Novelas y catedrales

Las catedrales están desiertas o colmadas de viajeros

y las novelas se prolongan hasta un horizonte baldío.

Nadie vendrá de allí ahora que los bárbaros están en casa,

ni echa sombra desde allí a la superficie del día perpetuo.

El algoritmo ha desenmascarado nuestra monotonía

y la distancia entre las variaciones adelgaza otro grado

con cada nueva apertura o brusco revuelo del abanico.

El viento levantado en remolinos revuelve las largas páginas.

Los pobres bárbaros se quedan en casa. Han echado raíces  

como la hiedra en los muros de la catedral, entreabiertos

labios a punto de expirar cuya dada y tomada palabra

ya no soporta el peso arbitrario de la materia adherida,

y a su sombra toman el sol. O vagan guiados por la costumbre.

Los escitas están entre nosotros. O bien somos nosotros.

De la novela sólo queda el hábito de contar historias,

que se deslizan derramándose por canales desbordados

y saltándose a la vez la estructura y su noción. El relato

se enreda y a nadie pierde. Nadie pierde ni se pierde aquí,

perdido entre tantos viajeros por las catedrales desiertas

que pasan hasta perderse, sin conclusión como las novelas,

que se consumen en continuado y no saben cómo acabar.

Agotamiento de los recursos culturales. La cultura

tiene hoy mil cabezas que incluyen, de antemano, la excepción

y le dan un lugar en el centro, vigilada. Que circulen

los visitantes alrededor. Reciclamiento acelerado

de sustancias y materias. Pesados tomos, pesados muros.

Vine a Europa perseguido por el sol que entonces despuntaba

al este y al oeste y llegado al norte desembarcó el sur.

Extensión y profundidad. Grandes construcciones colectivas

imaginarias y materiales, orientadas al gran cielo

de la resurrección o de la revolución, con su gran arco

tendido para resistir lluvias y asedios, golpes y siglos

de cosechas, gobiernos, hábitos, dogmas, rituales, labores,

en el centro del círculo trazado sobre y contra la estepa,  

en torno a un olivo u otro árbol cultivado que es raíz.

El titán y los humildes se reconocen unos en otros

cara a cara a través de estos vitrales, donde un mártir revuelve

su caldero de café junto a otro que del té extrae un cosmos,

mientras crecen sus monstruos devorando deidades y mortales

para a su vez ser devorados por devotas generaciones

de creyentes en el libro por venir que, como el revelado

reunió las vidas de padres y profetas, conserve las suyas.

¿Mas dónde están las nieves de antaño? ¿Dónde las nieves eternas?

Lo construido hacia el cielo no conquistará la profundidad

nunca a pesar de la solidez de sus cimientos en las nubes

y la allanada extensión que ocupamos desplaza su horizonte

con cada paso al frente de un voluntario al que ningún destino

reclama. Los viajeros parten para irse y no para llegar,

desde esta estación a igual temperatura que aquella que espera.

Solos llevan su herida tan apretada contra la camisa

que no sienten el calor ni el frío, acorazados en su historia

personal, que termina donde empieza la cola del teatro

y culmina al salir a escena. La política los elude

a causa de esa identidad definida por un rasgo único

atravesado en el pecho, que los excluye de lo que no

es exclusivo y les cierra la puerta del palco a la platea.

Así el trovador repite el delirante mito familiar

en una serie discontinua de bises, con sus variaciones

obsesivas de boca en boca de una guerra civil privada,

donde la torpe verdad recurrente, increíble y descreída,

se abre al fin camino a través de un torrente de sangre inútil,

pero sólo alcanza la frente de la conciencia desdoblada

en el conde y el gitano entre los que su cuerpo deja un hueco.

El burgués destinatario de la pieza no se reconoce,

si lo hace, hasta el desenlace en el único que queda vivo.

El sentido es lo que sostiene tanta inverosimilitud,

propia de esos acontecimientos fingidos que lo condenan.

Desnudo ya de fantasías de amor o victoria, el villano

tan sólo conserva, para enfrentar otra vez la estepa en blanco,

el cuerpo salvado por su mano del deseo de entregarse.

Libros gruesos como murallas, edificios como tratados.

Ficciones enormes por las que devastan bosques y canteras.

La defensa monumental es parecida a la antigua guerra

de posiciones fortificadas criticada por Laclos.

El frío cruje la casa prieta y al recluido en su frazada

despeja insistente. Ni guerra ni paz ni crimen ni castigo

concilian su sueño, ni lo pueden remendar las hilanderas.

Abandono del servicio cultural obligatorio, búsqueda

de un resquicio a través de la pared de nombres e instituciones.

Un teatro portátil a la espalda y enfrente la luz del ojo

de un alfiler. A lo ínfimo confío toda mi esperanza.

Las sombras se alargan mientras baja el sol y de pronto en exceso,

hasta alcanzar su tamaño cuando al fin se acuesta lo que cae.

La novela pesa y la catedral se reúne con su cielo.

5–7.11.2022

Poemas del miedo II

Pasajeros de Alberto Breccia

7

Despierta y del sol ve primero las huellas negras

que estiran los dedos hacia la sombra

que conserva, pero de la ajena luz que nombra

cada cosa al mostrarla no se alegra,

porque en ese yin yang no ve un camino,

un zigzag a través del monte, sino 

el uno dos que tumba sin remedio. Tendido,

querría detener el galope de la cebra

cerrando la persiana, pero, negra,

la pantera atacaría al herido.

