Sollers, sólo arte

Saltamos de la nada al ser

y del ser a la nada

sin que haya fin ni comienzo:

nadie sabe de dónde salió.

Huainan Zi, epígrafe de Centro, Philippe Sollers, 2018

El viernes pasado, 5 de mayo de 2023, o de 135 según su muy personal calendario, Philippe Sollers volvió a su origen. Debo contarme entre sus lectores más entusiastas, posiblemente no sólo en el mundo de habla hispana sino también en el mundo entero. Como muestra de gratitud por lo mucho que sus libros me han dado y celebración de su presencia en este mundo, he aquí una serie de breves textos en los que es mencionado e interviene de distintos modos.

Defensa del jugador. Philippe Sollers escribe en blanco sobre negro. O al menos procura ser así de afirmativo. Será por eso que al ajedrez elige las blancas. Pero a menudo, como dice Bossuet, “un hombre brillante siente debilidad por las penumbras”. Y al asomarse al pozo del vampirismo encuentra material para la parodia. Notas al margen de Melusina y la vida extranjera, de Catherine Louvet: Hago lo que hago con las novelas en general, busco las escenas de amor… “La áspera tela de las sábanas irritaba, a través de su camisón, la punta de sus senos… Se irguió con rabia, furiosa al sentir que crecían en ella unas ganas incontenibles de hacer el amor. Se arrancó el camisón y, con brutalidad, calmó su deseo.” Qué preciosidad: “calmó su deseo”… He aquí lo que diferencia la literatura verdaderamente popular de la literatura a secas. Porque suponed que Catherine escribe sencillamente: “Ella se hizo una paja.” ¡Todo se hunde!  Mientras que: “calmó su deseo”, ¡os hace estremecer! ¡“Calmó su deseo” es como decir “las comodidades de la conversación” en vez de “los sillones”! Un límite al oscurantismo lo pone el buen entendedor. El jugador es el que crea las reglas donde el tablero hace la trampa.

Operaciones narrativas. Dividir y multiplicar. Céline es el titiritero cuya marioneta estelar, Ferdinand, enreda los hilos de sus compañeros de escena para que el incorregible doctor, diagnosticando una enfermedad irremediable, no intente ya curarla ni minimice sus efectos. Sollers, un Céline benévolo según Philip Roth, recurre a lo que llama Identidades Múltiples Asociadas para, más que desdoblarse, redoblarse y, como el Rey Mono de la Ópera de Pekín, atajar cuanto se le lanza e integrarlo en sus malabares. Persona es máscara y nada lo pone tan pronto en evidencia como la aparición de la propia en el texto; sin ella, la comedia general se escondería en lo casual o accidental y se saldría con la suya, enmascarada.

Orgía barroca. Todos los hombres que deseen participar y dos mujeres. Philippe Sollers, de gusto barroco, recomienda en su Retrato del jugador una o varias, pero nunca dos: eso, señalémoslo, para cada jugador particular. Elipse, elipsis: buscar, en esta composición, el punto de fuga entre Escila y Caribdis.

Son las voces las que son eternas, los momentos de voces. Existe un destello de voz que lo atraviesa todo y subsiste más allá de todo. A tal voz, tal destino para siempre. No lo que es dicho, la voz sola, súbitamente aislada, incesante, ingrabable, imprecisable. ¿Cómo se las arreglan para no oírla? ¡Escucha! ¡Acuérdate! ¡Escucha! ¡El mundo es una ininterrumpida y masiva alucinación de sordos! ¡Escucha mejor!

Philippe Sollers, El secreto, 1993

Un error estético. Intentar reproducir, empeñarse en representar el momento en que sucede algo sobrenatural o milagroso. Esa escena hay que elidirla: es la de la resurrección de Cristo en el sepulcro, convenientemente ahorrada a las mujeres que lo hallan vacío para sólo más tarde ver al increíble viviente, o también la de la conversión del agua en vino, o de Jeckyll en Hyde. Precisamente, el obstinado error de las adaptaciones cinematográficas del relato de Stevenson es el de mostrar una y otra vez lo que el escritor, pudiendo darlo a conocer al principio, no revela hasta el desenlace: la identidad entre ambos nombres, demostrada incansablemente antes de tiempo en las películas por el pasaje de un estado a otro de la sustancia o persona así denominada. El error se agrava con el desarrollo tecnológico, que busca infinitamente la falta en la pobreza de medios del estadio de producción anterior, desde la serie de fundidos encadenados sobre maquillajes sucesivos a las transformaciones ejecutadas por vía informática cuya mayor impresión de realidad tampoco colma, sin embargo, nuestra capacidad de convicción. Es que allí donde hace falta fe, ninguna demostración es suficiente: la representación de lo inconcebible sólo puede ser fraudulenta y la impresión que causa no puede ser duradera ni conservar la intensidad del carácter de lo que revela. Si, como ha dicho Sollers, un escritor es alguien que vio algo que no debería haber visto, es justo esperar en estos casos, de quien escribe, la mayor incredulidad, el menor grado de acatamiento a la imagen.

Máximas. A no olvidar: tres clásicos citados por tres modernos. ¿El estado ideal? “Disfruto de todo y nada me ciega.” (Sade padre citado por Philippe Sollers.) ¿Una regla de conducta? “Hay que prestarse a los demás y darse a sí mismo.” (Montaigne citado por Jean-Luc Godard.) ¿La condición humana? “El dinero apremia, del dinero depende aún todo.” (Goethe citado por Heiner Müller.) Política, erótica, economía, todo abarcado en tres frasecitas como los tres pasos de Visnú.

Travesía del infierno. Baudelaire, que a la clara inteligencia manifiesta en su amplia frente añadía la oscura percepción presente en su mirada, recomendaba –también era él quien afirmaba que clásico es aquel autor que lleva un crítico dentro de sí y lo asocia íntimamente a sus trabajos- el método clásico a la hora de componer un texto: no aventurarse al azar de la pluma dejándose llevar por una casual o tentativa cadena de asociaciones, sino en cambio meditar largamente en el tema elegido y no escribir una palabra hasta que los conceptos se hayan ajustado de manera convincente unos a otros, con lo cual la expresión del pensamiento fluirá con toda naturalidad hasta su conclusión pertinente. Lo que no quiere decir que lo expresado sea claro por naturaleza, ni que una luz elocuente presida, desde la altura de su dominio de una materia cualquiera, cada paso que se dé a través de ésta, sino antes más bien lo contrario: que la experiencia del pensamiento, del pensamiento que debe atravesar de parte a parte a aquél que se empeña en darle expresión, es necesaria y hasta ineludible para la revelación en que consiste toda visión original, es decir, no una ilustración o un reflejo, sino exactamente una iluminación. Sin esa noche oscura, que no se elige, el instinto de conservación seguramente mantendría al artista o crítico, que para el caso son lo mismo, a conveniente distancia del objeto en cuestión, cómodamente –para quienes lo rodean- velado por alguna convención o idea previa. De modo que, para que la experiencia creativa sobrevenga, parece ser necesario, según se deduce de estas nociones, no el hallazgo sino el tropiezo: la caída que deja a oscuras y aturdido, desorientado por algunos segundos al menos, aunque estos segundos pueden prolongarse, de manera intermitente, durante meses, semanas o años hasta que la llamada, por fin, si lo es, logra ser respondida. Juan Carlos Onetti, por dar un ejemplo, a quien la historia que sirvió de base para uno de sus mayores relatos, El infierno tan temido, le fue contada con la advertencia de que él “carecía de la suficiente pureza para tocar esa materia”, pasó mucho tiempo extraviado en el bosque de ese argumento, es decir, en pleno contacto con él, sumergido en la experiencia, hasta que al contarle el cuento a Dolly, su mujer, ésta le dijo que no lo veía como una historia de odio o venganza, sino de amor de la mujer por el hombre. Ahora que puede leerse el texto acabado esto puede parecer evidente, pero antes, hasta que Onetti corrigió su punto de vista y pudo abrirse paso hasta el final, permanecía cerrado tanto a la comprensión como a la narración. Una pasión, como advierte Spinoza, deja de serlo cuando nos formamos una idea clara y distinta de ella, pero es de las pasiones, que ofrecen al entendimiento una resistencia interior, que viene lo que cada uno realmente sabe y de lo que rara vez, a juicio de Nietzsche, tiene el valor. “Siempre venimos del infierno”, decía Philippe Sollers en 1978, al cabo de una larga conversación. “Lo raro es que uno venga y vuelva a venir”, agregaba memorablemente.

La confianza es la llave. Sin ella, nada sería posible, el gesto que intento no tendría lugar, mi brazo se perdería lejos de mí, no encontraría las palabras que busco. Felizmente, helas aquí.

La confianza es el camino seguro. Abre la vía, florece, habla. El ser humano puede elegir entre tres caminos. El primero es vacío, oscuro e impracticable. Conduce al tercero, el de la multitud que vive en el vaivén del error. Sólo el segundo, para aquél que mantiene un violento deseo de libertad, conduce a la verdad. ¿Cuántos aventureros inspirados han pasado por allí? Se lo ignora. Pusieron toda su confianza en esa dirección que los llamaba. Ésta no figura en ningún mapa. Sólo un deseo muy especial la crea.

