
Para Carla a la intemperie
Navegación a sangre
El peso vertical de la palabra viril. El juicio de la plomada.
Como los indios, que desconocen el vértigo
y reinan en su esclavitud sobre terrazas y letreros luminosos.
El desierto entra a la ciudad, pero al revés: por abandono,
introduciendo sus cultivos en los mudos engranajes
del tractor detenido. Un vagón, otro vagón.
Reguero de flores silvestres entre herramientas herrumbradas.
La brújula marca las afueras. Navegación a sangre.
El barco es la tripulación como la ciudad, la abandonada capital,
era el pueblo. Sólo nosotros conocemos nuestra huella,
la vemos, la reconocemos. Charco agrisándose.
La voz de Javier Martínez sobrevuela estos terraplenes
eternamente húmedos, con sus yuyos como bruscos penachos
dispuestos siempre a sustituir al compañero. Coro mudo
en la paciente deriva que nada espera. No hay
redención, hay progreso, producción automatizada
de autopartes y prótesis. Y en la cima de la oscura pirámide,
el sacrificio ya hecho. La sangre corre por la otra cara.
Por la mejilla del prójimo. Paso de paisanos
por el medio de la avenida, muerta de noche y ahora
desbordada por el sol en diagonal. País de sombras largas
cada vez más altas y delgadas. La brújula señala
un horizonte en declive, interrumpido por construcciones
cada vez más separadas y precarias, suplicantes casi
en su tímido alzarse bajo un cielo mayor, paredes desguarnecidas
que no hacen muralla, detrás de cuyos esbozos
aparece, desbocado, el llano que precede al precipicio.
Desnudo mástil de nuestra embarcación, sostenida por las aguas
intangibles del océano inconsciente y sus afluentes imaginarios,
¿es igual a la altura a la que apuntas desde nuestros hombros
aquélla que desde lejos nos apunta con sus matices
de azul en la luz fundados, en el viento, en la temperatura
o en la distancia de cada plano respecto al punto de observación?
Los cumplidores pies en la tierra se hunden en el barro
descubierto por la raíz arcaica que levanta el castigado pavimento
y avanzamos un poco más en la casual recuperación
de los peligros conjurados, la miseria familiar cuya sombra
peor era entonces que la luz desamparada del campo indefinido.
Pájaros apagados que en nuestro cráneo relumbran. Ramas
finas, otras voces arraigadas: Miguel Abuelo, Spinetta,
los gritos que desde abajo anunciaban la salida del Clarín
como el gallo de las afueras la del sol. Otro tiempo.
Fantasmales, los colectivos ejecutan su ruta invariable
a nuestro turbio alrededor. Nos adentramos en la distancia.
Nos alejamos del oficio y la manía o costumbre
de construir, de curtirse las manos contra la piedra
y la cal: derrámenla en los cementerios. Remando en seco,
sutiles, despacio entramos de pronto al aire sutil.
Diciembre 2016
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