Arte a crédito

Cuando el arte ataque: voracidad del dólar pintada por Blu en Barcelona

Completamente de acuerdo con Avelina Lésper. O casi. Cuando denuncia lo fraudulento del arte actual en general, cuando describe a coleccionistas, galeristas y marchands como “corredores de bolsa o vendedores de terrenos que no ven –ni miran- realmente la obra, que es una inversión rápida”, sino que “especulan con commodities”, cuando incluye a los suplementos y las revistas culturales en la omnipresente conspiración mercantil que “exalta el lujo, como las publicaciones de moda o decoración”, o cuando condena una educación artística en la que ya no se enseña a dibujar, pintar ni trabajar materiales sino sólo a justificar cualquier cosa para presentarla como arte, asentimiento total. De acuerdo también con la etiqueta de arte VIP (video-instalación-performance) para el arte hoy reconocido como contemporáneo, interesado en marginar, de los museos más modernos y las bienales de arte, pintura, dibujo y escultura como muestras de un oficio antiguo, que ya no vale la pena adquirir ni ejercer, cuando hay maneras mucho más fáciles y rentables de producir mercadería estética. De la venalidad de los productores que la elaboran y los curadores que la distribuyen tampoco me cabe duda: With Usura / no picture is made to endure nor to live with / but it is made to sell and sell quickly (Pound). Son los tiempos que corren y ninguna oposición se mueve tan rápido. Pero los juicios de Lésper sobre Warhol y Duchamp, aun cuando uno comparta el punto de vista implícito sobre el aspecto negativo de su influencia, comprobable en todo lo que busca ampararse bajo su paraguas y por eso celebra su éxito, admiten cierta reserva. Esto es lo que dice la crítica mexicana:

Avelina Lésper acusa

Sobre Warhol: “Warhol es un publicista, no un artista, y su única obra fue su vida social; el resto es un fraude, una de las grandes mentiras del arte.”

Sobre Marcel Duchamp: “Si hay alguien publicitado y sobrestudiado, es Duchamp. Nunca fue un artista. Es un gran estafador. Lo que logró Duchamp fue que la mediocridad tuviera acceso al arte. Impuso que lo que se diga de la obra importe más que la obra y que, por milagro de la palabra, cualquier objeto sea arte. Por eso hoy tenemos banalidades intelectualizadas en los museos, y por eso los coleccionistas compran un montón de libros rotos en miles de dólares. Como buen burgués, despreció la mística del trabajo para ensalzar la ociosidad de la palabrería hueca.”

En ambos casos, lo que se denuncia es el fraude, la estafa. Sin embargo, más allá de la capacidad artesanal demostrada por ambos en la realización de aquellas obras que la requerían, en general –pero no siempre- anteriores al hallazgo de su modo de hacer más característico o más reconocido, e incluso más allá de la evidencia de la adecuación, en cada caso, de la forma a la idea transmitida con ella y de que, especialmente en Warhol, sea el seguir esa idea hasta las últimas consecuencias lo que conduce de la forma al formato (una forma de representar tan aplicable a productos de supermercado y estrellas de Hollywood como a accidentes automovilísticos, lo cual resulta instantáneamente expresivo del mundo que así se muestra), hay que reconocer a ambos creadores el mismo mérito que a los hombres de negocios cuya asunción de riesgos se ve recompensada. Pues no se sabía, en el momento de llevarla a cabo, el resultado de la inversión, ni existía ya en su plena forma el mercado que la acogería, sobre todo en el caso de Duchamp, que, como se sabe, colocó su obra al amparo principalmente del mecenazgo de los Arensberg.

American way of death

Dicho lo cual, como de acuerdo con Lésper, habría que conceder, por más audacia que el arte requiera, que el mérito señalado no es intrínsecamente artístico sino más bien mundano, hasta comercial. Reside en haberse anticipado a la apertura de un mercado a partir del sentimiento y el presentimiento, del reconocimiento de un crepúsculo y de la percepción, en la noche inmediata, de un alba distinta tras la cual todo lo previo no viviría del mismo modo. Las series de Warhol, que aplican al arte el principio de fabricación en serie característico de la industria, representan con escalofriante exactitud, bajo el barniz de plástico y el brillo pop de sus formas ostentosas, a través de su instantánea repetición al infinito, todo cuanto se acumula de mortífero en el modo de vida americano, sin que esto equivalga a una denuncia, lo cual lo vuelve mucho más preciso y efectivo. La distancia que toma Duchamp de la pintura llamada por él “retiniana” le permite contemplarla con un desapego original para plantear la representación de otro modo, del que dan cuenta tanto lo invaluable del ready-made como el sentido frustrado por la forma que es tan propio del juego de palabras. Lo curioso es cómo la proliferación discursiva en detrimento de la obra física, inflación asociada al arte conceptual incluso como su principal rasgo cómico desde la perspectiva de sus detractores, puede venir de Duchamp sin que se adviertan del todo, o sólo de manera muy general, las consecuencias de la intención evidentemente humorística de éste, que conducen a todo concepto a patinar en sus propias huellas, como lo muestra la escritura de Joyce en Ulysses y en Finnegans Wake o el gesto de displicencia con que el propio Duchamp abandona sus grandes obras después de dedicarles años de retoques y cuidados. Que los conceptos acaben resbalando en sus propios términos y revolcando así a las ideas por la materia de la que vienen no es algo que sus explotadores no estén dispuestos a celebrar: esto es lo que les permite no tomar en serio más que el número de clientes entre quienes puedan divulgarlos, ajeno a la profundidad de su comprensión, y manipular valores y precios sin topar con la resistencia de verdad alguna. “Como buen burgués, despreció la mística del trabajo para ensalzar la ociosidad de la palabrería hueca.” Esto es literalmente lo que dice Avelina Lésper de Duchamp. Pero, si se analiza la frase, si se toma cada uno de sus términos y se lo considera con la frialdad opuesta al calor polémico que lo ha reunido con los otros, podremos ver cómo, al hacer vacilar tan resuelto juicio, otra ecuación se presenta, según la cual el supuesto bien no sería forzosamente tan deseable y su correspondiente mal aparecería en rigor como la etapa más evolucionada a superar.

El imborrable origen burgués

“Como buen burgués”: buenos o no, tanto Warhol como Duchamp, hijo de un notario que apreciaba el arte lo bastante como para apoyar a sus tres hijos artistas, tenían el sentido burgués del negocio, consistente en esa creación que sigue trabajando en ausencia del creador y produciéndole beneficios, tanto en términos de dinero como de tiempo libre y de una amplia disponibilidad para otras actividades. Entre ellas, pensar, aunque no trágicamente. “Desde que los generales no mueren a caballo, los pintores no tienen por qué morir ante el caballete.” (Duchamp) Aquí hay un preservarse asumido, como en la producción en serie o en la delegación de la ejecución manual de los trabajos. Un cierto dandismo también, por el desapego respecto al cuerpo social para aprovechar, en cambio, la circulación social de las imágenes. Quienes creen desenmascarar el juego pueden llenarse de odio, como Valerie Solanas, contra quien logra ganar con la banca recién constituida, pero el bienestar personal estaba comprendido en la apuesta de estos jugadores, que no por eso hacen trampa, sino que dejan de jugar de acuerdo a reglas cuya vigencia se les aparece como ilusoria. Por ese vacío, por esa desdramatización, pagan un precio, un cierto descrédito, pero a cambio el gasto hecho se vuelve inversión, con los amplios retornos que en los dos casos se conocen. La muerte a repetición en las obras de Warhol, o el deseo imposible en las de Duchamp, tienen su contrapartida cómica en los públicos malentendidos a que su modo de hacer da lugar. Algo cierto ha ocurrido, pero detrás de la cortina del rumor de los comentarios. Humo: eso es lo que se vende ahora, a toro pasado, precisamente una vez rematada la faena. Ahí tenéis a la afición, the show must go on.    

“Despreció la mística del trabajo”: cabe preguntarse qué significa esa “mística”. ¿Es el trabajo por el trabajo, como se habló alguna vez de arte por el arte? ¿Es el deseo puesto en común, como en la construcción del socialismo o en toda utopía comunitaria, ya sea religiosa o política? Perdido el fundamento en que se basaba el arte religioso, liquidada la posibilidad de sacralizar el trabajo artesanal por la desacralización del objeto desde que existe el mercado, inviable el tomar tanto el cielo como la tierra por asalto y amenazado el arte mismo por una práctica que trasladara la estética del cultivo de las cosas al de las relaciones sociales, otra promesa revolucionaria realizada cínicamente por el capitalismo, esa “mística” practicable en tiempos en que para poder explotar a una sociedad primero hay que construirla –punto de vista de su amo- ya no surge en un contexto de total degradación del trabajo mismo a manos del negocio: es el negocio la base del trabajo y no al contrario, siempre que el capital tenga la iniciativa. Retirado éste, no hay trabajo y sólo queda la mística: ésta puede encontrar su sitio con mayor facilidad en sociedades pobres o en los bolsones de actividad sin fines de lucro que las sociedades ricas pueden tolerar en su interior, pero a la larga el capital siempre vuelve y la mística ha de enfrentarse al negocio. Ahora bien, ¿son los fariseos, los defensores del culto y del rito, una alternativa más deseable para el artista libre que los filisteos, campeones del comercio y lo mundano?   

