben es como una lista de nombres con la cual, una vez escrita y ya tan difundida, no se sabe bien qué hacer. Ya que, si desde un punto de vista libertario lo justo sería desconocer completamente semejante escalafón o panteón de consagrados, el único modo de hacerlo sin sustituir unos nombres por otros sería poder borrar del todo la idea, lo que no es posible sin renunciar a cualquier juicio de valor sostenible. Puede que no sea otro el programa de sus detractados, pero eso no significa ni la apertura de un espacio infinito habitable por todos en lugar de por unos pocos elegidos ni, mucho menos, el fin de la competencia universal.

Una obra cuestionada

Por todas partes y de todas las maneras, hoy como en ninguna otra época, una inagotable muchedumbre de individuos dispersos busca hacerse reconocer de inmediato por sus semejantes, del mismo modo que en los viejos tiempos unos cuantos podían aspirar a un lugar en la Historia. De modo que la antigua guerra de los nombres continúa, aunque otro parezca ser el árbitro, es decir, quien los otorga. Antes el nombre venía del padre; muerto Dios, los grandes hombres tomaron el relevo y ésa fue, como lo muestran todavía las fechas en las lápidas de las celebridades de la literatura universal, la edad de oro de los grandes autores. Pero sus obras eran también el canto del cisne del padre en su agonía, previo a la orfandad contemporánea en la que una sociedad de iguales, diferenciados sólo por su nivel de ingresos, sin tener sobre qué fundar una comunidad real, procuran sustituirla por otras virtuales que, por lo menos, comprometen de hecho a mucho menos. ¿Asentiría usted ante esta descripción?

Otra pregunta, es verdad. Paso a mi respuesta entonces. Resumiendo: si la idea de canon, en su defensa de la tradición, incomoda a la actualidad, es porque no es posible librarse de ella, así como tampoco lo es de la muerte, que nuestra cultura prefiere ignorar. Debe haber muerte para que haya inmortales pero, además, como aquí se trata de una inmortalidad justamente virtual, cuyo sostén no es otro que la memoria humana, resulta intocable y por eso, bajo una u otra forma, por más que se la resista, vuelve siempre a plantear su desafío.

De ahí que el canon sea ineludible y rechazado a la vez. Pero semejante ambigüedad, en su irresolución, tampoco carece de consecuencias y una de ellas, quizás la más notoria, es, dado su rechazo a elegir y sostener una elección, la ineptitud para formular cualquier canon, aunque más no sea como apuesta. Si no hay hoy grandes discursos, movimientos ni “ismos”, no se debe a una libre decisión. Sin embargo, es llamativo el casi unánime rechazo a cualquier juicio universal, incluso si éste no se plantea más que como tentativa de conocimiento. Un autor como Pound –algo que hoy no existe- no parecería un terrorista tanto a causa de su ideario político, sino porque toda su concepción de la poesía y la cultura tiene como consecuencia, efectivamente, al poner toda la historia en juego e intentar presuponer una civilización futura, es decir, por realizar, un canon. Del que por cierto, sorprendentemente y para su disenso, estaba excluido Shakespeare, como recordará.   

La selección de Harold Bloom

A la actualidad le molesta la existencia de un canon que, imponiendo sus valores, deprecia sus productos, pero opone resueltamente un valor propio a las exigencias de tan selecto club: la accesibilidad, que hace legión de los seguidores de los nombres que, como marcas, logra imponer. La vieja escena se reconoce: el Mercado contra el Parnaso. Lo curioso es cómo el mercado, en la promoción de sus productos o autores, recurre también a la consagración del nombre como apuesta más alta, a pesar de que resulta más difícil cada temporada fidelizar a los consumidores, precisamente porque no son otra cosa.

El capital cultural acuñado en nombres y la ambición inextinguible de ver el propio perfil en la moneda. Éste es el nudo, el nervio que toca su canon, la idea de un canon, más allá de los nombres que lo integren y las obras a que aludan. ¿Qué hacer con esta herencia, encerrada en un museo mientras las convenientes imitaciones fraguadas por falsificadores a menudo inocentes, tal vez los mejores, se suceden en forma cada vez más vertiginosa, pero en redondo, sobre los pedestales de este mundo? Éste es, Sr. Bloom, finalmente, mi ensayo de respuesta: entre el Escila de la exigencia de novedad radical y el Caribdis de la comunicación inmediata, entre la utopía y el desencanto (Magris) pasa, para los happy few –si fueran muchos no tendríamos este problema, pues comercio y cultura irían de la mano- preocupados por este dilema, un largo camino que es imprevisible y es el de la tradición, que consiste no sólo en los hitos que pueden mencionarse en un canon sino también, como ocurre con los icebergs y con el cuerpo de su propio texto opacado por las famosas listas del final, en lo que queda comprendido entre uno y otro, que es el eje que separa el trigo de la paja. Esta ruta no recorre el espacio sino el tiempo y en su sentido está implícito que excede el que corresponde a cualquier generación. Lo que no quiere decir que al presente no le quepa responsabilidad sobre ella, pero es por tal responsabilidad que será juzgado en el futuro. El arte mayor se hace para testigos inalcanzables: dioses, antepasados o herederos de cuya respuesta, acumulativa, con suerte el productor puede apenas percibir un anticipo. El arte menor deja huellas, pero no trasciende su época, es decir, no es el vehículo de nada que no sea típico de su tiempo y no propio del Tiempo (si me permite la mayúscula). Cuando las obras particulares tienen la fortuna de participar de ambos registros, y esto no depende sólo de ellas sino también del contexto histórico, podemos decir que estamos ante un gran período. Cuando no es así, como ahora, en medio del tráfico de nombres en pugna por quedar inscriptos, es bueno recordar el cuerpo anónimo del iceberg: tal vez el valor de cambio acuñado en el perfil de autor a rellenar por quien quiera que escriba se deprecie cuando la línea de la tradición se desdibuja, pero el valor de uso tanto de la lectura como de la escritura, de la literatura en suma, en lo que tiene de aplicación práctica a la vida, no como ocio ni como entretenimiento, queda intacto. Pues lo esencial, en lo “radicalmente nuevo”, no es lo nuevo, que si brilla lo hace sólo en su día, sino lo radical, que corresponde a la raíz y por eso opera bajo tierra, por debajo de las distinciones nominales, y está siempre en relación con el origen y lo que no deja de ser. Eso es lo original: lo que continúa.

Deseo expresarle, para terminar, mi agradecimiento y mis disculpas por tomarlo de interlocutor cuando nunca hemos sido presentados. Esta respuesta, al fin y al cabo, no es para usted sino para mí y para algún otro, espero, a quien el tema inquiete lo suficiente. Mis respetos, de todos modos, desde el idioma castellano,

RJB

  2014

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Cuestiones de estilo 8: El estilo de una lengua

«La emoción del hablado en el escrito» (Céline)

