Correspondencia nocturna

Editar es velar el sueño ajeno.

¿Cuán enamorado se puede estar?

No es como el lector, que duerme al lado.

La noche pesa sobre el ser despierto.

“Yo voy al teatro a silbar al público”,

me decía un amigo dramaturgo

a quien nunca el aplauso dejó oír.

Crítico se nace. Con ese drama

no se conmueve a nadie, aunque el conflicto,

siendo fatal, queda así asegurado.

No el mañana, aunque las próximas horas

son previsibles como la novela

que se me ha encargado solapar.

Tengo toda la sombra de la noche

por delante para dar a esta tinta

densidad y fluidez, y alrededor

para hacerlo con el discreto oficio

que mi oscura condición garantiza.

Como un párpado que se abre y cierra,

el deseo de reconocimiento

insiste y renuncia, igual que una herida

o el sueño opaco del que está cansado

pero trabaja. Y se retira y vuelve

a preguntar y pedir, considerado

tanto a la luz de la lámpara insomne

como al sol de la fama ajena, fuente

de un agua que no sacia pero brilla,

incapaz de dormirse en el sereno

perfil de una moneda. Así comercia,

pagando sus deudas con lo que obtiene

sin formar un capital, apostando

más al azar que a las cartas marcadas,

consigo mismo y con sus semejantes,

que los mismos billetes manipulan.

Aquí el que vende se siente explotado,

pero el que compra se siente estafado

y no hay, que equilibre la balanza,

más que el veneno de los comentarios

cuando se vierte en la copa del ausente,

deslumbrado por su propio reflejo.

Los que beben a su salud se ríen,

sentados a la sombra del espejo,  

pero hoy estoy solo y debo estar sobrio,

la silla recta y la espalda de pie.

Aun así, una sentencia que corrijo

me abre la risa y mi lengua inclina

al diálogo imposible con mi amigo

comediante, que duerme si no finge

dormir o estar despierto sobre un libro

como éste, inconcluso, interminable,

para ganar el pan de la vigilia.

Un faro que no guía a ningún barco,

mi ventana, la única encendida

sobre las plácidas olas del barrio

sumergido en su pecera sin islas.

Hago asomar una costa lejana

y deslizo hacia allí la breve espuma

de hace un rato, buscando el eco infiel

que confirme su razón y la firme.

Una risa cavernosa, de cueva

cerrada a ciudadanos honorables

en horas de servicio, al menos, donde

citarnos, como ahora no podemos.

La risa del amor desencantado,

que en la calma cautiva de estas horas

debo masticar con boca cerrada,

mientras maquillo, con dedos arteros,

un objeto vuelto prosaico. Hay alguien

que entiende esta tarea al otro lado

del océano opaco: la paciente

restauración de lo que jamás hubo,

espejismo de ojos legañosos.

Y por eso comprende esta escritura

de aguijones, que también él practica

cuando glosamos sagas y consignas

a la furtiva luz reveladora

de disecciones e iluminaciones,

luz mala del lector supersticioso.

Mientras el sol todavía no cubre

los estrechos límites de mi mesa,

puedo extenderlos, como de una balsa

los bordes que la apartan del naufragio,

aun si debo inclinarme ante este pálido

doble del amor no correspondido.

Mañana estará erguido en las vidrieras

detrás de las que otros no lucimos,

pasándonos debajo del pupitre

notas doctas acerca del premiado.

Desconocidos por nuestro semblante,

intercambiamos, fuera de registro,

toda una correspondencia culpable

de ser efectivamente privada.

1-2.4.2022

Tierras de acogida

Van rumbo a un sur

del que llega un rumor.

I CORO

¿Por qué caminar tanto si no vamos tan lejos?

Del oro que se queda detrás del horizonte,

no nos tocará más que la luz de estos reflejos

tardíos y livianos, aunque el viento remonte

y arrastre nuestros pasos en una de esas olas

suyas favorables, oportunas, ascendentes,

que rompen el tímpano a las pobres caracolas.

El río de la abundancia sólo admite afluentes

y el arroyo que seguimos se aparta y se seca.

¿A qué cielo conducir nuestro carro sin alas?

Nos creemos de paso, pero a falta de meta

nos vamos quedando en los rincones de estas salas

que estaban aquí cuando llegamos y ahora esperan

la próxima ola, con sus nuevos estancados

en la función de calentar el sitio que heredan.

Sin embargo, no todos los pasos están dados.

La lluvia resbala por las caras de las casas,

desdeñosas o indiferentes como porteras,

pero los pies que se hincan en calles y plazas 

conservan en cada planta sus huellas enteras.

1-15.11.2021

II SOLO

Me convertí en una ópera bufa

porque mi voz no halló abrigo en el coro.

Llegué al teatro colmado el aforo

y tuve que encender mi propia estufa.

La risa, contagiosa, me sostuvo,

pero si uno hace todos los papeles,

los quema y aunque mude varias pieles,

acaba desdentado. Si retuvo,

tal vez encuentre dónde hallar reposo,

pero ni ahí escapará del acoso.

15.11.2021

III IDILIO

Cazada, como una vela,

para que el viento la hinche,

se eleva por sobre el aire

desde que tiene raíces.

Aterriza y se despliega

sin derramarse, despierta

en la calma suspendida

sobre la piedra arrojada,

mientras despacio se acerca

la costa bajo la quilla.

Dar a luz, dar al olvido,

consentir en tener casa,

dejarse dorar al sol

que no salvará la tierra,

son maneras del aliento

cálido en busca de fuego.

Del mástil a las ramitas

hay la distancia completa

que lo que enciende reúne

con lo que lento se apaga.

15-16.11.2021

IV CONTEMPLACIONES

Yo creo que los ángeles no cantan,

sino que permanecen suspendidos

en el vibrar de esas alas que espantan.

Mientras vuelvan las aves a sus nidos,

habrá música en casa. Sobre el agua,

planean las voces de los caídos.

Comprender no es la función del agua,

que sin reflexión refleja lo dado,

sino regar y refrescar la fragua.

Las alas no son las plumas del pavo

real, que con su abanico se encanta,

pero su sombra no hace tejado.

16-17.11.2021

Apátrida

Locomotiva + Velocità (Roberto Baldessari, 1916)

I La patria portátil

Si la patria es la infancia, el extranjero

es el futuro y el destierro la madurez.

Poco mérito en estas deducciones,

implícitas en una frase ya muy citada.

Más bien es vergonzoso descubrirse

descubriendo algo tantas veces advertido.

Mejor tapar semejante experiencia

con la manta de los sueños que llegan al día

y dar al despertar la claridad 

del agua que convierte en salmón al desplazado,

impulsándolo sobre las caídas

que la gravedad impone al salto entre las tierras.

La corriente desborda los relojes

y elude los canales de riego proyectados,

pero el escarmentado sigue a flote,

con la infancia sobre la espalda o en el bolsillo.

Alrededor de cada huella propia

abandonada al anónimo suelo inmediato,

lo lejano y lo ajeno se confunden

en la misma y ubicua distancia omnipresente.

30–31.5.2022

Volo su paese (Massano Dottori, 1925)

II El sujeto humillado

Ahora siento la impotencia de las palabras,

el aliento del infierno quemando y comiendo.

La madera cruje en los estantes recargados,

que reducen a queja su discurso.

Este mundo sin resonancia, donde crecieron

los más jóvenes que yo, venido de una antigua

memoria perdida, con sus largas digresiones,

rehúye las altas invocaciones.

Cónsul de un país de lengua en desuso,

represento la retórica de un reino hundido.

A flote aún en el seco aire hablado,

mi tierra no tiene otro destino que ofrecerme.

