
¡Dios mío! ¿Qué hace un hombre como yo en un mundo en el que Werfel tiene editor?
Robert Musil, Diarios
En una edición reciente del suplemento Tendencias del diario La Vanguardia de Barcelona aparece una nota acerca de la realización de ese éxito simultáneo de crítica y público que ha llegado a ser Libertad, la novela de Jonathan Franzen, durante el año 2011. Una especie de “making of”. Allí se destaca no sólo la labor del escritor, sino también la de todos aquellos que han contribuido al suceso: el agente, el editor, la prensa, los traductores, los libreros y en definitiva los lectores, o al menos los más activos, esos que mediante el “boca a boca” pueden elevar en ocasiones un volumen humildemente editado a la categoría de gran best seller. No es el caso, ya que como bien señala el artículo ésta ha sido, poco a poco, una labor de equipo, articulada casi desde un comienzo: un escritor aún joven pero con una sólida carrera internacional ya a sus espaldas, el respaldo proactivo de un agente capaz de convertir la potencia en acto, el panorama de un editor con el poder de situar la obra en el lugar que le corresponde dentro del espacio cultural global, traductores en varias lenguas a la altura del desafío, críticos receptivos como deberían serlo siempre los primeros lectores, en fin, todos subidos a una creciente ola de confianza mutua e impulso hacia el mundo que ha conducido a esta plenitud. ¿Quién querría quedarse fuera?
Se habla mucho, en nuestra paranoica época obsesionada con toda clase de conspiraciones, de productos fraguados mediante la colaboración de todos los involucrados en la industria cultural: directores de marketing, negros literarios, comerciantes de papel impreso como podrían serlo de chorizos y demás villanos ilustrados empeñados en engañar a ese Inocente que vendría a ser el público lector. Pero si este reportaje es interesante es porque no es una acusación más contra la Gran Estafa General, sino el relato, con el testimonio de muchos de sus protagonistas incluido, de cómo ha sido posible la feliz excepción que sólo de vez en cuando se produce: una auténtica gran novela reconocida por los lectores en el mismo momento de su publicación. A pesar de la desmesura característica del éxito de una obra valiosa cuando se piensa en tantas otras que deben vivir su vida en la oscuridad, lo ocurrido simboliza un logro y encarna a la vez un modelo, un ideal incluso: el de un modo de colaboración que haría posible la circulación de la verdad, literaria al menos, y su aclamación general, su feliz reconocimiento. Nuevamente, sólo cabe asentir ante esta afirmación.
Sin embargo, como dice un gran poeta, “un golpe de dados nunca abolirá el azar”. El acierto de una decisión o de la serie de decisiones detrás de una acción individual o conjunta coronada por un justo éxito sólo puede apreciarse en retrospectiva y cuánto tal acción tenga de ejemplar no garantiza el éxito de sus imitaciones por mejor intencionadas que éstas sean. Como el valor de cada obra ha de medirse en relación con su riesgo, es decir, con su posibilidad de error al aventurarse en el terreno de lo no definido, lo no escrito, así cada operación cultural, incluidos sus aspectos financieros y comerciales, es singular y, si señala un camino, no por ello asegura la meta. A cada dorado éxito que como un sol atraviesa el cielo de la civilización de su época le sigue la misma noche incierta, de igual modo que la mesa de juego vuelve a abrir su inconmensurable margen de incertidumbre ante cada jugador que se sienta a ella con toda su experiencia y sus martingalas.
Esto no desmiente el valor del buen ejemplo ni el del conocimiento adquirido por la vía del éxito que comprueba lo acertado de una política. Pero sí advierte contra la tentación de la fórmula, la receta o el sistema en la que se es tan proclive a caer cuando se debe planificar una acción futura, o un conjunto de acciones. William Burroughs decía que un escritor escribe acerca de lo que tiene delante en el momento de escribir. ¿Cómo? ¿Y la memoria? ¿Y la imaginación? ¿Depende todo de la percepción? En todo caso, es en el presente absoluto donde se juega y se decide cada partida. Y es por eso que, así como el mejor escritor será aquél que capte, en cualquier momento y más allá o más acá de cualquier prejuicio, lo que de veras está ocurriendo en cualquier situación, sus mejores aliados serán aquellos que, más acá o más allá de los condicionamientos de cada época o de los instrumentos que permiten hacer pronósticos, mejor perciban la relación concreta entre su obra y el tiempo en que le ha tocado nacer. Personas concretas y no jurídicas, es decir, hombres y mujeres; editores y no editoriales, por poner un ejemplo, ya que son los individuos y no las instituciones que éstos animan o en las que prestan sus servicios los que cuentan con la percepción directa de las cosas, por más que luego puedan errar en su interpretación.
