El proceso financiero

El proveedor de metáforas
El proveedor de metáforas

Para cualquier lector argentino, El proceso es el título de la famosa novela de Franz Kafka pero evoca, prácticamente al mismo tiempo que el libro, cuando no antes, el período de gobierno militar comprendido entre 1976 y 1983 llamado, con todas las letras, Proceso de Reorganización Nacional. Llamar “proceso” a la dictadura era un modo de prometer un futuro distinto a ella, la reapertura de un diálogo contrario a ese momento indefinidamente prolongado y literalmente lapidario, pero también una forma de legitimar, bajo ese término jurídico, una liquidación hasta las últimas existencias de una época y una situación. Ocurrió, bajo otros nombres, también en otros lugares del mundo. Pero esa expresión, la empleada por Kafka y por el gobierno militar aludido, es particularmente apta para caracterizar esa acción que, justificando su hacer transformador con el anuncio de un objetivo común a quienes la realizan y quienes la padecen, lo que hace es penetrarlo todo con su propia naturaleza, cuya reafirmación continua no aspira a ser modelo único tanto como a confundirse con la realidad a tal punto que no pueda ser erradicada, es decir, procesada y liquidada a su vez. “El río no quiere ir a ningún lado, sino sólo ser más ancho y más hondo”, dice Guimaraes Rosa en Gran Sertón: Veredas. Así, lo que suele haber detrás de la promesa de un futuro mejor y más grande para todos es esta alucinación de infinito en que el vencedor podría refugiarse: es la visión de Macbeth tentado por las brujas, tantas veces empleada como metáfora retrospectiva por los críticos de distintas tiranías al sobrevenir la democracia, y también la verdad en acción que muestra Kafka en su novela, sin embargo abierta a tal variedad de interpretaciones, tan a menudo abusivas, todas ellas discutibles, que el esquema de su alegoría puede ser empleado, como un ubicuo mapa, en terrenos de lo más distintos para llegar a conclusiones de lo más disímiles.

Ante la ley
Ante la ley

Orson Welles, por ejemplo, a pesar de la atmósfera de sueño mantenida en su película, realizó una versión política en la que, contra la teología kafkiana, la instancia suprema que condena a Josef K. podría ser derrocada, sospechosa de albergar antes un ídolo creación de humanos que una deidad inalcanzable para éstos. Kafkiano es un adjetivo que ha llegado a aplicarse, periodismo mediante, a cualquier situación que implique una demora inexplicable o malintencionada. El origen centroeuropeo de este autor que murió demasiado joven como para conocer las purgas nazis o la dictadura del proletariado, su proyección forzosa en esa sombría Praga atrapada entre los hielos del Bloque del Este, la burocracia característica de este régimen de interminables pasillos y postergaciones, todo eso lleva a asociar lo kafkiano con lo pesadillesco de un mundo contrario al que en los buenos y malos tiempos del enfrentamiento soviético-estadounidense se llamaba “libre”. Sin embargo, más allá de la suerte corrida por el protagonista de América en esa otra novela no casualmente inconclusa, es posible aplicar con provecho el modelo ofrecido por El proceso también a la realidad capitalista, muy especialmente en el aspecto financiero, que es, como todos saben, además de su razón de ser, su vacío corazón y su pujante sistema nervioso.