La tierra del trabajo

“Para ensalzar la ociosidad”: para ensalzar, al contrario, la laboriosidad, se pintaban esos murales soviéticos en los que el realismo socialista ofrecía su propia versión de la verdad y la utopía. En cuanto a la ociosidad, es la mayor oferta del bloque opuesto, siempre presente en la publicidad y remedada sin descanso por el aluvión igualmente creciente de postales, instantáneas y selfies que comparte de un punto a otro del planeta toda la mano de obra a la espera de volver a ganarse el pan. No toda, es cierto, sino sólo aquella pasible de empleo en el mercado de las imágenes. La ociosidad no requiere ser ensalzada, como sabe el más humilde esclavo; cuando lo es, deja de ser ociosa ya que entra en combate, en oposición al ejército de los laboriosos. Para éstos, sin embargo, es el supremo bien, sólo que no pueden pagarlo a menos que sea con la propia piel, que deben dejarse en la diaria labor para eludir la ruina del ocioso sin bienes. Obtenerlos es la razón del trabajo, pero la riqueza de los empleadores ya no está basada en ellos, sino en un crédito cada vez más independiente de todo respaldo tangible. Como a los sacerdotes que no querían mirar por el telescopio que Galileo les presentaba en la obra homónima de Brecht, a los representantes de esta capa social conviene más la fe en un discurso, ya no el de Aristóteles sino el de sus economistas, que el examen directo de los recursos a su disposición, cuya abundancia o falta sólo contribuiría a desacreditarlos. Pero aun si nadie les creyera, ¿qué importa? Por más denunciada que sea, la mentira no está en peligro hasta que una verdad suficiente es enunciada y lo bastante creída como para comprometer seriamente a sus seguidores, así también en posición de riesgo. De pronto ya no se trata de crédito sino de un cuerpo a cuerpo, con toda la carga de violencia implícita en esta visión de la lucha por la vida, cuyos asaltos y saqueos sin más subterfugios legales despierta en los interesados un temor aún mayor que la indignación. Ese miedo no es despreciable: es el último freno realista que la prudencia opone al ataque directo a los dueños de las armas, pero el problema entonces es cómo avanzar con el freno puesto. Cómo sostener la visión del paraíso junto a la del cielo vacío tanto de dioses como de hombres.

“De la palabrería hueca”: no hay tal palabrería, pues las palabras siempre dicen algo. Es el interés de quienes oyen el que los lleva a sobrevaluar o a no apreciar un discurso. Desde que el cielo está vacío, el famoso silencio de la pintura angustia y toda la teología en continuado de la crítica, buena, mala, interesada u honesta, no alcanza a restaurar una fe que sólo logra ser depositada con nostalgia al pie de los altares antiguos, aquellos que todavía congregan más fieles: los del viejo Renacimiento, el viejo Clasicismo, los viejos impresionistas, el viejo Picasso o las viejas vanguardias del siglo XX. Los que promueve el turismo, es decir, los que el turismo es capaz de promover: históricos, como las ruinas del Coliseo o las del Partenón. En el presente no se cree, ya que se lo tiene ante los ojos, y a las creaciones del capitalismo se les ve el precio, que por otra parte es casi lo que más llama la atención del público, demasiado pronto y desprovisto de cualquier otro valor tan evidente como para suscitar la creencia en otra realidad sobre la que valdría la pena discutir. ¿La discusión sobre el mercado, entonces, ha de ser mercantil? En todo caso, como se ve en las ferias de Arte y en las del Libro, las multitudes que acuden a ellas son las primeras en preferir los temas comerciales a los estéticos, cuya relevancia, ya que todo vale (mientras que un negocio siempre arrojará dramáticas pérdidas o ganancias), resulta mucho más difusa y sin mayor consecuencia. Sobre estas cuestiones, las del mercado, en busca de su verdad, insisten una y otra vez las preguntas hechas al final de charlas y conferencias. Pero las respuestas siempre parecen vagas en comparación con la única que pide cualquier argumento de venta: la compra.

El doctor y los miserables. Ilustración de Tardi para Viaje al fin de la noche (Louis-Ferdinand Céline)

“Han traído putas a Eleusis / por mandato de Usura”: así acaba el poema de Pound, considerado por muchos “el más anticapitalista que se haya escrito” (Juan Gelman). Este final reúne en una imagen los dos principios enemigos, el de lo sagrado y el de lo profano, por medio de la profanación, precisamente, del vencido por el vencedor, en adelante vendido y vendedor. Otro fascista, que se apegaba al oro como el poeta al sol, explicó varias veces, con distintas palabras, el título de su segunda novela, Muerte a crédito: consiste en ir pagando por la propia muerte, la que le corresponde a uno, la que debe ganarse, poco a poco, a plazos justamente, a crédito sobre lo que uno es y por lo que debe responder, a lo largo de toda la vida, mediante un trabajo a destajo que debe hacerse dejándose en él la propia piel, a fondo y hasta el fin. En Viaje al fin de la noche se dice así: “Y esto es quizás lo que se busca a través de la vida; nada más que esto: el más grande sufrimiento posible a fin de llegar a ser uno mismo antes de morir.”

Arte a crédito: si el que denuncia Lésper en sus comentarios fuera el de Céline, consistiría en el trabajo encarnizado, humilde y orgulloso a la vez, que la crítica reconoce en la antigua fabricación de objetos estéticos y echa de menos en los calculados productos que dominan la escena actual. Pero el crédito en este caso no consiste en ir pagando de a poco, con lo que se tiene, con lo que se consigue a través de muchos, sucesivos y constantes esfuerzos agotadores, aquello a lo que se aspira, sino en vivir de una promesa cuyo cumplimiento se posterga cada vez detrás de una nube de palabras cuya función es renovar el crédito anunciando nuevos y nunca antes vistos beneficios. Nunca llega la hora de mostrar las cartas ni de, como exigía el propio Céline, llegado el momento, “pagar al contado”. No hay con qué, podemos sospechar, como denuncia Lésper señalando el fraude, lo que en términos estéticos vendría a indicar la ausencia de esa verdad atribuida a la belleza cuya evidencia aún deslumbra en el arte clásico, aunque la alcance la misma sospecha que a toda apariencia. Ni verdad ni belleza en estas expresiones lo bastante insuficientes como para refugiarse en supuestos sobrentendidos o en los subtítulos aportados por tanta teoría adjunta; sobre todo, ninguna relación entre belleza y verdad y, en consecuencia, ninguna revelación. La conclusión ofrecida por la obra clásica en su perfecto acabado es aquí remitida a una instancia tan dudosa como rotunda era la demostración alegórica de los viejos tiempos. ¿Qué hacer ante tal incertidumbre? O, mejor dicho, ¿qué preferirá cada uno hacer? ¿Liquidar y cobrar lo que haya aun si sólo quedan deudas? ¿Matar a la gallina de los huevos de oro? ¿Proclamar que el rey está desnudo? ¿Renegar de la naturaleza virtual de este arte no “retiniano”? ¿O seguir manteniéndole el crédito a la espera de que los nuevos prodigios técnicos, como antaño, cuajen por fin en una imagen original?

Sacrificarse para comer. Van Gogh en pos de lo sagrado tras las huellas de Millet

El problema es si es deseable, y para quién, ese regreso al origen. Esa vuelta al fundamento religioso como fuente de trascendencia. Ya que los dioses nunca fueron muy benévolos y la tierra siempre fue dura. No como ahora, sino como cuando para casi todo el mundo era necesario trabajarla para comer. De allí vienen las religiones, sus ritos y sacrificios, mitos y objetos de culto, luego trasladados al arte. Pero ¿cuántos de quienes hoy visitan galerías y museos, van a exposiciones y leen al respecto querrían volver del mercado no ya al taller sino al surco de tierra, la materia misma, de cuyo cultivo viene la sacralización de lo material? El contacto con el origen sagrado siempre requería un sacrificio, que es lo primero que se rechaza cuando se pierde la fe en la clase sacerdotal, en la monarquía por derecho divino o en el sol del porvenir. Entonces aparece el rebelde sin causa, es decir, no sin motivo, como se ha explicado tantas veces de la película de Nicholas Ray, sino sin una causa capaz de restaurar el lazo con lo trascendente. Las novelas de Céline, así como su vida, ensayan una respuesta bastante explícita a esta situación: Ferdinand, el protagonista, se resiste y se niega a ser sacrificado por otros –“he defendido mi alma hasta el presente”-, pero él mismo, como narrador, es su propio sacrificador, en cuerpo y alma, empeñado en llegar hasta el fondo último de la noche para pagar su muerte hasta el último centavo. Esta moral dura puede resultar incomprensible en la era de la “ética indolora” (Lipovetsky) que hoy nos guía e incluso reprobable, como es Céline en general para el lector democrático, pero ilustra y advierte sobre lo que acecha al otro lado del simulacro: no la vuelta a una Arcadia libre de la inflación causada por el comercio, sino al áspero surco de tierra sobre el que tanta sangre se ha vertido. Y es antes de este yugo que de aquél que luchó la conciencia humana por levantar la cabeza. 

2015

De ocaso en ocaso, La decadencia del arte popular (2002-2018)

La palabra está de más 3: Aprender a escribir

El tiempo recobrado

Escribí El ruido y la furia y aprendí a leer.

William Faulkner

La gran época de la novela clásica fue el siglo diecinueve, la gran época de las vanguardias fue la primera mitad del siglo veinte, la gran época del libro de bolsillo fue la segunda mitad del mismo siglo, nuestra época parece marcada por la explosión mediática y la digitalización generalizada pero no sabemos en qué será grande. Un fenómeno comprobable, sin embargo, es el de la multiplicación de los que escriben y publican, ya sea en papel, online, en editorial o por cuenta propia. Un fenómeno curioso y en apariencia contradictorio, en un mundo cuyo lamento por la decadencia cultural, que siempre encuentra un escalón más bajo, resulta una música de fondo tan constante como difícil de apagar o desoír. En ese crepúsculo de las letras, las artes, la política y todo lo que no es tecnología, cada vez más no sólo escriben sino también, a pesar del interesado y cotidiano espectáculo del triunfo de la ignorancia, se esfuerzan en aprender cómo hacerlo. Puede que la demanda no sea tan alta como querrían los capaces de enseñar, pero aun así es evidente que la relativa proliferación de oferta docente se basa en un interés por parte de un público. Un público, por otra parte, como el grueso de cualquier público actual, ansioso en su mayoría por pasar al otro lado de las candilejas, y no sólo por vanidad sino por causas más profundas, desde el deseo de reconocimiento estudiado por Hegel hasta la necesidad de un sentido para los propios actos cuya suspensión, naturalmente, es difícil de tolerar.

La mayoría de los individuos empeñados en este intento son lo bastante lúcidos y razonables como para advertir, por debajo de estas pulsiones, otro tipo de cuestiones que la escritura pone en juego y a las que es capaz de ofrecer algunas respuestas. De la misma manera, cualquier profesor de este arte que muy probablemente, como tantos en ésta y otras disciplinas antes que él, enseñe ante todo por ineludible necesidad económica, mejor atendida en su caso por ésta que por otras prácticas, puede reconocer, además de la crematística, otras satisfacciones y otros valores vinculados a su tarea. Sin embargo, volviendo a la cuestión de la época y a la sobreabundancia contemporánea de vocaciones de poeta, si se las puede llamar así, dentro de un contexto cultural depresivo, según las apreciaciones más habituales de los interesados, cabe hacerse una pregunta. Tanta enseñanza, tanto aprendizaje, ¿señalan un alba o un ocaso? ¿Expresan la riqueza o la pobreza de una actividad?

