Renterramiento

Si la semilla no muere…

En su Manifiesto por un nuevo teatro, de 1968, Pasolini distinguía entre los distintos tipos de rito que el teatro era o había sido y proponía uno nuevo a través de su Teatro de Palabra: el rito cultural.

Éstas son, resumidas, sus definiciones de lo anterior:

Rito natural: el sistema de signos del teatro no se diferencia del de la realidad, pues el teatro “representa un cuerpo mediante un cuerpo, un objeto mediante un objeto, una acción mediante una acción”. Si es así, “el arquetipo semiológico del teatro es entonces el espectáculo que se desarrolla cada día ante nuestros ojos” y “el rito arquetípico del teatro es un RITO NATURAL”.

Rito religioso: “el primer teatro que se diferencia del teatro de la vida es de carácter religioso”. No se puede fechar su nacimiento, pero se repite en todas las prehistorias. “El primer rito del teatro (…) es un RITO RELIGIOSO.”

Rito político: “la democracia ateniense ha inventado el teatro más grande del mundo –en verso-, instituyéndolo como RITO POLÍTICO”.

Rito social: en el teatro creado por la burguesía entre sus dos grandes revoluciones, la protestante y la liberal, es decir, el período comprendido entre Shakespeare y Chejov, esta clase triunfante celebra “el más grande de sus fastos mundanos, que es también poéticamente sublime” y es de este modo, “entonces, un RITO SOCIAL”.

Rito teatral: al decaer la burguesía (a menos que quiera considerarse grande o burguesa también la revolución tecnológica), decae también su rito y surge de él, pero en su contra, el “teatro burgués-antiburgués”, o underground, o, más tarde, “alternativo”, llamado por Pasolini Teatro del Gesto y del Grito, en oposición al Teatro de la Charla propio del rito social. Esta práctica, tratando de recuperar los orígenes religiosos del teatro, eso mismo de lo que justamente la burguesía se había librado, instituye una religión del teatro cuyo contenido real, por más auténtica que sea su religiosidad, no puede ser otro que el propio teatro y es, en consecuencia, “un RITO TEATRAL”.

Una imagen ya célebre: Pasolini ante la tumba de Gramsci

Pasolini logró escribir, pero no realizar (salvo muy fragmentariamente, a través de su muy insatisfactoria, según él mismo, puesta en escena de Orgía y la adaptación, parcial, de su Pocilga al cine), el Teatro de Palabra con el que en este manifiesto propone superar la tensión complementaria entre el rito social y el rito teatral de los dos teatros de la burguesía. Incluso la mayor parte de estas tragedias fueron publicadas póstumamente. Hoy, más allá del logro literario que representan, tienen algo de documento histórico, principalmente por un motivo: la desaparición del público, que en los tiempos de Pasolini reunía la suficiente cantidad de individuos como para constituir uno, al que este teatro iba dirigido. En consecuencia, aunque durante los más cuarenta años que separan al público actual de la concepción de este teatro las obras de Pasolini se han representado en muchos escenarios de todo el mundo, el Teatro de Palabra proyectado en su manifiesto fue volviéndose cada vez más imposible al ir desapareciendo esos “grupos avanzados de la burguesía” compuestos por intelectuales “unidos por una relación directa con la clase obrera” que, a través de dicha relación, podría ser alcanzada como no lo era ni por el rito social del teatro burgués ni por el rito teatral del teatro antiburgués.

Pasolini concibe la posibilidad de este teatro a mediados de los sesenta y trabaja en él, en paralelo a sus otros proyectos y realizaciones, hasta su muerte diez años después. Más o menos los mismos durante los que el cineasta Philippe Garrel, underground entonces, verifica la disminución de su público: a fines de los setenta reunía un diez por ciento del que tenía diez años antes. Ese público, nexo tan real como posible entonces entre la clase obrera con la que trataba y los autores que frecuentaba –sus semejantes, como da a entender Pasolini en el manifiesto del que hablamos-, se había ido disolviendo al mismo tiempo que la mencionada relación: ya no existía la base de interesados a partir de la cual edificar ese Teatro de Palabra que no resolvería sino que superaría, saltando por sobre ella, la contradicción entre los dos teatros burgueses. Entre tanto, como es fácil de comprobar cualquier noche de sábado, mientras la posibilidad de aquel teatro decrecía fue resolviéndose la flagrante contradicción de entonces en una forma de espectáculo que admite e incluso exige el Gesto y el Grito dentro de la Charla como principal condimento de ésta. Pero, antes de considerar al público de este género actual, conviene volver un momento sobre el rito cultural que el Teatro de Palabra proponía.      

Dicho rito rechazaba tanto el tautológico rito teatral como el rito social y a su público, al que excluía, a la vez que asumía su imposibilidad de ser un rito político o religioso en una época de masas que, contrariamente a los tiempos de Pericles, cuando “toda la ciudad” cabía en “su espléndido teatro social al aire libre”, jamás podrían ser contenidas a la vez en un solo espacio, y en “un  nuevo medioevo tecnológico”, “antropológicamente distinto de todos los precedentes”. Se definía en cambio como RITO CULTURAL, dirigido a “grupos avanzados de la burguesía y, por tanto, a la clase obrera más consciente, a través de textos fundados en la palabra (puede que poética) y en temas que podrían ser los típicos de una conferencia, de un mitin ideal o de un debate científico. El Teatro de Palabra nace y actúa totalmente en el ámbito de la cultura” y es por esto, en definitiva, que su rito no puede definirse de otro modo.  

Orgía, Teatro Stabile de Turín, con Luigi Mezzanotte y Laura Betti, dirección del autor (1968)

¿Un rito de la conciencia crítica, pero llevada a fondo e incluso puesta de frente ante sus propias contradicciones, incluso si éstas se le presentaran al fin como insolubles, insuperables por síntesis dialéctica alguna? Pasolini, alrededor de 1970, declaraba haber pasado de creer en la dialéctica a no ver sino “puras oposiciones”. Esto ya es interpretación y no se lee en el manifiesto pero, si no siempre el sentido o el espíritu crítico, la voluntad crítica al menos podría ser el mínimo común denominador de los destinatarios del Teatro de Palabra, en ese entonces lo bastante numerosos como para que un proyecto teatral pudiera fundarse en su eventual participación. Definido el público, toca detenerse en el tipo de objetos que se expondrían no tanto a su aprecio (los aplausos estaban de más en el teatro de Palabra) como a su juicio. En esto, aunque para Pasolini los tiempos de Brecht –“el último hombre de teatro que ha podido realizar una revolución teatral en el interior del propio teatro, porque entonces el teatro tradicional existía”, habían terminado para siempre-, el teatro de Palabra se acerca al modelo brechtiano: tales objetos estarían determinados por los temas de “conferencia, mitin o debate” ya mencionados y por el modo de relación con ellos adecuado a la formación e intereses de los participantes. De ahí que pueda hablarse de rito cultural. Pero los tiempos han vuelto a cambiar: el objeto ideal de la ficción a comienzos del siglo XXI es un objeto poroso, un relato en el que lo importante no es ya la disposición de sus claves internas, sino la multiplicación de sus vías de acceso. Y semejante construcción, determinada en función de su presencia en el circuito de las comunicaciones, ha de presentar la inconsistencia necesaria para dar paso y dejar entrar a cualquier espectador, cualquier lector, cualquier punto de vista, cualquier interpretación. Su exposición no remite a un saber, sino a un silencio enmarcado en el que cada oyente tiene derecho a hablar con la misma, aunque nula, autoridad. Ante este panorama, los no agrupados intelectuales de la época se ven en igual situación respecto al pueblo que las células revolucionarias de la Rusia zarista, aunque no pueden remitir al futuro, sino tan sólo ya a la eternidad, el valor de las ideas que sostienen. Hay una correspondencia entre el pensamiento débil y la debilidad mental: pues así como el terrorismo, según lo entendió Hegel, es “la dictadura total del espíritu”, su revés es la impotencia de éste y en ese llano sin fronteras va creciendo lo que antes se vio aterrorizado.

Entre este objeto y los que podría ofrecer el rito cultural propuesto por el Teatro de Palabra hay casi medio siglo de un proceso social y cultural cada vez más generalizado, globalización mediante, que es posible caracterizar por, entre otros fenómenos, un progresivo eclipse de lo cultural por lo social –lo que para los medios y las comunicaciones viene a ser casi lo mismo, y la diferencia, a sus fines, no importa-, cuando en este manifiesto, por el contrario, rito cultural y rito social no sólo son distintos sino incluso opuestos y se excluyen uno al otro, el primero expresamente, dictatorialmente incluso, y el segundo a su manera, es decir, frustrando con sus contaminaciones la posibilidad de aquél.

Está claro qué clase no ya de rito, sino de relación, y no sólo en el teatro, es hoy ya no la predominante, sino prácticamente y de hecho la única (como se hablaba de “pensamiento único”), en la civilización global. En todo lo que se presenta como actividad cultural es sin embargo lo social lo que tiene más peso, mientras lo que podría llamarse “específicamente cultural” pareciera no poder encontrar otro sentido que el social, sostenido básicamente por la circulación de todo lo que pasa. Cuando ocurre que se presenta alguna cosa que no se deja interpretar en términos sociales, la respuesta de toda la sociedad es muy educada y muy burguesa: sin decir nada, bordea el objeto que entorpece la circulación y lo deja de lado, como una señal fuera de código, que al fin y al cabo es lo que es. Así opera la censura cuando todo está permitido y, en consecuencia, como ya ha sido escrito y publicado tantas veces, nada es verdad.

Un sueño realizado

¿Una sociedad que por sus costumbres procura ignorar su cultura y así ignorar a qué rinde culto para poder seguir haciéndolo inocentemente, aunque se trate de una inocencia de segunda mano? Al fin y al cabo, sólo ésta garantiza poder repetir siempre las palabras correctas sin tropezar en cambio nunca con la propia ignorancia. Nada nuevo. Sin embargo, los tiempos sí que cambian. De manera que tal vez valga la pena tratar de establecer un patrón o algunas constantes para entender sus movimientos, aunque sea a gran escala. Tesis: si en los períodos de renacimiento, que son, como suele decirse, de “renacimiento cultural” (y no social), un nuevo saber, incluso un saber hacer, surge, se impone y determina el predominio de lo cultural sobre lo social, reformando el conjunto de la sociedad y empujándolo a un nuevo destino que trastoca sus expectativas, pues introduce en su seno algo que hasta entonces le era exterior y por eso causa resistencia, cuando en cambio predomina lo social, ningún saber logra hacerse oír por ninguna de las partes que, en lugar de ceñirse a un rumbo, se persiguen aferrándose unas a otras como única defensa ante un abismo que ningún norte hace retroceder. Esta creciente sin desembocadura, que por eso parece infinita, es la de lo social cuando desborda la cultura que lo contenía. Un poco como cuando el monstruo de Frankenstein escapa al control de su creador. Sólo que, en aquella aldea, la multitud, conservadora, perseguía al monstruo, mientras que, en la aldea global, todo lo contrario, tal vez se arrojaría directamente con sus antorchas sobre el castillo del responsable, poseída por la esperanza de que el fuego lo aclarase todo.

“Aunque el Logos es universal, la mayoría vive como si tuviera un entendimiento propio.” Lo escribió Heráclito algunos siglos antes de Cristo, con lo que se ve que el problema es tan antiguo como recurrente. Si el renacimiento corresponde a esos períodos de predominio de lo cultural sobre lo social, cabría referirse a otros lapsos como el presente, en que lo cultural se ve desbordado y resulta sepultado por lo social, con el nombre de renterramiento, lo que no es tan pesimista como podría parecer ya que podría equipararse el nuevo entierro del viejo conocimiento al de una semilla que eventualmente verá la luz. En el mejor de los casos: cuando las ideas vuelvan a imponerse, por un tiempo, a las costumbres. Aunque quién vivirá para verlo.