31.5.2022

Virgilio Brocchi (Umberto Boccioni, 1907)

III La posada ambulante

En el tiempo, mar sin anclas

ni fronteras naturales,

dan refugio estas paradas

que no duran ni se posan

sobre las olas más rato

del que tardan en romperse.

Donde tantas anclas flotan

y las fronteras se corren,

aparecen estas islas

gobernadas por la fresca

mano que mueve las ramas

y a los pájaros sostiene.

1.6.2022

Bagnanti (Carlo Carrà)

IV El eco perdido

Ahora oigo el silencio del otro

donde antes escuchaba mi voz

y el pájaro que supe hacer cantar

vuela solo y no acompaña mis pasos.

El silencio reunido en asamblea,

por mis propias palabras convocado,

ha dispuesto en el ángulo preciso

la última piedra de su teatro.

En el nido resuena el aleteo

de las alas desplegadas arriba.

Los caminos que van de casa en casa

arrancan cada silla de raíz.

Antes un anillo enlazaba el vuelo

de la voz que nacía y el retorno

de la mía transformada al oído

con el ritmo del andar inconsciente.

Ahora el vacío que lo atraviesa

me deslumbra como un sol repentino,

pero los ojos, que aceptan la sombra,

no consiguen atenuar el ardor.

27–28.5.2022

Jeroglífico dinámico (Gino Severini, 1912)

Saludo al público

Al lector desconocido

El rechazo disipa las tinieblas.

Desgarradora lanza de Atenea

en el centro oportuno del reloj.

Corazón traspasado, desplazado

de su eje y de la rueda, detenido.

Gran parrilla de la revelación.

Radiante sol del desprecio. Del alba

la muda culminación incendiaria

que el párpado recela. Nacimiento

no querido, del azar a la luz

por un corte, razón del accidente

agazapado, invisible, negado.

El teatro primero está vacío.

Nadie en el andén. Silencio del patio

de butacas, del balcón al que sube

el canto interrumpido, la llamada.

Nadie sino la cera del oído.

La luz sin freno. Interior inundado

de fuego, de calor que nada acoge,

del esplendor de la mirada ciega

sobre el soñado reconocimiento.

Retratos descascarándose antes

aún de que los espejos se borren.

El viento que atraviesa las ventanas.

La casa no comprende ni contiene.

Hueco íntimo donde nada cabe.

Tomada por su posición. Espalda

del escudo levantado, talón

escondido en la amplitud de su huella.

Derramada placenta del ayer.

Tintero vaciado, limpio y translúcido.

Frío cristal encendido y cortante,

reflejo del idéntico exterior

incandescente y helado, contrario

a toda concepción, sobrevenido.

Plano sin sombra ni curva atenuante.

La silueta se recorta del círculo

y cae. Sol que se alza perfecto.

Intachable ojo ciego. Delator

de miradas, de ángulos y puntos

de vista declarados. Divergentes

la lengua y el oído, la mirada

y el ojo. Página ardiente, ilegible.

Caldero del desencuentro, frontera

sin cruce. Donde hierve lo que se hunde.

Donde se asienta la brasa. La horma

que desconoce y anula las huellas.

Espejo todo fuego y sin imagen.

La planta del pie arraiga en el hielo.

Blanca humareda. Palabra quemada

con su taco y su empeine por el rayo

concentrado sobre la superficie

donde abre un ojo de cigarrillo

consumiéndose para ser y deja,

vacío, bordado, su roto. Al fuego

lo dado a luz, revelada ceniza.

Contra este cristal incandescente,

escalofriante, su aplastado escudo.

Lecho sin agua. Meta sin bandera.

Nadie espera de pie sobre esta piedra.

Tabla rasa de la mesa redonda.

Costa recta del lago prenatal.

Donde filo y punta se aguzan, donde

se endurecen lo plano y lo escarpado.

Donde el molde rechaza la materia

y la arcilla la mano delicada.

Allí la cita concertada a ciegas,

allí la hora prometida. Aquí.

Donde el último haz de bruma tenue

se desvanece y nadie lo recoge.

Donde se teme la puntualidad.

De ese entero se apartan las mitades

y tratan de bastarse con sus bordes.

De este punto. De esta inicial. Del claro

en la desembocadura del río.

De esta luz que devuelve cada mancha

a su pobre origen, a su mirada

desatendida. Del punto sin fuga,

de la inicial insaciable. Del sitio

donde se toca la chispa y la mano,

perdiendo su gobierno, se retira

sin haber sido estrechada. De aquí,

de la aspirada flor aspiradora,

vuelven los rechazados y aquí vuelven.

Desde la sombra de la red de Hades.

Ingrata claridad no agradecida

penetrando bajo el más prieto párpado.

Amargando la lengua. Presentando

lo conocido idéntico a sí mismo,

en su medida. Aquí la misma lámpara

encendida sobre el sillón despierto.

El soplo y la aparición si alguien vela.

Si alguien pone dos vasos. En la mesa

combustible. Para la boca abierta.

Donde el pecho cerró antes los brazos.

2–6.8.2021

La palabra está de más 2: La comunicación no es un arte

Lo indecible en la conversación

Lo que no quiere decir que el arte sea un solipsismo. No, no lo es, en la medida en que emplea un lenguaje. Pero, si el arte procurase a quien lo practica o admira la misma satisfacción que comunicarse, si la comunicación asegurase un grado aceptable de correspondencia o plenitud, cada uno encontraría en la práctica social esta satisfacción y no existiría esa representación paralela que ofrecen las artes, ni tampoco, probablemente, los edificios abstractos de la filosofía y otras actividades del espíritu.

Un blog, en cuanto medio de comunicación, puede ser algo superado por otros como Twitter o Facebook, más dinámicos y mejor adaptados a la velocidad de la lectura online y al carácter efímero de la circulación en red. Pero en el blog de cualquier escritor o aspirante a serlo, aun iniciado con la intención expresa, a la vez interesada y un tanto inocente, de comunicarse con otros internautas, vuelve a infiltrarse la diferencia entre arte y comunicación por la que la anterior comparación pierde sentido. Porque hay en el arte un resto, por más abierto que permanezca a las interpretaciones, que siempre vuelve a sí mismo y hasta se cierra sobre sí, una parte que no se comunica y que, al contrario, procura ser un “núcleo duro”, un hueso que, negándose a ser masticado por las mandíbulas de la conversación, resista en el fondo de la forma a las generaciones de lectores y espectadores que puede soñar, pero no prever. La comunicación encuentra el contacto y la respuesta inmediata que busca en su propia circulación, a partir de la semejanza entre sus participantes, que define también su punto de encuentro. Éste se opone al resto irreductible tanto como la interactividad a la suspensión implícita en la división de roles y cada una, en relación a la otra, goza de aquello que por definición la contraria no puede tener: la inmediatez de una respuesta o la promesa de un destino aún no cumplido.

Communication breakdown

Para que haya teatro, como dicen los manuales, basta con un actor y un espectador. Dos personas, pero no dos actores ni dos espectadores ni, tampoco, cada persona ambas cosas a la vez. Quien escriba para comunicarse no tiene por qué leer a los clásicos, ni tampoco a sus herederos: en semejantes obras el arte interpone el propio texto entre emisor y receptor, impidiendo todo intercambio de sus posiciones. El gran público, creado por el mercado y no a la inversa, no se equivoca sobre esto y por eso su demanda no puede satisfacerse mediante la mera reimpresión de obras ya publicadas en un tiempo ajeno, al que su éxito, si entonces lo tuvieron, no puede más que vincularlas de modo aún más flagrante. Pero no porque su carácter innovador, cuando lo hubo, haya sido absorbido por el progreso de las costumbres, sino porque esa demanda es la de mantener con vida, aggiornada, la vacía identidad por la que el propio público es eternamente el mismo, dentro de una eternidad que las obras hechas para durar, marcando su diferencia, niegan al mostrar el paso de las apariencias. Toda comunicación, tarde o temprano, se interrumpe y es esto, aunque hable de otra cosa, lo que el arte repite fatalmente entre todas sus variaciones.