El eje del mundo virtual
El eje del mundo virtual

Se recordará el aparato jurídico vigente en la novela de Kafka: sí era posible, pero nunca nadie había logrado, ser declarado inocente. Sin embargo, mediante el recurso a los mejores abogados que uno fuera capaz de pagarse, la asistencia paciente no sólo a cada una de las audiencias a las que era convocado, más que serle concedidas, sino también a las de otros acusados o a audiencias públicas, la interposición de escritos e instancias que complicaran toda decisión acerca de un veredicto o sentencia, entre otras argucias legales, y sobre todo una renuncia definitiva a demostrar uno mismo su propia inocencia, como debería entender el obstinado Josef K., se podía llevar la carga de la acusación y del crimen que la hubiera provocado durante toda la vida hasta la muerte natural. Algo así como un crédito que nunca se ha de saldar, pero que puede ser mantenido por tiempo indefinido mediante el pago de cuotas accesibles para cualquier asalariado o empleado por cuenta propia dotado de ingenio, constancia o ambas cosas. Se desconoce, como el contenido de la acusación, el capital que se ha de reintegrar, la cantidad de las cuotas pendientes o la fecha estimada en que por fin se habrá acabado de pagarlas, aunque cada uno sabe fatalmente muy bien qué es lo que debe hacer para cubrir cada una, así como la fecha a la que cada mes o cada vez expira el plazo. De la culpa a la deuda, de la letra al número: pero, así como el Pecado Original es humanamente irredimible, también el Préstamo Heredado es imprescriptible y su liquidación siempre está delante de uno. Es el futuro, siempre en fuga como la línea del horizonte, ante el que no hay que desesperar, ya que él también depende de nosotros. Pues, así como era posible, aunque se niegue a hacerlo, para Josef K. obtener la indefinida postergación de su proceso siempre y cuando se aviniera a cumplir su papel en cada instancia del sistema jurídico que lo ha incorporado, intereses, vencimientos y penalizaciones son renegociados una y otra vez sobre el abismo abierto por la liberación del capital financiero de cualquier fundamento tangible, con lo que, aunque no hay dinero capaz de pagar la cuenta, siempre hay tiempo delante para extender el crédito. De esta manera, la historia continúa: cada vez menos sobre una base material, cada vez más colgada de una red de proyecciones virtual, toda la economía vive de la irrealidad de los intercambios, que libera al comercio de responder con un objeto por cada imagen que ofrece, mientras las negociaciones sobre materias primas y demás sustancias cuyo valor no depende del intercambio imaginario ni de la comunicación se desarrollan con una dureza que constantemente amenaza convertirse en la de la guerra. Ésta es la piedra en el centro de la nube donde se puede, por el momento, siempre fugaz, gracias al crédito, flotar, precariamente, pero aún a salvo, viviendo de los frutos de las ramas más delgadas. No hay para todos, pero sólo así puede haber para tantos. Por ahora. Pero este “ahora”, en el tiempo rectilíneo uniforme de nuestro mundo sin revoluciones ni mesías, puede durar indefinidamente, mientras se extiende el crédito a manera de forma laica de la fe. Si un mesías se presentara a levantar todas las deudas, como el anterior a lavar el pecado del mundo, podemos imaginar lo que los acreedores vigentes, empeñados en que la rueda gire, harían con él. Incluso cuando, desde su punto de vista, lo esencial no es la crucifixión sino la negación.

bombin

La historia de todos los viernes

Episodio número 7 de la historia de Fiona Devon, madre portadora. Continúa el diálogo iniciado la semana anterior y se llega a un acuerdo. Sus consecuencias, el viernes 11.

la mano en la trampa
In dreams begin responsabilities (Delmore Schwartz)

