La palabra está de más 3: Aprender a escribir

El tiempo recobrado

Escribí El ruido y la furia y aprendí a leer.

William Faulkner

La gran época de la novela clásica fue el siglo diecinueve, la gran época de las vanguardias fue la primera mitad del siglo veinte, la gran época del libro de bolsillo fue la segunda mitad del mismo siglo, nuestra época parece marcada por la explosión mediática y la digitalización generalizada pero no sabemos en qué será grande. Un fenómeno comprobable, sin embargo, es el de la multiplicación de los que escriben y publican, ya sea en papel, online, en editorial o por cuenta propia. Un fenómeno curioso y en apariencia contradictorio, en un mundo cuyo lamento por la decadencia cultural, que siempre encuentra un escalón más bajo, resulta una música de fondo tan constante como difícil de apagar o desoír. En ese crepúsculo de las letras, las artes, la política y todo lo que no es tecnología, cada vez más no sólo escriben sino también, a pesar del interesado y cotidiano espectáculo del triunfo de la ignorancia, se esfuerzan en aprender cómo hacerlo. Puede que la demanda no sea tan alta como querrían los capaces de enseñar, pero aun así es evidente que la relativa proliferación de oferta docente se basa en un interés por parte de un público. Un público, por otra parte, como el grueso de cualquier público actual, ansioso en su mayoría por pasar al otro lado de las candilejas, y no sólo por vanidad sino por causas más profundas, desde el deseo de reconocimiento estudiado por Hegel hasta la necesidad de un sentido para los propios actos cuya suspensión, naturalmente, es difícil de tolerar.

La mayoría de los individuos empeñados en este intento son lo bastante lúcidos y razonables como para advertir, por debajo de estas pulsiones, otro tipo de cuestiones que la escritura pone en juego y a las que es capaz de ofrecer algunas respuestas. De la misma manera, cualquier profesor de este arte que muy probablemente, como tantos en ésta y otras disciplinas antes que él, enseñe ante todo por ineludible necesidad económica, mejor atendida en su caso por ésta que por otras prácticas, puede reconocer, además de la crematística, otras satisfacciones y otros valores vinculados a su tarea. Sin embargo, volviendo a la cuestión de la época y a la sobreabundancia contemporánea de vocaciones de poeta, si se las puede llamar así, dentro de un contexto cultural depresivo, según las apreciaciones más habituales de los interesados, cabe hacerse una pregunta. Tanta enseñanza, tanto aprendizaje, ¿señalan un alba o un ocaso? ¿Expresan la riqueza o la pobreza de una actividad?

La búsqueda de una voz propia

Como el optimismo afirmativo no liquida la sospecha pesimista que lo sigue como si fuera su sombra, como la fórmula de Gramsci recomendando un “optimismo de la voluntad” unido a un “pesimismo de la inteligencia” marca los polos de una ecuación pero ésta no ofrece siempre el mismo resultado en el análisis de la realidad, para encontrar el punto medio donde está el nudo de la contradicción podemos recurrir a lo que dice Guy Debord en La sociedad del espectáculo (Tesis 40) sobre la supervivencia ampliada (cursivas del autor): Este incesante despliegue del poder económico bajo la forma de la mercancía, que ha transformado el trabajo humano en trabajo-mercancía, en trabajo asalariado, conduce, por acumulación, a una abundancia en la cual la cuestión primordial de la supervivencia se encuentra obviamente resuelta, pero de tal manera que tiene que reproducirse constantemente: se plantea en cada ocasión en un grado superior. El crecimiento económico libera a las sociedades de la presión natural exigida por la lucha inmediata por la supervivencia, pero estas sociedades no se liberan de su libertador. La independencia de la mercancía se extiende al conjunto de la economía sobre la cual impera. La economía transforma el mundo, pero sólo lo transforma en un mundo económico. La seudonaturaleza en la cual se encuentra alienado el trabajo humano exige la continuación hasta el infinito de su servicio, y este servicio, que nadie más que él mismo juzga y valora, consigue, de hecho, convertir todo esfuerzo y todo proyecto socialmente lícito en servidor suyo. La abundancia de mercancías, es decir, de relaciones mercantiles, no puede significar otra cosa que la supervivencia ampliada.

De este modelo es posible extraer dos analogías. La primera se puede observar en la permanente crisis de público que enfrentan todas las artes, aun si nunca fueron tantos como ahora los consumidores de cultura. Al tratarse de un mercado, en él se compite y es el juego de la oferta y la demanda, manipulable por los inversores, el que determina la circulación social y el destino inmediato de una obra mucho más que sus valores intrínsecos. Esto puede parecer una obviedad, pero no lo es naturalmente sino sólo dentro de una seudonaturaleza como la mencionada por Debord. Dentro de esta creciente entropía mercantil, un valor desplaza y sustituye a todos los otros. Por eso Brecht, en Hollywood, decía que les veía el precio hasta a las hojas de los árboles. Cuanto más, en la práctica, bajo criterios rigurosamente comerciales, la cultura es tratada como un entretenimiento por productores y consumidores que no pueden ser otra cosa, más ella misma no puede ser ni hacer valer nada distinto, con el consiguiente empobrecimiento de su función, diametralmente opuesto al crecimiento de su mercado, que no se alimenta de lo mejor, sino de lo más rentable. 

Escuela de paciencia

La segunda analogía se desprende de la primera y presenta la misma paradoja, según la cual, así como el tratamiento mercantil de la cultura reduce ésta a un entretenimiento, aunque masivo, también la estandarización de los valores literarios opera en la escritura una particular síntesis de mediocridad y excelencia, inmediatamente apreciable en los resultados propuestos e incluso recomendados a los lectores. Esta síntesis es una solución de compromiso entre dos escalas de valores, la cultural y la comercial, que por mucho que insistan y lo deseen no logran confundirse. Y es por eso que recurren a un pacto conformista como éste, ilustrado por todas esas novelas aceptablemente escritas pero tan respetuosas de las convenciones consensuadas por los hábitos de lectura que sus posibilidades de estimular en el lector cualquier diferencia respecto al por todos denostado “pensamiento único” son nulas. Todos estos libros compiten bajo una sola y misma regla, la de la oferta y la demanda, que determina su identidad ya desde su concepción así como decide su significado y su sentido últimos. José Arcadio Buendía, como recordarán los millones de lectores de Gabriel García Márquez, no jugaba a las damas porque decía no ver sentido en una contienda cuyos adversarios están de acuerdo en los principios. El precio del acuerdo que procura fijar, preservar y promover pragmáticamente unos valores, más que creídos, impuestos por las circunstancias, debidas a su vez a un estado de cosas refractario a la crítica, es la imposibilidad de una discusión seria sobre aquellos, con el consiguiente convencionalismo característico hasta de las propuestas en apariencia más arriesgadas que se hagan en tal contexto.

Hubo un tiempo en el que la literatura era una novedad: pocos sabían leer, luego cada vez más, y para éstos era nuevo cuanto se callaba en los lugares de predicación habituales pero podían encontrar en esos objetos tan aptos para salvar de la quema llamados libros. Concluido hace no tanto tiempo el proceso de alfabetización que tan crucial pareció en una época, en nuestros tiempos de lo que podríamos llamar postalfabetismo la novedad no se busca en la lectura, para quien está interesado en las letras, sino en la posibilidad de escribir y ser, eventualmente, leído. Puede ser un efecto de la pérdida de intimidad propia de la era de la intercomunicación, en la que el aislamiento reflexivo cede espacio a la interactividad, pero, así como la crítica ocupa un lugar cada vez menor, cada vez son más los que emprenden el estudio de las letras a través de la práctica. No el estudio de la literatura, con el conocimiento de la teoría y de las obras como objetivo, sino el del arte de escribir, utilizando modelos y técnicas para devenir creador.

