Una invención sin porvenir

"El cine es una invención sin porvenir" (Louis Lumiére)
«El cine es una invención sin porvenir» (Louis Lumiére)

Ser o no ser. Por más que la película nos dé risa, en la escena culminante de este “clásico” de serie B que ni siquiera ha logrado ser un film de culto Bela Lugosi hace algo muy difícil. El viejo Drácula es aquí un científico loco. Entre los muchos ítems de su cámara de horrores posee un pulpo gigante en una pecera a medida. El pulpo iba a ser mecánico, según le dijo el director, pero la producción después dijo no. De manera que en la escena de su muerte, aparatosa como el género lo exige de su papel de villano, Lugosi debe emplear todo su arte para cumplir, en una sola toma, los roles de intérprete, tramoyista y técnico de efectos especiales, ante los envidiables ojos de cualquiera que haya participado en o asistido al rodaje. Bela lucha con el inerte octópodo, agitándolo para prestarle una efímera y a todas luces increíble vida propia, vampirizado por la criatura que alimenta, mientras forcejea a la vez para escapar del destino de su personaje y alcanzar el final de su contrato: maldice al monstruo, grita varias veces “¡No!”, se debate atrapado entre sus tentáculos y sus fauces, a la vez que con toda la destreza que le queda al cabo de una carrera rica en altibajos se desliza al interior de la bestia, cuya indiferencia de cartón piedra se ocupa además, heroicamente por lo vano del empeño, de atenuar. Pero Lugosi realiza lo imposible: progresar a la vez en dos sentidos que se oponen, hasta lograr desaparecer en un punto precisamente cuando su trabajo ha consistido en desgarrarse, para que existan, entre dos polos. Admirable, si no fuera grotesco; trágico, a pesar de ser cómico. Ya que nadie escapa a esta condición: nadar y guardar la ropa, optar por lo que sea forzados por las circunstancias e intentar guardarse en la manga la alternativa descartada por si la otra fallara, o para no perder lo abandonado al elegir sin quererlo entre las propuestas de cualquier encrucijada. De negro, en la niebla transilvana o londinense, Lugosi fue el rey de los vampiros; de blanco, huyendo del sol californiano, nunca salió de los laboratorios de la serie B. Podemos decir que todo se equilibra en el balance final, pero el punto de equilibrio permanece ilocalizable, fuera del territorio que nos es dado pisar. Lugosi tuvo el genio de mostrarlo en el vientre voraz de un pulpo incapaz de probar bocado, pero, para variar, el mundo no estaba preparado para semejante revelación.

La verdad del personaje
La verdad del personaje

El fantasma del escritor. Qué difícil resulta creer en la existencia, en la realidad, por no hablar de la verdad, del personaje cinematográfico del escritor; tan improbable como, en la mayor parte de las películas, comprobar imagen a imagen, en plano general y en primer plano, el amor que según el argumento se tienen los seres encarnados por el primer actor y la primera actriz. Como no se ve el amor, tampoco se ve el trabajo literario, y las secuencias de las noches sin dormir aporreando el teclado de alguna máquina o arañando el papel con la pluma a la luz de una temblorosa vela resultan tan estereotipadas como las escenas de sexo musicalizadas o los paseos tomados de la mano por parques radiantes y playas crepusculares; por no hablar de las caracterizaciones, tanto da si el escritor es biografiado o ficticio, donde el perfil singular depende mucho más de un sombrero, de un bigote o de cualquier atributo pintoresco con que el entorno pueda disfrazarlo, es decir, de todo cuanto pueda oponerse a la creación, que de aquello que efectivamente la favorece o de los efectos del proceso singular por el que llega a producirse. ¿Una excepción? Para variar, Mastroianni. Su personaje en La noche, de Antonioni, es escritor; inmerso en el clima cultural de la época, con un perfil existencialista en absoluto dependiente de moda parisina alguna, atravesado por toda una serie de disyuntivas tan poco satisfactorias unas como otras, dudando razonablemente de cada respuesta espontánea que encuentra, precipitándose de vez en cuando a dar fe de lo que apenas puede negar que no se sostiene, no lo vemos escribir en toda la película; pero, cada vez que se trata de literatura, reacciona vivamente, desde una oscura fe más profunda que sus cuestionadas creencias, en abierto contraste con la indecisión que marca su tránsito entre los interrogantes por los que es enfrentado. Con eso le basta, alcanza con eso, para legitimar la condición de escritor del personaje y poner de manifiesto, Sartre aparte, el compromiso del que depende su capacidad de respuesta, el fondo de seriedad que lo afecta en cada secuencia y aun cuando bromea. No se trata de genio ni de maestría, sino de un inconformismo ejemplar, elegido, que a cualquiera cabe emular.

Célula básica
Célula básica

Cuando predomina lo audiovisual. El esfuerzo de leer un libro es mayor que el de mirar una película. Lo demuestra la proporción inversa entre los lectores que también son espectadores y aquellos de éstos que a su vez son lectores: la primera intersección apenas deja margen a un lado y la segunda, en cambio, deja uno enorme al otro mientras que es difícil decidir si ella misma es mayor o menor que el primer conjunto; el espectador iletrado constituye mayoría, aunque tampoco puede asegurarse que la minoría alfabética conforme una élite. La ventaja del libro, de todos modos, es que puede acompañarte todo el día; el problema es que los jóvenes, que aunque ya se hacen mayores conservan sus hábitos y porque ya se hacen mayores consolidan sus tendencias, en general prefieren la música, o los reproductores de música, por su suministro de éxtasis en continuado y su poder de disolver preocupaciones. O los sucedáneos del cine, por su incomparable capacidad de sustituir cuanto vive. Así es: el melómano no quiere despertar y se lee con los ojos abiertos; el cinéfilo del siglo XXI, disuelta su conciencia de sí del mismo modo que el alguna vez llamado séptimo arte en la multiplicación de los medios de circulación de la imagen, deja la lectura de ésta a sus aparatos y concentra su atención en la nuca que reclina contra el cabezal de su butaca, punto en el que cesa toda letra.

Usted nunca ha visto nada igual
Usted nunca ha visto nada igual

Crítica de la crítica. Park Chan-wook, Stoker: ¿por qué lo que “no se parece a nada que usted haya visto antes” ha de ser “un ejercicio de manierismo en el alambre del exceso”? Esto es lo que dice la crítica de esta película, cuyas imágenes por otra parte no me parecen tan irreconocibles en la cartelera. Pero la cuestión es otra: ¿hay algún descubrimiento o sólo variaciones, manipulaciones de lo ya dado, en estos casos de renovación por la forma, de formalismo extremo al menos según se lo suele considerar? Los momentos de desembarco de la historia del cine, Lumiére o Griffith, Ford o Renoir, el neorrealismo o la nouvelle vague, se nos aparecen en cambio como simplificaciones, como aperturas de una vía muy simple hacia una realidad más compleja precisamente por los nuevos elementos que estos enfoques más desprejuiciados hacían aparecer. En el viejo cine se trataba de una luz que penetraba en una cámara oscura; hoy se hace evidente que el espacio no es un lugar sino un concepto, pero nadie salta fuera de su propia sombra.

Buñuel digital. Un juguete para don Luis, a quien tanto le gustaban las repeticiones: cada vez que un personaje está a punto de decir la verdad, otro saca su móvil y le hace una foto. La escena se congela con todo el mundo sonriendo y luego la historia continúa, como si nada hubiera sido dicho.

Cinema de qualité
Cinéma de qualité

La servidumbre como espectáculo. Esas películas de James Ivory de los años 80 o 90, despliegue diáfano de un fenómeno por otras partes tan repetido: el sentido de la historia, habitualmente de prestigiosa procedencia literaria, implicaba una crítica del victoriano orden vigente en la época del original adaptado, pero lo que todo el mundo iba a ver era justamente el espectáculo de ese orden, manifiesto en el juego de roles entre amos y criados, las hileras de pecheras blancas y cubiertos de plata, los modales y entonaciones cuyo origen británico parecía garantizar sangre azul o educación eatoniana. El resultado era parecido al de esas novelas de Pittigrilli y compañía, donde se condena el proceder de un criminal para describir con mayor minucia los sufrimientos que ocasiona a su irresistible víctima: similar sadomasoquismo en estas refinadas producciones, encubierto por las costumbres y antigüedades desempolvadas para la ocasión. Las relaciones peligrosas en la versión laborista de Stephen Frears participaba de la misma complacencia, cubierta por el gesto de condena, en los vicios supuestos de las clases altas, pero el cruel Cuarteto de Heiner Müller no se complacía menos en su propia inexorable violencia y en la creciente frialdad de su proceso. Queda el Valmont de Milos Forman, ligero y libre, tan lejos de la idea de un ajuste de cuentas entre los protagonistas como del pensamiento, que a éstos nunca se les hubiera ocurrido, de que debieran rendir cuentas a la moral de espectador futuro alguno.

