
Durante mucho tiempo, todavía confiado ingenuamente en el viejo mundo que se hundía por todas partes, imaginé el cuidado con que, después de mi muerte, serían tratados mis manuscritos, mis cuadernos, mis libretas, mis documentos, mis notas. En resumen, todavía era religioso, creía en un más allá asegurado. Debo confesar que ya veía, con una cierta delectación mórbida, a investigadores e investigadoras, honestos y apasionados, examinando mis archivos. Y después comprendí que todo eso había terminado, que no había ya nada ni nadie a quien confiar lo que fuera. ¿Debo proceder a un auto de fe privado? Así pienso. “Los fondos se han acabado”, me ha dicho un responsable, “nos ocupamos del viejo stock del siglo veinte, pero nada ha sido previsto para el veintiuno. Usted comprende, la Historia, de ahora en más todo el mundo pasa de ella. Y además el ciclo de creación está acabado, ya no habrá escritores en el sentido antiguo del término en los años por venir. “Escritoras”, sin duda, pero la sola invención de esa palabra extravagante lo dice todo. Por otra parte, ¿por qué va a haber escritores puesto que ya casi nadie lee? Se entiende, la humanidad, en su conjunto, jamás ha leído gran cosa, pero aún se la podía culpabilizar más o menos sobre este punto. Desde ahora leerá cada vez menos y no sentirá ninguna vergüenza, al contrario”.
Philippe Sollers, Les Voyageurs du Temps, 2009