Charlie, que al cabo de este enredo cree haber reconocido víctima y asesinato, si no es que se confunde con tantos otros que ha visto al detener su deriva por la planicie televisiva en el súbito pico de violencia programada, retiene la motivación económica, que es la suya en este careo, y aun cuando la loca agitación de estas mujeres, de las cuales una es suya, no deja de mostrarle al niño con dos madres como un seguro náufrago entre dos costas inciertas, tampoco permite, siendo por otra parte que se trata de dos niñas, que al apuro económico se imponga prejuicio alguno: dos madres, dos niñas, hay equilibrio, es justo, entre ellas se arreglarán; hasta Joan sabe ocuparse de Julie cuando hace falta, como esta tarde. Privilegiando el bienestar de sus dos hijas, ahora que puede, sobre cualquier desprendimiento originado en una equívoca gratitud, solidaridad ante la injusticia o sentimiento de natural abundancia por parte de su mujer, Charlie procura reducir el margen de riesgo económico implícito en esta negociación y así llega a preguntarse, con todo el optimismo de que es capaz, si no habrá modo para él de sacar algún provecho de este asunto o al menos de salir sin pérdida; ya que, después de todo, teniendo en cuenta que su deuda con el seguro va en aumento, que otros gastos amenazan y que, en definitiva, no cree que el futuro le traiga en lo inmediato ninguna oportunidad mejor, más vale que se plantee la ocasión que se le presenta positivamente y hasta con un toque de audacia: el evidente nerviosismo de la americana la hace ver como una presa posible, con algo de zorro o ciervo en la inaprensible inquietud de su mirada, en la móvil tensión del cuello expuesto, y Charlie, recordando los rodeos que debe dar el cazador antes de, fríamente, efectuar su disparo o dar el salto fatal, con cautela va aludiendo, entre los recuerdos de una soleada infancia en el Oeste y las perspectivas que el estado de California ofrece a los niños y a los jóvenes, a la ya muy prolongada imposibilidad, a causa de su estado, para Fiona de hallar empleo y aun de trabajar, a la buena voluntad que él mismo está mostrando al postergar su propia actividad para acudir a esta cita, lo que difícilmente está en condiciones de permitirse, a los sacrificios a los que se han visto obligados, de los que ofrece un par de ejemplos, por el abandono al que las dos niñas futuras se han visto sometidas, de lo que ofrece una inmediata condena, para ir poco a poco orientándose hacia el punto de definición del encuentro, donde espera que una cifra vaya a ser pronunciada. Madison ha previsto que algo así ocurriría y ha calculado, a pesar de la ausencia de fines de lucro declarada electrónicamente por todas las partes del acuerdo, cuánto podrían llegar a pedirle, si bien carece de referencias sobre los números del hipotético mercado, aunque siempre tiene presente que el tiempo juega a su favor, pues no olvida que al salir ella en su busca las niñas ya estaban allí, a juzgar por la inminencia que para este parto delata el tamaño del vientre portador; de manera que no va a precipitarse con oferta alguna sino que, reacomodando sus caderas en la silla, reafirmándose, aprovecha la última intervención de Charlie para pedir detalles sobre el origen aludido: ¿cómo llegaron los embriones a su jardín?, ¿por qué se niegan a cosechar los plantadores? Charlie sabe que al respecto no quedan respuestas pendientes, pues no habrán pasado dos días entre que recibió la solicitud de Lullaby punto com y envió a América el requerido historial completo con los certificados atestiguando la perfecta salud de las gemelas solicitadas, pero aprovecha la invitación que se le tiende para manifestar una ubicua indignación, en voz baja, eso sí, aunque no por ello pasando por alto la comparable injusticia china, contra la elección, más culpable aún por la riqueza de los genitores, que vuelve superfluo cualquier control de natalidad, de un sexo por sobre otro al que no sólo se le niega la pertenencia a una familia bajo cuyo nombre se lo ha convocado, sino al que por esta negación se lo procura privar también de vida. Percibe a su lado la aprobación de Fiona, bajo la forma de mudos asentimientos de ritmo regular que acompañan su discurso hasta un poco más allá del final, pero a Madison no se le escapa el reclamo hecho al dinero bajo la forma de reproche y juega la carta del tiempo volviendo a plantear un tema pendiente y nunca resuelto desde el primer intercambio de mails: Fiona está a punto de dar a luz, pero sería mucho más práctico que las niñas nacieran en América, lo que permitiría a sus nuevas madres asistir a la portadora mucho mejor durante el parto, en terreno conocido, además de simplificar notablemente el aspecto legal, no sólo el médico, de modo que ¿cuándo podría Fiona viajar a Los Angeles? Mientras espera la réplica, como en un ensayo, puede ver cómodamente a la pareja, que parece sorprendida, vacilar y tropezarse, confundir sus argumentos delante de su impasibilidad de espectadora, y, aunque no está claro qué es lo que ha ganado, siente que va ganando, que hace bien y se hace fuerte en su silencio, en su demora para interrumpir como los otros querrían: el marido pierde pie, alude a las dificultades que tendría para ausentarse de su trabajo nuevamente y esta vez, además, por varios días seguidos; la mujer, asustada ante el vacío que ella opone, se precipita a decir que sí, que viajarán, que primero están las niñas; a lo que él, sobreponiéndose, objeta que, al no estar su propia madre en condiciones de tolerar otra convivencia con las que ya han nacido, habrá que pensar en gastos de viaje para toda la familia, Fiona, él mismo, Joan y Julie, enumeración que completa con una furtiva mirada de reojo hacia la mirada inmóvil de la extraña frente a ellos, destino tácito de su representación. Fiona, con los ojos tan grandes como el abismo sobre el que se siente suspendida ante la incertidumbre de volar o no volar, tampoco se atreve a decir una palabra; Charlie, a solas con su discurso, lo siente resbalar y lo reafirma, repitiendo los nombres de las mujeres a su cargo; Fiona, sin la confirmación que necesita de su salvadora, intercede por ésta mostrándose patética en su lugar, suplicando por lo bajo “Charlie… Charlie…” a su marido que no cede; Madison, que no ha pedido ayuda, al fin sonríe: lo importante es que las niñas lleguen a destino, afirma, y el destino al que alude seguramente es el mundo, no tan sólo California, en las mejores condiciones que seamos capaces de ofrecerles, concluye, conciliación ambigua e insuficiente para definir obligaciones financieras, pero eficaz para hacer girar el escenario. Charlie no se atreve a plantear de nuevo la incógnita económica y así la cuestión del dinero queda otra vez en el en el aire, sobre el océano que Madison cruzó entre vagas nubes, hasta que, de golpe, lanzándose a fondo, vuelve a atravesarlo, en un nuevo relámpago, para establecer, explicándose al igual que quien expone un cálculo previamente resuelto del todo en su cabeza con el consiguiente resultado inevitable, a cuánto ascenderá la transferencia que la próxima semana ella y su compañera aportarán al viaje programado, cifra que no consentirá en variar cuando responda al correo electrónico informándole el número de cuenta correspondiente, después de lo cual nada decisivo ocurre, quedando remitida a una instancia posterior la cuestión de si esta cifra corresponde al primer pago de una deuda moral, a la entrada en una sociedad de hecho o a la huella inicial del acreedor sobre su oprimido.