La búsqueda de una voz propia

Como el optimismo afirmativo no liquida la sospecha pesimista que lo sigue como si fuera su sombra, como la fórmula de Gramsci recomendando un “optimismo de la voluntad” unido a un “pesimismo de la inteligencia” marca los polos de una ecuación pero ésta no ofrece siempre el mismo resultado en el análisis de la realidad, para encontrar el punto medio donde está el nudo de la contradicción podemos recurrir a lo que dice Guy Debord en La sociedad del espectáculo (Tesis 40) sobre la supervivencia ampliada (cursivas del autor): Este incesante despliegue del poder económico bajo la forma de la mercancía, que ha transformado el trabajo humano en trabajo-mercancía, en trabajo asalariado, conduce, por acumulación, a una abundancia en la cual la cuestión primordial de la supervivencia se encuentra obviamente resuelta, pero de tal manera que tiene que reproducirse constantemente: se plantea en cada ocasión en un grado superior. El crecimiento económico libera a las sociedades de la presión natural exigida por la lucha inmediata por la supervivencia, pero estas sociedades no se liberan de su libertador. La independencia de la mercancía se extiende al conjunto de la economía sobre la cual impera. La economía transforma el mundo, pero sólo lo transforma en un mundo económico. La seudonaturaleza en la cual se encuentra alienado el trabajo humano exige la continuación hasta el infinito de su servicio, y este servicio, que nadie más que él mismo juzga y valora, consigue, de hecho, convertir todo esfuerzo y todo proyecto socialmente lícito en servidor suyo. La abundancia de mercancías, es decir, de relaciones mercantiles, no puede significar otra cosa que la supervivencia ampliada.

De este modelo es posible extraer dos analogías. La primera se puede observar en la permanente crisis de público que enfrentan todas las artes, aun si nunca fueron tantos como ahora los consumidores de cultura. Al tratarse de un mercado, en él se compite y es el juego de la oferta y la demanda, manipulable por los inversores, el que determina la circulación social y el destino inmediato de una obra mucho más que sus valores intrínsecos. Esto puede parecer una obviedad, pero no lo es naturalmente sino sólo dentro de una seudonaturaleza como la mencionada por Debord. Dentro de esta creciente entropía mercantil, un valor desplaza y sustituye a todos los otros. Por eso Brecht, en Hollywood, decía que les veía el precio hasta a las hojas de los árboles. Cuanto más, en la práctica, bajo criterios rigurosamente comerciales, la cultura es tratada como un entretenimiento por productores y consumidores que no pueden ser otra cosa, más ella misma no puede ser ni hacer valer nada distinto, con el consiguiente empobrecimiento de su función, diametralmente opuesto al crecimiento de su mercado, que no se alimenta de lo mejor, sino de lo más rentable. 

Escuela de paciencia

La segunda analogía se desprende de la primera y presenta la misma paradoja, según la cual, así como el tratamiento mercantil de la cultura reduce ésta a un entretenimiento, aunque masivo, también la estandarización de los valores literarios opera en la escritura una particular síntesis de mediocridad y excelencia, inmediatamente apreciable en los resultados propuestos e incluso recomendados a los lectores. Esta síntesis es una solución de compromiso entre dos escalas de valores, la cultural y la comercial, que por mucho que insistan y lo deseen no logran confundirse. Y es por eso que recurren a un pacto conformista como éste, ilustrado por todas esas novelas aceptablemente escritas pero tan respetuosas de las convenciones consensuadas por los hábitos de lectura que sus posibilidades de estimular en el lector cualquier diferencia respecto al por todos denostado “pensamiento único” son nulas. Todos estos libros compiten bajo una sola y misma regla, la de la oferta y la demanda, que determina su identidad ya desde su concepción así como decide su significado y su sentido últimos. José Arcadio Buendía, como recordarán los millones de lectores de Gabriel García Márquez, no jugaba a las damas porque decía no ver sentido en una contienda cuyos adversarios están de acuerdo en los principios. El precio del acuerdo que procura fijar, preservar y promover pragmáticamente unos valores, más que creídos, impuestos por las circunstancias, debidas a su vez a un estado de cosas refractario a la crítica, es la imposibilidad de una discusión seria sobre aquellos, con el consiguiente convencionalismo característico hasta de las propuestas en apariencia más arriesgadas que se hagan en tal contexto.

Hubo un tiempo en el que la literatura era una novedad: pocos sabían leer, luego cada vez más, y para éstos era nuevo cuanto se callaba en los lugares de predicación habituales pero podían encontrar en esos objetos tan aptos para salvar de la quema llamados libros. Concluido hace no tanto tiempo el proceso de alfabetización que tan crucial pareció en una época, en nuestros tiempos de lo que podríamos llamar postalfabetismo la novedad no se busca en la lectura, para quien está interesado en las letras, sino en la posibilidad de escribir y ser, eventualmente, leído. Puede ser un efecto de la pérdida de intimidad propia de la era de la intercomunicación, en la que el aislamiento reflexivo cede espacio a la interactividad, pero, así como la crítica ocupa un lugar cada vez menor, cada vez son más los que emprenden el estudio de las letras a través de la práctica. No el estudio de la literatura, con el conocimiento de la teoría y de las obras como objetivo, sino el del arte de escribir, utilizando modelos y técnicas para devenir creador.

Nulla dies sine linea

Que exista un saber a transmitir en este campo, aun si esto significa cierta simplificación de unos problemas complejos y algún grado de esquematismo en función de una aplicación más inmediata, es positivo y representa un avance para la cultura y su divulgación. Pero quien quiere aprender a escribir hoy en día se enfrenta, precisamente, y ya en la raíz, a la encrucijada antes descrita entre cultura y comercio, que procuran hacer sinergia pero no pueden evitar el conflicto entre los intereses que ponen en juego. El traslado a la práctica de la escritura de los métodos y técnicas de solución de problemas propios de la cultura del management y de la empresa, y sobre todo de la actitud pragmática característica de su enfoque, puede aportar un marco realista al escritor y una orientación a resultados, como reza su dogma, que lo ayuden a concretar en textos completos unas ideas que de otro modo podrían no pasar nunca de vagas ocurrencias y tanteos. Sin embargo, no es suficiente con esto para escribir una obra valiosa, es decir, que además de cumplir con las convenciones de uno u otro género pueda expresar algo de la realidad. El discurso del amo, en este caso el del modelo productivo por vías repetidamente probadas, siempre encuentra quien lo aplique con el éxito esperado; incluso hay quienes triunfan así en sus negocios y se hacen millonarios. Pero esta ínfima minoría no libera al resto, que alienado bajo unas recetas sordas a sus auténticos problemas puede perderse errando en torno a un modelo inadecuado por tiempo indefinido. En este campo, teoría y técnicas podrían ser como la ciencia y la tecnología en el del desarrollo empresarial: base de dogma y manera de hacer cuya aplicación, presumiblemente, dará a la materia la forma buscada. Así, la planificación querría asegurar desde el principio el cumplimiento de lo previsto y lo ideal sería poder ajustar de entrada la oferta a la demanda, en este caso la de los lectores. Pero la materia, es decir, la historia por narrar, el tema y hasta la voz en ciernes del escritor que está tratando de encontrarla, ofrece una resistencia al orden que se le procura imponer y no es insistiendo como se logra hacer calzar a un pie en un zapato que no es de su número. Esa materia ha de ser conocida y es entonces cuando la crítica encuentra su función creadora. En el mundo sin revés de la publicación comercial, anulado el valor de la crítica como conocimiento, sólo quedan la producción y su rentabilidad como objetivos del trabajo. Pero no es el saber encarnado en teorías y técnicas, por más prácticas que éstas sean, el que puede enseñarle algo al aprendiz de escritor sobre su propio mundo y su conciencia, sino tan sólo el sentido crítico que sea capaz de desarrollar y aplicar. Karl Kraus escribió que un artista es alguien capaz de hacer, de una solución, un enigma. Análogamente, no serán las soluciones prefabricadas las que enseñen a nadie a escribir sino, por el contrario, los problemas imprevistos. Al tratarlos es cuando la escritura encuentra su función: escribir bien es pensar bien y llegar a hacerlo es el primer beneficio de aprender a escribir. 

2015

De ocaso en ocaso, La decadencia del arte popular (2002-2018)

El nacimiento de la crítica

«Crítico se nace» (Roberto Longhi)