Se puede decir lo que se piensa, pero no hablar como se piensa. Por lo menos, si uno aspira a ser comprendido. Hay que traducir: de la lengua propia a la común, es decir, a un uso consensuado de ese instrumento que uno fuerza en cuanto se pone a pensar, pues así es cómo se fuerza al pensamiento, lo que significa que sólo adulterado el trago puede servirse. Adulterado: no porque la pureza de un licor como el que no se vierte sea algo sagrado, sino porque en la renuncia a no hacerse entender hay ya la aceptación de otra sustancia y así, a través de ésta, el regreso al magma de lo que se ha destilado. No se habla solo ni hablando solo; basta abrir la boca, o mantenerla cerrada mientras la voz, dentro del cerebro, busca una salida apuntando a una conclusión, para que el teatro imaginario se construya por sí mismo, en un abrir y cerrar de ojos, alrededor del parpadeante solitario en cualquier entorno. ¿Qué diferencia hay entre hablar y escribir? Para Pasolini, en cuanto lenguaje, el cine era a la vida lo que la escritura a la oralidad; y al ser, en él, cada cosa también su propio signo, reflejo y reflexión simultáneos. Todo el esfuerzo de Céline, “devolver al escrito la emoción del hablado”, puede ser visto, sin embargo, como la evidencia de la grave dificultad de la verdad para sostenerse en ese traslado del aire a la página, ya que sólo accidentalmente se ha pronunciado en la voz de quien, oído al pasar pero atentamente por el artista que lo registra, no argumenta más que afectado por las circunstancias que lo cuestionan, reafirman, adulan o amenazan. Pasado el tiempo de la acción, que corresponde al habla, cuando llega el de la reflexión, en este esquema el de la escritura, el primer problema, y no sólo para Céline, es el de una conservación de la que depende que lo evocado, al comparecer ante el lector, efectivamente resucite. Y que resucite de verdad: no como apariencia a la que ese lector, por identificación, preste su vida, sino como signo capaz de preservar su diferencia con las proyecciones ajenas mientras exhibe el acontecimiento, ahora fantasma pero alguna vez viviente –“tan vivo y gallardo como tú” (Eliot)- que le ha sido confiado. Ya no vive pero “habrá vivido”, que es lo que Céline exigía a lo escrito como prueba de verdad. Segundo momento, no segunda oportunidad, ya que es necesario que la ocasión se haya perdido para que otra cosa advenga en lugar de una vaciada restitución, la escritura admite una libertad que la oralidad, en su urgencia, no autoriza, pero exige a su vez un rigor distinto que implica tanto la conservación fiel del pasado como la consideración desengañada del futuro para encontrar el tono exacto. Al apelar a distintos interlocutores de los que se tuvo o faltaron en un primer momento –el fundador del texto en curso-, al recurrir, por motivos de censura, soledad o incomprensión, a la posteridad, al extranjero o a cualquier civilización soñada por venir, el otro, o sea el lector, es evidentemente imaginario, a diferencia del interlocutor inmediato cuya presencia física nos convence de que está ahí. En este fatal desencuentro entre amigos y lectores, vivos y muertos, ayer y hoy, se entiende el dramatismo de la palabra escrita pronunciada en escena, tan diferente de la lengua hablada para no ser escrita: es la evidencia del desgarro del que nace toda comunicación. Si hablar y escribir, extemporáneos, no pueden ser jamás lo mismo, entonces: ¿hay que hablar como se escribe o escribir como se habla? ¿Dónde está aquí la verdad? Lo peor: la imitación de la oralidad en sus tics y sus giros cotidianos, la falsedad social por excelencia imitada servilmente en lugar de retratada, como puede leerse en todo aquello que busca desesperadamente a sus receptores en el mercado de la identificación y el reconocimiento. O su reverso académico, con su vocabulario tecnoide, sus conceptos-sello, sus puentes siempre levantados de tal modo que la torre de marfil domine siempre las llanuras revueltas. En medio existen, sin embargo, admirables libros de conversaciones: con escritores que saben hablar bien, la mayoría de las veces, o con gente de acción capaz de escribir, como Julio César, Sun Tzu y algunos otros generales. Este registro inclinaría la balanza a favor de la escritura como ejemplo para el habla, pero tan proclive a devenir veneno es este dictamen, tan favorable se quiera o no a los abusos del dogma, que es necesario encontrarle un antídoto al otro lado de la calle, es decir, en la misma calle, recuperada de la demagogia para tales efectos. Del bar donde estoy terminando de escribir extraigo entonces, para oponer a lo ejemplar, un casual ejemplo, “El mundo del taxi es un mundo oscuro”, frase memorable, literaria, a cuya altura no están los comentarios que suscita, dicha al pasar por el hombre en mangas de camisa y chaleco sin mangas detrás de la barra mientras prepara y reparte cafés para su público ocasional, no considerado por él como tal, acodado en el mostrador delante del ocasional poeta, considerado así por mí en razón de la glosa a que su frase podría dar lugar, si la pieza en prosa o verso resultante diera la talla de su fugaz inspiración.

2015

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Literatura comprometedora

El regreso del impresentable

La idea de compromiso político o social para la literatura, el engagement sobre el que tanto se debatiera en tiempos de Sartre y Camus, conserva, a pesar de las décadas pasadas y las descalificaciones de que ha sido objeto, un resto de prestigio, a modo de reconocimiento póstumo o justa valoración de sus aspectos positivos, vinculados al realismo por oposición al puro entretenimiento, de gran resistencia en su concentración última y perceptible en los elogios dedicados a obras que pueden calificarse de denuncia, como Gomorra, de Roberto Saviano, en una época de falsificación tan generalizada que ya pocos esperan de la ficción algo más que fantasía efímera. ¿Pero con quién podría hoy comprometerse un escritor, a falta de ideología activa o consciente por parte de los lectores, si no es en el peor sentido, como escriba de uno u otro grupo de poder? La literatura ya no lo tiene, si es que tuvo influencia colectiva alguna vez, pero aún puede servir de oropel, especialmente en razón de sus glorias de antaño, de las que conserva un brillo refractario sino las formas o, en la mayoría de los casos, al menos como ideal, el empeño formal. Así, aun como una de sus variantes menos formalistas e incluso prácticamente olvidada en la mayoría de sus aportes, la literatura ayer llamada comprometida logra hacer oír todavía, de vez en cuando y ciertamente debilitado, alguno que otro eco de sus legendarias contestaciones. Como aquel compromiso era de izquierda y encima, por lo menos en su origen, prosoviético, no deja de tener su gracia que uno de los más persistentes sea el infatigable uso, por parte de la crítica literaria estadounidense, del adjetivo uncompromising a manera de elogio, sólo comparable en intensidad y altura a groundbreaking o compassionate. Pero es la literatura concebida como libre empresa, justamente al contrario que la promovida por la facción derrotada. El discurso encendido de un individuo sin partido ni ideología explícita, es decir confesa, reveladora de su fuente, que aunque aspire a consecuencias sociales claramente no ha de tenerlas fuera del campo microeconómico, por la cantidad de ejemplares vendidos o las tendencias que genere, o del más restringidamente cultural, por los comentarios que provoque. El proyecto de Stephen Dedalus, no precisamente un ejemplo de compromiso social, formulado al final del Retrato joyceano, “forjar en la fragua de mi espíritu la conciencia increada de mi raza”, aparece, bajo esta luz, todavía más místico que un siglo atrás, cuando aún cabía esperar grandes frutos de un matrimonio considerado a posteriori contra natura. Cerrado ese horizonte de comunión entre la mano que escribe y las muñidas de otras herramientas, ¿en qué podría consistir un compromiso entre la literatura y sus lectores? ¿Tendría algún sentido? Más allá del “pacto” entre el autor y el lector de una ficción que hace posible a ésta desplegarse, de la interactividad estimulada y facilitada por los nuevos medios y redes, ¿no es la literatura, como quería Lautréamont que fuera la poesía, hecha por todos? ¿No es algo en lo que se puede participar en muchos roles, como escritor, lector, crítico, editor y hasta sin quererlo cuando, sin el menor interés en la ficción o en el lenguaje, se inspira con la propia conducta o el propio discurso un personaje, un parlamento, una frase? Desde este punto de vista, incluso quienes la ignoran hacen literatura.

Apoteosis del escritor comprometido: el entierro de Víctor Hugo

Pero el reino de la literatura, como el de Jesús, no es de este mundo. Y no lo es de la misma manera: no son sus valores los que rigen este mundo, por más que de este mundo diga la verdad. Y sin embargo, más que denunciar, según la tradición de la literatura comprometida, podría decirse que lo que hace el artista es justicia por mano propia. O sea, con sus propias manos en aquello que hace con ellas: una obra cuya recta ejecución le dará un poder de representación casi ilimitado, pero no el de corregir el mundo según las reglas de composición de que se ha valido. En una película de Nikita Mijalkov se veía bien: una actriz de teatro sorprendía a un militar apuntándole a la cara con un revólver y por un instante, hasta que él se daba cuenta de que el arma era de utilería, su expresión de temor lo delataba como culpable de lo sucedido y responsable de aquello de lo que el inofensivo revólver lo acusaba. Pero entonces enseguida dominaba la situación y la actriz debía enfundar su pistola. El arma justiciera era incapaz de venganza. La literatura es ese gesto ejemplar, tan eficaz como impotente, pero inolvidable, consumado por la artista en cuestión durante su efímero reinado. Es incluso un gesto seductor, provocador, tal como ella lo ejecuta, como es capaz de ejecutarlo, que sólo por su sentido y el caño del revólver remite a un dedo acusador. Teatro para desenmascarar, como el de Hamlet, ya que busca ante todo saber, o confirmar lo que sospecha. Ni siquiera tiene testigos, ante quienes, tal vez, no se habría atrevido a actuar así. Estaba a solas con el militar. Si no se trata ya de denuncia, si no es un llamado a la acción, si al contrario, a pesar de todos los festivales y youtubers dedicados a los libros, se sigue asociando a la lectura, en un mundo permanentemente intercomunicado pero donde se dice que cada vez se lee menos, con el repliegue y la reflexión, ¿cuál es entonces la dimensión social de esa voz privada de voto que es la literatura?