Lautréamont dejó escrito, y se lo ha citado mucho, que el gusto es el nec plus ultra de la inteligencia. Pues bien, el gusto pertenece precisamente a ese orden de la percepción directa que se anticipa a toda información, aun a la mejor, más completa y más actualizada base de datos con que ninguna organización pueda contar. El buen lector utiliza sus propios ojos. La clave o pista de cada obra está en su texto y no en el contexto social o cultural por el cual, procurando preverla según la generalidad, no se la ve en su carácter de excepción. Siendo así, los verdaderos aliados del escritor, agentes, editores, críticos o book doctors, se reconocerán por esta sola condición: la de estar ahí, ver en lugar de haber oído hablar. Denoel contrató a Céline sin esperar la opinión de nadie y Lindon ni siquiera a Beckett le permitió disuadirlo. Del mismo modo, al final del Libro de la Selva, mientras Bagheera y los elefantes bajo el mando del Coronel Hati colaboran en la búsqueda de Mowgli, el que acierta a atrapar al tigre por la cola en el momento oportuno es el oso, Baloo, fuera de programa pero dentro de la realidad, a la altura del evento único que es cada escrito.
Philippe Muray murió hace cinco años. En Francia ha tenido una especie de resurrección durante los últimos meses gracias a un espectáculo teatral exitoso basado en textos suyos. En el resto del mundo son muy pocos los lectores que lo conocen. Apenas traducido, prácticamente inédito en el mundo de habla hispana excepto por un pequeño opúsculo titulado Queridos djihaddistas… prácticamente imposible de encontrar en librerías (como el resto de sus obras en francés, dicho sea de paso), resulta quizás todavía más difícil pensar en otro autor que, con obras de la envergadura de El siglo XIX a través de los tiempos o El imperio del bien, haya sido tan ignorado más allá de las fronteras de su país durante los treinta años transcurridos desde la publicación de Céline, su primera obra mayor.
Ensayista (Después de la historia), novelista (Posteridad, On fermé), crítico de arte (La gloria de Rubens), panfletista (La sonrisa con rostro humano), gran conversador (Festivus festivus, entrevistas) y hasta cantautor (Mínimo respeto, primero libro y luego disco de canciones satíricas), Philippe Muray no es sólo un gran escritor sino también un enorme personaje literario a descubrir para los lectores de nuestro idioma y casi todos los otros. Pocas visiones del mundo más consistentes y originales habrán cobrado forma en las últimas décadas. Para empezar a saber algo de él, es posible obviamente buscarlo en la Wikipedia pero también visitar su propia página web:
También se puede encontrar la inolvidable entrevista, leída ya hace muchos años, a través de la cual yo mismo entré en contacto con él y su pensamiento:
http://poesiaargentina.4t.com/deriva/deriva2/sigloceline.htm
Por último, agrego a continuación mi traducción de uno de los cientos de ensayos reunidos en sus Exorcismos espirituales, cuatro volúmenes tan gruesos como sabrosos de intervenciones acerca de cuanta mutación social haya podido registrarse en los tumultuosos años correspondientes al último cambio de siglo. Es sólo una muestra del humor, la inteligencia, la franqueza y el coraje que caracterizan toda la obra de Muray.
Retrato del vanguardista
por Philippe Muray
Uno entre muchos méritos del ensayo de Benoît Duteurtre Requiem por una vanguardia reside en el clamor reactivo con que ha sido recibido. ¡Qué grito unánime! ¡Qué ola de indignación! ¡Qué ladridos de temor se han lanzado contra este libro! Una nueva figura se ha revelado, allí en la fiebre y en el escándalo. Un nuevo protagonista de la comedia de la sociedad ha aparecido. Una especie de “carácter”, del género de los de La Bruyère, ha hecho pública su voz, y es él, esta bella alma ofendida, de quien me gustaría intentar hacer el retrato, rápidamente, por el placer de prolongar, si no de parafrasear, el libro de Duteurtre.
Pero ¿cómo llamar a este individuo al que un simple balance concerniendo la modernidad artística de la segunda mitad del siglo XX, una obra de tono sereno, por lo tanto documentado, ni siquiera insultante, y consagrada en gran parte a la historia del movimiento musical contemporáneo, ha llegado a poner fuera de sí de semejante manera? ¿Cómo bautizar a este personaje? ¿A este Anarquista coronado que se aferra a su corona? ¿A este Pensionado de la sociedad? ¿A este Transgresor condecorado? ¿A este Inconformista subvencionado que exige seguir siéndolo? ¿A este Vanguardista reclutado? ¿A este Innovador perpetuo subsidiado a perpetuidad por el Estado? ¿A este héroe de la aventura moderna en vías de deshacerse? Qué importa su nombre, a decir verdad. Dejémoslo en la imprecisión, eso quizás le dé placer, a él que tanto le gusta lo “abierto”, lo “aleatorio”, lo “inacabado”, lo “flotante”. Captémoslo en plena acción, mejor dicho, en pleno arrebato de adrenalina y reflejos de supervivencia. Allí está, con sus gesticulaciones virtuosas, sus arranques de ofendido, que se manifiestan como su último rostro: el de alguien que ha jugado, desde hace tiempo, todos los triunfos modernistas, que ha tomado el hábito de considerar lo “nuevo” como una renta correspondiente a su posición, y a quien se ve de pronto enfurecido porque un joven escritor, detallando tranquilamente sus hazañas, buscando comprenderlo a través de sus pompas, sus obras, sus declaraciones, ha osado finalmente problematizarlo.