Se enseña, o se ha enseñado, que la filosofía nace del asombro. La crítica nace de la decepción. La condición previa, entonces, consciente o inconsciente, es una expectativa. Para que ésta sea posible es necesaria experiencia previa. Lo cual supone una pérdida de la inocencia. No hay crítica posible en un estado de virginidad, no es posible en ese estado tal tipo de conocimiento. Pero una vez abandonado el punto de partida, éste se borra con la ausencia de un punto de llegada, ya que nunca está completa la noción del mundo ni, quizás, éste mismo. La constitución de un ser es imposible y sólo queda, reconocido lo que siempre ha sido y su perennidad, devenir. En el curso del tiempo, si nadie ha de alcanzar un cuerpo perdurable, es posible sin embargo transmitir el conocimiento a la vez que progresar en el camino hacia su perfección, legar una herencia pasible de ser aumentada. La ciencia, más que el arte, antes logrado en sus realizaciones concretas que en cualquier concepción general, representa o ha representado de manera ejemplar este ideal animado por sus sucesivas encarnaciones. Pero del idealismo del conocimiento puro se desprende y separa el retoño de la técnica, cuya progresiva accesibilidad le supone un lugar cada vez más amplio, a través de su maleable ubicuidad, en el mundo que los cuerpos habitan. La antigua ilusión trascendental del progreso al darse en el tiempo conoce, con su acelerada realización, su liquidación como quimera. La utopía desaparece en la medida en que encuentra un lugar. La soñada máquina del tiempo que permitiría abolir sus distancias es una realidad, pero ese tiempo abolido no vuelve con la riqueza del pasado recuperado y el futuro infinito, sino que es la superficie simple por la que se desplazan, en tiempo real, como se dice, los datos a lo largo y a lo ancho del espacio globalizado. Conocimiento cosificado de la comunicación insomne: su objetivo no es la enseñanza sino el comercio y su contenido no son las ideas sino las cosas nacidas de éstas, es decir, productos y servicios igual de tangibles en el límite efectivo que supone su concreción. Aplicaciones, literalmente, de un activo conocimiento cuya validez no se demuestra sino que, así formulado, se muestra en plena forma en sus criaturas y sus usos. Para éstas, protagonistas de un mundo al que se ofrecen como recursos en competición, nada tan necesario como la promoción y nada tan importuno como la crítica. No sólo por los puntos que resta toda duda al hacerse explícita, aun si su resolución es favorable –pero quién puede esperar, abolido el tiempo, a una sentencia prorrogada-, sino por la dimensión ideal a que remite una cuestión cuyo planteo se funda en el propósito de incitar a la acción. La técnica, en sus realizaciones, es refractaria al espíritu crítico tanto como en sus especulaciones reencuentra, verbalizadas en el arcaico lenguaje analógico, las objeciones de la materia. “Podríamos responder a todas las preguntas de la ciencia y nuestros verdaderos problemas aún no habrían sido tocados.” ¿Posición mística por parte de Wittgenstein? Podría hacerse la crítica constructiva de todo lo mejorable en los logros de la técnica, pero la pura pasión crítica seguiría sin saciarse aun si sus juicios fueran atendidos, ya que es de su propia falta de lugar, de su esencial marginalidad en relación con todo aquello que ocupa el espacio, que renace con cada nueva posición conquistada por la voluntad de suprimirla, de realizarse en plenitud y determinar la perspectiva. La crítica, ya ofensiva, ya tan sólo divergente, ni siquiera cuando corrupta se presta bien al colaboracionismo, ya que sus argumentos invariablemente delatan las intenciones y responsabilidades detrás del éxito del momento. La crítica nace del engaño, de lo engañoso de las cosas que se presentan como solución y dicen que no hay problema, pero no es de esta doble naturaleza refractaria al análisis que extrae su vitalidad, sino del abismo que lleva consigo, al que todas las cosas se ven precipitadas en cuanto caen bajo su consideración, aunque su salvación consista en no advertirlo. El hierro tiene sus propiedades y el ácido las suyas; en la aproximación crítica, contra toda apariencia, el objeto no es causa ni tema del discurso sino pretexto o soporte ajeno tanto a conclusiones como consecuencias. La crítica es un delirio que en lo objetivo encuentra su contraste, pero no su horizonte ni su meta. Ese delirio tiene una lógica, que es la que lo aparta de la connivencia de las cosas con los accidentes y las leyes naturales. Esa lógica es su devenir, paralelo al darse sucesivo de fenómenos y estados de cosas. Si alguna vez, en el infinito, una y otro se cruzaran, sería la constitución del ser y el cese de añadidos y correcciones de ambos lados; sería el fin de uno y otro lado. En la separación que persiste, cada uno vela por su conservación, que por otra parte obedece a un impulso independiente de la voluntad de ser o entender. Devenir, pensar. Ser constructiva es uno de los modos de la crítica, pero no, en absoluto, su razón suficiente o necesaria. Ni servicio, en consecuencia, ni producto por su carácter intrínsecamente provisional, inconcluso, pero además independiente del parecer de interlocutor alguno, la crítica es tan ajena al mercado como la promoción connatural a éste. Una expresión que en lugar de desplegarse tiende a concentrarse en una línea, pronto punteada por sus intermitencias, cada vez más fina en su búsqueda de precisión, hasta alcanzar ese juicio último al borde ya de la extinción que sin embargo no puede ser final, sino eternamente sujeto a dudas y revisiones. Es el agotamiento el que le permite adoptar una forma, fósil pero al menos perceptible, legible, mientras su espíritu se pierde como el aliento entre los griegos o el viento entre las zarzas de la revelación. 

2018

Crítica del público, La decadencia del arte popular (2002-2018)

El público en escena 3: La condición de rehén

La ficción en casa

¿De quién soy yo el rehén? ¿A cambio de qué vienen a salvarme? ¿Por qué? ¿Por ser ciudadano? ¿Quién podría hacerse estas preguntas? La condición de rehén no es nada con lo que el público no esté familiarizado, sino muy por el contrario la escena culminante más repetida por la ficción de consumo habitual. O, más que la escena culminante, el punto de culminación y a la vez de apoyo de todos los movimientos que lo rodean. Basta con tres intérpretes para oficiar este misterio: la Hija de Todos, el Protector del Mundo y el Enemigo en la Sombra, al acecho del paso de aquella para irrumpir en la luz y arrastrar a sus favoritos a las tinieblas. Miles y millones de espectadores asisten una y otra vez a las pocas pero siempre repetidas variaciones que el tema ofrece para ser reconocido, ya en el cine, el teatro, la TV o cualquier espacio en que unos cuerpos humanos tracen la constelación imaginaria de una situación dramática. La situación procura ser tensa, para lo que emplea su finito arsenal de recursos dentro de su inagotable capacidad de producción: alto contraste de luces y sombras, violencia contenida a punto de desatarse en cada gesto y actitud, música hecha de sobresaltos cuyo estilo evoluciona al ritmo de las técnicas de reproducción de sonido, etcétera. A su alrededor, o envuelto por su constante retransmisión, el público, al contrario, asiste relajado, o más bien como embotado, casi aburrido, al repetido acto de negociación entre el agresor que aprieta a su rehén contra sí y el defensor que viene al rescate, quizás cansado de lo que ha visto tantas veces, incluso tal vez demasiado, y demasiado a la vez también de buscar una salida a esta encerrona, decepcionado por sus alternativas, como para reunir sus fuerzas y apartarse con un gesto decidido de este circuito. No es para tanto, después de todo: violencia reducida a un simulacro tan asimilado que a nadie puede perturbar. Aunque no por eso dejará de recibir atención, precisamente por no exigir más que este bajo umbral irresponsable; queda así una especie de celebración, por la cantidad de sus participantes repartidos por el globo aunque reunidos en la misma sintonía, reducida al gesto mínimo, perfectamente pasivo, de no cambiar de canal. Dios y el diablo negocian con algún pretexto olvidable a través de sus representantes sobre su objeto precioso, que ya puede colaborar con su salvación o esperar la gracia, pero tarde o temprano ha de recuperar la inmunidad garantizada a los monótonos protagonistas y sus veleidosos pero fieles seguidores. Así en la paz, pero ¿en la guerra? Cuando ya no se trata de una representación, cuando hay lucha y no armonía de contrarios, la división no se da entre escenario y platea, sino entre butaca y butaca. Y ya no se está a salvo en ningún lado, sino que sólo por el momento se salva uno. Cuando el campo de batalla no está localizado, sino que planea invisible por sobre todas las cabezas en lugar de permanecer dentro del cuadro de una pantalla vertical, al otro lado de esa cuarta pared que aporta la diferencia instantánea entre representación y naturaleza, es esa pared justamente la primera en caer, aun antes de haber arrojado bomba alguna, y los mismos que hasta ese momento podían sentirse satisfechos con la integración entre orígenes diversos alcanzada en su comunidad se ven forzados a identificar a quienes los rodean, consigo mismos o con su contrario, súbitamente presente. La sociedad civil remeda la guerra a su nivel y con sus armas, que son la opinión y la capacidad de excluir, pero éstas se vuelven fatalmente en su contra ya que no tardan en dividirla y disgregarla al despertar las diferencias dormidas bajo su ambigüedad característica. La tolerancia tiene esta doble cara que el enemigo no tolera y por la que se pone a prueba la propia identidad. Mientras aquél sea ante todo imaginario, sin cuerpo propio, proyección desde este lado de la frontera de lo que habría al otro de la pantalla, la amenaza está bajo control, reconocida y separada, mediante imágenes que objetivan lo que viene de la propia conciencia no crítica, de manera que basta un vistazo o la costumbre de la contemplación distraída para mantener el equilibrio. Cuando la cuarta pared se viene abajo, los sueños allí proyectados pierden sus bien dibujados contornos, su bien pintada superficie, bajo la presión de lo que su imagen reprimía y aparece, reconocible pero increíble porque lo que se reprimía era su realidad, el margen del orden, lo inesperado y a la vez pendiente: el 11S, por ejemplo. La reintroducción de lo no asimilado en un cuerpo social cuyo equilibrio depende de tal exclusión supone un desorden que deja en suspenso las garantías vigentes hasta ese momento. Bajo amenaza, entonces, lo que podía mantenerse neutral durante el orden tal vez reclame ese derecho, propio de la posición de un juez objetivo, pero topará con un obstáculo nacido de su propia constitución, al no tratarse de comunidad alguna en particular sino más bien de esa especie de clase única internacional, flotante entre varios estados, que compone el grueso de la población occidental sin compartir ciudadanía: la falta de un claro destinatario para su reclamo, que llega a todo el mundo sin saber a quién se dirige ni quién debería responder. De hecho, en cambio, los receptores de estos emisores son ante todo sus semejantes y también son ellos quienes, más que responder, se hacen eco de su clamor, al que no es seguro que, por más multitudinario que sea, se pueda llamar popular. Pues no es lo mismo un público que toma la escena que un pueblo que ocupa sus calles: éste dirige unas exigencias definidas a unos gobernantes determinados, mientras aquél sobre todo manifiesta una posición, lo cual resulta mucho más ambiguo ya que reúne en ella todas sus contradicciones, y se expresa sobre todo a sí mismo, en esa mezcla de desacato, desafío, indignación, esperanza y mala fe característica de quien espera reconocimiento por su expresión. El público como artista, haciendo el número del rehén: inocente en peligro que debe ser salvado, en nombre de su derecho a la paz y a la libertad, y a circular libremente por unas calles seguras, es decir, vigiladas. En cambio, ahí está entre dos fuerzas que de tan parecidas llegan a parecer intercambiables, y todo el mundo sueña hoy con abarcar dentro de sí los dos extremos de la ley. ¿Pero quién los representa en este acto, al que el orden acude haciendo ver su mirada vigilante en tanto el caos prefiere mantener a sus agentes invisibles? Existe, entre ambos extremos y en casi todas partes, haciéndose ver a toda costa en cambio, una nueva ciudadanía internacional cuyos derechos exceden lo que es posible garantizar a cualquier poder en la medida en que aquella desborda los límites de cualquier estado. Esta ciudadanía, inclusiva a tal punto que llega a confundirse con la humanidad misma, sobre todo en su representación a través de los medios, reclama el derecho a una neutralidad basada en el individualismo y el cosmopolitismo apolítico que caracteriza a sus miembros, ideología según la cual cada uno se pertenece a sí mismo y se solidariza con quien quiere, libre de lazos y fronteras impuestos, en una asociación móvil, espontánea, irregulada y fluida como la de los grandes capitales unos con otros. ¿Pero ha existido alguna vez un pueblo que gozara de semejante derecho? ¿No consiste esa neutralidad en lo contrario de lo que constituye una nación? ¿Y a quién reclamar entonces si se abjura de todo compromiso, de toda autoridad, de toda instancia aglutinante excepto el propio gregarismo? Ciudadano del mundo nunca ha sido una expresión que se pudiera aplicar literalmente. ¿Puede el público algo más que expresarse, o sea, pasar al otro lado de la imagen gracias al acceso irrestricto a sus medios de producción y distribución, sin el concurso de una materia ajena capaz de ofrecer resistencia a esos mismos medios?   