Philippe Sollers afirma, en algún ensayo, que un escritor es alguien que ha visto algo que no debería. Eso que ha visto, cabe suponer, es una evidencia; y esa evidencia, que se debía pasar por alto, consecuentemente es negada por el mundo que la ha producido. Si Artaud, loco, tenía razón, si “la sociedad se basa en un crimen cometido en común”, este rechazo no es difícil de entender. Pero la consecuencia, para el testigo forzado, no se hace esperar: si su empeño en expresar lo que ha visto es, como procede en el caso de alguien en quien el azar ha depositado algo que no corresponde a la posición en que el orden previsor lo había colocado, el esfuerzo por reintroducir en el mundo lo que éste ha eyectado dentro suyo, es decir, en otras palabras, un esfuerzo por devolver a César lo que es de César para dar a Dios lo que es de Dios, él mismo deviene algo así como el “retorno de lo reprimido” de que hablaba Freud, tan liberador como opresivo en la medida en que el lector, vale decir, el testigo del testigo, desde el momento en que se constituye en tal asume una deuda que no salda el precio impreso en la cubierta del libro.

Y no hace falta que se trate de un gran escritor para que esto ocurra. Ni siquiera hace falta la figura del escritor para poner el proceso en marcha. Una pequeña escena de otra película, Rey de reyes (Nicholas Ray, 1961), muestra muy bien cómo es: Pedro, todavía Simón, pescador con las redes vacías, vuelve a echarlas al mar como le ha dicho Jesús y las saca rebosantes. Lleno de alegría y deseoso de compartirla, así como la pesca desorbitada, vuelve hacia Jesús unos ojos luminosos. Éste asiente, le sostiene la mirada, pero lo hace durante un tiempo que excede la medida de esa alegría súbita y de su causa. Entonces Pedro escucha el llamado, sabe que no podrá desoírlo y responde, ante el silencio, “Señor, ¿por qué a mí?”

«Señor, ¿por qué a mí?»

Paradójicamente, aunque Jesús  no abre la boca, lo que se ve aquí es que de lo que se trata es de la relación con la palabra. Una relación que es interna y que cumple su propia fatalidad, la del pensamiento, que difiere de la de “este mundo”. Pues queda en él siempre pendiente la obligación de una lógica, de seguirla, de dar uno tras otro los pasos que aguarda y que impone, sobre todo y sin ceder nunca, dar sentido al azar tanto cuando favorece como cuando no. Ya el mundo puede violar esta lógica a cada paso; no por eso se dará por satisfecha ni dejará de hacer oír su insatisfacción. Y así es como vuelve lo reprimido, que todo el mundo reconoce como tal y cuyas formas son tan diversas como los modos de enfrentarlas: negación, condena, censura, ignorancia, conformismo, indiferencia, incomprensión, suficiencia, literalismo o adulteración son otras tantas maneras de asimilación represora. Todo sea por preservar la presunción de inocencia. Por eso los jóvenes no leen, las masas lo evitan y la gente se resiste al psicoanálisis todo lo que puede, pasando todos de mano en mano esa pelota que quema. Pero por mucho que la circulación llegue a acelerarse, no alcanza a escapar del vacío que las preguntas incontestadas de la lógica le dejan delante en cada giro.

Son los detalles los que fracturan cada vez la ambición autosuficiente de los discursos globalizadores. Hay algo irreductible en su particularidad que no sólo hace de ellos objetos resistentes, como buenas piezas artesanales, sino también pruebas incorruptibles de la verdad de una condición que, siendo general, procura asimilarlos a la generalidad y logra eventualmente ocultarlos, perderlos, demorarlos, pero no cambiarlos. Allí están para volver a mostrar y decir siempre lo mismo, o mejor dicho para ser siempre el mismo signo de un exterior al orden general, de algo que no cae bajo el dominio de éste. 

La literatura comprometida inevitablemente remite a una idea previa o a un valor consensuado, al menos dentro de alguna de las facciones en litigio en el seno de cualquier sociedad. La caída de las grandes ideologías y de los discursos hegemónicos durante el paso del siglo veinte al veintiuno, aun siendo un lugar común, no deja ser la razón más evidente para la imposibilidad de una literatura comprometida en la actualidad. Se podrían poner ejemplos como el de Roberto Saviano para contrariar esta visión, pero resulta igualmente difícil señalar de qué camino podría hoy un intelectual ser compañero. Lo propio de la época no es la lucha por causas sino por efectos, por el poder de facto, se podría decir. ¿Qué literatura podría asociarse a estos movimientos, sino el mediocre discurso sobre la excelencia de las corporaciones o la narración de casos desiguales por la industria del entretenimiento? La literatura puede tener un sentido imperativo; lo que no puede es tener tan sólo una dimensión positiva o quizás, mejor dicho, provechosa. Todo cuerpo fatalmente echa sombra y todo lo que crece, del mismo modo, se acerca a su muerte.

Hamlet: el crimen denunciado ante su autor

Una literatura comprometedora, definida no por una causa común sino por sus efectos de lectura, no contraría el compromiso político, que hasta puede ser consecuencia de una lectura liberadora. El concepto en sí, en el fondo, quizás tenga mayor relación con el modo de leer que con el de escribir. A lo que alude es a lo que resulta, para el lector, de haber sido puesto ante una evidencia que ya no podrá negar, al menos ante sí mismo, por un escritor que así le ha hecho compartir su propia experiencia iluminadora o traumática: haber visto lo que no debería. Esa evidencia, esa visión, interroga al lector imperativamente, como la mirada de Jesús a Pedro sobre el sentido de aquella profusión de peces. Ya que el lector, si quiere seguir considerándose como tal, podrá responder también lo que quiera, pero habrá de dar una respuesta y obrar en consecuencia. Pues es su propia libertad de conciencia la que le impone dar un sentido a lo que ha visto: renunciar a hacerlo es perderla. En el mercado de los productos culturales, evidentemente, podrá seguir comprando lo que quiera. Pero es justamente a la cuestión del destino de la libertad de expresión en tiempos de abjuración de la censura que el concepto de literatura comprometedora procura responder. A lo que ocurre con el texto una vez vendido el libro, y sobre todo a partir de él.

Philippe Muray ha escrito, conmovedoramente, que “la obra de Céline pertenece a la literatura, es decir, a la historia de la libertad”. Hegel define la libertad como la realidad que la conciencia se da a sí misma. Si la literatura es comprometedora se debe precisamente a su poder de ensanchar y ahondar, para cada conciencia, esa tal realidad dada. Pero la libertad tiene un precio ineludible que la hipocresía no querrá pagar: la pérdida de la inocencia, de esa inocencia en conserva con la que librarse de todas las acusaciones. No hay otra prueba de la verdad de una inocencia, sin embargo, que su pérdida. Está destinada a ella, como el fruto a la tierra. Pues la inocencia no sabría defenderse: sólo puede ser cierta una vez. A lo sumo una vez, fatal, en cada experiencia. Entre inocencia y experiencia, justamente, media la literatura.

2012

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Introducción a un diálogo difícil

Sobre Deseo, de Elfriede Jelinek

Erotismos es el título del III Ciclo de Literatura y Psicoanálisis organizado por la Biblioteca del Campo Freudiano de Barcelona en colaboración con la Biblioteca Jaume Fuster, actualmente en curso después de su interrupción debido a la pandemia. La sesión del lunes 15 de febrero fue dedicada a Deseo, de Elfriede Jelinek, con la participación de la psicoanalista Shula Eldar y la mía como representante de la literatura. El encuentro fue moderado por la directora de la Biblioteca del Campo Freudiano Irene Domínguez, organizadora del ciclo. El siguiente texto, que leí comentándolo, fue pensado como introducción al diálogo con quienes asistieron, tratando de allanar el camino al debate sobre esta novela, de lectura más bien ardua, como en general fue confirmado.