2015

De ocaso en ocaso, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Política de lo imposible 1: El trono vacío

«Los que no creen en la inmortalidad de su alma se hacen justicia a sí mismos.» (Baudelaire)

Jean Genet, quizás el último dramaturgo barroco, escenificó más de una vez la ceremonia vertical según la cual el mundo entero, en suspenso sobre un abismo cuyo fondo no se ve, cuelga de un lejano sol también más allá de toda percepción. De acuerdo con las reglas de un conocido juego de cartas, en esa situación no es posible ganar ni perderse del todo, ya que ni yendo a más ni yendo a menos se llega a la cima de la gloria ni al fondo de la abyección, dimensiones imaginarias de las que proviene la potencia vital que anima, hiere, atraviesa a los seres que se agitan sobre la escena, fuera de ella, a su alrededor o alrededor de este eje. 

En ese espacio hay un movimiento clave: la renuncia al trono, al ejercicio del poder –que crea un vacío de poder- para colocarse en un más allá fuera y por encima del juego, en una categoría por encima del juicio que permite escapar a la culpa y salvar el orgullo a la vez. Un salto al vacío o a la nada, que deja a su vez un vacío. Racine lo representó mediante la cadena de amores descendente desde el ya muerto Héctor, invisible en el juego, a través de Andrómaca, vuelta hacia ese más allá, hasta acabar en Orestes como último eslabón de este delirio, quien es en consecuencia el que se vuelve loco. En El balcón (Genet), es el jefe de policía quien alcanza el trono vacío cuando, ya reprimida la revolución por la parada del burdel, su figura es consagrada precisamente en ese sitio donde no va a ejercer ningún poder de hecho ni de facto, sino a recibir el homenaje a su ausencia, es decir, a su derecho a ausentarse, a su posesión de un lugar vacío que otros pagarán por ocupar fingiendo ostentar su cargo; a sus pies rodará el sexo amputado de su declarado enemigo, pero lo cierto es que él también habrá de conformarse con una representación ajena, o más bien con la idea de esa representación, inaccesible como realidad vital al alojarse sólo en la mente de cualquier cliente anónimo por venir. El jefe de policía, como vemos, no pierde la cabeza; adepto al burdel, a su sistema, conservará su puesto y aceptará recibir su satisfacción adulterada.

Teatro vertical: La hija del aire (Calderón) dirigida por Jorge Lavelli con Blanca Portillo

Con el gesto de renuncia al trono y al ejercicio del poder, que es también el del rey Lear en su primer paso hacia la locura –otra vez la locura- y la pérdida de la realidad, quien abdica no procura en cambio menos que saltar al cielo del que se cree o se pretende que deriva, en este mundo de usurpadores, el poder de un rey legítimo. Este acto es un liberarse, loco, de la comunidad que sostiene a quien lo realiza en relación directa con la presión que por las buenas o por las malas él le impone. El trono como banquillo de los acusados en la revuelta, cuando más vale abdicar, como Semíramis (La hija del aire, Calderón), para no ser culpable y aspirar desde tal inocencia aparente a una redención estelar o ideal, en la que el loco, como Lear, hastiado de la realidad que gobernaba, cree. O sea: el orgullo rechaza la culpa que el humilde acepta; el humilde o el justo, que accede a gobernar y al compromiso con la plebe, cuyo amor, llamémoslo así, depende de su felicidad, justamente el lazo que el patricio, Coriolano, considera innoble. La resurrección que pretende Semíramis usurpando el trono que ha cedido a su hijo es un retorno desde el vacío, o desde la nada que encuentra al no poder, todavía viva, trascender el espacio común que el poder domina. Lo que indica por su parte la dificultad, o la imposibilidad, de sostener en privado el gesto público.

Vacío actuante: efectivamente, el vacío cumple su función al devolver al fugitivo sublime a su carnalidad y obligarlo a volver a combatir por el poder. Ese vacío superior es una instancia inalcanzable de la que depende cuanto lo rodea para ordenarse y para que el movimiento, al no completarse nunca (“Sólo por incompleta una acción es abyecta”, según Genet), sea posible. Los dos centros del barroco: ¿es posible identificar este vacío con el espacio entre uno y otro, el evidente y el secreto? En Genet el vacío tiene una función de amenaza, que el dramaturgo acorralado invierte al apropiárselo como arma.

Teatro vertical: El balcón de Jean Genet dirigido en Brasil por Víctor García

El teatro como sucesión de rituales en el tiempo, que van quedando obsoletos a medida que caen religiones, ideologías y creencias. Si los modismos de los viejos actores suelen resultar patéticos y ridículos, poco convincentes, es porque la convicción a la que apelan vacila y su trabajo de representación no puede completarse. Es lo mismo que decía Genet de la abyección: ante la mirada incrédula, el ritual deviene exhibición obscena.

Idealismo a la Andrómaca: el momento de sentarse en el trono es el momento de chocar con la propia carne, mortal y sensual. Ese trono vacío es el lugar de una eterna dilación, del encuentro tanto deseado como temido por ser a la vez el de la metamorfosis y el de la muerte, que pueden o no equivaler, puede o no que coincidan. ¿Y si nos equivocamos? ¿Si nos entregamos con fe a quien no es?

Metamorfosis esencial: ser inmortal. El hombre quiere perseverar en su ser y a la vez transformarse, ser otra cosa. Quiere renacer, ser inmortal, ambas cosas a la vez, la persistencia y el cambio, el ser y el no ser. Gobernar es elegir, lo que siempre es limitarse. Justamente, la política es cuestión de límites: quien se mete en ella es para encontrar resistencia.

La bicicleta perdida de Marcel Duchamp 3: Piezas de escándalo

Wang Juzheng, dinastía Song del Norte: La fabricación del tejido de seda

Acerca de la Invención del Abanico existe una leyenda china que cuenta cómo la hija del Emperador, acalorada en un baile de máscaras, se apantallaba con su antifaz: no inventó el abanico, pero sí el gesto de abanicarse. En el teatro, tan del gusto chino, suele apreciarse la sugerencia de un objeto invisible por un gesto, siempre y cuando la mímica sea ubicua y se integre fluidamente en el lenguaje escénico: en ausencia de lo explícito, nos decimos, se capta mejor lo esencial; decorados y utilería son mejores apenas esbozados. Pero un residuo queda en cada objeto, algo que no se eleva hasta el lenguaje y sin embargo es índice de su pura materialidad; algo separado de la acción, del uso, de la propiedad, hasta de su destrucción: una pura presencia, por la que el objeto no es una pieza ni la parte de algún todo. Una esencia residual, que lo cierra a todo cosmos, a toda percepción o definición, y antidialécticamente lo separa de cualquier conjunto, volviéndolo de una vez para siempre jamás un fragmento perdido sino definitivamente una ínfima totalidad, o una especie de irreductible escándalo lógico dentro de ciertas coordenadas. Imaginemos una llave para la que ninguna cerradura ha sido hecha: lo que no pasa al lenguaje, no dejándose conocer, sólo puede generar desorden; hasta encontrar su empleo apropiado, el objeto es obsceno. Recuerdo una película favorita de mi infancia: Tomás Beckett y Enrique II, arzobispo de Canterbury y rey de Inglaterra respectivamente, los hombres más admirados del reino, cultivan una placentera amistad. Todavía dos jóvenes brillantes, uno de ellos, creo que el futuro arzobispo, al volver de un viaje a Francia introduce en la mesa inglesa un nuevo cubierto: el tenedor. Mientras Enrique y Tomás, felices por el reencuentro, se dirigen entusiasmados al banquete, oyen ruidos de lucha en el salón. ¿Qué encuentran al llegar? A los otros comensales, que nunca han visto un tenedor, persiguiéndose y pinchándose el trasero con aquellos pequeños tridentes. Hombres de armas en tiempos de paz, habían resuelto su perplejidad como mejor sabían; Enrique y Tomás, divertidos, reflexionan sobre la larga tarea civilizadora que tienen por delante. Algunos siglos después, meditando acerca de la introducción de la pluma estilográfica en el Japón moderno, el escritor Junichiro Tanizaki señala cómo de haber sido ésta creada en oriente un pincel ocuparía el sitio de la punta metálica y la producción de papel japonés y tinta china, así como la escritura ideográfica, conocerían el auge de los modos de producción occidentales: la cultura crea un lazo entre el objeto y su entorno que vuelve a aquél no sólo aceptable para éste, sino también agente de cambio. Pero lo residual del objeto, manifiesto ni bien lo colocamos en un contexto que no lo asimila, rechaza esta integración y suscita a su vez rechazo. Ya es tarde para el escándalo; sin embargo, ¿qué reacción despertaría el mingitorio Fountain, de Duchamp, devuelto a su lugar de origen pero conservando la posición invertida en la que fue expuesto alguna vez como obra de arte?