Nada más peligroso que el Vanguardista acorralado en su trinchera dorada. No son valores lo que defiende, sino intereses. Por muy poco se olvida hasta de ser educado. Atacado, se lo verá crisparse acusando a sus adversarios de crispación. Eminente como es raro serlo entre los artistas, trata a los otros de eminencias. Creador oficial, protegido, sobreviviendo en una tibia seguridad, continúa reivindicando para sí la llama, la novedad, el atrevimiento de la búsqueda, el frescor de la inexperiencia estrepitosa, la audacia, el encanto, la espontaneidad pimpante y vivaz. Cubierto de garantías, debe absolutamente pasar por maldito. Su fuerza inagotable es su insolencia. Desde luego, nadie sino él se imagina todavía que transgrede alguna cosa “haciendo hablar” al cuerpo, “deconstruyendo” la lengua o “provocando” al mercado del arte con sus exhibiciones: pero no se lo digáis, que le causaréis mucha pena. ¡Le dura, después de tanto tiempo, la cómoda certeza de que la lucha de la innovación contra la tradición es la condición del principio de desarrollo de la sociedad y de que se liquida automáticamente con la derrota ridícula de la tradición! Es todo lo que le queda del marxismo desvanecido, esta creencia enternecedora en que “lo nuevo es invencible”, el futuro es para él y el viento de la Historia sopla en sus velas. De pronto, si se da la impresión de atacarlo, es un sacrilegio, una afrenta incalificable. Un crimen que va mucho más lejos que la vanguardia misma: nada más criticarlo, es toda la humanidad la que arriesga verse privada de sus razones para tener esperanzas.
Por otra parte, y por principio, el Vanguardista coronado no debería siquiera tener que defenderse: el Dios de lo Nuevo garantiza su calidad. Se quiera artista, literato, músico, plástico o poeta, el Vanguardista deposita su confianza en un maniqueísmo espontáneo: esta guerra de lo Nuevo contra lo Antiguo, por la que explica el mundo y legitima su existencia, es Ormuz contra Arimán. Lo Nuevo triunfa sistemáticamente sobre lo Maléfico. Es por eso que, si se lo pone en duda, se pone siempre de muy mal humor. No son sus obras lo que se amenaza, es su imagen, su renombre bien establecido de campeón de la superación. Su reputación de franqueador de fronteras. A pesar de la extraordinaria cantidad de empresas desestabilizadoras, una más brillante que la otra, a través de las cuales se ha ilustrado, conserva al menos la fe en una coherencia: la de la Historia en consideración hacia él. Ésta no sería capaz de tratarlo inmoralmente, eso sería el mundo al revés. La necesidad de responder a sus detractores no es para él, entonces, más que tiempo perdido. Para él, el juego ha terminado. La partida está ganada. Estos ataques de la retaguardia lo fatigan de antemano.
Caballero de lo negativo, profesional de la perversión, funcionario de lo ambiguo y de la subversión, sus medios como sus fines siempre han sido moralmente irreprochables: la igualdad de oportunidades, la justicia social, los derechos del hombre, él los ha impuesto hasta en las artes. Con una radicalidad que da gusto ver. Una austeridad que fuerza al respeto. Donde haya elegido lucirse, en cualquier disciplina que haya hecho propia, se jacta en principio de no halagar los sentidos. La complacencia no es su fuerte. Ni la diversión, esa enemiga de lo serio, o sea, de lo doloroso. Como novelista, se lo ha visto expulsar de las ficciones al personaje de novela, depurarlas de ese pretexto burgués, de esa prótesis superada, en provecho del movimiento de la frase hecha trizas o del desplazamiento de los sujetos en la narración suspendida. Como pintor, se ha podido aplaudir la exposición de sus desperdicios más o menos reciclados, metáforas mordaces de la fecalidad, o sea del mercado del arte (veamos al “desolador Cy Twombly”, como escribe Duteurtre, lanzando “unas cuantas feas manchas mientras invoca a Poussin”). Como músico, en fin, su nombre es Boulez o Stockhausen, en su cruzada infatigable, durante los años 50, contra el sistema tonal, sus jerarquías, sus selecciones básicamente desigualitarias, su monarquismo estético. Ésa fue la gloriosa noche del 4 de agosto de la música, la abolición de las escalas sonoras como privilegios de otra era, de viejos escudos de armas pintados sobre las carrozas.