Nulla dies sine linea

Que exista un saber a transmitir en este campo, aun si esto significa cierta simplificación de unos problemas complejos y algún grado de esquematismo en función de una aplicación más inmediata, es positivo y representa un avance para la cultura y su divulgación. Pero quien quiere aprender a escribir hoy en día se enfrenta, precisamente, y ya en la raíz, a la encrucijada antes descrita entre cultura y comercio, que procuran hacer sinergia pero no pueden evitar el conflicto entre los intereses que ponen en juego. El traslado a la práctica de la escritura de los métodos y técnicas de solución de problemas propios de la cultura del management y de la empresa, y sobre todo de la actitud pragmática característica de su enfoque, puede aportar un marco realista al escritor y una orientación a resultados, como reza su dogma, que lo ayuden a concretar en textos completos unas ideas que de otro modo podrían no pasar nunca de vagas ocurrencias y tanteos. Sin embargo, no es suficiente con esto para escribir una obra valiosa, es decir, que además de cumplir con las convenciones de uno u otro género pueda expresar algo de la realidad. El discurso del amo, en este caso el del modelo productivo por vías repetidamente probadas, siempre encuentra quien lo aplique con el éxito esperado; incluso hay quienes triunfan así en sus negocios y se hacen millonarios. Pero esta ínfima minoría no libera al resto, que alienado bajo unas recetas sordas a sus auténticos problemas puede perderse errando en torno a un modelo inadecuado por tiempo indefinido. En este campo, teoría y técnicas podrían ser como la ciencia y la tecnología en el del desarrollo empresarial: base de dogma y manera de hacer cuya aplicación, presumiblemente, dará a la materia la forma buscada. Así, la planificación querría asegurar desde el principio el cumplimiento de lo previsto y lo ideal sería poder ajustar de entrada la oferta a la demanda, en este caso la de los lectores. Pero la materia, es decir, la historia por narrar, el tema y hasta la voz en ciernes del escritor que está tratando de encontrarla, ofrece una resistencia al orden que se le procura imponer y no es insistiendo como se logra hacer calzar a un pie en un zapato que no es de su número. Esa materia ha de ser conocida y es entonces cuando la crítica encuentra su función creadora. En el mundo sin revés de la publicación comercial, anulado el valor de la crítica como conocimiento, sólo quedan la producción y su rentabilidad como objetivos del trabajo. Pero no es el saber encarnado en teorías y técnicas, por más prácticas que éstas sean, el que puede enseñarle algo al aprendiz de escritor sobre su propio mundo y su conciencia, sino tan sólo el sentido crítico que sea capaz de desarrollar y aplicar. Karl Kraus escribió que un artista es alguien capaz de hacer, de una solución, un enigma. Análogamente, no serán las soluciones prefabricadas las que enseñen a nadie a escribir sino, por el contrario, los problemas imprevistos. Al tratarlos es cuando la escritura encuentra su función: escribir bien es pensar bien y llegar a hacerlo es el primer beneficio de aprender a escribir. 

2015

De ocaso en ocaso, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Cuestiones de estilo 4: El estilo de una industria

Recomendaciones del algoritmo a los autores de nuestro tiempo

Narrativa por objetivos, o narrativa orientada a resultados: es la de la literatura profesional, producida por escritores que asumen un oficio para lectores que conforman un público, entre los que median los editores y otros comunicadores de la cultura ocupados en hacer circular, independientemente de si cada estilo o género avanza por su carril o canal de distribución o lo hacen todos confundidos por la misma avenida o galería comercial tan larga como ancha que los reúne lo quieran o no, los relatos ficticios o documentados que compiten por la atención, fatalmente más limitada en sus dimensiones que la capacidad de producción de sus solicitantes, de un número de consumidores a la vez cada vez más elevado y menos suficiente no ya para colmar las expectativas, sino al menos satisfacer los compromisos contraídos por los inversores dedicados a esta área de negocio. ¿Malos tiempos para la lírica? Y también para la épica, la comedia, la tragedia… Sin embargo, como debe el espectáculo, también la actividad en bambalinas continúa y el catálogo del lector universal agrega títulos. Los buenos tiempos formaron parte del mismo proceso del que pareciera que sólo la presunción de artista quiere excluirse. Pues si éste desea conservar su estatuto de rara avis en cualquier período histórico en el que se encuentre, la corriente del tiempo navegable por la técnica y el comercio empuja en otra dirección y no se nutre ni medianamente tanto de la excepción como de la regla bien fijada por el modelo que ha de servir de matriz y los obreros que la aplicarán. De acuerdo con sus principios, lo aprendido en cada nuevo experimento ha de servir para disminuir los riesgos del siguiente: a eso se llama ganar terreno. Con lo que es natural, para esta naturaleza, considerar un progreso la adecuación de la oferta a la demanda y un ideal su plena identificación mutua, incluida la necesaria premisa consistente en la previsibilidad del gusto del respetable en función de un patrón racional que le sea desconocido o indiferente. La audacia de los pioneros, al ser premiada por el éxito, suele volverse en retrospectiva la avanzada de una fase de consolidación durante la cual es la sensatez la que va haciéndose con el poder de tomar decisiones y marcar el rumbo. Prudencia y ambición equilibradas logran definir la moderada medianía que sin prisa ni pausa por un tiempo civiliza el territorio ya no virgen, sino medido y colonizado por unos valores cuyo respeto y repetida aplicación se traduce en un producto tan intangible como invaluable: la estandarización, un modo de hacer y un criterio práctico siempre activo cuyos aciertos pueden apreciarse casi de inmediato en la creciente extensión de su ejemplo e influencia. Para los productores de lo que sea, contra la impaciente visión del inquieto creador o del crítico exigente, prontos a acusar de monotonía o conformismo a cuanta cosa logre imponerse por la vía nunca desierta de la repetición y la acumulación, el previsto pero siempre demorado afianzamiento de una predilección o tendencia por parte de unos consumidores sedientos de concentración pero dados a la dispersión por lo desigual de sus circunstancias saluda su buen hacer y confirma el acierto del camino emprendido: en la misma medida en la que un horizonte se afirma, declinando entonces desde la terminal que representa la serie de estaciones que a él conduce, se hace posible planificar con certidumbre y llevar a cabo lo planeado con un grado de inexorabilidad suficiente como para conducir a la desesperación a los originales de turno. Así se construyen las sociedades, anónimas o civiles, y así se organiza el trabajo, con su cadena de mandos y de tareas sucesivas necesarias para la producción. Y el tipo de mentalidad que lo dirige tiene también su narrativa, en la que a pesar de la función de entretenimiento –u organización del ocio- que cumple, nada debe ser gratuito: al contrario, en ella hasta el más cerrado enigma se apoya en una motivación plausible aun si para ello es necesario recurrir a lo sobrenatural y los personajes, por más desorientados que se vean, se mueven siempre en la firme dirección determinada por la pendiente o la ley de gravedad que vincula cada consecuencia a una causa identificable. Lo que se invierte en el planteo ha de crecer en el nudo y recuperarse en el desenlace con un saldo positivo y, en el caso de que haga falta para obtener un balance equilibrado y libre de deudas, vale decir, sin cabos sueltos, se procederá al correspondiente arqueo de caja que en literatura suele llamarse epílogo. La expectativa ha de ser satisfecha, como la abierta por un llamado que, si no acierta a ofrecer una compensación suficiente a la atención solicitada, será por lo menos en retrospectiva despreciado por ésta, y los índices de satisfacción podrán medirse por la reincidencia pronta o tardía en la adquisición de los productos singularizados por una marca, firma o sello. ¿Razón pragmática, utilitaria, burguesa? El triunfo de la novela y su instalación como corriente mayoritaria de la literatura hasta la reducción de otros géneros a una posición prácticamente marginal en el reconocimiento del público coincide, efectivamente, con el ascenso de la burguesía a protagonista y modeladora del mundo en el que han nacido las últimas ocho o diez generaciones de lectores. La novela mayoritariamente leída es novela burguesa o como mínimo de origen burgués. ¿Pero siempre existirá una burguesía? Jean-Claude Milner, en su libro El salario del ideal, de 1997, propone la eventual extinción de la burguesía en el caso de que se demuestre que las sociedades capitalistas no burguesas son tan viables como las burguesas, ya que en ellas no se justificaría el costo implícito en el estilo de vida burgués: “La izquierda habla de mantener un precio decente del trabajo; la burguesía entiende por ello la promesa de mantener lo que la hace vivir, a ella y sólo a ella: la posibilidad de que el trabajo burgués se pague mejor de lo que vale en el mercado. En calidad de partido de los asalariados, la izquierda se convierte en el partido del sobresalario y, por la misma razón, en el partido de la burguesía históricamente consciente. La socialdemocracia deja de aparecer como un medio de tratar la cuestión política y social en términos más equitativos, pero aparece como el único medio eficaz de salvar a la burguesía de la ley férrea del capital.” Los procesos históricos son largos y más conflictivos aún que el desarrollo de planes de negocio pero, si tal mundo adviene, ¿habrá en él alguien dispuesto a pagar lo que un novelista formado consideraría rentable para realizar su trabajo?    