2002

De ocaso en ocaso, La decadencia del arte popular (2002-2018)

El espectador desenmascarado 2: El eslabón cortado

Alexander Rodchenko: constructivismo y revolución

Cuando una revolución se interrumpe, sus vanguardias quedan aisladas. Prevalece, por encima del proceso revolucionario frustrado, su estancamiento admnistrado por la jerarquía burocrática de turno. Detenido el movimiento, aisladas de las masas reales o potenciales, las vanguardias pasan a serlo de nada: su protagonismo se vuelve excentricidad, su posición una pose vaciada de sentido y su poder de comunicación un gesto absurdo, incomprensible y por lo tanto reducido a la impotencia. La dictada imposición del realismo socialista al formalismo, el futurismo, el constructivismo y cualquier otro movimiento real o posible es la imposibilidad, al menos teórica, para el artista de poner en juego su sentido de la probabilidad y la obligación, en cambio, de atenerse al sentido de la realidad e incluso a la realidad como sentido único. Reprimido lo que había estallado y surgido a escena en los tiempos de mayor popularidad de Meyerhold, los años de la utopía desaforada del Misterio bufo de Maiakovski, cuyo estreno exigía el público bolchevique, o de la espectacularidad satírica de El inspector general de Gogol o El cornudo magnífico de Crommelynck, la verdad regresaba con Stalin de algún modo a las aguas propias del naturalismo, al verse obligada a refugiarse como antes en las profundidades de la psicología, prohibida ya toda discusión en que pudiera aflorar sobre el suelo de la Unión Soviética. Entre las palabras que no podían pronunciarse sin riesgo de desaparecer también uno de la faz de esa tierra estuvo durante más de cuarenta largos años el nombre del destituido padre del teatro revolucionario, borrado por su gobierno del teatro del mundo. Ese silencio, desaparecido ya aquel régimen, tiene sin embargo un eco que se prolonga hasta nuestros días.

Ya que, después de todo, contestado y todo, corregido y todo, el modelo naturalista es aquél con el que el gran público actual, a través del teatro, pero también, muy especialmente, del cine y de la televisión, está más familiarizado. De algún modo esta forma de exposición le parece normal, mientras que todo aquello que se aleje de un realismo lo más mimético posible se le aparece como una rareza. No es así para el público más experto en leer los signos, quizás el más aficionado, pero además de que éste constituye una evidente, absurda minoría, el problema es que también él suele tener una percepción esteticista, en el peor sentido, del lenguaje y de la representación: es decir que rara vez supera el estadio de la admiración, ya sea ésta boquiabierta o cómplice. Y esto parece mantenerse año tras año, a pesar de todo lo que se ha visto: el modo normal de representar cualquier ficción es el naturalista. O sea, que todo ocurra aparentemente como si el público no estuviera allí, de lo cual depende incluso que éste “crea”, como se dice, en la representación. Todo lo contrario de lo que proponía Meyerhold en su teatro, concebido de cara a un espectador despierto del que también se esperaban sus manifestaciones. La inevitable conclusión es que este teatro, que conoció su apogeo en los primeros años de la revolución bolchevique, a pesar de lo mucho que luchó contra el naturalismo no logró, a la larga, desplazar su hegemonía ni en lo inmediato ni con vistas al futuro. Un destino parecido al que para el cine, una vez incorporado el sonido a la pantalla, vaticinaron hacia la misma época Sergei Eisentestein, discípulo de Meyerhold, y sus compañeros Pudovkin y Alexandrov, quienes en su Manifiesto contrapunto sonoro extraían por anticipado las luego probadas consecuencias del entonces más reciente, y decisivo, progreso técnico. Robbe-Grillet: “En el momento en que en Moscú se supo que la reciente invención norteamericana permitiría hacer hablar a los actores en pantalla, ese texto profético denunciaba con fuerza (una seguridad de puntos de vista extraordinaria) la pendiente fatal por la que todo el cine corría el riesgo de caer; como la palabra dada a los personajes reforzaba en forma considerable la ilusión realista, la película se dejaría llevar por el cómodo camino de la facilidad (cuya tentación nos amenaza sin cesar) y, para gustar a la mayoría, se contentaría en el futuro con una pretendida reproducción fiel de la realidad que se vive (es decir, en realidad, de las ideas recibidas sobre ésta), renunciando así a la creación de verdaderas obras, donde esta “realidad” sería cuestionada por una organización sistemática y subversiva del material narrativo.” En esto, Hollywood y el Kremlin marcharon de la mano; con el pasaje del cine mudo al sonoro coinciden la apropiación de la industria cinematográfica radicada en California por parte de las grandes organizaciones capitalistas y las expulsiones masivas a Siberia por parte de la oposición, señalando el inicio de una suerte de edad de oro de la represión moral cuyos efectos han sido perdurables. Ni artística ni culturalmente lograron imponer Eisenstein o Meyerhold sus modelos, que sobreviven a lo sumo como ejemplos o leyendas. Pero no hemos de olvidar lo que le dicen a Lemmy Caution en la ciudad futura de Alphaville: “Se convertirá usted en algo peor que la muerte, Sr. Caution: se volverá usted una leyenda”. Precisamente: la condena del disidente no acaba con su mera eliminación física, sino que debe alcanzarse además la exclusión tanto de su propósito como de su propuesta de las probabilidades de la realidad, con el consiguiente, y en lo posible definitivo, alojamiento de su proyecto en el tiempo suspendido de lo que no ha de cumplirse. Dentro de este imaginario, mientras el sueño no penetre la vigilia, la realidad permanece irreversible: su reverso ni siquiera aparece.

