Crítica y autocrítica

Como un pájaro posado en un alambre

Siempre he vivido rodeado de gente que tenía más dinero que yo y que también se preocupaba más que yo por el dinero. Mi lugar entre ellos estaba en la cuerda floja, mientras que a ellos, cuando el suelo les temblaba, había que apuntalarlos hasta que volviera a quedarse quieto. En una cuerda, como se sabe, se baila; y la cuerda también tiembla, vibra, como las alas de un colibrí, ya que depende de dos polos opuestos. Pero ésa es su naturaleza, mientras que yo soy un parásito de esa cuerda, que estaría mejor sin mi peso, tendida inmóvil a través del azul. Pero a ella le ha tocado sostenerme y aun mantenerme con vida. Miro abajo y a los dos lados veo la tierra cubierta de cultivos, las casitas echando humo como si fuera su aliento: prosperidad amenazada. Y yo sobrevolando, aunque posado en mi rama. La gravedad nos une, la ley no distingue entre fortunas.

Corte

Noticias. Lo que hacen los ricos, lo que les pasa a los pobres. Como si fueran dos cosas distintas. A esto se llama editar.

Titular

Lo que hacen los ricos les pasa a los pobres.

El hombre que canta

En este relato trunco se trata del destino de la lírica en un mundo dominado por la épica, por la narrativa. Todo el mundo quiere historias, imagina por historias y se identifica con personajes a los que las historias proveen sobre todo material para la acción: les dan algo que hacer, los arrancan de la igualdad de cada uno consigo mismo, insoportable para el otro. La lírica puede narrar algo, pero no se dedica a dar cuenta del curso del tiempo habitado sino que se dirige a un punto, una punta incandescente, que reconcentra el máximo de intensidad de un ser, donde el vivir está implícito aunque también, de este modo, conjurado, es decir, sublimado. La pintura es difícil de mirar por mucho tiempo, tanto como para cualquiera, tarde o temprano, permanecer en sí mismo sin hacer nada. Del por otra parte ilusorio paraíso de la contemplación al indeterminado infierno de la acción nos llevan nuestros propios pasos, nuestra propia caída. Por más que la poesía alcance el éxtasis, es más fácil acceder a la triste historia de un crimen; por más que la poesía provea un estribillo perfecto para acompañar la marcha, más fácil e inmediato resulta al caminar, para la mayoría de las personas, tan activas, compulsivamente incluso, mirarse en el espejo que se pasea a lo largo de los caminos que esperar el fin de los tiempos manteniendo el ritmo sobre una baldosa. Si este relato avanza por espirales, circunscribiendo un centro que se desvelará sólo al final, al mismo tiempo, precisamente, que el narrador haga sentir su propia presencia, se debe a esta posición de la lírica, cuya encarnación en un personaje que lo ignora era el tema desde el comienzo aunque el autor lo ignorase. Como toda autocrítica, ésta se hace consumados los hechos: como si fuera posible corregirse en futuras intervenciones.

Impar

Soy el que rompe el silencio. Ninguna fatalidad se cumple en mí. No soy dado a la aventura, pero el orden me descarta. Esta historia continuará, pero no tiene fin. Sólo al interrumpirse parecerá entera.

Autocrítica

Lo que yo afirmo por principio estético deviene pragmático al aplicarlo otros. Sin quererlo doy buenos consejos, precisamente por desapego hacia la situación concreta. O bien doy esos consejos precisamente para consumar tal desapego. Aconsejarse a uno mismo es tan difícil como amenazante resulte la perspectiva desde la que es posible verse siguiendo el consejo.   

Pueblo perdido

Que no hay pueblo sino público en la sociedad del espectáculo es ahora una vieja obviedad. Lo que de ello se deduce, sin embargo, no prescribe: popular es lo que el público consume y lo que, como pueblo –llamémoslo así por sus ancestros-, ya no produce sino que paga, por más que también haya invertido ruinosamente todas sus fuerzas en la tarea de proveer ese mercado a cuya puerta principal acudirá en cuanto acabe la jornada, o la semana. Qué impopular es la figura del obrero descontento, pasada de moda ahora que el descontento no hace obra. Perdido en la llanura del patrimonio derribado, fuera del alcance de la vista que busca ofertas, un pueblo deshabitado guarda en su vacío el sitio al fantasma a la deriva en que su sangre se ha convertido. 

Relatividad

También una estrella muerta

puede servirte de guía.