2013

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

El lector comercial

Mercado del libro

Si existe una literatura comercial, si existe tal concepto, si normalmente se habla, aunque siempre con un cierto pudor sospechoso, de autores, novelas y editores comerciales, debería ser posible referirse a su necesaria contrapartida: el lector comercial, cuya existencia se deduce de la oferta a la que su demanda responde, si no es más bien la oferta la que procura ajustarse a su presunta demanda. O sea: el así llamado lector comercial no va a presentarse a sí mismo bajo ese nombre, por el mismo pudor ya aludido y que en su caso prefiere, a cualquier valoración crítica, la ausencia de toda calificación, pero no deja de ser el agujero negro que absorbe los esfuerzos y las voces de cuantos a su alrededor querrían colmarlo sin perder su identidad en el intento, ya sea ésta la de autor, editor o librero.

Y sin embargo, definirlo no es tarea tan difícil: el lector comercial es el consumidor de lecturas. Podríamos hablar al respecto de un “grado cero de la lectura” (perdón, Roland Barthes) representado por ese modo de leer que, recreando vagamente las ilusiones de siempre, se deja arrastrar de página en página por un lenguaje, unas historias y un pensamiento donde no encuentra ninguna resistencia a su confiado automatismo y que podría, en su esterilidad e incontinencia, equipararse a lo que suele llamarse consumo cuando se habla de consumismo. Pero no hace falta llegar a eso, ya que poco importa desde esta perspectiva lo que haga cada lector con su libro; el punto es que ese consumo, más acá del ámbito privado al que relega, con su anuencia, a quien lo efectúa, no se realiza en aquel momento más o menos prolongado de la lectura, sino en este otro, en cambio instantáneo, de la compra. Es la compra el consumo y no la lectura, y es en tal desplazamiento que encontramos la división interna de este sujeto abstracto, el lector comercial, reflejo fiel de la oferta en el espejo de la demanda. Pues la convivencia de un sustantivo con un adjetivo no logra suturar la línea que, a pesar de todo, divide lectura y comercio, dos campos distintos aunque se superpongan o haya entre ellos intersección. Porque también hay contradicción, conflicto: el comercio pide al lector que consuma, la literatura le pide que produzca (sentido, juicios,  interpretaciones, lecturas justamente, y no imitaciones y copias del modelo admirado y envidiado por su éxito, como lo son el grueso de las novelas fantásticas, policiales, románticas y de otros géneros escritas por aficionados que procuran volver rentable su afición mediante Amazon y compañía) y el lector, aunque podría producir y consumir, y de hecho lo hace, cada cosa a su turno, como en la vida, al igual que en la vida diaria es tironeado en direcciones opuestas por dos modelos de conducta contrarios que, si deben turnarse en su funcionamiento, es debido a que éste no admite la simultaneidad. Pues no es el consumo implícito en cualquier producción al que nos referimos, sino a aquel otro, estéril, alguna vez tipificado por el televidente abandonado durante horas en su sofá, del que aquí pondremos como ejemplo esa forma de lectura tan irreflexiva como adictiva que se alimenta de contenidos ligeros en volúmenes gruesos, ambos tanto como sea posible. Y que resulta tan conveniente desde ciertos puntos de vista que no falta quien procure legitimarla, puesto que, aunque pocas veces se atreva a declararlo sin recurrir a subterfugio alguno, representa su ideal.

Por eso cabe preguntarse qué ocurriría si, borrando de toda conciencia esa línea imaginaria que divide por dentro al personaje conceptual denominado “lector comercial”, éste en sí desapareciera llevándose su problema y dejando libre el espacio a una multitud unificada bajo el denominador común en uso, mucho más simple, simplificado, de “los lectores”. Es este mundo feliz (gracias, Huxley) el que el artículo firmado por Antonio Fraguas y aparecido el 17 de julio de 2012 en El País anunciaba y promovía, aun guardándose de exponer algunas consecuencias que a continuación procuramos extraer del propio texto.

Para empezar, el titular: “Usted ya no lee ni escribe como antes”. El estilo, típicamente publicitario, en ese tono agresivo y desafiante que aspira a llamar la atención acorralando al lector y forzándolo a la confrontación, con ese uso provocador de la segunda persona del singular que en realidad se dirige a un plural lo más amplio posible, debería ponernos de inmediato sobre aviso: ¿qué nos quieren vender? Y también trasluce la política de hechos consumados que el artículo se propone establecer como punto de partida: el futuro es éste, ya está aquí, sólo nos queda adaptarnos a lo que el destino ha decidido por nosotros. Es desde esta posición de solapada conquista que se desgrana luego, filtrada entre unos datos que no cuestionamos, una serie de conclusiones abusivas, por lo menos desde un punto de vista específicamente literario que no puede menos que sentirse agredido por este tipo de argumentos.

Así, después del titular, tres subtítulos procuran destacar lo principal del artículo. El primero de ellos sentencia: “El paradigma del escritor está en plena revisión.” Nada menos. El uso, típico del discurso del management, del término “paradigma” como arma terrorista dirigida a sacudir los cimientos de cualquiera cuyas convicciones dependan del orden del día prepara el terreno a la aparición de tres sucesivas encarnaciones de tal nuevo paradigma. En primer lugar, Kerry Wilkinson, periodista deportivo británico acreditado con 250.000 ejemplares vendidos de su primera novela, para la cual ofició a la vez como editor online y agente, creando su propio negocio y mostrando en él un talento multifuncional que lo llevó a acabar fichando para uno de los grandes. Luego, Armando Rodera, otro autoeditado, aunque español, cuyo éxito en la web también le valió un contrato con una gran editorial y la publicación en formato papel. Por último, Juan Gómez-Jurado, también español, propuesto con particular énfasis como el paradigma mismo del escritor contemporáneo, con su cuarta novela publicada en la mayor editorial de habla hispana y, muy por encima de la nunca antes tan anticuada torre de marfil, en contacto permanente con sus 135.000 seguidores de Twitter. Si en el caso de Wilkinson se deja hablar a los hechos, en los de sus pares españoles se acompañan los logros de éstos con sus palabras, elocuentes respecto a más cosas de aquellas que declaran. Rodera, por ejemplo, habla de su propio gusto de lector por el “formato thriller” y caracteriza lo que adelanta el segundo subtítulo, “Triunfan las novelas ágiles y con mucha acción”, con una descripción del género –“tramas fluidas que inviten a seguir leyendo, mucho diálogo y descripciones breves, personajes que llamen la atención”- dotada de rasgos que procura hacer propios a la hora de escribir; esto se llama hablar la lengua de los lectores. Gómez-Jurado, por su parte, se muestra más atrevido: celebra la llegada del fenómeno blockbuster a España después de más de treinta años de vida en Estados Unidos, denuncia la sostenida creencia en su país de que lo valioso es la literatura “intimista-costumbrista” y lo que cuenta el “río de pensamiento”, se alegra de que el soporte digital posibilite la publicación de libros “menos trabajados, pero más entretenidos” y pregunta a quienes quieran responderle por qué considerar una novela de Javier Marías mejor que una suya cuando, así como él no podría escribir una novela de Marías, éste tampoco, siempre según él, podría escribir ninguna como las que él ha escrito. Punto y aparte para volver sobre estos argumentos.