28.5.2021

8

No hay salida, se dice, no hay salida,

repitiendo por haber perdido la palabra,

y busca inútilmente quién le abra

entre todos los que todavía están de ida

y tropiezan con él si retrocede.

Mientras el canto de la superstición no cede

en su interior, el exterior no surge

y él se pierde en derredor. El corredor se estrecha

y alarga la carrera de la flecha,

mientras él no se siente y espere el verbo que urge.

29.5.2021

9

Sólo bajo la luz de un cielo de guillotina

aparece el ángel del desamparo

a bendecir al tembloroso. Parece caro

rechazar el ala de la gallina,

que picotea más fuerte cuanto más abajo,

pero siempre, justo antes del tajo,

puede soplar el viento que levanta la vela.

La protección se paga con engaños,

aceptando la vara del guardián de rebaños,

pero no el oro que se revela.

31.5.2021

En el campo con Alberto Breccia

10

Dividido, ya en contra, ya a favor,

huye del frente y de la retaguardia.

No tiene compañía ni dónde montar guardia,

ni enemigo que sea prueba de su valor.

Inerme, retirado de sí mismo,

suspendido de una punta a otra del abismo,

no sirve de puente ni de portón.

Abortado su ataque, no concibe defensa.

Conservar en secreto lo que piensa,

como una costumbre, es su posible salvación. 

1.6.2021

11

En el espacio de un alarido crece el campo,

donde cede el terreno cuando pisa,

mientras viene buscándolo, vago, con la brisa,

de la nada que tiene en contracampo,

el aroma de un fuego ya apagado, tan lejos

como de este sol esos días viejos.

Ni afinar el oído ni aguzar la mirada

le dicen si entonces ardieron casas o reses,

pero debajo de un humo cualquiera oye a veces

el eco de la brusca llamarada.

 1.6.2021

Poemas del miedo I

Pasadizos de Alberto Breccia

1

El razonable temor de un conductor nocturno

permanece con él cuando desmonta.

No llega todavía. Da unos pasos, remonta

la corriente contraria, pierde un turno

y para siempre rezagado avanza,

lejano de la luz que lo rehúye y alcanza.

Da un paso más, pero aún no hace pie

ni consigue ver mejor la cara de la sombra

que esconde su puñal. Si no la nombra,

tal vez pueda mañana argumentar que se fue.

15.5.2021

2

Voló su voz en el aeropuerto

y el vacío, en abruptas escalas descendentes,

dio pista a tal coro de enterrados renacientes

que revive lo muchos años muerto.

No duerme, embriagado por el eco interminable

que tendrá que escuchar mientras no hable,

pero tampoco despierta: busca todavía

lo que los otros tienen y él perdió

en ese mar que lo aturde. No

se atreve aún a decir lo que oía.

27.5.2021

3

Se ve asomándose por detrás del que presenta

y retrocede, pero no hay adónde

y lo advierte; al descubrir al que esconde,

tampoco reconoce lo que éste representa,

pero sabe que el suelo que le falta

es aquel del que el acróbata anunciado salta

y al que no debe caerse. No hay dos

sin tres, evidentemente ahora. Que no dure

la aparición que confirma el refrán, que se apure

a cerrarse este espejo tan veloz.

27.5.2021

El pánico según Breccia

4

Del contacto, pasar al retroceso.

Volver a la tarima y sentir bajo los pies

el espacio que enmascara y vuelve del revés

lo que dicho de frente fue un exceso.

La insostenible mirada que espera

reconvierte en miseria la abundancia que diera

la impresión de creer, pero tampoco soporta

que una luz la interrogue. La silueta

que tiembla despojada de su meta

contra un fondo de tanto relieve se recorta.

27.5.2021

5

Perderse en el bosque de los ásperos mortales,

con sus hojas impresas en el aire

y sus cantos expuestos al desaire

de los dioses más suaves, andar entre cristales

que deforman y enredarse en sus muertas raíces,

todo eso que deja cicatrices

también pierde su filo, pero advierte,

antes de dejarse convertir en experiencia,

del mañana al acecho la constante presencia

y del suelo gentil el lado inerte.

28.5.2021

6

Como un árbol, peor, como una hoja,

tiembla mientras duerme en el aire que lo sostiene

y teme la tierra, de la que cree que viene,

al caer, el dolor. La rama arroja

su carga justificada a la rueda creciente,

pero él desconfía y se arrepiente

cada vez que lanza, por encima de su sueño,

a las vueltas mortales de la suerte,

la moneda que le quema y convierte   

la ruina de su ambición en riqueza sin dueño.

28.5.2021

Vida y memoria de Paul Auster

Sobre Diario de invierno

El tema de este libro, que no es una novela, queda bien definido en su última línea: “You have entered the winter of your life” (“Has entrado en el invierno de tu vida”). Todo el texto desarrolla esta noción, presentida primero no sin temor y asumida al final con bastante plenitud por el autor, tras haber construido mediante la escritura de su diario una especie de fortaleza quizás no inexpugnable, pero sí bastante sólida a partir del mismo material con que ha edificado sus ficciones. Tanto en la obra como ante el tramo de su vida que se prepara a emprender, es la transformación de la experiencia en ficción lo que le sirve de fortaleza, mediante una operación que consiste en situar lo ya vivido bajo las reglas de juego que gobiernan sus novelas. De este modo, además, estas reglas son puestas a prueba y eventualmente comprobadas en tal confrontación con la realidad, aun si después todo queda dentro del margen de incertidumbre característico del mundo de Auster. La suma total hace de este autorretrato de madurez una buena oportunidad para comprender varias cosas sobre el autor, o al menos para formular algunas hipótesis sobre su manera de ver el mundo, así como sobre su singular éxito como escritor.