2013

De ocaso en ocaso, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Cuestiones de estilo 9: El estilo de una moral

El sentimiento romántico de la vida

Creo que era Un hombre y una mujer, ese sólido hito de la filmografía de Claude Lelouch, de donde venía aquella música tarareada por una voz femenina sobre un fondo de cuerdas que, al igual que en la película, fue empleada durante años por telenovelas, series locales y hasta programas cómicos –adelantados a sus compañeros de pantalla- para acompañar secuencias cuyo propósito podía ser tanto mostrar breve e idílicamente la progresión de una relación de pareja como ilustrar su circulación por paisajes a medida, su traslado a escenarios diversos o el paso de las estaciones vinculado a las situaciones mencionadas. Me parece que el jabón Palmolive recurría a esta banda sonora para anunciar su teleteatro, aunque puede que esta vez sea yo quien está empleando el mismo motivo o solución musical para hacer sobre él un collage de sus heterogéneos recuerdos. Quien oiga hoy esta melodía y tenga o pueda tener memoria, cuestión de edad, la reconocerá sin duda, aunque tampoco esté seguro de su origen, y hará de ella el objeto ya de su nostalgia, ya de su sarcasmo, pero habrá de admitir, como se dice, que “marcó una época”. ¿En qué radicaba su eficacia? En mi opinión, en la combinación precisa o afortunada de dos ingredientes aquí irresistibles bajo su forma musical: fatalidad, presente en la obsesiva repetición de una sola y simple frase melódica que no hacía sino interrumpirse, apenas un momento, para recomenzar, y esperanza, aludida tanto por la continuidad del bucle como por la conciliadora suavidad de la voz y su amable declinación final, compensada de inmediato por el leve ascenso de las cuerdas al nivel del punto de partida para dar paso a una nueva repetición del ciclo o a la siguiente escena o secuencia del montaje, perfectamente situada, y desde allí seguir adelante en el mismo plano, narrativo, que todo lo anterior. “La vida, esa caída horizontal”, decía Cocteau. El espectáculo de la vida, dulcemente representado en estos sentimentales collages de imágenes o en otros más propios de nuestra época, como cualquier videoclip, mece en el cine al espectador sumergiéndolo en esa extática pasividad que tanto se le ha criticado y de la que procura librarse, a base de astucia, información y descontento, el así llamado espectador crítico, impaciente en la butaca de al lado mientras transcurren ante su vista, sobre las vías que atraviesan sus oídos, estos pesados vagones cargados de sentimientos que, según parece, nunca dejarán de producirse allí en la amnésica imaginación de donde vienen. ¿Y los lectores? Está claro que la novela no puede competir con la película en la recreación de ese “sueño que soñamos todos juntos” (otra vez Cocteau), sencillamente porque basta con tener que leer para alcanzar una conciencia del lenguaje como nunca se la tiene ante la mezcla, similar a la que ofrece la vida, de imágenes y sonidos que propone el cine. Esa conciencia, insatisfecha por no poder extinguirse en la natural percepción de estímulos que la ausencia de letra permite interpretar mucho más cómoda y espontáneamente, por mínima que sea siempre se mete entre el soñador y su sueño, falto de la tramoya de que dispone la “lengua escrita de la realidad”, según definió el cine Pasolini. Lo que no quiere decir que éste sea un elogio del lector o de la lectura, ya que también es bien sabido que existe una pasividad del lector, el “lector-hembra”, como a pesar suyo acertó Cortázar, y si no piensen en cuántas lectoras –son ellas las que actualmente compran y leen la mayor parte de las novelas ¡y qué novelas!- le dan hoy la razón. Pues tal pasividad, más allá de lo acertado en la elección de figura para su metáfora que haya estado Cortázar, es la que puede encontrarse en la confluencia de fatalidad y esperanza donde se instala, para su viaje, quien va a dejarse o está dejándose llevar por una historia. Este lector, el lector pasivo, lector-hembra para quien lo denuncia, no va a tragarse sin embargo cualquier cosa y en general, sobre más de un punto, se muestra intratable, aunque no se explique, y es de una exigencia absoluta en cuestiones acerca de las que el “lector-macho”, el inquieto, puede ser mucho más fácilmente engañado. Por ejemplo, la unidad de la historia, su aristotélica (aunque mucho mejor si es disimulada) y satisfactoria adecuación a un esquema comprobable (aunque esta comprobación no le hará falta al olfato del lector que sabe lo que quiere) de planteo, nudo y desenlace en el que no haya cabos sueltos respecto al carácter ni al destino de los protagonistas y todo, en consecuencia, como se dice, “cierre”. Fatalidad y esperanza son los dos polos necesarios para tender el cable del teleférico en que viaja, abstraído del abismo, nuestro lector. La fatalidad garantiza el peso del mundo, su probada realidad, la pendiente que enlaza causas y consecuencias y la trama que como la de la araña mantiene a los personajes en sus redes en virtud de su sola naturaleza humana, lo que siempre implica un margen de inocencia que oponer a las desgracias y pruebas que, como un castigo, se abaten sobre ellos, tan parecidos al lector ya identificado. Pero éste no se dejaría rodar por tal colina sin la promesa implícita en la velocidad que va tomando y lleva oculto, como un as en la manga, todo el poder de la inercia en que la pasividad cifra su triunfo, incluido el inminente ascenso a cumplirse cuando esta fuerza se tope con el último tramo, en subida necesariamente, del recorrido emprendido: es el famoso tocar fondo para así resurgir, mito básico de la ideología melodramática. Si la fatalidad genera la esperanza como reacción, ésta se nutre a su vez de aquella, que le da una masa en la que poner las manos y, por el precio de una culpa relativa, un punto de llegada en consonancia con el de partida donde se abrió el abismo. Es decir que alguien, o algo, espera a su vez allí adonde se dirige la esperanza. Un régimen económico: fatalidad y esperanza, garantía y crédito. La cuestionada pasividad del “lector-hembra” no es indiferencia, sino la sostenida manifestación de un deseo: “que se cumpla en mí lo escrito”, ese escrito garantizado, puesto que preexiste a la lectura, pero que, necesitado de invertirse, abre a la vez un crédito. La recuperación de esa inversión es la otra cara del cumplimiento de la oferta hecha al lector y es esta reunión del envite con el retorno, del punto de partida con el de llegada, del principio con el fin, necesario para que la maniobra sea completa, el que exige a la historia novelada una demostrable unidad. El lector hembra se hace eco de esta exigencia, contestada por el “estallido del texto”, emblema de la literatura de vanguardia, al menos durante el siglo XX, dirigido justamente no tanto contra el cumplimiento como contra la garantía por una exigencia más extrema: la de invertir también ese capital, el garantizado, para provocar una ganancia precisamente inestimable. Demasiado riesgo, y no están los tiempos, en la actualidad, como para ello. Sin embargo, hay una posible interpretación del conservadurismo del lector de novelas que da de él o de ella una imagen mejor que la del explotador de un imaginario cerrado. Garantía y crédito, fatalidad y esperanza: si en la ficción, en el fondo, se trata siempre de los avatares de la verdad, esa verdad garantizada que supone la fatalidad es lo que se invierte al comienzo con la puesta en marcha del mecanismo ficticio. Por el momento, mientras la máquina trabaja, esa verdad se ha perdido y buscarla es lo que se llama leer, por más ingenua y entregadamente que se lo haga. Pero buscar es ser desgraciado, ya que supone que se está determinado por alguna pérdida más que por cualquier otro estímulo: ésta es la marca de la fatalidad, que suelen llevar sobre su espalda los protagonistas y otros personajes a lo largo de todo el proceso narrativo desencadenado por ese traspié. Pero buscar, a la vez, es trascender esta condición, ya que el que busca lo hace con la esperanza de encontrar y, siendo así, casi vive en la fe, si no lo hace directamente, de que aquello que busca existe: como el lector que encuentra en la ficción lo que falta en la realidad, aunque en ella existe al menos como lenguaje o figuración. Lo que suele ocurrir en las historias que aspiran a transmitir algo como el valor de la experiencia –y, después de todo, narrar casos particulares no es otra cosa ya que, de otro modo, bastaría con las nociones generales- es que aquello que se busca no se encuentra, pues viene a ser algo así como un fragmento de paraíso, perdido por definición, pero en cambio lo que permite salir adelante y alcanzar la meta es otra cosa real y terrena que, elevada a esencial por el hallazgo de que es objeto, sustituye eficazmente lo perdido. Si el personaje hallara en cambio exactamente lo que busca, tal vez no lograría otra cosa que quedar para siempre atrapado en la búsqueda, fijado a esa pérdida para hundirse con ella, pues todo se pierde si no se transforma. La fábula, repetida en su estructura, parecerá gastada, pero cada lector que ocasionalmente extrae alguna inesperada moraleja para su uso personal de estos entretenimientos puede decirse, con el cierre del ejercicio, que algo ha ganado en su tímida apuesta, que su lectura, como antes se decía, ha sido provechosa.

2014

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Cuestiones de estilo 8: El estilo de una lengua

«La emoción del hablado en el escrito» (Céline)

Se puede decir lo que se piensa, pero no hablar como se piensa. Por lo menos, si uno aspira a ser comprendido. Hay que traducir: de la lengua propia a la común, es decir, a un uso consensuado de ese instrumento que uno fuerza en cuanto se pone a pensar, pues así es cómo se fuerza al pensamiento, lo que significa que sólo adulterado el trago puede servirse. Adulterado: no porque la pureza de un licor como el que no se vierte sea algo sagrado, sino porque en la renuncia a no hacerse entender hay ya la aceptación de otra sustancia y así, a través de ésta, el regreso al magma de lo que se ha destilado. No se habla solo ni hablando solo; basta abrir la boca, o mantenerla cerrada mientras la voz, dentro del cerebro, busca una salida apuntando a una conclusión, para que el teatro imaginario se construya por sí mismo, en un abrir y cerrar de ojos, alrededor del parpadeante solitario en cualquier entorno. ¿Qué diferencia hay entre hablar y escribir? Para Pasolini, en cuanto lenguaje, el cine era a la vida lo que la escritura a la oralidad; y al ser, en él, cada cosa también su propio signo, reflejo y reflexión simultáneos. Todo el esfuerzo de Céline, “devolver al escrito la emoción del hablado”, puede ser visto, sin embargo, como la evidencia de la grave dificultad de la verdad para sostenerse en ese traslado del aire a la página, ya que sólo accidentalmente se ha pronunciado en la voz de quien, oído al pasar pero atentamente por el artista que lo registra, no argumenta más que afectado por las circunstancias que lo cuestionan, reafirman, adulan o amenazan. Pasado el tiempo de la acción, que corresponde al habla, cuando llega el de la reflexión, en este esquema el de la escritura, el primer problema, y no sólo para Céline, es el de una conservación de la que depende que lo evocado, al comparecer ante el lector, efectivamente resucite. Y que resucite de verdad: no como apariencia a la que ese lector, por identificación, preste su vida, sino como signo capaz de preservar su diferencia con las proyecciones ajenas mientras exhibe el acontecimiento, ahora fantasma pero alguna vez viviente –“tan vivo y gallardo como tú” (Eliot)- que le ha sido confiado. Ya no vive pero “habrá vivido”, que es lo que Céline exigía a lo escrito como prueba de verdad. Segundo momento, no segunda oportunidad, ya que es necesario que la ocasión se haya perdido para que otra cosa advenga en lugar de una vaciada restitución, la escritura admite una libertad que la oralidad, en su urgencia, no autoriza, pero exige a su vez un rigor distinto que implica tanto la conservación fiel del pasado como la consideración desengañada del futuro para encontrar el tono exacto. Al apelar a distintos interlocutores de los que se tuvo o faltaron en un primer momento –el fundador del texto en curso-, al recurrir, por motivos de censura, soledad o incomprensión, a la posteridad, al extranjero o a cualquier civilización soñada por venir, el otro, o sea el lector, es evidentemente imaginario, a diferencia del interlocutor inmediato cuya presencia física nos convence de que está ahí. En este fatal desencuentro entre amigos y lectores, vivos y muertos, ayer y hoy, se entiende el dramatismo de la palabra escrita pronunciada en escena, tan diferente de la lengua hablada para no ser escrita: es la evidencia del desgarro del que nace toda comunicación. Si hablar y escribir, extemporáneos, no pueden ser jamás lo mismo, entonces: ¿hay que hablar como se escribe o escribir como se habla? ¿Dónde está aquí la verdad? Lo peor: la imitación de la oralidad en sus tics y sus giros cotidianos, la falsedad social por excelencia imitada servilmente en lugar de retratada, como puede leerse en todo aquello que busca desesperadamente a sus receptores en el mercado de la identificación y el reconocimiento. O su reverso académico, con su vocabulario tecnoide, sus conceptos-sello, sus puentes siempre levantados de tal modo que la torre de marfil domine siempre las llanuras revueltas. En medio existen, sin embargo, admirables libros de conversaciones: con escritores que saben hablar bien, la mayoría de las veces, o con gente de acción capaz de escribir, como Julio César, Sun Tzu y algunos otros generales. Este registro inclinaría la balanza a favor de la escritura como ejemplo para el habla, pero tan proclive a devenir veneno es este dictamen, tan favorable se quiera o no a los abusos del dogma, que es necesario encontrarle un antídoto al otro lado de la calle, es decir, en la misma calle, recuperada de la demagogia para tales efectos. Del bar donde estoy terminando de escribir extraigo entonces, para oponer a lo ejemplar, un casual ejemplo, “El mundo del taxi es un mundo oscuro”, frase memorable, literaria, a cuya altura no están los comentarios que suscita, dicha al pasar por el hombre en mangas de camisa y chaleco sin mangas detrás de la barra mientras prepara y reparte cafés para su público ocasional, no considerado por él como tal, acodado en el mostrador delante del ocasional poeta, considerado así por mí en razón de la glosa a que su frase podría dar lugar, si la pieza en prosa o verso resultante diera la talla de su fugaz inspiración.