Paris made in Hollywood
Paris made in Hollywood

Espejo roto. ¿Por qué a tantos buenos espectadores de cine, dotados de sentido crítico y buen gusto, no les gustan los musicales a tal punto que con su mejor criterio no llegan a distinguir en obra alguna de Donen o Minelli unos valores evidentes? Hay un momento particularmente feliz para quien, por el contrario, conscientemente o no, ve en este género la realización de algunos de sus sueños preferidos: cuando los personajes, repentinamente, se ponen a cantar o a bailar, acompañados por una música que parece salir de los floreros, rompiendo con cualquier impresión de realidad que hasta entonces haya podido lograrse a voluntad o por accidente en la película, y a la vez destrozando la apariencia de filiación naturalista con que la efímera especie humana procura consolidar su estancia. Pero es justo este momento el que concentra el mayor grado de desafío a lo que es normalmente el mayor poder del cine en relación con las otras artes: su impresión de realidad, que admite todos los efectos especiales necesarios para hacer verosímil lo imposible, pero rechaza esta interrupción de la misa laica o realista que es una proyección para cinéfilos por ser ella una conducta incompatible con los códigos propios de un arte que, en un principio, se propone como registro o restitución de los mismos elementos que conforman el mundo. Canto y baile irrumpiendo así en la imitación de las relaciones sociales pueden ser tan inoportunos para el espectador como alguien más alto en la butaca de adelante, unos susurros repetidos en la fila de atrás o cualquier otro elemento ajeno a la proyección que se superponga a ella. También es un cuestionamiento del presente por el pasado, de la seriedad y urgencia de lo actual por un estilo pasado de moda que parece reírse feliz e irresponsable de unos esfuerzos de representación que no le atañen. Cuando los personajes se ponen a cantar o a bailar, el buen espectador, el ciudadano moderno, serio, realista, se ve obligado a dejar de creer y despierta así de su paradójico sueño, lo que naturalmente le disgusta. Pues con la realidad soñada del cine no se juega o, si se lo hace, debe ser según sus reglas y no las de un arte o un tiempo que se le hayan escapado.

Mímesis. Carácter mimético de la cultura de la imagen. Perfecta para aprender a copiar, tiende sin embargo a disuadir al aprendiz del análisis, con lo que el reflejo acaba por sustituir a la reflexión y da inicio a una era de plagio autorizado. Es decir, generalizado, devenido norma y hasta ejemplo en la vida diaria, especialmente en la laboral. Circulación de las imágenes enmascaradas por su propia condición de imitaciones, copias, reproducciones automáticas, absueltas de antemano de toda responsabilidad respecto a su sentido en razón de su inagotable fondo de ambigüedad. Inocencia de las imágenes ante la mirada culpable y las palabras acusadoras. Devenir imagen, objeto sublimado, vida plena. Para el creyente en la imagen, ésta no es una representación sino la realidad misma.

Que pase y no vuelva
Que pase y no vuelva

Neo neo. Ladrones de bicicletas: el hombre al que le robaban la suya en la película mostraba la suficiente falta de recursos como para dar a pensar que sólo en el seno de su clase y nunca a solas podría salir adelante. Una remake actual, en lugar de a él, podría seguir al bien robado y mostrar el provecho que cada uno de los sucesivos ladrones es capaz de extraerle. Como el amor en La ronda o el burro en Al azar, Balthazar. O el billete falso en El dinero. Así el hijo tampoco reconocería jamás a su padre y también éste se habría librado de su condición de ejemplo.

Un error estético. Intentar reproducir, empeñarse en representar el momento en que sucede algo sobrenatural o milagroso. Esa escena hay que elidirla: es la de la resurrección de Cristo en el sepulcro, convenientemente ahorrada a las mujeres que lo hallan vacío para sólo más tarde ver al increíble viviente, o también la de la conversión del agua en vino, o de Jeckyll en Hyde. Precisamente, el obstinado error de las adaptaciones cinematográficas del relato de Stevenson es el de mostrar una y otra vez lo que el escritor, pudiendo darlo a conocer al principio, no revela hasta el desenlace: la identidad entre ambos nombres, demostrada incansablemente antes de tiempo en las películas por el pasaje de un estado a otro de la sustancia o persona así denominada. El error se agrava con el desarrollo tecnológico, que busca infinitamente la falta en la pobreza de medios del estadio de producción anterior, desde la serie de fundidos encadenados sobre maquillajes sucesivos a las transformaciones ejecutadas por vía informática cuya mayor impresión de realidad tampoco colman, sin embargo, nuestra capacidad de convicción. Es que allí donde hace falta fe, ninguna demostración es suficiente: la representación de lo inconcebible sólo puede ser fraudulenta y la impresión que causa no puede ser duradera ni conservar la intensidad del carácter de lo que revela. Si, como ha dicho Sollers, un escritor es alguien que vio algo que no debería haber visto, es justo esperar en estos casos, de quien escribe, la mayor incredulidad, el menor grado de acatamiento a la imagen.

El sheriff en domingo
El sheriff en domingo

Bajo la cúpula del huevo de oro. Mejor que la crítica literaria para tomarle el pulso a la opinión pública ilustrada es la crítica audiovisual –ya no sólo cinematográfica desde la omnipresencia de las pantallas-, por su mayor inmediatez y la mayor presión que sobre su palabra ejercen el motor de la industria y la rueda del comercio. Como lector, el cinéfilo de la vieja escuela había aprendido a reconocer, atendiendo a las calificaciones de la crítica tras los estrenos, antes de verlas las películas que podrían gustarle: no las de cinco estrellas, sino las de cuatro, y esto no sin un motivo. Bastará un ejemplo para darlo a entender: My Darling Clementine, producción de Darryl Zanuck dirigida por John Ford. El primero, después del montaje, no estaba del todo conforme con la labor del segundo; hizo algunos cortes y encargó luego a un director sustituto repetir alguna escena. La de Wyatt Earp hablándole a su joven hermano ya en la tumba, una típica situación fordiana que no aparecía por primera vez en una película suya, volvió a rodarse, aunque sin que Henry Fonda alcanzara la dominada intensidad de la toma original, y es la que puede verse en la versión definitiva. My Darling Clementine es considerada con justicia una de las cimas del arte de Ford, capaz de asimilar sin desdoro estas pinceladas ajenas, pero no se trata aquí de reivindicar el genio creador ni de condenar el poder del dinero, sino de situar una diferencia e identificar, a partir de ella, el fundamento del índice de satisfacción resultante en cada caso, aunque a propósito del mismo objeto. ¿Qué echa a faltar Zanuck en el primer montaje? ¿Qué le preocupa que el público eche a faltar? ¿De qué depende que el crítico mainstream otorgue o no su quinta estrella? ¿Qué garantiza la total satisfacción del espectador promedio estimado? Existe un punto de identificación secreto pero evidente entre quien invierte en la elaboración de un producto y quien lo hace en su adquisición, por muy desiguales que puedan ser las cantidades implicadas: una expectativa que como todas aspira naturalmente a que se la colme. La apabullante rotundidad de los grandes espectáculos no busca otra cosa que asegurar tal plenitud. De que lo logre depende precisamente el éxito, ese acuerdo instantáneo cual flechazo entre quien arriesgó su capital y quien pagó su entrada. Pero a esa redondez se opone tercamente otro vértice, que resulta a su vez de otra identificación entre dos de las partes implicadas: el autor y su seguidor, el ya aludido cinéfilo, cuya fe en el artista elegido no se basa en la omnipotencia de su espectáculo, sino en su capacidad de revelación, es decir, de señalar no sólo algo que no puede verse allí sino también su falta. De tal pinchadura en el globo, la del éxito efímero por la verdad inconquistable, da cuenta la estrella ausente y sacrificada fatalmente más que a conciencia; el espectador leal, el verdadero crítico, sigue esa estrella. Pierre Boulez afirmaba en una entrevista reciente que componer es concebir un universo, con todas sus leyes y propiedades, y después transgredirlo. Lo mismo ocurre en todas las artes: es entonces cuando se rasga la cúpula del huevo de oro y éste deviene observatorio, abierto a la luz del espacio exterior.

Horizonte. A determinada edad, cierta poesía se abandona. No es el sentido sin cesar suspendido lo que sirve para vivir, sino las conclusiones parciales. Mónica Vitti en El desierto rojo: “Me da miedo quedarme mirando el mar, porque después ya no me importa nada de lo que hay en tierra.” Sin embargo, el mar devuelve a sus ahogados. Y, para cruzarlo, hay que meterlo entre dos costas. La visión del infinito impone un límite, aunque no lo fija. Todo se juega en esa oscilación.

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La verdad miente

Sobre Todos los hombres son mentirosos, de Alberto Manguel

Traducción al inglés
Mentiras en inglés

El argumento es el siguiente: Alberto Bevilacqua escribió una obra maestra. Pero mucho más compleja es la red de verdaderos y falsos testimonios que se entretejen en torno a su incomprensible muerte. Ya que, si la verdad suele ser esquiva, si un caso que avergüenza a sus protagonistas resulta siempre difícil de resolver, descubrir lo que se ha querido olvidar parece casi imposible al cabo de treinta años, en un mundo en el que todo cambia excepto lo escrito hace siglos en el Libro de los Salmos: “Todos los hombres son mentirosos.”

Sin embargo, cuando un periodista francés se empeñe en aclarar la inexplicable caída del genial escritor sudamericano Alberto Bevilacqua desde el balcón de la casa en que vivía en el Madrid todavía oscuro de mediados de los setenta, los testimonios de quienes lo conocieron serán su única vía hacia la verdad. Las dudosas y diversas historias de su presunta amante española, del escritor argentino que asegura haber sido su único confidente, del cubano que jura haber compartido su celda durante la dictadura militar argentina y hasta de un delator ya muerto que sigue informando desde el más allá son sólo algunas de las vías que aquí, por el engaño, tal vez conduzcan a la verdad. O a una verdad.