Como rosquillas

Porque lo más interesante de ellos, literariamente, no es lo que declaran, sino lo que traslucen: la insatisfacción con el puro éxito comercial, por más devastador que sea, y la aspiración a constituir su modelo de producto como valor cultural, sustituyendo el juicio de la crítica por el favor del público en una maniobra demagógica que, de lograr imponer plenamente su criterio, estaría muy lejos de carecer de consecuencias. “¿Por qué una cosa va a ser mejor que la otra?”, pregunta Gómez-Jurado al comparar su literatura con la de Marías. Éste es el típico argumento según el cual es el libre mercado el que hace justicia porque allí cada uno puede encontrar y proveerse de lo que desea. Pero la relación de la calidad con el éxito es oblicua: para responder a la pregunta de Gómez-Jurado, es decir, para encontrar razones por las que cualquiera de esas dos novelas podría ser mejor que la otra, habría que recurrir justamente a los argumentos propios de la crítica. No los de los críticos literarios de uno u otro medio o época, sino de la crítica literaria en sí: sus métodos, sus herramientas y su capacidad analítica. Sólo que es precisamente esto lo que se pierde cuando se excluye todo criterio formado para favorecer la adhesión espontánea. Podría ser interesante ver al nuevo paradigma de escritor fundar una nueva escuela crítica; también podría ser patético, intelectualmente hablando.   

Volviendo a esa línea imaginaria que atraviesa al lector comercial y lo divide en las dos funciones que en él se cruzan, comprar y leer: que no se trata del mismo acto es obvio, pero cuando la línea que los distingue se borra y el “lector comercial” se transforma en “los lectores”, sin mayor distinción, a este empobrecimiento conceptual lo acompañan otros. La asimilación de la figura del lector a la de cualquier otro consumidor, eliminando del espacio público todo otro criterio que no sea el del mercado, todo otro acto que no sea el de la compra, simplifica y así reduce el proceso cultural de una manera que queda bien ilustrada por la tan comentada “destrucción de la cadena del libro”, en la que, como destaca Fraguas, el papel prescriptor del editor, el librero y el crítico literario da paso a una multitud de opiniones y recomendaciones de lectores no calificados ni tampoco responsables por sus palabras. Si consideramos el nuevo modelo de selección de autores expuesto por este artículo, según el cual el editor elegiría qué escritor publicar atendiendo sobre todo a su cantidad de descargas en la web, si no olvidamos hasta qué punto los autores de la literatura llamada de género no son sino lectores capaces de imitar lo que han leído pero rara vez creadores, si pensamos en cómo la facilidad de circulación de estos escritos depende de la indistinción entre la lengua del autor y la de sus lectores, sus semejantes en el consumo de ese género que determina su imaginario, podemos advertir cómo la anulación de diferencias y tensiones conduce todo el esquema hacia una entropía que no necesariamente va a devorarse a sí misma, ya que después de todo también podría prolongarse por tiempo indeterminado. Y sí, la mediocridad existe, aunque no son la cultura del entretenimiento ni el espíritu del beneficio a corto plazo los que vayan a reconocerse en ella.

En fin. Este texto no aspira a la polémica, sino al reconocimiento de un fenómeno desdichado como lo fue, por ejemplo, el ascenso del fascismo en la primera mitad del siglo veinte, al que ningún análisis ni crítica logró detener ni disuadir por más brillantes que muchos fueran, y muchos lo fueron. Nació como reacción en contra, pero procura más bien estar a favor de la única oposición concebible a nuestra civilización del funcionamiento y el entretenimiento: la de quienes, teniendo que vivir con y a pesar de la prevalencia del marketing sobre todas las cosas, la resisten por el simple motivo de que la padecen. Si algo se salva del perpetuo ciclo alimentario que los otros promueven, será gracias a ellos.

Por último, una observación sobre el estilo. Para quien haya leído la nota publicada en El País, no será difícil advertir la afinidad entre la prepotencia del tono empleado por Fraguas, cuyos argumentos, pruebas y demostraciones antes que nada parecieran querer arrollar tanto al lector como a cualquier otro objetor potencial, y el valor dado por sus cultivadores al “formato thriller”, que así como procura a como dé lugar “enganchar” al lector (objeción: el lector de thrillers está tan “enganchado” a este formato como un yonqui a su aguja) se impone luego arrastrarlo de página en página presa de un frenesí al que habitualmente, como en la televisión, se confunde con el ritmo, para acabar conduciéndolo a unas conclusiones literalmente coincidentes con los prejuicios que han guiado su elección y en los que el proveedor tiene depositada su confianza. Las ruedas giran y el carro avanza, aplastando todo lo que no esté subido a él. “Escribir es dar un salto fuera de la fila de los asesinos”, escribió Kafka en alguna parte. ¿Será abusivo pensar que leer thrillers es ponerse a la cola, escribirlos reclutar nuevos efectivos?

2012

Crítica del público, La decadencia del arte popular (2002-2018)

La redacción y el dictado

Pluma limpia, letra clara, renglones alineados

Los antiguos señores no escribían. Un escriba se ocupaba de guardar su palabra. Tampoco ahora los amos escriben. Ni siquiera sus memorias, que dictan a algún redactor profesional, habitualmente un periodista consagrado a la fama ajena. Los líderes siempre han tenido quien escriba sus discursos. En la era moderna, ya sin esclavos, igual que el dinero trabaja por ellos, tienen incluso quien se los piense. La voz del señor indica lo que es escrito en la realidad por los cuerpos de terceros conectados a un segundo: pretérito imperfecto para las costumbres,  indefinido para los hechos, indicativo para el presente, condicional cuando se razona, imperativo si no hay más remedio. Al dictado del amo corresponde la redacción del escriba o se anticipa la escritura del redactor, según cada época alimentado o asalariado. Escribir es subversivo en la medida en que hace decir al material algo distinto de lo que se oye en la superficie.

Nota de estilo. La forma densa desarrolla y condensa el pensamiento, pero demora y complica su aplicación. La forma ligera desmonta la cadena de razones y argumentos en varias pequeñas nociones de aplicación inmediata, pero con los hechos precipita las conclusiones. La segunda glosa y traduce a la primera, pero ésta corrige a aquella pues establece a su vez los principios y las declinaciones. La ley puede ser oscura, pero las órdenes han de ser claras. La táctica ha de adecuarse a la estrategia, formas activas de la escritura.

Onda corta. Adaptándose, ajustándose uno al otro, emisor y receptor reafirman sus defectos. Estilo anticuado del autor, nostalgia indefinida del lector. Tiempo perdido, años en redondo. Cópula estéril no transmite herencia alguna.

El lector impertinente. Se dice que el buen lector es aquél que lee entre líneas. Es decir, el que capta lo implícito en lo explícito. O sea, uno capaz de leer en lo escrito lo no escrito. Luego, alguien que en lo expresado bien podría percibir justamente lo que no quería expresarse, lo que se ha expresado sin querer. Y acogerlo y quererlo y, siendo ya su descubrimiento, señalarlo y como prueba señalar sus orígenes, en franca retirada ante la aparición de ese vástago inoportuno. O en contraataque, precisamente a causa de la oportunidad. El buen lector, pues, también ha de ser discreto: saber callar o guardar lo sorprendido bajo la lengua. O en el tintero, o en sus cajones. Pues ya lo cantó Apollinaire: Pero reíd reíd de mí / Hombres de todas partes sobre todo los de aquí / Porque hay tantas cosas que no me atrevo a deciros / Tantas cosas que no me dejaríais decir / Tened piedad de mí

La letra con golpes entra

Literatura fantasma. El que siempre lee entre líneas puede acabar por no leer las líneas. Y si además escribe entre líneas, puede acabar por no escribir. O por no haber escrito. Este espíritu en exceso sutil tal vez no encarne. Pasará por este mundo sin dejar más rastro que el viento en la arena. Huellas en la memoria de los atentos, indicios abandonados por falta de pruebas.

Tipo de cambio. La mayoría de los que escriben pretenden pagar con palabras, pero un escritor se cobra en su texto.

Miseria del oficio. La diferencia entre escribir y redactar es que lo último es aburrido. Para Lezama Lima, el aburrimiento delata la presencia del diablo. La tentación de pasar de la creación de la lengua a su administración es fuerte. Del mismo modo la religión cuenta más con el dios que juzga que con el que obra. El que escribe aspira a la  gracia. El que redacta, a evitar las faltas.

Símiles. Todo es inimitable para el inimitable. Sus imitaciones resultan siempre parodias que demuestran, en el modelo, la copia.