Reunión

La ambición del conformismo es el afán de integración, satisfecho en su mayor medida por mega eventos como Live Aid o la beatificación de dos papas según la imaginó el periodista que tituló a la noticia Cuatro papas en Roma, fabuloso título para una comedia sin igual de vanidades y rivalidades. La fama y la gloria como un tesoro desplegado en la escena más alta posible para el mayor público posible, realización frustrada por aquellos que le dan la espalda y a los que sólo cabe ignorar, o excluir, o expulsar, o excomulgar. Beatificación de Juan XXIII y Juan Pablo II, rivales teóricos así reconciliados por Francisco ante Benedicto, astillas del mismo palo.

La encrucijada que vuelve

Todo se presenta como en una encrucijada, lo que no sólo obliga a elegir sino que también amenaza con el fantasma de una mala elección y además trata a menudo de influir en la decisión mediante amenazas o tentaciones. Por otra parte, todos sabemos que en el camino del tiempo no es posible volver atrás ni quedarse en el sitio para siempre, aunque a veces parezca que sí. La división resultante cada vez arroja un cociente y un resto; quien se rebela contra este resultado lo hace contra el total en general y contra el cociente en particular: no quiere encarnar esa cifra, pero entonces pasa a encarnar, automáticamente y por eso mucho antes de darse cuenta, el resto: por identificación. Ese resto es la carne sacrificada que aspira a resucitar, igual que la carne elegida aspira a ser eterna. Si ambos caminos conducen a Roma, o prometen hacerlo, no por eso dejan de divergir, con lo que la rivalidad está servida. La carrera recomienza en cada gesto, todo el tiempo, y lo más curioso es ver cómo en cada encrucijada se repite la misma elección fundamental.

Individuo y unidad

La literatura es un sustituto de la religión, un intento de restituir la mitología perdida aun si se trata de sustituirla por otra –lo que importa es que haya una, y que haya muchas no es sino el modo de tener ruedas de recambio o recursos para renovar lo que se gasta o distraer la entropía con variaciones-, pero esto puede ocurrir de dos maneras: o recreando un culto, a la manera del público masivo, con fe en una realidad consensuada según el modelo religioso, o de un modo más cercano a la filosofía, que impide la reconstitución de ese espejismo al cuestionar para siempre la impresión de realidad, pero lanza a “la voz que se desprende del coro para cantar sola” (como dice Pedro Henríquez Ureña que nace la tragedia) un desafío: ser devorado por el abismo de su irremediable incredulidad o tender su propio puente para cruzarlo, al no servirle ya la gran vía tradicional de su pueblo de origen, asuma ésta la forma de la religión o de la idolatría, o de un culto laico cualquiera que sostenga una visión general con la que sea posible comulgar. “La conciencia increada de mi raza”, como la llamaba Stephen Dedalus, vendría a ser el camino opuesto, aquello de lo que la raza se defiende mediante su imaginario, y a la vez el reino siempre por venir de lo que no es “parade” (parada, desfile, la marcha de la humanidad plantándose ante el devenir), sino “paradis”, paraíso. “Estar en el paraíso es percibir que el resto es parada… y la parada misma es una forma de defenderse. La especie humana existe para defenderse. ¿De qué?” (Philippe Sollers sobre su novela Paradis en Visión en Nueva York, un libro de conversaciones). El paraíso no es donde se nace: no se viene del pueblo para volver a él (“Siempre venimos del infierno. Lo extraño es que se venga y se vuelva a venir”, dice Sollers concluyendo el mismo libro), sino que ese devenir busca una salida. 

Locaciones y locatarios

¿Qué hace tan pesada a la novela tradicional? Su restitución de circunstancias, parecida a la del teatro naturalista y exigida a través de los tiempos por el gran público sin edad, que nada quiere saber de la jubilación de ese estilo. En cada tarima hay que acordarse de cada barrio y enviar un saludo desde el foro, donde sea que éste se encuentre.

Maneras literarias

Las mil y una consideraciones distinguen a los espíritus mezquinos. Los espíritus generosos se expresan francamente.

Escudo de armas

Al centro y afuera. Divisa personal en un mundo provinciano.

Lapidario

La madurez consiste en callarse. Por eso el estilo maduro suele ser parco: se ve con claridad lo que hay que tachar y poco a poco, cada vez más, incluso antes de escribirlo. Se comprende, también, por qué los viejos que parecían saber más cosas parecían callar tantas otras y se recuerda cómo solían dejar su juicio en suspenso, a pesar de tenerlo formado. O, más que comprender, se pasa a estar en la misma posición y así de acuerdo con ellos, incluso ya de manera póstuma. El silencio es también el de la muerte, que poco a poco va haciéndose oír.