Un asesinato que no es un asesinato, una muerte accidental pero también deliberada, una traición que es un acto de fidelidad, un manuscrito apócrifo con demasiados autores supuestos, una mujer para la que nada es tan erótico como la fama literaria, un hombre recatado que se revela como un seductor y uno infame que termina siendo casi heroico… Después de tres décadas de vivir en una sociedad que es un baile de máscaras, los personajes que narran aquí sus historias ni siquiera son capaces de distinguir sus verdaderas caras. Verdades disfrazadas de mentiras, invenciones que hacen eco a falsedades, ficciones con aire de crónica, confesiones y noticias fraguadas, unas y otras ocultan la verdad sobre el misterioso Bevilacqua, que finalmente sólo aquél que sepa leer entre líneas será capaz de descubrir. ¿Pero es esto lo propio del género?

Traducido al italiano
Engaños en italiano

Como todo buen policial, esta novela es un rompecabezas bien resuelto. Sin embargo, a diferencia de lo habitual dentro del género, hay en las piezas que lo forman, en cada una o algunas de ellas consideradas por separado, una especie de verdad que de algún modo supera la conclusión general del libro. Esto último es interesante y raro: algo así como lo contrario de la tan repetida afirmación de que el todo es más que la suma de sus partes. Por eso cabe seguir investigando, aun si para el expediente el caso está cerrado.

En un policial, normalmente, hay un crimen específico que se expone al lector al inicio. El culpable y el móvil se conocen al final. Esta novela también se organiza en torno a un cadáver. Hay una investigación y los tres primeros capítulos de la narración son otros tantos testimonios recogidos por el periodista que aquí hace el papel de investigador. Sin embargo, hay al menos dos diferencias esenciales en este libro respecto a la novela policial.

La primera es el modo en que el “crimen” es presentado: no aparece por completo desde el comienzo, sino que casi hasta el final de la novela uno no ha acabado de reunir del todo lo que serían las circunstancias a investigar. Por ejemplo: se alude una vez y de paso al suicidio de Gorostiza, pero de tal modo que uno no sabe si pensar que es un dato cierto o un malentendido; luego, ese suicidio resulta ser muy importante y estar en relación directa con la muerte de Bevilacqua, que es lo que se investiga. Y además, otra cosa: en lugar de tener un fuerte eje central en la investigación del crimen, hacia la que convergerían los elementos secundarios –como en un policial-, la novela va desplazando el eje de su interés. Al comienzo, por ejemplo, lo que sería el crimen resulta plenamente opacado en interés por la relación entre Bevilacqua y Manguel (el personaje), es decir, por la equívoca huella del recuerdo de Bevilacqua en Manguel e incluso por los datos biográficos del mismo Bevilacqua. La intriga en torno al Elogio de la mentira y la muerte del escritor despiertan en ese momento de la lectura un interés mucho menor, muy secundario. La exposición, entonces, dista mucho del procedimiento aplicado hasta en los policiales más complejos.

Edición francesa
Falsedades en francés

La segunda gran diferencia es consecuencia de la primera y es, que aunque al final pueda parecer que el “caso” se ha resuelto, lo cierto es que todo depende de la interpretación del lector: si le cree al Chancho que él es el autor del Elogio, como parece ser, o si se le ocurre que éste podría aún estar mintiendo. En esto la novela se acerca a obras como Los adioses, de Juan Carlos Onetti, donde si uno le creía o no al narrador todo cambiaba. Y la técnica es la misma que Onetti tomó prestada de Henry James, la del punto de vista. Si “todos los hombres son mentirosos” (y la novela procura extraer las consecuencias de este principio), si sólo contamos con su testimonio para reconstruir el pasado, jamás salimos de esa ambigüedad en la que nos deja la falta de pruebas concluyentes. El sentido de la novela implica dejar en suspenso la solución del caso, lo cual la aleja de la narrativa popular y del género policial para acercarla incluso a experiencias más vanguardistas, tipo “école du regard”, con las que en un principio no parecería tener nada que ver.

O sea: estamos ante una obra mucho más compleja de lo que parecía. Es muy entretenida, el tono es claro, rápido, ligero, ninguna página es especialmente densa, pero uno las lee con un detenimiento mucho mayor del que dedicaría a un puro divertimento, por inteligentes que éste fuera. La novela no es larga, pero en ella se cuentan muchísimas cosas, hay muchísima información que asimilar y ordenar y, así como cambian los narradores y con ellos el punto de vista, también la perspectiva del lector cambia; si uno lee buscando dónde el autor puede haber cometido un error, ocasionalmente cree haberlo descubierto –cuando, por ejemplo, aún faltando un buen tercio de novela ya uno deduce que el Chancho es el autor de la novela de Bevilacqua y con esto tal vez crea haber descubierto el móvil de un suicidio-, pero pronto se ve obligado a rectificar y a seguir leyendo para acercarse a la verdad. El interés, de esta manera, nunca disminuye, aunque lo curioso es cómo va cambiando de objeto, pasando de la equívoca personalidad de Bevilacqua, la incongruencia entre lo que ha hecho y la descripción de Manguel, por ejemplo, a la historia del libro que Andrea hizo publicar y luego a la autobiografía del Chancho, hasta llegar a Gorostiza, quien casi hasta el final nunca nos había llamado la atención. Es curioso porque lo esencial, en todo caso, no es una verdad a la que se llega y que en un policial se identificaría con la solución del caso, sino algo resbaladizo que lo impregna todo y que en consecuencia hace patinar la curiosidad de un objeto a otro. No se llega a una verdad y por eso se trataría de inventar al menos un remedo, que es lo que el periodista Jean-Luc Terradillos se niega a hacer en la conclusión: al revés que el clásico detective que concluye explicando el caso, ofreciendo una justificación plausible, Terradillos decide abandonar el proyecto y dejarnos los fragmentos que ha recibido, cuya integración no lo satisface.

Portugues
Perjurios en portugués

Pero las partes son aquí más que el todo. Relatos como los de Andrea y el Chancho, que son después de todo los enamorados, los que “creen” y han hecho existir el libro, ella obteniendo su publicación y él escribiéndolo (si le creemos), tienen en sí una intensidad y así una verdad mucho más fuertes que cualquier explicación eficaz de la intriga central que pudiera ofrecerse. Sus fragmentos de verdad, aunque equívocos, son en sí más verdaderos –y convincentes, por su realidad- de lo que podría llegar a serlo cualquier hipótesis totalizadora. Esta intensa verdad es precisamente lo que hace que el libro no sea en absoluto ni un divertimento ni una intriga ingeniosa ni una especulación sobre la verdad y la mentira, sino una narración vívida: por la vida que le dan todas esas partes que se agitan en torno a un centro más bien vacío. Allí se encuentran justamente el tal Bevilacqua, sobre cuya personalidad los datos recogidos concluyen en un retrato incongruente, y un libro del que todos dicen que es una obra maestra, aunque nada se diga de él excepto el título (Elogio de la mentira). El contenido hay que imaginarlo o prescindir de él, como sí, paradójicamente, consistiera en la verdad tan resistida y buscada.

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El espejo que no miramos

Sobre Los millones, de Santiago Lorenzo

El extraño mundo de Santiago Lorenzo
El extraño mundo de Santiago Lorenzo

Esta novela es la primera de alguien que ya era un autor, sólo que había elegido el cine para mostrar su muy singular universo. Aunque Santiago Lorenzo, en el fondo, tampoco es exactamente un director de cine, es decir, un profesional de la industria cinematográfica, sino en cambio, casi al contrario, un autor muy independiente, artesanal en el mejor sentido, cuyos cortos y dos largos, Mamá es boba (1997) y Un buen día lo tiene cualquiera (2007), sumados a ésta y su segunda novela publicada, Los huerfanitos (2012), componen un corpus quizás no muy extenso pero sí de lo más coherente en cuanto al mundo que presentan, siempre el mismo aunque sus manifestaciones no se repitan ni en género ni en contenido.

La marginalidad vivida día a día es uno de los temas de Los millones, publicada en 2010, y está tratado con una extraordinaria paciencia descriptiva que da textura al mundo en el que se desarrolla y es uno de los valores particulares de este texto. La narrativa de Lorenzo tiene un tono que se distingue de lo que suele impresionar como “calidad literaria”, pero que lentamente va alcanzando una consistencia poco habitual en la constitución del universo que narra. La gris miseria perfectamente contabilizada en que transcurre sus días Francisco García a la espera del mensaje del GRAPO en que recibirá una supuesta misión, perturbada por el billete ganador de la Primitiva que cambiará su destino, es objeto de un recuento tan minucioso como rico en matices, ya que su exasperación motiva tanto la risa como el morbo del lector en su exploración. ¿Hasta dónde se puede llegar o caer?