Dúo lírico. Barthes: una escritura, crítica, trazada a la sombra de otra, novelesca o poética, que al fin es imaginaria: la del autor soñado por venir o, más bien, por regresar.

El estante más alto. Leopardi: el poema se eleva formalmente en proporción a la profundidad de la caída que representa. Quien atento al contenido del discurso no pueda oír el discurso mismo, o el contenido del contenido, que está en la forma, se quedará con el abismo y sin la escala: más le hubiera valido no emprender esta lectura. Sin sentido estético, muerte sin resurrección. Aunque la respuesta normal a la poesía es el desconcierto.

El régimen de la ficción

readers

El objeto ideal de la ficción en nuestro tiempo es un objeto poroso, es decir, un relato en el que lo importante no es ya la disposición de sus claves internas, sino la multiplicación de sus vías de acceso. Semejante construcción, determinada en función de su presencia en el circuito de las comunicaciones, ha de presentar la inconsistencia necesaria para dar paso a cualquier espectador, cualquier lector, cualquier punto de vista, cualquier interpretación. Su exposición no remite a un saber, sino a un silencio enmarcado en el que cada oyente puede hablar con la misma pero nula autoridad. Ante este panorama, los dispersos intelectuales de hoy se ven en igual situación respecto al pueblo que las células revolucionarias de la época de los zares, aunque no pueden remitir al futuro, sino tan sólo ya a la eternidad, el valor de las ideas que sostienen. Hay una correspondencia entre el pensamiento débil y la debilidad mental: pues así como el terrorismo, según lo entendió Hegel, es “la dictadura total del espíritu”, su revés es la impotencia de éste y en ese llano sin fronteras va creciendo lo que antes se vio aterrorizado.
páginas

El hilo de la trama

texto
El tejido de la intriga

Como si de una cinchada se tratara, existe en la práctica de la narrativa actual, soterrada, una gran tensión constante entre dos polos: uno, receptivo, que exige unidad a los relatos que se le proponen y otro, productivo, cuya tenaz tendencia a la fragmentación señala exactamente la dirección opuesta. Si se declinan de este esquema abstracto sus figuras reconocibles para hacer visible la imagen, surgen en una punta de la cuerda –o cadena editorial- la del lector de novelas y en la otra la del novelista en ciernes, entre las que median aun otras como las de los editores, los críticos y también, por su grado de integración en el sistema, los novelistas de reputación establecida, es decir, aquellos con lectores y presencia en el mercado. Pero lo difícil es señalar dónde, en esta distancia cuyo límite es el de la resistencia de la cuerda antes de romperse, se encuentra el punto exacto en el que ésta concentra sus fuerzas y se establece el inestable equilibro entre esas dos potencias centrífugas que tanto difieren hasta en el significado de la palabra potencia. ¿De dónde viene, qué ilustra esta obtusa antagonía entre la sistemática voluntad de integración manifiesta en un modo de leer y la terca proliferación de puntos de fuga que se le opone por el lado de la escritura? La extensión del problema se aprecia mejor cuando se toma dentro de la muestra el universo de los manuscritos no publicados, verdadero cuerpo de la actividad redactora con todos sus síntomas y patria intachable del aludido novelista en ciernes, o sea, del escritor de ficciones nunca o aún no publicadas, dividido entre el deseo de responder al mercado y el de hablar con sus propios fantasmas, cada uno tan celoso de su alma como reacio a cambiar su realidad por un rol. Pues también él, como el editor, es un mediador, y la cadena del libro no es sino el segmento que se puede ver de un proceso que desborda esas medidas y del que ni el autor es el origen ni el lector el destino. La tensión, entonces, no tiene sus terminales en los casuales representantes de las fuerzas que se enfrentan, sino más allá de sus posiciones, a sus espaldas según el esquema, en los no declarados principios abstractos que, como si de dogmas de fe se tratara, las partes involucradas defienden con todos sus esfuerzos, asumiendo todos los riesgos implícitos, independientemente de hasta qué punto comprendan aquellos conceptos o éstos los convenzan del todo. ¿Resulta difícil de percibir en el mundo de los compromisos diarios? Planteado en términos cotidianos, el problema se presenta así: un editor busca, entre los cientos de manuscritos que recibe, uno pasible de convertirse en una novela que interese a los lectores. Los intereses de estos cambian, sus gustos también, pero ciertos valores permanecen o intentan conservarse a toda costa como base del entendimiento mínimo necesario para llevar adelante una actividad que debe ofrecer resultados. Asumido el descuido o la ingenuidad formales del supuesto lector promedio, la mayoría estimada, devaluada la prosa hasta su modalidad más humilde, funcional o incluso servicial, queda para la ficción una medida de calidad útil a la que oímos aludir una y otra vez en la práctica diaria como punto de acuerdo final y desembocadura de todos los debates: las buenas historias, la historia en sí, esa unidad argumental desplegable en planteo, nudo y desenlace, resumible en una sinopsis, desarrollable hasta la saga siempre y cuando la vía de las relaciones causales esté despejada hasta del último escombro y apreciada en relación directa a la firmeza de su continuidad, la fiabilidad de su “carpintería”, como suele decirse. Afluentes, al mainstream: nada de rizomas; las digresiones han de ser inequívocamente reconducidas al cauce mayor y cada puerta abierta durante el trayecto de la narración ha de quedar satisfactoriamente cerrada cuando se cierre el libro. Éste es el modelo clásico, en boga desde que la vanguardia llegó a un aparente callejón sin salida, y como toda restauración recuerda a otras del mismo modo que representa unos valores ya perimidos que vuelven a llevarse. Aunque no del mismo modo: en el antiguo régimen, por ejemplo, el academicismo exigía por principio el cumplimiento de tres unidades, acción, lugar y tiempo, ya no obligadas en los tiempos modernos. El pragmatismo contemporáneo sustituye esta triple unidad de principio por una unidad de hecho que no predica, pero que en cambio requiere a posteriori para dar su visto bueno a las tramas que se le presentan: todos los hilos han de anudarse, como ya se ha descrito, transmitiendo una idea de completo control, de responsabilidad profesional por parte del autor, sobre las relaciones causales necesarias para sostener la serie de momentos privilegiados que constituye una novela. Esta necesidad de integración es la que justifica, cuando no es con el fin de cuestionarlo, el repetido recurso al mito, en la medida en que la unidad que provee puede servir para garantizar hasta la de las obras más incoherentes. Ya que todo se entiende cuando se lo reconoce, de modo que siguiendo este sistema inventar una trama es tejer un velo que esconda durante suficiente tiempo lo ya sabido para que parezca desconocido. Lo que no puede evitarse al cabo de unas cuantas repeticiones es que empiecen a alzarse protestas. La confianza se agota con el uso, como decía un personaje de Brecht. Y aquí es cuando se quiebra el acuerdo, quizás el consabido pacto entre autor y lector, y aparece la antagonía entre los dos partidos, el de la renovación y el de la liberación, encarnados en este caso respectivamente por los defensores de la unidad desarrollada a través de la intriga y los de la apertura expresada en la multiplicación que divide. El estado y la guerrilla de este conflicto. ¿Qué es mejor? ¿Hacer la comedia o volar el teatro? He ahí la alternativa entre dos ilusiones proyectadas hacia un futuro en suspenso por sobre la tensa cuerda de la realidad presente: a un lado, la obstinada voluntad de integración de los fenómenos; al otro, la terca fatalidad de la deriva del pensamiento y la imaginación. Se espera de las novelas una redonda unidad sin cabos sueltos, pero aquellos que insisten en escribirlas, no sobre todo los novelistas ya instalados en el reconocimiento del público sino más bien los que aspiran a este reconocimiento, los que intentan publicar pero tropiezan entre otras cosas con la exigencia en cuestión, aquellos de entre los cuales se supone que saldrán los futuros novelistas leídos, delatan en sus textos una y otra vez la dificultad de encajar las piezas en un conjunto original, por lo que acaban optando entre el recurso a un modelo narrativo que hace tiempo se ha vuelto estereotipo y la entrega a una forma insatisfactoria pero adecuada a la época, que sin embargo, por su parte, la rechaza en cualquiera de sus versiones: la resignada, que no acierta a componer una obra con las piezas sueltas que ha reunido, y la decidida, que compone dejando de lado la idea heredada de una intriga troncal y arriesga, como el compositor moderno, que la forma modelada por sus manos ni siquiera se perciba como objeto, como el objeto que supone ser. Entre esta última posibilidad y el modelo decimonónico la diferencia llega hasta el propio concepto de concentración: elegir, frente a la idea de una unidad desarrollada, la alternativa del fragmento condensado, con toda su brevedad y su impertinencia, no es una opción sin consecuencia alguna. Lo que se logra, cuando la obra está lograda, tampoco es lo mismo. Dado el riesgo que implica, he aquí la alternativa: ¿es el riesgo o no un valor en literatura? En todo caso, es un valor ante el que se vacila. Y en nuestro tiempo, todavía más. ¿Qué se ha ganado con tanta experimentación? Mientras tanto, las deudas se acumulan, y no sólo las económicas. La novela satisfactoria no llega, la expectativa del lector no se colma, su respuesta se deprecia para el autor. Sobre el antiguo pacto se impone el desacuerdo. O el malentendido se hace evidente. Sin horizonte de encuentro es difícil convenir una cita. Cada uno tira para su lado.

