Simulacros de inmortalidad IV

Entonces, sintió un terrible bastonazo en el pecho. Cayó. Se estaba quedando sordo, ciego. «Una bala -se dijo-. Estoy perdido si no me hago el muerto.» Pero, en él, la afición y la realidad formaban una sola cosa. Guillaume Thomas estaba muerto. (Jean Cocteau, Thomas el impostor, traducción de Mauricio Wacquez)

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El simulacro va en serio. No quiere

condiciones ideales ni bajo control

de presión y temperatura como

admite y exige la simulación, que busca,

en todo caso, ensayar una hipótesis

sin ensuciarse las manos, en la claridad

que distingue al saber, en teoría

objetivo. El simulacro, en cambio, se apodera

del objeto, lo arranca de su entorno

y desvía de su función para, sobre el mismo

territorio, ya adverso, ya propicio,

afirmar el reverso de lo dado, torciendo

el orden natural con el propósito

de enderezar el destino, corregir lo escrito

y oscurecer, para dar sitio a la sombra,

el plano iluminado desde todos los puntos

de vista posibles, buscando a ciegas

lo que nunca posaría bajo un microscopio.

Pragmático a la fuerza, el simulacro  

reniega de la ciencia y no quiere saber nada

más que lo útil, la mínima técnica

empírica necesaria para sus efectos,

indiferentes a los resultados

comprobables y cumplidos, si el truco resulta,

más allá y más acá, en nada tangible,

como no sea la piel de los incriminados.

El simulacro va en serio, se da

sobre el terreno y no destila saber alguno

que separe de sí, del repertorio

de los conjuros adquiridos para la próxima

tentativa de consagración. Previo

es el tiempo de la simulación, encerrada

en su límpido laboratorio

libre de engaños, prenatal, al del simulacro,

que no culmina en una proyección

abierta a todas las miradas interesadas

y sobre aviso durante el fenómeno,

sino que excede las medidas y las escalas

en su obligada precipitación

al tiempo de las consecuencias, con sus tropiezos

y accidentes, que aun de lo perfecto

en su ejecución hacen materia suya, porque

no es en la imagen sino en el cuerpo

que debe darse la redención. Y así fracasa

el acto aun más aclamado, porque

no busca creyentes, sino un dios. O lo divino.

16–18.10.2022

El museo animado II

Sandro Botticelli, Óleo sobre tabla, 1489. Galería de los Uffizi, Florencia

Anunciación

Para Carla, su tema favorito

A la izquierda el ángel y a la derecha la virgen,

en suspenso y frente a frente sobre la balanza

fijada en el instante atemporal de la pintura.

Él acaba de caer del cielo inmaculado

a la tierra embaldosada en que hinca la rodilla

y ella de perder el velo que la resguardaba

de visiones como ésta. Inclina la cabeza,

pero él está por debajo, alzando hacia ella,

que se repliega tendiendo los brazos con recelo,

una mano que parece pedirle tan sólo

un momento, aunque ya tomado, mientras la otra,

con una rama alada, se dispone a escribir.

Detrás, en la ventana por la que él, de perfil,

no parece haber entrado, un río fértil llega

hasta los pies del árbol que su copa une al cielo

sobre los barcos y castillos en lontananza.

Pero el espacio crucial se abre entre la mano

angelical sosegadora y la femenina, 

que en el extremo del brazo que pone distancia

desciende imantada por el deseo de hierro.

Están ambos inclinados, aunque no del todo

aún ante la gran voluntad que los sostiene,

sino uno por su entrada en la ley de gravedad

y la otra por temor ante el súbito abismo.

Escena hecha imagen y así acto irrevocable.

El ángel ha venido a enfrentar a la mujer

enviado por la luz y a anunciarle la visita

de la sombra que, envolviéndola, hará, de este sueño,

el fundamento de todo lo que gira en torno.

¿Qué más revela esta quieta irradiación paterna?

El ángel despierto, casi un demonio, al ver

partir al mensajero, se dijo que volar

a nadie aparta de la declinación implícita

en todo gesto fundador. ¿No ve tu mirada,

en el suspenso atrapado entre el aire y la sangre,

otra alternativa que se le haya escapado?

Florencia, 23.8.2023

Barcelona, 17.1.2024

Visiones y apariciones 2

Melodía infinita

La sonata de Vinteuil

Yo no me llamo así, pero por callar mi nombre

me dicen el Narrador. Y aquí estoy, escondido

al pie de una ventana, como ante una pantalla,

aunque ésta no es la proyección, que vendrá luego,

cuando yo haya traficado el sol por la linterna

que delata la simultaneidad de los días.

Ahora las figuras se ponen a sí mismas

en escena y la dominan, construyéndola para

proyectarla en los ojos que no ven, corazón

que no siente, sustituto del que ya no late,

fuera, pero no a salvo, del retratito inmenso

que preside desde su marco el acto profano.

Mis ojos son accidentales y, sin embargo,

deliberado es su mirar una vez abiertos.

La gente se sienta en las bahías y contempla,

como en Balbec, en cambio, el horizonte, confiada

en que nada saltará de allí sin darle tiempo

a decidir su fuga o su vana permanencia.

Allí nada se opone a la nada proyectada

por el vacío interior hacia el espacio abierto.

De allí no regresa, instantánea ni invertida, 

ninguna de las imágenes del propio Aleph,

con sus bruscas evidencias que, devoradoras,

se amplían hasta reducir el ojo a su objeto.

Aquí, yo pequeño y encogido, sin ser visto,

asisto al ensayo definitivo, concluso,

que siempre, irrepetible, repetirá funciones

tras el mismo telón al alcance de mi mano.

La Berma en secreto, para la sola mirada

que presta atención a este ritual fuera de escena.