Philippe Sollers, Deseo, 2020

La biografía como desmitificación. En relación con el autor, la obra se encuentra siempre en el extremo opuesto al de la biografía y a menudo señala el sentido inverso. Lo que en la obra aparece destilado y transfigurado, despojado ya del sustrato circunstancial en que la inspiración pudo hallar estímulo, corresponde no a un origen que, por otra parte, cuando se trata de arte o pensamiento, no es la única fuente sino tan sólo uno de los muchos puntos dinámicos que alimentan toda una espesa red de referencias, sino al destino sugerido por la disposición, el desplazamiento y la sucesión de los signos distribuidos en el espacio creado. Desechadas las bases puestas en juego cada vez que se arrojan los dados de la interpretación sobre el tablero fijado por las reglas internas de composición en cada caso –la tradición, las tendencias de la época, los encuentros accidentales con otras disciplinas pueden ser algunos de los otros nudos-, lo que persiste como estrella y guía en el cielo oscuro de una configuración imaginaria es una diferencia irreductible a los principios que ordenan su discurso y que excede el resultado de su ecuación: no justamente el sentido, aunque éste determine las coordenadas de que es posible servirse para orientarse dentro de este movimiento, sino algo que ha logrado crearse más allá del círculo de las explicaciones posibles, por efecto del azar de las combinaciones ensayadas. Faro ilocalizable en la dimensión que precede a su aparición pero cuya luz irradia, sin embargo, la totalidad de sus partículas en el interior de ese espacio ajeno, el cuerpo que resulta del acoplamiento planeado pero impredecible entre sus núcleos generadores ni coincide con los cálculos ni se ajusta exactamente a las definiciones imaginables a partir de las premisas. Respuesta a un llamado excluido de las vocaciones rentables, al margen del efecto colateral de riqueza que puede producir en ocasiones, el signo singular que se ha trazado no sólo ilustra un mito sino que además proyecta otros, como, sin ir más lejos, el de su autor, en cuyo desciframiento por los hechos en los que ha dejado rastro se empecinan los biógrafos, aunque antes lo que logran es su disolución. Es decir, la evaporación de aquella nube a cuya sombra el objeto de la obra alcanza expresión y trascendencia, en nombre de las cuales la indagación había comenzado.  

La lectura de la biografía de un autor de vida difícil, marcado por la tragedia o por la simple desgracia, por circunstancias adversas o por estados de conciencia dolorosos o complicados, suele ser más deprimente que la de sus obras; los pormenores e interpretaciones tenazmente reunidos y elucubrados por los investigadores son parte del mismo orden de cosas que el rumor y la opinión, convenientes para la difusión de una obra pero enemigas de su verdad, que no se deja diluir, y caen más del lado del vaivén que procura la restauración de lo que la obra procura superar, o de aquello de lo que procura reponerse, a lo que quiere imponerse, que del que sirve a la catapulta para lanzar su carga sobre o en contra de la muralla enemiga. “El conocimiento del mal es un conocimiento inadecuado” (Spinoza). La multiplicación de caminos que alejan de lo esencial se produce hasta en las biografías escritas desde una justa admiración, en la medida en que falta lo que las justifica y hay que buscar en otra parte; pues ni el biógrafo más riguroso, ni el más dedicado, ni el más perspicaz podrían lograr que la suma de los hechos demostrables y los testimonios fidedignos diera alcance al significado siempre en fuga de una invención inesperada. Muchas veces el empeño en descubrir la vieja verdad padecida esconde la voluntad de desenmascarar para degradar. No es el caso de todos los que escudriñan una máscara impulsados por el deseo de ver a través de ella el emprenderla a martillazos contra su forma o su materia, ni el querer a toda costa fundirla o malvenderla. Pero, sin embargo, la honestidad tampoco alcanza a ofrecer un equivalente a la inexplicable o, mejor dicho, irreductible diferencia puesta de manifiesto por la obra concluida. Philippe Sollers, en su prólogo a los ensayos de La guerra del gusto publicado en 1994, ya lo dijo muy bien y puede repetirlo cualquier creador: “El prejuicio quiere sin cesar encontrar un hombre detrás de un autor: en mi caso, tendrá que habituarse a lo contrario.”

Política de lo imposible 1: El trono vacío

«Los que no creen en la inmortalidad de su alma se hacen justicia a sí mismos.» (Baudelaire)

Jean Genet, quizás el último dramaturgo barroco, escenificó más de una vez la ceremonia vertical según la cual el mundo entero, en suspenso sobre un abismo cuyo fondo no se ve, cuelga de un lejano sol también más allá de toda percepción. De acuerdo con las reglas de un conocido juego de cartas, en esa situación no es posible ganar ni perderse del todo, ya que ni yendo a más ni yendo a menos se llega a la cima de la gloria ni al fondo de la abyección, dimensiones imaginarias de las que proviene la potencia vital que anima, hiere, atraviesa a los seres que se agitan sobre la escena, fuera de ella, a su alrededor o alrededor de este eje. 

En ese espacio hay un movimiento clave: la renuncia al trono, al ejercicio del poder –que crea un vacío de poder- para colocarse en un más allá fuera y por encima del juego, en una categoría por encima del juicio que permite escapar a la culpa y salvar el orgullo a la vez. Un salto al vacío o a la nada, que deja a su vez un vacío. Racine lo representó mediante la cadena de amores descendente desde el ya muerto Héctor, invisible en el juego, a través de Andrómaca, vuelta hacia ese más allá, hasta acabar en Orestes como último eslabón de este delirio, quien es en consecuencia el que se vuelve loco. En El balcón (Genet), es el jefe de policía quien alcanza el trono vacío cuando, ya reprimida la revolución por la parada del burdel, su figura es consagrada precisamente en ese sitio donde no va a ejercer ningún poder de hecho ni de facto, sino a recibir el homenaje a su ausencia, es decir, a su derecho a ausentarse, a su posesión de un lugar vacío que otros pagarán por ocupar fingiendo ostentar su cargo; a sus pies rodará el sexo amputado de su declarado enemigo, pero lo cierto es que él también habrá de conformarse con una representación ajena, o más bien con la idea de esa representación, inaccesible como realidad vital al alojarse sólo en la mente de cualquier cliente anónimo por venir. El jefe de policía, como vemos, no pierde la cabeza; adepto al burdel, a su sistema, conservará su puesto y aceptará recibir su satisfacción adulterada.

Teatro vertical: La hija del aire (Calderón) dirigida por Jorge Lavelli con Blanca Portillo

Con el gesto de renuncia al trono y al ejercicio del poder, que es también el del rey Lear en su primer paso hacia la locura –otra vez la locura- y la pérdida de la realidad, quien abdica no procura en cambio menos que saltar al cielo del que se cree o se pretende que deriva, en este mundo de usurpadores, el poder de un rey legítimo. Este acto es un liberarse, loco, de la comunidad que sostiene a quien lo realiza en relación directa con la presión que por las buenas o por las malas él le impone. El trono como banquillo de los acusados en la revuelta, cuando más vale abdicar, como Semíramis (La hija del aire, Calderón), para no ser culpable y aspirar desde tal inocencia aparente a una redención estelar o ideal, en la que el loco, como Lear, hastiado de la realidad que gobernaba, cree. O sea: el orgullo rechaza la culpa que el humilde acepta; el humilde o el justo, que accede a gobernar y al compromiso con la plebe, cuyo amor, llamémoslo así, depende de su felicidad, justamente el lazo que el patricio, Coriolano, considera innoble. La resurrección que pretende Semíramis usurpando el trono que ha cedido a su hijo es un retorno desde el vacío, o desde la nada que encuentra al no poder, todavía viva, trascender el espacio común que el poder domina. Lo que indica por su parte la dificultad, o la imposibilidad, de sostener en privado el gesto público.

Vacío actuante: efectivamente, el vacío cumple su función al devolver al fugitivo sublime a su carnalidad y obligarlo a volver a combatir por el poder. Ese vacío superior es una instancia inalcanzable de la que depende cuanto lo rodea para ordenarse y para que el movimiento, al no completarse nunca (“Sólo por incompleta una acción es abyecta”, según Genet), sea posible. Los dos centros del barroco: ¿es posible identificar este vacío con el espacio entre uno y otro, el evidente y el secreto? En Genet el vacío tiene una función de amenaza, que el dramaturgo acorralado invierte al apropiárselo como arma.

Teatro vertical: El balcón de Jean Genet dirigido en Brasil por Víctor García

El teatro como sucesión de rituales en el tiempo, que van quedando obsoletos a medida que caen religiones, ideologías y creencias. Si los modismos de los viejos actores suelen resultar patéticos y ridículos, poco convincentes, es porque la convicción a la que apelan vacila y su trabajo de representación no puede completarse. Es lo mismo que decía Genet de la abyección: ante la mirada incrédula, el ritual deviene exhibición obscena.

Idealismo a la Andrómaca: el momento de sentarse en el trono es el momento de chocar con la propia carne, mortal y sensual. Ese trono vacío es el lugar de una eterna dilación, del encuentro tanto deseado como temido por ser a la vez el de la metamorfosis y el de la muerte, que pueden o no equivaler, puede o no que coincidan. ¿Y si nos equivocamos? ¿Si nos entregamos con fe a quien no es?

Metamorfosis esencial: ser inmortal. El hombre quiere perseverar en su ser y a la vez transformarse, ser otra cosa. Quiere renacer, ser inmortal, ambas cosas a la vez, la persistencia y el cambio, el ser y el no ser. Gobernar es elegir, lo que siempre es limitarse. Justamente, la política es cuestión de límites: quien se mete en ella es para encontrar resistencia.

Dos poesías populares

«Abandoné a mi clase / y me uní al pueblo llano» (Perseguido por buenas razones, Bertolt Brecht)

Fue en algún año de la adolescencia, a la edad de escapar de casa y de los sitios frecuentados en la infancia, cuando mis ojos y mis dedos tropezaron, entre los viejos volúmenes de bolsillo alineados en cualquiera de las tantas mesas de saldos de la calle Corrientes, con la poesía que copio a continuación, entonces impresa no hacía tanto en el papel ya amarillento:

VIEJA CIUDAD

A menudo en turbias noches salgo de mi casa,
a gozar de mi vieja Trieste,
donde parpadea la luz en las ventanas
y la calle es más estrecha y populosa.
Entre la gente que va y viene
de la cantina al lupanar o a la casa,
donde mercancías y hombres son desechos
de un gran puerto de mar,
vuelvo a encontrar, pasando, el infinito 
en la humildad.
Aquí prostituta y marinero, el viejo
que blasfema y la mujerzuela que disputa,
el guardia sentado en el puesto 
de frituras,
la tumultuosa joven enloquecida 
de amor,
todos son criaturas de la vida 
y del dolor:
se agita en ellos, como en mí, el Señor.
Aquí siento también en rara compañía
mi pensamiento hacerse
más puro donde más sucia es la vida.