Un mundo por transformar

Y es por esta causa, en última instancia metafísica, que el fracaso de las vanguardias tiene un sentido político todavía vigente, en la medida en que la identificación y el olvido de sí mismo parecerían seguir siendo la vía de acceso favorita del público a las representaciones. Nietzsche: “Quien no puede poner su voluntad en las cosas, pone en ellas al menos un sentido. Principio de la fe.” ¿Pero no es justamente esa fe lo que se pierde en el camino del realismo? A la heredada tradición monárquica y religiosa, la burguesía no pudo menos que oponer un conocimiento empírico basado en su propia actividad mundana, y concretado en pruebas tan palpables como el número creciente de mercaderías que desplazaba por el mundo. El experimentalismo del teatro de Meyerhold, que trataría de llevar el materialismo hasta sus últimas consecuencias al valorar no tanto los objetos que pueden convertirse en posesiones como la energía que los anima, desde la electricidad hasta la del cuerpo humano, tenía que chocar con el espíritu del poder de facto que busca consolidarse bajo el signo que sea, ya el de la fe en el derecho divino, el del derecho a la propiedad privada o el de la posesión del dogma de estado. Después de todo, en este tipo de materialización existe un pasaje de líquido a sólido que cada vez que se repite equivale a un giro a la derecha, habida cuenta de que es siempre, al contrario, por la izquierda que el pensamiento da sus pasos; pues no hay en rigor pensamiento sino tan sólo ideas de derecha, ideas fijas, que vuelven una y otra vez invocando un origen para regir, como principios, el movimiento en falso que todo lo restaura. En este recurrente orden de cosas, al fin y al cabo es el individuo que a nadie representa quien siempre es cuestionado; descalificado, es él quien debe cuestionarse; y así, limitado a sí mismo como única pieza móvil del tablero, no le queda sino elegir entre su frustración y la reconciliación con lo que no va a moverse, en otras palabras, su regreso al punto de partida. Esta búsqueda infinita de las causas a través de un infatigable trabajo sostenido de observación y representación es algo propio del naturalismo, cuyo avance en profundidad corre el riesgo de no llegar a ningún sitio en la superficie; de hecho, bajo el poder que se consolida, no son las profundidades sino la superficie el terreno vedado: nada puede nacer, surgir a la luz, mientras, como dijo Stalin, sea “la muerte quien gana la partida”. La muerte, es decir la religión, según la cual aun antes del principio era el Poder. Contra este principio de fatalidad y autoridad se ofició el Misterio bufo, en el que los bolcheviques realizaban la metáfora kleistiana de lo imposible tomando, literalmente, “el cielo por asalto”, en un golpe de estado metafísico expresivo de la trascendencia total de la política en tiempos de revolución y de vanguardias; y si hoy, cuando se abjura de ambas aun en el ámbito del arte, mientras se finge admirarlas, vuelve lo religioso, es decir, vuelven los fantasmas a ocupar el vacío despejado por el pensamiento en acción, no es difícil vincular a este regreso el cerrado horizonte del escenario político actual, ni el monótono sucederse de las nulas variaciones culturales que lo caracterizan. ¡Qué tentación para el fascismo! Y sin embargo, fue un fascismo de izquierda el que se impuso en la Unión Soviética de la década del 30, bajo un cielo limitado por el alcance de las naves espaciales. La repetida tragedia de que los más poderosos de los hombres se arroguen los derechos de los dioses, una vez probada la ilegitimidad de tal derecho por la inexistencia de sus detentadores, consiste en la reconstrucción, brutal, obsesiva, obtusa, del milenario altar de los sacrificios. Con cada vuelta de esta idea-bloque, de esta opresión, la escena en que se replantea, es decir la superficie bajo vigilancia, vuelve a imponer sus fantasmas al público, que cada vez los reconoce antes y ajusta más fácilmente su conciencia al espectáculo, en un alienante proceso de decadencia cultural que al progresivo nihilismo agrega un conformismo activo cuyo aturdido automatismo no puede menos que delatar la convicción que se le predica. Delación impotente, ya que es gracias a tal vacío de voluntad que el principio rector logra afirmarse, y hacerlo además bajo su forma más fuerte: la tácita, cuya autoridad el individuo incómodo en la masa puede pasar siglos tratando de explicitar para comprenderla, con el peligro de llegar a explicársela tan sólo para justificarla y acatarla. Esfuerzo perdido, salvo por la paz en el seno del orden que esta conciliación puede acarrear al inocente; pero, si toma el camino opuesto, ¿cuál será su destino? Un teatro nos mostrará la fatalidad en proceso de cumplirse, mientras otro tal vez admita la redención o la esperanza, u ofrezca un mayor o menor número de alternativas; pero lo que aquí nos ocupa es un hecho concreto, o justamente una concreción: el pasaje de la idea al acto, su conversión en hecho material, vale decir, su materialización, acontecimiento que supone una puesta en escena y por lo tanto un escenario, punto de conflicto con las fuerzas vivas locales dondequiera que el teatro se ubique.

Una vanguardia interrumpida

Así como los esfuerzos sucesivos del parlamento por librarse de la corte y los de los sindicatos por ganar derechos ante la libre empresa se anudan en una historia real, con todas sus interrupciones, de la tragedia cortesana al drama burgués y del realismo naturalista a la espectacularidad meyerholdiana el teatro no ha dejado de reclamar y procurar a su modo, en construcción paralela, un derecho de ciudadanía para lo imaginario, una posibilidad de intervención. Y si la idea de una influencia semejante de su parte parece aventurada en nuestra sociedad del espectáculo total en continuado, no tenemos más que remitirnos a la historia de la censura, tan discontinua como la de la libertad, para advertir cómo esta corriente ha sido ahogada una y otra vez siempre que ha logrado desbordar un poco el cauce prefijado para ella en lugar de encaminarse a la sequía. Lo interesante es observar dónde, en cada época, traza el poder de turno la línea que interrumpe el movimiento histórico o dramático para favorecer, al revés que cuando moviliza a cuantos haga falta para emprender la próxima conquista, la consolidación de un estado de cosas con la consiguiente detención de los procesos ascendentes espontáneos. ¿Pasa esta línea por el arte? ¿Por el sexo? ¿Por la política? ¿Por la religión? ¿Por las líneas de afinidad entre estos campos tratando de cortarlas? Dziga Vertov quiere decir Movimiento Perpetuo. Cuando la muerte gana una partida, como en el caso de Meyerhold y el resto de su generación, el movimiento es reemplazado por la inercia y sus intérpretes por monumentos en un decorado cuya clave es única, pretende ser definitivo y cuyo silencio aspira a ser la última palabra. Todo movimiento, en el único arte teatral que este teatro público autoriza, está destinado a ser, en el fondo, psicológico, es decir íntimo y privado, y privado también de cualquier otro campo de acción, ya que sólo le está permitido volver sobre sí mismo y a su origen, al menos si quien lo realiza quiere llegar sano y salvo a la próxima función. Mientras tanto, del otro lado del riesgo, la arena política se consagra ya vacía a un nuevo y severo período monolítico: un teatro de moles y ceremonias, cuya forma ideal es la pirámide y en cuya base enterrada una multitud espera haciendo filas.

Lo normal es que nada pase: administración del tiempo por la costumbre. Tal vez la muerte ganó esta partida en 1924 o tal vez antes: el caso es que fue Stalin el heredero de Lenin, a cuyos pies tantos artistas depositaron sus nunca solicitadas ofrendas para ir eclipsándose con la construcción del socialismo a la helada sombra de monumentos y murales. Durante la segunda guerra mundial, Meyerhold desapareció en un campo de concentración en Siberia; nunca fue identificado, ni mucho menos reconocido, sino que, al contrario, se prohibió su nombre en todas las Repúblicas Soviéticas. ¿Qué es la muerte? ¿El pragmatismo del fatalista que se aprovecha de la peste? ¿Es su poder el que se identifica con la muerte? En todo caso, como en la antigua tradición, la de Meyerhold ocurrió fuera de escena: lo mejor para hacerla caer, todavía con mayor facilidad en retrospectiva, bajo el signo de la fatalidad, de aquello que forzosamente debía suceder. Como si fuera la Muerte la que ejecuta los crímenes. A este naturalismo hipócrita y cínico, que cuenta con la fuerza de los hechos frente a los cuales nada puede un testigo, opuso Meyerhold su teatro, consumando el acto latente en el naturalismo psicologista de su maestro: el desenmascaramiento del espectador, convocado a manifestarse y exteriorizar en acciones sus sentimientos e ideas. Si Stanislavski respetaba el silencio y la oscuridad de la platea, Meyerhold atacó esa vida prenatal y procuró dar a luz un público despierto, cuya constitución en el presente inmediato y absoluto del espectáculo fuera capaz de convertirlo, por virtud de la experiencia teatral común, en algo más que un puñado suelto de conciencias lúcidas reunidas: un cuerpo activo y consistente como podría llegar a serlo, utópicamente, una nación. Ese cuerpo, dotado de una vista y un oído superiores, al contrario que el del sordo y ciego espectador participativo de la televisión con invitados, no estaría dispuesto a dejarse arrebatar su condición de público para a cambio dejarse ver en escena, sino que antes, por su bien, se ocuparía, más que de exhibirse, de actuar en su propio terreno, el civil, modelo del reflejo que percibe. Esa acción, que atravesaría linealmente la red de medios por los que la imagen del público circula, no podría a su vez ser mostrada sino tan sólo representada, hecha visible pues no lo es; o demostrada finalmente por un efecto irreductible a su interpretación psicológica, en la medida en que no es la conciencia el ámbito de su eventual acontecer.