Edición original de Los millones
Edición original de Los millones

Lorenzo tiene desde el comienzo un tono propio que va afianzándose con el correr de las páginas hasta lograr hacerse reconocer como estilo. El humor ácido que lo caracteriza tiene un efecto cómico inmediato, pero tiene otros efectos secundarios no menos decisivos. La exhaustivamente detallada descripción de la organización económica de Francisco a partir de sus ínfimos recursos y el estilo de vida que de esa organización se sigue, cómica hasta lo siniestro a través de una exageración propia del grotesco, al borde de lo inverosímil pero tan reconocible que perturba, vale como ejemplo. Este miserabilismo es esencial en el estilo de Lorenzo y está además muy bien empleado para sus fines: es como una mancha de origen de la que siempre se aspira a escapar, a través de todos los trucos de la decencia, pero que siempre amenaza con volver y resurgir bajo cualquier superficie limpia. La insistencia de la novela en lo cutre, en la presencia de objetos y lugares que se sobreviven a sí mismos y que cualquier deseo de progreso querría olvidados, es una de sus fuerzas mayores, parecida a la de un inquilino que no paga pero al que no hay manera de desalojar. Todo esto logra un permanente desequilibrio del que depende, aún más que del argumento, el dinamismo interior del relato: ya que, si las situaciones son tan precarias que no pueden aspirar más que a mantenerse, pues no parecen ofrecer salida, a la vez viven amenazadas por la permanente inestabilidad de lo precario y están condenadas a quebrarse, aunque no se sepa cuándo, lo que establece la pendiente por la que ruedan las acciones de la novela. El grotesco de Lorenzo logra un extraño realismo: lo que cuenta suena exagerado, disparatado, y resulta que así hace reír; pero, a la larga, acaba haciendo sentir que las condiciones de vida que se palpan bajo esa superficie deforme son reales y que, de algún modo, lo imposible existe y persiste. Lo que no deja de ser una condición típica de la marginalidad: la coexistencia entre la imposibilidad de esperar nada sensatamente y una esperanza loca en lo imposible, que puede materializarse en un amor tan bizarro como el de Francisco y Primi o en el billete ganador de la lotería. O sea: el fatalismo que sólo permite adaptarse a unas condiciones que no pueden ser cambiadas por los medios que se tienen o se pueden adquirir, y la eventualidad de un azar tan favorable como desfavorable se ha presentado el destino para quien padece una existencia dedicada a la supervivencia. Lorenzo se instala en esta ambigüedad, que bajo la apariencia de una gran contradicción es sin embargo una especie de rueda que gira haciendo funcionar toda una mecánica de las cosas, y va narrando la novela desde allí, desde ese núcleo oscuro y obstinado. De algún modo ésta es su verdad y por eso funciona como motor de su universo, animado por las criaturas que padecen precisamente estas leyes de vida y que por eso, a sus ojos, aparecen como más verdaderas que la gente normal en cuya experiencia creemos de inmediato porque no nos sorprende y podemos constatarla de inmediato con la nuestra. Pero casi todos nos hemos tropezado desde la infancia con criaturas como éstas, que se nos aparecen en general como unos monstruitos ante los que solemos reaccionar riéndonos, pero en los que reconocemos la presencia, extrema, de unos rasgos humanos cuya fatalidad no nos es del todo ajena y de la que no estamos tan seguros de salvarnos.

El dedo del destino
El dedo del destino

En ese sentido, una obra como esta novela y personajes como sus protagonistas tienen algo de “retorno de lo reprimido”. Algo reprimido que no causa el repentino horror de lo monstruoso, a lo que tememos porque lo sentimos ajeno, “inhumano”, sino una especie de lento pero persistente temor a que esa suerte pueda ser la nuestra, a que si se nos cae la cara del sujeto en que hemos logrado más o menos convertirnos quede algo así de totalmente desnudo y desprovisto hasta de cualquier recurso estético. Es lo intrínsecamente pobre, patético, desvalido y condenado a dar risa –una risa preventiva- que intentamos a cada paso dejar atrás. Pero que Lorenzo trae de vuelta a cada esquina y que, como lo reconocemos a pesar nuestro, nos hace reír. Y curiosamente nos recuerda la parte de nuestro afecto que está dedicada a lo que callamos, a lo que sólo confesamos enmascarado por la ironía o cuando nos confiamos más de la cuenta por la razón que sea: el gusto por los escondites, los lugares sin calidad o los hábitos inadmisibles, un gusto irredimible que acompaña a cada uno siempre por más que reniegue de él. Algo así como el mal gusto propio, impresentable e intransferible, y por eso condenado a vivir bajo amenaza, al igual que los personajes que lo recuerdan.

Escudo del GRAPO
Escudo del GRAPO

Como suele ocurrir con los autores marginales, en lugar de llevar a hablar de arte o literatura, de construcción de la trama o de géneros literarios, Lorenzo hace pensar más bien en lo que trata de expresar, mejor o peor, en los inusuales términos que ha elegido. Éste es un valor: escapar de las rutinas según las cuales se suele juzgar la ficción. Pero el mismo examen que se aplica a otras novelas puede aplicarse a ésta. Puede decirse que el argumento está bien armado en la medida en que no deja cabos sueltos y todas sus extravagancias encuentran aplicación o sentido; que los personajes están muy eficazmente caracterizados dentro de este estilo entre realista y grotesco; que lo abundantemente descriptivo resulta muy dinámico ya que a la vez está salpicado de anécdotas entretenidas y cumple una función muy narrativa en la dinámica del universo que aquí se presenta; y que el humor, que en primera instancia sirve de gancho, no está hecho a base de chistes sueltos sino que responde una visión general que, con el correr del libro, va ganando importancia incluso por sobre el gusto de reír. Son muchos puntos a favor y la novela los mantiene aún hoy, a cinco años de haber leído el manuscrito original cuando aún se llamaba Tren de vida y su autor, novelista aún inédito hasta 2010, cuando apareció este libro en Mondo Brutto, reeditado luego por Blackie Books, me era un total desconocido.

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La tercera mañana de Edgardo Cozarinsky

Lectura recomendada
Lectura recomendada

Esta breve novela parece al comienzo un relato estrictamente autobiográfico y no es más o menos hasta la tercera de las tres partes en que está dividida que uno empieza a suponer la ficción. Este desplazamiento resulta interesante por dos motivos: el primero, la impresión de realidad lograda por la evocación de un pasado y un paisaje ya muy lejanos, Buenos Aires en las décadas de los años 40 y 50, en cuya construcción es más que probable que se hayan empleado recuerdos reales pero cuyo sutil gobierno ya los orienta en la dirección que tomará el relato más adelante; el segundo, la identificación entre personaje y autor que tiende a establecerse en un comienzo para ir deshaciéndose (al menos en la imaginación del lector) después. La narración en primera persona da primero la impresión de ser hecha por Cozarinsky mismo, en directo, y muy poco a poco se va pasando a la evidencia de que es en cambio un personaje contemporáneo suyo, con muchas de sus experiencias –argentino exiliado en Europa-, pero no del todo él mismo. Como las conjeturas respecto a la propia identidad conforman uno de los temas centrales de este libro meditabundo, aunque no por eso menos entretenido, este tipo de identificaciones y superposiciones resulta significativo y también estimulante durante la lectura.

Lo dicho es un rasgo singular de la novela, que en su primera mitad, si es tan autobiográfica como parece, puede ser leída como una modulación particular de la “autoficción” o “ficción del yo” tan en boga, sólo que con todos los valores de una larga tradición literaria a su favor; no se trata aquí del impromptu o la provocadora improvisación de un joven hijo de su tiempo, sino de la obra madura de un hombre experimentado. Por lo demás, Cozarinsky es un autor más que formado, con una obra entre literaria y cinematográfica bastante nutrida a sus espaldas; en este libro su prosa tiene la solvente elegancia y la rápida precisión que le son propias, lo que no sorprenderá a sus lectores pero es siempre un valor a destacar. La perspectiva que dan los años para comparar distintas épocas vividas y analizar la evolución de la propia personalidad es otra de las riquezas particulares de este relato.

Buenos Aires de noche hacia 1940
Buenos Aires de noche hacia 1940

La novela se divide en tres partes. En la primera, el narrador evoca su infancia de clase media, la opresión de la diaria normalidad familiar y su atracción por la noche, que lo impulsa a fantasear con vivir una vida de aventuras y contacto con lo prohibido, como la que ve o adivina en novelas y películas. Se encuentra en su pubertad cuando, fingiendo que debe estudiar para dar un examen que ya ha aprobado, se queda solo en casa mientras sus padres inician sus vacaciones en Mar del Plata. Aprovecha para salir y pasar la noche fuera de casa, con un objetivo: ver el amanecer antes de volver. Se dirige al bajo, una zona entonces turbia de Buenos Aires, logra engañar al policía que al encontrarlo vagando de trasnoche quiere llamar a sus padres para que lo deje seguir su camino tras una advertencia y acaba aceptando la invitación de una prostituta para tomar algo en un tugurio lleno de borrachos. Allí ella le habla de un oficial amigo que se la llevará a vivir a Trinidad, lejos del país, y luego se va dejándolo con las consumiciones para que él las pague. El patrón del local no le cobra y le dice que “esa vuelve seguro”, tras lo cual Víctor es invitado a una ginebra por un viejo que cuenta haber sido actor en el teatro de revistas y haber trabajado con Pepe Arias y otras figuras. El viejo parece haberse dormido, pero Víctor advierte que acaba de morir allí, en la mesa que comparten. No dice nada y se va, lo que en el futuro siempre se reprochará como una traición. Jamás logrará saber quién era el hombre. Termina su velada de aventura nocturna en la costanera, comiendo un sándwich de chorizo, y allí ve a una pareja tener relaciones en el interior de un auto. Decide allí, proclamándolo casi a gritos, que nunca se casará ni tendrá hijos ni formará una familia, pero al fin debe volver a casa, a la cotidianeidad asfixiante, lo que hace con un amargo sentimiento de derrota.