El poeta de Trieste

Los versos son del poeta y librero italiano Umberto Saba; la traducción es de Alberto Girri y Carlos Viola Soto. Conservo la poesía desde entonces y a lo largo de los años que han pasado la he releído muchas veces, como quien vuelve a un lugar significativo o desliza los dedos por la piel del amuleto que lleva en el bolsillo, reafirmando alguna creencia más inconsciente que razonada, pero vital en su oscuridad y por eso, supersticiosamente, distinguida tan sólo a través de sus signos, como la marca del cigarro o del licor ya probados cuyos sabores, no por familiares, decepcionan. La última, sin embargo, mi ambiguo paseo entre la vieja Trieste de Saba y un Buenos Aires que ya sólo existe en mi memoria fue interrumpido; un tropiezo parecido pero en un sentido inverso al de cuando abrí la puerta por primera vez. Me detuve y consideré la piedra atravesada en mi camino. Recordé entonces otra poesía, proveniente quizás del mismo período histórico aunque no llevara tantos años acompañándome. Ésta es de Virgilio Piñera, fue escrita en Cuba, tiene fecha de 1962 y dice así:

NUNCA LOS DEJARÉ

Cuando puso los ojos en el mundo,
dijo mi padre:
“Vamos a dar una vuelta por el pueblo”.
El pueblo eran las casas,
los árboles, la ropa tendida, 
hombres y mujeres cantando
y a ratos peleándose entre sí.
Cuántas veces miré las estrellas.
Cuántas veces, temiendo su atracción inhumana,
esperé flotar solitario en los espacios
mientras abajo Cuba perpetuaba su azul,
donde la muerte se detiene.
Entonces olía las rosas,
o en las retretas, la voz desafinada
del cantante me sumía en delicias celestiales.
Nunca los dejaré –decía en voz baja;
aunque me claven en la cruz,
nunca los dejaré.
Aunque me escupan, 
me quedaré entre el pueblo.
Y gritaré con ese amor que puede
gritar su nombre hacia los cuatro vientos,
lo que el pueblo dice en cada instante:
“me están matando, pero estoy gozando”.
Profeta en su tierra, extranjero en su país

Al releerla, advierto que recordaba el último verso repetido –“me están matando pero estoy gozando, me están matando pero estoy gozando”-, como un estribillo final que sin embargo sólo insistía así en mi memoria. Señal de apego, pero ¿a qué? La repetición, como ocurre en tantas canciones que terminan por la disminución del volumen mientras un coro insiste, se parece al eco y el eco también tiende a apagarse, pero, para evitar su desaparición, también nosotros repetimos lo que queremos aprender. Lo grabado en la memoria por esta clase de estudio sobrevive así en ella a la desaparición de su objeto, pero ¿es posible que éste reencarne, renazca, vuelva al mundo más tarde bajo otra forma?

Al evocar una época vivida se mezclan la noción de ese tiempo histórico y la conciencia personal del propio desarrollo, el documento impreso entonces y la impresión subjetiva. En aquellos largos tiempos que pasé subiendo y bajando por la calle Corrientes me gustaba repetirme, como ahora aunque con una fe distinta, lo que había leído en alguna parte de que “para los chinos, la sabiduría consiste en la destrucción de todo idealismo”. Y lo concreto para mí era la calle, cualquier calle y no sólo ésa de las librerías y los teatros, pero sí una calle con mucho tráfico, y no de coches sino de chismes, informaciones, tratos efímeros y mercancías cada vez más rebajadas, todo llevado y traído por una romería de caras y voces más imaginaria que real pero aun así realista, en el sentido de “destrucción de todo idealismo” atribuible a cualquier buen “baño de multitud” (Baudelaire), fuera de todo espacio regido por el ideal de un proyecto explícito, ya sea éste académico, económico, empresarial, social o familiar. Allí la vocación no tenía que coincidir con profesión rentable alguna ni adquirir ninguna forma determinada; también el futuro quedaba en suspenso y el pasado, en suspenso a su vez pero en otro sentido –en el otro sentido exactamente-, se dejaba estudiar de manera espontánea en esos ecos que eran los testimonios de los mayores ajenos a la familia, los documentos recuperados de una historia fraudulenta o los objetos abandonados fuera de toda herencia prevista, colección heterogénea parecida a la de los pequeños objetos perdidos y piezas sueltas que Tom y Huck guardaban en el fondo de sus bolsas y bolsillos. Lo concreto era en concreto todo lo que se pudiera blandir contra un futuro organizado: las malas compañías, los lugares desaconsejables y, ante todo, entre éstos, los territorios indeterminados donde todo se mezclaba, y allí cuanto hacía posible ir “en la dirección opuesta” (Bernhard: A los otros hombres los encontré en la dirección opuesta, al no ir ya al odiado instituto sino al aprendizaje que me salvaría), es decir, encontrar la oposición que permitía afirmarse y daba sentido al movimiento de resistencia. Y el ideal, o lo abstracto, lo opuesto, era ese futuro exigente o esas exigencias a las que se respondía con la rebelión o el rechazo en igual medida en que no se sabía encontrarle alternativas y parecía cubrir todo el horizonte en cuanto uno daba un paso más allá del momento presente. Dos locuras, dos delirios enfrentados, como en cualquier otra época personal o de la historia. ¿Qué se ha hecho de toda esa mitología pasada ya su edad de oro?

Uno de los nuestros

Hacia el final de esa época de vagabundeo, cuando la escuela del flanneur tenía ya pocos postgrados que ofrecerme, vi en compañía de cinco semejantes la película de Godard Masculino/Femenino, rodada hacía ya por lo menos tres décadas. Hay una escena mínima, un plano de unos cuantos segundos, casi con seguridad tan “robado” como el objeto en cuestión, en que un veinteañero Jean-Pierre Leaud furtivamente levanta al pasar un libro de la mesa de ofertas en la puerta de una librería y se lo lleva escondido bajo el brazo. Los seis a la vez y de inmediato nos vimos reflejados, la corriente de identificación se transmitió con irresistible urgencia no sólo entre la pantalla y cada uno sino también entre los  seis cuerpos alineados en la misma fila de butacas, pero lo que habíamos visto ya quedaba a nuestras espaldas: no era sólo el pasado de Leaud, ni tan sólo los años sesenta, sino además, aunque aún nos reconociéramos bruscamente en él, nuestro propio pasado lo que acabábamos de ver pasar.

No me he paseado así por Barcelona, donde ahora vivo y a la que llegué trayendo la trasnochada imagen preolímpica que de ella daban las historietas de Nazario aparecidas en El Víbora de los años ochenta; tampoco he encontrado aquí ni la calle imaginaria ni la real que recuerdo de aquella época, en la que supongo que para mí se ha quedado. Entre el ayer y mi ayer, sin embargo, hay relación; una extrapolación es posible, aun teniendo en cuenta los atenuantes de la edad y el paso del tiempo. Y es ésta: existe un correlato entre mi abandono de la calle y el abandono de la calle por el tiempo histórico, es decir, por el tiempo en el que una historia, la de la especie, parecía tener lugar y que ya no parece transcurrir allí, donde sólo va a parar lo que el progreso deja atrás como las sobras de su banquete. Y sin embargo, a la vez, la escisión marcada por ese abandono vuelve y vuelve a repetirse a través de las eras, actualizando, verbo de moda, el eterno conflicto entre pasado y futuro, que no se suceden ni amable ni lógicamente el uno al otro sino que tiran de cada individuo en direcciones opuestas ya que, además de identificar el ayer y el mañana, representan, como éstos, valores, afectos y deseos distintos, a menudo incompatibles. Lo concreto se asocia al pasado y lo abstracto al futuro bajo los nombres de experiencia y proyecto, y la relación con el lenguaje en cada caso también varía, favoreciendo el significado en el primero y el uso en el segundo; todo lo cual, considerado impersonalmente y con distancia, parece equilibrarse, pero vivido en persona y en directo suele hacer cortocircuito. 

La Rambla según El Víbora

Es la diferencia entre la corona pensante y su cuerpo de súbditos, entre el jefe del Estado Mayor y los soldados. No es lo mismo planear una batalla que tomar una colina. Yo, que en mi infancia me quedaba pegado a las películas de romanos y de piratas mientras cambiaba de canal inmediatamente si en su lugar aparecían marcianos o astronautas, nací durante una época marcada por una serie de movimientos masivos de emancipación de los individuos que fue también la antesala de un cambio de estrategia por parte del poder. Esa época pasó y ésta es otra, en la que a la insurgencia plural contra la tradición responde un compulsivo alistamiento generalizado en los ejércitos de la innovación tanto programada como aleatoria, aunque este azar ya no es el de la vieja calle ni tiene ese sabor original de fondo que es propio de la receta anónima adulterada al infinito por las variaciones de las costumbres y latitudes donde es recreada, sino el sello indeleble de cada producto elaborado en el siempre aséptico laboratorio de las probabilidades.

En una época en la que el espíritu de servidumbre voluntaria aumenta en proporción inversa a la necesidad de cuerpos al servicio de una gestión del poder cada vez más autónoma, será difícil quizás comprender la representación que de este conflicto hace Louis-Ferdinand Céline en su novela Guignol’s Band, donde identifica dos polos, la delincuencia y el reclutamiento, para apoyar sobre ese eje todo un mundo callejero en el que un grupo de pícaros franceses procura no ser enviados de vuelta al frente de la Guerra del 14 desde el Londres en el que se han refugiado y en el que sobreviven ejerciendo todo aquello que se ha dado en llamar más de una vez “la mala vida”. Según estos dos modos de relación con el mando –el desacato y el servicio activo-, resuena a lo largo de la novela entera toda una tradición de insumisión que se remonta a Petronio y François Villón, por lo menos, y que extrae su tremenda energía justamente del gusto por ese mercado abierto en plena calle, tan teatral, con sus dramáticas transacciones, intercambios y enfrentamientos vociferados, y tan lejano de la discreta opacidad de los mercados financieros actuales en su carácter de concreto, físico, sensorial, tangible, terrestre, “destructor del idealismo”, como llegué a creer.