Nada ha resistido nunca al Vanguardista radical. Después de haber soñado, un poco bovarísticamente, desde el fondo de su provincia y de su condición modesta, con las grandes rupturas heroicas de los primeros cincuenta años del siglo, le ha sido dado, llegado el tiempo, regocijarse con ellas como farsa triste, pero aceptada. La realidad mediocre de sus orígenes lo había enfurecido, como Yonville l’Abbaye enfurecía a aquella pobre Emma. Rimbaud, Picasso, Duchamp, Artaud o Schönberg le parecieron los señores de un mundo superior. Se prometió que un día sería parte de ese mundo. En otros períodos, esta voluntad de incluir su sueño en la realidad habría encontrado quizás ciertas resistencias. Pero nuestra época es aquélla en que la realidad ha cedido, como se hunde un suelo. Él se ha beneficiado. Por primera vez, el sueño ha triunfado en la realidad misma. Se instala en todas partes. El deseo no ha sido siquiera tomado por realidad, como lo exigía el catecismo del 68; ha tomado el lugar de la realidad caída al baldío.
Es en este mismo impulso, en la misma época, que se extirpa a París su corazón latiente, Les Halles, y que Boulez, a dos pasos de allí, es propuesto para dirigir el departamento musical del futuro Centro Beaubourg. La era de la gran nada eufórica estaba por comenzar. No hubo que esperar más que hasta el 81, la victoria de la izquierda, la llegada de Jack Lang, para que todo se pusiera en marcha. Fue así cómo el Vanguardista se encontró coronado. Y un poco asombrado por tanta velocidad. Esta vanguardia, después de todo, a la que decía pertenecer, se encontraba en los márgenes, incluso en los subterráneos de la sociedad. Era en estas galerías de caras indecisas donde se elaboraba, a una luz de catacumbas, el trastocamiento encanecido de las viejas estructuras. Venido de muy abajo, el Vanguardista ha llegado tan rápido a lo más alto que todavía no entiende muy bien, hoy en día, cómo lo ha hecho. Ni porqué el horizonte cerrado de las artes le ha reservado tan jugosas aperturas.
“Rara vez un movimiento artístico”, escribe Benoît Duteurtre, “habrá estado tan adherido a la evolución social”. Collage es la palabra justa, y esta cola tiene un nombre: se llama Cultura. Es una sustancia pegajosa a la vez que elocuente destinada a adherir unos a otros un máximo de objetos hasta entonces disociados. Acabada la pegatina, se debería obtener, en principio, una humanidad reconciliada, lista para el largo periplo embrutecido de las festividades de después de la Historia. “El espíritu de nuestro tiempo es el de una sociedad cuyo menor suspiro se quiere ya cultura”, constata aun Duteurtre. Llegada a los puestos de mando, Madame Bovary es ministro de Cultura, Vida y Felicidad reunidas. Partiendo de las utopías de ruptura integral, el Vanguardista termina su carrera en la adhesión integral sin haber tenido que renegar en lo más mínimo de sus ideales “subversivos”, que concuerdan tan armoniosamente, de ahora en más, con la “rehabilitación” de Francia y las aspiraciones de las nuevas clases medias, tan preocupadas por su bienestar como por su standing cultural. La recuperación estatal de las formas más devastadas, su exhibición como valores positivos, son el pan cotidiano del Innovador promovido. Nada expresa mejor, en nuestros días, los sentimientos mayoritarios y consensuales que el elogio de la “modernidad”, casada en segundas nupcias con la propaganda publicitaria y los negocios, mientras conserva a través de los decenios una pequeña coloración “crítica” para dar mejor efecto. “La vanguardia dogmatizada y la lógica mercantil se dan la mano”, señala también Duteurtre. “La estética visionaria del fin del arte ha acompañado la ley destructiva de la renovación del mundo.”
Para evolucionar con todo como un pez en el agua, el Vanguardista se ha dado prisa en olvidar que las vanguardias estéticas nunca ha existido más que en la perspectiva de toma de poder de la vanguardia proletaria. Ha tenido siempre un poco de vergüenza, como de una baja extracción, de esta solidaridad ahora pasada de moda entre la lucha de clases y la guerra de los lenguajes o de las formas. De allí una cierta susceptibilidad que se le adivina, una ligera crispación. Esa obsesiva necesidad de respetabilidad. Esa dignidad a flor de piel. Esa carrera hacia las legitimaciones. Esas retahílas de “compromisos” píos, destinados a autentificar su aventura. A darle una pátina. Un sentido reluciente. Una suerte de santidad. Una luz de aureola y de martirio sin riesgo. El vanguardista es el único sacerdote que no estará jamás, en toda su vida, tentado de colgar los hábitos. Sólo ha cambiado de iglesia (¿De L’Humanité a lo humanitario?). Y proseguido sin aflojar su “misión espiritual” de esclarecedor del pueblo. La exposición de arte contemporáneo en la que muestra su “trabajo”, la sala de conciertos donde exhibe su tecnología, la novela-confesión de ciento cincuenta páginas en que detalla su agonía, son los templos a los que se acude, en menudos grupos fervientes, para escucharlo predicar. Nadie se ríe. Estamos muy lejos de las multitudes de otro tiempo tronchándose ante la Olimpia de Manet. ¿Qué multitudes, por otra parte? ¿Dónde las encontraremos, desde que todos los hombres son artistas, como lo ha decretado Beuys en una fórmula que no es quizás, en el fondo, sino un silogismo inacabado y revelador? Cualquier cosa del género “todo hombre es artista” o “el arte es mortal”, y la Cultura ha tomado el poder.