continuará

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Norte y sur de la literatura americana

Inmigrantes en Ellis Island
El futuro de América: inmigrantes en Ellis Island

Hay un tema que insiste y se repite, al menos entre fines del siglo diecinueve y mediados del veinte, no sólo en la ficción sino también en los demás campos de la actividad artística norteamericana: el de la herencia cultural europea, su asimilación y su transformación por el quehacer industrial y creativo de sus ejecutores en el nuevo mundo. Deleuze comparó el sentido del conjunto propio del europeo con el del fragmento típico del americano, señalando cómo lo que abunda a un lado del océano puede escasear en el otro. El estilo fragmentario americano es reconocible en los versículos de Walt Whitman cuya forma Allen Ginsberg recuperará más tarde para ampliar el caudal respiratorio de cada entonación hasta mucho más allá de la medida regular o irregular del verso, en las voces desbocadas con que Faulkner desbordara las estructuras habituales de la frase o del relato, en las menciones y alusiones empleadas por Pound para embarcar en sus caravanas todo tipo de figuras de la historia universal (china, grecolatina, renacentista, estadounidense) que se hubieran sorprendido mucho de haber podido verse juntas en el abrupto y discontinuo viaje de los Cantos. Pero, además, ese modo de constituirse culturalmente como fragmento es también el que produce ese personaje tan característico de la literatura del período de entreguerras que es el american abroad, presente y aun central en las obras de autores como Hemingway o Gertrude Stein y, muy especialmente, en las novelas de Henry James, donde ese cuerpo extraño introducido como una astilla en otro cuerpo, social, extraño a su vez para él, paga con culpa su propia inocencia respecto del mundo que ignora tejiéndose como trama sin cesar a su alrededor. La asimilación de la cultura de la que una generación proviene, para lo que ha tenido que separarse de ella, por la generación posterior que procura reapropiársela una vez que se ha provisto de los medios materiales necesarios para acogerla y preservarla, como si se tratara de la esposa y los hijos que el trabajador inmigrante ha dejado atrás hasta que pueda pagar por la reunión de su familia en el suelo a conquistar, no es un proceso simple ni unidireccional, sino que en cambio suele devenir un fenómeno de límites difusos tanto en el tiempo como en el espacio que extiende en torno suyo sus efectos hasta ocupar, como en este caso, toda una época. De esta manera, durante toda la primera mitad del siglo pasado podemos ver, en la poesía y en la narrativa pero también en otras prácticas artísticas como la música, con figuras tales como Gershwin empeñado en sintetizar el legado clásico con el insurgente jazz, el teatro y sus contaminaciones, como el Voodoo Macbeth de Orson Welles que trasladaba el texto de Shakespeare a una isla del Caribe habitada íntegramente por negros, o el cine, obra de inmigrantes en su mayoría, un constante ir y venir entre costas enfrentadas, la de lo aprendido y la de lo improvisado, en el que es esto último finalmente lo que se impone por vitalidad triunfal y acaba haciéndose reconocer por la fuente de la herencia saqueada, expropiada, desviada e invertida, en los dos sentidos de la palabra, en la producción de una riqueza ya propia y de ahora en más influyente. Muchos habrán protestado por la falta de rigor de Hollywood en la recreación de ambientes históricos ultramarinos; poco importa eso si se lo compara con la magnitud de la energía desplegada y la capacidad de invención demostrada por lo menos en los años que llegan hasta el estallido del conflicto de Vietnam.

Tarde de circo
Tarde de circo

Una película de los hermanos Marx, At the circus, ilustra como una parábola este proceso de la manera más feliz imaginable. Como en casi todos los films protagonizados por el trío, se puede seguir aquí muy bien la circulación del dinero y su necesidad de que vuelva a fluir –es en plena depresión cuando se producen la mayoría de estas comedias- para que las cosas se muevan; de hecho, por más locuras que los hermanos se permitan en torno al hilo conductor de la trama, es la necesidad de nuevos inversores –o de viejos que reincidan- el mayor motor de la acción principal. Room service puede ser considerada, en su férrea a la vez que flexible cadena de deudas, promesas y dependencias, como una comedia sobre el crédito; aquí, en el circo en crisis, Groucho, Chico y Harpo intervendrán para que la millonaria y mecenas encarnada por Margaret Dumont pase de sostener la orquesta sinfónica dirigida por un maestro traído de Europa especialmente para la velada de gala en la que espera brillar como anfitriona a financiar el circo dirigido por su sobrino antes desheredado precisamente por dedicarse a tan bajas artes. Lo admirable es la gracia con que esta señora es humillada en sus pretensiones sin ninguna crueldad real –cuando la crueldad hubiera sido tan fácil y la agresividad hubiera sido el recurso más a mano en cualquier obra con un sesgo ideológico explícito- y cómo, absuelta después de pruebas como ser lanzada como hombre bala por el cañón en cuya boca ha caído sentada y se ha atascado, rejuvenece y encuentra una nueva vitalidad al dejarse arrebatar por el circo mientras deja que la sinfónica se aleje mar adentro en la plataforma flotante cuyas amarras se han soltado. Una victoria de la emergencia popular sobre la tradición académica en toda la línea.