albers
La búsqueda de la unidad narrativa

Brecht decía que había que juzgar las obras de arte no en relación a otras obras de arte sino en relación a la realidad a la que se refieren. Antes de la caída del muro de Berlín, el núcleo paradigmático de los relatos era el conflicto y éste era manifiesto de muchas maneras: lucha de clases, guerra de sexos, izquierda y derecha, arriba y abajo, abismo generacional, uno y el universo, individuo y sociedad, en general distintos modos de la polaridad represión-liberación, cuyo punto de llegada habitual era el desenmascaramiento de una u otra situación representativa del orden global. Derribado el muro, roto el enfrentamiento entre las dos mitades del mundo, relajado por fin todo vínculo militante o ideológico, la separación suspendida da lugar, al mismo tiempo que a un espacio unificado, a una multiplicidad de perspectivas que vuelve a dividirlo sin ninguna necesidad de paredes ni de puertas. Y así como antes era la disputa por un estado lo que servía de encrucijada entre discursos contradictorios y eje dialéctico para la progresión dramática, en la narrativa posterior la privatización general deja cada instancia o personaje lo bastante desligado de los otros como para que la dificultad estribe en reunirlos con alguna necesidad. El conjunto como resultado del armado del rompecabezas desplaza a la verdad como revelación del proceso de desenmascaramiento, emprendido por la parte acusadora de acuerdo con el modelo anterior. Lo que pasa durante la novela es su construcción, el buscarse unos a otros de los personajes más que el conflicto entre ellos pues, así como antes aparecían todos encerrados en la misma escena, ahora la división ya está consumada. La impresión que suele dejar este tipo de relato es la de esquivar el nudo para desembocar en un planteo en lugar de un desenlace, ya que la imagen restituida del rompecabezas era a menudo, por el contrario, el punto de partida del relato agresivo, dedicado a descomponerlo para hallar la pieza capaz de dar paso al otro lado de la representación. El deseo de restaurarla es característico de la resistencia al cuestionamiento del orden, pero el resultado de tal empeño rara vez es convincente como conclusión.

albers2

 

El nacimiento de una ficción

kid
Un niño a punto de interrumpir a sus mayores

Cuando tropezamos con una idea, cuando nos cae del cielo casi entera de manera que parece que basta con que corramos a anotarla antes de que dejemos de percibirla con tal claridad, no sólo no nos preguntamos más que vagamente por sus orígenes sino que, incluso por superstición, la protegemos enseguida de cuestionamientos y dudas y tratamos de blindarla cuanto antes construyendo a su alrededor, al menos en esbozo, todo el mundo de personajes, sitios, tramas y relaciones a través del que se desarrollará por completo.

El problema es que este tipo de inspiración no es voluntario, sino más bien inesperado. Con lo que un escritor, salvo excepciones muy raras, no puede fiarse de su concurso y menos aún si aspira a trabajar con la continuidad que requiere una obra importante o el desempeño de una profesión. Cuando las musas no aparecen, hay que saber invocarlas. Y cuanto antes sepa uno obtener una respuesta, mejor. ¿Pero dónde se originan las ideas? ¿Dónde ir a buscarlas cuando no vienen por las buenas?

La búsqueda puede ser ardua, pero no tiene por qué ser atormentada. También puede ser vivida como un juego. A condición, claro, de que se juegue con seriedad. Es decir: apostando algo propio, siguiendo las reglas y decidido a ganar. Lo que, en este terreno, significa poner en juego algo de sí mismo para seducir al lector, llevar la lógica de cada ocurrencia hasta sus consecuencias últimas y no dejarse disuadir hasta haber encontrado una respuesta lo bastante firme, convincente y consistente.

A manera de guía, por más que todas las ideas vengan en última instancia de ese magma originario en el que todo se mezcla y remezcla constantemente, podemos ensayar una clasificación a partir de las dos fuentes mayores a las que la corriente de ese magma suele afluir: la ideas vienen de la experiencia propia, es decir, de la propia vida pasada o presente, de los ambientes en que cada uno se ha formado o que al menos ha conocido en persona, de los seres con los que ha tratado y lo han marcado o influido más o menos profundamente, o de la tradición cultural, es decir, de los mitos que ha heredado, la educación recibida, su civilización, los libros y obras de arte o pensamiento con que ha tropezado, la historia de la humanidad o incluso la actualidad difundida día y noche por todos los medios de comunicación contemporáneos. Ambas fuentes están enlazadas, naturalmente, y sus aguas volverán a mezclarse cuando corran en el cauce de una nueva idea, pero cuando uno busca, si sabe a qué musa invocar, es probable que se encamine más pronto a una respuesta. ¿Mitología o autobiografía? No es lo mismo reelaborar la historia de Edipo que evocar los propios conflictos con los padres. Por lo menos en principio, al principio, antes de que el crecimiento de la obra vuelva a acercar experiencia y cultura.

dedalus
El artista como héroe: Stephen Dedalus

Para concretar, consideremos por separado estas dos aproximaciones que entre ambas engloban todas las posibles. Nos piden un argumento, tal vez nos hayan indicado el tema, y comenzamos a buscar. Supongamos que el tema es el amor. Una historia de amor. ¿Podemos, queremos contar una que hayamos vivido en persona? Tal vez creamos que ya tenemos el argumento, pero no es tan fácil como empezar por el día del encuentro y terminar por el de la ruptura. No es tan seguro que ya sepamos cómo ocurrió todo. Y además, para que el asunto interese a terceros, habría que saber darle una cierta universalidad, extraer del caso una esencia, hacer que diga algo. Tratándose de una experiencia propia, será necesario objetivarla. Precisamente para que un lector pueda identificarse, hacer propia a su vez la experiencia de la lectura, el autor tendrá que quitarse de en medio como parte interesada y procurar una mirada justa sobre su material. Nada para conseguirlo como aquel viejo pero nunca caducado procedimiento brechtiano conocido como distanciamiento, vinculado al aspecto didáctico del teatro épico y por eso atinadísimo para aprender algo sobre uno mismo. Una vez que logra considerar su historia en sí misma, no en función de su persona, sólo atendible ya como personaje, use o no su propio nombre en el texto, el autor estará en condiciones de presentarla al lector, y éste de apreciarla en lo que vale. Una antigua balada irlandesa, Turpin Hero, que comenzaba en primera persona y continuaba en tercera, servía a James Joyce para ilustrar el pasaje de la poesía lírica a la poesía épica y el proceso de maduración que tal pasaje representa. Su Retrato del artista adolescente, que primero se llamó Stephen Hero, es hoy un ejemplo clásico de autobiografía transfigurada en novela. Si la primera versión recreaba episodios de la vida de su autor traspuestos casi como habían sucedido, la segunda, reelaboración de ésta, objetivaba el relato en función de su sentido, ofreciendo en consecuencia un destilado mucho más refinado y esencial de la experiencia que le había servido de base. Ya no se trataba de su autor sino de su tema, desplegado a través de un personaje autónomo y su entorno.