La característica esencial del vanguardista coronado, recordémoslo aún una vez más, es no haberse cruzado nunca, en su camino, con ninguna realidad. Ha podido ser maoísta, trotskista, letrista furtivo, postdadaísta, metasituacionista, criptovegetariano castrista o comunista muy crítico sin haber tenido que verificar lo que fuera de estas adhesiones virtuales, a diferencia de su antepasado, el vanguardista lúdico y concreto de entreguerras. Como lo muestra Duteurtre, la riqueza y la fuerza de las vanguardias de la primera mitad del siglo provenía de su choque con el academicismo: este enfrentamiento, al menos, todavía era una especie de realidad. La prueba de que subsistía una alteridad. Un enemigo a matar. Su sucesor autodeclarado, el Vanguardista condecorado, el Innovador contemporáneo a perpetuidad, nació sin enemigo como se nace rubio o moreno, ése es su destino. Prospera sin otro. Sin antagonista. Con total libertad. Ni bien se lo identifica, se ve acomodado con subsidios estatales y encargos oficiales. Luego, se aferra a sus perfusiones. Mientras lanza regularmente, contra las amenazas de regreso del academicismo, grandes gritos de alarma destinados por el contrario a darle un aire de seriedad y necesidad. Habiendo casi desaparecido el artista “pompier” o el pensador “reaccionario”, el Vanguardista consumado está sin cesar obligado a reinventarlos, aunque sea para justificar su propio lugar bajo el sol. Una buena parte de su tiempo se le va en denunciar la reaparición de “neoclásicos”, el clima de “nostalgia” que deviene malsano, la atmósfera de “pusilanimidad” inquietante, de “populismo” o de “restauración” que nos cuelga delante de la nariz: otros tantos peligros fantasmas que legitiman su presencia en las almenas del Progreso estético. En este dominio, como en muchos otros, la moral es el brazo armado del poder, el instrumento ideal del control y de la preservación de los intereses.
De ahí una divertida paradoja: a fuerza de considerar que el período de “cambios”, el período en que el cambio se ha convertido en ley, en que lo “nuevo” se impone como un derecho adquirido, representando el final y la meta de la historia del arte, es el cambio mismo el que se ha convertido en lo que no debe nunca cambiar, y el vanguardista mismo quien se transforma en “pompier” de fin de siglo. Guardián de un templo ridículo superpoblado de oficiantes dispersos a la vez que vigilantes, su inmobilismo se traiciona de ahora en más en la menor de sus expresiones. “Desde que Duchamp lo ha recusado”, dirá por ejemplo, “lo Bello en sí ya no existe. Después de Nietszche, sabemos que no hay más verdades eternas. No se puede entender nada de la música de hoy si no se tienen en cuenta el serialismo y el atonalismo. Después del Nouveau Roman, no se puede escribir inocentemente. Después de Jean-Luc Godard, no se puede filmar como Marcel Carné. Después del dadaísmo, el arte ya no se puede separar de la vida.” Duchamp, Godard, el Nouveau Roman o las conquistas schönbergianas son para el Transgresor contemporáneo lo que la estatuaria para los pintores oficiales de antes del 1900: un capital del que picotear a la menor alerta, una batería de referencias indiscutibles, un rico arsenal de intimidaciones destinadas a cerrar el pico a los malos espíritus. Desde que se cree amenazado, el Vanguardista se ha puesto a gritar como los viejos Premios de Roma chillones del siglo pasado. La violencia de un Boulez, sus insultos asombrosos y sus silbidos de rabia, son los escupitajos de Gérôme. Es la vehemencia desesperada de Gérôme tratando a los impresionistas de “asquerosos”, o de “deshonor del Arte francés”, y amenazando a Bellas Artes con presentar su dimisión si el legado Caillebotte entraba al Museo.