Un espectáculo de Alberto Ure
Un espectáculo de Alberto Ure

Al sur del Río Grande y hasta el estrecho de Magallanes, como sabemos, ni la historia es tan pródiga en victorias ni la independencia significó un paso hacia la hegemonía y el predicamento sobre el resto del globo. El boom latinoamericano, la bossa nova, el tango y muchas otras manifestaciones artísticas originarias de estas latitudes podrán haber dado la vuelta al mundo y ejercido su fascinación e influjo sobre climas y culturas diferentes, pero de ahí a representar una posición hegemónica o siquiera una unidad o un mainstream, a la manera del american way of life o del “sueño americano” para los estados del norte, capaz de asumir en un cauce común sus muy disímiles afluentes hay una larga distancia, por no decir un salto imposible de dar. Al no haberse consolidado jamás como potencia e incluso ser más que dudosa su independencia o autodeterminación, ya tomada país por país o como continente, Latinoamérica no asimiló la cultura europea a través de victoria alguna sino que, de manera mucho más ambigua, absorbió la herencia de sus inmigrantes sin por eso tomar posesión de ella o convertirla en un capital propio que manifestara a las claras su poder sobre los proveedores de tal materia prima, aunque ésta fuera ya una elaboración, al menos a nivel local o incluso con ulteriores fines de exportación como en la otra América. Todo siguió siendo entonces más confuso, irresuelto como la cuestión de la independencia ya sea política o económica. Y así dividido, siempre dividido entre una realidad oficial y otra paralela, como solía llamarse al dólar circulante en el mercado negro, o de derecho y de facto, reconocibles a su vez como indivisibles por cada ciudadano, inseparables por ser una y la misma como sombra y reflejo de un mismo cuerpo. Todo tiene siempre dos sentidos en este mundo, y encima nada claramente definidos en sus consecuencias tanto si se trata del explícito como del que se adivina pegado a él aunque no se lo comprenda cabalmente o con mayor profundidad que su intención inmediata. Cualquier niño argentino conjuga sin dificultad la segunda persona del singular como tú, según se lo enseñan en la escuela, o como vos, según aprende en el intercambio social, y se vale de una u otra forma según se encuentre en un examen, en el recreo o en la imitación de alguna ficción televisiva, para lo cual recuperará sin error la forma más extendida en castellano a fin de oírse verosímil en su personaje. El director teatral Alberto Ure escribió en algún lado una frase memorable: “En la situación de colonizado nada puede ir muy en serio”. Pero esa aguda observación quizás no esté completa sin tener en cuenta lo que pasaba en sus ensayos, donde los actores trabajaban a menudo al borde de la carcajada, conteniendo su estallido, a partir de los textos de unos dramas y tragedias clásicos y contemporáneos, europeos y americanos, cuya puesta en escena, una vez delante del público, lo era todo menos ligera o sin consecuencias. La de la falta o hasta imposibilidad de seriedad alguna quizás sea ese constante deshacerse, caerse a pedazos, no cuajar, ese recurrente desmantelamiento de todo cuanto se edifica tan presente en la literatura latinoamericana y de manera tan paradójicamente ejemplar en ficciones como las de Onetti, sí, de quien El astillero, cuyo título no es casual, bien puede representar el paradigma al respecto.

El astillero (Juan Carlos Onetti, 1961)
El astillero (Juan Carlos Onetti, 1961)

Paisaje del cine americano

Quien no sabe mirar, no sabe leer. Quien no sabe leer, no sabe mirar.