HCE: Here Comes Everybody

Verano de 2016. La tercera guerra mundial no ha tenido lugar. O sí, sin que nos diéramos cuenta, o está teniendo lugar ahora en unos campos de batalla demasiado novedosos como para que seamos capaces de reconocerlos. Mundial, sin duda, es el conflicto que estalla irregular pero periódicamente en las grandes y pequeñas ciudades de todo el mundo, entre civiles y no entre militares en las afueras como en la antigüedad. Tiempo real: con esta expresión se alude a la vez a la abolición del espacio o, más en concreto, de la distancia entre dos puntos. Here Comes Everybody, HCE, las iniciales de Humphrey Chimpden Earwicker, el marido de Anna Livia Plurabelle, los protagonistas de Finnegans Wake, pero también uno de las claves de composición de esta obra célebre por inasimilable a causa de la dificultad de su lengua, hecha de palabras compuestas a partir del concurso, en cada una, de expresiones provenientes de distintos idiomas. Aquí viene todo el mundo: todo a la vez en el mismo punto, inteligible tan sólo en la medida en que uno pueda oír, a partir de su reunión, cada sentido por separado y volver a tramarlo con los otros, para lo cual hace falta precisamente distancia: la distancia abolida por el método de composición que el lector, al analizar, o sea, descomponer, reintroduce en el conjunto de la operación, sin por eso dejar de ser arrastrado por la corriente de esas palabras extrañas, de su canto, como Ulises amarrado al mástil. Pues el onírico mundo de Finnegans Wake, al igual que el inconsciente que se propone representar, no responde a las coordenadas de tiempo y espacio habituales, que vuelven inteligible la maraña de fenómenos. Y en esto Joyce ofrece un perfecto modelo del mundo que no se entiende, o por lo menos no inmediatamente y casi nunca a tiempo, de tal manera que de él no se habla y siempre lleva la delantera respecto a los comentarios. El fracaso de los sondeos respecto al Brexit, a más de una elección presidencial o tantos otros ejemplos recientes de falta de insight, como se diría en inglés, respecto a aquello que queda en la sombra al no hacer de la expresión su actividad cotidiana, como puede verse incluso en el rechazo a las encuestas por parte del aludido sector de votantes, significativamente también contrario en esto a los hábitos de la masa en comunicación permanente que conforma el público visible y así reconocible como tal, muestra claramente el límite de la percepción anclada al circuito de la comunicación y el solipsismo de éste, revelador de un narcisismo colectivo que encuentra su coartada día a día en la multitudinaria y abierta interactividad de sus afectados. Es lo que podríamos llamar la identificación consumada: primero se desprende del conjunto alguien que lo representa ante sus ojos; luego crece el repertorio de las identidades posibles ofrecidas al público; después le basta a éste con un modelo reconocible para proyectar sus imitaciones; por último el público prescinde de intérpretes y ocupa el lugar de la ficción. Éste es el punto en el que los extremos se tocan: así como la imagen es la sublimación del cuerpo de quien se proyecta, la ausencia de huellas es el ideal del asaltante furtivo. En las manifestaciones, en cambio, el cuerpo regresa para hacerse valer, ya contra sus agresores fugitivos, ya contra la imposición de una imagen. Pero no por eso, por representarlo, deja de ser un blanco ni de ofrecer él mismo una imagen. Rehén que exige su rescate, continúa atrapado en la escena tantas veces vista, aun sin atención, del momento culminante, en la que el chantaje se dirige desde todas hacia todas las partes. Entre agresor y defensor es evidente, ya que no hacen más que explicitarlo. Pero, además, el cuerpo del delito en suspenso sabe que, si dejara de mostrarse, si desapareciera, su eliminación quedaría impune y perdería así su última defensa. Y bajo este argumento es víctima, instrumento y a la vez practicante del chantaje, lo que le permite en cierto modo resumir en sí todos los roles, excluyendo a los personajes activos. Pero ese modo interior, que puede compensar a una víctima de las circunstancias, no es el único y el poder, legítimo o no, siempre desafiado, exige ser reconocido. Ahí es donde a la fuerza se suma el signo, el drama al conflicto y el teatro a la naturaleza. Es el lugar del público, capaz de proveer intérpretes a todas las compañías que de él emerjan para hacerse ver, lo que requiere asumir un sentido cualquiera, diferenciándose así de la polifuncional disponibilidad de que vienen. Con sus atentados, más allá del valor que cada uno conceda a sus argumentos, los terroristas dicen castigar la intervención, la no neutralidad, decidiendo así un sentido y cargando con una responsabilidad la conducta ambigua de la parte que, en su aparente variedad, se comporta como un todo, excluyendo lo que ignora. Es, efectivamente, hacer un corte, pinchar el globo, y por eso duele, como toda agresión. Es decir que esa neutralidad de lo que vive absorto en sí mismo no es neutral, es situarla, contra su voluntad, en el campo de batalla. En El sistema del infierno de Dante, Leroi Jones, próximo a convertirse en Amiri Baraka, establecía a los neutrales en el círculo más profundo del infierno, a modo de castigo: un intento desesperado de infligir un destino a esa masa que se hurta de todo fin y vuelve siempre a su equilibrio, sagrado o cretino según se mire, pero anterior a la conciencia en todo caso. Lo que se reproduce con cada nueva generación, circularmente. Nacido en ese flujo, cualquiera que alce la cabeza de sus aguas verá enseguida sobre ella, uno a cada lado de la encrucijada en que ha despertado, irreconciliables pero igual de amenazantes, a los Escila y Caribdis de su generación, o todavía a los de la anterior, o ya a los de la que vendrá, exigiéndole que tome partido: el suyo, so pena de exterminio, dado que, aunque cada amenaza necesita tantos partidarios como pueda reunir para hacerse respetar, los que vienen son tantos y además se reproducen a tal velocidad que cualquiera puede ser eliminado sin que apenas se perciba el hueco que deja para un suplente ya dispuesto; incluso, aunque la violencia se multiplique, la población va siempre en aumento. Escila y Caribdis: no el bien y el mal, sino dos males, uno mayor y otro menor, entre los que cada generación debe volver a pasar y elegir no sólo uno, sino cómo. Unos, quizás la mayoría, optarán por bajar el lomo, aguantar y tratar de pasar desapercibidos, mientras que otros intentarán aprovechar la riesgosa oportunidad de promoción que no pueden rehusar. Lo nuevo es la síntesis entre ambos caminos debida a la industria de la imagen y su circulación, que permite promoverse en multitud al estado de aparente trascendencia que ofrece la ilusión de reconocimiento. Como en esa especie de chiste citado en tantos manuales de management, donde un sufrido obrero medieval no lamenta vivir apilando piedras porque considera que está construyendo una catedral, mientras el ideal que preside un conjunto que sobrepasa a sus individuos persista en éstos todo irá bien, se trabajará cantando y el edificio crecerá. Pero el cuerpo, abajo, sentirá el cansancio y en él empezará la sedición del sistema de dominio. Quien no crea en la sublimación ofrecida por la imagen de sí mismo, quien crea, al contrario, que la sublimación es el trabajo en todo caso de su propio ojo y su propia mano, para lo que no puede dejar su cuerpo atrás y optar por su reflejo, posibilidad que la razón además no admite, se desmarcará del idealismo religioso y no confundirá la inocencia que espera la salvación en efigie con el bien. Ni creerá en el derecho a la neutralidad que de aquella se deriva por la impotencia que la excusa, siendo que la neutralidad es a la justicia como la inocencia al bien. No por eso será más poderoso, motivo por el que este estado de conciencia quizás parezca demasiado desesperado como para preferirlo a una beatitud incompatible con él. Viene de las profundidades del cuerpo y no de la luz del espacio en el que viven juntos todos cada día. De tal modo que muchos, eligiendo la superficie, prefieren olvidar lo que en el fondo saben. Así es posible reconocerse en lo que se muestra y participar en esa escena sin desentonar. De nuevo el chantaje como recurso para constituir un público, en este caso por miedo a la exclusión. Y así son los propios peces los mejores defensores de su pecera, preferible al estallido que los derramaría por el suelo. El límpido cristal de la pecera es una óptima pantalla; su contenido, un fluido y bonito espectáculo. Éste es el tema de tantas distopías actuales, muy populares, lo que significa que todos reconocen la situación, incluso con más cansancio que con la resignada superioridad de hace unos años, pues ya todo el mundo está al tanto. Sin embargo, bajo este saber general sobre lo que se exhibe, disminuye la capacidad de percibir y comprender lo que se excluye, lo que no se expresa de la manera habitual, o de las muchas maneras habituales pero todas solidarias unas con otras propias del “espectáculo integrado” (Debord), en continuado en todos los medios. Comprender una lengua distinta del esperanto universal es empezar a hablarla, hacerla propia es separarse del common ground proyectado por la red de comunicaciones basada en la voluntad de inclusión. Esta separación, esta distancia, es la que anula el público cuando invade la escena y permanece en ella sin otra representación que la de sí mismo, aun cuando se disfrace o imite todo lo que ha visto allí antes. A esta separación se opone a su vez la interactividad, que promueve una alteridad determinada por estímulos bajo programa y bajo control, donde no importa qué respuesta se dé a cualquier llamado mientras se mantenga el diálogo, en el que también entra el silencio como otra contestación posible. Toda la libertad, toda libertad de elección, debe caber en este esquema, variado y nutrido. El empeño en fidelizar tiene un propósito: que no quede un solo ojo sin compromiso con lo que se exhibe, para lo que se concede al público, como antes mejores sueldos o condiciones de trabajo al pueblo, bajo apariencia de libertad de expresión, el derecho a la imagen. Que cada uno, si su conciencia le permite ser crítico o juez, pueda también ser parte del espectáculo y entienda, o al menos intuya, que desde entonces el conjunto de su persona depende más de su participación que de su juicio. Si todo es admisible, todo es recuperable, menos lo que debe quedar fuera para bien de todos: la perspectiva desde la que el paisaje, aunque parezca contener la vida entera, aparece como un ámbito sin alternativas reales, es decir, exteriores. Si no se tapa ese ojo, todo arriesga irse por él, como el agua por el sumidero. 