En el fondo, la cuestión planteada por este Requiem es muy stendhaliana. Stendhal se acordaba de los grandes señores encantadores que había conocido en su infancia, antes del 89. ¿Por qué, quince años más tarde, se habían vuelto “viejos ultras malignos”? Porque en ese tiempo los sucesos revolucionarios, si no habían podido destruir a la nobleza, la habían hecho pasar de la inconsciencia a la conciencia. Al volverla visible, la habían vuelto también arbitraria, artificial y frágil. El noble de después de 1815 estaba obligado sin cesar a defenderla, aferrarse a ella y justificarla. De allí su “malignidad”. Entre el Vanguardista de hoy, triunfante pero huraño, y su “antepasado” de entreguerras, no es una revolución la que lo ha cambiado todo. Es mucho peor. Es el reconocimiento global del Estado. La protección del Estado, como una sombra mortal (el cine francés sabe algo de esto). “Lo que el Estado estimula desmejora, lo que protege se muere”, dijo Paul-Louis Courier. El Estado destruye todo lo que aprueba; incluso le ha bastado, recientemente, con crear un Museo de graffittis para que estos desaparezcan casi enseguida del paisaje urbano. ¿Quién podría desear de verdad cualquier cosa que el Estado desee? A fuerza de bendiciones ministeriales (pero sin interrumpir su chantaje rutinario en nombre de Webern, Rimbaud, Manet, Varese y toda la sagrada cohorte de los “incomprendidos” de ayer), el Vanguardista subvencionado, el Hombre-con-lo-Nuevo-entre-los-dientes, el Transgresor disciplinario, no intimida ya a mucha gente. Salvo en la Villa Medicis y en algunas universidades americanas. Se lo quiera o no, nos regocije o no, son el rap y el raï los que innovan, no los “investigadores” del Ircam. Siempre habrá más sensibilidad en tres frases de Prévert que en la obra entera de René Char, cacógrafo oficial. Marcel Aymé permanece legible, no Claude Simon o Duras. Y todo el resto por el estilo. Lo “nuevo” mismo es un viejo hábito que comienza a perderse.
Commentaire, número 73, primavera de 1996 – Reproducido en Exorcismos Espirituales I – Les Belles Lettres, 1997
Si quieres seguir leyendo a Muray, ve a https://refinerialiteraria.wordpress.com/2012/02/14/philippe-muray-en-espanol/
Ésta es la continuación de Ficción en serie, que está justo debajo por ser la entrada anterior. Extraña disposición de las primeras y segundas partes en los blogs. A quien haya caído aquí, le sugiero empezar por allí.
Hablábamos en esa nota del prestigio ganado en los últimos tiempos por las series televisivas, de su constitución en modelo de narración reconocido aun por novelistas y escritores, de su aptitud magistral para enseñar por su sola exposición cuanto desee aprenderse acerca del arte de narrar más propio de nuestra civilización. Pero señalábamos, en medio de tanta excelencia, una cierta impersonalidad que puede ser vista como el signo de una entropía cultural, característica de ese poder que, teniendo en su mano las cartas que en su momento todos reconocen como de triunfo, ya no puede establecer con su exterior otras relaciones que las de exclusión o asimilación. La preocupación por la originalidad, que el recurso al remake no ha disminuido en los creadores contemporáneos de ficciones de distribución masiva, fácilmente deviene en angustia para quien advierte hasta qué punto esa originalidad prefabricada, propia de las ideas u ocurrencias adecuadas a un público que cabe esperar de guionistas y creativos profesionales, es sólo aparente y en realidad proviene del mismo circuito cada vez más amplio pero siempre cerrado de la comunicación contemporánea, determinado por la compulsión a la comprensión inmediata, el empuje a la acción consecuente y la orientación pragmática hacia uno u otro bien de consumo. No es fácil ni gratuito salir de ese esquema.
Pasolini, que vio el nacimiento de nuestro tiempo y lo describió en las poesías que compuso durante el llamado “milagro italiano”, habló de la nuestra como de “una sociedad inmensamente ensanchada y aplanada”, imagen que no deja de corresponderse bastante exactamente con la del círculo al que acabo de aludir. La imagen de nuestro mundo, el mundo actual, bien podría ser la de un sordo que grita: un grito blanco, como se dice ruido blanco, hecho de todas las voces y palabras que suenan permanentemente a la vez tratando cada una de hacer su diferencia. Sobre ese blanco, que tiende a absorberlo todo, es decir, a borrarlo, se escribe hoy.
¿Cómo tomar aliento en tales condiciones? La inspiración, en primera instancia, es un movimiento contrario al de la comunicación; contrario en la medida en que consiste en una interiorización y guarda para sí, dejando toda comunicación en suspenso, lo concebido antes de expresarlo, de darlo, justamente, a luz. Nos hemos acostumbrado a oír la expresión “tiempo real”, que en realidad alude a la abolición del tiempo, a la negación de la distancia entre dos momentos; nunca anochece en el circuito de la comunicación, cuyo ideal es la simultaneidad, por no decir la identidad, entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se entiende. La inspiración, sin embargo, se opone a este continuo, introduciendo en él precisamente una interrupción, la posibilidad de un tropiezo. A menudo se ha descrito al inspirado como momentáneamente enajenado, fuera de este mundo; menos habitual es su consideración desde la perspectiva opuesta, reveladora de su condición de ventana por la que entra el aire fresco, de puerta por la que el exterior penetra en el interior demostrando que la zona urbanizada y habitada no es totalidad sino fragmento, local y no universal.