2015

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Cuestiones de estilo 2: El estilo de una época

Claude Monet en sus jardines de Giverny (1921)

Como la gente de bien, los nenúfares se levantan tarde; es necesario incluso que el sol se lo ruegue. Se abren como los dedos dorados de un mago, y rechazan la sombra. Pero por la tarde, es ella quien los cierra, uno a uno, mientras avanzan por detrás de la arboleda. ¡Qué tema para un poeta –un poeta de los de ayer, pues hoy día el autobús ha ocupado el lugar de la flor- estas vírgenes del agua, cuyos castos velos se abren tan sólo ante las miradas abrasadoras del sol! Así se escribían los reportajes antaño, así era el periodismo dominical en 1922, preciosista y sentimental como este breve fragmento de las Conversaciones en Giverny que su autor, Marc Elder, mantuvo con el pintor Claude Monet en su hogar y su jardín hasta poco antes de que éste muriera. La huella de esta sensibilidad, expuesta y hasta exhibida como muestra de estilo en esa época, tan distinta evidentemente de la nuestra tanto en sus gustos como en su paciencia, aparece también en el mayor escritor francés de entonces, Marcel Proust, pero no es lo que conforma su novedad sino, en cambio, su marca de origen, el rastro del tiempo y el lugar donde nació, aunque esta estética y esta retórica no permanecieran dentro de los límites de Francia o de París, desde donde brillaban como ejemplo y faro, sino que extendieran su influencia por toda Europa y el mundo. Una postal dirigida por mi bisabuelo Hugo Leban a su esposa, pintada por él mismo, ya que era pintor, y escrita de su puño y letra sobre el pequeño paisaje enmarcado en el salón de mi abuela, que dejó de serlo en 1993, testimonia el mismo gusto, las mismas delicadezas, y no es para sorprenderse si se tiene en cuenta que había nacido el mismo año que Proust. Después de su presentación de los célebres nenúfares plantados y pintados por Monet, Marc Elder cede la palabra al maestro. Éste evoca: ¡Tiempos difíciles, en los cuales las mañanas eran sombrías!… Varias veces estuve a punto de abandonar, las deudas me asediaban. Por entonces iba a los cinco o seis marchantes con los que trabajaba, todos principiantes, intentando hacer dinero, ¡algunos cientos de francos por un lote de telas! ¡Ah, sin los amigos! Caillebotte, por ejemplo, ¡el bravo Caillebotte! Era rico y generoso, dos cualidades que normalmente se oponen… Nos compraba telas, adelantaba dinero, respondía por el alquiler de las salas de exposición… Más allá de todo eso, a su muerte nos hubiera querido montar un museo del Estado, a nosotros, los impresionistas, sus amigos, sus camaradas. ¡Una última voluntad! Pero ya sabe usted los líos que hay con las donaciones y los legados, las negativas, las tergiversaciones, los compromisos… ¡Cezanne, sobre todo, espantaba a la comisión! Las exclamaciones, los puntos suspensivos… ¡Me parece estar leyendo a Céline! ¡Cuando cede, en Muerte a crédito, la palabra a su padre o a Courtial! Lo teatral, lo ampuloso de los gestos, los arrebatos de indignación, admiración, ternura… La novela apareció en 1936, pero recrea –aunque considerada desde los barrios bajos- los tiempos de la Belle Époque, sus ilusiones y, por supuesto, su modo de hablar, sobre todo cuando hablan los mayores. Éstos son, por otra parte, mis mayores: los autores del siglo veinte, que cuestionaban el diecinueve apostando su herencia a un futuro que ninguna imaginación, como en todas las épocas, era capaz de concebir con los perfiles iguales a sí mismos del presente más tarde realizado. “La ética es la estética del porvenir”, decía Lenin. ¿O será al revés, ocurrirá al revés al menos, tomando ese futuro que nunca llega como la tela en blanco sobre la que cada presente pinta sus ilusiones? Nuestra época las tiene, como todas, manifiestas de igual modo en su lenguaje. Pero este lenguaje, fatalmente efímero por más que se esfuerce en hacer valer sus conclusiones, aun si menos que ningún otro anterior se atreve a reclamar la eternidad, es, bajo las nuevas formas, el mismo de siempre, cambiante, que promete un futuro distinto tanto como se esfuerza en distinguirse de sus modos de ayer. Ni la incredulidad que despierta es nueva, ya que los excluidos de las jergas dominantes de otros tiempos, ya fueran sus emisores aristócratas, guerreros, sacerdotes o magnates, experimentaron las mismas reticencias y ambigüedades frente a o bajo aquellos discursos. Sin embargo, en la variación que el estilo de cada época representa respecto a todo lo anterior, es posible buscar algún rasgo o elemento novedoso, o por lo menos poco usual a lo largo del tiempo. Y la diferencia propia del estilo contemporáneo quizás sea ésta: que, en su aversión a toda ideología explícita, manifiesta incluso en su gusto por los slogans y consignas tajantes aunque sean contradictorios entre sí, en lugar de hablar de las cosas, tan reacio al análisis como obsesionado por la síntesis, prefiere presentarlas sin más, como el arte rupestre –Pasolini anunciaba una Nueva Prehistoria en sus poemas-, pero, de acuerdo con la tecnología a su alcance, bajo una forma hiperreal que sustituye al original por su representación colmando el hueco de la falta de aquél, temido por su poder de decepcionar, o mediante íconos que informan la localización de una función a explorar neutralmente por el usuario. El uso y no el significado, dando razón a Wittgenstein en su opción por el primero como determinante más cierto del lenguaje. Parecería así, en su eliminación de notas y referencias superfluas, la realización del ideal vanguardista invocado por el joven Beckett al referirse a lo hecho por Joyce en Finnegans Wake: “su escritura no es acerca de algo; es ese mismo algo”. Pero nunca abundaron tanto los comentarios vanos como en esta época, de lo que todo el mundo, superpoblado y en comunicación permanente, se queja, con lo que cabe suponer que una vez más el alba no ha traído lo soñado sino, en cambio, algo tan parecido a ese sueño como lo es desde siempre el día a la noche. 

2015

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Joyce con Tarantino

«Me han quemado tantas veces que pasaré por el Purgatorio tan rápido como mi patrono San Luis Gonzaga» (James Joyce)

Si alguien declarase que películas de Quentin Tarantino como Kill Bill o Django desencadenado están “estructuradas” como el Ulises de Joyce, lo más probable es que se lo tomaran como una provocación o una extravagancia. No es así si se atiende a lo más evidente y fácil de comprobar en semejante analogía: la manera en que tanto en las obras del estadounidense como en la del irlandés las características distintivas de cada capítulo o secuencia se imponen a la vez a la historia que se cuenta a través suyo y a su aparente núcleo temático, llegando a quedar las partes tan diferenciadas entre sí que, al revés de lo que ocurre con la mayoría de los relatos, para el espectador o lector resultan más memorables los rasgos generales de cada episodio que el conjunto de la historia narrada. Sobre la serie de vicisitudes atravesadas por Leopold Bloom a lo largo de su jornada dublinesa, o por la Novia en pos de su venganza, destaca el estilo en que cada una de ellas es expuesta, distinto cada vez y manifiesto a tal punto que deviene el foco de atención, por encima de lo que narre o describa.

Así, espectadores y lectores probablemente recuerden cada vagón mejor que el tren pero además, al contrario de lo que suele decirse, posiblemente sospechen también que en estos casos, tal vez, cada árbol esconda más que el bosque entero. Lo que no carece de consecuencias para la contemplación ni para la lectura: ¿cómo entender, cuando es tanto el contenido que en cada etapa se libera de la sujeción a un punto de llegada, cuál es el sentido o qué es lo que está en juego tanto en el conjunto del espectáculo o del texto como en cada una de sus partes tan dispares? Cabe preguntarse, si se despierta del trance a la mitad de alguna de las larguísimas escenas de Tarantino –la masacre en la discoteca o el duelo a katana de Kill Bill, por ejemplo- en qué drama se sostiene tanto espectáculo, o si acaso basta justamente con esa espectacularidad. También en Joyce es el estilo lo que queda en primer plano, por encima de toda realidad representada, aun cuando el irlandés insistía en documentarse tan prolijamente acerca del Dublín ya lejano en que situaba a sus protagonistas. ¿Pero qué ocurre entonces con el tema? ¿Dónde hay que buscarlo?

«Director es el que gobierna los accidentes» (Orson Welles)

Un compatriota de Joyce, Francis Bacon, hablaba de los “accidentes” que sobrevenían a sus cuadros mientras los pintaba; era en esos momentos, cuando todo se tambaleaba, que encontraba el camino para alejarse del sostén provisto por el aspecto o la apariencia de sus modelos, hacia esa dimensión que socavaba la identidad asumida y daba paso a la irreconocible alteridad que entonces se manifestaba. Todo esto, que se ve en los cuadros, forma parte de la “crisis de la representación” manifiesta en el siglo veinte, así como del “callejón sin salida” al que llegó el arte una vez liberado de sus modelos “reales”. Pero la crisis queda en suspenso si, en lugar de empeñarse en reunir el modelo con el retrato, se deja uno llevar por el signo en cualquiera de los sentidos que éste ha logrado, a modo de sugerencias, derivar de su referente. A una lectura orientada a la información esta opción puede parecerle no llevar a nada concreto, pero no es concreción lo que falta en la suspensión del sentido sino que, al no detenerse éste en un objeto ni en un concepto, no es allí donde se da la concreción, sino en el cuerpo que sirve de vehículo a tal sentido: como experiencia, o sea, afirmación, pronunciada no como respuesta a algún interrogante explícito, sino como aparición donde no se la esperaba y en torno a la cual queda, en consecuencia, siempre un aura de incertidumbre que ningún conocimiento o producción podrá abarcar del todo. Pero lo efímero o lo indefinible no son menos concretos por eso.

En su tragedia Calderón, Pasolini resume La vida es sueño para acabar con una pregunta: “¿Qué nos quiere decir Calderón con todo esto?” “Todo esto” es el acumulado y orquestado conjunto de nombres, versos, palabras, acciones e imágenes sugeridas que conforman la materia del texto, cuyo sentido último, si se lo extrajera de tal concreción, difícilmente sería otra cosa que una abstracción comparable a las moralejas de las fábulas. Pero lo abstracto se explica mediante ejemplos a su vez. ¿Qué nos quiere decir Pasolini cuando afirma que “el mito de la forma es el contenido de todo formalismo”? ¿A qué se refiere con “el mito de la forma”? Las obras que se distinguen en primer lugar por su estilo, es más, por su estilización, imponen el tema del formalismo. El cultivo de un estilo supone un dominio formal, incluso técnico, y es precisamente de técnicas de lo que más se ha hablado siempre a propósito del Ulises, donde cada capítulo emplea una distinta (monólogo interior, diálogo catequista, fragmentación, dramatización, imitación y parodia de estilos precedentes, etcétera) y es identificado mucho antes por el uso de ésta que por los temas que trata o su contenido anecdótico. Su materia es percibida como muy otra que cuando es la acción o la situación lo que destaca. Con las escenas de Tarantino, estilizadas a veces hasta el punto de evaporar la violencia misma de su contenido, pasa lo mismo. Lo que se cuenta o muestra así es otra cosa. ¿Pero es otra cosa lo que pone en juego el tratamiento formal de una escena o capítulo que lo que se pondría en juego en la realidad a la que remite una representación?