2011–2014

Ilusión y entretenimiento 1

De menor a mayor

La canción es la forma rotunda de la música. Cuanto más rica y sólida es la tradición en que se asienta, menos debe meditar en su estructura y mejor puede colmarla, siendo así capaz de acoger todo tipo de experimentaciones, como los standards en el jazz. Y ofreciendo una satisfacción más inmediata que otros géneros musicales, al resultar reconocible incluso cuando es desconocida.

Jugar a pensar

Los niños empiezan a hablar imitando, pero luego, al empezar a hilvanar frases con sentido, también lo hacen así y utilizan inflexiones orales persuasivas, tonos expresivos y acentos enfáticos que de algún modo ponen en escena el despliegue de la razón, aunque no necesariamente se corresponden con el contenido de sus argumentos. El desarrollo de la lógica adulta supone la progresiva corrección de este desajuste, pero nunca está acabado el trabajo de la razón: más adelante, ya alcanzada la mayoría de edad, de modo más discreto, por eso más engañoso y ya no cómico, se sigue haciendo lo mismo. Los pensamientos se formulan en una imitación del pensar practicada a través del estilo, que sostiene las afirmaciones mediante la forma, aunque más allá de ésta nada haya que las sostenga. Ficción, pero no fingimiento del pensar: jugar a entender, a penetrar lo que así tan sólo se modula, conduce al accidente que interrumpe el proceso y de golpe, de ese golpe, en un sobresalto, a veces arroja una idea.

Tinta invisible

Las ideas dependen de las circunstancias y del modo de adaptarse a ellas. Luego quedan como convicciones, a veces fosilizadas. Se afirman verdades que serían otras si la perspectiva que forzó su surgimiento hubiera sido diferente, el éxito en lugar del fracaso, por ejemplo, o viceversa. Cada uno extrae sus principios de las encrucijadas y desvíos –en mitad del camino de la vida, no en el inicio- en los que cae, sin experiencia, como reacción necesaria a esos azares contrarios, acosado por la necesidad para elaborar unas máximas cuyos orígenes, como los de un capital mal habido, disimula incluso sin proponérselo, bajo la forma de apariencia suficiente que debe darles para enunciarlas y que sirvan así de dique al desconcierto, convenciendo a otros incluso tal vez sólo imaginarios. Del lápiz a la imprenta, en imitación de lo firme por auténtica precariedad.

La arena acumulada

Generación: la cultura de mi tiempo es la del tiempo de mi vida, nacido en 1964, con una prehistoria localizable en lo que dio a luz lo nacido entonces y desde ahí una historia que tiene su infancia en los 60/70 y se asombra de cómo los ecos y obras de la época persisten en la difusión de souvenirs (discos, películas) y en la evocación de quienes la vivieron, mitos para los más jóvenes, historias de esos viejos raros a los que se ve sobreviviendo, como en SarraZine (Balzac), dentro del aura de su fama. “Eran los muertos los que hacían vivir aquella época: discos grabados décadas atrás, películas rescatadas de las tijeras de los censores y las trituradoras de los productores, libros prohibidos cuando tenían vigencia…” Así podría expresarse, a propósito de los años de mi madurez, quien viera en ellos el tiempo de una decadencia pero no el origen de la pendiente.

Lo que la noche le oculta al día

Música, reducida a la función de animar y reanimar, en vivo o grabada, en la reunión cuerpo a cuerpo o en la diaria coincidencia de los cuerpos en un plano. Función del ritmo: mantener a flote lo que desanimado se hundiría. Función de la melodía: fijar un motivo replicable a falta de razón que lo sostenga. Función de la armonía: blindar el conjunto desde dentro para que nadie se quede fuera. Consecuencias del blindaje, la fijación y la mantención: sordera al contrapunto, anulación de la disonancia, descomposición imperceptible en la masa sonora. Imposibilidad de toda progresión. Abajo el infierno y arriba una nube empeñada en mantener la tierra a flote. Ni siquiera estructura cíclica: loop, giro repetido en el que a cada vuelta se olvida para perder la conciencia y que pueda lo sabido de memoria retractarse justo un paso antes del abismo, sobre el que se pierden los sonidos y los ecos que exceden la función conservada.