Un café con Elfriede Jelinek

Hablar de erotismo es invocar al placer y hablar de erotismos, en plural, es referirse a la variedad de esos placeres y de los puntos de vista que se pueden tener sobre ellos. Deseamos, en ese espacio, que puede ser de representación, el encuentro entre diferencias, pero sabemos, por experiencia, que el desencuentro es más probable: más allá de la convención, lo que para uno es erótico para otro puede no convocar a nada y hasta provocar la huida. Otra novela de Jelinek, La pianista, podría servir para ilustrar este desencuentro, que pone en escena en cámara lenta y disecciona sin anestesia. En Deseo, consecuentemente, el deseo tampoco encuentra la correspondencia que busca, pero el acento no está puesto en esa línea de tensión entre dos cuerpos, sino en el espacio donde tropiezan y las condiciones de vida en él. En ese espacio imaginario, creado por esta novela a partir del momento histórico preciso en que fue escrita, ningún encuentro es posible, porque esa distancia magnética entre ambos polos es constantemente interrumpida por la intervención de elementos heterogéneos del entorno que sabotean el contacto. Pero no por oposición, al modo de la antigua y homogénea autoridad censora, que en la dialéctica de estas relaciones podría estimularlas, sino en cambio mezclándose, participando e invadiéndolas a tal punto que cada escena erótica es estropeada como cuadro o sueño realizado por esta disrupción, con un efecto de distanciamiento inverso al de seducción que en principio define  a los relatos eróticos. El distanciamiento puede ser seductor también, pero lo es cuando tensa y no rompe o desdibuja esa línea entre dos puntos ya descrita, de la que el puente entre texto y lector es la réplica. En La pianista, es la manera de leer una carta lo que lleva a la ruptura, pero las imágenes de lo que ocurre entre dos personajes de nítido perfil trabajado a fondo permanecen diáfanas hasta el más pequeño detalle, sin que ningún elemento exterior deshaga la atmósfera creada por su encuentro. En Deseo, donde cada retrato es grotesco y sólo en la protagonista queda algún resto de patética humanidad, básicamente porque es en ella donde incide y se refleja cuanto la rodea, no hay escena cuya descripción se vea libre de ser atravesada por elementos fuera de lugar y frases de sentido esquivo que la cortan, frustrando todo intento de plenitud o redondez aunque sea dramática. Eisenstein practicaba un montaje de atracciones, como lo llamó, pero el montaje de Jelinek es casi lo contrario: elementos que se repelen, que se rechazan desgarrando el conjunto, en un estilo también opuesto al envolvente de la tradición erótica, desde Sade, Laclos y los libertinos hasta el cine ya porno, ya de autor, más fijado en captar estos abrazos. El apretado tejido de imágenes inarmónicas y voces disonantes que resulta, esa forzada unión contra natura, tiene como obra una unidad, pero esa unidad es la del infierno. Lo que se intuye tanto a través del espacio a la vez cerrado y siempre más amplio, lo que no deja escapatoria, en que se desarrolla la novela, como del dolor de sus habitantes, cuanto más enraizados peor, pero recibe además su confirmación por medio de otro rasgo propiamente infernal como es la promiscuidad. No hay espacio para la intimidad en este espacio, donde cada uno está solo pero es asolado por sus semejantes. Este infierno, como dije antes, representa una sociedad en una fase histórica bien localizada, pero antes de volver sobre este tema quiero plantear otra cuestión: el dolor y el encierro son compatibles con el erotismo y a veces determinantes, pero ¿es la promiscuidad compatible con esa distancia necesaria para la atracción particular entre los cuerpos?

La autora como personaje

Hay una contradicción entre citarnos para hablar de erotismos y hacerlo en torno a un texto que representa el infierno. Porque no es un infierno como el del pecado, con sus demonios seductores y sus condenados provocadores, ni un jardín de los suplicios donde el mal abre la puerta a la realización de los deseos prohibidos por la moral y las buenas costumbres, ni el tren fantasma en cuyos recovecos acecha el pasajero que la luz nos esconde, sino el teatro de un actuar compulsivo donde la descarga no equivale al placer ni lo corona, ya que el placer parece eludir tanto a actores como a espectadores. Como “el hijo tantos años sin ser querido”, definido así literalmente en el desenlace de la novela, al que le dan en cambio todo lo que quiera siempre y cuando se pueda comprar, los adultos de este libro para adultos no pueden tener del placer más que un sucedáneo, a tono con la evolución económica de la sociedad que describe. El placer no se les escapa porque les deje ese resto incumplido que incita a buscar más, sino que los rehúye porque ya su modo de exigirlo, como lo muestra en todo momento la conducta del director de la fábrica de papel, es una ofensa a Eros, a quien no se hace jamás una ofrenda digna ni cuya gracia se ruega como Safo a Afrodita en su oda. ¿Puede ser una lectura placentera, o excitante, erótica, un texto como los reunidos en esta novela, que elude como objeto cualquier experiencia envidiable incluso como fantasía y somete sus figuraciones a una insistente desfiguración? En esa contradicción trabaja Jelinek, aplicándose con arte, y eso nos habla de la dificultad tanto de su posición como del acceso a esta novela, en ese aspecto con más de bunker que de jardín. ¿Puede ser placentero hablar de una ficción con estos rasgos? Si hay placer en lo que aquí se cuenta, diría que está transferido al lenguaje, a su uso y a la destreza musical empleada en el virtuoso contrapunto de disonancias con que está fabricada la pieza. Pero es un placer complicado, lo mismo que imaginar las escenas que se nos narran en ese estilo con el demorado detalle que pide la representación erótica. El montaje que hace Jelinek dificulta la visión, al igual que la continuidad. Muchas veces tenemos que inferir lo que está ocurriendo y el sentido de las alusiones que desvían la atención de la línea principal del argumento no siempre remite a éste ni da en un blanco visible. ¿Es esto lo que esperamos de un texto erótico? La estrategia de atraer la expectativa hacia una apariencia para atacarla y desviar al lector a la perspectiva contraria podría ser vista como propia de la agresividad crítica de la literatura politizada y vanguardista de los años de formación de la autora. Pero si esta aproximación a lo erótico que propone un texto llamado Deseo donde el deseo sólo es espoleado para contrariarlo o explotarlo nos desconcierta, podemos retomar la cuestión de la pluralidad de los erotismos con la del azar de los encuentros y desencuentros que provoca e intentar reconocer cada uno, al margen de las convenciones que identifican determinado género literario, qué le resulta erótico al leer. Con esa clave en la mano, estoy seguro, la composición de la biblioteca universal variará muchísimo de un lector a otro.

¿Qué es erótico para mí? La censura reconoce lo erótico en las escenas así llamadas explícitas, cuyo desafío a la represión puede ser erótico, pero no es en la exhibición donde el erotismo se localizaría para mí, sino en el desafío. Y ese desafío no es tanto el de la escena privada al espacio público, sino el que tiene lugar entre un cuerpo vivo y otro que se distingue y destaca del espacio común. La cuerda floja que se tiende entre esos cuerpos exaltados atraviesa el ámbito de lo regulado para crear en su interior un espacio de riesgo. Lo que ocurre ahí puede ser más o menos explícito, más romántico o más pornográfico, pero es la suerte de los términos de esa ecuación lo que está en juego y lo que me permite proyectarme, también en grados diferentes. La segunda parte de Rojo y Negro, con el duelo de provocaciones en ascenso entre Julián y Matilde, me vale como ejemplo exterior al género erótico de esta tensión. Cada uno puede abstraer en sí mismo un esquema básico semejante, más o menos complicado pero siempre singular por más que se parezca al de otro. Es una situación animada que anima a su vez al deseo a probar suerte y cumplirse, aunque eso no vaya a suceder más que virtualmente en la lectura y no necesariamente de inmediato en la realidad al dejar el libro. No es necesariamente una “promesa de felicidad”, como decía Stendhal de la belleza, pero sí una invitación a salir y exponerse en un teatro ajeno, contrariamente a la pornografía, que siempre remite al propio. En Deseo, justamente, nadie es capaz de ver ni desear más allá de las imágenes ilusorias en su cabeza y así es como yerran constantemente en su búsqueda de otro cuerpo. ¿Es entonces una novela pornográfica, como han dicho de la obra de Jelinek sus detractores más de una vez? El tratamiento de las escenas que narra, a mi juicio, lo niega: porque nada de lo que muestra lo deja ver bien, sino que a conciencia perturba la imagen y frustra a la mirada en su impulso de aprehender y poseer. En lugar de la imagen plena enmascarando la mercadería que se deprecia, nos ofrece en cada momento la huella de todos los agentes que han intervenido en el proceso que lleva a cada transacción, desde los productores de los objetos que se utilizan y destruyen hasta los consumidores incapaces de saciarse. La novela no es pornográfica, pero la satisfacción que se ofrece a sus personajes obedece a ese estímulo, de acuerdo con la mutación del territorio que habitan. Tal vez haya quien pueda proyectarse en Gerti y gozar de esa proyección, pero lo veo difícil. Con Erika y Klemmer en La pianista yo podía encontrar el impulso erótico, por más que estuviera destinado al fracaso. Aquí esa línea de alta tensión entre los cuerpos involucrados aparece cortada en cada encuentro por los intercambios maquinales que rigen el espacio común y la transmisión resulta imposible: lo que a nivel del erotismo, reducido en este sitio a la compulsión de una descarga, en lugar de ofrecer satisfacción o estímulo plantea un problema, del que puede ser más difícil que grato hablar, en consonancia con la lectura de esta novela. 