París, zona liberada
París, zona liberada

En la segunda parte encontramos a Víctor en París, a sus casi treinta años, apenas después del 68, empleado como portero nocturno en el Hôtel de Budapest, aunque ha escrito a sus padres que gracias a la beca que lo ha traído a París tiene un empleo “más interesante”, y aprovechando la distancia respecto al orden social argentino para prolongar la juventud y postergar acechantes responsabilidades. Ha dado incluso un nombre falso, Pablo, a Madame Magda, la dueña del hotel, y por más que tiene vagos proyectos literarios no escribe sino que se dedica a pasear: es un flanneur. La noche es tranquila y su puesto apenas le da trabajo, pero una vieja poeta austríaca, Madame Schildt, le insiste para que le prepare té. Es su modo de acercarse a él, con quien terminará acostándose, dejándole cien francos y el comentario de que es muy “gentil”, que él asocia con la palabra “educadito” en la prostituta del bajo porteño para describirlo. Luego inicia un romance con Clotilde, estudiante peruana de letras que acabará volviendo a Lima para casarse con un escritor premiado y dejar de lado sus aires de rebelión, y seguirán una serie de relaciones así, que describirá como una “indolora educación sentimental”. Viaja a Estocolmo con Gunilla, una chica sueca, pero la abandona una madrugada y, a la espera del transporte que lo llevará de vuelta a París, decide volver a Buenos Aires para acabar con esa vida errática.

Jardín Zoológico de Buenos Aires
Jardín Zoológico de Buenos Aires

En la tercera parte Víctor ya es un hombre mayor al que por fin ha alcanzado el drama amoroso. Se ha enamorado, a sus más de sesenta años, de una chica de poco más de veinte. Ése es el motivo de que, después de que la joven lo ha dejado, done su esperma reservándolo para ella durante un plazo de tres años, para que pase a integrar el banco común si ella no lo reclama. No lo ilusiona ser padre, sino que su vida pase de algún modo a través de Anjela, nieta de un fotógrafo polaco refugiado en Buenos Aires durante la segunda guerra mundial, a la que ha encontrado investigando para un editor (él es ahora profesor de literatura) las vidas de los actores franceses que en esa época, como la Falconetti (la Juana de Arco de Dreyer), emigraron a Argentina. Los padres de Anjela, que le habían cambiado el nombre por el de Alina Pablos, son desaparecidos a los que su hija juzga muy duramente por haberla dejado con su tía para irse a combatir; con parecida dureza juzgará a Víctor al romper, llamándolo “enamorado trucho” (argentinismo que significa falso o fraudulento). Él le enviará una carta jamás contestada con la frase “No es trucho aquel que nace de nuevo” escrita muchas veces, pero no volverá a verla hasta mucho después, después aun de la donación de semen, empujando un cochecito con un bebé para entrar al Jardín Zoológico. Tratará de darle alcance, pero será interrumpido por un periodista al que conoce desde hace muchos años, que lo consulta acerca de una cuestión relacionada con Paul Bowles. Así, explicando cómo se prepara el mayún, que Paul Bowles y su esposa Jane consumían en Tánger, perderá la pista que le interesa. Será ella quien lo descubra a él y quien también adivine lo que él está pensando: como se parece el hijo de Anjela al niño que él fue en su infancia.

Correspondencias secretas
Correspondencias secretas

La trama de esta novela no está hecha tanto del relato de una historia, es decir, del enlace entre causas y consecuencias, sino más bien de establecer relaciones, correspondencias entre hechos significativos que ocurrieron en épocas y lugares muy distintos sin mayor relación entre sí que las que puede encontrar el narrador procurando aclararse a sí mismo. Es, pues, lo que llamaríamos un “cuento moral”, en el que no se trata realmente de los hechos sino del efecto que tienen en una conciencia, sin la cual se verían privados de sentido. Esto no quiere decir que nos encontremos ante un soliloquio hecho de meditaciones que vienen y van según el que escribe va enlazando libremente. No: el libro es esencialmente narrativo y son los hechos mismos los que son significativos, aunque sea necesario que alguien los interprete para que se vuelvan elocuentes. Aquí hay digresiones, que por otra parte son muy concisas, ceñidas, pero el autor se las arregla para hacer de esta trama de recuerdos dispersos un relato centrado y bien dirigido, sugerente pero preciso, que cumple perfectamente con los requisitos de Katherine Anne Porter: tiene “tema, significado y sentido” (subject, meaning and point).

La narración es ligera, fácil de leer, aunque en absoluto frívola, ya que aunque evita cargar las tintas no ahorra la confesión íntima ni mucho menos los aspectos sentimentales. Y si la perspectiva es la de un hombre que mira la vida sobre todo en retrospectiva, con experiencia o, digamos, ya sabiendo, no por eso hay nada de paternalismo o de estar de vuelta en la evocación que aquí se hace del pasado. Todo resulta muy medido pero es a la vez natural, con una contención que cuando es necesario se hace menor y da espacio a la efusión necesaria. Se siente al leer el dominio del autor sobre su lengua, la aparente facilidad con que encuentra las palabras que necesita para describir cada emoción o cada cosa, y esta sensación de adecuación, al igual que la de franqueza, hace que se lea con una satisfacción constante y sostenida. Podríamos resumirlo diciendo que el narrador establece una buena relación con el lector.

Retrato del artista maduro
Retrato del artista maduro

En este relato no hay intriga ni resortes de suspenso, pero hay un misterio que no necesita de tintes oscuros para insinuarse. De hecho, todo es expuesto con absoluta claridad, sin enredos, como lo haría alguien que quiere explicarse a sí mismo más allá de toda duda, pero lo que se trata de captar y expresar, como lo dice casi literalmente el poema que cierra la narración, no es algo que se deje asir o que se pueda definir de una vez por todas. De ahí la vivacidad y la verosimilitud de esta novela, cuya construcción no depende de ningún esquema de ficción al uso, con sus recursos y sus más o menos disimulados clichés, sino de la capacidad del narrador para interpretar su experiencia e intentar darle sentido a través del montaje, de su reconstrucción.

La tercera mañana es una excelente novela corta, inteligente y emotiva a la vez, en la que la forma y el contenido, el propósito y las dimensiones, se adecuan y ajustan perfectamente unos a otros. Se lee con gusto e interés y, no siendo de difícil acceso a pesar de su sutileza, bien podría gustar también a quienes aún no hayan leído a Cozarinsky, además de a los lectores que ya tienen ese gusto.