El mito de la forma

La respuesta depende no poco del concepto de verdad que se elija, si es que se puede elegir. De si se supone la preexistencia de la verdad y se busca la legitimidad de los argumentos en su declinación a partir de un principio rector, o se prefiere suspender, como el sentido, la creencia en un origen y considerar la verdad antes una invención que un descubrimiento, dependiente de la adecuada relación entre unos elementos desprovistos de sentido implícito. De la primera concepción pueden deducirse tanto la monarquía hereditaria como un tipo de narrativa, el habitual en las novelas de intriga y suspenso, en el que la búsqueda de la verdad implica siempre una indagación retrospectiva orientada hacia una revelación final, mientras que en la segunda falta esa verdad previa al planteo formulada como solución en el desenlace y ocupa en cambio su sitio la ausencia de garantías subyacente a cualquier creación humana. Es el golpe de dados que nunca abolirá el azar, como diría Mallarmé, en lugar de la respuesta que colma el espacio abierto por el planteo inicial. Una respuesta, sólo ésa, entre muchas otras posibles. La de Stephen Dedalus a Irlanda, por ejemplo.

Ahora bien, cuando el relato no se apoya en una verdad previa ni cuenta con un dogma que lo respalde a cambio de expresión, si privado de ese origen tampoco puede tener un fin acorde, ¿qué ley o regla del juego lo orienta? ¿Puede ser el formalismo una respuesta a la ausencia de verdad? ¿La regla de un forzoso virtuosismo que sólo puede ofrecer su evidencia como garantía allí donde no hay ninguna? ¿Donde no es posible aceptar ninguna sin obligarse en contrapartida a dar fe de ella en este mundo?

Joyce recurre a ese mito, el de la forma. Y escribe sobre Stephen, primero héroe y sólo años más tarde, tras pasar hasta por el fuego (del hogar paterno, de donde lo rescató la hermana de su autor), artista, forjador de formas, aunque el lector jamás llegue a conocerle más que proyectos e intenciones. No importa, ya que todo él es forja y forma. Y lo que importa es el sentido que deja en suspenso su decisión, tanto de no servir a aquello en que no cree como de expresarse de la mejor manera que pueda. En ese horizonte lo que se esboza es un nacimiento de índole muy distinta al que lo puso en Irlanda. Él mismo habla a un amigo de cuando “nace el alma” (también confiesa querer copular con una, variedad que no ofrecen los burdeles) y anota en su diario el propósito de “forjar la conciencia increada de mi raza”. Nada de esto remite a lo ya dado, sino a otra cosa a la que hay que hacer existir y dar sitio en el mundo, aunque no tenga por el momento ésta otra morada –otro lugar concreto- que la persona de quien la anuncia. Este asiento no es tan inconmovible como un primer motor inmóvil. Errante por las calles de Dublín, Dedalus dice a Mr. Bloom, fatigado al cabo de su memorable jornada: “No podemos cambiar de país, mejor cambiemos de tema”. Pero Joyce no lo hace y en cambio, con menos arrogancia o menos ilusiones, lo que ensaya son variaciones. Como Bach en su obstinado renacer. O Picasso en sus múltiples perspectivas sobre el mismo objeto. Y es entonces, como expropiación del mito de la patria y modelo del tema del exilio, cuando recurre al mito de Ulises, cuya Itaca ya no estará en ninguna parte a la que pueda volver de su deriva.

Las estaciones del Ulises

Convertido el viaje en callejeo circular, el destino también es desplazado en varias direcciones no menos importantes unas que otras. La meta ya no es un lugar y a la vez es asequible desde cualquiera, inmediatamente al menos como visión. Y, a la vez, ya no es el mito, el relato, el depositario de la cultura, a través del cual ésta se juega, sino su expresión moderna más característica: la técnica, conscientemente aplicada, como aquí lo son las distintas técnicas narrativas en cada capítulo. Éste es el saber, o el representante del saber, que se opone al fatal padecimiento de la experiencia heredada, transformada por él en otra cosa. Otra vida. Más abruptas declaraciones de Dedalus: “La historia es una pesadilla de la que quiero despertar”. O, sobre el nacionalismo: “Irlanda es la cerda vieja que se come su propia lechigada”. A toda retórica imperiosa, Joyce prefería su lengua, hecha de equívocos y astillas; pero, a cualquier reivindicación étnica, prefería el desorden del imperio austrohúngaro, donde convivían tantas etnias y pueblos mezclados como técnicas en su novela. “Ojalá hubiera más imperios decadentes como ése”, decía entre guerra y guerra, viendo el alza de los nacionalismos en toda Europa. Su reformulación de la épica respalda sus inclinaciones políticas: si algo desautoriza Joyce es el ánimo de reafirmarse a partir de una idea fija, a cuya exaltación basada en una grandeza o derecho supuestos a partir de un mito opone siempre la realidad de su expresión en palabras, en especial cuando éstas son “esas grandes palabras que nos hacen tanto daño”, habitualmente al servicio de la sed de sacrificar con tanta ferocidad como poca aptitud para comprender cuanto no es palabrería.

Hoy, lejanos la leva y el servicio militar obligatorio, aflojados los lazos de la iglesia y la moral tradicionales, desmembrada la sociedad como se sabe, el de la ruptura entre individuo y comunidad no se percibe ya como un tema ni como un acto heroico, en estrecha relación con el de la fundación de aquélla, y quien desee tratarlo en estos términos ha de recurrir a una ambientación de época o a la presentación de un individuo trasnochado, o lo bastante imbuido de un ideal comunitario como para aparecerse a sus vecinos ya no como un rebelde sino como un posible tirano. La relación de Tarantino con el ayer, sus homenajes a géneros ya pasados de moda, su recuperación de intérpretes y figuras medio olvidados, su apego al celuloide y a la proyección en sala, entre otros rasgos, remiten mucho más a una voluntad de cierta continuidad con una tradición que a una ruptura. En su caso, el recurso al mito tiene dos vertientes, la formal y la narrativa, que en realidad no son más que dos aspectos distintos de la misma expresión. Pues a la recreación ampliada de las formas típicas de los géneros homenajeados, que sirven a su vez de inspiración y modelo, se corresponde la preferencia por unas tramas que son ante todo combinaciones de situaciones propias de esos mismos géneros, proveedores de la mitología puesta en escena, como hacían los griegos con la suya, cuando no directamente remakes, elevados a ilustración ejemplar del mito esencial aludido, pero no exhibido, por las obras admiradas. Así, como en las viejas tragedias, un argumento conocido por todos sirve de hilo conductor a una serie de escenas a las que la extrema estilización, como la aplicación de técnicas diversas en el caso de Joyce, aportará su rasgo distintivo y su sustancia. La continuidad será parecida a la manera en que se suceden los capítulos del Ulises, abruptamente diferenciados entre sí pero a la vez relacionados por un lazo no necesariamente causal, sino apoyado en motivos ajenos a la circunstancia inmediata, formales, como las etapas del viaje mítico, o indiferentes a la suerte de los personajes, como el paso de las horas del día. Una continuidad, o una causalidad, menos significativa que funcional: no preguntes por el significado sino por el uso, como decía Wittgenstein, y como corresponde a la sucesión las escenas no en un drama, sino en un espectáculo de revista, a pesar de que los números, con todo su brillo, se enhebren como las cuentas de un collar en el hilo provisto por un argumento útil. Sin embargo, la recopilación de motivos del pasado realizada en cada film no parece venir en Tarantino de una voluntad de conocimiento como la de Godard en Histoire(s) du cinéma, por ejemplo, sino de una sensibilidad menos en consonancia con una vanguardia como la encarnada por Joyce que la de Godard y más apegada, antes que a los conceptos, a sus aplicaciones y, en consecuencia, más dispuesta a tomar las cosas, a coleccionarlas, que a sobrepasarlas en un pensamiento aventurado. Lo que no quiere decir que todo acabe en una especie de materialismo fetichista. También se habla de actores fetiche y en esto juega su parte el afecto, que en estos casos además suele ser nostálgico. Una película como Jackie Brown es, desde este punto de vista, bastante curiosa: tal vez la más emotiva, aunque discretamente, del autor, por debajo del homenaje evidente a la blaxploitation, más allá de la novela de Elmore Leonard que toma como base, lo que en muchos momentos da la impresión de haber servido de inspiración es otra cosa, más íntima y personal: el recuerdo del mundo adulto en la propia infancia, con la mezcla de ficción y realidad propia de la edad, más la curiosidad por la vida privada de los mayores y la toma de partido intuitiva por algunos de ellos. A diferencia del avión que Pam Grier persigue en la secuencia inicial, acompañada por la voz de Bobby Womack, el pasado resulta inalcanzable; pero es en esa distancia donde se crea la rara tensión afectiva de la película, como un tejido invisible por debajo de la trama que permite palpar algo apenas sugerido por la acción y, sin embargo, determinante en la parcialidad por su estrella que el director invita a compartir. También Molly Bloom acaba por aludir al pasado, al anudamiento de su matrimonio con Poldy, a la hora de por fin cerrar el círculo del día conocido como Bloomsday. Y aunque haya una ironía implícita en que lo haga, más allá de que en el triple sí esté inscripta la voluntad de reanudación, y a pesar de que esa ironía vuelva a afirmar, tres veces, el corte, la división entre cielo y tierra, cuerpo y alma, carne y espíritu, etcétera, también es cierto que el regreso implícito en la circularidad, a retomar de modo aún más evidente en Finnegans Wake, con su consecuente y recurrente vuelta al pasado, propone una reconciliación, una nueva alianza. La forma de ligar los episodios, las frases, las palabras, las letras, no heredada, es la manifestación más inmediata de ese porvenir. O devenir.

2013

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Ficción en serie 2: La clase representada

El vacío al margen

Para el arte en concreto existe siempre, en representación más o menos parcial de toda la humanidad, un público concreto. El público al que se ofrece una imagen a su medida conforma la clase representada. Los que a ella querrían sumarse procuran verse en esa imagen, que aunque no haya sido pensada para ellos está dispuesta siempre a sumar imitadores. La clase representada cuenta con una imagen y esa imagen propuesta en todas partes puede representar a la humanidad, pero siempre parcialmente, y no sólo por lo que deja al margen, sino por la particularidad de sus convenciones, a la que debe su identidad. Por más que aspire a la universalidad a través de sus atributos, la clase representada sólo tiene de universal aquello que encarna sin poder apropiárselo, aquello que sigue al margen de su dominio por más que habite en su propio seno. Pasolini, que vio el nacimiento de nuestro tiempo y lo describió en las poesías que compuso durante el así llamado “milagro italiano”, habló de “una sociedad inmensamente ensanchada y aplanada”, imagen que no deja de corresponderse bastante bien con la del público televidente actual. Si esa inmensa sociedad de semejantes ve reflejada en la calidad uniforme de estas producciones su propia calidad de vida y en la multiplicidad de tramas liberadas en apariencia de toda otra ley que la del suspenso la diversidad sin destino prefijado de su propia historia, también es posible echar en falta en esas obras aquello que justamente no se presta a la serie: lo que la interrumpe y muestra así el límite de aquella, al otro lado del cual, como de una frontera, se habla otra lengua, tal vez se piense otra cosa. En la red de las comunicaciones, ese corte abre un espacio; y es a través de esa brecha que el tiempo abolido por la instantánea circulación de datos vuelve a mediar entre lo dicho y lo oído, lo mostrado y lo visto. Si produce un sobresalto, esto se debe a que introduce, o reintroduce, una dimensión de las cosas en el mismo espacio donde fue negada y así borrado, con su escenario, el movimiento posible en ella. Una especie de brusca aceleración vertiginosa o, al contrario, la sensación de una súbita demora virtualmente infinita, son propias de estos momentos de iluminación en los que el presente aparece intensificado por la coincidencia, en él, de evocación y pronóstico. Iluminación: la entrada de lo exterior en un espacio cerrado, más allá de la amplitud y variedad de especies de tal jardín e incluso de sus propias luces, imitaciones del sol. Un fenómeno tan extraño y en contraste con lo mundano, aunque ilumine el mundo, que por ese mismo contraste en ocasiones llegó a suponérsele un carácter divino.