2016

Crítica del público, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Anonimato y renombre

Prólogo a La decadencia del arte popular

Una sensación cada vez más consciente, progresivamente confirmada a la vez que compartida y resistida: la sospecha de que, desde la instauración de la cultura pop que con el tiempo –el tiempo de una vida adulta actual- ha devenido omnipresente hasta llegar a constituir la referencia común e incluso obligada, necesaria, de casi todos los intercambios y relaciones sociales en cualquier plano, intelectual, político, afectivo, psicológico, sexual o mercantil, el arte es cada vez peor. ¿Por qué peor? ¿Por qué vale menos esto que aquello? ¿Para qué punto de vista? Para el que, desde una distancia emocional constante y creciente hacia el conjunto de lo que se ofrece como un continuo instalado en una red de comunicaciones en lugar de como una interrupción de la percepción habitual, juzga las manifestaciones del arte contemporáneo en su mayoría no tanto obras sino síntomas sociales, faltos de diferencia en relación con el medio en el que se pronuncian. La perfecta adecuación entre la oferta y la demanda señalaría la completa anulación de ese relieve, horizonte fuera de cuyo mapa naufragarían todos aquellos que se aventurasen contra la corriente.

Popular se llamaba al arte producido por el pueblo. Popular se usa hoy, la mayoría de las veces, como sinónimo de famoso. Lo popular solía ser anónimo. Popular significa hoy conocido por todos y se aplica, en ese caso, tanto a la obra como al obrero, cuyo nombre deviene marca. Signo de una propiedad rentable, el nombre que va de boca en boca identifica una producción distribuida por vías comerciales cuyo origen, al que deben remitir los beneficios, necesariamente se distingue de su objetivo. Popular, así, es lo propio del pueblo, pero ya no porque sea obra suya, sino porque lo adquiere. Este cambio de posición, de productor a consumidor, implica a su vez un cambio de naturaleza por parte del producto, cuya causa eficiente deviene evidentemente el comercio y cuya vida más allá de ese horizonte, si la tiene, carece de interés público. Popular, entonces, no es ya una denominación de origen para el arte, sino un sello de reconocimiento que compensa una pérdida de identidad, acusada por los objetos que circulan en esa galería de ofertas a la que están destinados. El debilitamiento del carácter está en relación directa con la sumisión a una expectativa, como cualquiera puede comprobar en la experiencia diaria.

¿Quién es quién?

En sus Histoire(s) du cinéma, Jean-Luc Godard cita a un poeta, Pierre Reverdy: “Una imagen no es fuerte por ser brutal o fantástica, sino porque la asociación de las ideas es lejana y justa.” El empeño, compartido por las grandes corporaciones y los gobiernos liberales, en homologar, clasificándola dentro de los rubros de información y entretenimiento, la producción artística, cultural o intelectual a la industrial de cualquier otro tipo, cuyo contenido ideológico nunca es tan explícito a causa de lo evidentemente pragmático de su propósito, marca el lugar de la barrera siempre presta a situarse entre ese espacio exterior ideal y la mirada de todo lector o espectador.

Comerse los unos a los otros: en esto consiste la realidad de acuerdo con la velada metáfora que presenta al mundo como mercado absoluto, del que no hay salida para nadie sino sólo entrada a nuevos productos y consumidores que se integren al sistema de relaciones en vigor. La ecología nos informa sobre los efectos de este permanente intercambio de sustancias cada vez más adulteradas, tanto como la economía acerca del abismo creciente entre el dinero supuesto del crédito y los bienes disponibles al contado.

Hubo un largo momento, antes de éste, durante el cual el arte popular se fue elevando hasta alcanzar prácticamente una fusión con el considerado hasta entonces arte mayor, ya protegido por aristocráticos mecenas o consagrado por conservadoras academias. El período de revueltas políticas comprendido entre los siglos XVIII y XX, durante el que las distintas clases sociales se vieron cada vez más comprimidas dentro de un mismo espacio y así forzadas a tratarse para renegociar, cada uno de sus miembros, su ubicación, fue favorable a todo tipo de contaminaciones entre sustancias hasta entonces separadas, con lo que no es tan raro que los mismos términos considerados antes despectivos terminaran adquiriendo, con progresiva fuerza, aunque a día de hoy cansada, un carácter de elogio: mestizaje, fusión, cruza, mixtura y otras expresiones parecidas, opuestas al antiguo ideal de pureza, nostálgicamente evocado aún por otra parte, aluden a ese proceso de acercamiento y conocimiento mutuo. La historia del jazz puede servir como ejemplo de ese desarrollo que, a partir de una condición humillada, despliega al mismo tiempo su novedad y su poder de asimilación elevándose de descubrimiento en descubrimiento y de invención en invención –dixieland, swing, bebop, cool, free, third stream, etcétera- hasta alcanzar la meseta en que permanece como repertorio disponible, infinito arsenal de recursos técnicos o característico escaparate postmoderno. Así también para el saber crítico nacido en ese tiempo o para la experimentación literaria, desplazados del campo de los compromisos y las decisiones al del cultivo del ocio, donde las creencias no se enfrentan sino que giran en redondo llevando vidas paralelas. Por mucho que se estimulen las artes, por más tolerante que se muestre la censura, la depreciación constante de los trabajos artísticos, disimulada como la de otros productos por el valor manipulado de algunas piezas escogidas, muestra las consecuencias del blanqueo: lo que no es salvado por la inflación es liquidado.

Agotamiento de los recursos culturales: imposible prever o planear nada cuyas perspectivas de desarrollo siquiera parezcan poder trascender el silencio del discurso autista de la ciencia, traducido en tecnología al servicio de todos sus usuarios. O al uso de todos sus sirvientes. La masiva producción contemporánea no sobrepasa, a pesar de su variada oferta creativa, su elevado estándar técnico y el consumo en continuado de que es objeto, la frontera de los presupuestos heredados, por más que se empeñe en contradecir sus objetivos. Lo que antes sofocaba la censura hoy lo ahoga la creación. Pues al no dar puntada sin hilo, al adaptar cada mensaje a un receptor previamente identificado, la comunicación colectiva de una sociedad globalizada hasta reventar excluye, en su afán por asimilarlo, precisamente el objeto irreductible a abstracciones u opiniones, cuya base material pone límite y meta a los discursos. En su ausencia, nada separa la palabra o la imagen certeras de aquellas que sólo circulan, con la consiguiente proliferación cancerosa en el cuerpo de la civilización.

The tribe that lost its head

Crítica del público: tradicionalmente la crítica se ocupaba de los distintos objetos de arte que se ofrecían al público y procuraba guiar a éste tanto a la apreciación de aquellos que pasaban su examen como a la condena de los que no. Desde que las voces autorizadas han sucumbido al reinado de la opinión, es decir, desde que el público ha dejado de hacer caso a la crítica para ejercerla él mismo a su manera no especializada, o sea, desde que al haber tantas críticas como críticos la crítica misma casi ha desaparecido por el desprestigio de su función, son más de una las barreras que se han levantado: entre el público y el artista, al imponerse aquél como razón de ser de éste; entre la obra y el público, al pasar a ocupar éste el centro de atención; y entre el narcisismo individual y el colectivo, al no tener aquél más que fundirse en éste para ser aceptado. Los ubicuos objetos producidos en tal contexto desalientan la crítica, que opta por renunciar a interesarse en el arte del aficionado ansioso de reconocimiento. Pero, al faltar su concurso y las líneas divisoras que traza, es finalmente el propio público, siempre igual a sí mismo, el que cumple todos los papeles y ejecuta todas las funciones, tanto de creador que debido a su formación sólo sabe imitar como de admirador que lo es fatalmente para exaltar su propia persona o de juez último –democrático crítico absoluto- cuyo veredicto, eximido de toda razón suficiente, es tan ambiguo como inestable y así incapaz de fundar escuela alguna. En esa falta de cátedra, librado a sus recursos –interactividad, participación, selfies, redes sociales-, el público toma la escena para intentar hacer de sí mismo el objeto de su deseo. La anulación del circuito por el que éste se desplaza, con sus intérpretes tanto dramáticos como críticos, pues la crítica es interpretación, es el horizonte último de la constante crisis de representación de las sociedades actuales, perseguidas todas por su condición de referente en su frustrada carrera hacia el rol de significante. Queda pendiente lo que no se hace por sistema, o sólo en el campo de la sociología: la crítica no aduladora de este nuevo artista fracasado en su momento triunfal, cuando no queda margen para comentarios entre las obras y las visitas que colman su continua exposición.

Vanguardias en fuga: “¿No soy acaso timonel?”, preguntaba al sentirse cuestionado un personaje de Kafka. Al que podría responder, con otra pregunta, un agudo “dardo” de Nietzsche: “¿Tú precedes? ¿Precedes como pastor o como excepción? Podría darse un tercer caso, que sería aquél en que precedes como fugitivo…” Hubo un Gran Timonel durante el siglo XX que fue, en su momento, la bandera agitada también en occidente por los espíritus más dispuestos a ligar acción y estética, arte y política, deriva estrellada contra el acantilado del triunfo del capital. Pero antes de esto, durante el camino que llevó a ese rumbo, surgió, entre la escena y la platea, un controvertido personaje mestizo nacido para la polémica: el artista comprometido, no necesariamente intelectual, cuya sombra, como figura, sobrevolaba el espectro artístico de la época y creaba tantos más malentendidos, estimulantes, eso sí, cuanto más aquellos que podían caber bajo su paraguas radicalizaban su propuesta y la volvían incompatible con cualquier orden programático o institucional. Todos estos pequeños timoneles no siempre asumidos, como Dylan en los 60, por poner un ejemplo célebre, aunque no haya sido el único flautista de Hamelin desbordado por la ilusión de sus seguidores, lo que cuenta también la ópera Tommy de The Who, dejaron cada uno, a pesar suyo tal vez en algunos casos, una estela que, antes de disolverse bajo las nuevas olas de la iniciativa conservadora, señaló, de manera todavía documentada por diversas y desiguales obras, un horizonte cuyo crepúsculo, al contrario, no basta para demostrar su irrealidad. El conformismo rechaza las consecuencias de la estética y así desliga la política del arte. Pero la relación entre los efectos y las causas suele volver iluminada por fogonazos, como este comentario cantado de John Lennon sobre sus orígenes y su propio status: I heard something ‘bout my ma and my pa / They didn’t want me so they made me a star. Despecho aparte, la vinculación entre la falta original y el exceso compensatorio no es gratuita: lo que está en cuestión es la legitimidad del segundo como reconocimiento, dada la sospechada falsedad de la que se lo deduce. Histeria en lugar de amor, a lo que sabe la marea de gritos, llantos, elogios y recriminaciones alzada de las agotadas localidades del mundo. 