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La historia concluye

The final cut
The final cut

La maniobra ha sido rápida y parecido casual: una vez calmada Julie, al regresar Charlie a la habitación, muestra a la madre la hija dormida y el paréntesis abierto con su ausencia, donde ha sido escrito lo esencial, queda cerrado; Joan se enfrenta al escudo que en cuanto entran presentan las extrañas, con Madison como siempre alerta en la vanguardia y Tamara impenetrable en retaguardia, y decide a favor de la segunda, seguramente por la quietud que transmite su regazo en contraste con el ir y venir de las rodillas de su amiga; cuando la enfermera, aliada de ésta en la voluntad de llevar sin desvíos el ciclo a su término, indica el fin de la visita, es a ella que la niña se apega, siguiéndola en cuanto inicia la retirada y a su lado cuando, solicitado por el ginecólogo, Charlie deja a Julie en sus brazos y sigue a la enfermera que ha venido a buscarlo. En el lugar de trabajo al que es guiado, extrañamente ligero una vez desprovisto del peso de su hija, Charlie tropieza con el ramo de informes, solicitudes y permisos que el jefe de ginecología le alarga por encima de su escritorio; en respetuoso silencio el médico espera a que el marido de la paciente acabe de revisar la documentación presentada, pero el respeto que le muestra más bien parece intimidar al convocado y dificultarle la concentración en la lectura, circunstancia que el doctor atribuye al nerviosismo habitual en estas situaciones, comentario que acompaña con una suavidad de modales que invita a preguntarse si le vienen del oficio o forman parte de su vocación, mientras agrega, entrando en materia, “y más en su caso”, con lo que Charlie no tiene más remedio que asumir una vez más esta cuestión más ajena que propia como personal. Es una extraña conversación de hombre a hombre la que transcurre en este aislamiento, entre el profesional dedicado a la fertilidad de las mujeres y el compañero de la que concibe para otras: familiarizados con un proceso del que sus semejantes suelen ignorarlo casi todo, los dos procuran mantener la distancia entre uno y otro a la vez que marchar juntos, bajo la guía del médico. “He preferido hablar con usted antes que con las adoptantes”, aclara el ginecólogo, “porque lo principal es la vida de la madre”. Y no es esa vida por la que ellas han pagado, con lo que la cuestión recae sobre el marido, que se ve forzado a reconocer el aspecto comercial de su intervención y el fondo miserable de la ola de angustia que se alza desde su pecho hasta su garganta con la pizarra de las cuentas; pues él, mientras el médico repasa cifras que corresponden a niveles de temperatura, presión arterial o cantidad de glóbulos rojos y blancos, revisa en cambio unos números que obsesivamente remiten al frágil equilibrio entre lo recibido para el viaje, lo efectivamente gastado, lo que queda por recibir y lo que queda por gastar, incapaz de resolver nada excepto poner, las veces que le reclame la repetida línea de puntos, más al pie del discurso del doctor que sobre el papel membrado del hospital, su firma autorizando la cesárea a la que Madison, por motivos económicos, habrá de oponerse aunque demasiado tarde. Ahora, en cambio, ha tomado la delantera; de pronto su teléfono ha sonado y es el abogado, con quien se mete en la habitación de Fiona en cuanto ve salir a una enfermera. Tienen poco tiempo: Tamara se ha quedado con la niña y la madre de ésta se ve a punto de ceder bajo los sedantes cuando le ponen los documentos sobre la cama y la pluma en la mano; Charlie regresa justo para que Madison le presente al abogado delante del ascensor, apenas un momento antes de que el furtivo hombre de leyes desaparezca con los papeles firmados para completarlos en la tranquilidad de su estudio. Una vez que él sale, sólo falta que entren los médicos; la paciente es trasladada y sobre la camilla, separada por la anestesia de la urgencia que la rodea, arrastrada hacia el futuro, recuerda y el recuerdo coincide con la posición que ocupa aquí, boca arriba mientras todo se mueve a su alrededor absorbido por los preparativos para recibir lo que ella encierra; es el viaje a Atenas al revés, pues si antes le bastó cerrar los ojos para encontrar, como el agua fluvial su curso, un camino por el que dejarse llevar y dar empleo, mientras es conducida ahora a la desembocadura de estos meses el constante rodar de la camilla, como si ella misma fuera el corredor por el que pasa, le parece ir borrándola de toda superficie con un afán comparable al de la sangre en las venas de los brazos que la empujan; a medida que la lengua se le enreda las imágenes sustituyen a los nombres y aparecen, primero, el padre de Joan, Albert, agujero cubierto por Charlie con sus precarios muebles entre escombros y, tras él, en la otra punta del espectro, la pareja consolidada en el inicio de su lento crepúsculo, el italiano y la portuguesa, autosuficientes como una rima, ignorantes de la desobediencia que ha traído a su desdeñada proveedora hasta aquí y a los que la capacidad verbal de ésta ya está muy lejos de poder formular cualquier pregunta, con lo que apenas se demoran hasta que, reducido el lenguaje mental de la yacente a un balbuceo, los aparecidos ante su mirada perdida llegan a ser sólo fantasmas a través de los que caen, irreconocibles, los cuerpos inocentes de madres y niños al vacío. La fuerza de su rebelión la ha abandonado: basta contrastar este diluvio con el puño alzado hace unos meses ante la contraorden recibida para advertir hasta qué punto la esperanza que solía sostenerla arraigaba en la obediencia; de manera que, perdido el apoyo del devenir de seres y cosas bajo control, a imagen y semejanza del natural, cuanta energía brotara de su primer acto contra el orden, sucesivamente encarnado por la riqueza de un matrimonio, el servicio social británico o el desnudo paso del tiempo, no ha hecho más que desgastarse hasta dejar de sí tan sólo una mellada punta, la intuición de esta evidencia, que emite un último destello antes de que el dolor y la anestesia, convergentes, se cierren sobre la voluntad opositora. Los síntomas apremiantes sumergen a la mente vencida en el cuerpo sobre el que trataba de flotar y hablan por ella diciendo lo que el equipo de maternidad esté dispuesto a oír. Presión arterial por las nubes, temperatura casi solar; la hora, sin embargo, es la esperada, y la menor, que llamarán Diana, surge a la luz sana y salva; la mayor, en cambio, la futura Eva, se demora como enredada en las tinieblas prenatales o enterrada en su calor de hogar, cuyo fuego muy pronto amenazará con consumirla. Velocidad variable del tiempo medido en nueve meses: entre ambos nacimientos se abre un lapso desigual en el que cabe toda la violencia de la acción incorregible. Se han comprobado en el primer parto las leves contracciones esperables de un cuerpo que ha alumbrado ya seis veces; se sabe el peligro que anuncian y se cuenta, autorizada la cesárea por el compañero de la parturienta a pesar del costo objetado por su cliente, con el debilitamiento de los músculos uterinos, sus consecuencias y también, afortunadamente, con los medios para prevenirlas o combatirlas llegado el caso, como ha llegado: pues la ola de sangre que acompaña a su causa, la súbita irrupción de Diana en el mundo, un atropello a pesar del concurso de pericia, técnica y afecto organizado para recibirla, no hace sino confirmar los temores de los médicos frente al temblor subterráneo de la carne fecundada y ahora abierta, con su ardiente ambigüedad de crepúsculo; se han previsto la excesiva hemorragia y el bloqueo del canal desbordado, se contiene su rojo derrame entre los gritos en busca de aliento, pero entre el canto estridente de la recién nacida y la muda hostilidad de la nonata va creciendo la ambivalencia de toda herida grave. Como suele ocurrir en estas llegadas anormales, lo que obstruye el cuello uterino es una placenta previa, excepcionalmente localizada esta vez detrás de la niña en tránsito, quien alterando la sucesión original ha dejado en la trampa una doble; Diana llora y Eva aún no muestra signos vitales, suspendida en su crisálida entre absorción y expulsión; relegado el embrión original por la secreta inversión del tiempo que privilegia a su copia y lo obliga a remedarla, el desprendimiento de ésta parece en cambio dejarlo atrás, postergado en el cuerpo elegido por los médicos, contra cuyas razones resurge una vez más el tabú de la vida, el mismo que prevaleciera para Fiona sobre la orden recibida de sus patrones, encarnado en la irreflexiva partera que decide: reaccionando frente al vacío del tiempo que pasa sin una acción definida, saltando por encima del círculo de las deliberaciones y de toda jerarquía, se lanza en una carrera sin rival hacia el origen bloqueado, arranca con sus manos la membrana de la boca balbuceante de la fuente y reúne a la niña medio muerta con su hermana del todo viva, dejando atrás una alfombra roja que los excedidos médicos sólo podrán recoger extirpando el útero, secando el manantial; el nacimiento de Eva pone fin a la carrera de su madre, que no volverá a serlo. Aunque la hemorragia no le impedirá cumplir todavía funciones maternas y más tarde, a pedido de las adoptantes, mientras sus hijas están aún boqueando en el respirador artificial, no vacilará en extraerse leche para ellas, lo que a Charlie le parecerá un abuso que sin embargo habrá de soportar, vista la terca persistencia de su compañera en el agotamiento de sus recursos, como si sólo así pudiera sostenerse por encima de la sentencia que la alcanzado. En los días siguientes todo procura equilibrarse y las desordenadas piezas del conjunto buscan su conciliación: la obstétrica y el hospital justifican sus procedimientos, Madison y Tamara dan las gracias a Fiona, Joan y Julie se reúnen con su madre, Diana y Eva respiran con regularidad, Charlie y su familia vuelven a casa. Pero una vez devuelto el tiempo a su curso normal, repartidas otra vez las cartas sobre la mesa del océano, restablecidas las coordenadas de su domicilio para cada cuarteto, filtrándose entre la crianza paralela de ambos dúos de niñas las diferencias van haciéndose sentir; el lado con algún relieve hunde sus nudillos en el plano y su marca se fija; las dos partes querrían olvidar, olvidarse una a la otra y corregir sus relaciones por lo menos en retrospectiva, cambiando los hechos acaecidos por la versión que más convenga a cada protagonista, pero la trama urdida por sus desplazamientos e intercambios aún reclama el concurso colectivo y tiende de un tobillo a otro lazos hechos con cabos sueltos y desoídos ecos. Para Madison y Tamara, la fiesta de bienvenida a las gemelas en su casa de California, donde unas tardes de entusiasmo les han bastado para acondicionar y decorar la habitación reservada durante meses a sus hijas, representa el cierre de ese período de incertidumbre y la apertura a una experiencia que reafirma su unión, pasaje de invierno a primavera que excluye a Fiona y es celebrado como la liberación de toda angustia por el mañana en suspenso. Tamara, que vendió las acciones de su empresa justo antes del hundimiento del mercado, mientras rodeada por sus amigas se entrega a la conversación, en su cabeza juega con la idea de ocupar, tal vez definitivamente, su sitio en casa como madre aunque, pensándolo bien, no es ella sino su compañera quien hace un trabajo sedentario, la base, cuando estaban solas, alrededor de la cual ir por dinero, salir a captar clientes, “hacer la calle”, como suele o solía decirse; Madison, libre del peso del guión ya aprobado y ahora en fase de producción, va y viene entre sus invitadas guiando a cada una que llega hasta la habitación de las niñas, donde las cunas reflejándose una a otra exactamente imponen su redundancia como plenitud. Después de Stefano y Elena, también Madison, Tamara, Diana y Eva parecen haber dejado atrás a Fiona, removida tierra exhausta en la que Charlie, por más que la trabaje, con dificultad corregirá la aridez en que Julie ha de crecer y Joan será educada, extensión más larga que el tiempo de cualquier previsión hecha por él. Mezquindad es la palabra que en el paréntesis gris de los días de regreso se repite, recortada cada vez más a menudo en la conciencia aturdida de Fiona frente al sitio vacante que reencuentra: relámpago que nada ilumina, excepto unos pies sucios de tierra en retirada, talones relumbrando a la carrera y nada más; un rastro de ceniza entre ella y la abierta negrura, de la que emana un silencio amargo; mezquindad, ceniza, amargura, diluidas en la corriente de un andar compartido que gradúa el ritmo y la progresión del envenenamiento. Hasta que ese espacio estrecho es sacudido por el reflujo del paso demasiado grande dado, cuyo punto de partida sin embargo no ha quedado a sus espaldas: son unos cuarenta mil dólares los que reclama Cure & Care por sus servicios, a escala de Fiona y Charlie una cifra inalcanzable que los obliga a retroceder en busca de un deudor que dé la talla; pero el reloj no los acompaña, ni tampoco el calendario: Madison y Tamara ya han gastado cuanto nunca planearan invertir en la transacción aludida y niegan tener dinero para la cuenta; sus ahorros se acumulan para el futuro de las gemelas y ni siquiera dio ninguna su palabra cuando Fiona, a punto de darlas a luz, creyó obtener un mudo consentimiento grabado sólo en su memoria; no hay más que su firma, Fiona Devon, igual que en los mudos papeles de adopción que le arrancara el abogado, para responder a una demanda reconocida por la ley; y a esa firma, salvo la de Charlie, igual de insolvente, ninguna otra la apoya, ni la de Hoping Families, ni las que Stefano o Elena multiplican en sus cheques, ni las de ninguno de los beneficiarios de sus servicios, familias en las que tan sólo ocupó un sitio efímero; concluido todo, el costo de su supervivencia ha excedido el dinero disponible tanto como cualquier sentimiento aún vivo de lealtad, solidaridad o gratitud. ¿Corresponde demandar al hospital? ¿Es posible, gritando por encima del océano, reclamar lo resignado en su momento, remitir a la institución una responsabilidad por la que siempre, desde el primer contacto, temieron ser arrastrados? ¿Pueden pagar un abogado capaz de ganar? Como buscando una respuesta, Charlie y Fiona deciden llevar el caso a los medios; tal vez la opinión pública, sensible a su falta de pruebas ante la ley, equilibre la balanza de la justicia. La voz de Fiona en el micrófono tiembla igual que antes su puño al dejar el teléfono, pero el impulso de rebelión, que creciera en secreto hasta la proclama, arde ahora soterrado, brasa oscura del rencor, dividido entre el ridículo de una ilusión de venganza, la torpe rigidez del testimonio y su propia corrupción por necesidad; entre tanteos y tropiezos, los argumentos van enlazándose con una sensación de acierto en cada parcial restitución del orden cronológico, pero esa cronología, más que avanzar hacia su conclusión, parece tratar de ahondar en un origen como en la causa primera de su fatal desarrollo. Fiona habla hasta agotarse, secundada por las varias veces ensayadas puntualizaciones de Charlie, que a su lado parece el suplente del abogado que les falta asesorando a su testigo; pero cuando, al llegar a una pausa semejante a un punto final o un punto muerto, sin ya más nada por narrar, oye el silencio que se le viene encima, recuerda y dice, ambas cosas por primera vez, aunque ni novedad ni repetición alcancen a sorprenderla, enunciando un último misterio, “soy la única que conoce a la donante del óvulo”, como si así pudiera volver a recibir la donación, cuando ese depósito se ha perdido más allá de lo que nadie, acosado por el futuro y las necesidades presentes, desee recordar; ella misma, hasta este momento, había olvidado a la mujer, que si no la ha olvidado a ella quizás llegue a adivinar, en el caso de que lea la prensa o mire noticieros, el destino de su aporte. De vuelta en casa, rodeada y hueca, Fiona mira a las hijas que le quedan: una duerme, la otra juega y la madre piensa, por una vez, en el azar de cada vida ya iniciada, perdida toda opción de permanecer en el comienzo ahora que su función ha terminado. No se le ocurre nada, ninguna iniciativa sustituye a la costumbre de esperar, pero entre lo perdido y la indemnización improbable que con la mejor de las suertes podría recibir se le abre un abismo definitivo, situado delante suyo e infinitamente proporcional al que la separa de su antigua existencia, sobre el que nubes y sombras planean liberadas para siempre del peso de otro estado o del de un cuerpo que las proyecte o al que anuncien. A sus espaldas Charlie aparece dotado de la solidez de una carga, presencia menos fantasmal que nunca en su concreta opacidad sin esperanzas, ajeno a toda veleidad de infinitud y un muro en el que apoyarse al fin y al cabo, pero Fiona Devon ha sido completamente atravesada.