Así el espacio fragmenta el mundo y el tiempo separa las circunstancias, devolviéndolas a su relatividad. La inspiración introduce ese aire que circula entre las partes, descompletando el conjunto y arrebatando las piezas a la idea del todo que las reúne. Inspirar es lo contrario de expirar. Y es también un movimiento opuesto a la permanente y creciente exteriorización de la entropía. “He not busy being born is a-busy dying”, como canta y canta Dylan desde hace años mientras Hollywood o su espíritu incansablemente procuran prolongar su esperanza de vida.
Pues los momentos de inspiración no corresponden al esplendor o predominio de un centro que irradia su luz, sino al del hallazgo de manchas sobre ese sol, a la penetración de la capital, ya sea Roma, Londres, París o Nueva York, por elementos de otro mundo, de un nuevo mundo que eclipsa al primero. Cuando Shakespeare, en el centro de un mundo súbitamente desconocido a causa de la ampliación debida a los descubrimientos científicos y geográficos de la época, a las transformaciones económicas, la expansión del comercio, el fantasma de las Indias orientales y occidentales, las nuevas filosofías enemistadas con religiones a su vez enemistadas entre sí, reescribe la historia inglesa saqueando como es sabido las viejas crónicas medievales, lo hace empleando un procedimiento parecido al que Deleuze decía seguir respecto a otros filósofos: el enculage, consistente en colarse detrás de un autor y extraer de él una descendencia reconociblemente suya a la vez que diferente y monstruosa. Así nacen Ricardo III, Enrique IV y compañía; así llega a morir Cordelia en lugar de coronarse reina según desenlaces anteriores a la mano del Bardo. Y la escritura, en lugar de conformarse con una sintética alusión a lo ya conocido por todos, abre cada escena mediante una desbordante profusión de palabras, matices y sentidos. Todos lo sabemos, a pesar de la habitual práctica reductora en adaptaciones y puestas en escena.
Cuando un elemento es nuevo, no sólo es él el desconocido sino que vuelve además extraño el espacio entero en el que se mueve. Y al no encontrar dónde integrarse, en qué de lo conocido reconocerse, no sólo es percibido fatalmente como fragmento –de un conjunto desconocido-, sino que además fragmenta el mismo espacio que recorre. Mucho se ha escrito a este respecto sobre el carácter fragmentario de la literatura americana. Pero lo interesante es cómo también la cultura europea se fragmenta al pasar por un intérprete americano, aun si éste es tan cosmopolita como lo fue Ezra Pound. Los Cantares parecen caravanas; en éstas viajan, evocando así a pesar de sus orígenes diversos el paisaje de la tierra natal del poeta, figuras y personajes de la historia de todo el mundo que desfilan ante el lector anunciando el paraíso spezzato (en pedazos) que trató de escribir su cantor. Nuestra propia civilización global no tendría problema en reconocer su carácter de collage; en cambio, no es lo propio de sus ficciones ejemplares aventurarse fuera del marco de lo ya revelado.
La barbarie es a menudo la idea que una civilización decadente se hace de su fin, depositándola en sus excluidos. Para cuantos escriben en castellano, por más que lean en inglés o consuman como todos la ficción audiovisual en boga, el modelo anglosajón es en el fondo imposible de seguir o, al menos, no permite llegar más que hasta el límite trazado por la circulación de lo familiar. Preferir el sueño del reconocimiento global al despertar de esa ilusión es aferrarse a una habitación cerrada. Lo contrario es asomarse con José Lezama Lima por alguna ventana alta y responder con él, valientemente, “My soul is not in an ashtray”.