2004

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

El espectador desenmascarado 1: Genealogía de Meyerhold

Natalia Goncharova, Liceus

¿Dónde empezar? Al igual que el cineasta Dziga Vertov, con los años cada vez más desplazado por la línea general, o el poeta Vladimir Maiakovski, cada año más aislado entre sus poco fieles camaradas, o tantos otros vanguardistas de aquel tiempo y lugar, el director de teatro Vsevolod Emilevich Meyerhold (1874-1942) siempre soñó con un reconocimiento que Lenin, más musa que padre de estas generaciones, nunca manifestó con claridad a los artistas de su revolución; en arte y literatura, como se sabe, los gustos de Ulianov eran más bien clásicos cuando no, sencillamente, decimonónicos. Ahora bien, él mismo, ¿no es un icono del siglo veinte? ¿No es una de esas figuras que aun como efigie, por su fuerza histriónica, mejor evocan y caracterizan el tiempo que animaron? ¿No recorre aún el mundo reapareciendo cada tanto como un fantasma del siglo del que aquél huye? Lenin: “El Partido se encuentra infinitamente a la izquierda de las masas y el Comité Central infinitamente a la izquierda del Partido.” Volviendo a los orígenes de Meyerhold, sin olvidar su escuela teatral ni su filiación posterior, ¿será posible, trazando un paralelo, decir que el Teatro de Arte se encontraba infinitamente a la izquierda del público teatral de su época mientras que Meyerhold, disidente, se hallaba infinitamente a la izquierda del Teatro de Arte, es decir, del naturalismo?

Foto de familia: Chejov, Olga Knipper, Stanislavski, Meyerhold. Tiene gracia considerar el reparto de la célebre reposición de La gaviota, en el que los dos medalla de oro recién graduados, la futura señora Chejov y el discípulo pronto en discordia con quien siempre reconocería como maestro, Arkadina y Treplev respectivamente en la ficción, hacían de madre actriz e hijo escritor mientras aquel maestro, director de escena, encarnaba a su vez a Trigorin, el escritor amante de la actriz interpretada allí por otra que al fin se convertiría en la esposa del autor de la pieza, supuesta última autoridad moral de su creación. Conociendo las objeciones de Chejov al detallismo naturalista stanislavskiano y su estima por las cartas y la personalidad del joven Meyerhold, quien más de una vez recurriría a argumentos y ejemplos chejovianos para criticar el realismo del Teatro de Arte, proyectar un cuadro edípico resulta tentador, aunque abusivo. Sin embargo, a pesar del respeto que Vsevolod Emilevich siempre manifestó por Constantin Sergueievich, lo cierto es que existen testimonios y pruebas suficientes de su deseo de corregir al director desde la palabra del autor. A pesar de lo cual fue Stanislavski el que logró el reconocimiento de Chejov por parte del público y el que en más de una época difícil dio trabajo a Meyerhold, quien como actor al fin y al cabo solía atenerse en su juventud más a los probados métodos del criticado maestro que a las sugerencias del admirado dramaturgo. ¿Habla esto tal vez de un Stanislavski que al realismo naturalista podía agregar un realismo pragmático, capaz de garantizar resultados concretos y fiables? La solidez de su carrera, en principio al margen de la política, la imposición de su Método tanto en la URSS como en los EE.UU. a través del Actor’s Studio, su respetada posición, comparada con el callejón sin salida en que terminó el comprometido Meyerhold, parecerían indicar algo así como una raíz o un cimiento más firme en lo menos variable de la realidad, resistente a revueltas y revoluciones. ¿Se perdió Meyerhold en una utopía? En El hombre sin atributos, Robert Musil habla del sentido de la realidad y del sentido de la probabilidad, propio del hombre más interesado en aquello que eventualmente podría suceder que en esto que habitualmente sucede. Dado que sus ideas, escribe, “no son otra cosa que realidades todavía no nacidas, también él tiene, como es natural, sentido de la realidad; pero es un sentido para la realidad posible y da en el blanco mucho más tarde que el sentido, congénito en la mayor parte de los hombres, para las posibilidades verdaderas.” Tal vez el teatro de Meyerhold, apoyado en la creatividad y el desarrollo de destrezas más que en la búsqueda de una verdad subyacente, anterior y por lo tanto muy posiblemente opuesta a un potencial liberado hacia el futuro, dé cuenta de este sentido, reacio a toda religión, ideología o consolidación de tendencias. Musil: “Lo que a mí me importa es la apasionada energía del pensamiento.” Una energía que no admite ser fijada en forma alguna, en ninguna fórmula, sino que vive de su propio dinamismo, del movimiento, del cambio: su naturaleza es pura potencia; su realización, permanentemente provisoria. Ni muerte ni resurrección, luego, sino proceso continuo (“continuidad de la ruptura”, diría el cineasta de vanguardia Jean-Luc Godard), a veces interrumpido pero siempre latente. Para Meyerhold, lo decisivo en el teatro era el movimiento escénico. ¿De qué se trataba entonces, sino de exaltar la ejemplaridad de las transformaciones?

Fuga sin fin

Hegel: “El ser determina la conciencia en la prehistoria; en la historia, la conciencia determina el ser.” Como Stanislavski, Meyerhold tomó su nombre de un poeta al que admiraba. Pero fue más allá: hijo de un luterano alemán, no sólo cambió su nombre por otro ruso sino que también optó por esta nacionalidad y se convirtió a la religión ortodoxa. Es decir, corrigió su herencia y modificó los atributos de su identidad para ajustar lo que ya era a aquello que quería ser; y, si bien estos actos parecen traslucir más que nada una rebelión filial, esta rebelión no conoció el arrepentimiento sino un desarrollo cada vez más consciente, manifiesto en la tenaz voluntad con que este brillante improvisador buscó un conocimiento cada vez más científico del fenómeno teatral, capaz de aportar progresos reales más que ilusorios y de contribuir a un mayor dominio del espíritu sobre la materia, ideal de acuerdo al cual trató la escenografía y entrenó a sus actores. Pues parte esencial del proyecto meyerholdiano son tanto la investigación como el magisterio, ejercidos en forma constante y dotados en ambos casos de un sentido no sólo artístico sino también político, enlazados en una cultura teatral comprometida profundamente con la transformación de la sociedad.