Discurso de Bloomsday

Bloomsday
«Esa hemiplejia o parálisis que algunos llaman ciudad»

Hoy, 16 de junio, al cabo de todo un año, de nuevo es Bloomsday. Otra vez, igual que hace doce meses, joyceanos de todo el mundo repiten en Dublín el recorrido del señor Bloom, fatalmente expuestos a los avatares que perturben su feliz ensayo de “reorganización retrospectiva” pero obstinadamente fieles, como los de una religión, a su ritual anual y a los rituales que éste comporta. Esta celebración merece a su vez ser celebrada: su objeto la justifica y cabe suponer que, como aquellos que leen Ulises hasta el “sí” final, sus participantes salen ampliamente recompensados. Pero a este movimiento circular se opone otro, o por lo menos lo cuestiona, que señala un conflicto no resuelto, quizás insoluble, tal vez sólo tratable como paradoja. Entre tantas copas como alzaremos hoy a la gloria del maestro cuya lección, por otra parte, resulta tan difícil de entender cuando no es una especie de iluminación –epifanía- prácticamente intraducible para quien la recibe, tal vez haya espacio para un breve comentario acerca del destino de este libro, que después de la revolución que convocaba sigue vivo aun cuando ese estallido haya sido sofocado y de él quede poco más que tradiciones como ésta que unos cuantos lectores comparten.     

Desde 1922, cuando después de siete agitados años de monstruosa labor literaria por fin Ulises desembarcó entero no en Dublín sino en París, el 16 de junio de 1904 es el día que siempre regresa y una y otra vez recomienza en la literatura del mundo. También Finnegans Wake fue compuesto de acuerdo a este orden circular, que aspira a sostenerse eternamente, pero el mundo así creado jamás logró, desde el comienzo, a pesar de los numerosos vanguardistas que siguieron paso a paso su gestación, alcanzar el número de habitantes que, desde su aparición, atrajo el Dublín de principios de siglo recreado por su hijo desterrado para terminar de una vez por todas con la literatura decimonónica. Muchos menos de los que siguen cada año los pasos del señor Bloom en su ajetreado día por las calles dublinesas han accedido a entrar gentilmente en la cerrada noche que cuenta Finnegans Wake, donde la célebre complejidad de su antecesor se convierte en no menos comentada impenetrabilidad. Hasta Pound se bajó del barco entonces. Pero Ulises, en cambio, ya al zarpar empezó a sumar tripulantes. Primero que nadie Pound, quien ya había obtenido publicaciones y mecenazgos fundamentales para la manutención y viabilidad de la empresa del irlandés. Pero también muchos otros seguidores, además de sus valedores, que a lo largo de la Gran Guerra vivieron pendientes del desarrollo de su obra. Fue el mismo año del estallido del conflicto que acabaría con el Imperio en que tenía su hogar, aquel 1914, el de la gran cosecha joyceana que vio por fin concluido su Retrato y publicados sus Dublineses, además de redactados los tres actos de su drama Exiliados y el breve Giacomo Joyce, prefiguración de la obra mayor a la que enseguida daría comienzo y que no sólo a él lo tendría ocupado durante los siete años siguientes. Ésta, a pesar de la guerra, debe haber sido para Joyce una época de entusiasmo: su novela recién empezaba y aún no se había convertido en un trabajo agotador, estaba en pleno dominio de sus medios, que ampliaba con cada nueva exploración, y a diferencia del período de diez largos años, como los del viaje de Ulises, transcurrido desde el 16 de junio que había decidido inmortalizar, contaba con partidarios capaces de respaldarlo eficazmente no sólo en lo espiritual, como su hermano Stanislaus o su discípulo de inglés Italo Svevo, sino también en lo material. Joyce empezaba a convertirse él mismo en algo que era también Irlanda para aquellos de sus compatriotas que preferían la idea de patria al exilio: una causa. Es difícil imaginar que se haya propuesto algo así quien hablaba de la historia como una pesadilla de la que quería despertar y tanto recomendaba librarse de todas “esas grandes palabras que tanto daño nos hacen”, pero de eso vivió Joyce a partir de la Gran Guerra. ¿Contradicción, malentendido? En apariencia, sí: Joyce fue el ejemplo y la inspiración de todos los lectores y escritores que exigían, durante el siglo veinte, una revolución literaria que sería además la de la conciencia, nunca puesta tan al desnudo por nadie antes de Ulises. El propio Joyce, por boca de su héroe Stephen Dedalus, habla en las últimas páginas del Retrato de “forjar la conciencia increada de mi raza”. Alude a la vocación del artista, pero ¿a qué raza se refiere? ¿A la celta, como lo haría la resistencia contra el dominio inglés? ¿A la humana, a la de aquellos que el artista pudiera considerar sus semejantes? En Finnegans Wake, Joyce pone de manifiesto y hace estallar lo que aquí, en una sencilla palabra de cuatro letras, está latente: la variedad de sentidos y lecturas posibles que, tanto como puede liberar a cualquiera de todo sentido superior que se le pretenda imponer por el lenguaje, dificulta todo acuerdo confiado en qué es importante y qué no. La cuestión del criterio. ¿Qué causa común sostener a partir de aquí? Mientras no se atraviese ese umbral, mientras señale un punto de fuga hacia el que orientarse, todavía es posible permanecer en el plano de la discusión, con distintas perspectivas sobre un solo objeto, como en el cubismo. Una vez del otro lado, es difícil saber adónde ir. O si se llega a alguna parte. O se encuentra uno con alguien.

bloomsday2
Agenda para un día ajetreado

Que Joyce señala un antes y un después en la literatura y en la lengua inglesa se ha señalado muchas veces, así como analizado las consecuencias de tal observación. Para Samuel Beckett, en Finnegans Wake, “las palabras no son las contorsiones bien educadas de la tinta de imprenta del siglo veinte” (escribe en los años treinta). “Están vivas. Se abren paso a codazos a través de la página, brillan, relumbran, se extinguen y desaparecen.” También dijo que Joyce no le enseñó la técnica, sino la ética del artista. De nuevo el ejemplo que trasciende el oficio. Y que a su vez llama a trascenderlo. Anthony Burgess escribió con leal desdén acerca de aquellos escritores “que hacen como si James Joyce nunca hubiera existido”, es decir, que cerrando los ojos ante lo que el irlandés puso en evidencia, continúan escribiendo como si las viejas convenciones no lo fueran. Philippe Sollers llega a afirmar, en un texto de mediados de los setenta, que a pesar de que hoy en día todo el mundo habla inglés, desde que Finnegans Wake fue escrito el inglés ya no existe, no más que ningún otro idioma como lengua autosuficiente. Se puede considerar que Burgess y Sollers se exceden, pero se advertirá cómo también Beckett, implícitamente, declara obsoleto el lenguaje que, de manera general, se sigue empleando hoy en día para escribir novelas y obras literarias, o así llamadas literarias: un lenguaje funcional que reafirma la ilusión de un sentido implícito en unos hechos comprobables, aunque sea en el más fantástico de los mundos que se pueda concebir. Exactamente lo que las viejas vanguardias combatían, lo que con Joyce parecía superado, lo que hoy sigue siendo la norma, se predica en todas las escuelas y define la actualidad del mercado editorial, dentro de un mundo donde el inglés se sigue hablando como si tal cosa. Como las otras lenguas.    