El libro está escrito en la segunda persona del singular. Paul Auster, así, se dirige a sí mismo ante sus lectores. Él es “you” (tú), Siri es “your wife” (tu esposa), sus hijos son “tu hija” y “tu hijo”, su primera esposa, muy importante en este relato, es “your girlfriend” y luego “your first wife”, y así sucesivamente. Esta ausencia de nombres, sin embargo, no produce ningún problema a la hora de orientarse, y tampoco es cansador el recurso a la segunda persona como era de temer. De hecho, un valor a destacar en este libro es la calidad muy particular de su prosa, armónica, rítmica e inmediatamente clara en lo que narra o explica. Parece pensado para la lectura en voz alta, tanto por semejante posibilidad de comprensión inmediata como por la particular música continua que logra para la voz narrativa. Se ha definido muchas veces a Auster, sobre todo al de sus primeros libros, como “una cruza de Chandler y Beckett”, y de hecho en cuanto uno empieza a leer este texto es Beckett la referencia inmediata en la que piensa, no sólo por el uso de la segunda persona, que Beckett empleó en novelas como Company o piezas como That time, en las que como aquí un hombre ya mayor se confronta a sí mismo, sino por esa calidad rítmica, musical, propia del autor irlandés. Claro que se trata de dos escritores diferentes y estas diferencias se hacen notar enseguida, pues Auster aquí resulta tan claro, amistoso y benévolo como hosco, críptico y difícil podía resultar Beckett. Y el relato, aunque no sigue una cronología ni tiene la unidad de una única aventura, tampoco es una serie de fragmentos yuxtapuestos abruptamente que desafían al lector a intentar comprender si es que puede, sino que en cambio se desliza fluidamente de un tema a otro procurando darse a entender con una especie de confianza o al menos esperanza en el poder de la comunicación que nunca mengua. Auster no resulta difícil de leer ni de entender, pero esta curiosa memoria permite también entrever dónde reside su particular misterio y también ensayar una respuesta sobre por qué atrae y es sugestivo para tantos lectores.

La situación de base en el libro es la siguiente: el autor va a cumplir sesenta y cuatro años y siente que va a entrar en esa etapa que al final llama “el invierno de su vida”. Al escribir este “diario”, que tampoco lo es en el sentido tradicional ya que ni lleva fechas ni se interrumpe entre sus anotaciones, sino que va ligando presente y pasado todo el tiempo prácticamente sin solución de continuidad, consigna lo que tiene y lo que ama en su presente, a la vez que se interroga sobre el pasado que lo ha traído a esta situación y, muy especialmente, sobre ciertos anticipos de la situación en que ahora se encuentra. Hay ciertas escenas recurrentes: una de ellas es el accidente automovilístico a partir del cual decidió, habiendo sido toda su vida un excelente conductor, dejar de conducir: iba al volante cuando, por una vez en su vida, en lugar de seguir el consejo de su padre acerca de conducir siempre muy prudentemente, como si todos los demás fueran locos o tontos, realizó una maniobra apenas arriesgada, se produjo un choque y casi se mata junto a su mujer y a su hija; a pesar de que nadie lo culpó, él sí sintió vergüenza por su ligereza y decidió nunca más ponerse al volante de un coche. Es decir, un abandono de algo que ha hecho toda su vida y al que, en su situación presente y a su edad, piensa que irán siguiendo otros.

El monólogo por el que Auster se habla a sí mismo incluye a la vez un adiós a todo lo que no volverá y el examen del camino recorrido, aunque éste no se hace tanto cronológica como temáticamente. El dato capital de la vida que se evoca en estas páginas es quizás el siguiente rasgo: se trata de una vida partida aparentemente en dos, con una primera parte llena de dificultades, como si se estuviera casi bajo el peso de una maldición, y una segunda parte en la que de pronto cambian tanto la suerte como la naturaleza de los encuentros del autor con el mundo y sus habitantes, lo que determina también una distinta actitud. La primera parte de esta vida ha nutrido varios libros anteriores de Auster. De hecho el primero realmente importante, su “break through”, La invención de la soledad, no es en verdad una novela sino el relato del descubrimiento del gran secreto de su familia, el asesinato de su abuelo por su abuela, absolutamente determinante para su padre, sobre el cual se volverá en este libro así como en el definitorio momento de la escritura del libro correspondiente. Es con ese libro quizás que debería agruparse éste en una clasificación de la obra completa, ya que está compuesto un poco del mismo modo en cuanto a la combinación de narrativa y ensayo en una sola voz, quizás más lírica y menos examinadora en esta oportunidad.