When the music is over

Todo esto pasó. Hoy sé esperar la ausencia (Rimbaud, Lezama). Pero no logro sobreponerme por completo a mi tropiezo; no logro seguir mi camino sin renquear. ¿Qué brisa se ha interrumpido sin violencia pero de pronto y ya no impulsa la lectura, que ahora avanza a remo? Las poesías de Saba y Piñera habían sido por mucho tiempo signos de ese mundo concreto que se encuentra, según Bernhard, “en la dirección opuesta” a la señalada por padres y maestros, “nuestros enemigos naturales cuando salimos al mundo” para Stendhal. Pero el valor de esa concreción se apoyaba, secretamente, en una promesa implícita, es decir, en un argumento que, si podía oponerse a lo considerado como ideal, ese ajeno ideal resistido, era por compartir su naturaleza, por pertenecer al mismo orden y por eso entrar en colisión con él. Sólo que el crédito se ha agotado, la promesa no ha de cumplirse: es por eso que el viento no sopla y mi expectativa ha arriado la vela. Lo concreto, roto su diálogo con lo abstracto, liberado del significado atribuido por su captura en esa dialéctica para volver a ser en sí, materia animada ajena al conflicto entre el ideal plantado y la ilusión flotante, ya no responde ni anuncia respuesta a lo que por tanto tiempo se esperó de lo proyectado en su pantalla. No hay criatura en ese vientre, o nadie reclama su paternidad. Sin embargo, como la imagen de Jean-Pierre Leaud robándose un libro en los años sesenta, o igual que Dulcinea a pesar de Aldonza, el antiguo murmullo desmentido del canto popular invocado por Pasolini ante las cenizas de Gramsci todavía hoy se hace oír, si no en boca de obreros y campesinos que tampoco ya se hacen ver, sí por lo menos en el eco sostenido entre sus formas conservadas y los asiduos a tales museos, rebobinadores de tales cintas, cuerpos habitados, como el de Quentin Compson en ¡Absalón, Absalón! (Faulkner), por voces y espectros trasnochados al igual que los de sus nostálgicos predecesores, los anticuarios y memoriosos de cada época extinguida en quienes ésta sigue viva y el fuego de sus antorchas aún alumbra. Pues la verdad expulsada de la realidad persiste en el imaginario de la memoria. Lo raro es descubrir ese teatro en uno mismo, cuando uno creía ser su espectador. Un teatro portátil que se lleva consigo a todas partes, sin poder jamás entrar a él, andar por él, sentarse en él, pues la escenografía de la actualidad consiste en su negación, lo que le da por otra parte más fuerza pero no por eso contribuye a su realización postergada por tiempo indeterminado. “Desesperación por no estar nosotros dentro de él sino él dentro de nosotros”, dice Genet de Querelle en su novela. Volviendo a las poesías de Saba y Piñera mantenidas en repertorio durante tantas temporadas, la nota más estridente en esta reposición es esa tensión entre lo alto y lo bajo, esa agonía que en su inexorabilidad aspira en cambio a creerse cada vez más cerca de la resurrección y así como alcanza la pureza por la suciedad reúne el goce con el aniquilamiento en un mismo resplandor sostenido. “Sellado por el prodigio de la belleza mortal” era el rostro de niña contemplado por Stephen Dedalus en el momento más exaltado de la secuencia en que se decide a seguir su vocación artística, desoyendo el llamado de sus maestros jesuitas a integrarse en sus filas. Pero el punto de llegada de esta deriva me parece ahora ser no éste en que Joyce recrea entero el exultante estado de Stephen al liberarse de lo que le estaba destinado, sino aquél desde el que Katherine Anne Porter traza, al final de Old Mortality (novela corta comparable al Retrato joyceano en su relato de una educación que culmina en rebelión y para cuyo joven protagonista el autor adulto se toma a sí mismo como modelo), la perspectiva retrospectiva que ofrece de su pensante heroína Miranda: “no puedo vivir en su mundo por más tiempo, se dijo, escuchando las voces detrás de ella. Que se cuenten sus historias entre ellos. Que continúen explicando cómo sucedieron las cosas. No me importa. Por lo menos puedo saber la verdad acerca de lo que me ocurra a mí, se aseguró silenciosamente, haciéndose una promesa, en su esperanza, en su ignorancia.” La oscilación de este final, como una duda, es la que me hace detenerme aquí. Porque tal duda, al mismo tiempo, revierte sobre la promesa anterior y concluye un relato que a su manera cumple con ésta. Como una puerta batiente clavada en un movimiento perpetuo, como los párpados que se abren y cierran sobre los ojos de la lucidez, señala lo ineludible de la atención al momento propicio para pasar, sin el que no se llega a nada, y lo insoluble de la tensión entre dar o no dar ese salto adelante: no se puede renunciar, no se puede comprobar y la única certidumbre en este vaivén la aporta esa misma presencia sin derecho a réplica. Semejante punto de llegada no admite demorarse en él, de modo que habrá que recurrir a otro final, esta vez tomado de Beckett, en su trilogía del Innombrable: no puedo seguir, voy a seguir. Aunque difícilmente pueda llamarse continuación al alejarse de una calle cortada porque se lleve su barro en los zapatos.

2012

De ocaso en ocaso, La decadencia del arte popular (2002-2018)

A partir de Baudelaire

Dos meditaciones a partir de conceptos de Baudelaire, a manera de celebración del bicentenario del gran clásico.

La frente y los ojos

Travesía del infierno

Baudelaire, que a la clara inteligencia manifiesta en su amplia frente añadía la oscura percepción presente en su mirada, recomendaba –también era él quien afirmaba que clásico es aquel autor que lleva un crítico dentro de sí y lo asocia íntimamente a sus trabajos- el método clásico a la hora de componer un texto: no aventurarse al azar de la pluma dejándose llevar por una casual o tentativa cadena de asociaciones, sino en cambio meditar largamente en el tema elegido y no escribir una palabra hasta que los conceptos se hayan ajustado de manera convincente unos a otros, con lo cual la expresión del pensamiento fluirá con toda naturalidad hasta su conclusión pertinente. Lo que no quiere decir que lo expresado sea claro por naturaleza, ni que una luz elocuente presida, desde la altura de su dominio de una materia cualquiera, cada paso que se dé a través de ésta, sino antes más bien lo contrario: que la experiencia del pensamiento, del pensamiento que debe atravesar de parte a parte a aquél que se empeña en darle expresión, es necesaria y hasta ineludible para la revelación en que consiste toda visión original, es decir, no una ilustración o un reflejo, sino exactamente una iluminación. Sin esa noche oscura, que no se elige, el instinto de conservación seguramente mantendría al artista o crítico, que para el caso son lo mismo, a conveniente distancia del objeto en cuestión, cómodamente –para quienes lo rodean- velado por alguna convención o idea previa. De modo que, para que la experiencia creativa sobrevenga, parece ser necesario, según se deduce de estas nociones, no el hallazgo sino el tropiezo: la caída que deja a oscuras y aturdido, desorientado por algunos segundos al menos, aunque estos segundos pueden prolongarse, de manera intermitente, durante meses, semanas o años hasta que la llamada, por fin, si lo es, logra ser respondida. Juan Carlos Onetti, por dar un ejemplo, a quien la historia que sirvió de base para uno de sus mayores relatos, El infierno tan temido, le fue contada con la advertencia de que él “carecía de la suficiente pureza para tocar esa materia”, pasó mucho tiempo extraviado en el bosque de ese argumento, es decir, en pleno contacto con él, sumergido en la experiencia, hasta que al contarle el cuento a Dolly, su mujer, ésta le dijo que no lo veía como una historia de odio o venganza, sino de amor de la mujer por el hombre. Ahora que puede leerse el texto acabado esto puede parecer evidente, pero antes, hasta que Onetti corrigió su punto de vista y pudo abrirse paso hasta el final, permanecía cerrado tanto a la comprensión como a la narración. Una pasión, como advierte Spinoza, deja de serlo cuando nos formamos una idea clara y distinta de ella, pero es de las pasiones, que ofrecen al entendimiento una resistencia interior, que viene lo que cada uno realmente sabe y de lo que rara vez, a juicio de Nietzsche, tiene el valor. “Siempre venimos del infierno”, decía Philippe Sollers en 1978, al cabo de una larga conversación. “Lo raro es que uno venga y vuelva a venir”, agregaba memorablemente.

El valor del conjunto

Aventuras filosóficas

Toda historia se construye poniendo en serie unos momentos privilegiados, pero lo que motiva a la persona detrás del autor no es el tendido del hilo argumental sino el ajuste del nudo significativo. En éste la relación no es lineal ni tampoco una cosa lleva a otra, sino que se trata más bien de un contrapunto: resonancias y correspondencias, a la manera de Baudelaire, en lugar de causa y consecuencia según el modelo dialéctico del guionista profesional. Sin embargo, de la misma manera que en las comedias de Oscar Wilde el argumento avanza callando entre las réplicas de los personajes, no es posible llegar a conclusión alguna sin una lógica lineal bien empleada. Sólo así puede medirse alguna vez el peso y el valor del conjunto. Una aventura con la filosofía de esa aventura al mismo tiempo: en estos términos definía Godard sus propósitos narrativos. Sin un desenlace cabal, no hay manera de que la proyección recomience.

