
Para Carla a la intemperie
Capitales periféricas
En los vestíbulos de los grandes hoteles
siguen cantando los esclavos ilustrados
a través de aún más fieles altavoces. Propietarios
alejados del hogar, sólo víctimas del jet lag, se adormecen
al compás de esos añejos alaridos afelpados
que se arrastran bajo los muebles y trepan lentos las paredes,
desde cuya altura caen como volvían a las barracas.
House nigger, field nigger. Después de dar las cartas, el destino
pocas veces se retracta: en pocas mesas. Y entre estos sillones gruesos,
espesos como el sueño del que ningún guardián despierta,
nunca. El tío Tom de librea y dientes de harina
barre bajo la alfombra la sombra del negro Jim, camino a Cairo,
más allá de la sonrisa del cocodrilo. Fantasmas arcaicos
bajo los suaves modales de las manos temblorosas
que temiendo por sus cadenas responden como autómatas
entre bandeja traída y bandeja llevada. Nosotros levantamos
anteayer cuanto sostiene la fachada insobornable
delante de la que ahora pasamos cada día, como aquellos admitidos
del otro lado giran en torno a los que giran en torno, satélites
favorecidos por la luz, a faros muy lejanos, sumidos
en un mar de oscuridad más densa que la lengua
ajena de las finanzas que nos separan. Cada día atravesamos
algún cuadro dominado por la cara de un coloso semejante
porque los hemos plantado en todas partes. Descentradas metrópolis
ansiosas de colarse en las alturas de los tableros
de donde viene la estela que procuran seguir, con su reguero
de novedades y deshechos, páginas y páginas de moda
mezclada con arquitectura, pesadas vigas
que hemos cargado pero no nos guarecerán. Dentro, pasillos
y más pasillos, cada vez más largos, de furtivo silencio
recorrido por secretos inasibles, todo proyectado
desde la calle en las ventanas impenetrables, multiplicadas,
y en el vestíbulo, escaleras abajo, ininterrumpida, música:
los mismos equilibristas en el hilo musical,
con sus bien entrenadas voces sirviendo aún después de muertos.
Algún día un desperfecto nos permite asomarnos
y escuchar, inclinados sobre cualquier máquina útil rota en un rincón,
detrás de las paredes maquilladas tan sólo por la otra cara,
el canto que se elevaba prometiendo un alba pasada,
reproducido por debajo del nivel al que podría engendrar.
Un secreto en el oído del intruso. Un regalo para la memoria,
que no puede extraviarse en las cintas de equipaje. Cielo abierto
para ese tallo cautivo, que crece bajo las moquetas,
detrás de los empapelados, invisible como el carbón de la envidia.
La belleza despierta la fe. Vamos. Marchemos. Continuemos.
Recordaremos, en el túnel circular de los bienes en litigio,
el diamante aún reservado a las manos heridas.
Enero 2017