De esa primera mitad de la vida de Auster se cuentan su infancia, los accidentes a los que sobrevivió de milagro (material como el que se encuentra en sus novelas), las difíciles relaciones entre sus padres además de la vida de cada uno, incluyendo las circunstancias de sus respectivas muertes, repentinas ambas como las de sus abuelos, lo que parece una marca de familia, su padre en brazos de su amante mientras hacían el amor, lo cual a él no le parece en absoluto, al contrario de lo que suele decirse, la mejor manera de marcharse (sobre todo si se piensa en la amante), las relaciones de su madre con sus dos maridos siguientes, de los cuales el segundo (un jovial abogado laboralista de izquierdas del que Paul se hizo amigo fácilmente) habría sido perfecto si no hubiera muerto tan pronto, mientras el tercero, un inventor fracasado, acabó trayendo más problemas que soluciones y por fin murió también, dejándola en una viudez difícil de soportar para una mujer que sobre todo deseaba compañía, y finalmente las difíciles relaciones del autor con su primera mujer, que de algún modo resumen simbólicamente esa difícil primera mitad de su vida. No será hasta los treinta y dos años, la mitad justa de los sesenta y cuatro que tiene en el momento de escribir este diario, que Auster comenzará a orientarse hacia una situación mejor, la de esa segunda parte que es posible llamar exitosa.

Las distintas épocas, la oscura y la brillante, al igual que el presente y el pasado, se entremezclan en el monólogo de tal modo que, aunque no se las confronte de manera directa, el contrapunto sí que se establece a ojos del lector. Auster repasa desde sus pequeños gustos cotidianos como los cigarros y el béisbol, entusiasmos que se le conocen, hasta cada uno de los domicilios que tuvo, desde aquél en que nació hasta éste donde vive ahora, en una suerte de catálogo razonado bastante extenso que sirve para revisar varios de los hechos referidos a la luz del espacio donde acontecieron, lo que permite agregar más detalles. Es notable el contraste entre la cantidad de cambios de domicilio de la primera parte de su vida, inestable, inquieta, incapaz de encontrar un domicilio donde desarrollarse fructíferamente, y los pocos ocurridos en la segunda parte, que hasta dan una idea de progresión y crecimiento con cada nueva mudanza.

Ya que, a pesar de que no faltan dificultades y tragos amargos durante esta época, su consideración general por el autor es inequívocamente positiva, llena de palabras de admiración y celebración tanto para su esposa como para su familia política, tan sólida como “disfuncional” era aquella de la que él venía. Lo que permite resumir el conjunto así: una vida con dos partes increíblemente bien diferenciadas, la primera como bajo el peso de una maldición que impide orientarse y mantiene a quien la vive en un estado constante de incertidumbre y casi indigencia, y la segunda como tocada por una gracia que permitió a aquél a quien salvó encontrar amor, felicidad y realizar una obra saludada además por un enorme éxito –aunque de esto no se habla en el libro-, ahora a las puertas de una tercera parte ante la cual, casi como un conjuro, se repasa el tortuoso camino seguido en un principio a la vez que se reafirma lo alcanzado más tarde. Lo interesante es ver cómo algunos de los mecanismos más reconocibles en el armado de las novelas del autor aparecen en este recuento de lo efectivamente vivido, es decir, de lo sólo parcialmente imaginario. Por ejemplo, Auster evoca el espectáculo de danza cuya contemplación lo liberó permitiéndole empezar por fin La invención de la soledad y dice literalmente que fueron esos bailarines los que lo sacaron de la crisis, ofreciendo un tipo de relación entre dos fenómenos, el que funciona como signo y el que se ofrece como situación, muy característica de sus novelas: dos cosas que nada tienen que ver coinciden y a partir de ello, impensadamente, algo funciona o se arregla.

Sólo que aquí, con todo el material de no ficción que el monólogo ofrece al lector, éste puede sospechar que más bien no, que no fueron los bailarines quienes lo hicieron, sino que son ellos lo que nos muestra el autor para cubrir el agujero de algo que en el fondo ignora: como si la “mala suerte” de la primera parte de su vida y la “buena suerte” de la segunda hubieran dependido de algo tan azaroso como una tirada de dados y la relación causal que haya podido producir el cambio no existiera porque no se la ve. Y este tipo de pensamiento no deja de ser, en el fondo, supersticioso: se conserva el carácter “mágico” del signo en la evocación porque los acontecimientos posteriores han sido felices o favorables, en el fondo como se puede apegar uno a una cábala. Los romanos, que eran muy supersticiosos, también atacaban o dejaban de atacar en función de este tipo de signos, sugestivos precisamente a causa de que no tienen relación causal con los hechos a los que se los refiere. Y ésta quizás sea una clave del éxito de este escritor tan personal y en principio no comercial: como tanta gente de hoy, se aparta de cualquier explicación racional y concluyente de lo que pasa para remitir a causas y consecuencias flotantes, o indefinidas, mientras procura deslizarse y hallar su camino en lo cotidiano indeterminado. En el panorama actual de fin de las ideologías, por más que cada individuo la viva a su manera esta posición está muy extendida. Si se suma esta actitud tan contemporánea al hecho de que, como se ve en este monólogo tan íntimo, tampoco hay en Auster ideas o sentimientos que puedan chocar, a la manera de los de un Céline o de un Bernhard, con lo que en general todo el mundo aprueba o comparte (sin que esto se deba a que el autor finja para agradar o a una falta de personalidad de su parte), no debe sorprender tanto el éxito relativamente masivo de una obra accesible pero que nada tiene que ver por sus características intrínsecas con los best-sellers y productos habituales de consumo masivo. Aunque la notoriedad proporciona una evidencia que vuelve superfluas esas razones tan necesarias para salir del fracaso.