De ocaso en ocaso: puede que todo en la civilización actual tenga un aire de cosa fraguada y en especial sus confesiones, más orientadas hacia la simpatía del juez que hacia la verdad. Pero, aun así, la impresión de haber llegado una y otra vez a todo cuando ya se acababa, aunque esos finales sucesivos no fueran más que los demorados ecos de uno solo, básicamente el del período triunfal de la anarquía representada por el arte popular en su momento de pleno esplendor desbordante de las fronteras tradicionales, antes de la transformación del éxito en programada comercialización masiva desde la concepción de cada muestra, corresponde a una percepción y una experiencia. Que, por más que coincida en parte con la de cada generación, en la de quienes aún alcanzaron a ver las viejas fogatas encendidas tiene una cualidad de sello que no aparece en sus sucesores, cuyos ojos se abrieron a un mundo ya desmitificado, donde ninguna leyenda se cumpliría sino, a lo sumo, se representaría, eso sí, una y otra vez, en continuado, cada vez más alejada de su origen. Esa época optimista, obsesivamente ilustrada también por la industria del entretenimiento nacida de ella, no habrá sido ni será, presumiblemente, la última edad de oro del deseo a punto de unirse a su objeto imposible. Sin embargo, nada más ajeno a tal pasión comulgante que la satisfacción ofrecida por la omnipresente cultura de las pantallas, fundada tanto en la ausencia física, aunque la transmisión sea en directo, como en la distancia imprescindible para acceder virtualmente a todas partes al mismo tiempo, cuya propuesta de absoluta simulación cada vez más perfecta, enriquecida por una inabarcable potencialidad de combinaciones y desplazamientos laterales, resulta diametralmente opuesta a la única y exclusiva apuesta implícita en el propósito declarado por Rimbaud de llegar a “poseer la verdad en un alma y un cuerpo”. En el plano de lo virtual, invirtiendo una antigua fórmula, todo está permitido, pero nada es verdad; no, al menos, con la antigua trascendencia mortal asociada a esta palabra.

 ‘Cause we’ve ended as lovers: con la desgarrada elegancia de la guitarra de Jeff Beck en este clásico de su repertorio, en el que aquélla encuentra a cada vuelta otro matiz con el que prolongar su queja y elevar su voz postergando el final una y otra vez hasta que el último hilo cede, podemos acompañar la escena de la ruptura y el movimiento de separación entre nuestros dos amantes, el arte y el pueblo, en un mundo con demasiados mediadores como para que puedan encontrarse otra vez. Pero, si el melodrama nos hace reír, no deberíamos olvidar que su función es servir de canal de lágrimas. Dios cuenta las de las mujeres; lo inolvidable, cuya herida permanece siempre abierta, vuelve por el mismo fluido involuntario cada vez que el centinela se duerme, y su proa separa inequívoca el oro de su reflejo.

2016

La decadencia del arte popular (2002-2018)

La adicción de Madame Bovary

Una especie de convalecencia

Si Madame Bovary rechazaba el mundo refugiándose en una novela rosa, un mundo vuelto novela de todos los géneros y colores por todos los medios en continuado, donde los cómicos no llegan ni se van sino que ocupan el espacio vacío sin cesar, lleva la alienación al grado más alto y convierte el problema en solución. Vivir con la enfermedad: durante el siglo veinte, la acumulación de objetos típica de la decoración del siglo diecinueve, que agredía al vacío como queriendo hacerle padecer el supuesto horror o aborrecimiento que por él sentía la naturaleza, cuya imponente profusión aquella estética procuraba heredar o imitar, hizo estallar las paredes de las casas para instalarse por doquier en la ciudad, progresivamente cubierta a partir de entonces de chucherías y piezas de arte o, mejor dicho, diseño, seleccionadas sin embargo de entre un pajar en proporción al cual cada una de ellas no es sino la tan mentada aguja, o una de tantas. Hubo también una vanguardia que procuró despojar tal escenario, ya en el teatro o en las artes plásticas, entre otros terrenos, recuperando el vacío por sustracción o hasta por desesperadas tablas rasas, pero la enorme proliferación de la imitación y la producción en serie, de la repetición del modelo y sus variaciones, desborda el pensamiento y a partir de los 80, rota toda idea de revolución, la acumulación y circulación no sólo de mercaderías sino también de información, de lo abstracto concretizado, no hace más que acelerarse en exacta proporción a la pérdida de espacio y por consiguiente de diferenciación entre los distintos acontecimientos posibles. Hasta el minimalismo prolifera y multiplica sus ejemplos, abigarrando el conjunto, mientras sueña con un “decrecimiento” general que traería el ansiado sosiego. Y a la vez, por todas partes, como al agua bajo la superficie de una capa de hielo fino, se siente el aborrecido vacío, sólo que a éste no es al parecer la naturaleza quien lo teme, sino el espíritu. O los espíritus, temerosos de no ser sino ilusiones de la carne. Nietzsche: “Quien tiene por qué vivir tolera casi cualquier cómo.” Pero es por la pendiente opuesta que el mundo ha rodado.

Una especie de epidemia

Programa: desarrollar la idea, o la metáfora, de la “metástasis”, a través de los medios de comunicación masiva, del “cáncer” que afecta a los sucesores, por más inconscientes que éstos puedan ser, de Madame Bovary, primera adicta moderna a la ficción, corroyendo su conciencia y su mundo. “La naturaleza aborrece el vacío”: calumnia sostenida por la usurpación del viejo entorno a manos de una industria que procura ocupar su lugar y someterlo a su programa, según el cual los productos vendrían a ser tan “amigos” como “enemigo” es el vacío. Pero, como bien ha escrito Philippe Sollers en un viejo libro suyo muy poco leído, el maoísta Sobre el materialismo (1974), “no es la naturaleza sino la representación la que aborrece el vacío”. Justamente, ese vacío que procuran ocupar en continuado tanto los medios de comunicación como la industria del entretenimiento y que es en sí la interrupción misma de todo continuado. Tarea crítica: producir efectivamente el vacío, el corte, el intervalo, por lo cual no debe sorprendernos que en nuestra época, encantada de sustituirla con toda clase de publicidades y promociones, brille por su ausencia. La crítica, que introducía el vacío entre las cosas y permitía así distinguirlas, discernir, desoída ha pasado a encarnarlo; se hace oír en el vacío, como aquél que clamaba en el desierto, y a su vez manifiesta ese vacío, inabordable para todo aquel que no quiere que exista. Esa dependencia de un deseo es el que hace de la crítica un espacio de libertad.  

La crítica entusiasta

crítica
Satisfacción garantizada

Cierta crítica tiende más al mito que a la razón y es, en nuestro tiempo de comunicación publicitaria en continuado y caída de las identificaciones ideológicas, quizás la más habitual y tal vez, considerando las presentes circunstancias de la producción artística y cultural, también la más necesaria o, por lo menos, la que más se agradece. Pues a través de la transmisión de sus entusiasmos, ya basada en el énfasis, la insistencia o, sobre todo, la frase rotunda y penetrante como un slogan, logra acuñar mucha más moneda que distribuir entre fanáticos y aficionados de lo que es capaz de analizar su propio objeto de satisfacción, fingida o no, presentado en bloque a su percepción y de inmediato traducido a una clave, un sello, por su intervención y su aptitud para la síntesis. Tales resúmenes suelen ser torpes, como esas expresiones –“estado de gracia”, “necesario”, “imprescindible”- a las que recurre cuanto puede y cuya misma existencia, por otra parte, es una demostración del poder, más que de convicción, de legitimación del método que aun inconscientemente aplica. Pero su propia bastedad sirve quizás mejor que toda o cualquier sutileza a la función encomendada a sus redactores por sus respectivos órganos de difusión: como un animal superviviente, y lo es, de esta manera la crítica se adapta mucho mejor al medio, es decir, a los medios. Con lo que no resulta una exageración decir que el crítico así formado y empleado resulta mucho mejor como promotor que como crítico –aunque él no cambiaría una calificación por otra-, como lo prueba su repetida contribución a leyendas a menudo bien fundadas, o más bien dotadas de soporte, junto a las cuales difícilmente podría trazar las correspondientes historias plausibles y verosímiles cuya culminación es la obra aludida, o su autor. Sólo que, con tanto ícono como circula en la civilización contemporánea, es raro el ídolo capaz de sostenerse mucho tiempo una vez apagados los ecos de su aparición; esto deja el pedestal, más que vacío a menudo, bajo amenaza permanente de vacío y, en un mundo que desmitifica a sus figuras por exceso de presencia o las olvida, los encargados de suministrarlas no pocas veces llenan el hueco pasando por alto las faltas que a un espíritu crítico no se le escaparían. Si damos por cierto que, como escribió en otro siglo Lautréamont, “el gusto es el nec plus ultra de la inteligencia” y que, como se responde el acervo popular después de haber intentado la conciliación con el viejo argumento de que “sobre gustos no hay nada escrito”, “hay gustos que merecen palos”, tendremos que convenir en que más de una mano emplumada –por tradición conservémosle el atributo- arriesga la cabeza con cada uno de sus juicios. Sin embargo, como ocurría con los acusados en El proceso de Kafka, la sentencia y en especial su aplicación pueden quedar suspendidas por tiempo indeterminado a falta del brazo lo bastante fuerte y bien guiado como para dar a cada quien su merecido. Entre la violencia y la razón, el lazo siempre es secreto y, sobre todo, inesperado.