Bloomsday, el día D de la literatura, la jornada que ponía fin a lo anterior y daba comienzo a una nueva era, regresa siempre. La narrativa sigue siendo mayormente como era antes, los lectores siguen fieles a las viejas tradiciones, arte y cultura se sobreviven a sí mismos una vez sobrepasado, en apariencia, su objetivo, pero esa especie de sobrevida de la que hace tanto tiempo se habla, de indefinida secuela de algo terminado o de eco suplementario, no deja de ser lo que ha tratado de darse un nombre propio como postmodernidad. En esta situación, después de haber sido una causa para el modernismo y sus sucesores –no sus interruptores-, la escritura de Joyce no deja sin embargo de producir efectos, aunque lo difícil es identificarlos y comunicarlos una vez arriada la bandera de los que esperaban sus consecuencias en el mundo. Pero el reino anunciado por Joyce, que por otra parte convoca y expresa la vida en la tierra con un realismo inigualado, es tan de este mundo como el de Cristo, a lo que puede agregarse la indiferencia, marcada ya por Sade, de los efectos hacia sus causas. En Joyce se combinan dos actitudes hacia la épica que pueden tanto comentar su destino personal como iluminar algo del sentido de su obra. Por un lado, precisamente, su propia filiación como autor dentro de la épica, manifiesta en su temprano interés por la vieja balada irlandesa Turpin Hero, que comienza en primera persona y acaba en tercera, ilustrando el pasaje del género lírico al épico, según el propio Joyce, y de la que extrajo el título de la primera versión de su Retrato, Stephen Hero, que hace un héroe justamente de su propio alter ego Stephen, o directamente el trasfondo homérico de Ulises, que tal vez se sirva de la Odisea sólo como andamio pero al que mucho de su impulso y dimensiones le faltaría de prescindir de ese sustrato mítico. Por otro, su consideración de los asuntos humanos que la épica celebra tradicionalmente, que hace de Joyce tanto un pacifista como un desertor, con la abstinencia implícita en tal deserción en tanto forma radical de todo pacifismo. Silencio, exilio y astucia eran, en palabras de Dedalus, las únicas tres armas que él se permitía emplear. Son las propias del desertor, que Joyce nunca rindió. La negativa a alistarse persistió en él desde su rechazo del nacionalismo irlandés tanto como del imperialismo británico hasta su gusto por el cosmopolitismo del imperio Austrohúngaro (“Ojalá hubiera más imperios decadentes como ése”, comentó). Pero son más elocuentes las dos célebres respuestas del refugiado en Zurich a una y otra guerra mundial. “–¿Qué hizo usted en la guerra, Sr. Joyce? –Yo escribí Ulises. ¿Qué hizo usted?” Veinte años después, al ver de nuevo a toda Europa hacer la guerra, su punto de vista no había cambiado: “Harían mejor en leer Finnegans Wake”. Más allá de la insolencia hacia aquello que la humanidad siempre ha presentado como su gran gesta de coraje y dolor, es posible preguntarse por qué es, efectivamente, mejor leer Finnegans Wake que hacer la guerra, incluso hoy cuando aún deben ser más los efectivos de los ejércitos que los lectores de la temida novela. Kafka anotó que escribir es dar un salto fuera de las filas de los asesinos. Joyce, en su disolución de los brutales sentidos contrapuestos en nombre de los cuales los seres humanos desde siempre han tomado armas menos sutiles que las suyas, invita a romper filas y salvar la vida, para lo cual bien puede ayudar, y mucho, dedicar cuanto uno pueda de la propia a leer su obra.

bloomsday3

La redacción y el dictado

Pluma limpia, letra clara, renglones alineados

Los antiguos señores no escribían. Un escriba se ocupaba de guardar su palabra. Tampoco ahora los amos escriben. Ni siquiera sus memorias, que dictan a algún redactor profesional, habitualmente un periodista consagrado a la fama ajena. Los líderes siempre han tenido quien escriba sus discursos. En la era moderna, ya sin esclavos, igual que el dinero trabaja por ellos, tienen incluso quien se los piense. La voz del señor indica lo que es escrito en la realidad por los cuerpos de terceros conectados a un segundo: pretérito imperfecto para las costumbres,  indefinido para los hechos, indicativo para el presente, condicional cuando se razona, imperativo si no hay más remedio. Al dictado del amo corresponde la redacción del escriba o se anticipa la escritura del redactor, según cada época alimentado o asalariado. Escribir es subversivo en la medida en que hace decir al material algo distinto de lo que se oye en la superficie.

Nota de estilo. La forma densa desarrolla y condensa el pensamiento, pero demora y complica su aplicación. La forma ligera desmonta la cadena de razones y argumentos en varias pequeñas nociones de aplicación inmediata, pero con los hechos precipita las conclusiones. La segunda glosa y traduce a la primera, pero ésta corrige a aquella pues establece a su vez los principios y las declinaciones. La ley puede ser oscura, pero las órdenes han de ser claras. La táctica ha de adecuarse a la estrategia, formas activas de la escritura.

Onda corta. Adaptándose, ajustándose uno al otro, emisor y receptor reafirman sus defectos. Estilo anticuado del autor, nostalgia indefinida del lector. Tiempo perdido, años en redondo. Cópula estéril no transmite herencia alguna.

El lector impertinente. Se dice que el buen lector es aquél que lee entre líneas. Es decir, el que capta lo implícito en lo explícito. O sea, uno capaz de leer en lo escrito lo no escrito. Luego, alguien que en lo expresado bien podría percibir justamente lo que no quería expresarse, lo que se ha expresado sin querer. Y acogerlo y quererlo y, siendo ya su descubrimiento, señalarlo y como prueba señalar sus orígenes, en franca retirada ante la aparición de ese vástago inoportuno. O en contraataque, precisamente a causa de la oportunidad. El buen lector, pues, también ha de ser discreto: saber callar o guardar lo sorprendido bajo la lengua. O en el tintero, o en sus cajones. Pues ya lo cantó Apollinaire: Pero reíd reíd de mí / Hombres de todas partes sobre todo los de aquí / Porque hay tantas cosas que no me atrevo a deciros / Tantas cosas que no me dejaríais decir / Tened piedad de mí

La letra con golpes entra

Literatura fantasma. El que siempre lee entre líneas puede acabar por no leer las líneas. Y si además escribe entre líneas, puede acabar por no escribir. O por no haber escrito. Este espíritu en exceso sutil tal vez no encarne. Pasará por este mundo sin dejar más rastro que el viento en la arena. Huellas en la memoria de los atentos, indicios abandonados por falta de pruebas.

Tipo de cambio. La mayoría de los que escriben pretenden pagar con palabras, pero un escritor se cobra en su texto.

Miseria del oficio. La diferencia entre escribir y redactar es que lo último es aburrido. Para Lezama Lima, el aburrimiento delata la presencia del diablo. La tentación de pasar de la creación de la lengua a su administración es fuerte. Del mismo modo la religión cuenta más con el dios que juzga que con el que obra. El que escribe aspira a la  gracia. El que redacta, a evitar las faltas.

Símiles. Todo es inimitable para el inimitable. Sus imitaciones resultan siempre parodias que demuestran, en el modelo, la copia.

Dúo lírico. Barthes: una escritura, crítica, trazada a la sombra de otra, novelesca o poética, que al fin es imaginaria: la del autor soñado por venir o, más bien, por regresar.

El estante más alto. Leopardi: el poema se eleva formalmente en proporción a la profundidad de la caída que representa. Quien atento al contenido del discurso no pueda oír el discurso mismo, o el contenido del contenido, que está en la forma, se quedará con el abismo y sin la escala: más le hubiera valido no emprender esta lectura. Sin sentido estético, muerte sin resurrección. Aunque la respuesta normal a la poesía es el desconcierto.