Pues la inspiración, en primera instancia, es un movimiento contrario al de la comunicación. Consiste en una interiorización, en tomar aliento, como la palabra lo indica, y encierra en sí, dejando toda comunicación en suspenso, lo concebido antes de darlo a luz o, ya que ha de encarnar en el lenguaje que hace posible su existencia, de expresarlo. La comunicación en “tiempo real”, como se dice, en realidad cumple su ideal de plenitud en la abolición del tiempo, en la negación de la distancia y la diferencia entre dos momentos. Nunca anochece en el circuito de la comunicación, cuyo ideal es la simultaneidad, por no decir la identidad, entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se entiende. En cambio, la inspiración se opone a este continuo, introduciendo en él precisamente una interrupción, la posibilidad de un tropiezo, lo que no se entiende, o al menos no del todo ni de inmediato. Se ha descrito al inspirado muchas veces como un ser momentáneamente enajenado, fuera de este mundo. Menos habitual resulta su consideración desde la perspectiva opuesta, reveladora de su apertura a lo fuera de código, por la que lo excluido puede penetrar el interior y a la vez situarlo en un contexto, relativizando la universalidad del ejemplo y demostrando que la zona urbanizada no es totalidad sino fragmento, local y no universal. En el caso de las series norteamericanas tan seguidas hoy en todas partes, remitiendo esos personajes estadounidenses erigidos en modelos internacionales a su origen, causas y condición, es decir, al interior de los límites de su cultura, clase social y medio ambiente, más estrechos naturalmente que los del amplio público que se mira en ellos, al margen de que éste sueñe, desde su no buscada heterogeneidad, con ese imaginario homogéneo.

Ellos y nosotros: el público y los actores

Sería una visión realista, a pesar del idealismo implícito en nadar contra la corriente. Pero es sabida la resistencia que por lo general, salvo en momentos excepcionales, encuentra este tipo de intervención. El corte, la interrupción, casi nunca son oportunos y rara vez bienvenidos. Sobre todo en una época en la que, a pesar de la intercomunicación general, el temor más constante y extendido es el de la exclusión del circuito de los intercambios, cuyo reparto de roles sirve de justificación a la vez que de conducto alimentario para cada boca necesitada. La clase representada ya descrita es especialmente dependiente de este circuito por el cual es la distribución la que dirige la producción, con el consiguiente efecto sobre cada individuo aislado. El suspenso, elemento principal en la constitución de la narrativa serial, hace un uso continuo, en las tramas que gobierna, de este miedo a quedar fuera de juego, abismo que atraviesa el tablero y en función del cual evolucionan las piezas, es decir, los personajes. Lo que vale también para marcar la contemporaneidad de estas producciones y su diferencia respecto al cine del período anterior, cuyos protagonistas aspiraban a una plena autonomía insostenible a los ojos del hoy. Si en la sociedad en apertura de una economía en expansión se ofrece siempre un exterior, un más allá que aparece como tierra prometida, en la apretada sociedad de una economía recesiva las posibilidades de liberación resultan mucho menos figurables, y sobre todo reconocibles. Salir de un medio asfixiante era la vieja consigna, entrar o permanecer dentro de la atmósfera oxigenada sería la nueva. Esto es una simplificación, pero en el apego a los argumentos donde todo, por descabellado que sea, cierra, por sobre otras visiones que abren nuevas perspectivas aunque éstas sean inciertas puede verse el predominio o la mayor credibilidad actual de una opción sobre la contraria. Posiblemente es otro efecto real, opuesto a lo esperado, de la desregulación de las costumbres acaecida en la segunda mitad del siglo veinte: la necesidad, en un mundo que sustituye los lazos físicos por otros virtuales, de una continuidad que provea el suelo cotidiano perdido en un espacio arrebatado por los nuevos medios de sus propietarios, o por la nueva gestión del poder sobre él. A esto se presta mucho mejor una serie, e incluso el modelo mismo de lo serial, como se aplica en la música o en la industria, en la fabricación en serie, precisamente, con su combinación de repetición e innovación, su voluntad de adaptar la oferta a la demanda y de conservar en aumento la atención captada, y sus códigos más o menos sofisticados pero siempre basados en la experiencia común, social –en especial la de la “clase representada”-, que otras formas de expresión, por cierto minoritarias hoy en cuanto a su público, tales como la poesía y el arte en general excepto al servicio de la industria del entretenimiento. En este concierto, la voz que no responde al espíritu gregario, sino a una “experiencia interior” (Bataille), desentona. La comunión que propone es de otra índole y exige un apartamiento, un corte que se corresponda con el que el lenguaje poético practica en el tejido de la lengua colectiva. Ese apartamiento, ese adentrarse en lo que no se entiende de inmediato en los términos de la comunicación corriente, es un movimiento no enemigo por principio, ya que cada persona puede recorrer el mismo camino de ida y también de vuelta, pero sí que se orienta, en la práctica, en dirección opuesta al polo de la  integración social. En momentos en que ésta además cede, en que pesa sobre casi cada uno la amenaza de exclusión con un rigor mayor que en otras épocas, dejarse llevar por él supone un riesgo excesivo y en cambio todo lo constante, lo que permita a cada uno establecer hábitos y reconocerse en unas costumbres, contribuye a la afirmación sobre un suelo que la realidad misma se ve como empeñada en licuar. Volar es un lujo para la especie terrestre, pero las series, con su combinación de repetición y variedad, su continuidad escanciada en breves aventuras que siempre vuelven al árbol central, aunque éste mientras crece también agonice, ofrecen un acompañamiento perfectamente adecuado a la imposibilidad de hacerlo. Incluso aportan, en el caso de las de mayor calidad, una gota de inteligencia en medio de la ola de trivialidad y vulgaridad desatada por el hundimiento de la cultura coincidente con la multiplicación de los medios de representación que la élite de la clase representada, difícil de contentar, ha de beber con gratitud. Sin embargo, también estas producciones, las que en su hora triunfal fueron saludadas por más de uno como “la mejor narrativa actual”, dejan algo insatisfecho, parecido al descontento que una mayor calidad de vida no sacia. Después de todo, no son sino el resultado de una inversión del capital cultural y expresan más que nada esa riqueza, su significado último. Tal como lo ilustran todos esos asesinos, tan reincidentes en sus actos como en la ficción, que desde hace mucho tiempo cuenta con ellos como miembros estables de su elenco, hay una pulsión mortífera en lo serial. Ésta remeda la vital, en su ciclo constante de apetito y consumo, postergando ambas el ilusorio desenlace en la imposibilidad de satisfacción definitiva: continuará, o el ciclo recomenzará bajo otro nombre tras agotar su potencial de temporadas. Los finales suelen ser lo más cuestionado, ya que ninguno puede ofrecer una perspectiva tan grata como la alcanzada al cabo de cada episodio en los pasados días triunfales de la serie, cuando la trama se desplegaba con cada vez más ojos prendidos a sus alas y pendientes del próximo paso. Hace falta entonces un debate, como los que son tan habituales en las redes sociales, a manera de duelo y acuerdo con el destino, ficticio, al que habrá que sobreponerse. Lo fuera de serie, en cambio, nunca llega a instalarse así. No es echado de menos en la tertulia diaria. Pero su visita es inolvidable para quien la recibe. Pertenece a otro orden, o a ninguno, puesto que no admite sistema ni, como tampoco la memoria involuntaria, programación. Es la pieza que le falta a la serie, por lo que ésta siempre ha de continuar.

2011-2016

Crítica del público, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Sublectura de Burroughs

Hay autores de la era de las revueltas que resurgen más o menos cada diez años y cada nueva generación que se asoma a la cultura redescubre. Por ejemplo, Pasolini. Más que la inspiración del poeta se suele evocar la lucidez de la víctima propiciatoria, pero en todo caso su presencia sigue siendo familiar, como una sombra que el pasado proyecta sobre un presente al que vio nacer. Otros periódicamente resucitados son los beatniks, ya a propósito de Bolaño, la fantasía cinematográfica más reciente en la que reencarnen o la (contra) cultura del rock, si hay tal cosa, pero, además, es posible distinguir, entre las figuras que animaron este movimiento y son reanimadas por su inercia, por más que cada nombre traiga invariablemente a colación los de sus compañeros, una especie de escalonamiento en su distancia con respecto al presente: Kerouac (1922-1969) remite enseguida al mundo de la postguerra americana, pero su tiempo es el de antes de Vietnam; Ginsberg (1926-1997) se mantuvo medio siglo en escena, pero es un ícono sobre todo del período anterior a la reacción republicana que otorgó el mismo papel a Ronald Reagan; Burroughs (1914-1997), aunque el más viejo del trío, es sin embargo aquel cuyo fantasma menos recuerda al ayer y más fácilmente circula por la civilización actual como el contemporáneo que no es y sabía que no era –ecos del viejo St. Louis en las teclas de su máquina desde la primera rutina conservada-, ni siquiera en el que hoy se consideraría como su propio tiempo. Algo de esto puede deberse a lo que él mismo llamaba el “tiempo prestado” en que vive el yonqui, a lo que muy posiblemente se deba la también por él referida ausencia de “memoria emotiva” de la época en la que escribió Naked Lunch. Otro poco puede tener causa en su larga “desterritorialización” respecto a su pueblo y luego a su país de origen, aunque éste es un rasgo que comparte con sus compañeros de aventura. Otra deslocalización es sin embargo más singular y se la puede encontrar ya en la letra de sus propias obras. Para advertirla, baste con comparar el ir y venir del primer capítulo de Naked Lunch (“I can feel the heat closing in”, etc.) con el de las novelas de Kerouac, On the road sin ir más lejos. Mientras Kerouac, como Ginsberg, flanqueado por Neal Cassady (a) Dean Moriarty en la ficción, recorre el gran país del norte de costa a costa, atravesando ciudades, planicies, bosques, praderas y pequeños pueblos cuyos nombres, muchas veces ya míticos, vuelven a ser mitificados por el paso de su automóvil y su mención en el relato, el universo que Burroughs despliega como un abanico de alucinaciones concentrado en las primeras veinte páginas de su libro es completamente imaginario y aún más: es un imaginario completo, a desarrollarse luego a lo largo de un volumen diez veces más extenso e incluso a través de las muchas rutinas no incluidas en él, que triplicarían el grosor del ejemplar, pero cuya relación, como representación, con la experiencia que le sirve de modelo ya se encuentra establecida en esta verdadera obertura de la obra. Esta cualidad de imaginario, que ha permitido la inclusión de las novelas del autor, admitido hace menos tiempo del que los jóvenes recuerdan dentro del canon literario, en colecciones de ciencia ficción y literatura fantástica, también permite a sus ficciones viajar por la posteridad con un equipaje más ligero que el de aquellas ancladas con mayor evidencia en la contemporaneidad que les tocó en suerte. El espacio y el tiempo característicos de las ficciones de Burroughs pueden identificarse con ese paisaje continuamente presente en sus libros que él mismo bautizó como Interzona en Naked Lunch y donde pueden situarse todas sus novelas, incluidas las últimas con sus títulos tan topográficos (Ciudades de la noche roja, El lugar de los caminos muertos, Tierras de occidente): un lugar de tráfico, no sólo espacial, no sólo comercial, de cuerpos y sustancias, imágenes y tecnologías, sino también de sitios y épocas, desde un futuro interplanetario no fechado hasta cada uno de los puntos –St. Louis, New York, México, Tánger- de la particular trayectoria del autor o un pasado aún más remoto del que llegan antiguos guerreros, esclavos o piratas de todas las razas y orientaciones sexuales concebibles. Aquí (¿dónde?) nada es verdad y todo está permitido, como tanto se ha citado, pero la consecuencia más evidente de este estado de cosas no es la sosa libertad con que sueña la mala lírica, sino un hormigueo continuo de tratos e intercambios donde no existe la equidad y la única honestidad posible entre tanta estafa reside en la comprobación pertinaz de que todo, por falso que sea, tiene consecuencias y siempre se gana o se pierde, aunque no definitivamente. “Shoot your way to freedom, kid”, aconsejaba un viejo yonqui encarcelado al entonces joven protagonista de Las últimas palabras de Dutch Schultz, pero el cielo despejado tras los barrotes de la celda nunca es en estas historias más que otro fotograma de paso. Lo que cuenta, en cambio, es la acción: el shooting, ya con jeringa o pistola, que permite, como los agujeros que el gato Félix sacaba de su bolsa, escapar pasando al otro aunque imprevisible lado, precaria estancia no menos sujeta que la anterior a asedios y acechos. Naked Lunch, título debido a Kerouac, significaba lo siguiente para Burroughs desde el momento en que lo comprendió: “un instante helado en el que todos ven lo que hay en la punta de sus tenedores”. El “álgebra de la necesidad”, expresión del autor, es otro modo de nombrar esa hambre devoradora que lo contamina todo en su universo, de la miseria del adicto callejero al Gran Luxe de la fiesta anual de A. J., a tal punto que obliga a preguntarse si el virus denunciado no será el organismo legítimo. En esta situación de todos-contra-todos impermeable a toda alianza, cada uno naturalmente busca su propia preservación, cuyo precio suele ser el sacrificio de un allegado. No sólo el Emisor o el Divisionista procuran su expansión más allá de cualquier límite, sino que las fantasías de autoreproducción o de desarrollo infinito del propio organismo mediante la enfermedad, que en principio no se presentan atribuidas a los miembros de estos partidos, participan de idéntica aspiración a la supervivencia eterna. En The Wild Boys, una visión del universo tal como él querría que fuera, según Burroughs mismo, es posible rejuvenecerse y renacer mediante la sodomía, pero también se corre el peligro de ser poseído, gracias al mismo método, por inescrupulosos body snatchers –usurpadores de cuerpos- a la caza de sanos organismos incautos en los que reencarnar. Todo muy del gusto del joven lector que querría nunca tener que volver a casa, por más que el circuito cerrado que aquí se busca ampliar registre el cumplimiento de la maldición doméstica y la naturaleza del hogar como destino, pero que no por eso está a salvo de caminar en círculos cuando se mete en los laberínticos callejones de Interzona.