Travesía del infierno

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Visiones nocturnas

Baudelaire, que a la clara inteligencia manifiesta en su amplia frente añadía la oscura percepción presente en su mirada, recomendaba –también era él quien afirmaba que clásico es aquel autor que lleva un crítico dentro de sí y lo asocia íntimamente a sus trabajos- el método clásico a la hora de componer un texto: no aventurarse al azar de la pluma dejándose llevar por una casual o tentativa cadena de asociaciones, sino en cambio meditar largamente en el tema elegido y no escribir una palabra hasta que los conceptos se hayan ajustado de manera convincente unos a otros, con lo cual la expresión del pensamiento fluirá con toda naturalidad hasta su conclusión pertinente. Lo que no quiere decir que lo expresado sea claro por naturaleza, ni que una luz elocuente presida, desde la altura de su dominio de una materia cualquiera, cada paso que se dé a través de ésta, sino antes más bien lo contrario: que la experiencia del pensamiento, del pensamiento que debe atravesar de parte a parte a aquél que se empeña en darle expresión, es necesaria y hasta ineludible para la revelación en que consiste toda visión original, es decir, no una ilustración o un reflejo, sino exactamente una iluminación. Sin esa noche oscura, que no se elige, el instinto de conservación seguramente mantendría al artista o crítico, que para el caso son lo mismo, a conveniente distancia del objeto en cuestión, cómodamente –para quienes lo rodean- velado por alguna convención o idea previa. De modo que, para que la experiencia creativa sobrevenga, parece ser necesario, según se deduce de estas nociones, no el hallazgo sino el tropiezo: la caída que deja a oscuras y aturdido, desorientado por algunos segundos al menos, aunque estos segundos pueden prolongarse, de manera intermitente, durante meses, semanas o años hasta que la llamada, por fin, si lo es, logra ser respondida. Juan Carlos Onetti, por dar un ejemplo, a quien la historia que sirvió de base para uno de sus mayores relatos, El infierno tan temido, le fue contada con la advertencia de que él “carecía de la suficiente pureza para tocar esa materia”, pasó mucho tiempo extraviado en el bosque de ese argumento, es decir, en pleno contacto con él, sumergido en la experiencia, hasta que al contarle el cuento a Dolly, su mujer, ésta le dijo que no lo veía como una historia de odio o venganza, sino de amor de la mujer por el hombre. Ahora que puede leerse el texto acabado esto puede parecer evidente, pero antes, hasta que Onetti corrigió su punto de vista y pudo abrirse paso hasta el final, permanecía cerrado tanto a la comprensión como a la narración. Una pasión, como advierte Spinoza, deja de serlo cuando nos formamos una idea clara y distinta de ella, pero es de las pasiones, que ofrecen al entendimiento una resistencia interior, que viene lo que cada uno realmente sabe y de lo que rara vez, a juicio de Nietzsche, tiene el valor. “Siempre venimos del infierno”, decía Philippe Sollers en 1978, al cabo de una larga conversación. “Lo raro es que uno venga y vuelva a venir”, agregaba memorablemente.

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La sombra de Onetti

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La respuesta, mi amigo, está soplando en el viento

Las olas y el viento. A fines de los años setenta, Onetti acabó de una vez Dejemos hablar al viento, novela que llevaba arrastrando desde mediados de los sesenta (Justo el 31, uno de sus capítulos, se publicó como cuento en 1964) y en la que mucho antes del desenlace la quema final de Santa María –revocada, como sabemos, en alguna novela posterior- es anunciada a la inversa por la ola que el narrador, Medina, comisario fugitivo más que retirado y mientras cuenta metido a pintor, dice que quiere pintar aunque piensa que nunca podrá hacerlo: “Ahora yo quiero una ola, pintar una ola. Descubrirla por sorpresa. Tiene que ser la primera y la última. Una ola blanca, sucia, podrida, hecha de nieve y de pus y de leche que llegue hasta la costa y se trague el mundo. Para eso ando por la playa. (…) Yo podía pintar lo que quisiera y hacerlo bien. Campesinos, retratos, el cuadro del Papa que continuaría colgado en la iglesia de Santa María. Pero nunca la ola prometida a Cristiani, la cresta de blancura sucia que lo diría todo. Nunca la vida y su revés, la franja que nos muestra para engañarnos.” ¿Pero dónde está el engaño? En la división, en el orden impuesto a la materia. Lo mismo ocurrió por aquel tiempo con el rock, dividido una vez agotada su ola más alta, que duró hasta mediada esa década: de un lado el punk, aparentemente el lado sucio, con su odio a los hippies por la impracticable fe de éstos en el amor; del otro, la new wave, en apariencia el lado limpio, con su flamante pelo corto, su afeitado al ras y sus planchados trajes de hombros rectos, hasta con corbata. Los desocupados y los profesionales, dos caras de la misma moneda que no quiere verse a sí misma ni saber qué valor la sustenta, aunque siempre la que mira hacia arriba esté apoyada en la aplastada contra el suelo y al igual que los hemisferios se turnen para dormir y velar. Lo que cada uno deja en la oscuridad a su hora de asomarse es un recuerdo, o el pasado detrás del recuerdo: la noción de la muerte previa que certifica su condición de mortal.

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La apuntadora en su puesto

Travesía del infierno. Baudelaire, que a la clara inteligencia manifiesta en su amplia frente añadía la oscura percepción presente en su mirada, recomendaba –también era él quien afirmaba que clásico es aquel autor que lleva un crítico dentro de sí y lo asocia íntimamente a sus trabajos- el método clásico a la hora de componer un texto: no aventurarse al azar de la pluma dejándose llevar por una casual o tentativa cadena de asociaciones, sino en cambio meditar largamente en el tema elegido y no escribir una palabra hasta que los conceptos se hayan ajustado de manera convincente unos a otros, con lo cual la expresión del pensamiento fluirá con toda naturalidad hasta su conclusión pertinente. Lo que no quiere decir que lo expresado sea claro por naturaleza, ni que una luz elocuente presida, desde la altura de su dominio de una materia cualquiera, cada paso que se dé a través de ésta, sino antes más bien lo contrario: que la experiencia del pensamiento, del pensamiento que debe atravesar de parte a parte a aquél que se empeña en darle expresión, es necesaria y hasta ineludible para la revelación en que consiste toda visión original, es decir, no una ilustración o un reflejo, sino exactamente una iluminación. Sin esa noche oscura, que no se elige, el instinto de conservación seguramente mantendría al artista o crítico, que para el caso son lo mismo, a conveniente distancia del objeto en cuestión, cómodamente –para quienes lo rodean- velado por alguna convención o idea previa. De modo que, para que la experiencia creativa sobrevenga, parece ser necesario, según se deduce de estas nociones, no el hallazgo sino el tropiezo: la caída que deja a oscuras y aturdido, desorientado por algunos segundos al menos, aunque estos segundos pueden prolongarse, de manera intermitente, durante meses, semanas o años hasta que la llamada, por fin, si lo es, logra ser respondida. Juan Carlos Onetti, por dar un ejemplo, a quien la historia que sirvió de base para uno de sus mayores relatos, El infierno tan temido, le fue contada con la advertencia de que él “carecía de la suficiente pureza para tocar esa materia”, pasó mucho tiempo extraviado en el bosque de ese argumento, es decir, en pleno contacto con él, sumergido en la experiencia, hasta que al contarle el cuento a Dolly, su mujer, ésta le dijo que no lo veía como una historia de odio o venganza, sino de amor de la mujer por el hombre. Ahora que puede leerse el texto acabado esto puede parecer evidente, pero antes, hasta que Onetti corrigió su punto de vista y pudo abrirse paso hasta el final, permanecía cerrado tanto a la comprensión como a la narración. Una pasión, como advierte Spinoza, deja de serlo cuando nos formamos una idea clara y distinta de ella, pero es de las pasiones, que ofrecen al entendimiento una resistencia interior, que viene lo que cada uno realmente sabe y de lo que rara vez, a juicio de Nietzsche, tiene el valor. “Siempre venimos del infierno”, decía Philippe Sollers en 1978, al cabo de una larga conversación. “Lo raro es que uno venga y vuelva a venir”, agregaba memorablemente.

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Señales de vida

El narrador objetivista

La luz caía verticalmente del techo y luego de tocar los objetos colocados sobre la mesa los iba penetrando sin violencia. El borde de la frutera estaba aplastado en dos sitios y la manija que la atravesaba se torcía sin gracia; tres manzanas, diminutas, visiblemente agrias, se agrupaban contra el borde, y el fondo de la frutera mostraba pequeñas, casi deliberadas abolladuras y viejas manchas que habían sido restregadas sin resultado. Había un pequeño reloj de oro, con sólo una aguja, a la izquierda de la base maciza de la frutera que parecía pesar insoportablemente sobre el encaje, de hilo, con algunas vagas e interrumpidas manchas, con algunas roturas que alteraban bruscamente la intención del dibujo. En una esquina de la mesa, siempre en el sector de la izquierda, entre el reloj y el borde, encima de la parte luminosa, un poco arrugada, de la carpeta de felpa azul, otras dos pequeñas manzanas amenazaban rodar y caer en el suelo; una oscura y rojiza, ya podrida; la otra, verde y empezando a pudrirse. Más cerca, sobre la alfombra de trama grosera, exactamente entre mis zapatos y el límite de la sombra de la mesa, estaba caída, arrugada, una pequeña faja de seda rosa, con sostenes de goma, ganchos de metal y goma; deformada y blanda, expresando renuncia y una ociosa protesta. En el centro de la mesa, dos limones secos chupaban la luz, arrugados, con manchas blancas y circulares que se iban extendiendo suavemente bajo mis ojos. La botella de Chianti se inclinaba apoyada contra un objeto invisible y en el resto de vino de una copa unas líneas violáceas, aceitosas, se prolongaban en espiral. La otra copa estaba vacía y empañada, reteniendo el aliento de quien había bebido de ella, de quien, de un solo trago, había dejado en el fondo una mancha del tamaño de una moneda.  

Para el que lo haya leído: parece Robbe-Grillet, ¿no? No: Onetti. Un fragmento, del que seguramente vino el título, del capítulo llamado “Naturaleza muerta” en su novela La vida breve, de 1950, tres años antes de que el bretón publicara su opera prima, Les gommes, nacimiento oficial del “objetivismo”, Nouveau roman o “école du regard” (a pesar del inicio de Le Voyeur: “Parecía que nadie hubiera oído nada.”) que tanto dio que hablar hace medio siglo. No es raro que se presente a Onetti como el primer existencialista del Río de la Plata o de la literatura latinoamericana, pero menos obvio resulta señalarlo como precursor de la “nueva novela” francesa, cuyo estilo, en una primera mirada, parecería tan alejado del desgarramiento y la intensidad emocional que de acuerdo con sus comentaristas caracterizan la obra del uruguayo. Es más fácil pasar sin escalas del Sartre de La náusea y el Camus de El extranjero a Robbe-Grillet, Sarraute y compañía, lo que no exige cambiar de lengua ni de país, además de que ofrece precisiones explícitas como las que el “jefe de fila” de la escuela francesa hace en sus “romanesques” (El espejo que vuelve, Angélica o el encantamiento, Los últimos días de Corinthe) acerca de la impresión dejada en él por el implacable sol de la novela del argelino. ¿Pero qué se les ha perdido a los autores y lectores del siglo XXI en estos parentescos políticos de mediados del siglo anterior? Un rasgo notable que en su momento llegó a tener valor de causa, como lo ilustra el título de ese libro de Francis Ponge tan elogiado por Sartre y del que el mismo Borges tradujo algo muy pronto para Sur, Le parti pris des choses, De parte de las cosas en una de sus versiones castellanas, y que tanto como consiste en la atención de la conciencia humana a todo lo que no es ella misma y en consecuencia le hace ver lo que ella es, contrasta con el universo de la comunicación en continuado característico de la cultura actual, donde las cosas no tienen peso y la totalidad del espacio es ocupado por las ciegas voces de los cronistas de su propia subjetividad inconsciente, que opina sobre lo que sea que le propongan pero nada sabe de lo que no es información. O, si esto no es del todo así, es al menos la tendencia difícil de resistir, como pudo haberlo sido en otro tiempo el contenido ideológico como sentido prefijado del relato o el sentido metafísico como prueba de un argumento insostenible.