Negro sobre blanco

El ejercicio de la virilidad es un acto de decisión. Lo femenino se abre y se cierra, invitación o posibilidad, suspendido en esa ambivalencia radical de una puerta siempre entreabierta que se hace reconocer precisamente por la ambigüedad de su actitud y de sus gestos, unos signos que cabe interpretar y en consecuencia permiten decidir. Entonces, “el hombre propone”, como dice el refrán, que suele completarse con la rima y el eco: “y la mujer dispone”. Pero en esa restitución del equilibrio se pierde lo esencial, que viene de la diferencia y se dirige al no ser de cada uno, atravesándolos: más allá hay la resistencia de un tercer cuerpo, de uno u otro orden, o la incertidumbre ajena a ambos de la que acaban de intentar apropiarse. Precisamente “arrebato” se llama a veces a este enlace, a menudo furtivo e incluso necesariamente furtivo. No es lo que ocurre en la intimidad del hogar, sino lo que arde en el fondo del armario.

Tres pasos de comedia

La comedia del perdón

Según la dueña de una casa en la que viví unos meses, dicho por ella de pronto una tarde aunque daba la impresión de haberlo pensado mucho tiempo, el amor es un estado mientras que el odio persiste; el afecto, si aceptamos su conclusión al cabo de una larga experiencia de matrimonio y maternidad, como la sangre circula o se coagula según su modo sea positivo o negativo. Este tipo de juicios no se demuestran o, si dan pie a una argumentación, ésta no es más convincente que la mera presencia física de quien los formula: la verdad la aportan su fe y su franqueza más que el grado de acierto, discutible al tratarse de percepciones tan subjetivas, de sus afirmaciones. Pues la verdad tiene muchas caras; de manera que, con el mayor respeto por mi fatalista locataria (“El amor pasa, pero el odio queda”), puedo disentir aunque sea parcialmente de su memorable observación y señalar mi impresión, contraria, de que, en los encuentros afortunados, felices, las afinidades se dan en lo esencial, mientras que son las circunstancias las que determinan las separaciones. Cualquiera puede examinarlo considerando sus rupturas amistosas y amorosas, sobrevenidas habitualmente a causa de cambios que vuelven insostenible por más tiempo, en el tiempo, lo que participando de algo eterno se ha vuelto incompatible con el devenir. Si las consecuencias de las rupturas se imponen a la instantánea armonía es porque habitualmente se vive en la ceguera, fuera de la revelación de la que se es sucesivamente expulsado. ¿Es entonces comedia el perdón? ¿Sólo es posible hacer las paces al precio de un odio petrificado en el vientre, enquistado, que como una obstinación defienda el territorio ofendido de toda renuncia a una satisfacción? Si es así, es la comedia lo cierto y la imagen que en nuestro interior se rehúsa a que aquella la arrastre debe ser vista, aunque sea en secreto, por cada uno como la caricatura perversa que los espejos deformantes de los parques de atracciones le reservan a la hora de la consulta extraviada. Mejor dejar hundirse esa piedra en su sombra y ser absuelto, pues no pesa menos el rencor que la culpa y la sensación de ligereza al cortar la cadena que los une es casi idéntica desde ambos lados.

La comedia del tiempo

De la tragedia a la farsa según Marx, de los Guermantes a los Verdurin según Proust. Lo que pasa es el tiempo, que es también la fuerza activa padecida por los cuerpos que creen animar un espacio. El tiempo es activo y la acción pasiva, paradoja de la que surge la comedia. Dios es un humorista, como reza el título de la novela imaginaria de Pursewarden, imaginario autor creado por Lawrence Durrell en el Cuarteto de Alejandría. Aunque en esta versión no haría falta Dios ya que en ella los dioses, a lo sumo, darían la medida de la eternidad, tan ajena al proceso como al escenario de que se trata. El tiempo haría su obra, en esta pieza, sobre la naturaleza y sus imitaciones, materia prima a cobrar vida en sus manos a la vez que busca su refugio detrás de pantallas y superficies cubiertas de proyecciones y representaciones. Después de la Divina comedia y la Comedia humana, la Comedia del tiempo. Trilogía, a la griega. O La verdad revelada por el tiempo, tema cristiano, aunque con sátiros al final.