Pequeñas respuestas

hojas
«La verdad no está en un solo sueño, sino en muchos» (PPP)

I

Se repite a menudo, pero no sin fundamento, la idea de que nuestra época ya no admite los grandes relatos, esas grandes ficciones unificadoras del pasado, y de que en cambio ese lugar vacío es ocupado, hoy –o más bien atravesado- por un sinnúmero de pequeñas ficciones por cada una de las cuales tal vez sólo un individuo podría responder, y eso sólo parcialmente. “Small answers”, se decía en un artículo sobre las canciones de Lou Reed, contraponiéndolas a las grandes visiones de las canciones del Dylan de los 60, y esta definición podría servir para definir toda una narrativa, muchas veces muy lograda, de los últimos cuarenta años, que además ha ido poco a poco instituyendo su modelo. La minimalista adecuación de estas “pequeñas respuestas”, cuyo valor depende de su precisión y de su eficacia, tiene como contracara que, así como arrojan una fuerte luz sobre un área muy pequeña y reveladora, dejan en la oscuridad todo aquello que ha de quedar en suspenso porque una respuesta de este calibre no puede –ni lo intenta, al contrario- responder a ello. El efecto, muy apreciado por la crítica de estos últimos cuarenta años, es el de poner en duda todo gran discurso, lo que se logra a través de este tipo de impertinencia intachable: impertinencia porque es hacer valer lo pequeño, efímero y singular allí donde regía todo lo contrario, e intachable porque la eficacia de la operación depende de su impecabilidad. De algún modo, es el crimen perfecto que pone en jaque a la ley. Y de este modo, hace asomar alguna verdad incómoda. Pero, entonces, cabe hacer a toda esta narrativa una pregunta: ¿es suficiente una pequeña respuesta cada vez, por más verdadera que sea la incomodidad que contiene, para hacer frente a todo un mundo de incógnitas? Característico de este tipo de narrativa es encontrar su punto de llegada en una especie de suspenso, de nuevo enigma que se deja suspendido allí donde antes parecía haber alguna gran certeza. Pero hay que advertir, como con las vanguardias respecto al arte académico, que ese modo de hacer cuenta con aquello que critica, justamente, como base de su oposición. Cuando el Gran Discurso de la Tradición se evapora, el sentido de las pequeñas evidencias que se le oponían deja de ser tan certero. Y de este modo, sin el viejo capital que le servía de garantía, es muy probable que aquel indicio que en su momento tuvo el valor de una súbita verdad incómoda ya no aparezca como tan verdadero, a pesar de que no mienta. Un día, también los límites que permitían apretar mucho abarcando poco pueden aparecer como limitaciones frente a esa verdad con que la ficción aspira a ser algo más que entretenimiento. Ese día llega cuando no es ya la potencia abusiva del discurso público lo que oprime la verdad, sino el repliegue de cada cuerpo en su silencio lo que le hace el vacío.

libraco
Bajo el peso de la ley

II

Es discutible que todas las novelas se parezcan a sus protagonistas. Pero plantearlo puede ser útil a la hora de cuestionar tanto al personaje como a la novela, es decir, de considerar si la respuesta que una y otra dan a las cuestiones que a través suyo se plantean es satisfactoria. Un rasgo del propio relato contribuye a esta identificación, y es que la narración sigue a su protagonista paso a paso, todo el tiempo, tal como la cámara de Godard lo hacía con Belmondo o Karina en Sin aliento o Vivir su vida. Godard decía que intentaba seguir un personaje “hasta sus últimas consecuencias”. Es una buena manera de comprobar si se llega a la conclusión de lo que se ha planteado. De modo que, aunque el propósito de todas las novelas no sea el mismo, el procedimiento puede servir para un examen. Desde la muerte de las grandes causas y los grandes discursos, el tipo de narrativa que hace posible una novela, ya sea de aventuras, ya sea de costumbres, desestima a unos y otros como garantes de su verdad. Existe una diferencia importante, porque es la diferencia entre la moral de los Grandes Discursos y Relatos, la de la Ley, y la moral de las pequeñas respuestas, apegada a cada individuo contra su sacrificio a una u otra Causa. Sólo que, para tener valor moral, justamente, esta segunda moral debe ofrecer una respuesta a la altura de las circunstancias y no basta para eso ni con la expresión ni con la salvaguarda de la subjetividad. Éste es prácticamente el tema de toda épica, el momento en que un individuo debe estar dispuesto incluso a sacrificarse a sí mismo a algo mayor. En una sociedad en la que todo lo más grande que un cuerpo aparece como una construcción abusiva y fraudulenta, la sensación de absurdo irreivindicable de todo sacrificio puede ser omnipresente y todopoderosa, pero ese no dejarse engañar tampoco responde ni al absurdo de haber nacido ni al de morir. Hay una falta de respuesta que ninguna lágrima o manifestación subjetiva involuntaria, por más franca que sea, colma. Lo que tampoco borra el sentimiento moral de que se debe ensayar una respuesta. La mejor narrativa actual, o mucha de ella, suele contar con la fuerza de lo opaco, de lo que impone su presencia negando una explicación. De las debilidades es más difícil hablar, porque se esconden, pero suelen ser en este caso las del autor típicamente contemporáneo para salir de los esquivos límites de una sociedad que concede al individuo solvente tantos derechos.

peces

Perspectiva inversa

espejo
No hay espectáculo como el público

Tradicionalmente la crítica se ocupaba de los objetos de arte que se ofrecían al público y procuraba guiar a éste tanto a la apreciación de aquellos que pasaban su examen como a la condena de los que no. Desde que las voces autorizadas han sucumbido al reinado de la opinión, es decir, desde que el público ha dejado de hacer caso a la crítica para ejercerla él mismo a su manera no especializada, o sea, desde que al haber tantas críticas como críticos la crítica misma casi ha desaparecido por el desprestigio de su función, son más de una las barreras que se han levantado: entre público y artista, al imponerse aquél como razón de ser de éste; entre obra y público, al pasar a ocupar éste el centro de atención; y entre narcisismo individual y colectivo, al no tener aquél más que fundirse en éste para ser aceptado. Los objetos producidos en contexto semejante desalientan la crítica, que prefiere renunciar a interesarse en el arte del aficionado ansioso de reconocimiento. Pero, al faltar su concurso y las líneas divisoras que traza, es finalmente el propio público, siempre igual a sí mismo, el que cumple todos los papeles y ejecuta todas las funciones, tanto de creador que debido a su formación sólo sabe imitar como de admirador que lo es fatalmente para exaltar su propia persona o de “juez último” –democrático crítico absoluto- cuyo veredicto, eximido de toda razón suficiente, es tan ambiguo como inestable y así incapaz de fundar escuela alguna. En esa ausencia de cátedra, librado a sus recursos –interactividad, participación, selfies, redes sociales-, el público toma la escena para intentar hacer de sí mismo el objeto de su deseo. La anulación del circuito por el que éste se desplaza, con sus intérpretes tanto dramáticos como críticos, pues la crítica es interpretación, es el horizonte último de la constante crisis de representación de las sociedades actuales, perseguidas por su condición de referente en su frustrada carrera hacia el rol de significante. Es la oportunidad de dedicarse a lo que no se hace por sistema, o sólo en el campo de la sociología: la crítica no aduladora de este nuevo artista fracasado en su momento triunfal, cuando no queda margen para comentarios entre las obras y las visitas que colman su continua exposición.
reciclar

Ensayo y terror

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El encuentro sobre una mesa de trabajo de la violencia y la razón

Cierta crítica tiende más al mito que a la razón y es, en nuestro tiempo de comunicación publicitaria en continuado y caída de las identificaciones ideológicas, quizás la más habitual y tal vez, considerando las presentes circunstancias de la producción artística y cultural, también la más necesaria o, por lo menos, la que más se agradece. Pues a través de la transmisión de sus entusiasmos, ya basada en el énfasis, la insistencia o, sobre todo, la frase rotunda y penetrante como un slogan, logra acuñar mucha más moneda que distribuir entre fanáticos y aficionados de lo que es capaz de analizar su propio objeto de satisfacción, fingida o no, presentado en bloque a su percepción y de inmediato traducido a una clave, un sello, por su intervención y su aptitud para la síntesis. Tales resúmenes suelen ser torpes, como esas expresiones –“estado de gracia”, “necesario”, “imprescindible”- a las que recurre cuanto puede y cuya misma existencia, por otra parte, es una demostración del poder, más que de convicción, de legitimación del método que aun inconscientemente aplica. Pero su propia bastedad sirve quizás mejor que toda o cualquier sutileza a la función encomendada a sus redactores por sus respectivos órganos de difusión: como un animal superviviente, y lo es, de esta manera la crítica se adapta mucho mejor al medio, es decir, a los medios. Con lo que no resulta una exageración decir que el crítico así formado y empleado resulta mucho mejor como promotor que como crítico –aunque él no cambiaría una calificación por otra-, como lo prueba su repetida contribución a leyendas a menudo bien fundadas, o más bien dotadas de soporte, junto a las cuales difícilmente podría trazar las correspondientes historias plausibles y verosímiles cuya culminación es la obra aludida, o su autor. Sólo que, con tanto ícono como circula en la civilización contemporánea, es raro el ídolo capaz de sostenerse mucho tiempo una vez apagados los ecos de su aparición; esto deja el pedestal, más que vacío a menudo, bajo amenaza permanente de vacío y, en un mundo que desmitifica a sus figuras por exceso de presencia o las olvida, los encargados de suministrarlas no pocas veces llenan el hueco pasando por alto las faltas que a un espíritu crítico no se le escaparían. Si damos por cierto que, como escribió en otro siglo Lautréamont, “el gusto es el nec plus ultra de la inteligencia” y que, como se responde el acerbo popular después de haber intentado la conciliación con el viejo argumento de que “sobre gustos no hay nada escrito”, “hay gustos que merecen palos”, tendremos que convenir en que más de una mano emplumada –por tradición conservémosle el atributo- arriesga la cabeza con cada uno de sus juicios. Sin embargo, como ocurría con los acusados en El proceso de Kafka, la sentencia y en especial su aplicación pueden quedar suspendidas por tiempo indeterminado a falta del brazo lo bastante fuerte y bien guiado como para dar a cada quien su merecido. Entre la violencia y la razón, el lazo siempre es secreto y, sobre todo, inesperado.

 

espada&pluma