Captar lo mudo en un panorama ensordecedor no es poca cosa: se corre el riesgo de no comunicar en absoluto, de no interesar ni ser entendido. Los poetas lo saben. Pero poco puede oírse en el circuito de las opiniones que no se haya gastado ya hasta no ser más que el eco adulterado de un sonido del que sólo se ha oído hablar.

Ejercicio de lectura: ¿dónde está la sombra de Onetti, el rasgo personal que contamina la pureza de un objetivismo intuido pero aún no reglamentado ni dotado de una teoría? En la segunda parte del pasaje, a continuación, es mucho más notoria que antes.

A mi derecha, al pie del marco de plata vacío, con el vidrio atravesado por roturas, vi un billete de un peso y el brillo de monedas doradas y plateadas. Y además de todo lo que me era posible ver y olvidar, además de la decrepitud de la carpeta y su color azul contagiado a los vidrios, además de los desgarrones del cubremantel de encaje que registraban antiguos descuidos e impaciencias, estaban junto al borde de la mesa, a la derecha, los paquetes de cigarrillos, llenos e intactos, o abiertos, vacíos, estrujados; estaban además los cigarrillos sueltos, algunos manchados con vino, retorcidos, con el papel desgarrado por la hinchazón del tabaco. Y estaba, finalmente, el par de guantes de mujer forrados de piel, descansando en la carpeta como manos abiertas a medias, como si las manos que se habían abrigado se hubieran fundido grado a grado dentro de ellos, abandonando sus formas, una precaria temperatura, el olor a fósforo del sudor que el tiempo gastaría hasta transformarlo en nostalgia. No había nada más, no había tampoco ningún ruido reconocible en la noche ni en el edificio.

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Nombres propios 3

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Elogio de la amistad

Borges, Jorge Luis. Como era conservador, como no era de izquierda, por su libresca erudición y su nula afición a los rituales del deporte, bajo una admiración poco fundada el gran público siente a Borges, cuando lo siente, más bien como a alguien distante que cercano, fatalmente más ajeno que propio e irremediablemente situado en una superioridad intelectual, fatal compensación por una u otra claudicación física, con la que no es posible mantener trato alguno sin temer ser una u otra vez el blanco de la tácita soberbia, pedantería o desdén propios de los dueños de la lengua respecto a sus usuarios normales. Pocos escritores, sin embargo, más amistosos que Borges con su lector, a quien siempre trata como a un par y al que narra sus historias o expone sus ideas sin alzar jamás la voz para darle lecciones ni abusar de su confianza con indecentes proposiciones de complicidad. Aunque hay que decir que se trata de una amistad situada siempre un poco aparte de las otras relaciones, como él mismo y su amigo Bioy Casares en el salón de Victoria Ocampo, cuando ésta imponía a su círculo la presencia de alguna celebridad cultural de la época con la consiguiente obligación de atenderla. Desde este punto de vista, es ejemplar ese breve relato en el que Borges propone a su interlocutor suicidarse ambos para poder seguir conversando en paz, ya sin oír la insistente cantinela de La cumparsita que entra desde la calle por la ventana. Luego no recuerda si lo hicieron, pero una idea del paraíso para Borges bien podría ser, sin exclusión de las damas que mantuvieran una actitud parecida, la de una eterna conversación entre caballeros respetuosos el uno del otro tanto como de sus diferencias, comparables con la distancia no desmesurada pero sí nítida, neta, que los separa de sus semejantes. Quizás por eso, por esa probable y comprensible, de acuerdo con la vocación universalista reconocible en la obra a continuación considerada, voluntad de colocar los argumentos más allá del plano de la conversación, a Borges no le gustaba por parte de Spinoza el recurso a la geometría en la elaboración de su Ética. Sin embargo, en un soneto llamado como el filósofo, manifiesta admiración por su labor, que incluye definiciones como la siguiente: “Al deseo por el cual se siente obligado el hombre que vive según la guía de la razón a unirse por amistad a los demás, lo llamo honradez, y llamo honroso lo que alaban los hombres que viven según la guía de la razón, y deshonroso, por contra, a lo que se opone al establecimiento de la amistad.” Una idea de la amistad quizás menos atenta a los individuos que la atribuible presumiblemente a Borges, pero que a la luz de la obra de éste no parecería ir contra sus preferencias.

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Un cantante folk

Dylan, Bob. Woody Guthrie: “Pete Seeger es un cantante de canciones folk, Jack Elliot es un cantante de canciones folk, pero Dylan… Dylan es un cantante folk.” En los años sesenta, Dylan asume toda la tradición de la música popular norteamericana y la renueva irrevocablemente con el pasaje a la electricidad, que ocasionó tantas resistencias al desprender ese material del contenido y la forma exigidos por los ideólogos del momento y los tradicionalistas de siempre, esos mismos en cuyas manos Pasolini recomendaba nunca abandonar la tradición. En ese par de años, ‘65, ‘66, Dylan deviene una encrucijada que redistribuye, como Memphis y otras ciudades semejantes en su país, territorios, vehículos y caminos, en este caso, a partir de una figura inédita, capaz de reunir en un solo intérprete, en un mismo cuerpo, imágenes antes incompatibles como las de folksinger, rock star, ícono cultural y autor de textos que desbordan las clasificaciones literarias vigentes, entre otras, para romper, proponiéndoselo o no, los compromisos establecidos por relaciones anteriores y provocar elecciones novedosas con consecuencias no previstas, ni siquiera desde el punto de vista del que había arrojado la piedra sin poder ver lo que tenía en la mano antes de abrirla. La conocida contradicción entre la resistencia despertada y el éxito obtenido, dos escándalos, puede leerse como otra forma de la polisémica ambigüedad de esas canciones.

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Telón y trastienda

Fellini, Federico. Fellini: ilusionismo, fe, milagro. El tema de las películas de Fellini, que se repite y va modulando a través de todas ellas, es el de un individuo que circula por una feria de ilusiones, un baile de máscaras, pasando de una a otra para sobrevivir mientras lo amenaza la nada o lo negro que hay detrás. En las primeras, cuando se llega al momento de la caída de las máscaras, del desnudamiento y la muda confesión impuesta al fin por las circunstancias, por el callejón sin salida al que se ha llegado una vez consumada la pérdida, como le ocurre a Zampanó al final de La Strada, hay la posibilidad de redención por la inocencia profunda de los personajes, esa inocencia que les hace temer la verdad y huir de ella como mejor puedan. Pero en Casanova el final es siniestro, quizás porque Casanova sabe: es un “bibliotecario”, como dice de viejo en el castillo donde vive exigiendo que se reconozca su dignidad. Allí Casanova termina bailando con una muñeca, solo en su teatro y a conciencia. Y es que aquí la ilusión comunitaria, proveniente del neorrealismo, se ha roto definitivamente. Desde este punto de vista se impone un recorrido histórico de las películas de Fellini, con su correlato político desde la victoria de postguerra de la democracia cristiana sobre el comunismo hasta las Brigadas Rojas en los 70 y la total degradación cultural que muestran las obras de los 80, en especial las últimas. Es la historia justamente de esa ilusión comunitaria, tan confusa y ambigua como la muestran las repetidas escenas de gente, de “pueblos” reunidos para asistir a un espectáculo mágico o a un milagro con idénticos fe y fervor, y también la de la relación entre ese público y quien brinda el espectáculo, ese mismo mentiroso que puede ser tanto un estafador  como un mujeriego, un artista de variedades o un director de cine. En este sentido, el final de Ocho y medio es, en su absurdo, una expresión perfecta: los personajes tomados de la mano, en ronda, convertidos en espectáculo, nos dejan ver el anillo que forman y la escena vacía en el centro, donde se espera el milagro cada vez aunque sólo se puedan ver trucos de magia. Un milagro, o un truco de magia, manifiesta siempre alguna transformación: la metamorfosis instantánea y plena, lo que en la vida normal se da sólo parcialmente y de a poco sin poder, por eso, emerger como espectáculo y saciar la vista. Pero el deseo de esa transformación reúne cada vez un público y crea una colectividad. La escena repetida es ésta: reunir ese público hambriento de milagros, ofrecerle la ilusión de un espectáculo y escapar luego mientras la multitud se disuelve. El engaño restablece cada vez una relación con la verdad, que se quiere revelada para tener la certeza de que lo es, pero no deja de ser un engaño. También el engañador se engaña a sí mismo o se deja engañar. Las películas van desarrollando toda la serie de posiciones en torno a este tema: los inútiles que engañan a los suyos y se engañan en la postergación de la hora de trabajar hasta que la broma se acaba, Zampanó con su máscara de brutalidad, Gelsomina y Cabiria en toda la ingenuidad de su fe, el cuentero con sus estafas hasta que ya no puede escapar, Marcello ante el desfile de La Dolce Vita en el que en vano intenta creer del todo, el director de Ocho y medio obligado a levantar un espectáculo, y así hasta que en Casanova el teatro queda al descubierto, de un modo perturbador que en Amarcord o en Y la nave va buscará la complicidad del espectador para ser, al contrario, fuente del refugio de la ilusión compartida. Pero ya corrompida del todo esa comunidad en cuanto tal, reunida en torno a una red televisiva, lo que Ginger y Fred o La entrevista mostrarán será la actualidad como espectáculo horrible, degradación tanto del arte como del milagro al no dirigirse a la buena fe sino a la mala. El telespectador es un ignorante que no cree y el público que compone con sus semejantes no abre la puerta a transformación alguna, ni siquiera ilusoria, sino que reafirma en su mismo estar ahí constantemente, sin irse nunca ni volver jamás, pues no necesita siquiera cumplir el acto de reunirse, la improbabilidad de aquella metamorfosis que el milagro llevaría a cabo o el espectáculo era capaz de ilustrar. Falsa comunidad cerrada al exterior, imagen de la decadencia que esta condición implica, decadencia, además, manifiesta en el cine y en la cultura italianos desde la represión del terrorismo hasta hoy.