Nada es verdad, todo está permitido. La frase, slogan o leitmotiv vuelve una vez más en el título del libro de Servando Rocha publicado por Alpha Decay el 5 de febrero de 2014, fecha exacta del centenario y natalicio de Burroughs, donde se narra y ensaya acerca del encuentro del escritor con la voz cantante de Nirvana, Kurt Cobain, a pocos meses del suicidio de éste. Conocer a Burroughs era uno de los sueños del músico y llegó a realizarlo, tal como lo atestiguan las cuatro fotos de Kurt y Bill juntos en la casa del segundo en Lawrence, Kansas, encontradas entre los papeles del primero después de su muerte. No era la primera estrella de rock en cumplir ese deseo, como lo muestran tantas otras fotos del escritor en compañía de Mick Jagger, David Bowie, Lou Reed, Patti Smith, Jimmy Page y algunos otros. Pero a la imagen, y más tratándose de músicos, hay que agregar el audio, habida cuenta de que en los encuentros, además de verse unos a otros, los participantes conversan. ¿Qué hay detrás de la ilusión, común a tantos miles de lectores, de conocer a un escritor, sobre todo cuando es célebre o famoso –no es lo mismo- y existe una leyenda sobre él? Algo del orden de la encarnación: que el espíritu invocado aparezca en un cuerpo como el propio, ante los propios ojos, y le dirija esa palabra antes impresa en su propia voz, adaptada a cada uno, a su caso particular, de este modo reconocido. Desde esta perspectiva, es particularmente interesante el diálogo de Burroughs con el guitarrista de Led Zeppelin, a quien le dice exactamente, y no sólo le da a entender, que su música y la de otros como él puede llegar a ser, si no lo es ya, un poderoso instrumento de magia, que los instrumentos musicales se vuelven, distorsión eléctrica mediante, nada menos que instrumentos de magia en sus manos. Page, tan atraído entonces por el ocultismo, en boga en el Londres pop donde se escribió Sympathy for the devil, puede haber creído o dudado, pero otros testimonios se hacen eco de esta aspiración a unas transformaciones hoy calificables como sobrenaturales y poco verosímiles. Por ejemplo el de Iggy Pop, quien en su autobiográfico I need more especula sobre la posibilidad de que la continua exposición al sonido eléctricamente amplificado haya modificado su organismo, lo que podría ser tanto una exageración como una verdad si no supusiera una mutación trascendental, aunque en este caso de nuevo el sueño de Burroughs quedaría en suspenso. De todos modos, en aquel tiempo, reavivar la fe del rock en sí mismo o en sus antes incalculables consecuencias, teniendo en cuenta que ya había sido posible escribir, como Pasolini en La poesía de la tradición, “¡Oh, generación desdichada! (…) / ¡Oh, muchachos desdichados, que visteis al alcance de la mano / una maravillosa victoria que no existía!”, requería una dosis considerable de voluntarismo tanto por parte del predicador como de sus fieles. No es que tampoco hubiera nada por ganar: lo que se perdía como crédito volvía multiplicado en efectivo, al menos para los músicos y demás implicados en la industria discográfica. Pero no todo es dinero: también están la fama y su aspecto cualitativo, que no satisface una legión de admiradores. El reconocimiento del propio medio, negado a Burroughs todavía en esa época en la que era más fácil encontrarlo en una revista de rock que en un suplemento literario, tiene un espejo en el de cualquier modo de expresión por el ámbito en el que resuena, mezquinado durante esos mismos años al rock por la cultura. Burroughs hablando a Page de la magia latente en sus manos, del poder virtual del rock sobre cuerpos y sentidos, agrega en forma implícita otra promesa de un excluido a otro: la de que esa cultura alternativa en la que ellos dos se reconocen no será asimilada, la de que las puertas de la percepción, al abrirse, derribarán la vieja casa que les niega la entrada. Pero los muros de esa casa son muy elásticos. Con el tiempo, y no tanto tiempo, Dylan será propuesto al premio Nobel. Después de todo, lo que no es clásico desaparece. Burroughs tiene edad para saberlo, aunque no esté de acuerdo. Shoot your way to freedom, kid: en esa diferencia entre lo que se sabe y lo que se quiere está la brecha para pasar. ¿Pero hacia dónde? La negatividad no es la nada: si aquella altera lo que existe y llega a invertirlo totalmente al precio de ser absorbida por su contrario, sólo ésta se opone radicalmente al proceso aunque, si pudiera alcanzarse, sería al precio de la desaparición para todo aquel que lo logre. Pero es esta dimensión en la que se proyectan las alucinaciones, que a su vez dan allí señal de su existencia, como el reino de Jesús imposible en este mundo. ¿Burroughs, falso profeta? En parte, pero sólo en cuanto la guerra sin cuartel que presenta, librada también en su interior, tiene al menos tantas facciones como suman los famosos partidos de Interzona. El agente Lee, representación consciente del autor ya “despierto de la enfermedad”, como este mismo se declara en su introducción a Naked Lunch, activo ahora en su labor de indagación y ordenamiento, es sin duda factualista, pero el factualismo de su creador se ve en cambio limitado por el resto de las tendencias que animan su obra. Cualquier personaje puede ser fácilmente más papista que el papa que le toca, lo que se suma a la comprometida posición que ocupa, dada su propia concepción y postura ideológica, el autor frente al lector en esta feria de atrocidades y fenómenos en la que lo ha metido: la de emisor, es decir, fuente última de todas las imágenes e informaciones que en su sistema alcanzan al receptor, a menos que éste disponga de un acceso alternativo a la realidad invocada por las proyecciones, lo que también puede ser tomado como clave de lectura.

En el sistema licuefaccionista, objeto de todos los ataques de Burroughs, el emisor ocupa el lugar central. Su función es emitir sin pausa todo tipo de datos para todos los sentidos y su objetivo es sustituir la realidad de los hechos por esa especie de sueño colectivo que induce sirviéndolo en bandeja y por todos los medios: droga siempre a disposición aunque al más alto precio, ya que quien la consume la paga con su alma, por más que esta palabra parezca tan fuera de lugar en el universo del creador de Interzona, si bien es posible leer el piadoso final de un viejo yonqui que recibe “the inmaculate fix” en uno de los últimos capítulos de Exterminador, sospechosamente titulado Lo llamaban el cura. La oposición factualista, como su nombre lo indica, procura desnudar los hechos (facts) ocultos o disimulados por el tejido continuo del emisor, y el mismísimo Burroughs ofrece una memorable interpretación de la importancia dada por él tanto a este empeño como a la palabra que da nombre a su partido a través de una canción de Brecht y Weill, a la que presta presencia y voz en un video fácil de encontrar, donde canta o recita, exacto en la ambigüedad del sprechgesang, haciendo caer el acento con especial énfasis en la última palabra, lo siguiente: “Mankind is kept alive by bestial acts / and now for once you must try to face the facts”. ¿Burroughs brechtiano? Factualista. Sin embargo, a un escritor no le basta con ninguna ideología, ni siquiera la propia o aquella con la que esté de acuerdo, para construir y sostener sus ficciones. Ya podía aconsejar el maestro zen al novelista no engancharse con las visiones que le traerían los ejercicios de meditación, que éste confesaría luego que eran precisamente esas imágenes las que le interesaban. Ni Naked Lunch, ni ninguna de sus otras novelas, son sólo crítica o conocimiento: la performance, el espectáculo, también ocupan un lugar y es éste, en consecuencia, el que determina la posición, dentro del relato, del narrador como emisor. ¿Licuefaccionista? Según. Interpretación es un concepto ambiguo, pues implica tanto el análisis, con sus conclusiones, como la actuación que se da en una escena, aunque ésta sea sólo verbal. Pero fuera de la novela, con Jimmy Page como oyente, cuando invoca para éste la magia inmanente en los instrumentos musicales, Burroughs cumple también el rol de emisor, en la medida en que lo que dice no puede ser comprobado y su mayor efecto se da en la conciencia de quien lo escucha, más que Page el gran público de los jóvenes que leerán la cobertura de este encuentro. El emisor ha de ser seductor o, más bien, el seductor es un emisor que, como Burroughs en este caso –pero también en muchas otras apariciones suyas como personaje, además de como autor, de la contracultura-, produce signos que atraen hacia él, aunque hay una relación directa entre el poder de atracción de esos signos y su oposición a la frustrante pero insistente realidad de los hechos (facts). La atracción del vacío beneficia a quien proyecte, sobre el abismo, esos signos que alucinarán a sus seguidores, no importa si se trata de un profeta, un predicador o un traficante de drogas. No le falta un aire de dealer a quien, según nos cuenta en Yonqui, su primera novela, desempeñó ocasionalmente esa tarea, incluso antes de ser adicto, cuando exhibe su discurso ante un público ansioso de estímulos. Dice y denuncia, como buen factualista, pero también despliega y sugiere, con su voz, su presencia, su estilo, un imaginario tan colgado sobre el vacío como cualquier otro, aunque procure transmitir a través del suyo una verdad que a estos efectos resulta poco más que una coartada. Lo femenino de toda exhibición, ya condenado por el factualismo desde todos los ángulos posibles, queda sin embargo en evidencia al ser puesto así junto o frente al vacío que la utopía de la ficción llama a colmar. O, más que frente o junto, delante o alrededor, pues lo lleva dentro. Un agujero: como el del culo parlante de una de las rutinas más tempranas rescatadas para el Almuerzo (Ginsberg contaba que la particularidad sexual de Burroughs consistía en poder eyacular mientras era sodomizado, lo que es más bien poco habitual) o el de la bala tristemente célebre en la frente de Joan Vollmer, a través del que tuvo que pasar, según sus propias declaraciones, para convertirse en el escritor que fue. Shoot your way to freedom, kid: la práctica del tiro y el orgullo por la puntería, que en este caso falló, pueden ser vistas como una forma de la virilidad, pero ser libre es elegir un blanco y no sucumbir a la atracción del vacío, ser chupado por su remolino. Es ver, en ese instante helado, justamente lo que hay en la punta de cada tenedor en lugar de comer y ser comido, parte de una cadena alimentaria asimilable a cualquier otra de tiendas u oportuno ciclo de consumo. Escribir es dar un salto fuera de las filas de los asesinos, escribió Kafka, y por eso escribió Burroughs: para recuperar la mano arrebatada por lo que fuera que llamara the ugly spirit al apretar el gatillo en México, la noche del 26 de septiembre de 1951. Por un agujero pasan cosas, hacia fuera desde el punto de vista ciego del emisor y hacia dentro desde la insaciable voluntad de desenmascarar del factualismo. Pero un agujero, además, es el signo de la existencia de por lo menos dos lados, interior y exterior, en cualquier situación en la que uno pueda encontrarse. Un agujero es un transmisor; y un emisor, desenmascarado, no es más que otro agujero. El contexto restituido por la ficción a cualquier discurso que mime es el antídoto contra el abuso del monólogo, sea éste el del sheriff sureño cazanegros que Ginsberg pone como ejemplo de parodia en su testimonio para la defensa de Naked Lunch durante el proceso a la novela instruido en Boston o el del propio autor como personaje cuando interpreta su leyenda en una u otra circunstancia mediática. Leer es oír el reverso del lenguaje. Emplear a Brecht sin criticarlo es traición, escribió Heiner Müller. Consumir el mito de un autor sin distinguir su cara de su máscara es idolatría. Lo contrario de la palabra y la escritura, según el autor del Éxodo. Pero, como Burroughs, por su parte, escribió que el lenguaje es un virus del espacio exterior, se ve que el suyo es un río a navegar aguas arriba: no es el claro de la verdad ni la tierra prometida lo que tira de él hacia adelante, sino el trato o contacto propio del deal, al margen de la ley, cuyos furtivos pasos exigen andarse con todo el cuidado que Bill aprendió a tener.