Es interesante, desde este punto de vista, considerar lo ocurrido entre Meyerhold y Stanislavski muy temprano en la carrera de aquél, durante el políticamente agitado año 1905, cuando el director naturalista volvió a llamar a su antiguo intérprete, quien había dejado la compañía un par de años antes para emprender su propio camino, con el propósito de ofrecerle la dirección del Teatro Estudio, una reciente filial del Teatro de Arte que estaría dedicada a la investigación y desarrollo de nuevas formas teatrales capaces de acoger la nueva literatura dramática que se estaba produciendo entonces y de renovar la vía abierta unos años antes por el naturalismo. Fue este proyecto, interrumpido sin embargo luego, el que permitió a Meyerhold establecer el método de trabajo que continuaría desarrollando durante toda su carrera: una inestable combinación de enseñanza, entrenamiento, experimentación, ensayo y espectáculo en la que cada una de estas actividades realimentaría sin pausa a las otras, generando una interacción dinámica entre ellas tal como la que el director aspiraba a producir entre su trabajo y el público. Stanislavksi describía el Teatro Estudio como “ni un teatro acabado ni una escuela para principiantes, sino un laboratorio para los experimentos de actores más o menos formados”, lo que era quizás la situación de trabajo ideal para Meyerhold. Ahora bien, al asistir a la prueba de vestuario de La muerte de Tintagiles, la pieza de Maeterlinck que especialmente había encomendado a Meyerhold, después de un tiempo que le pareció interminable, durante el cual la acción avanzaba tan lentamente como era posible en la intolerable y voluntaria penumbra del escenario, Stanislavski interrumpió el ensayo con un grito: “¡Luz!” La luz se hizo, el efecto escenográfico se echó a perder y Constantin Sergueievich argumentó: “¡El público no puede aguantar la oscuridad en escena durante tanto tiempo, va contra la psicología, deben ver las caras de los actores!” Parece un compendio de lo que separaba a un director del otro: el concepto de la psicología como clave última del comportamiento, con el consiguiente acento puesto por Stanislavski en la cara del actor, tanto como Meyerhold lo pondría luego en el cuerpo. La Primera Revolución Rusa cerró entonces los teatros y los ensayos fueron abandonados; Stanislavski no actuó como censor, pero de algún modo su gesto formula una especie de veto muy elocuente ya que separa, con la suspensión del estreno, a Meyerhold del cuarto elemento fundamental en su concepción del teatro: el público.

Vida durante la guerra

Pues al fin y al cabo la causa fundamental de la ruptura entre Stanislavski y Meyerhold, que por otra parte manifestaron y demostraron su mutua estima y respeto profesional en numerosas ocasiones durante sus respectivas carreras, no parece haber sido otra que el lugar que cada uno adjudicaba al espectador en el evento teatral. Stanislavski no dudaba de que “un actor debe tener un punto de atención, y ese punto de atención no debe estar en el público”. También sostenía que la secuencia de objetos en que el actor enfoca su atención debe formar “una línea sólida, que permanece de su lado de las candilejas sin perderse jamás en el auditorio”. Meyerhold se oponía a esta concepción, según la cual el actor debía excluir al espectador de su conciencia, y ya en 1907 proponía un intérprete muy distinto, que se coloca “cara a cara frente al espectador y libremente le revela su alma, intensificando así la relación fundamentalmente teatral entre espectador y actor”. Para Meyerhold, la audiencia era la cuarta dimensión vital sin la cual no hay teatro. Las otras tres dimensiones (autor, director, actor) no pueden hacer teatro solas, ya que sólo en algún lugar entre ellas y el público el teatro sucede. Lo esencial era para él esa relación “fundamentalmente teatral”, la teatralidad en sí, en contraposición con la imitación de la vida o la representación de una verdad inscrita en la naturaleza humana, en su psicología, características del naturalismo. He aquí un enfrentamiento decisivo, de importantes consecuencias políticas. Ya que, si para una concepción se trata de reconocer y comprender la naturaleza de las relaciones humanas más allá de las convenciones sociales, para la otra, que alcanzaría su máxima expresión en el momento de mayor exaltación revolucionaria, se trataría ya de modificar esa naturaleza y hasta la naturaleza misma justamente a través de la acción social, con el grado de agresión que esta pasión implica.

Hegel otra vez: “El terrorismo es la dictadura total del espíritu.” ¿Es éste el problema de las vanguardias, la razón de su persistente rechazo por parte de las mayorías? En 1905, entre otras innovaciones, el Teatro Estudio suprimió las maquetas escenográficas, con su mimética fidelidad al detalle, para sustituirlas por bocetos capaces de desarrollar rápidamente, con la fluidez del pensamiento, las ideas directrices de la representación y sugerir los aspectos fundamentales del espacio escénico. Era un pasaje de la cosa a la idea, de un dominio material, por así decir, a otro espiritual, imponiendo de este modo la supremacía de las ideas, del pensamiento, del trabajo intelectual: el dominio del espíritu sobre la materia. Semejante concepto es hoy habitual en el teatro y se ha vuelto casi una evidencia, hasta el punto de que el naturalismo fotográfico en escena recibe por lo general el mayor desdén profesional. Sin embargo, el grado de abstracción necesario para leer los signos ha sido siempre un problema de comunicación entre el intelectual de cualquier tendencia y las masas de todas partes. En la América precolombina, por ejemplo, los sacerdotes mayas y aztecas procuraban transmitir a sus pueblos la idea de que era un mismo dios el que estaba detrás de cada estatuilla que adoraban y no que cada uno de estos ídolos era él mismo un dios; habitualmente, no tenían éxito: el apego del pueblo a la existencia física y a las realidades concretas, como el de cada comunidad al santo de su tierra, tradicionalmente ha sido más fuerte que su poder de abstracción. Pero este materialismo, que podría ser un antídoto contra los sempiternos proyectos de centralización de los poderes hegemónicos, rara vez llega a disputar a éstos el territorio, su posesión o su organización. Brecht: “El verdadero realismo no consiste en cómo son las cosas reales, sino en cómo son realmente las cosas.” Esto requiere una inteligencia extremadamente activa. La visión de conjunto supone un hábito de lucidez, una educación. Un gobierno fuerte, como el de Stalin, prefiere reservársela y monopolizarla. E imponer, más que la visión, el diario contacto con “las cosas como son” bajo su poder: en arte, una especie de costumbrismo que en la Unión Soviética se llamó realismo socialista y en cuyo nombre se liquidó a Meyerhold, como a tantos otros.