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Artillero literario

Beyle, Henri. Decía Stendhal, cuyos libros de viajes, ensayos sobre arte y relatos novelescos no andaban faltos precisamente de alusiones y comentarios políticos, que “hablar de política en una novela es lanzar un pistoletazo en medio de un concierto”. La narrativa más habitual de nuestra época, tan determinada por la urgencia de las circunstancias editoriales, la sostenida presión de la actualidad, los lineamientos de las estrategias comerciales, el modelo universal de la comunicación mediática y la creciente impaciencia de los lectores, justificada por y correspondiente a la abismal desproporción entre el volumen de la oferta cultural y la capacidad de asimilación de los interesados, vendría a ser en cambio una especie de tiroteo en continuado o fuego a discreción en el que la literatura resulta tan extraña como podría serlo, repentino, un fugacísimo acorde musical. Decía Miles Davis, sin embargo, comparando la música acústica de su juventud con la eléctrica de su madurez, que en la época del cumplimiento de esta segunda etapa ni siquiera los accidentes de coches sonaban como antes. ¿Llamamos entonces literatura a una retórica abandonada por la práctica actual de la narrativa, lo que conduce demasiado a menudo a tachar una novela de “demasiado literaria” como para imaginar que todavía gustará a algún lector o a ver en el cómic, el cine o las series televisivas modelos más adecuados a la receptividad del público de hoy? Si el arte empezó imitando a la naturaleza, hoy, separados de la naturaleza por nuestra propia civilización sin resquicios, podríamos considerar perdida aquella fuente y sustituir el origen por alguna otra causa o primer motor. ¿Cuál? Si tan sólo este reemplazo pudiera operarse a voluntad, podríamos también ensayar una respuesta, aun a riesgo de equivocarnos. Pero en cambio, como Stendhal con su artillería en el teatro, hemos de recurrir a la paradoja para obtener una licencia alternativa. Ya que es así como se invierten las cosas y, siendo así, bien podría ser que una adecuada y precisa descripción de los espejos que nos rodean y acompañan a toda hora volviera a situarnos en aquel camino que atravesaba la naturaleza. Si la política, como se ha dicho y se sigue repitiendo, es el arte de lo posible, llamar al arte política de lo imposible sería casi una obviedad, aunque habría que analizar el concepto que así resulta para extraer las consecuencias de este juego de palabras. Tarea mucho más larga de lo que ha tomado dar este salto al revés entre arte y política, que por ahora en consecuencia dejamos en suspenso.

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Siempre venimos del infierno

Onetti, Juan Carlos. Baudelaire, que a la clara inteligencia manifiesta en su amplia frente añadía la oscura percepción presente en su mirada, recomendaba –también era él quien afirmaba que clásico es aquel autor que lleva un crítico dentro de sí y lo asocia íntimamente a sus trabajos- el método clásico a la hora de componer un texto: no aventurarse al azar de la pluma dejándose llevar por una casual o tentativa cadena de asociaciones, sino en cambio meditar largamente en el tema elegido y no escribir una palabra hasta que los conceptos se hayan ajustado de manera convincente unos a otros, con lo cual la expresión del pensamiento fluirá con toda naturalidad hasta su conclusión pertinente. Lo que no quiere decir que lo expresado sea claro por naturaleza, ni que una luz elocuente presida, desde la altura de su dominio de una materia cualquiera, cada paso que se dé a través de ésta, sino antes más bien lo contrario: que la experiencia del pensamiento, del pensamiento que debe atravesar de parte a parte a aquél que se empeña en darle expresión, es necesaria y hasta ineludible para la revelación en que consiste toda visión original, es decir, no una ilustración o un reflejo, sino exactamente una iluminación. Sin esa noche oscura, que no se elige, el instinto de conservación seguramente mantendría al artista o crítico, que para el caso son lo mismo, a conveniente distancia del objeto en cuestión, cómodamente –para quienes lo rodean- velado por alguna convención o idea previa. De modo que, para que la experiencia creativa sobrevenga, parece ser necesario, según se deduce de estas nociones, no el hallazgo sino el tropiezo: la caída que deja a oscuras y aturdido, desorientado por algunos segundos al menos, aunque estos segundos pueden prolongarse, de manera intermitente, durante meses, semanas o años hasta que la llamada, por fin, si lo es, logra ser respondida. Juan Carlos Onetti, por dar un ejemplo, a quien la historia que sirvió de base para uno de sus mayores relatos, El infierno tan temido, le fue contada con la advertencia de que él “carecía de la suficiente pureza para tocar esa materia”, pasó mucho tiempo extraviado en el bosque de ese argumento, es decir, en pleno contacto con él, sumergido en la experiencia, hasta que al contarle el cuento a Dolly, su mujer, ésta le dijo que no lo veía como una historia de odio o venganza, sino de amor de la mujer por el hombre. Ahora que puede leerse el texto acabado esto puede parecer evidente, pero antes, hasta que Onetti corrigió su punto de vista y pudo abrirse paso hasta el final, permanecía cerrado tanto a la comprensión como a la narración. Una pasión, como advierte Spinoza, deja de serlo cuando nos formamos una idea clara y distinta de ella, pero es de las pasiones, que ofrecen al entendimiento una resistencia interior, que viene lo que cada uno realmente sabe y de lo que rara vez, a juicio de Nietzsche, tiene el valor. “Siempre venimos del infierno”, decía Philippe Sollers en 1978, al cabo de una larga conversación. “Lo raro es que uno venga y vuelva a venir”, agregaba memorablemente.

onetti6

Lengua bifurcada

Un lenguaje universal
Un lenguaje universal

Vía pública
En literatura, como en la vida, los que tienen poco que decir a menudo gritan. La condena de esta conducta es universal pero, además de que en general esa condena no hace sino redoblar el grito y en dos sentidos, ya que es un grito en sí que habitualmente no obtiene más respuesta que la repetición del grito original, eso no impide que, a juzgar por los objetos de su atención, el gran público suela mostrarse más sensible al grito que a la palabra. El discurso que aspire a un alto impacto ha de saber resumirse en un grito, como lo prueba ese clásico de la publicidad en que consiste el slogan de la campaña presidencial de Eisenhower –I like Ike- y no ignoraban los propagandistas que en Taxi Driver discutían en qué sílaba del suyo –We are the people- debían hacer caer el acento. Las largas lecturas no se hacen en masa, ni aun cuando se trate de éxitos de masas; leídos con la ilusión de sintonizar una onda sobrecargada, su transmisión no depende del sentido en que se dirijan, sino de que localicen ese punto preciso del dial donde se abre una boca vacía.

Revolucionarios de 1870
Revolucionarios de 1870

Transformación de un uso
En La revolución del lenguaje poético, una de sus obras mayores, Julia Kristeva observa cómo, en la poesía llamada de vanguardia, surgida con poetas como los que aquí estudia, Mallarmé y Lautréamont, entre otros, el goce no depende del uso del lenguaje, sino de su transformación. Podría decirse, aunque tal vez ya lo diga el texto, que esto ocurre más o menos con la poesía desde siempre y que es lo que la distingue de la comunicación; pero, más allá de estos matices, aunque es cierto que las dificultades de interpretación de la poesía no tradicional hacen de lo observado por Kristeva, además de algo demostrado, un tema por tratar, lo que no hay que olvidar, y menos si se considera la ya mentada dificultad, es que lo normal es gozar con el uso. Pues el uso del lenguaje es su circulación y el goce que da es la participación en ella, en la comunicación, de boca a oreja y de boca en boca, con su ilusión sostenida de hacer contacto, percibir y ser percibido. Lo que no se satisface con el uso es lo que desea y busca la transformación, como el acto sexual puede mostrarse repetidamente insuficiente y exigir complementos imaginarios, estéticos o afectivos diversos. Los poetas, como tanto insisten sus biógrafos, suelen tener sus rarezas; aunque uno muy célebre, tras proceder con decisión al desarreglo de sus sentidos, al ver el agua y no poder beber decidió romper su cuenco. Rara vez el árbol da sombra a aquél que lo plantó: la poesía, liberada así por sus cultores, no los libera a ellos sino más bien sigue el modelo de esas leyes que, tras necesarias enmiendas, reconocen y acogen en su seno unas prácticas y conductas antes condenadas, privadas a partir de ese momento de un potencial de ruptura convertido en ilusión una vez agotada su novedad.

La muerte en el trabajo
La muerte en el trabajo

Forma y formato
El formato es la forma que precede a la materia, el concepto entendido como modelo a seguir por las réplicas, incluidas las variaciones. Dar forma a una materia es inscribir en ella el vacío que llevamos con nosotros y reprochamos a la naturaleza cuando no lo colma, pero la producción en serie en cambio llena el vacío de un molde, un formato, repitiendo lo previsto hasta que es la repetición lo que define por fin una forma, repetida. Pues, antes que alcanzar una forma, todo individuo de una serie ha de responder a un formato. No hay piezas únicas en la colección programada, o si hay alguna lo es como accidente, a menudo inadvertido, o rareza dentro de la serie, determinada en cambio por el mayor parecido entre las otras piezas. En este esquema, cada alternativa desechada es un modelo de lo que podría haberse hecho siguiendo el camino que sugería, probabilidad para siempre caída al margen de la realidad. Pero es fácil dejar de lado al marginal, sobre quien además recaerá la culpa por semejante distancia abierta entre la realización y el proyecto.