2011

El museo animado II

Sandro Botticelli, Óleo sobre tabla, 1489. Galería de los Uffizi, Florencia

Anunciación

Para Carla, su tema favorito

A la izquierda el ángel y a la derecha la virgen,

en suspenso y frente a frente sobre la balanza

fijada en el instante atemporal de la pintura.

Él acaba de caer del cielo inmaculado

a la tierra embaldosada en que hinca la rodilla

y ella de perder el velo que la resguardaba

de visiones como ésta. Inclina la cabeza,

pero él está por debajo, alzando hacia ella,

que se repliega tendiendo los brazos con recelo,

una mano que parece pedirle tan sólo

un momento, aunque ya tomado, mientras la otra,

con una rama alada, se dispone a escribir.

Detrás, en la ventana por la que él, de perfil,

no parece haber entrado, un río fértil llega

hasta los pies del árbol que su copa une al cielo

sobre los barcos y castillos en lontananza.

Pero el espacio crucial se abre entre la mano

angelical sosegadora y la femenina, 

que en el extremo del brazo que pone distancia

desciende imantada por el deseo de hierro.

Están ambos inclinados, aunque no del todo

aún ante la gran voluntad que los sostiene,

sino uno por su entrada en la ley de gravedad

y la otra por temor ante el súbito abismo.

Escena hecha imagen y así acto irrevocable.

El ángel ha venido a enfrentar a la mujer

enviado por la luz y a anunciarle la visita

de la sombra que, envolviéndola, hará, de este sueño,

el fundamento de todo lo que gira en torno.

¿Qué más revela esta quieta irradiación paterna?

El ángel despierto, casi un demonio, al ver

partir al mensajero, se dijo que volar

a nadie aparta de la declinación implícita

en todo gesto fundador. ¿No ve tu mirada,

en el suspenso atrapado entre el aire y la sangre,

otra alternativa que se le haya escapado?

Florencia, 23.8.2023

Barcelona, 17.1.2024

El cine de los muertos

Lillian Gish en Way Down East (David Wark Griffith)

Voy al cine de los muertos

en busca de perspectiva

para mis ojos despiertos

y mi mente a la deriva.

Voy al cine de los muertos

para poblar la distancia

entre estos días inciertos

y las nieblas de la infancia.

Voy al cine de los muertos

para encontrar el sentido

de estas mesas sin cubiertos

con pasión por el olvido.

Voy al cine de los muertos

a calentar la butaca

para los ojos expertos

y acechantes de la urraca.            

Voy al cine de los muertos

a contemplar en lo oscuro

los palacios descubiertos

y el otro lado del muro.

Voy al cine de los muertos

sin esperar comprender

lo que hacían encubiertos

por placer o por deber.

Voy al cine de los muertos

y me pierdo los estrenos

por parecerme más ciertos

esos malos que estos buenos.

Voy al cine de los muertos

no a la cita con un hada

sino por esos conciertos

de gente muda ignorada.

Voy al cine de los muertos

y la segunda mirada

con los labios entreabiertos

de la sed nunca apagada.

12.12.2023

Conversaciones de gente sencilla

I

Se cuentan unos a otros lo que se les cuenta

la noche anterior a cada uno por separado

desde la red general, donde todo está en venta,

sirviendo lo mismo, aunque por ellos masticado.

Lo común en común ponen, sobre esa gran mesa

neutral pero propia que sostiene sus relatos,

creídos a medias si piensan con la cabeza,

pero siempre transmitidos con todos los datos.

Son historias redondas y tramas circulares,

igual que el movimiento materno de tejer,

que pasa y vuelve a pasar por los mismos lugares

y vuelve en cada curva donde debe volver.

Una voz en el centro del círculo del tiempo,

que sólo es circular mientras se cumple ese acto

de poner en nueva circulación viejos cuentos,

vestidos para oyentes respetuosos del pacto.

La voz está presente mientras pasan las horas

y sobrevive a cada desenlace ocurrido,

cuando todo vuelve a ser lo que aún es ahora

y el equilibrio original es restablecido.

O de no ser así, el abismo por cubrir

es techado por la moral y sus moralejas,

que cualquiera puede comprender y repetir,

protegido del desnudo mal por esas rejas.

Así la lengua materna, que todos comparten,

describe el mundo callado y sus bruscos sucesos,

tejiendo una espesa red, con más celo que arte,

entre la piel y la roca, la carne y los huesos.

Con ella se abrigan y defienden los reunidos

de lo que no se explica ni familiar se vuelve,

pero queda ordenado en fragmentos traducidos

según pasan por la grilla que el caos resuelve.

Rodea a sus criaturas el tejido elocuente

y después de nombradas las conserva en su trama,

pero siempre percibe el oído disidente

algún punto suelto por el que nace su drama.

II

“¿Alguien vio anoche una película policial

sobre un detective que se hacía criminal?”

“Sí, yo la vi la semana pasada.” “¿Quién era

la actriz que hacía de delincuente?” “La enfermera

que cura al doctor en la serie del hospital.”

“Se habla de un descenso a los abismos del mal.”

“Pero ella es un ángel.” “Porque está en otra historia.”

“Dicen que ir al cine es bueno para la memoria.”

“Me contaron que nunca la idea original

llega al público.” “No nos muestran nada real.”