trintignant2
Perseguidor perseguido: vieja leyenda, nouveau roman

O nos piden una historia de amor, pero no queremos o podemos contar ninguna de las nuestras. Quizás porque nuestras ideas y nuestros sentimientos al respecto permanecen dispersos, de manera que necesitamos un continente que les aporte unidad. ¿De dónde sacarlo? Hay cientos de historias en la historia de la humanidad, en la mitología, en la literatura, en la actualidad… Todas estas fuentes conforman una sola, la de la tradición cultural (presente también en las noticias, cuya novedad no las separa de la forma que permite comunicarlas, por el medio que sea), que reúne cuanto no conocemos por experiencia directa sino sólo mediado por la cultura. No por eso nos pertenece menos, pero es necesario, para hacerlo propio, el ejercicio inverso al de la creación autobiográfica: no ya el distanciamiento sino, al contrario, la identificación, mediante la cual podemos reconocer, en las historias de Romeo y Julieta, Apolo y Dafne, Tristán e Isolda o cualquier otra pareja ignota de la que tengamos noticia, los mismos elementos y motivos presentes o latentes en esa experiencia nuestra a la que no sabemos dar forma. Esa historia ajena que sentimos como nuestra admite la apropiación y es legítimo, una vez adoptada, adaptarla, modificarla de acuerdo a nuestro estilo y nuestra sensibilidad. Pasolini hizo de su versión de Edipo rey la proyección de su propio “complejo de Edipo”, prestándole al personaje un nacimiento como el suyo en la Italia fascista y presentándose ante él en el rol de corifeo para pedirle cuentas sobre la peste que asola Tebas. Se puede proceder así de abiertamente, pero también se puede recubrir la fuente, mediante trasposiciones y variaciones, hasta tal punto que nadie reconozca de dónde viene o cuál es la historia que nos hemos puesto a contar. Sólo Samuel Beckett, según cuenta Alain Robbe-Grillet, advirtió la presencia de Edipo en Las gomas, primera novela del autor francés, en la que en un contexto muy diferente al de la tragedia un detective resultaba ser el asesino que debía desenmascarar.

Cada uno puede hacer la prueba recurriendo a dos ejercicios inversos: en el primero, convertir una experiencia personal en una fábula autosuficiente cuyo sentido se desprenda de los hechos; en el segundo, tomar una historia ya creada y recrearla volviéndola lo más irreconocible que pueda conservando a la vez los temas y el sentido, aunque altere incluso este último. Cualquiera de estos dos caminos atraviesa una página en blanco y nos saca del ocasional pantano de la falta de inspiración. ¿Es un juego? Sin duda. Pero nada como la seriedad mal entendida para producir esa angustia paralizante que impide juntar dos ideas y dar a luz un argumento. La ficción, después de todo, es un niño que se atreve a interrumpir a sus mayores, escandalizados de que con temas tan serios alguien se atreva a cuestionar sus máscaras y proponer otras. Quien propone su historia como una fábula o leyenda, quien devuelve leyendas y fábulas al espacio de lo cuestionable, no está haciendo otra cosa.

 

tintero

 

La salud de la ficción

marktwain
Los últimos días de Mark Twain

Las devastadoras crisis de desánimo que, como todos saben, suelen sufrir los artistas no dejan de ser también un sucedáneo del mundo del espectáculo, que ofrece estas espectaculares desesperaciones a la identificación de un público atacado por los mismos males, pero falto del brillo de la fama así como de la presunción de un significado. Sin embargo, detrás de ese chorro de leyendas en continuado más o menos a la sombra, con sus abandonos, fugas, borracheras, depresiones, adicciones, rehabilitaciones, manías e intentos de suicidio, al igual que en los más deslucidos casos extraídos de la así llamada “vida real” –la de los no famosos-, está la huella, deformada por su exposición, de una experiencia cierta y desgraciadamente vivida. Por más risibles que a veces se vuelvan los ecos del estremecimiento de Mallarmé ante la página en blanco, de la “crisis de Génova” que alejaría a Valéry durante más de veinte años de la poesía o del silencio de Rimbaud –piensen los narradores que, aunque no sea la poesía lo que habitualmente se considera ficción, cada poeta es en sí mismo una ficción sostenida mucho más allá de la página escrita-, antes de tanta baba y tantas lágrimas de cocodrilo, más de una gota de “sangre espiritual” (Lautréamont) ha sido realmente vertida por los atormentados espíritus que las han derramado. ¿Cómo sobreviene esta tormenta? ¿Por qué es posible sufrir así a causa de algo conscientemente imaginario?

Más ficción que la ficción, la poesía es ficción al cuadrado, pero los narradores, incluso aquellos que no protagonizan –al revés que Henry Miller, Jean Genet, Marcel Proust o aun a veces el propio Borges- sus relatos, conocen, tal como justamente Borges lo refiere en el desenlace de La busca de Averroes, ese difícil momento en que el torrente de la narración se agota antes de haber alcanzado su prevista desembocadura. La impresión de realidad con respecto a la propia ficción cesa, junto con la supuesta suspensión de la incredulidad del lector, con la consiguiente vergüenza para quien ha tomado la palabra y el brutal derrumbe del castillo que ahora sí parece de naipes. Con un curioso efecto: la devastación de la realidad misma para el jugador que así despierta de su sueño consciente, como si dicho sueño probara de tal modo su propia realidad en el momento en que, por no serle creída, ésta le es negada, contagiando a la vez su impotencia a todo lo demás. Así lo experimenta, por su parte, en ocasiones extremas, el soñador: el mundo sigue andando pero no va a ningún lado, igual que la acción extraviada de su relato. Cuando no tiene este carácter absoluto, o cuando a su vez, repuesto el narrador de su brusca falta de fe, lo pierde, el súbito desierto de la pérdida de inspiración puede ceder a una nueva y fresca brisa que, durante la crisis, tanto resulta impensable como ilegítima. Si esa brisa anuncia una nueva corriente, puede que el relato interrumpido llegue a puerto, pero, mientras está varado o hundiéndose, no sólo él permanece amenazado, sino también la vida de su autor. Quien alguna vez pasó por esto puede creer que entonces desvariaba, pero sabe además que no exagero.

proust
«Mucho tiempo he estado acostándome temprano…»

También puede ocurrir cuando se escribe ensayo, ya que en estos casos es la hipótesis sobre la que se trabaja la que de pronto aparece como insostenible, necia, mediocre o disparatada. Sin embargo, con la ficción el riesgo es mayor e incluso es posible afirmar que la prosa razonada, especialmente bajo formas breves y ubicuas, es un excelente antídoto para combatir este mal que, como una peste, con su aire malsano, precisamente, sobrevuela y ronda al escritor en apuros. Ya que en esta situación la renuncia a la magia y a la gracia, a los atajos de la imaginación para, en cambio, mantener los pies en la tierra y demostrar un argumento paso a paso, teniendo todo el tiempo presente la realidad tal cual es o, al menos, tal como pueden testimoniarla vecinos y periódicos, se convierte, gracias a sus autoimpuestas limitaciones, en una fuerza, parecida a la que, según Faulkner, se adquiere cuando, en lugar de suplicar a la Fortuna, se le muestra el puño. “Entonces tal vez sea ella quien se humille”, concluía. De igual modo, sin dejarse anonadar por el abandono de las musas, una escritura que puede hacer sin el concurso de la inspiración conservará el pulso del escritor –y del hombre o la mujer en cumplimiento de tales funciones- latiendo firme, si bien no tan vivamente, durante el cruce del desierto sin espejismos. Joseph Brodsky, autor de ensayos cuyo estilo casi se eleva, en ciertos pasajes, hasta el de sus poemas, dice que la prosa, comparada con la poesía, es como la caballería comparada con la fuerza aérea, pero en momentos de vértigo, cuando el cielo se ve tan vacío que su falta de límites lo convierte, para el autor que ha extraviado sus alas, en el abismo infinito de un pleno vacío, es mejor calzar buenas botas. Don Quijote es humillado por los malvados molinos de viento, pero Sancho, firme en su burro, no se engaña ni es revolcado.

