
Para el arte en concreto existe siempre, en representación más o menos parcial de toda la humanidad, un público concreto. El público al que se ofrece una imagen a su medida conforma la clase representada. Los que a ella querrían sumarse procuran verse en esa imagen, que aunque no haya sido pensada para ellos está dispuesta siempre a sumar imitadores. La clase representada cuenta con una imagen y esa imagen propuesta en todas partes puede representar a la humanidad, pero siempre parcialmente, y no sólo por lo que deja al margen, sino por la particularidad de sus convenciones, a la que debe su identidad. Por más que aspire a la universalidad a través de sus atributos, la clase representada sólo tiene de universal aquello que encarna sin poder apropiárselo, aquello que sigue al margen de su dominio por más que habite en su propio seno. Pasolini, que vio el nacimiento de nuestro tiempo y lo describió en las poesías que compuso durante el así llamado “milagro italiano”, habló de “una sociedad inmensamente ensanchada y aplanada”, imagen que no deja de corresponderse bastante bien con la del público televidente actual. Si esa inmensa sociedad de semejantes ve reflejada en la calidad uniforme de estas producciones su propia calidad de vida y en la multiplicidad de tramas liberadas en apariencia de toda otra ley que la del suspenso la diversidad sin destino prefijado de su propia historia, también es posible echar en falta en esas obras aquello que justamente no se presta a la serie: lo que la interrumpe y muestra así el límite de aquella, al otro lado del cual, como de una frontera, se habla otra lengua, tal vez se piense otra cosa. En la red de las comunicaciones, ese corte abre un espacio; y es a través de esa brecha que el tiempo abolido por la instantánea circulación de datos vuelve a mediar entre lo dicho y lo oído, lo mostrado y lo visto. Si produce un sobresalto, esto se debe a que introduce, o reintroduce, una dimensión de las cosas en el mismo espacio donde fue negada y así borrado, con su escenario, el movimiento posible en ella. Una especie de brusca aceleración vertiginosa o, al contrario, la sensación de una súbita demora virtualmente infinita, son propias de estos momentos de iluminación en los que el presente aparece intensificado por la coincidencia, en él, de evocación y pronóstico. Iluminación: la entrada de lo exterior en un espacio cerrado, más allá de la amplitud y variedad de especies de tal jardín e incluso de sus propias luces, imitaciones del sol. Un fenómeno tan extraño y en contraste con lo mundano, aunque ilumine el mundo, que por ese mismo contraste en ocasiones llegó a suponérsele un carácter divino.
Pues la inspiración, en primera instancia, es un movimiento contrario al de la comunicación. Consiste en una interiorización, en tomar aliento, como la palabra lo indica, y encierra en sí, dejando toda comunicación en suspenso, lo concebido antes de darlo a luz o, ya que ha de encarnar en el lenguaje que hace posible su existencia, de expresarlo. La comunicación en “tiempo real”, como se dice, en realidad cumple su ideal de plenitud en la abolición del tiempo, en la negación de la distancia y la diferencia entre dos momentos. Nunca anochece en el circuito de la comunicación, cuyo ideal es la simultaneidad, por no decir la identidad, entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se entiende. En cambio, la inspiración se opone a este continuo, introduciendo en él precisamente una interrupción, la posibilidad de un tropiezo, lo que no se entiende, o al menos no del todo ni de inmediato. Se ha descrito al inspirado muchas veces como un ser momentáneamente enajenado, fuera de este mundo. Menos habitual resulta su consideración desde la perspectiva opuesta, reveladora de su apertura a lo fuera de código, por la que lo excluido puede penetrar el interior y a la vez situarlo en un contexto, relativizando la universalidad del ejemplo y demostrando que la zona urbanizada no es totalidad sino fragmento, local y no universal. En el caso de las series norteamericanas tan seguidas hoy en todas partes, remitiendo esos personajes estadounidenses erigidos en modelos internacionales a su origen, causas y condición, es decir, al interior de los límites de su cultura, clase social y medio ambiente, más estrechos naturalmente que los del amplio público que se mira en ellos, al margen de que éste sueñe, desde su no buscada heterogeneidad, con ese imaginario homogéneo.