El entierro de los gigantes

orestiada
El nacimiento de la tragedia

En su prólogo a la traducción de Esquilo que publicó Losada a mediados del siglo veinte, Pedro Henríquez Ureña describe el nacimiento de la tragedia en términos literales que invitan a ser leídos como metáfora: El primer paso hacia la tragedia –afirma- se da cuando del coro se separa una voz para cantar sola. Después la voz dialogó con el coro: introducido el diálogo, ha nacido el drama. ¿De qué podría ser esta descripción la metáfora? ¿Del destino humano? ¿De la difícil relación entre lo individual y lo colectivo? ¿Entre la persona y la especie? La literatura misma podría ser vista y hasta enseñada así, como expresión de una condición común encarnada sin embargo, cada vez y de manera ineludible, en una voz singular.
Existen fotos y documentos. Hasta películas. Muchas veces hemos visto, o por lo menos oído hablar, de esos eventos irrepetibles y multitudinarios del siglo diecinueve o de inicios del veinte. Después ya no hubo más. Pero entonces sí: todo un momento, o incluso una época, en que los funerales de ciertos escritores podían convertirse, a la manera de un apoteósico y definitivo encuentro entre el autor y el lector, en acontecimientos de masas comparables, por su significado y envergadura, con esas exaltadas manifestaciones políticas en que la cantidad de participantes alcanza la grandeza y la agitación popular, por efímera que sea, logra enmarcarse entre los hipotéticos momentos estelares de la historia de la humanidad, tan caros a antólogos y educadores. Fue así como entró Víctor Hugo al Panteón y así se fue Tolstoi al otro mundo, escoltados ambos por una riada de vivientes cuyo caudal no cesó hasta depositar sus restos bien alto al pie del más allá. Cosas así ya no suceden, ni se escriben las novelas capaces de provocarlas.

hugo
El entierro de Víctor Hugo

Así, de este drama colectivo a propósito de un destino intransferible, nada jamás podrá dar cuenta con la fuerza de un retazo de cine mudo o de un desgarrado daguerrotipo de la época, en los que la precariedad técnica restituye mejor que los más avanzados procedimientos la distancia dramática que nos separa de aquellos hechos. El valor del documento, como el de los metales preciosos, puede estar en directa relación con su escasez, pero a eso se agrega el contraste con la abundancia actual y la capacidad casi infinita de nuestro tiempo para producir imágenes de lo que sea, al precio de una pérdida de credibilidad en relación directa con la omnipotencia de la técnica. Quizás, en el futuro, debido a esta saturación de datos, nadie quiera saber nada de nosotros; en el presente, por cierto, mil imágenes no acaban de sumar el peso específico de una palabra. La evidente limitación de recursos documentales en el pasado, que a falta de medios tecnológicos obligaba a una mediación, no por anónima, menos subjetiva, nos deja en cambio a los hijos, nietos y bisnietos de aquellos tiempos un campo de límites de lo más difusos en el que ejercer impunemente nuestro imaginario. La fantasía retrospectiva nos resulta familiar a todos y en nuestros días contamos además con abundantes medios para materializarla. Un turista cultivado que visite, por ejemplo, la vivienda de Strindberg durante sus últimos años en Estocolmo puede asomarse al mismo balcón desde el que el célebre escritor maldito recibió, ya muy avanzado el cáncer que acabaría con su vida, el homenaje espontáneo de su pueblo en compensación por el premio Nobel que en aquel año de 1912 su país le había negado. Un siglo habrá transcurrido desde la noche en que aquellas antorchas, como lo muestra un biopic no muy viejo, en colores, desde una pantalla en el interior del museo, desfilaran y colmaran esas calles cuyos edificios no le parecerán haber cambiado tanto desde entonces. Al balcón desde el que contempla el centro de Estocolmo, en la película, se asoma una y otra vez –la instalación es un looping de dos o tres minutos de duración en eterno, cotidiano continuado- el mismo actor, con la locura del poeta ya aplacada en su mirada ahora sabia, para alzar con dignidad la blanca mano autora de tantos dramas, relatos y alegatos en saludo a la iluminada multitud que lo aclama. ¿Cómo interpretar el enlace entre esos gestos, la correspondencia entre la mano sola tendida de desde arriba y las reunidas abajo levantando las antorchas? ¿Podemos hablar de un pacto de memoria, por ambiguo que resulte, cuyos términos serían, por un lado, la obra que daría cuenta de una experiencia histórica común y, por el otro, la inclusión del autor por sus contemporáneos en la herencia cultural que deben transmitir los ancestros a sus descendientes? ¿Un pacto automáticamente conmemorado a cada vuelta de ese looping fijo en el domicilio por fin establecido del escritor?

strindberg
Strindberg aclamado por el pueblo

Suele hablarse del siglo XX, aunque si pensamos en la guerra como la entendía Clausewitz podríamos extender el concepto al siglo XIX, como de un “siglo de masas”, un siglo caracterizado por concentraciones y desplazamientos masivos determinados ya por genocidios varios, ya por movimientos políticos antiliberales de izquierda o derecha. Suele olvidarse que además fue un siglo de extraordinaria promoción del sujeto, durante el cual fue la aspiración de una cantidad cada vez mayor de individuos a su propia identidad la que hizo estallar el armazón de los antiguos regímenes. A lo que puede agregarse que tal vez se trate de las dos caras de un mismo fenómeno, consistente en la rebelión de lo indeterminado contra lo determinante y sus límites, cuya fase terminal presenta entre sus rasgos definitorios el eclipse gradual y progresivamente consolidado de toda posibilidad de identificación entre individuo y masa, conceptos hoy al parecer tan antitéticos como el agua y el aceite. La apreciable disminución de rasgos singulares en las figuras propuestas a la identificación popular deja ver su carácter de modelo vacío, o de pantalla donde proyectar impulsos básicos.
En consecuencia, como todo lo demás, cualquier compromiso posible entre autor y lector se habría desplazado de su ámbito social a la esfera privada. Aquel contrato firmado por la mano que alzaba la pluma y las que cambiaron por una noche sus herramientas por antorchas habría prescrito. Entre el dedo acusador de Zolá y la mano que hoy firma ejemplares en cualquier feria del libro habría toda una historia de diferencia. ¿Cómo podría un escritor restituirla a su lector, aislado en un contexto sin apenas crítica ni debate literario como el de hoy? En su autobiográfico Edipo rey, realizado en el ocaso de la era anterior o en el alba de la nuestra, al atribuirse el papel de corifeo Pasolini asumía un rol de portavoz cuya legitimidad el mismo film ponía en cuestión al señalar la inminente crisis de esa función del intelectual. Disuelto el coro o privado de la identidad común que lo constituía como tal, ¿puede el escritor aún arrogarse la representación de sus lectores y éstos a su vez atribuírsela, o cuanto menos condicionada esté su voz, más al fondo de cada uno reenviará a cada lector y mayor será el desconcierto entre sus potenciales seguidores? La literatura tiene tanta influencia sobre el mundo como un ángel puede tenerla en el infierno. Pero ese ángel está en pie de igualdad con el demonio posado en el hombro opuesto y es la conciencia entre ambos la alienada. Es allí entonces donde volver a empezar cada vez, donde fundar la resistencia o promover la subversión, reintroduciendo lo público en lo privado y al contrario, pues la situación del individuo y la de la masa son la misma. Es el estímulo que alguna vez cada parte representó para la otra lo que falla.