This land is my land, this land is your land, this land was made for you and me (Woody Guthrie)

En el principio era John Wayne. La línea irregular del horizonte, una franja de cielo por arriba, otra de pasto o polvo por abajo y como nexo, vertical, pequeña sólo por la distancia, una silueta sin pasado decidida a afirmarse sobre todos los elementos: John Wayne que determina, en plena tierra de nadie, los límites de su propio territorio. Otros hombres, a los que olvidaremos, se acercan y cuestionan su derecho a esa propiedad. Wayne, que ha llegado primero, es otra vez el más rápido y dispara. Fundido. Reaparece Wayne en la llanura, leyendo la Biblia a los hombres que acaba de enterrar cristianamente. Dos rústicas cruces, más precarias que los postes de su alambrado, dan fe de su voluntad de encomendar sus actos a Dios. Libre de culpa, enfrentando las circunstancias, Wayne hace cada vez lo que es debido. “Polvo somos y al polvo volvemos”, recita de pie ante las tumbas. Polvo y pólvora son elementos primarios de la química del western, género cuyas leyes Wayne acata y sostiene. Si la justicia suele ser restablecida por el triunfo de un bueno sobre un malo en el duelo final, es porque entendemos que también en el principio un bueno se impuso, determinando un equilibrio que siempre es preciso recobrar. Pero esa escena nadie la ha visto: llegamos siempre tarde al cine, con la película empezada, y debemos conformarnos con lo que nos cuentan las representaciones antes de que, como a todo forastero, nos llegue la hora de partir sin rumbo cierto.

La historia como mito

La escena antes descrita, en cambio, podemos verla cuantas veces queramos en Río Rojo, de Howard Hawks. Se encuentra, precisamente, al principio de la película, y determina las coordenadas de una problemática que el cine americano plantea a pesar suyo una y otra vez, ya que una y otra vez regresa al mismo escenario: el mítico paisaje del Oeste, atravesado por caravanas o carreteras según el siglo, pero inflamado siempre por la misma luz de leyenda ajena al tiempo. Sin embargo, si queremos mirar con lucidez de mortales este paisaje en apariencia infinito, probablemente lo cegador de su luz pueda ser atenuado a través de una representación abstracta. Después de todo, este salvaje territorio parece hecho para la geometría; es difícil resistirse a la calidad primaria, tal vez primordial, de sus elementos. Siendo así, quizás la pureza irreal de líneas y planos permita expresar mejor que la fotografía la universalidad del problema que la cámara viene, o vuelve, a examinar.

La naturaleza como espectáculo

Como un cineasta, un pintor encuadra. Y lo primero que salta a la vista en esta locación es la determinante horizontal ininterrumpida. Nada ofrece un marco natural al ojo, que debe decidir por sí mismo y no con poca arbitrariedad los límites de la representación. Pero, a la vez, la misma llana inmensidad impone a la mirada un recorrido: a lo largo y a lo lejos, escrutando el peligroso límite de la tierra con los párpados entrecerrados por una luz ardiente que inclinará al pintor a los contrastes violentos. Este paisaje abstracto, de sombríos trazos negros sobre una superficie que vira del ocre al azul radiante, ha de ser una pintura apaisada, cuyas medidas y proporciones corresponderán idealmente a las del cinemascope, formato puesto por Hollywood al servicio de la monumentalidad del gran espectáculo en oposición a la cotidiana invasión televisiva. Llegados a este punto, no debemos olvidar que, mucho antes de prestar marco a las fingidas aventuras de hebreos y romanos, el diseño horizontal era una tradición profundamente arraigada en la cultura norteamericana.

Un espacio a la medida del hombre

Frank Lloyd Wright no fue sólo un arquitecto innovador. Fue también un hombre apegado a su suelo que, mientras sus compatriotas sucumbían a la influencia del Estilo Internacional llegado de Europa, siguió tomando como fuente de inspiración el paisaje de su país. A la tradición constructiva urbana europea, centrada en el diseño racional y basada en criterios lógicos y funcionales, a esos muros de vidrio, hormigón y acero que le hacían pensar en un mundo colectivista e inhumano, Wright opuso una arquitectura autóctona, representada por las casas rurales del Medio Oeste y de las praderas. Frente a las construcciones europeas, sólidas, inmutables y permanentes, la casa americana típica se plantea como un organismo en constante evolución, del cual se construye en principio sólo el hogar, al que se irán incorporando, con el tiempo y en sentido horizontal, según pueda y necesite la familia, nuevas dependencias. A partir de esta concepción, ligada al sueño americano de empezar desde cero y tener un hogar propio, Wright desarrolló su concepto del edificio como un todo orgánico, semejante a un ser vivo, capaz de convertirse en el centro de un universo unificado; un hogar integrado en el paisaje y el clima locales, que permitiría a sus habitantes vivir en armonía con su entorno y hallar lo que llamó la “gran paz” para llevar una vida plena y no convencional.