FIN

gemelas

Art doctor

Gauguin, editor de Van Gogh

Paul Gauguin (1848-1903)
Paul Gauguin (1848-1903)

Cuando llegué a Arlès, Vincent estaba metido de lleno en la escuela neoimpresionista y tenía muchas dificultades que lo torturaban, cosa que no se debía a que esta escuela fuera mala, como lo son todas, sino a que no se adecuaba a su temperamento, que estaba muy lejos de ser paciente y que era tan autónomo.

Con todo ese amarillo sobre violeta, con todo ese trabajo por complementarios, sus desordenados cuadros no conseguían más que débiles armonías, inacabadas y monótonas. La sonoridad de las trompetas estaba totalmente ausente de ellos.

Empecé a tomarme el trabajo de instruirlo: fue un trabajo fácil, porque encontré un terreno rico y fértil. Como todos los temperamentos originales que están marcados por la impronta de una fuerte personalidad, Vincent no temía a nadie y no era testarudo.

Desde ese día mi Van Gogh hizo rápidos progresos; parecía adivinar todo lo que había dentro suyo, y el resultado fue toda esa serie de efectos y más efectos de sol al aire libre.

Retrato del poeta Eugene Boch
Retrato del poeta Eugene Boch

¿Han visto ustedes el retrato del poeta?
La cara y el pello están pintados en amarillo de cromo 1.
La ropa, en amarillo de cromo 2.
La corbata, en amarillo de cromo 3 con un alfiler de corbata verde esmeralda, sobre un fondo amarillo de cromo 4.

Esto es lo que me decía un pintor italiano, y agregaba: “¡Merde, merde! Todo es amarillo. ¡Ya no sé más qué cosa es la pintura!”

Sería inútil que nos ocupáramos aquí de problemas de técnica. Con esto sólo quiero hacerles saber que Van Gogh, sin perder ni un ápice de su originalidad, recibió de mí una provechosa enseñanza. Y me daba las gracias todos los días. Eso es lo que quiere decir cuando le escribe al señor Aurier diciéndole que le debe mucho a Paul Gauguin.

Cuando llegué a Arlès, Vincent estaba tratando de encontrarse a sí mismo, en tanto que yo, como era mucho más viejo, era un hombre maduro. Pero algo le debo a Vincent, y es la certeza de haberle sido útil, la ratificación de mis ideas personales sobre la pintura. Y también, en los momentos duros, el recuerdo que conservamos de los que son más desdichados que nosotros mismos.

Paul Gauguin, Diario íntimo

paul&vincent

Las dos caras de la ficción

Modelo para armar
Modelo para armar

Cuando escribo ficción, los personajes son los otros. Mientras escribo en cambio estas notas encarno mi propio personaje, inmerso en una ficción que de pronto tengo la sensación de habitar, como un actor en escena o delante de una cámara, en unas circunstancias súbitamente alteradas de la misma manera que cuando una película se rueda en locaciones en lugar de en estudio. Basado así en hechos reales, elijo un escenario representativo y me figuro en su centro: autorretrato en la mesa de un bar. Como de costumbre estoy solo, con el cuaderno de espiral, cuadriculado o blanco, nunca renglones, birome negra, nunca azul, para escribir en algo así como letra de palo ligada, manuscrita jamás desde que empecé, bajo el banco, a tomar mis apuntes al margen de la educación, mientras la recibía, en definitivo desvío de toda escolaridad, y dos o tres libros apilados sobre la mesa, novela de turno, teatro impreso, poesía reunida, ensayo tardíamente aceptado en mi programa, junto a la taza de café recién vaciada y apartada para dar lugar a dos o tres textos en curso, secretamente entonces tan refractarios, como yo a toda cátedra, a la forma por mí elegida para darles fin. Todo esto no se ve pero está en el trasfondo, repetido a lo largo del tiempo, del mismo modo que para hacer justicia al ambiente habrá que hacer el fondo de la tela no a partir de un modelo sino del collage de varios, lo que dará también cuenta, además de las del tiempo, de mis propias mudanzas. Alrededor, aunque fuera de cuadro, varios extras reclutados de distintas estadías: las dos amigas jóvenes que sin rivalizar dirigen la mirada ajena de una a otra, el grupo de señoras que se cuentan cada mañana las películas vistas la tarde o la noche anterior, los dos inseparables animales de escritorio que despliegan su vulgaridad ante un jefe en el que ésta ya ha cuajado y es menos ostentosa, los progresos de un amor adolescente desde la cita inicial hasta el pasar de la mano distraídos por la misma esquina, todo esto reunido para darme un entorno preferible al que ofrecerían quienes me conocen. La ficción de los que escriben novelas metaliterarias, protagonizadas por escritores en el ejercicio de sus funciones, es precisamente la ficción de ser escritor, como el amor es la ficción de la novela romántica. Ésta es la ficción de ser a secas y guarda con su tema igual relación que los mencionados géneros.

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La historia se acelera

Anteúltimo episodio de la historia de Fiona Devon, madre portadora.

La luz al final del túnel
La luz al final del túnel (En un hospital de Los Angeles)