Comedia y retórica

Hay que dejar que el lenguaje hable en uno, como exigía Hölderlin de los poetas, pero hay que parar cuando las palabras siguen solas y han dejado el mundo tan atrás que ya ningún ser viviente puede hacerles eco. Porque entonces el propio cuerpo se vacía y gesticula como poseído sin que la boca sienta ya el sabor de lo que dice. El agua toma la forma del recipiente en el que cae: como cualquier otra obra o escritura, ésta ha ido generando su propia retórica que, primero, ha dado a luz un pensamiento, luego le ha permitido vivir y ahora, de no ponerle pronto un límite, es decir, un punto de llegada aunque sea provisional, no tardará en ponerse él mismo a dar vueltas en redondo entre las figuras que ha esbozado y las sombras que éstas proyectan. Comedia: detrás del uso casual de la primera persona en estos textos, como aquí, reconozco no tanto al comediante como la instancia que hace, a partir de las palabras, la elocución, el tono, un personaje de quien habla, plantado en su actitud, sostenido en su ademán y persuasivo en sus gestos. Malabares para una constelación: la verdad ha de ser dicha si es que debe existir pero, como no habla, requiere unas manos diestras en lanzar al aire las palabras hasta fijar algún argumento capaz de sostenerse, oficio que no es de gente seria. Precisamente la seriedad es lo que afectan los maestros de la falsa retórica, o sea, de la maestría en defender falsedades. La garantía, en cambio, de autenticidad que podrían exhibir los otros, si pudieran, pues no es algo que se pueda exhibir sin desvirtuarlo, es su exposición al ridículo, ya que no cuentan con el respaldo de ningún consenso previo, como no sea el de la memoria de una experiencia común y en consecuencia propiedad de ninguno. Las raíces son esa huella que se hunde en la oscuridad, en lugar de hacerse visible: lo contrario de las banderas. Por eso, cuando surgen, el efecto ha de ser cómico, parcialmente al menos, y en parte también grotesco por el fatal contraste entre lo ejemplar de lo proclamado y lo discreto de la moderación con que el hacer cotidiano procura eludir el juicio. Lo que es de veras no es serio, no se puede mostrar de frente ni decir literalmente, requiere unos juegos de espejos en extremo complicados que en pocos sitios encuentran tanto espacio para desplegarse como en la comedia o la retórica, justamente, sobre todo cuando lo que está en juego es la imagen de quien se expone, sorprendido en su debate o debatirse por asumir el ridículo de la conciencia de sí. Quien dice “yo” no puede evitar hacer un uso de esa misma persona, la primera, marioneta surgida de la oscuridad para dejar, agresiva, y quedar, vulnerable, al desnudo, ridícula o patética tan sólo si se la mira con los malos ojos del rencor. ¿De dónde vendría ese rechazo si no del reconocimiento en el preciso instante de su negación? En el circuito de todo intercambio entre emisor y receptor, el claroscuro es esencial: bajo el velo provisto por la sombra se recompone el gesto desfigurado de quien se ha visto como no quería y, sobre ese semblante restituido, puede venir a dar la luz cuando a su turno le toque al descubierto alzar la voz y conducir la mirada ajena a la conclusión contraria.

Estatuas ecuestres V

Encarnación suspendida

de un disparo de Marey.

Piedra y carne divididas

por el talento aplicado.

Alzado de la batalla,

el general vencedor

es vencedor general

en la guerra dominada.

Limpiar la carnicería

es la orden que les dan.

Los escultores transforman

la agonía en heroísmo

y la sangre del ausente

soldado desconocido

en simiente de la gloria

de la crin echada al viento.

Tiempo en fuga enmascarado

por banderas y razones.

Complicidad encubierta

de electores y elegidos,

representantes y jefes,

cuarteles y parlamentos.

Estafa de voluntarios

a espaldas del monumento.

La mano del funebrero

maquilla la muerte cierta.

La del artista, en la piedra,

la carne finge inmortal.

Pero, cuanto más diestra,

mejor revive el temblor

del animal espantado

 y el agua bajo su aliento.

Pasea por cualquier plaza,

por el tranquilo Tiergarten

acaso, sin luz de guerra,

detente y mira, en el claro,

al jinete y su sostén:

si la figura se impone

al nombre en el pedestal,

quédate en su compañía.

Si de la piedra se alzan

aquí y allá brotes vivos,

reflejos nerviosos tales

que se transmitan al resto

del homenaje, pregúntate,

como el maestro lo haría,

por los hábitos menores

de esos cuerpos enlazados.

¿Cómo fuma el artillero?

¿Cómo inclina la cabeza

a beber el pura sangre?