Aun así, no es de la consideración crítica ni del espectáculo de la realidad que se alimenta la vena creativa, sino de la visión original, que no se manifiesta en el prosaico y familiar lenguaje de la comunicación, sino sólo en esa especie de “lengua extranjera” en la que, según Proust, se escriben los “bellos libros” (como se dice “Bellas Artes”). Puede que esto deje fuera un elevadísimo porcentaje de muy seguidos y aún mejor considerados autores, pero es también la renuncia a la transfiguración del lenguaje para, en cambio, ceñirse a una fraseología y al uso de una serie de fórmulas discursivas o narrativas lo que señala las fases bajas de la historia literaria. El triunfo del pragmatismo, con su economía mezquina y su eficiencia utilitaria, supone, en estos terrenos, la degradación de la práctica. Por eso, son los autores más grandes los que suelen caer de más alto cuando la fe les falta o la inspiración les falla. Ya que ni una ni otra hacen falta para circular por la bien asfaltada vía de la comunicación y el entretenimiento en continuado, donde lo que toca es cumplir con las normas de tránsito y ser diestro en el empleo de las herramientas de uso diario. En este nivel plano, donde basta con seguir la corriente, los primeros puestos corresponderán, como es lógico, a aquellos que la anticipen. Pero esta lengua, la de los pies en la tierra y el habla cotidiana, que tanto espacio ocupa en nuestro mundo, es, como lo muestran cada vez más las estadísticas mundiales al respecto, la de la depresión. La del vacío en la vela deshinchada, la de la calma en la que el llanto de Ariadna aún no es oído por Dioniso. El tratamiento sensato de este mal suele agravarlo, al no consistir sino en la insistencia de unos en administrar a otros el mismo veneno al que ellos ya son inmunes: la conformidad con un estado de cosas impuesto no por la razón ni por la voluntad de dios alguno, sino por la fuerza de las circunstancias. Pero la crisis no se supera hasta cambiar de lenguaje, tal como lo experimenta cada escritor que de pronto, tras horas, días, semanas, meses o años de oprimida espera, ve salir de su pluma una frase que no viene de las circunstancias, sino que, surgida de la misma fuente que antes su propia voz, las atraviesa. Es en esta diferencia, en esta imposibilidad de coincidencia entre el sujeto y lo predicado, que la literatura opera.

escritora
La pluma como bisturí

Operar, precisamente, como el bisturí dentro del cuerpo, entre los velos de las ilusiones con que se suele vendar el corte, o la herida en la continuidad de la experiencia que, imposible de suturar, pareciera tener que conformarse con ser aliviada y jamás curada. La literatura llamada en otro tiempo “de evasión”, que hoy coincidiría con el campo, multimediático, del entretenimiento, pero que siempre ha excedido esta función debido a la hondura del vacío que debe cubrir, es parte integral del tratamiento nihilista de esta herida: anestesia y esperanza de vida –de otra vida-, en la noción, reprimida, de que ésta, al no poder volver al alucinado estado paradisíaco anterior, a la inocencia, que sólo cabe fingir, está perdida de todos modos. Pero la literatura a secas, de acuerdo con Spinoza, cuya opinión es que la humildad no puede ser un bien, ya que es una tristeza, carece de esa prudencia que respeta las apariencias y penetra, en cambio, en el eterno laberinto de espejos y espejismos decidida a ver claro y encontrar la salida. La operación, extremadamente delicada y compleja, requiere no sólo audacia sino, además, la mayor prudencia y dedos hábiles, como los de un ladrón: nada más fácil, en este empeño, que tocar por accidente un nervio vivo y quedarse sólo con un puñado de cristales rotos ante una negrura intolerable. Es entonces cuando sobreviene el desánimo en exacta proporción a lo que hay en juego, de ese modo que parece tan exagerado si se lo mide desde el refugio en el nihilismo, con su cuidado equilibrio entre ilusiones y realidades. Sólo que es justo ese equilibrio el que se ha roto, al dar el paso más allá de la frontera entre lo que es y lo que nunca será que mantenerlo supone.

Ficción contra ilusión: éste es el planteo de la literatura, pero es necesario dar a sus términos un uso preciso. La idea consiste en lo siguiente: no la ilusión como recreación de lo dado para volverlo accesible a la subjetividad, sino como falsa promesa frente a la cual, en cambio, la ficción confronta sin cesar tanto lo dado como su extensión imaginaria con sus probabilidades y las consecuencias que reprime. Del tipo de ilusión que la ficción a veces desnuda puede ofrecer más de un ejemplo la historia de la socialdemocracia, cuya mediación entre capital y trabajo acaba debilitando casi siempre las posiciones de izquierda al promover la conciliación de lo inconciliable, sueño último de quienes querrían, por sobre todo, preservar su inocencia. Es el triunfo de la buena imagen de la realidad, con la ilusión como porvenir suplementario. El mundo del espectáculo o la industria del entretenimiento se basan en la exaltación de estas ilusiones, que se hallan en su cénit ante un público espectador. De ahí que, pase lo que pase, sus valores permanezcan invariables: identificación, continuidad lineal y finales redondos o, dicho de otra manera, no dejar cabos sueltos. El globo debe estar blindado. Porque el riesgo, si se pincha, es precisamente el derrumbe del castillo de naipes apostado. La pesadilla del soñador. La crisis del artista, que voló demasiado alto. El abismo, sin embargo, sobre el que se levanta la ficción.

stevenson
El virtuoso Stevenson

Ya que, si tan sólo se tratara de deshacerse de ilusiones, de cancelar las hipótesis heredadas, bastaría con las denuncias y las nuevas utopías que, sin embargo, no hacen más que renovar en cada ocasión el mismo ciclo. En esta circulación, la obra de arte, o la verdadera ficción, cae como un rayo: así cayó el Viaje al fin de la noche de Céline en su día, inesperado y a la vez manifestando lo que de veras estaba en el aire pero ningún partido atinaba a expresar en sus términos. La ficción libre, la creación que efectivamente lo es, hace lo que ideologías e imaginarios de cada época sólo pretenden hacer: captar la vida tal como se da en el momento exacto de su acontecimiento, lo que desborda el marco de las interpretaciones que le son contemporáneas para en cambio incluirlas, aunque sea de manera implícita, dentro del cuadro como partes del fenómeno. Céline siempre sintió que era esto, no sus panfletos antisemitas, lo que nunca le habían perdonado todos aquellos que entonces también habían disparado –con sus obras, críticas, escritos-, pero sin dar en el blanco como él. Pero si esa verdad descubierta hubiera sido sólo el hueso de la vida puesta al desnudo como un esqueleto, muerta, despojada, como por otra parte a veces se ha descrito su obra, ésta no habría sido nunca el objeto de envidia que fue debido a su valor. La visión expresa sobre todo su luz, aunque ésta muestre por casualidad algunos monstruos realmente existentes o se sirva de ellos como modelos en función de una causa mayor. No se trata de realidad al desnudo, ya que ésta es también un vestido, sino de la manifestación de aquello ante lo cual todo lo demás revela su carácter de máscara: para protegerse la cara o para probar que se tiene una.
Los momentos culturales débiles favorecen dos maneras de expresión: la tímida crónica realista, que temiendo el deslumbramiento producido a menudo por la visión prefiere atenerse al testimonio de las apariencias inmediatas, y la fantasía inconsciente e irresponsable, que querría jamás ser despertada de su inducido sueño de inocencia. Las obras mayores no son una cosa ni otra, pero por eso su origen suele estar en una desolación tan honda como el pozo al que cae el artista al que la ficción se le desdibuja. Porque ésta es, generalmente, la experiencia inicial: el desconcierto del espectáculo orquestado por la solidaridad de las imágenes y razones de la tribu, devoradas en la conciencia que despierta por el agujero negro que aquellos argumentos procuran conjurar. De esa fuente que en su negrura parece no existir nace el arte, para dar cuenta de ella, y cada vez que la creación se interrumpe el artista vuelve allí, a padecer nuevamente el aturdimiento iniciático. Lo que es posible recordar, para cada autor en ciernes, durante estos accesos y sus respectivas convalecencias, es que la devastadora ausencia que lo invade es la prueba más tangible de que eso mismo que antes fue presente de veras existe aunque diverja de cuanto lo rodea. Por eso no hay antídoto ni conjuro: porque tampoco es un veneno la manifestación de lo que es, ni un espectro por más que sólo en el espejo de la ficción se haga visible.

 

boli