Un pronóstico o vaticinio de Philippe Muray hace quince o veinte años: La televisión está a punto de preguntarse si no habrá una vida después de la televisión. Cada vez más secretos se le escapan. Se la está engañando. Cornudo pero en absoluto contento, el Espectáculo corre el riesgo de volverse maligno. ¿Se osará preferir otra cosa? Puede ser. Así que tiembla. Sufre. Como tiene su fin en sí mismo, su necesidad de sobrevivir se opondrá cada vez más a la vida de la gente. Ya no obedecerán sus invitaciones sino aquellos que no tienen para decirle más que lo que él mismo ya sabe y ya ha dicho. Aquellos o aquellas que tendrían algo que decir, no vendrán jamás a decirlo. Se ha acabado. No confesarán ni bajo tortura. Han comprendido que, con esta técnica del testimonio, del relato íntimo y la confesión, lo que se busca es matarlos. Han visto, han percibido en acto el odio impulsivo de los medios hacia el individuo. Cada vez más aislados del medio humano que una vez aterrorizaron y que presionaron con todas sus fuerzas para sobrevivir, los medios ven comenzar su lenta declinación…
¿Se ha cumplido algo de esto? A pesar del rumor constante que rodea en nuestros días al mainstream, a pesar de la interactividad y la intercomunicación lateral permanente entre los miembros de un público muñido vía Internet de cada vez más ventanas a las que asomarse para dispersar su atención en lugar de enfocarla hacia una sola pantalla, la tele sigue siendo el referente cultural más universal entre los contemporáneos de todo el globo. Todo el mundo conoce, aunque sea de oídas, lo que allí se cocina, o fatalmente llega a sus oídos o se ve obligado a fingir estar al tanto como parte de la forzosa estrategia de actualización permanente, o por lo menos aparente, que define al animal urbano contemporáneo. Y los escritores, nos dicen los medios, esos clásicos ejemplos de individualismo moral y laboral, se pasan en masa a la TV. Guiones originales firmados por autores lo bastante prestigiosos como para aspirar a multiplicar los receptores de sus obras por el medio audiovisual, dinámicas adaptaciones de voluminosas novelas clásicas traducidas de este modo al lenguaje propio de este tiempo, todo parece contribuir a instalar la biblioteca en el living o el comedor de nuestros hogares. Pero lo novedoso no es esto, sino otra cosa: la idea, cada vez más recurrente y persistente entre quienes siguen las novedades culturales, entre quienes, en consecuencia, más se actualizan y constituirían por eso al menos en teoría el público más activo, el de vanguardia, de que la mejor narrativa actual es la que ofrecen las series televisivas. O algunas de ellas, las más emblemáticas, como Los Soprano, The Wire y unas cuantas más dotadas de ese mismo poder de seducción y convicción.
Esta idea es acertada y conformista, palabra que, como “fatuo”, no se oye mucho en la actualidad, quizás por denunciar algo cuya misma extensión le impide ser señalado. Y lo es, con respecto a ambos adjetivos, por las mismas razones o, más bien, por la misma causa que vincula el perfecto dominio de un medio con su decadencia, aunque el signo de esta ruina no sea la pobreza ni el fracaso. Hay algo profundamente impersonal en estas series que, por otra parte, manifiestan una calidad indudable y hasta ejemplar en su realización. Representan algo así como el grado último de una civilización en determinado campo, la narración de ficciones, por ejemplo, y si son tan atractivas para los aprendices de guionista y otros oficios vinculados a la producción de ficciones es justamente porque todo lo que se puede aprender al respecto pareciera estar allí: construcción de tramas y escenas, caracterización de personajes principales y secundarios a cargo de actores expertos en la administración de sus recursos, absoluto y tan virtuoso como ubicuo profesionalismo en los rubros técnicos, todo ello, además, guiado por una conciencia ya instintiva de la circulación de la cultura, lo que permite un tipo de narración extremadamente sintética cuya eficacia a menudo impacta como insuperable. Borges dijo alguna vez que luego de tanto intentar expresar había llegado a la conclusión de que el lenguaje sólo permite aludir. Aquí hay algo de eso: el guiño, el sobrentendido, la velocidad expositiva y la economía gestual son otros tantos signos de una inteligencia entre el emisor y el receptor que justifica absolutamente la atención y los elogios recibidos; “inteligente”, de hecho, es el adjetivo sutil con que suelen recomendarse estos productos y no hay duda de que quien desee comprender cómo funciona una máquina narrativa perfectamente aceitada y moderna encontrará en ellos con qué entretenerse. La dramaturgia como escuela de la narrativa: tendremos que volver sobre el tema en otra ocasión.
Pero ahora, tradiciones aparte, permanezcamos en lo actual. Hablamos, entre tanta excelencia, de una cierta impersonalidad. ¿Se puede decir, aunque a veces cuenten con firmas reconocidas, que en estas ficciones predomine la visión de un autor? ¿No es la dirección, justo el rubro al que solía asociarse con el autor de ficciones audiovisuales, precisamente la función en la que hoy se reúnen con mayor evidencia y en su punto más alto calidad e impersonalidad? ¿No es esta especie de poder de facto característico de cualquier civilización que extiende su dominio sobre un mundo al que no quiere oír si no puede asimilarlo dentro de sus pautas? Un saber hacer al servicio de un hacerse ver. ¿Para mostrar qué? La remake, fórmula teatral después de todo ya que su esencia es representar lo ya representado, no estará tan de moda por casualidad, y podríamos agregar que en cambio representa con tanta precisión como ambigüedad la coincidencia posible entre una fina conciencia crítica y la entropía de la decadencia. El paso a serie de Mildred Pierce, un clásico de Hollywood que hizo época en su época, puede ser un interesante campo de pruebas para quien desee reflexionar sobre todas estas cosas.
Continuará