¿Cómo desmonta el guerrero?

¿Qué enseña lo modelado?

La sangre bajo la piedra,

cuya blancura traiciona

la mano que la domina.

O los dedos escapados

del puño sobre la rienda,

que en la colina tomada

dejan huellas fugitivas.

¿Ves el gesto interrumpido

por el ceñido uniforme

o la fiel desproporción

de las patas levantadas?

Los caballeros leales

no cambiaban de caballo.

Les daban un nombre propio

que marcaban sobre el mundo.

¿Podemos seguir el rastro

por los Andes, los Pirineos,

de los caídos al barro

de Agincourt, de Waterloo?

En el centro de Guernica,

decapitado, el centauro,

relincha su desconcierto.

Fotograma de Marey

recortado de la serie.

Dispersos por las ciudades,

reunidos en una especie,

posan los dos fugitivos.

24–27.3.2022

Estatuas ecuestres IV

Sólo el músculo perfecto.

O la mirada insinuada

en los ojos del capitán.

O el vigor del torso equino.

O el pliegue de la chaqueta

sobre el rígido uniforme.

O el retórico ademán

del brazo tendido al sol.

La actitud de la cabeza

por encima del bicornio.

La torsión del cuello guiado

más que el cuero de la rienda.

La firmeza de los hombros,

mayor que la de la piedra.

El ángulo de la rótula

sobre la copia del hueso.

Evocación y presencia.

Del fondo de los corrales,

a través del terciopelo

de reservadas butacas,

del aire desempolvado

para uso de los salones,

del eco de los discursos

galopantes, algo llega.

Posado sobre los pómulos,

el puente de la nariz,

las ancas encabritadas,

el pecho condecorado,

como la tierra del poncho,

la grasa de la montura,

bajo la piel de la piedra,

del cuero sucio, algo queda.

Filtrado en los recovecos

de la masa trabajada.

Dentro del pliegue o la curva

hendidos en la dureza.

Como un hálito posado

sobre el obtuso aire grave.

Con la pronta ligereza

de las ruinas despejadas.

Caricaturas y ejemplos

confundidos en la gesta

de martillos y cinceles,

modelados y vaciados.

Algunos, fuera de filas,

algunas partes de algunos,

algunas, inesperadas,

algunas piezas se salvan.

Como restos del Titanic,

emergen del tiempo hundido

al espacio oxigenado:

ancas brillando en la lluvia,

un sable cortando el sol,

la mano firme en la rienda,

el mentón que no vacila

o el pecho a modo de escudo.

¿Fueron así alguna vez?

Así los imaginaron,

creídos, los ideales

de su historia desmentida.

Si algo llega, si algo queda,

no viene de lo ordenado

cumplido, sino del roce

casual del viento y la manga.

De ese delirio sinfónico

de oradores con espuelas,

en el eco polvoriento

de sus frases esculpidas,

alguna nota precisa,

discordante, sobrevive.

Fotograma lapidario

entre restos desteñidos.

Napoleón a caballo

era la huella del día.

Su sombra rasga el ocaso

y tizna a sus seguidores.

Detrás de todos sus triunfos,

posan rígidos, de guardia.

Si alguna medalla brilla,

es una crin que flamea.

19–23.3.2022

Estatuas ecuestres III

Para Marey era absurdo

reanimar lo compuesto.

Su disección de la acción

desnudaba cada pieza.

Lumière encendió el motor

y relanzó la carrera.

¿Cuántos muertos en batalla

revivieron desde entonces?

Siempre es posible elegir

entre tiempo y movimiento,

pero el camino tomado

al descartado regresa.

Ni el ojo alcanza al cometa,

ni Aquiles a la tortuga.

Y envejecen las estatuas

idénticas a sí mismas.

Caída la idea, vuela

su reflejo sobre el agua,

fantasma del movimiento

petrificado en efigie.

Multiplicada en su muerte

como el Cid, esta figura

compuesta para la fuga

resiste inmóvil el tiempo.

¿Existe continuidad

entre una herradura y otra?

¿Entre batalla y medalla?

¿Entre caballo y jinete?

La transmisión por la doma

que unció un cuerpo a otra cabeza,

su galopado circuito

cierra en esta efigie inerte.

Los caballos masacrados

en el siglo diecinueve

se extinguieron en el veinte

con los desfiles triunfales.

Desde su altura, no miran

al pueblo que los rodea

ni militar ni montura,

sino siempre más allá.

18–19.3.2022