Rara avis
La educación formal no produce eruditos. La erudición, por el contrario, es el producto de un ansia de saber comparable a una bestia hambrienta y feroz que, atravesados los barrotes de su jaula o rota la correa del paseo, se lanza en todas direcciones inventándose un rumbo. El autodidacta, derribadas las paredes del aula por su propia curiosidad, no tiene maestro que le ponga límites ni tutor que lo guíe; animal imprevisto, su permanencia entre los humanos resultará siempre sospechosa. Concluida su estancia, reconstruir su recorrido resulta apasionante por la increíble distancia entre las huellas que deja.

La verdad que el ingenio enmascara
La verdad que el ingenio enmascara

Aventuras filosóficas
Toda historia se construye poniendo en serie unos momentos privilegiados, pero lo que motiva a la persona detrás del autor no es el tendido del hilo argumental sino el ajuste del nudo significativo. En éste la relación no es lineal ni tampoco una cosa lleva a otra, sino que se trata más bien de un contrapunto: resonancias y correspondencias, a la manera de Baudelaire, en lugar de causa y consecuencia según el modelo dialéctico del guionista profesional. Sin embargo, de la misma manera que en las comedias de Oscar Wilde el argumento avanza callando entre las réplicas de los personajes, no es posible llegar a conclusión alguna sin una lógica lineal bien empleada. Sólo así puede medirse alguna vez el peso y el valor del conjunto. Una aventura con la filosofía de esa aventura al mismo tiempo: en estos términos definía Godard sus propósitos narrativos. Sin un desenlace cabal, no hay manera de que la proyección recomience.

Conjunto
Por muy laborioso que escribir pueda resultar, en rigor el lenguaje es juego; hace juego, como dos prendas de vestir o, mejor aún, dos piezas que no acaban de encajar o cuyo encaje, como puede apreciarse sobre todo en las expresiones particularmente logradas, no es fijo sino móvil, a la manera de una bisagra o de cualquier aparato de poleas. Desconocer, por debajo de la junta, la fisura entre palabra y objeto, entre lenguaje y vida, según el ejemplo de quienes pretenden llamar a las cosas por su nombre, como si éstas lo tuvieran, es en definitiva una falta de seriedad, supuesta virtud que quienes así se precipitan tanto se precian de tener.

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Philippe Sollers cumple 78 años

Sollers en Venecia
Días tranquilos en Venecia

Hoy, 28 de noviembre de 2014 (o de 126, según su calendario personal), Philippe Sollers cumple 78 años. Debo contarme entre sus lectores más entusiastas, posiblemente no sólo en el mundo de habla hispana sino también en el mundo entero. Como muestra de gratitud por lo mucho que sus libros me han dado y celebración de su presencia en este mundo, he aquí una serie de breves textos en los que es mencionado e interviene de distintos modos. Ojala sirva de introducción a los lectores que aún no lo conocen:

Defensa del jugador. Philippe Sollers escribe en blanco sobre negro. O al menos procura ser así de afirmativo. Será por eso que al ajedrez elige las blancas. Pero a menudo, como dice Bossuet, “un hombre brillante siente debilidad por las penumbras”. Y al asomarse al pozo del vampirismo encuentra material para la parodia. Notas al margen de Melusina y la vida extranjera, de Catherine Louvet: Hago lo que hago con las novelas en general, busco las escenas de amor… “La áspera tela de las sábanas irritaba, a través de su camisón, la punta de sus senos… Se irguió con rabia, furiosa al sentir que crecían en ella unas ganas incontenibles de hacer el amor. Se arrancó el camisón y, con brutalidad, calmó su deseo.” Qué preciosidad: “calmó su deseo”… He aquí lo que diferencia la literatura verdaderamente popular de la literatura a secas. Porque suponed que Catherine escribe sencillamente: “Ella se hizo una paja.” ¡Todo se hunde! Mientras que: “calmó su deseo”, ¡os hace estremecer! ¡“Calmó su deseo” es como decir “las comodidades de la conversación” en vez de “los sillones”! Un límite al oscurantismo lo pone el buen entendedor. El jugador es el que crea las reglas donde el tablero hace la trampa.

Un autor por otro
Como abogado del diablo

Operaciones narrativas. Dividir y multiplicar. Céline es el titiritero cuya marioneta estelar, Ferdinand, enreda los hilos de sus compañeros de escena para que el incorregible doctor, diagnosticando una enfermedad irremediable, no intente ya curarla ni minimice sus efectos. Sollers, un Céline benévolo según Philip Roth, recurre a lo que llama Identidades Múltiples Asociadas para, más que desdoblarse, redoblarse y, como el Rey Mono de la Ópera de Pekín, atajar cuanto se le lanza e integrarlo en sus malabares. Persona es máscara y nada lo pone tan pronto en evidencia como la aparición de la propia en el texto; sin ella, la comedia general se escondería en lo casual o accidental y se saldría con la suya, enmascarada.

Orgía barroca. Todos los hombres que deseen participar y dos mujeres. Philippe Sollers, de gusto barroco, recomienda en su Retrato del jugador una o varias, pero nunca dos: eso, señalémoslo, para cada jugador particular. Elipse, elipsis: buscar, en esta composición, el punto de fuga entre Escila y Caribdis.

Un error estético. Intentar reproducir, empeñarse en representar el momento en que sucede algo sobrenatural o milagroso. Esa escena hay que elidirla: es la de la resurrección de Cristo en el sepulcro, convenientemente ahorrada a las mujeres que lo hallan vacío para sólo más tarde ver al increíble viviente, o también la de la conversión del agua en vino, o de Jeckyll en Hyde. Precisamente, el obstinado error de las adaptaciones cinematográficas del relato de Stevenson es el de mostrar una y otra vez lo que el escritor, pudiendo darlo a conocer al principio, no revela hasta el desenlace: la identidad entre ambos nombres, demostrada incansablemente antes de tiempo en las películas por el pasaje de un estado a otro de la sustancia o persona así denominada. El error se agrava con el desarrollo tecnológico, que busca infinitamente la falta en la pobreza de medios del estadio de producción anterior, desde la serie de fundidos encadenados sobre maquillajes sucesivos a las transformaciones ejecutadas por vía informática cuya mayor impresión de realidad tampoco colman, sin embargo, nuestra capacidad de convicción. Es que allí donde hace falta fe, ninguna demostración es suficiente: la representación de lo inconcebible sólo puede ser fraudulenta y la impresión que causa no puede ser duradera ni conservar la intensidad del carácter de lo que revela. Si, como ha dicho Sollers, un escritor es alguien que vio algo que no debería haber visto, es justo esperar en estos casos, de quien escribe, la mayor incredulidad, el menor grado de acatamiento a la imagen.

El gusto por la cita
El gusto por la cita

Máximas. A no olvidar: tres clásicos citados por tres modernos. ¿El estado ideal? “Disfruto de todo y nada me ciega.” (Sade padre citado por Philippe Sollers). ¿Una regla de conducta? “Hay que prestarse a los demás y darse a sí mismo.” (Montaigne citado por Jean-Luc Godard). ¿La condición humana? “El dinero apremia, del dinero depende aún todo.” (Goethe citado por Heiner Müller). Política, erótica, economía, todo abarcado en tres frasecitas como los tres pasos de Visnú.

Travesía del infierno. Baudelaire, que a la clara inteligencia manifiesta en su amplia frente añadía la oscura percepción presente en su mirada, recomendaba -también era él quien afirmaba que clásico es aquel autor que lleva un crítico dentro de sí y lo asocia íntimamente a sus trabajos- el método clásico a la hora de componer un texto: no aventurarse al azar de la pluma dejándose llevar por una casual o tentativa cadena de asociaciones, sino en cambio meditar largamente en el tema elegido y no escribir una palabra hasta que los conceptos se hayan ajustado de manera convincente unos a otros, con lo cual la expresión del pensamiento fluirá con toda naturalidad hasta su conclusión pertinente. Lo que no quiere decir que lo expresado sea claro por naturaleza, ni que una luz elocuente presida, desde la altura de su dominio de una materia cualquiera, cada paso que se dé a través de ésta, sino antes más bien lo contrario: que la experiencia del pensamiento, del pensamiento que debe atravesar de parte a parte a aquél que se empeña en darle expresión, es necesaria y hasta ineludible para la revelación en que consiste toda visión original, es decir, no una ilustración o un reflejo, sino exactamente una iluminación. Sin esa noche oscura, que no se elige, el instinto de conservación seguramente mantendría al artista o crítico, que para el caso son lo mismo, a conveniente distancia del objeto en cuestión, cómodamente –para quienes lo rodean- velado por alguna convención o idea previa. De modo que, para que la experiencia creativa sobrevenga, parece ser necesario, según se deduce de estas nociones, no el hallazgo sino el tropiezo, la caída que deja a oscuras y aturdido, desorientado por algunos segundos al menos, aunque estos segundos pueden prolongarse, de manera intermitente, durante meses, semanas o años hasta que la llamada por fin, si lo es, logra ser respondida. Juan Carlos Onetti, por dar un ejemplo, a quien la historia que sirvió de base para uno de sus mayores relatos, El infierno tan temido, le fue contada con la advertencia de que él “carecía de la suficiente pureza para tocar esa materia”, pasó mucho tiempo extraviado en el bosque de ese argumento, es decir, en pleno contacto con él, sumergido en la experiencia, hasta que al contarle el cuento a Dolly, su mujer, ésta le dijo que no lo veía como una historia de odio o venganza, sino de amor de la mujer por el hombre. Ahora que puede leerse el texto acabado esto puede parecer evidente, pero antes, hasta que Onetti corrigió su punto de vista y pudo abrirse paso hasta el final, permanecía cerrado tanto a la comprensión como a la narración. Una pasión, como advierte Spinoza, deja de serlo cuando nos formamos una idea clara y distinta de ella, pero es de las pasiones, que ofrecen al entendimiento una resistencia interior, que viene lo que cada uno realmente sabe y de lo que rara vez, a juicio de Nietzsche, tiene el valor. “Siempre venimos del infierno”, decía Philippe Sollers en 1978, al cabo de una larga conversación. “Lo raro es que uno venga y vuelva a venir”, agregaba memorablemente.

Philippe Sollers
Philippe Sollers, viajero del tiempo