2004

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

El público en escena 1: Víctimas colaterales

Juguetes de verdad

23 de octubre de 2002. El escenario de los acontecimientos es otra vez un teatro. En la noche postsoviética, libres hace años de la pétrea presencia de los Líderes del Partido, varios centenares de ciudadanos moscovitas marchan en espontáneo desorden por sus calles hacia el Palacio de la Cultura de su ciudad, en cuyo teatro asistirán, como tantos vecinos suyos a lo largo del exitoso año que el espectáculo lleva en cartel, a una representación del musical Noroeste, título de esta afortunada adaptación de la novela romántica Dos capitanes, del compatriota Veniamín Kaverin, que coincide con la latitud del planisferio donde sigue vigilante el enemigo de otrora, representado en todo el mundo por el género teatral aquí en cuestión. A la platea colmada responde una producción abundante, que incluye hasta un avión en escena y procura no excluir a nadie; la velada va pasando al compás de los números musicales, entre los cuales el público va siguiendo sin dificultad las agitadas peripecias de los comediantes. Excitement, fun, entertainment: nada que no conozcamos de este lado de la derribada cortina de hierro. Transcurre el primer acto sin mayor novedad. Hasta que ocurre la noticia: ya habituados a la magnitud del espectáculo, uno de los espectadores que vivieron para contarlo y todos sus camaradas pensaron al comienzo, según declaró aquél, que el hombre que al terminar la primera escena del segundo acto subía al escenario y disparaba al aire, ordenando a los actores bajar a la platea, daba así inicio a la escena siguiente, en un alarde de ubicuo distanciamiento brechtiano (esto no lo pensaron). Se dice en el show-business que el primer acto lo escribe un mono, el segundo un profesional y para el tercero ya hace falta un artista; los hombres y mujeres con explosivos amarrados al cuerpo que reemplazaron entonces a los artistas sobre el escenario no eran profesionales, sino verdaderos chechenos que exigían, decididos a morir por su causa, el fin de la guerra y de la presencia rusa en su patria, a cambio de no volar el teatro con todos sus ocupantes, rusos y chechenos, dentro de él. De pronto, hasta el más distraído espectador ha devenido protagonista; trasladado por sus secuestradores al centro de la escena, y enseguida por los medios al centro de atención de la comunidad internacional, el público que durante el espectáculo había conservado su sitio tranquilamente al margen de la acción se encuentra ahora, forzado por los hechos, abocado a la resolución de su destino. Se trata de un protagonismo pasivo, en oposición al protagonismo activo de los guerrilleros del Cáucaso; pero, para los millones de víctimas potenciales del terrorismo internacional en todo el mundo, cuyos entrenados mecanismos de identificación (¿o es ésta sólo una ilusión proyectada por la prensa?) no tardan en ponerse en marcha, es ante todo la suerte de los rehenes, atrapados entre dos fuegos, el de una insurrección intempestiva y el de la consecuente autoridad inflexible, lo que está en juego y les otorga el papel principal, como a las mujeres y los niños las leyes orales del naufragio, que prescriben a los hombres el actuar en función suya aun a costa de sus propias vidas. Identificar al Mal con un agente activo así como al Bien con el pasivo no es nuevo: exaltando el rol de la víctima, la prensa multiplica las imágenes dramáticas de mujeres, tanto rehenes como guerrilleras, aclarándonos de estas últimas su condición de viudas sin que esto implique una defensa de los muertos; la violencia parece más injusta cuando azota las pieles más suaves; la inocencia, más pura o evidente cuando se la viste de impotencia. Y el mundo deviene un teatro intermitente: volviendo ojos y oídos en forma periódica aunque irregular hacia sus semejantes de Moscú, los ciudadanos del mundo siguen la escalada de exigencias de ambos bandos beligerantes hasta la decisión final de quien, a diferencia de los numerosos bandos de neutrales, está dispuesto a señalar un culpable. Discreta, una orden suya pone en marcha una estrategia; un gas adormecedor iguala a activos y pasivos; de entre los muchos que esperan fuera se destaca un comando que enseguida se apodera del teatro; del norte y del oeste pronto llegan los solitarios pero sonoros aplausos de los semejantes del líder desafiado; la guerra en Chechenia continúa. Los neutrales, que amargamente se reconocen en los intoxicados, muertos y heridos de este enfrentamiento, víctimas tanto de sus atacantes como de sus defensores, no se identifican con sus líderes, por democráticas que hayan sido las elecciones; no los apoyan, no los sostienen, pero tampoco los derriban, hundidos en una masa que anula en sí todo movimiento. ¿Qué decir de este público tan discreto, tan escurridizo, que disperso por el mundo recibe en su ánimo el impacto de los hechos mediatizados? ¿De este público, indistinto y desigual, que no aparece cuando es llamado, que si aparece no se manifiesta, que si lo hace es a pesar suyo o que lo hace cuando ya es tarde? La noche del 24 de octubre que por la mañana trajo a todo el mundo las noticias de Moscú, en el Teatro Nacional de Catalunya se procuraba evocar, por primera vez, en carácter de estreno, el acontecimiento terrorista por excelencia de nuestra era: 11 septiembre 2001, el oratorio del francés Michel Vinaver, se propone hablar, según el programa de mano, “de guerra, de destrucción, del anonadamiento del ser humano. (…) De las víctimas, pero (…) sobre todo de los supervivientes, de aquellos que llevarán en su cuerpo las cicatrices de la guerra y guardarán en su memoria la vergüenza, el dolor y el miedo”, y que en la obra “tienen la palabra” porque “merecen que se los escuche”. El oratorio, demasiado breve para sostener una función, se ofrece acompañado por una adaptación, firmada por el mismo Vinaver, de la tragedia Las Troyanas, de Eurípides: una obra clásica que habla de los mismos temas que la moderna, pero con respecto a la cual se debería haber considerado una diferencia capital que excede con mucho nuestras posibilidades de intervenir, ya que reside en sus destinatarios originales.

Memoria del 11-S

Dos o tres años antes de que Eurípides estrenara su grave tragedia, los atenienses en guerra con Esparta habían decidido no tolerar más la neutralidad de un pequeño pueblo vecino. A la última negativa a convertirse en aliados suyos, respondieron con un ataque que terminó en la destrucción del poblado, el exterminio de los hombres y el cautiverio de las mujeres. Más tarde, ante aquella representación de la caída de Troya, forzosamente debían reconocer la situación: una ciudad en llamas, un ejército de cadáveres y un coro de mujeres lamentándose por ser arrancadas de su tierra para ser reducidas a humillante servidumbre. Conocían muy bien a esas troyanas; habían visto, implacables, su desesperación. Muchos tenían en casa esclavas ganadas en ocasión semejante, mujeres huérfanas y viudas de cuyos padres y maridos ellos eran los asesinos y de cuyo desamparo eran ahora los aprovechados beneficiarios. Aquel reflejo era el de sus acciones, lo que mostraba eran las consecuencias de sus actos. Podían escuchar la acusación que Eurípides les dirigía y sopesar su responsabilidad por el dolor a cuya representación asistían. Aquello les incumbía ineludiblemente, era el resultado de una decisión indelegable, de sus propios hechos consumados. ¿Cuál es la analogía con el 11-S, así abreviado en honor al estilo de una época? ¿En qué resulta el público actual comparable a los conciudadanos de Eurípides? ¿Qué responsabilidad le cabe por el ataque al WTC? Llamado a reeditar lo que hace un año sintió por las víctimas, el público reencuentra su impotencia y se aburre. ¿Qué podría haber hecho? ¿Qué puede hacer hoy? Posiblemente más barceloneses de los que fueron al teatro vieron por aquellos días, entre viaje y viaje, los fragmentos que la tele del metro estuvo transmitiendo de una pieza teatral muy exitosa en India, cuyos temas eran el 11-S y la Guerra de Afganistán. A la caída de las torres, a la aparición de Bin Laden en escena, a los fuegos artificiales que representaban los bombardeos del ejército anglosajón, este público oriental respondía dando vivas muestras de entusiasmo. ¿Pero cómo reaccionaría ante las compungidas piezas de Vinaver? Reticente, indeciso, el público despolitizado de las ciudades globalizadas del nuevo milenio permanece neutral, rechazando lo inevitable, sin embargo acusador, incapaz de representar nada ni de hacerse representar, por lo cual en estos tiempos tantas elecciones resultan empatadas y desempatadas azarosamente: un público cautivo entre los extremos del “pensamiento único”, que un mal día en que se tuerce la balanza es localizado y arrojado de su butaca al escenario por un puñado de fanáticos con los que el diálogo es tan improbable como con los poderosos a los que éstos tratan de alcanzar a través suyo. Y he aquí el lugar del público, su papel y su poder, imposible de ejercer por él mismo sino sólo por quien se arroga su defensa o su amenaza: el rol ya no de testigo sino de víctima, inocente al fin por impotencia, cuya voz y cuyo voto quedan en suspenso precisamente a la hora de actuar, y de actuar en su nombre, decidiendo o no su sacrificio. Pues no es que los inocentes queden atrapados en el campo de batalla, sino que ellos son su elemento primordial: la batalla se da allí donde estén ellos, y porque ellos están allí. Si no hay drama sin conflicto, en un mundo cubierto de signos tampoco habrá conflicto sin drama; y el drama buscará su teatro, y como no hay teatro sin público…

2002

Crítica del público, La decadencia del arte popular (2002-2018)