Nunca podremos volver a casa

Este deseo de encontrar un lugar de pertenencia, un hogar, es uno de los temas constantes del folklore americano, cuyos creadores e intérpretes han sido no por casualidad cantantes vagabundos, apegados sobre todo a sus guitarras, sus botas y las vías del tren. Un ejemplo es Woody Guthrie, autor de la canción folk por excelencia, Esta tierra es mi tierra, quien se negaba a dormir en camas argumentando que era “un hombre de la carretera” y no quería “volverse blando”. Semejante contradicción entre el compromiso con un lugar y el sentimiento de desarraigo es también el tema de Nicholas Ray, cineasta en quien se cruzan varias de las referencias dadas. Experto en folk, discípulo de Frank Lloyd Wright en su juventud, Ray explicaba su repetida elección del cinemascope como una preferencia por la línea horizontal, esencial en el trabajo de su maestro y sobre la cual él mismo pudo asentar una visión particular. Esta consistía en la integración, dentro de una composición móvil, de elementos conflictivamente distribuidos a lo largo de la pantalla; personajes, objetos y acciones que, al ser puestos en relación por intencionados movimientos de cámara y una elocuente planificación, ponían de manifiesto a su vez, desde distintos ángulos, la problemática que los agitaba. Otros artistas esenciales en la evolución de la cultura norteamericana trabajaron en sentido horizontal: Jackson Pollock pintó el universo en enormes telas apaisadas que apoyaba en el suelo, y poetas tan representativos de la tradición americana como Walt Whitman y Allen Ginsberg prefirieron, a la sucesión vertical de versos breves, el despliegue de largos versículos a través de la página. Sin embargo, como si el país no estuviera dispuesto a alojar su propia cultura, ninguno de estos testimonios ilustra la armonía deseada por Wright. En este sentido es muy significativo el título de la última película de Nicholas Ray, Nunca podremos volver a casa, realizada con pantallas múltiples que ponen diversas imágenes en relación sin llegar jamás a integrarlas en una imagen total. Esta obra de los años setenta, testimonio tanto de la generación nacida con Ray a comienzos del siglo veinte como de la de sus discípulos y colaboradores, nacida a mediados del mismo siglo, plantea el conflicto civil de su país como insoluble dentro de las condiciones impuestas en la época. Para entonces, como Guthrie, Ray no toleraba dormir en camas; sólo que, a diferencia del cantante cuarenta años atrás, el cineasta no vinculaba la posición horizontal con el descanso sino con la muerte, tan presente en Estados Unidos durante aquellos años de guerra en Vietnam, disturbios raciales y políticos, creciente consumo de drogas y manifestaciones de todo tipo de esperanzado o desesperado descontento. Jackson Pollock, muerto en un accidente automovilístico como los que solía reproducir Andy Warhol, no había quedado solo en la carretera. ¿Qué puede decirnos el clásico paisaje americano sobre tantas dificultades para arraigar en él?

El hombre del oeste

Situémonos de nuevo ante el muro, ya que un caballete no podría contener esta pintura renuente a ser abarcada de un vistazo. Sobre este fondo de apariencia infinita y líneas primordiales, anterior a las convulsiones que acabamos de describir, es hora de plantar una figura. John Ford, que nunca filmó un paisaje vacío, puede prestarnos a su protagonista más emblemático: nuestro ya conocido John Wayne, mejor de a pie que a caballo por más sólido, monolítico, como un faro en el desierto al que caracterizaremos con un recto trazo grueso vertical. Ya está. Una brusca alteración en el manso devenir horizontal, una simple interrupción que por su mera y singular aparición hace que todo gire en torno suyo. Acerquémonos. Tal vez sobrevivamos. Después de todo, la confrontación entre Wayne y un partener que lo cuestiona, como Montgomery Clift en Río Rojo, es una situación casi tan repetida por el cine americano como el regreso a este paisaje. ¿Se mostrará hostil el ganadero, o simplemente nos mirará sin entendernos como a Clift cuando pone en duda sus decisiones sobre el rumbo del arreo?

Tema del traidor y del héroe

Jorge Luis Borges destaca en uno de sus prólogos lo que él llama “la obsesión ética de los americanos del norte”. En otra nota señala cómo el cine estadounidense propone una y otra vez a la admiración del espectador la aventura de un detective o reportero que traba amistad con un gangster para después traicionarlo denunciando sus crímenes. “Para nosotros”, concluye Borges refiriéndose a los argentinos, “ese hombre es un canalla”. El canalla al que se refiere no es el gangster. Para los argentinos, entiende Borges, por encima de todo está la lealtad entre individuos a que obliga la amistad; para los americanos, en cambio, la obligación primera es hacia una ley equitativa que no hace diferencias entre los ciudadanos. ¿Pero es tan transparente esta rectitud? ¿O una vez más descubriremos, en palabras de Gilles Deleuze, que allí donde creíamos que había ley sólo había deseo?