«…yo pequeño y encogido, sin ser visto…»

El que soy en este cuadro de un tiempo abolido

sabe interpretarlo y los nombres de sus modelos.

Descripción: ventana de salón iluminado

suavemente en el centro de la mansa negrura

creciente de un crepúsculo rural. Es verano

y así lo testimonian los vestidos ligeros.

De las dos mujeres jóvenes en ese limbo,

conozco, de una, su mala fama en estas tierras

y, de la otra, de quién ha heredado la casa:

su padre, un vecino al que los míos saludaban

hasta hace poco en sus paseos y que aún vive

y vivirá entre nosotros gracias a su música.

¿Cuántas veces, durante años, no habré oído,

en distintas circunstancias e interpretaciones,

la sonata, que sobrevivió a su creador

por algún tiempo, el de mi vida al menos, creciendo

y expandiéndose en el ambiente de los salones,

del que la tomé para mi propio repertorio?

Los Verdurin recibían, Morel despachaba

con sus finos dedos viciosos la melodía

que planeaba sobre los fieles convidados

y más tarde sobre los ciudadanos del mundo

de Guermantes, y yo, entrando y saliendo, más viejo

cada vez, aun distraído, la reconocía.

Así se grababa la composición en mí,

con la misma paciencia intermitente y tenaz

de la inspiración que la había escrito, a través

del aire aplastante del silencio pueblerino

o cargado de perfumadas insinuaciones

donde sonaba en los intervalos de la intriga.

Tragedia de la escucha

Tragedia de la escucha, clavada y desgarrada

entre la modulación de una forma desnuda

y las turbias revelaciones ansiosas de ver

lo que se esconde bajo collares y corbatas,

la serpiente ondulando de vuelta al paraíso

y el comentario para siempre al margen del cielo.

Así, mucho después de la escandalosa escena

que me fue legada en soledad, libre de escándalo,

recibí, moneda a moneda, en mi bolsa oculta,

a través del aire aturdido por los Guermantes,

el oro acuñado por el redimido orfebre

en medio de los rumores que tan mal le hacían.

Del antiguo profesor de piano de mis tías,

de ese hombre, el compositor, decían mis padres,

ignorando su arte y su resurrección futura,

cuando ya no se lo encontraban en sus paseos,

que lo había dado todo por su señalada

hija y que era ella a quien él debía la muerte.

Fresco aún en su tumba, la noche de verano

me sorprende al pie de la ventana de su casa,

despertando a otro sueño que me obliga a estar quieto

para no perturbarlo, ni a las dos soñadoras.

El tiempo es ahora el de la moviola, que busca

cómo preservar los accidentes del olvido.

El adolescente entonces tropezado al pie

del descubrimiento que lo obliga a ser discreto

es el hombre sigiloso que hoy se aproxima

con dedos de seda a la reconstrucción del hecho.

La ventana es ahora la pequeña pantalla

del montaje, pero no la de la proyección.

La isla favorita de Charles Baudelaire

Inclinado sobre aquello mismo que primero

vi desde abajo, como lo harán quienes asistan

a la exhibición de lo que antes fue secreto,

manipulo las apariciones y sus ritmos.

Dos vestidos de verano tan reveladores

de la estación como del calor que la atraviesa.

La joven asesina va de luto por su padre,

que yace no lejos de allí y se yergue impasible

junto al sofá, sobre la misma mesita donde

dejaba partituras para ser descubiertas

por las visitas, con el mismo gesto casual

de su hija al abandonarlo en el puesto de guardia.

Libre de censura y catecismos, desafiante,

la amiga mal vista se deja ahora ver bien

contra el pálido ocaso y así saca a la luz

del negro escote velado lo que el pecho esconde,

antes de cubrir, sobre el sofá, ante la mirada

ciega del ausente, la silueta perseguida.

Insinuante y reticente, igual que su padre

y la sonata que compuso, con sus meandros

de notas subiendo y bajando en pos de un oído,

la señorita de Vinteuil corona su huida

siendo alcanzada. Pero no basta el pie en la trampa

que ella misma tendió para acabar la carrera.

Hundir la casa entera en el mal que representa,

sin saber por qué, la hija educada en la virtud,

de la misma manera simbólica y efímera,

es el próximo paso, que ella debe ceder

también para que sea dado, para hacer suya

no la casa, sino el jardín encerrado fuera.

El arte de hacer música con la pintura

El jardín vedado por el cuidado interior

dispuesto en torno al viudo por la mujer ausente

crece donde pisa la presente, inexplicable

como la gran floración de notas musicales

crecida de experiencia tan delgada que nadie

podía dejar de humillarla con su piedad.

En el arte de hacer música con la pintura,

se duda de una y otra, de la luz, del sonido,

de la manera de acompasar los movimientos…

¿Es inspiración o tentación de profanar

este impulso de acompañar el acto fijado

en el cuerpo de un hombre con el alma de otro?

La infiel señorita desliza la invitación,

con los modos suaves de su padre, a la visita,

que conoce su rol y recita de memoria,

cortésmente, las groserías que necesita

la delicadeza para que caigan sus velos

y se eleve su fondo a la altura de la piel.

“¿Crees que no me atreveré a escupir yo sobre esto?”,

el retrato como testigo de su deshonra,

declama la voz antes de cerrar el telón

sobre la isla favorita de Charles Baudelaire.

Y sobre esa pared, nacida de una persiana,

se proyecta la imagen de este urdido recuerdo.

Si ahora, con la escena consumada, resuena

la sonata o si culmina en el justo momento

que la amiga sustrae pero yo restituyo

imaginándolo, con su luz de melodrama,

todo viene ya de mí que, aunque nada redimo,

lo hundido restauro junto a la banda sonora.

12–27.12.2022