Making of: Joyce con Tarantino

Bloomsday 2016 - Photography by Ruth Medjber www.ruthlessimagery.com
Un menú particular

Si alguien declarase que películas de Quentin Tarantino como Kill Bill o Django desencadenado están “estructuradas” como el Ulises de Joyce, lo más probable es que se lo tomaran como una provocación o una extravagancia. No es así si se atiende a lo más evidente y fácil de comprobar en semejante analogía: la manera en que tanto en las obras del estadounidense como en la del irlandés las características distintivas de cada capítulo o secuencia se imponen a la vez a la historia que se cuenta a través suyo y a su aparente núcleo temático, llegando a quedar las partes tan diferenciadas entre sí que, al revés de lo que ocurre con la mayoría de los relatos, para el espectador o lector resultan más memorables los rasgos generales de cada episodio que el conjunto de la historia narrada. Sobre la serie de vicisitudes atravesadas por Leopold Bloom a lo largo de su jornada dublinesa, o por la Novia en pos de su venganza, destaca el estilo en que cada una de ellas es expuesta, distinto cada vez y manifiesto a tal punto que deviene el foco de atención, por encima de lo que narre o describa.
Así, espectadores y lectores probablemente recuerden cada vagón mejor que el tren pero además, al contrario de lo que suele decirse, posiblemente sospechen también que en estos casos, tal vez, cada árbol esconda más que el bosque entero. Lo que no carece de consecuencias para la contemplación ni para la lectura: ¿cómo entender, cuando es tanto el contenido que en cada etapa se libera de la sujeción a un punto de llegada, cuál es el sentido o qué es lo que está en juego tanto en el conjunto del espectáculo o del texto como en cada una de sus partes tan dispares? Cabe preguntarse, si se despierta del trance a la mitad de alguna de las larguísimas escenas de Tarantino –la masacre en la discoteca o el duelo a katana de Kill Bill, por ejemplo- en qué drama se sostiene tanto espectáculo, o si acaso basta justamente con esa espectacularidad. También en Joyce es el estilo lo que queda en primer plano, por encima de toda realidad representada, aun cuando el irlandés insistía en documentarse tan prolijamente acerca del Dublín ya lejano en que situaba a sus protagonistas. ¿Pero qué ocurre entonces con el tema? ¿Dónde hay que buscarlo?

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Death Proof:  «Director es el que gobierna los accidentes» (O. W.)

Un compatriota de Joyce, Francis Bacon, hablaba de los “accidentes” que sobrevenían a sus cuadros mientras los pintaba; era en esos momentos, cuando todo se tambaleaba, que encontraba el camino para alejarse del sostén provisto por el aspecto o la apariencia de sus modelos, hacia esa dimensión que socavaba la identidad asumida y daba paso a la irreconocible alteridad que entonces se manifestaba. Todo esto, que se ve en los cuadros, forma parte de la “crisis de la representación” manifiesta en el siglo veinte, así como del “callejón sin salida” al que llegó el arte una vez liberado de sus modelos “reales”. Pero la crisis queda en suspenso si, en lugar de empeñarse en reunir el modelo con el retrato, se deja uno llevar por el signo en cualquiera de los sentidos que éste ha logrado, a modo de sugerencias, derivar de su referente. A una lectura orientada a la información esta opción puede parecerle no llevar a nada concreto, pero no es concreción lo que falta en la suspensión del sentido sino que, al no detenerse éste en un objeto ni en un concepto, no es allí donde se da la concreción, sino en el cuerpo que sirve de vehículo a tal sentido: como experiencia, o sea, afirmación, pronunciada no como respuesta a algún interrogante explícito, sino como aparición donde no se la esperaba y en torno a la cual queda, en consecuencia, siempre un aura de incertidumbre que ningún conocimiento o producción podrá abarcar del todo. Pero lo efímero o lo indefinible no son menos concretos por eso.
En su tragedia Calderón, Pasolini resume La vida es sueño para acabar con una pregunta: “¿Qué nos quiere decir Calderón con todo esto?” “Todo esto” es el acumulado y orquestado conjunto de nombres, versos, palabras, acciones e imágenes sugeridas que conforman la materia del texto, cuyo sentido último, si se lo extrajera de tal concreción, difícilmente sería otra cosa que una abstracción comparable a las moralejas de las fábulas. Pero lo abstracto se explica mediante ejemplos a su vez. ¿Qué nos quiere decir Pasolini cuando afirma que “el mito de la forma es el contenido de todo formalismo”? ¿A qué se refiere con “el mito de la forma”? Las obras que se distinguen en primer lugar por su estilo, es más, por su estilización, imponen el tema del formalismo. El cultivo de un estilo supone un dominio formal, incluso técnico, y es precisamente de técnicas de lo que más se ha hablado siempre a propósito del Ulises, donde cada capítulo emplea una distinta (monólogo interior, diálogo catequista, fragmentación, dramatización, imitación y parodia de estilos precedentes, etcétera) y es identificado mucho antes por el uso de ésta que por los temas que trata o su contenido anecdótico. Su materia es percibida como muy otra que cuando es la acción o la situación lo que destaca. Con las escenas de Tarantino, estilizadas a veces hasta el punto de evaporar la violencia misma de su contenido, pasa lo mismo. Lo que se cuenta o muestra así es otra cosa. ¿Pero es otra cosa lo que pone en juego el tratamiento formal de una escena o capítulo que lo que se pondría en juego en la realidad a la que remite una representación?

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El mito de la forma

La respuesta depende no poco del concepto de verdad que se elija, si es que se puede elegir. De si se supone la preexistencia de la verdad y se busca la legitimidad de los argumentos en su declinación a partir de un principio rector, o se prefiere suspender, como el sentido, la creencia en un origen y considerar la verdad antes una invención que un descubrimiento, dependiente de la adecuada relación entre unos elementos desprovistos de sentido implícito. De la primera concepción pueden deducirse tanto la monarquía hereditaria como un tipo de narrativa, el habitual en las novelas de intriga y suspenso, en el que la búsqueda de la verdad implica siempre una indagación retrospectiva orientada hacia una revelación final, mientras que en la segunda falta esa verdad previa al planteo formulada como solución en el desenlace y ocupa en cambio su sitio la ausencia de garantías subyacente a cualquier creación humana. Es el golpe de dados que nunca abolirá el azar, como diría Mallarmé, en lugar de la respuesta que colma el espacio abierto por el planteo inicial. Una respuesta, sólo ésa, entre muchas otras posibles. La de Stephen Dedalus a Irlanda, por ejemplo.
Ahora bien, cuando el relato no se apoya en una verdad previa ni cuenta con un dogma que lo respalde a cambio de expresión, si privado de ese origen tampoco puede tener un fin acorde, ¿qué ley o regla del juego lo orienta? ¿Puede ser el formalismo una respuesta a la ausencia de verdad? ¿La regla de un forzoso virtuosismo que sólo puede ofrecer su evidencia como garantía allí donde no hay ninguna? ¿Dónde no es posible aceptar ninguna sin obligarse en contrapartida a dar fe de ella en este mundo?
Joyce recurre a ese mito, el de la forma. Y escribe sobre Stephen, primero héroe y sólo años más tarde, tras pasar hasta por el fuego (del hogar paterno, de donde lo rescató la hermana de su autor), artista, forjador de formas, aunque el lector jamás llegue a conocerle más que proyectos e intenciones. No importa, ya que todo él es forja y forma. Y lo que importa es el sentido que deja en suspenso su decisión, tanto de no servir a aquello en que no cree como de expresarse de la mejor manera que pueda. En ese horizonte lo que se esboza es un nacimiento de índole muy distinta al que lo puso en Irlanda. Él mismo habla a un amigo de cuando “nace el alma” (también confiesa querer copular con una, variedad que no ofrecen los burdeles) y anota en su diario el propósito de “forjar la conciencia increada de mi raza”. Nada de esto remite a lo ya dado, sino a otra cosa a la que hay que hacer existir y dar sitio en el mundo, aunque no tenga por el momento ésta otra morada –otro lugar concreto- que la persona de quien la anuncia. Este asiento no es tan inconmovible como un primer motor inmóvil. Errante por las calles de Dublín, Dedalus dice a Mr. Bloom, fatigado al cabo de su memorable jornada: “No podemos cambiar de país, mejor cambiemos de tema”. Pero Joyce no lo hace y en cambio, con menos arrogancia o menos ilusiones, lo que ensaya son variaciones. Como Bach en su obstinado renacer. O Picasso en sus múltiples perspectivas sobre el mismo objeto. Y es entonces, como expropiación del mito de la patria y modelo del tema del exilio, cuando recurre al mito de Ulises, cuya Itaca ya no estará en ninguna parte a la que pueda volver de su deriva.