Sería una visión realista, a pesar del idealismo implícito en nadar contra la corriente. Pero es sabida la resistencia que por lo general, salvo en momentos excepcionales, encuentra este tipo de intervención. El corte, la interrupción, casi nunca son oportunos y rara vez bienvenidos. Sobre todo en una época en la que, a pesar de la intercomunicación general, el temor más constante y extendido es el de la exclusión del circuito de los intercambios, cuyo reparto de roles sirve de justificación a la vez que de conducto alimentario para cada boca necesitada. La clase representada ya descrita es especialmente dependiente de este circuito por el cual es la distribución la que dirige la producción, con el consiguiente efecto sobre cada individuo aislado. El suspenso, elemento principal en la constitución de la narrativa serial, hace un uso continuo, en las tramas que gobierna, de este miedo a quedar fuera de juego, abismo que atraviesa el tablero y en función del cual evolucionan las piezas, es decir, los personajes. Lo que vale también para marcar la contemporaneidad de estas producciones y su diferencia respecto al cine del período anterior, cuyos protagonistas aspiraban a una plena autonomía insostenible a los ojos del hoy. Si en la sociedad en apertura de una economía en expansión se ofrece siempre un exterior, un más allá que aparece como tierra prometida, en la apretada sociedad de una economía recesiva las posibilidades de liberación resultan mucho menos figurables, y sobre todo reconocibles. Salir de un medio asfixiante era la vieja consigna, entrar o permanecer dentro de la atmósfera oxigenada sería la nueva. Esto es una simplificación, pero en el apego a los argumentos donde todo, por descabellado que sea, cierra, por sobre otras visiones que abren nuevas perspectivas aunque éstas sean inciertas puede verse el predominio o la mayor credibilidad actual de una opción sobre la contraria. Posiblemente es otro efecto real, opuesto a lo esperado, de la desregulación de las costumbres acaecida en la segunda mitad del siglo veinte: la necesidad, en un mundo que sustituye los lazos físicos por otros virtuales, de una continuidad que provea el suelo cotidiano perdido en un espacio arrebatado por los nuevos medios de sus propietarios, o por la nueva gestión del poder sobre él. A esto se presta mucho mejor una serie, e incluso el modelo mismo de lo serial, como se aplica en la música o en la industria, en la fabricación en serie, precisamente, con su combinación de repetición e innovación, su voluntad de adaptar la oferta a la demanda y de conservar en aumento la atención captada, y sus códigos más o menos sofisticados pero siempre basados en la experiencia común, social –en especial la de la “clase representada”-, que otras formas de expresión, por cierto minoritarias hoy en cuanto a su público, tales como la poesía y el arte en general excepto al servicio de la industria del entretenimiento. En este concierto, la voz que no responde al espíritu gregario, sino a una “experiencia interior” (Bataille), desentona. La comunión que propone es de otra índole y exige un apartamiento, un corte que se corresponda con el que el lenguaje poético practica en el tejido de la lengua colectiva. Ese apartamiento, ese adentrarse en lo que no se entiende de inmediato en los términos de la comunicación corriente, es un movimiento no enemigo por principio, ya que cada persona puede recorrer el mismo camino de ida y también de vuelta, pero sí que se orienta, en la práctica, en dirección opuesta al polo de la integración social. En momentos en que ésta además cede, en que pesa sobre casi cada uno la amenaza de exclusión con un rigor mayor que en otras épocas, dejarse llevar por él supone un riesgo excesivo y en cambio todo lo constante, lo que permita a cada uno establecer hábitos y reconocerse en unas costumbres, contribuye a la afirmación sobre un suelo que la realidad misma se ve como empeñada en licuar. Volar es un lujo para la especie terrestre, pero las series, con su combinación de repetición y variedad, su continuidad escanciada en breves aventuras que siempre vuelven al árbol central, aunque éste mientras crece también agonice, ofrecen un acompañamiento perfectamente adecuado a la imposibilidad de hacerlo. Incluso aportan, en el caso de las de mayor calidad, una gota de inteligencia en medio de la ola de trivialidad y vulgaridad desatada por el hundimiento de la cultura coincidente con la multiplicación de los medios de representación que la élite de la clase representada, difícil de contentar, ha de beber con gratitud. Sin embargo, también estas producciones, las que en su hora triunfal fueron saludadas por más de uno como “la mejor narrativa actual”, dejan algo insatisfecho, parecido al descontento que una mayor calidad de vida no sacia. Después de todo, no son sino el resultado de una inversión del capital cultural y expresan más que nada esa riqueza, su significado último. Tal como lo ilustran todos esos asesinos, tan reincidentes en sus actos como en la ficción, que desde hace mucho tiempo cuenta con ellos como miembros estables de su elenco, hay una pulsión mortífera en lo serial. Ésta remeda la vital, en su ciclo constante de apetito y consumo, postergando ambas el ilusorio desenlace en la imposibilidad de satisfacción definitiva: continuará, o el ciclo recomenzará bajo otro nombre tras agotar su potencial de temporadas. Los finales suelen ser lo más cuestionado, ya que ninguno puede ofrecer una perspectiva tan grata como la alcanzada al cabo de cada episodio en los pasados días triunfales de la serie, cuando la trama se desplegaba con cada vez más ojos prendidos a sus alas y pendientes del próximo paso. Hace falta entonces un debate, como los que son tan habituales en las redes sociales, a manera de duelo y acuerdo con el destino, ficticio, al que habrá que sobreponerse. Lo fuera de serie, en cambio, nunca llega a instalarse así. No es echado de menos en la tertulia diaria. Pero su visita es inolvidable para quien la recibe. Pertenece a otro orden, o a ninguno, puesto que no admite sistema ni, como tampoco la memoria involuntaria, programación. Es la pieza que le falta a la serie, por lo que ésta siempre ha de continuar.
2011-2016
Crítica del público, La decadencia del arte popular (2002-2018)