Joan, familiarizada sin saberlo con este tipo de circunstancias, apenas está asustada por el estado de su madre, cuya gravedad no puede medir y puede en cambio suponer habitual; cuando luego llegan los médicos, Charlie puede olvidarse de Julie mientras los atiende, ya que allí está ella para velar por su hermana; Fiona no necesita tranquilizarla, por más que se empeña en ello mientras le toman la presión, la temperatura y la pasan a una silla de ruedas para proceder al traslado. Todos bajan en el mismo ascensor, pero son demasiados para subir a la ambulancia y Charlie, con Julie a cuestas y Joan soltándose de su mano una y otra vez para correr a mirar desde la menor distancia posible la maniobra con que levantan a su madre de la silla, la suben a la camilla y la meten en el inquietante vehículo, se ve forzado a tomar un taxi; Tamara conduce hacia el hospital mientras Madison va revisando la carpeta donde guarda los papeles del caso; todos creen haber entrado en la recta final, pero una vez en el Florence Nightingale poco a poco va quedando claro que todavía deberán errar un largo rato por el intestino de sus corredores: en la primera de las salas de espera que sucesivamente irán ocupando, reunidos en grupos composición variable, Charlie y las dos adoptantes reciben el diagnóstico de hipertensión aguda, que muy probable o seguramente pronto hará necesario, y por suerte se trata de una práctica habitual, anticiparse a la naturaleza para evitar accidentes por los cuales, naturalmente, ésta no ha de responder. La doctora intercambia informaciones con el marido: le explica el probable proceso biológico por el que su esposa habrá llegado a encontrarse en este estado, advirtiendo al mismo tiempo que el hombre, y no sólo por las dos niñas que cuelgan de sus brazos, no es ningún novato en la materia, mientras que sí ha de serlo la pareja de mujeres que la escucha con tan ansiosa atención, y una vez que ha establecido un cierto nivel de tranquilidad a base de pronósticos científicos lo complementa con un breve cuestionario técnico al que Charlie suministra detalles con tal precisión que despierta en las madres primerizas la sospecha de que esta urgencia no lo ha tomado tan desprevenido como a ellas quienes, tras cruzar una furtiva mirada concordante al llegar a la vez a igual noción, coinciden en la misma actitud de vigilancia y reserva ante el diagnóstico. Una vez que la doctora ha vuelto a ser una silueta en guardapolvo entre otras que van y vienen por el hospital, Charlie enfrenta el silencio que ha dejado y explica a Joan, sentándola junto a él en el recodo del pasillo que se ha convenido en llamar sala de espera, con palabras sencillas la referida necesidad de un parto inducido a manera de gestión del nacimiento prematuro de sus hermanas, aunque elude este calificativo, concluyendo en una frase que resulta la traducción y la síntesis de todo su discurso: “Habrá que ayudar a mamá”. Joan recuerda, por el tono serio y suave del hombre del que debe recordar que no es su padre, la casi olvidada explicación recibida en su país y en su momento acerca de las dos señoras que los acompañan ahora en esta tierra extraña, y pone la mirada en Julie, que acaba de despertar en brazos del hombre que sí es el padre de ella, como si sus grandes ojos mudos, recién abiertos y hace tan poco llegados del interior de la madre de ambas pudieran dar una respuesta más cercana al más allá del que sabe que han venido todos, incluidos los más viejos de los allí sentados. Desviando la vista al suelo desde los ojos de su medio hermana, como si así se concentrara mejor, casi adulta, pues la actitud cabizbaja se repite en los mayores a lo largo de la fila, Joan pregunta si antes fue también así, si siempre hace falta ayuda, y, aunque sabe que Charlie no estaba cuando ella nació, como su padre no está ahora, espera que sea su voz la que responda desde el fondo de la memoria que ha perdido y restaure para ella lo que recuerda de sus medio hermanos. Tamara, que los ve conversar desde una distancia a la cual no puede oír lo que sea que es dicho a la niña, se acerca con una actitud comedida para escuchar, como si fuera por casualidad, la afirmación seria y falsa del hombre con su hija en brazos, que asegura a Joan la acostumbrada buena salud de su madre y la excepcionalidad de la situación planteada, lo que el tercer embarazo de la paciente, que sus oyentes ignoran, bastaría para desmentir, y, con la grave sencillez que logra dar a su exposición sobre las dificultades que la familia debe enfrentar unida y que, sin embargo, él parece haber atravesado antes, consigue tender un velo que hace de red tanto para su hija postiza como para el furtivo escrutinio de la intrusa. Madison, tras apartarse tantos pasos como aquella ha dado para acercarse y perseguir en vano, de número en número telefónico, a su abogado en procura de la inmediata presencia de éste en la maternidad, regresa y al ver al grupo familiar completado por Tamara haciendo de madre busca en él su lugar. Joan se vuelve hacia las mujeres, distraída de las palabras de Charlie por los movimientos de Madison al sentarse, y sigue seria después de que ellas le sonríen; Charlie alza la vista desde la niña hasta los ojos femeninos y amplía el radio de su discurso para que llegue a las adultas; reafirmado por su rol en esta crisis, ilustra su hablar pausado con algunos datos precisos sobre fiebre y presión arterial, tranquilizador en su argumento para ellas a quienes pone de testigos ante Joan. Su prerrogativa dura hasta que aparece el ginecólogo, que en unas cuantas palabras les expone el estado de cosas, les pronostica el futuro inmediato y les da el número de la habitación que deben buscar. Durante el viaje en ascensor y la indagación de los pasillos, mientras Tamara, como si incluso se acomodara por anticipado a sus ideas escondidas, retoma su papel no declarado en el grupo ocupándose de Joan en tanto Charlie va cargando a Julie, Madison repasa sus cartas a una velocidad infinitamente mayor que aquella a la que cualquiera de ellos es capaz de caminar y establece el plan de acción para los próximos minutos; entrar última resulta una maniobra acertada, de igual modo que es correcta la posición que mantiene en los primeros momentos del reencuentro, dejando que el padre ponga a las dos niñas por delante y utilizando a Tamara, de espaldas a ella y equidistante entre la cama de Fiona y su propia ubicación junto a la puerta, como poste indicador de una frontera que sería inoportuno traspasar. Fiona se ve agotada; suspendida en un punto indefinido entre la preocupación y un alivio efímero, la acuosa mirada con que recibe a sus hijas tiene un brillo agónico; y su vientre, bajo el que apenas puede moverse, recuerda a Madison las ilustraciones de un libro para niños, Los siete cabritos, en el que el lobo del cuento aparecía con la panza llena de piedras en lugar de los cabritos devorados, huidos de su estómago abierto, relleno y cosido durante la digestiva siesta. ¿No caía al final al agua y se hundía en las profundidades? Fiona evita mirar e incluso ver a Tamara, incorporada al cerco familiar ante sus ojos a pesar de la prudencia con que sonríe y espera en segunda línea; Charlie se inclina hacia su mujer con la visible intención de colocar a Julie junto a ella, pero la madre no encuentra fuerzas para hacerle sitio y la niña permanece en brazos de su padre; Joan se queda arrimada a la cama, con las manos abiertas sobre la tibia frazada que, a pesar de la elevada temperatura de su cuerpo, su madre no ha querido quitarse de encima. Entra una enfermera y verbaliza lo evidente: el cansancio de la paciente a su cuidado, del que tal como si se tratara de la última llama pálida que separa de la plena oscuridad, a la que un breve golpe de aliento bastaría para apagar, nadie ha querido hacer mención; la visita, por eso, ha de ser breve y en ella nada ocurre, nada se mueve desde que sale la enfermera hasta que Julie, quebrando ese cristal de vacilaciones, rompe a llorar: vuelve la enfermera, como si el grito hubiera sido de dolor, pero al cruzarse en la puerta con el padre que sale al pasillo apartando a la que alborota de la que yace da el visto bueno a la reunión de mujeres resultante y se retira sin comentarios. Madison se acerca a Tamara y las dos a la cama; Joan mira a su madre y ésta le dice, desacostumbradamente, “ve con tu padre”, quizás como reconocimiento de la posición y los méritos de Charlie dentro del orden doméstico, a cuyo principio remite a su hija; ésta obedece. Atravesado el cerco familiar, Madison se atreve a reducir otra vez la distancia: “¿estarás en condiciones”, pregunta a Fiona, tras manifestar su preocupación y la de Tamara por la salud de la portadora, “de ver papeles con el abogado dentro de un rato, así ya dejamos todo en orden para cuando llegue el momento?”, instancia que así parecería quedar ya al amparo de toda clase de imponderables, a lo que Fiona, ciega a los peligros que encierran las palabras, viendo la oportunidad de colar aquí la preocupación que Charlie, con sus maniobras, no ha logrado quitarle de encima al fin y al cabo, replica con una serie de frases deshilvanadas que, tras invocar las penurias padecidas en el curso de un único período de tiempo y a causa de un único motivo, culminan en la petición que más tarde invocará ante la justicia y que consiste en el ruego, a las herederas de su vientre, de que afronten los gastos eventuales, así llega a decir, que Cure & Care, el servicio de medicina prepaga que en su país contrató su marido, no llegue a cubrir, cantidad igual de indefinida que la respuesta que recibe, de tal modo que el pacto tácito entre ambas partes, sin el sustento de una palabra convenida, no resulta sobrentendido ni es siquiera un malentendido y queda sin sellar. Pronunciadas con sus últimas fuerzas, las que ha dicho son las últimas palabras con que Fiona aspire a incidir sobre los hechos; las que sigan, así como sus actos, serán sólo forzosa consecuencia del inevitable estar expuesta a los estímulos provenientes de quienes la atienden o esperan algo de ella y en absoluto manifestaciones respaldadas por su voluntad. Cuando al fin el abogado le ponga delante, ofreciéndole su pluma, casi una resma de folios impresos en letra pequeña interrumpida por sugestivos espacios en blanco, Fiona no leerá entre líneas ni tampoco las líneas mismas, sino que ya entregada al destino de las artífices de su viaje y a lo que sea que haya al otro lado del próximo escollo a sortear, como ha hecho siempre, como si así impusiera al menos su presencia, ocupará con su firma los huecos que se le indiquen sin preguntar ni preguntarse lo que otros pondrán en los vacíos restantes. Al ver el nombre repetido en los documentos que va recogiendo de manos del abogado, apenas por un momento Madison repara en la incongruencia entre la mujer y ese nombre, tan apropiado a su juicio para actriz o modelo y quizás lo primero, ya no recuerda, que llamó por costumbre su atención hacia su caso cuando buscaba en Internet el camino hacia lo que está por conseguir; sólo que Fiona Devon, así como no tiene agente que defienda sus intereses, también carece de uno que cuide su imagen y es ella misma, en la mente o conciencia de Madison, la que tiende a disolverse cada vez más rápido una vez virtualmente liquidado el trámite de adopción.

continuará

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