La ley es la estrella

Retomemos el sueño americano primitivo: empezar desde cero y tener un hogar. Con ese deseo llega Wayne al paisaje del que hemos hecho abstracción. En ese ilimitado mundo horizontal planta sus postes y, al establecer una presencia humana donde a sus ojos no la había, funda sin proponérselo un espacio y una ley. Ya que él no reflexionará sobre ello, tendremos que hacerlo nosotros. Empecemos entonces por entender bien su proceder: al demarcar su territorio, Wayne, el pionero, no se pone un límite a sí mismo, sino a los demás; en otras palabras, señala una propiedad. ¿Qué ley lo autoriza? La ausencia de ley, justamente, que hará lugar al derecho adquirido por la fuerza de quien ha llegado allí primero. En este anudamiento entre la instauración de la propiedad privada y un derecho que se establece por su propia afirmación, queda enunciado un tema al que el cine local no dejará de volver tantas veces como al territorio donde la cuestión es planteada.

Una gran verdad

Jean Renoir, cineasta realista, contradijo la opinión en boga en su época afirmando que no hay realismo en el cine americano, sino una gran verdad. De esta manera lo caracterizaba como un cine mítico, o sea ejemplar, cuyo reconocimiento en todo el mundo sólo confirmaba su universalidad. El valor de un mito puede ser, como ejemplo, positivo o negativo, pero su fuerza radica en lo que aporta a la identidad de sus herederos. El pionero, que avanza hacia lo desconocido y funda su hogar en tierra de nadie, imponiendo su voluntad y su parecer sobre un mundo nuevo, endeuda a las generaciones venideras con un modelo ineludible. En un film como Shane, de George Stevens, observamos en qué está centrada la cuestión del derecho: en la propiedad de la tierra, que los granjeros vienen a disputarle a los ganaderos décadas después de que éstos establecieran sus latifundios en territorio salvaje. El progreso exige nuevos colonos, y los ganaderos deberán reducir sus propiedades en favor de los granjeros; pero, aunque éstos conquisten la realidad, serán en cambio los vaqueros, los representantes del viejo Oeste, quienes resulten inmortalizados en el mito. Es decir que, por debajo de la democracia, el derecho ilimitado a la propiedad privada persistirá como ideal y determinará en gran medida las reglas de juego, bajo las formas de la iniciativa privada.

I'm a stranger here myself

La mayor o menor capacidad para lidiar con este modelo se reflejará en el tratamiento formal del espacio por parte de los cineastas americanos. Clásicos como Ford o Hawks, capaces de arraigar en Hollywood y construir un cuerpo de obra sólido a lo largo de varias décadas, presentarán sus conflictos dentro de un espacio integrado, que muy a menudo será el del paisaje horizontal que hemos pintado. Lo filmarán en largos y elegantes planos abiertos, mostrando un mundo real y entero, capaz de contener y resolver sus problemas. Ya hemos visto en cambio el caso de Nicholas Ray, cuya visión termina desgarrada en una multiplicidad de pantallas irreconciliables. Pero existe otro director que, luego de un fulgurante comienzo en Hollywood, siempre fue un extraño allí. Me refiero a Orson Welles, el más cosmopolita de los cineastas de su país, quien desde su primera hasta su última película mostró un espacio fragmentado tanto por el montaje como por la variedad de las locaciones. Sus obras, realizadas en ciudades diversas que simulaban ser una, en territorios divididos por fronteras o atravesados por personajes de dudoso pasaporte, ilustraban su propia experiencia vital de expatriado. La extraterritorialidad elegida por un hombre tan comprometido políticamente, ¿no indica algo sobre la tierra de la que viene?

Ciudadano Welles

Al referirse a los delatores del período McCarthysta, durante el cual él mismo abandonó Hollywood, el ciudadano Welles declaró lo siguiente: “De mi generación somos muy pocos los que no dimos nombres de otras personas. Semejante traición difiere de la de un francés, por ejemplo, que fue delator de la Gestapo para poder salvar la vida de su esposa. Lo malo de la izquierda americana es que traicionó para salvar sus piscinas.” Esta es la cuestión. Westerns, videoclips, road movies y películas de todo género aún presentan el regreso al paisaje primordial del Oeste como la búsqueda, y a veces el hallazgo, del espacio igualitario y abierto que sugiere la horizontalidad del terreno. Sin embargo, films como Easy Rider o Thelma & Louise nos muestran el breve destino de aquellos que se aventuran sin un proyecto económico en ese territorio, salvaje pero no libre, donde el colono sin vecinos fundó una vez su rancho y el deseo de crecimiento ilimitado echó raíces. En el paisaje horizontal, verticalmente, se alza ineludible un signo de propiedad: no leerlo es ignorar en qué lugar nos encontramos y, para mayor peligro, los valores en él vigentes, las leyes que lo gobiernan y su principio rector.

Wild America by Warhol