hugo2

El hilo de la trama

texto
El tejido de la intriga

Como si de una cinchada se tratara, existe en la práctica de la narrativa actual, soterrada, una gran tensión constante entre dos polos: uno, receptivo, que exige unidad a los relatos que se le proponen y otro, productivo, cuya tenaz tendencia a la fragmentación señala exactamente la dirección opuesta. Si se declinan de este esquema abstracto sus figuras reconocibles para hacer visible la imagen, surgen en una punta de la cuerda –o cadena editorial- la del lector de novelas y en la otra la del novelista en ciernes, entre las que median aun otras como las de los editores, los críticos y también, por su grado de integración en el sistema, los novelistas de reputación establecida, es decir, aquellos con lectores y presencia en el mercado. Pero lo difícil es señalar dónde, en esta distancia cuyo límite es el de la resistencia de la cuerda antes de romperse, se encuentra el punto exacto en el que ésta concentra sus fuerzas y se establece el inestable equilibro entre esas dos potencias centrífugas que tanto difieren hasta en el significado de la palabra potencia. ¿De dónde viene, qué ilustra esta obtusa antagonía entre la sistemática voluntad de integración manifiesta en un modo de leer y la terca proliferación de puntos de fuga que se le opone por el lado de la escritura? La extensión del problema se aprecia mejor cuando se toma dentro de la muestra el universo de los manuscritos no publicados, verdadero cuerpo de la actividad redactora con todos sus síntomas y patria intachable del aludido novelista en ciernes, o sea, del escritor de ficciones nunca o aún no publicadas, dividido entre el deseo de responder al mercado y el de hablar con sus propios fantasmas, cada uno tan celoso de su alma como reacio a cambiar su realidad por un rol. Pues también él, como el editor, es un mediador, y la cadena del libro no es sino el segmento que se puede ver de un proceso que desborda esas medidas y del que ni el autor es el origen ni el lector el destino. La tensión, entonces, no tiene sus terminales en los casuales representantes de las fuerzas que se enfrentan, sino más allá de sus posiciones, a sus espaldas según el esquema, en los no declarados principios abstractos que, como si de dogmas de fe se tratara, las partes involucradas defienden con todos sus esfuerzos, asumiendo todos los riesgos implícitos, independientemente de hasta qué punto comprendan aquellos conceptos o éstos los convenzan del todo. ¿Resulta difícil de percibir en el mundo de los compromisos diarios? Planteado en términos cotidianos, el problema se presenta así: un editor busca, entre los cientos de manuscritos que recibe, uno pasible de convertirse en una novela que interese a los lectores. Los intereses de estos cambian, sus gustos también, pero ciertos valores permanecen o intentan conservarse a toda costa como base del entendimiento mínimo necesario para llevar adelante una actividad que debe ofrecer resultados. Asumido el descuido o la ingenuidad formales del supuesto lector promedio, la mayoría estimada, devaluada la prosa hasta su modalidad más humilde, funcional o incluso servicial, queda para la ficción una medida de calidad útil a la que oímos aludir una y otra vez en la práctica diaria como punto de acuerdo final y desembocadura de todos los debates: las buenas historias, la historia en sí, esa unidad argumental desplegable en planteo, nudo y desenlace, resumible en una sinopsis, desarrollable hasta la saga siempre y cuando la vía de las relaciones causales esté despejada hasta del último escombro y apreciada en relación directa a la firmeza de su continuidad, la fiabilidad de su “carpintería”, como suele decirse. Afluentes, al mainstream: nada de rizomas; las digresiones han de ser inequívocamente reconducidas al cauce mayor y cada puerta abierta durante el trayecto de la narración ha de quedar satisfactoriamente cerrada cuando se cierre el libro. Éste es el modelo clásico, en boga desde que la vanguardia llegó a un aparente callejón sin salida, y como toda restauración recuerda a otras del mismo modo que representa unos valores ya perimidos que vuelven a llevarse. Aunque no del mismo modo: en el antiguo régimen, por ejemplo, el academicismo exigía por principio el cumplimiento de tres unidades, acción, lugar y tiempo, ya no obligadas en los tiempos modernos. El pragmatismo contemporáneo sustituye esta triple unidad de principio por una unidad de hecho que no predica, pero que en cambio requiere a posteriori para dar su visto bueno a las tramas que se le presentan: todos los hilos han de anudarse, como ya se ha descrito, transmitiendo una idea de completo control, de responsabilidad profesional por parte del autor, sobre las relaciones causales necesarias para sostener la serie de momentos privilegiados que constituye una novela. Esta necesidad de integración es la que justifica, cuando no es con el fin de cuestionarlo, el repetido recurso al mito, en la medida en que la unidad que provee puede servir para garantizar hasta la de las obras más incoherentes. Ya que todo se entiende cuando se lo reconoce, de modo que siguiendo este sistema inventar una trama es tejer un velo que esconda durante suficiente tiempo lo ya sabido para que parezca desconocido. Lo que no puede evitarse al cabo de unas cuantas repeticiones es que empiecen a alzarse protestas. La confianza se agota con el uso, como decía un personaje de Brecht. Y aquí es cuando se quiebra el acuerdo, quizás el consabido pacto entre autor y lector, y aparece la antagonía entre los dos partidos, el de la renovación y el de la liberación, encarnados en este caso respectivamente por los defensores de la unidad desarrollada a través de la intriga y los de la apertura expresada en la multiplicación que divide. El estado y la guerrilla de este conflicto. ¿Qué es mejor? ¿Hacer la comedia o volar el teatro? He ahí la alternativa entre dos ilusiones proyectadas hacia un futuro en suspenso por sobre la tensa cuerda de la realidad presente: a un lado, la obstinada voluntad de integración de los fenómenos; al otro, la terca fatalidad de la deriva del pensamiento y la imaginación. Se espera de las novelas una redonda unidad sin cabos sueltos, pero aquellos que insisten en escribirlas, no sobre todo los novelistas ya instalados en el reconocimiento del público sino más bien los que aspiran a este reconocimiento, los que intentan publicar pero tropiezan entre otras cosas con la exigencia en cuestión, aquellos de entre los cuales se supone que saldrán los futuros novelistas leídos, delatan en sus textos una y otra vez la dificultad de encajar las piezas en un conjunto original, por lo que acaban optando entre el recurso a un modelo narrativo que hace tiempo se ha vuelto estereotipo y la entrega a una forma insatisfactoria pero adecuada a la época, que sin embargo, por su parte, la rechaza en cualquiera de sus versiones: la resignada, que no acierta a componer una obra con las piezas sueltas que ha reunido, y la decidida, que compone dejando de lado la idea heredada de una intriga troncal y arriesga, como el compositor moderno, que la forma modelada por sus manos ni siquiera se perciba como objeto, como el objeto que supone ser. Entre esta última posibilidad y el modelo decimonónico la diferencia llega hasta el propio concepto de concentración: elegir, frente a la idea de una unidad desarrollada, la alternativa del fragmento condensado, con toda su brevedad y su impertinencia, no es una opción sin consecuencia alguna. Lo que se logra, cuando la obra está lograda, tampoco es lo mismo. Dado el riesgo que implica, he aquí la alternativa: ¿es el riesgo o no un valor en literatura? En todo caso, es un valor ante el que se vacila. Y en nuestro tiempo, todavía más. ¿Qué se ha ganado con tanta experimentación? Mientras tanto, las deudas se acumulan, y no sólo las económicas. La novela satisfactoria no llega, la expectativa del lector no se colma, su respuesta se deprecia para el autor. Sobre el antiguo pacto se impone el desacuerdo. O el malentendido se hace evidente. Sin horizonte de encuentro es difícil convenir una cita. Cada uno tira para su lado.

albers
La búsqueda de la unidad narrativa

Brecht decía que había que juzgar las obras de arte no en relación a otras obras de arte sino en relación a la realidad a la que se refieren. Antes de la caída del muro de Berlín, el núcleo paradigmático de los relatos era el conflicto y éste era manifiesto de muchas maneras: lucha de clases, guerra de sexos, izquierda y derecha, arriba y abajo, abismo generacional, uno y el universo, individuo y sociedad, en general distintos modos de la polaridad represión-liberación, cuyo punto de llegada habitual era el desenmascaramiento de una u otra situación representativa del orden global. Derribado el muro, roto el enfrentamiento entre las dos mitades del mundo, relajado por fin todo vínculo militante o ideológico, la separación suspendida da lugar, al mismo tiempo que a un espacio unificado, a una multiplicidad de perspectivas que vuelve a dividirlo sin ninguna necesidad de paredes ni de puertas. Y así como antes era la disputa por un estado lo que servía de encrucijada entre discursos contradictorios y eje dialéctico para la progresión dramática, en la narrativa posterior la privatización general deja cada instancia o personaje lo bastante desligado de los otros como para que la dificultad estribe en reunirlos con alguna necesidad. El conjunto como resultado del armado del rompecabezas desplaza a la verdad como revelación del proceso de desenmascaramiento, emprendido por la parte acusadora de acuerdo con el modelo anterior. Lo que pasa durante la novela es su construcción, el buscarse unos a otros de los personajes más que el conflicto entre ellos pues, así como antes aparecían todos encerrados en la misma escena, ahora la división ya está consumada. La impresión que suele dejar este tipo de relato es la de esquivar el nudo para desembocar en un planteo en lugar de un desenlace, ya que la imagen restituida del rompecabezas era a menudo, por el contrario, el punto de partida del relato agresivo, dedicado a descomponerlo para hallar la pieza capaz de dar paso al otro lado de la representación. El deseo de restaurarla es característico de la resistencia al cuestionamiento del orden, pero el resultado de tal empeño rara vez es convincente como conclusión.

albers2