“Pero yo vi mi reflejo ayer en la pantalla,

cuando el fiscal de distrito al testigo que calla

señala.” “¿Y quién eras?” “El que nunca cometió

el delito.” “La estrella.” “Que al final se salvó.”   

“Ésa ya nos la han contado.” “Parece que tienen

historias que repiten por el gancho que mantienen.”

“La del muchacho humilde que gana una fortuna

y pierde el amor por ambicioso.” “La de alguna

víctima que encuentra el destino que merecía.”

“Y se salva.” “O no.” “Yo ésa no me la perdía.”

Igual que sobre el cuerpo se eleva la cabeza

sin soltarse ni ir más alto, el que claro se expresa

no tiene más que otro cubierto en esta mesa.

III

Hay un gran desequilibrio entre hablar y decir,

una diferencia que se pierde en la balanza.

Por muy concentrado que el decir sea, no alcanza

a explicar cómo oprime a las voces que hace huir.

Pero ellas, dispersas, le hacen el vacío

y lo dejan pasar nada más lo ven venir,

rápido, conciso, siempre pronto a definir

la saga interminable de esa novela–río

que va de unas a otras, sin dejar a la orilla

más que las palabras cuyas letras ya de plomo

rechazan el olvido y la corriente que brilla.

Se hunde el decir después de expresarse con aplomo

bajo un velo tejido por diálogos casuales,

anécdotas en serie y actores naturales.

29.11–12.12.2023

Los desiertos obreros 5

Legionarios romanos (bajorrelieve)

Para Carla a la intemperie

Marcha a coro

No para holgar ni regocijarnos sobre terrenos de cultivo estériles,

ni para usar como lecho la materia reservada a la edificación

o para entrar en el juego de las fieras por nuestra mano acorraladas,

y menos para entregarnos a la admiración sentada de lo que arde solo,

hemos puesto el pie en el camino y el camino a través del llano,

sino para inscribir, con piedras bien afiladas y regularmente hundidas

en el dócil paisaje indeciso que vamos dejando, orgullosos, de lado,

el recorrido definitivo, aunque el viento cubra de polvo nuestras huellas,

por el que este mapa existe y nuestros seguidores habrán de copiarlo.

Legionarios de baja, nosotros que reunidos herimos y sangramos

sin piedad ni terror ante los ojos de jueces bajo la misma amenaza

en Farsalia, Salamina, Maratón, Marengo, Lepanto, Waterloo,

hemos dejado nuestras fortalezas desguarnecidas hace largos años

y ni siquiera hemos recogido las tiendas de olvidados campamentos

entre los que aún florecen los campos nutridos por los rezagados,

para errar desembarcados lejos de las costas, como dentro del círculo

inagotable y azul del deshabitado centro del mundo, sobrevolado

por mensajeros y presagios, en flagrante y ostensible contradicción

con el principio a partir del cual tendimos puentes y talamos bosques,

abriendo el claro donde mostrar, de una conciencia por fin resuelta,

el designio y su cumplimiento, el signo y su proliferación acorde. 

“Verás el mundo”, decían, “harás amigos”, decían, “tendrás oro”, decían,

“y mujeres”, agregaban, resumiendo en la última posesión toda riqueza,

pero nada podían decir, educadísimos propagandistas del imperio,

del país aún cerrado, ni del hermano ignoto, ni del súbito fuego en el río,

ni mucho menos de la esclava oculta entronizada hasta la deserción

por cada uno que supo defender, de un programa orientado a su retiro,

el destino leído por las cantineras en las líneas de su propia mano,

o cifrado en los dados por ésta arrojados al polvo casual, sobre la mesa

despejada de inmediato tras cada partida, al margen de en qué dirección. 

Enrolados para huir del arado, para no ver pasar los dorados estandartes

inclinados junto a los bueyes recibidos en herencia, fatales como la lluvia,

marchamos sobre las ciudades dispersos, por vías separadas, paralelas

a pesar nuestro por lo común de nuestras historias, intercambiables

entre las sombras de los funcionarios, desembocamos bajo las chimeneas

más altas, las que se veían desde lejos, donde nada era asado excepto

las espaldas de los forjadores, acopiamos musculatura heterogénea

detrás de la rueda, bajo la grúa, sobre la palanca, dimos al brazo un oficio

y a la mano el valor de su multiplicación por los dedos, fina conciencia

depositada partícula a partícula, recogimos la bandera de Espartaco

desplegándola de fábrica a fábrica y con los mismos sentidos despiertos, 

las consecuencias de las declaraciones formuladas en aquellos días.

Los veteranos reconocemos a nuestros semejantes aunque se escondan

y saludamos con discreción el aire de su retirada, testigos confiables

por haber sido acusados, con razón, de los actos que ahora toca callar,

deudos de guardia ante el abismo desde el que crece, recomenzando,

el círculo desplegado a partir de su azul recóndito sobre la llana extensión

desatada en el oleaje amarillo que crece y crepita elevado al cuadrado.

Diciembre 2016

Visiones y apariciones 3

«La guerra es el padre de todas las cosas» (Heráclito)

La gran desilusión

Por el largo camino a Tipperary marchaba

la presumida victoria guiando al pueblo en armas.

Setenta años después, hace cuarenta, mi abuela,

en la mesa del desayuno, tarareaba

la melodía sin recordar más que el inicio

tan alegre, cuando aún todo era alegría

en el largo camino a Tipperary, de rifles

apuntando al cielo y pechos anchos como escudos.

