Visiones y apariciones 3

«La guerra es el padre de todas las cosas» (Heráclito)

La gran desilusión

Por el largo camino a Tipperary marchaba

la presumida victoria guiando al pueblo en armas.

Setenta años después, hace cuarenta, mi abuela,

en la mesa del desayuno, tarareaba

la melodía sin recordar más que el inicio

tan alegre, cuando aún todo era alegría

en el largo camino a Tipperary, de rifles

apuntando al cielo y pechos anchos como escudos.

Hay un largo camino a Tipperary

para cantar victoria antes de tiempo.

Tipperary era el punto de partida

y después todo era tempestad.

El doctor y el ingeniero, a ambos lados del frente,

testimonian el mismo entusiasmo voluntario

por la hermosa guerra de explosiones en el cielo.

Largo era el camino al desencanto veterano.

Desde Londres, París, Berlín, Viena y toda Europa

marchaban cantando, con la sangre aún caliente,

grandes batallones de campesinos y obreros

llamados al sacrificio por sus opresores.

Cambiar la fábrica por la trinchera,

el patrón por la patria y la bandera.

Cargar armas en lugar de herramientas

y del destino vengar las afrentas.

La libertad guiando al pueblo (Delacroix)

En las escenas de víspera de guerra abundan

las sonrisas y lágrimas de las despedidas,

cuando las mujeres ven partir a los soldados

admirándolos y temiendo por lo que admiran.

Pero la ola ardiente que alza Delacroix

del barro húmedo, humilde, con sus bayonetas,

la guía una mujer que se vuelve hacia los suyos,

sin ver al futuro espectador que tiene enfrente.

¿Qué hay sino cadáveres delante

de la conquista de la libertad?

Detrás, la cortina de humo realza

la cuna popular de esta victoria.

La balsa de la medusa (Gericault)

Los soldados cantan rumbo al frente en voz tan alta

como ondea la tricolor en el puño alzado.

¿Quién recuerda, contemplando aturdido, la balsa

del pintor de caballos, opuesta, en retirada,

donde incluso agoniza el pintor de las Gloriosas?

Unos pasan sobre los muertos y otros arrastran

en la corriente los cuerpos de los desgraciados,

alejándolos de los que miran mar adentro.

La marea sube y baja, violenta,

piadosa, llevando y trayendo sangre

de la fuente a la desembocadura,

del frente de batalla al corazón.

Bajo el avance heroico asoma la retirada,

sobre las huellas del dolor se impone el combate.

El moribundo de un cuadro alza un rifle en el otro

y los dos, superpuestos, se reafirman y niegan.

El curioso puede hacer crítica comparada,

el combatiente debe creer en su enemigo.

Cuando el silbido del obús acompaña el coro,                        

la melodía se repite en clave menor.

Nuestra vida es un viaje interminable

entre el invierno y la noche sin alba.

Buscamos el camino de regreso

en la tierra, donde nada perdura.

El objetivo del Dr. Goebbels

¿Cuál es la gran ilusión? ¿La victoria o la paz?

Dos camaradas se despiden de sus queridas

y al frente marchan, desentonando en armonía

con el enemigo sus esperanzas de gloria.

Machacados, malheridos, jamás desertores,

si caen prisioneros procuran evadirse,

como la balsa en fuga, no como el pueblo en armas,

alejándose del ojo por su libertad.

Dos compatriotas cruzan la alambrada

después de vivir con el enemigo

y ver que la frontera natural

cae entre tropa y Estado Mayor.

La gran ilusión del ministro de propaganda,

con tantos espectadores por ser reclutados,

era masacrar las copias de esos evadidos.

La gran desilusión comienza cuando el cohete,

en lugar de estallar en el cielo, deslumbrante,

inicia su caída. Y el mar bajo la balsa

se desliza sobre el fuego revolucionario,

dentro de los pulmones henchidos de canciones.

Hay un largo camino a Tipperary

y un camino más largo desde allí,

que se tuerce con la curva en descenso

y del punto más alto no regresa.

24–28.1.2023

Visiones y apariciones 2

Melodía infinita

La sonata de Vinteuil

Yo no me llamo así, pero por callar mi nombre

me dicen el Narrador. Y aquí estoy, escondido

al pie de una ventana, como ante una pantalla,

aunque ésta no es la proyección, que vendrá luego,

cuando yo haya traficado el sol por la linterna

que delata la simultaneidad de los días.

Ahora las figuras se ponen a sí mismas

en escena y la dominan, construyéndola para

proyectarla en los ojos que no ven, corazón

que no siente, sustituto del que ya no late,

fuera, pero no a salvo, del retratito inmenso

que preside desde su marco el acto profano.

Mis ojos son accidentales y, sin embargo,

deliberado es su mirar una vez abiertos.

La gente se sienta en las bahías y contempla,

como en Balbec, en cambio, el horizonte, confiada

en que nada saltará de allí sin darle tiempo

a decidir su fuga o su vana permanencia.

Allí nada se opone a la nada proyectada

por el vacío interior hacia el espacio abierto.

De allí no regresa, instantánea ni invertida, 

ninguna de las imágenes del propio Aleph,

con sus bruscas evidencias que, devoradoras,

se amplían hasta reducir el ojo a su objeto.

Aquí, yo pequeño y encogido, sin ser visto,

asisto al ensayo definitivo, concluso,

que siempre, irrepetible, repetirá funciones

tras el mismo telón al alcance de mi mano.

La Berma en secreto, para la sola mirada

que presta atención a este ritual fuera de escena.

«…yo pequeño y encogido, sin ser visto…»

El que soy en este cuadro de un tiempo abolido

sabe interpretarlo y los nombres de sus modelos.