Ulises
Escala en Italia

Convertido el viaje en callejeo circular, el destino también es desplazado en varias direcciones no menos importantes unas que otras. La meta ya no es un lugar y a la vez es asequible desde cualquiera, inmediatamente al menos como visión. Y, a la vez, ya no es el mito, el relato, el depositario de la cultura, a través del cual ésta se juega, sino su expresión moderna más característica: la técnica, conscientemente aplicada, como aquí lo son las distintas técnicas narrativas en cada capítulo. Éste es el saber, o el representante del saber, que se opone al fatal padecimiento de la experiencia heredada, transformada por él en otra cosa. Otra vida. Más abruptas declaraciones de Dedalus: “La historia es una pesadilla de la que quiero despertar”. O, sobre el nacionalismo: “Irlanda es la cerda vieja que se come su propia lechigada”. A toda retórica imperiosa, Joyce prefería su lengua, hecha de equívocos y astillas; pero, a cualquier reivindicación étnica, prefería el desorden del imperio austrohúngaro, donde convivían tantas etnias y pueblos mezclados como técnicas en su novela. “Ojalá hubiera más imperios decadentes como ése”, decía entre guerra y guerra, viendo el alza de los nacionalismos en toda Europa. Su reformulación de la épica respalda sus inclinaciones políticas: si algo desautoriza Joyce es el ánimo de reafirmarse a partir de una idea fija, a cuya exaltación basada en una grandeza o derecho supuestos a partir de un mito opone siempre la realidad de su expresión en palabras, en especial cuando éstas son “esas grandes palabras que nos hacen tanto daño”, habitualmente al servicio de la sed de sacrificar con tanta ferocidad como poca aptitud para comprender cuanto no es palabrería.
Hoy, lejanos la leva y el servicio militar obligatorio, aflojados los lazos de la iglesia y la moral tradicionales, desmembrada la sociedad como se sabe, el de la ruptura entre individuo y comunidad no se percibe ya como un tema ni como un acto heroico, en estrecha relación con el de la fundación de aquélla, y quien desee tratarlo en estos términos ha de recurrir a una ambientación de época o a la presentación de un individuo trasnochado, o lo bastante imbuido de un ideal comunitario como para aparecerse a sus vecinos ya no como un rebelde sino como un posible tirano. La relación de Tarantino con el ayer, sus homenajes a géneros ya pasados de moda, su recuperación de intérpretes y figuras medio olvidados, su apego al celuloide y a la proyección en sala, entre otros rasgos, remiten mucho más a una voluntad de cierta continuidad con una tradición que a una ruptura. En su caso, el recurso al mito tiene dos vertientes, la formal y la narrativa, que en realidad no son más que dos aspectos distintos de la misma expresión. Pues a la recreación ampliada de las formas típicas de los géneros homenajeados, que sirven a su vez de inspiración y modelo, se corresponde la preferencia por unas tramas que son ante todo combinaciones de situaciones propias de esos mismos géneros, proveedores de la mitología puesta en escena, como hacían los griegos con la suya, cuando no directamente remakes, elevados a ilustración ejemplar del mito esencial aludido, pero no exhibido, por las obras admiradas. Así, como en las viejas tragedias, un argumento conocido por todos sirve de hilo conductor a una serie de escenas a las que la extrema estilización, como la aplicación de técnicas diversas en el caso de Joyce, aportará su rasgo distintivo y su sustancia. La continuidad será parecida a la manera en que se suceden los capítulos del Ulises, abruptamente diferenciados entre sí pero a la vez relacionados por un lazo no necesariamente causal, sino apoyado en motivos ajenos a la circunstancia inmediata, formales, como las etapas del viaje mítico, o indiferentes a la suerte de los personajes, como el paso de las horas del día. Una continuidad, o una causalidad, menos significativa que funcional: no preguntes por el significado sino por el uso, como decía Wittgenstein, y como corresponde a la sucesión las escenas no en un drama, sino en un espectáculo de revista, a pesar de que los números, con todo su brillo, se enhebren como las cuentas de un collar en el hilo provisto por un argumento útil. Sin embargo, la recopilación de motivos del pasado realizada en cada film no parece venir en Tarantino de una voluntad de conocimiento como la de Godard en Histoire(s) du cinéma, por ejemplo, sino de una sensibilidad menos en consonancia con una vanguardia como la encarnada por Joyce que la de Godard y más apegada, antes que a los conceptos, a sus aplicaciones y, en consecuencia, más dispuesta a tomar las cosas, a coleccionarlas, que a sobrepasarlas en un pensamiento aventurado. Lo que no quiere decir que todo acabe en una especie de materialismo fetichista. También se habla de actores fetiche y en esto juega su parte el afecto, que en estos casos además suele ser nostálgico. Una película como Jackie Brown es, desde este punto de vista, bastante curiosa: tal vez la más emotiva, aunque discretamente, del autor, por debajo del homenaje evidente a la blaxploitation, más allá de la novela de Elmore Leonard que toma como base, lo que en muchos momentos da la impresión de haber servido de inspiración es otra cosa, más íntima y personal: el recuerdo del mundo adulto en la propia infancia, con la mezcla de ficción y realidad propia de la edad, más la curiosidad por la vida privada de los mayores y la toma de partido intuitiva por algunos de ellos. A diferencia del avión que Pam Grier persigue en la secuencia inicial, acompañada por la voz de Bobby Womack, el pasado resulta inalcanzable; pero es en esa distancia donde se crea la rara tensión afectiva de la película, como un tejido invisible por debajo de la trama que permite palpar algo apenas sugerido por la acción y, sin embargo, determinante en la parcialidad por su estrella que el director invita a compartir. También Molly Bloom acaba por aludir al pasado, al anudamiento de su matrimonio con Poldy, a la hora de por fin cerrar el círculo del día conocido como Bloomsday. Y aunque haya una ironía implícita en que lo haga, más allá de que en el triple sí esté inscripta la voluntad de reanudación, y a pesar de que esa ironía vuelva a afirmar, tres veces, el corte, la división entre cielo y tierra, cuerpo y alma, carne y espíritu, etcétera, también es cierto que el regreso implícito en la circularidad, a retomar de modo aún más evidente en Finnegans Wake, con su consecuente y recurrente vuelta al pasado, propone una reconciliación, una nueva alianza. La forma de ligar los episodios, las frases, las palabras, las letras, no heredada, es la manifestación más inmediata de ese porvenir. O devenir.

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El entierro de los gigantes

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El nacimiento de la tragedia

En su prólogo a la traducción de Esquilo que publicó Losada a mediados del siglo veinte, Pedro Henríquez Ureña describe el nacimiento de la tragedia en términos literales que invitan a ser leídos como metáfora: El primer paso hacia la tragedia –afirma- se da cuando del coro se separa una voz para cantar sola. Después la voz dialogó con el coro: introducido el diálogo, ha nacido el drama. ¿De qué podría ser esta descripción la metáfora? ¿Del destino humano? ¿De la difícil relación entre lo individual y lo colectivo? ¿Entre la persona y la especie? La literatura misma podría ser vista y hasta enseñada así, como expresión de una condición común encarnada sin embargo, cada vez y de manera ineludible, en una voz singular.
Existen fotos y documentos. Hasta películas. Muchas veces hemos visto, o por lo menos oído hablar, de esos eventos irrepetibles y multitudinarios del siglo diecinueve o de inicios del veinte. Después ya no hubo más. Pero entonces sí: todo un momento, o incluso una época, en que los funerales de ciertos escritores podían convertirse, a la manera de un apoteósico y definitivo encuentro entre el autor y el lector, en acontecimientos de masas comparables, por su significado y envergadura, con esas exaltadas manifestaciones políticas en que la cantidad de participantes alcanza la grandeza y la agitación popular, por efímera que sea, logra enmarcarse entre los hipotéticos momentos estelares de la historia de la humanidad, tan caros a antólogos y educadores. Fue así como entró Víctor Hugo al Panteón y así se fue Tolstoi al otro mundo, escoltados ambos por una riada de vivientes cuyo caudal no cesó hasta depositar sus restos bien alto al pie del más allá. Cosas así ya no suceden, ni se escriben las novelas capaces de provocarlas.

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El entierro de Víctor Hugo

Así, de este drama colectivo a propósito de un destino intransferible, nada jamás podrá dar cuenta con la fuerza de un retazo de cine mudo o de un desgarrado daguerrotipo de la época, en los que la precariedad técnica restituye mejor que los más avanzados procedimientos la distancia dramática que nos separa de aquellos hechos. El valor del documento, como el de los metales preciosos, puede estar en directa relación con su escasez, pero a eso se agrega el contraste con la abundancia actual y la capacidad casi infinita de nuestro tiempo para producir imágenes de lo que sea, al precio de una pérdida de credibilidad en relación directa con la omnipotencia de la técnica. Quizás, en el futuro, debido a esta saturación de datos, nadie quiera saber nada de nosotros; en el presente, por cierto, mil imágenes no acaban de sumar el peso específico de una palabra. La evidente limitación de recursos documentales en el pasado, que a falta de medios tecnológicos obligaba a una mediación, no por anónima, menos subjetiva, nos deja en cambio a los hijos, nietos y bisnietos de aquellos tiempos un campo de límites de lo más difusos en el que ejercer impunemente nuestro imaginario. La fantasía retrospectiva nos resulta familiar a todos y en nuestros días contamos además con abundantes medios para materializarla. Un turista cultivado que visite, por ejemplo, la vivienda de Strindberg durante sus últimos años en Estocolmo puede asomarse al mismo balcón desde el que el célebre escritor maldito recibió, ya muy avanzado el cáncer que acabaría con su vida, el homenaje espontáneo de su pueblo en compensación por el premio Nobel que en aquel año de 1912 su país le había negado. Un siglo habrá transcurrido desde la noche en que aquellas antorchas, como lo muestra un biopic no muy viejo, en colores, desde una pantalla en el interior del museo, desfilaran y colmaran esas calles cuyos edificios no le parecerán haber cambiado tanto desde entonces. Al balcón desde el que contempla el centro de Estocolmo, en la película, se asoma una y otra vez –la instalación es un looping de dos o tres minutos de duración en eterno, cotidiano continuado- el mismo actor, con la locura del poeta ya aplacada en su mirada ahora sabia, para alzar con dignidad la blanca mano autora de tantos dramas, relatos y alegatos en saludo a la iluminada multitud que lo aclama. ¿Cómo interpretar el enlace entre esos gestos, la correspondencia entre la mano sola tendida de desde arriba y las reunidas abajo levantando las antorchas? ¿Podemos hablar de un pacto de memoria, por ambiguo que resulte, cuyos términos serían, por un lado, la obra que daría cuenta de una experiencia histórica común y, por el otro, la inclusión del autor por sus contemporáneos en la herencia cultural que deben transmitir los ancestros a sus descendientes? ¿Un pacto automáticamente conmemorado a cada vuelta de ese looping fijo en el domicilio por fin establecido del escritor?

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Strindberg aclamado por el pueblo

Suele hablarse del siglo XX, aunque si pensamos en la guerra como la entendía Clausewitz podríamos extender el concepto al siglo XIX, como de un “siglo de masas”, un siglo caracterizado por concentraciones y desplazamientos masivos determinados ya por genocidios varios, ya por movimientos políticos antiliberales de izquierda o derecha. Suele olvidarse que además fue un siglo de extraordinaria promoción del sujeto, durante el cual fue la aspiración de una cantidad cada vez mayor de individuos a su propia identidad la que hizo estallar el armazón de los antiguos regímenes. A lo que puede agregarse que tal vez se trate de las dos caras de un mismo fenómeno, consistente en la rebelión de lo indeterminado contra lo determinante y sus límites, cuya fase terminal presenta entre sus rasgos definitorios el eclipse gradual y progresivamente consolidado de toda posibilidad de identificación entre individuo y masa, conceptos hoy al parecer tan antitéticos como el agua y el aceite. La apreciable disminución de rasgos singulares en las figuras propuestas a la identificación popular deja ver su carácter de modelo vacío, o de pantalla donde proyectar impulsos básicos.
En consecuencia, como todo lo demás, cualquier compromiso posible entre autor y lector se habría desplazado de su ámbito social a la esfera privada. Aquel contrato firmado por la mano que alzaba la pluma y las que cambiaron por una noche sus herramientas por antorchas habría prescrito. Entre el dedo acusador de Zolá y la mano que hoy firma ejemplares en cualquier feria del libro habría toda una historia de diferencia. ¿Cómo podría un escritor restituirla a su lector, aislado en un contexto sin apenas crítica ni debate literario como el de hoy? En su autobiográfico Edipo rey, realizado en el ocaso de la era anterior o en el alba de la nuestra, al atribuirse el papel de corifeo Pasolini asumía un rol de portavoz cuya legitimidad el mismo film ponía en cuestión al señalar la inminente crisis de esa función del intelectual. Disuelto el coro o privado de la identidad común que lo constituía como tal, ¿puede el escritor aún arrogarse la representación de sus lectores y éstos a su vez atribuírsela, o cuanto menos condicionada esté su voz, más al fondo de cada uno reenviará a cada lector y mayor será el desconcierto entre sus potenciales seguidores? La literatura tiene tanta influencia sobre el mundo como un ángel puede tenerla en el infierno. Pero ese ángel está en pie de igualdad con el demonio posado en el hombro opuesto y es la conciencia entre ambos la alienada. Es allí entonces donde volver a empezar cada vez, donde fundar la resistencia o promover la subversión, reintroduciendo lo público en lo privado y al contrario, pues la situación del individuo y la de la masa son la misma. Es el estímulo que alguna vez cada parte representó para la otra lo que falla.

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