Hay un largo camino a Tipperary

para cantar victoria antes de tiempo.

Tipperary era el punto de partida

y después todo era tempestad.

El doctor y el ingeniero, a ambos lados del frente,

testimonian el mismo entusiasmo voluntario

por la hermosa guerra de explosiones en el cielo.

Largo era el camino al desencanto veterano.

Desde Londres, París, Berlín, Viena y toda Europa

marchaban cantando, con la sangre aún caliente,

grandes batallones de campesinos y obreros

llamados al sacrificio por sus opresores.

Cambiar la fábrica por la trinchera,

el patrón por la patria y la bandera.

Cargar armas en lugar de herramientas

y del destino vengar las afrentas.

La libertad guiando al pueblo (Delacroix)

En las escenas de víspera de guerra abundan

las sonrisas y lágrimas de las despedidas,

cuando las mujeres ven partir a los soldados

admirándolos y temiendo por lo que admiran.

Pero la ola ardiente que alza Delacroix

del barro húmedo, humilde, con sus bayonetas,

la guía una mujer que se vuelve hacia los suyos,

sin ver al futuro espectador que tiene enfrente.

¿Qué hay sino cadáveres delante

de la conquista de la libertad?

Detrás, la cortina de humo realza

la cuna popular de esta victoria.

La balsa de la medusa (Gericault)

Los soldados cantan rumbo al frente en voz tan alta

como ondea la tricolor en el puño alzado.

¿Quién recuerda, contemplando aturdido, la balsa

del pintor de caballos, opuesta, en retirada,

donde incluso agoniza el pintor de las Gloriosas?

Unos pasan sobre los muertos y otros arrastran

en la corriente los cuerpos de los desgraciados,

alejándolos de los que miran mar adentro.

La marea sube y baja, violenta,

piadosa, llevando y trayendo sangre

de la fuente a la desembocadura,

del frente de batalla al corazón.

Bajo el avance heroico asoma la retirada,

sobre las huellas del dolor se impone el combate.

El moribundo de un cuadro alza un rifle en el otro

y los dos, superpuestos, se reafirman y niegan.

El curioso puede hacer crítica comparada,

el combatiente debe creer en su enemigo.

Cuando el silbido del obús acompaña el coro,                        

la melodía se repite en clave menor.

Nuestra vida es un viaje interminable

entre el invierno y la noche sin alba.

Buscamos el camino de regreso

en la tierra, donde nada perdura.

El objetivo del Dr. Goebbels

¿Cuál es la gran ilusión? ¿La victoria o la paz?

Dos camaradas se despiden de sus queridas

y al frente marchan, desentonando en armonía

con el enemigo sus esperanzas de gloria.

Machacados, malheridos, jamás desertores,

si caen prisioneros procuran evadirse,

como la balsa en fuga, no como el pueblo en armas,

alejándose del ojo por su libertad.

Dos compatriotas cruzan la alambrada

después de vivir con el enemigo

y ver que la frontera natural

cae entre tropa y Estado Mayor.

La gran ilusión del ministro de propaganda,

con tantos espectadores por ser reclutados,

era masacrar las copias de esos evadidos.

La gran desilusión comienza cuando el cohete,

en lugar de estallar en el cielo, deslumbrante,

inicia su caída. Y el mar bajo la balsa

se desliza sobre el fuego revolucionario,

dentro de los pulmones henchidos de canciones.

Hay un largo camino a Tipperary

y un camino más largo desde allí,

que se tuerce con la curva en descenso

y del punto más alto no regresa.

24–28.1.2023

Visiones y apariciones 2

Melodía infinita

La sonata de Vinteuil

Yo no me llamo así, pero por callar mi nombre

me dicen el Narrador. Y aquí estoy, escondido

al pie de una ventana, como ante una pantalla,

aunque ésta no es la proyección, que vendrá luego,

cuando yo haya traficado el sol por la linterna

que delata la simultaneidad de los días.

Ahora las figuras se ponen a sí mismas

en escena y la dominan, construyéndola para

proyectarla en los ojos que no ven, corazón

que no siente, sustituto del que ya no late,

fuera, pero no a salvo, del retratito inmenso

que preside desde su marco el acto profano.

Mis ojos son accidentales y, sin embargo,

deliberado es su mirar una vez abiertos.

La gente se sienta en las bahías y contempla,

como en Balbec, en cambio, el horizonte, confiada

en que nada saltará de allí sin darle tiempo

a decidir su fuga o su vana permanencia.

Allí nada se opone a la nada proyectada

por el vacío interior hacia el espacio abierto.

De allí no regresa, instantánea ni invertida, 

ninguna de las imágenes del propio Aleph,

con sus bruscas evidencias que, devoradoras,

se amplían hasta reducir el ojo a su objeto.

Aquí, yo pequeño y encogido, sin ser visto,

asisto al ensayo definitivo, concluso,

que siempre, irrepetible, repetirá funciones

tras el mismo telón al alcance de mi mano.

La Berma en secreto, para la sola mirada

que presta atención a este ritual fuera de escena.

«…yo pequeño y encogido, sin ser visto…»

El que soy en este cuadro de un tiempo abolido

sabe interpretarlo y los nombres de sus modelos.

Descripción: ventana de salón iluminado

suavemente en el centro de la mansa negrura

creciente de un crepúsculo rural. Es verano

y así lo testimonian los vestidos ligeros.