Descripción: ventana de salón iluminado

suavemente en el centro de la mansa negrura

creciente de un crepúsculo rural. Es verano

y así lo testimonian los vestidos ligeros.

De las dos mujeres jóvenes en ese limbo,

conozco, de una, su mala fama en estas tierras

y, de la otra, de quién ha heredado la casa:

su padre, un vecino al que los míos saludaban

hasta hace poco en sus paseos y que aún vive

y vivirá entre nosotros gracias a su música.

¿Cuántas veces, durante años, no habré oído,

en distintas circunstancias e interpretaciones,

la sonata, que sobrevivió a su creador

por algún tiempo, el de mi vida al menos, creciendo

y expandiéndose en el ambiente de los salones,

del que la tomé para mi propio repertorio?

Los Verdurin recibían, Morel despachaba

con sus finos dedos viciosos la melodía

que planeaba sobre los fieles convidados

y más tarde sobre los ciudadanos del mundo

de Guermantes, y yo, entrando y saliendo, más viejo

cada vez, aun distraído, la reconocía.

Así se grababa la composición en mí,

con la misma paciencia intermitente y tenaz

de la inspiración que la había escrito, a través

del aire aplastante del silencio pueblerino

o cargado de perfumadas insinuaciones

donde sonaba en los intervalos de la intriga.

Tragedia de la escucha

Tragedia de la escucha, clavada y desgarrada

entre la modulación de una forma desnuda

y las turbias revelaciones ansiosas de ver

lo que se esconde bajo collares y corbatas,

la serpiente ondulando de vuelta al paraíso

y el comentario para siempre al margen del cielo.

Así, mucho después de la escandalosa escena

que me fue legada en soledad, libre de escándalo,

recibí, moneda a moneda, en mi bolsa oculta,

a través del aire aturdido por los Guermantes,

el oro acuñado por el redimido orfebre

en medio de los rumores que tan mal le hacían.

Del antiguo profesor de piano de mis tías,

de ese hombre, el compositor, decían mis padres,

ignorando su arte y su resurrección futura,

cuando ya no se lo encontraban en sus paseos,

que lo había dado todo por su señalada

hija y que era ella a quien él debía la muerte.

Fresco aún en su tumba, la noche de verano

me sorprende al pie de la ventana de su casa,

despertando a otro sueño que me obliga a estar quieto

para no perturbarlo, ni a las dos soñadoras.

El tiempo es ahora el de la moviola, que busca

cómo preservar los accidentes del olvido.

El adolescente entonces tropezado al pie

del descubrimiento que lo obliga a ser discreto

es el hombre sigiloso que hoy se aproxima

con dedos de seda a la reconstrucción del hecho.

La ventana es ahora la pequeña pantalla

del montaje, pero no la de la proyección.

La isla favorita de Charles Baudelaire

Inclinado sobre aquello mismo que primero

vi desde abajo, como lo harán quienes asistan

a la exhibición de lo que antes fue secreto,

manipulo las apariciones y sus ritmos.

Dos vestidos de verano tan reveladores

de la estación como del calor que la atraviesa.

La joven asesina va de luto por su padre,

que yace no lejos de allí y se yergue impasible

junto al sofá, sobre la misma mesita donde

dejaba partituras para ser descubiertas

por las visitas, con el mismo gesto casual

de su hija al abandonarlo en el puesto de guardia.

Libre de censura y catecismos, desafiante,

la amiga mal vista se deja ahora ver bien

contra el pálido ocaso y así saca a la luz

del negro escote velado lo que el pecho esconde,

antes de cubrir, sobre el sofá, ante la mirada

ciega del ausente, la silueta perseguida.

Insinuante y reticente, igual que su padre

y la sonata que compuso, con sus meandros

de notas subiendo y bajando en pos de un oído,

la señorita de Vinteuil corona su huida

siendo alcanzada. Pero no basta el pie en la trampa

que ella misma tendió para acabar la carrera.

Hundir la casa entera en el mal que representa,

sin saber por qué, la hija educada en la virtud,

de la misma manera simbólica y efímera,

es el próximo paso, que ella debe ceder

también para que sea dado, para hacer suya

no la casa, sino el jardín encerrado fuera.

El arte de hacer música con la pintura

El jardín vedado por el cuidado interior

dispuesto en torno al viudo por la mujer ausente

crece donde pisa la presente, inexplicable

como la gran floración de notas musicales

crecida de experiencia tan delgada que nadie

podía dejar de humillarla con su piedad.

En el arte de hacer música con la pintura,

se duda de una y otra, de la luz, del sonido,

de la manera de acompasar los movimientos…

¿Es inspiración o tentación de profanar

este impulso de acompañar el acto fijado

en el cuerpo de un hombre con el alma de otro?

La infiel señorita desliza la invitación,

con los modos suaves de su padre, a la visita,

que conoce su rol y recita de memoria,

cortésmente, las groserías que necesita

la delicadeza para que caigan sus velos

y se eleve su fondo a la altura de la piel.

“¿Crees que no me atreveré a escupir yo sobre esto?”,

el retrato como testigo de su deshonra,

declama la voz antes de cerrar el telón

sobre la isla favorita de Charles Baudelaire.

Y sobre esa pared, nacida de una persiana,

se proyecta la imagen de este urdido recuerdo.

Si ahora, con la escena consumada, resuena

la sonata o si culmina en el justo momento

que la amiga sustrae pero yo restituyo

imaginándolo, con su luz de melodrama,

todo viene ya de mí que, aunque nada redimo,

lo hundido restauro junto a la banda sonora.

12–27.12.2022