De las dos mujeres jóvenes en ese limbo,

conozco, de una, su mala fama en estas tierras

y, de la otra, de quién ha heredado la casa:

su padre, un vecino al que los míos saludaban

hasta hace poco en sus paseos y que aún vive

y vivirá entre nosotros gracias a su música.

¿Cuántas veces, durante años, no habré oído,

en distintas circunstancias e interpretaciones,

la sonata, que sobrevivió a su creador

por algún tiempo, el de mi vida al menos, creciendo

y expandiéndose en el ambiente de los salones,

del que la tomé para mi propio repertorio?

Los Verdurin recibían, Morel despachaba

con sus finos dedos viciosos la melodía

que planeaba sobre los fieles convidados

y más tarde sobre los ciudadanos del mundo

de Guermantes, y yo, entrando y saliendo, más viejo

cada vez, aun distraído, la reconocía.

Así se grababa la composición en mí,

con la misma paciencia intermitente y tenaz

de la inspiración que la había escrito, a través

del aire aplastante del silencio pueblerino

o cargado de perfumadas insinuaciones

donde sonaba en los intervalos de la intriga.

Tragedia de la escucha

Tragedia de la escucha, clavada y desgarrada

entre la modulación de una forma desnuda

y las turbias revelaciones ansiosas de ver

lo que se esconde bajo collares y corbatas,

la serpiente ondulando de vuelta al paraíso

y el comentario para siempre al margen del cielo.

Así, mucho después de la escandalosa escena

que me fue legada en soledad, libre de escándalo,

recibí, moneda a moneda, en mi bolsa oculta,

a través del aire aturdido por los Guermantes,

el oro acuñado por el redimido orfebre

en medio de los rumores que tan mal le hacían.

Del antiguo profesor de piano de mis tías,

de ese hombre, el compositor, decían mis padres,

ignorando su arte y su resurrección futura,

cuando ya no se lo encontraban en sus paseos,

que lo había dado todo por su señalada

hija y que era ella a quien él debía la muerte.

Fresco aún en su tumba, la noche de verano

me sorprende al pie de la ventana de su casa,

despertando a otro sueño que me obliga a estar quieto

para no perturbarlo, ni a las dos soñadoras.

El tiempo es ahora el de la moviola, que busca

cómo preservar los accidentes del olvido.

El adolescente entonces tropezado al pie

del descubrimiento que lo obliga a ser discreto

es el hombre sigiloso que hoy se aproxima

con dedos de seda a la reconstrucción del hecho.

La ventana es ahora la pequeña pantalla

del montaje, pero no la de la proyección.

La isla favorita de Charles Baudelaire

Inclinado sobre aquello mismo que primero

vi desde abajo, como lo harán quienes asistan

a la exhibición de lo que antes fue secreto,

manipulo las apariciones y sus ritmos.

Dos vestidos de verano tan reveladores

de la estación como del calor que la atraviesa.

La joven asesina va de luto por su padre,

que yace no lejos de allí y se yergue impasible

junto al sofá, sobre la misma mesita donde

dejaba partituras para ser descubiertas

por las visitas, con el mismo gesto casual

de su hija al abandonarlo en el puesto de guardia.

Libre de censura y catecismos, desafiante,

la amiga mal vista se deja ahora ver bien

contra el pálido ocaso y así saca a la luz

del negro escote velado lo que el pecho esconde,

antes de cubrir, sobre el sofá, ante la mirada

ciega del ausente, la silueta perseguida.

Insinuante y reticente, igual que su padre

y la sonata que compuso, con sus meandros

de notas subiendo y bajando en pos de un oído,

la señorita de Vinteuil corona su huida

siendo alcanzada. Pero no basta el pie en la trampa

que ella misma tendió para acabar la carrera.

Hundir la casa entera en el mal que representa,

sin saber por qué, la hija educada en la virtud,

de la misma manera simbólica y efímera,

es el próximo paso, que ella debe ceder

también para que sea dado, para hacer suya

no la casa, sino el jardín encerrado fuera.

El arte de hacer música con la pintura

El jardín vedado por el cuidado interior

dispuesto en torno al viudo por la mujer ausente

crece donde pisa la presente, inexplicable

como la gran floración de notas musicales

crecida de experiencia tan delgada que nadie

podía dejar de humillarla con su piedad.

En el arte de hacer música con la pintura,

se duda de una y otra, de la luz, del sonido,

de la manera de acompasar los movimientos…

¿Es inspiración o tentación de profanar

este impulso de acompañar el acto fijado

en el cuerpo de un hombre con el alma de otro?

La infiel señorita desliza la invitación,

con los modos suaves de su padre, a la visita,

que conoce su rol y recita de memoria,

cortésmente, las groserías que necesita

la delicadeza para que caigan sus velos

y se eleve su fondo a la altura de la piel.

“¿Crees que no me atreveré a escupir yo sobre esto?”,

el retrato como testigo de su deshonra,

declama la voz antes de cerrar el telón

sobre la isla favorita de Charles Baudelaire.

Y sobre esa pared, nacida de una persiana,

se proyecta la imagen de este urdido recuerdo.

Si ahora, con la escena consumada, resuena

la sonata o si culmina en el justo momento

que la amiga sustrae pero yo restituyo

imaginándolo, con su luz de melodrama,

todo viene ya de mí que, aunque nada redimo,

lo hundido restauro junto a la banda sonora.

12–27.12.2022