Cuestiones de estilo 3: El estilo de una década

Campaña de aggiornamiento de la revista Rolling Stone en los años 80

La música pop de los años 80, edad de oro de la industria discográfica, seguía la misma estética que la entonces pujante industria automotriz, en aquel tiempo dotada de rostro humano: el de Lee Iacocca, protagonista de tantos comerciales, reportajes y estudios de mercado de la época, cuya autobiografía, publicada en 1983, fue un sonado best seller. Máxima potencia, máximo confort: también la música ofrecida a toda hora por la radio y puesta en escena en multitudinarios festivales respondía a esa alianza entre valores masculinos y femeninos bajo el signo de lo superlativo. Rasgos característicos de las grabaciones de esos viejos días de conversión del vinilo en CD: ampuloso colchón de teclados, estridente distorsión guitarrera, ostentosa contundencia percusiva, brillo cegador de los metales, precipitados efectos electrónicos y el entusiasmo como único modo de voces virtuosas o vulgares; en síntesis, brutal aumento de volumen en todos los sentidos (“…el ánimo de imponerse por el volumen en lugar de por la proporción…”, Mauricio Wacquez, Frente a un hombre armado), con la consiguiente voluntad de ocupar todo el espacio. Cada uno de esos estadios colmados representa en plenitud al oyente ideal, arrollado y arrullado por la superposición de coincidencias en que se lo incluía (U2: you too). Del rock como callejón de fuga al pop como plaza mayor: la “brecha generacional”, definitoria durante las décadas anteriores, zurcida ahora por el envejecimiento de los antiguos rebeldes y el advenimiento de una nueva generación de consumidores que, entre ambos grupos, ensanchaban hasta más lejos que nunca las fronteras de un mercado y una industria. Reconciliación en el seno circular del estadio lleno hasta desbordarse, bajo el ritual de un público anónimo respondiendo a un coro de estrellas con el mismo estribillo que éstas, a modo de ejemplo, acaban de entonar. Cicatrización, decisión de dejar el pasado atrás, o más bien debajo. Campaña de relanzamiento de la revista Rolling Stone: Perception (imágenes de hippies y beatniks entonando sus obsoletas protestas) / Reality (imágenes de emprendedores calzados con zapatillas construyendo la nueva realidad). Relativo desconcierto de rockeros cuarentones, sin saber cómo mantener joven su música prescindiendo de los trucos de técnicos y ejecutivos, lo que aún puede escucharse en esos discos con una claridad que entonces la inmediatez volvía imposible. Amarga queja de Dylan: “Antes hacía los discos en tres días, ahora tengo que pasarme tres semanas metido en un estudio.” Nueva técnica y nuevo sonido, flamante pero sin huellas de experiencia, refractario en el fondo a la evocación, afín en cambio al neo futuro sin memoria. Novedad sin revuelta al servicio de la restauración: era Reagan, lento entierro progresivo del cine de autor por el despliegue de la industria, el instinto de conservación del público y la devaluación de los talentos invertidos, Bertolucci, Wenders, toda esa generación aún joven que fue muriendo (Fassbinder, Eustache), retirándose (Skolimowski, Schroeter) o decayendo (Coppola, Zulawski), nombres propios de una historia con desenlace prematuro y secuela revisionista o mitómana. Sam Shepard había entrevisto este vacío revestido de esplendor, como una armadura victoriosa y a la vez deshabitada, en una obra teatral escrita ya en 1972, cuando el glam rock anunciaba el próximo dominio, en la música popular, de la imagen sobre el sonido. En The Tooth of Crime, un rockero rebelde de la vieja escuela es vencido, bajo reglas que no acierta a entender y a causa de eso, en un duelo de estilo por un rival que ha logrado liquidar sus orígenes y recrearse de acuerdo a una imagen mucho más completamente que él; de hecho, su imagen ya no es una máscara, por más expresiva o elocuente que pueda ser la del derrotado, sino  su propia esencia, no por lo expuesto en su superficie sino por la ubicuidad del vacío que guarda. Al vértigo de ese vacío responde la altisonancia de la fachada vuelta en dirección opuesta, por más que ésta ofrezca también alguna sombra de apariencia alternativa: la moda unplugged, el movimiento opuesto al de Dylan cuando en los 60 se colgó la guitarra eléctrica. Recurso formal ahora, variante suave del exteriorismo ambiente. La moda femenina en los 80 compartía esta estética automotriz no menos que la música: estridencia de líneas y colores, aspecto general recién pintado, ángulos y curvas en relieve, calzado competitivo, maquillaje de guerra, peinados firmes como fortalezas, agresividad y opulencia. Mujeres metálicas y neumáticas. Cuerpo de baile: yuppies de ambos sexos con anteojos negros por la Quinta Avenida, sonrisa soberbia reservada o radiante sobre angulosos mentones levantados, hombros que exigen el ensanchamiento de puertas, calles y corredores. La música para este desfile es una marcha, ni militar ni civil pero triunfal: se baila con pasos rígidos y el único riesgo es caer, pero esto sólo ocurre si uno se mira los pies y así ve el suelo.

2015

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Andrzej Zulawski: “La literatura es una manera de vivir”

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El Zulawski que no hemos visto

Descubrí a Andrzej Zulawski en 1986, cuando estrenaron en Buenos Aires La mujer pública. Era una película que el público amaba y defendía u odiaba y atacaba. En esos años la vi varias veces en distintas salas de reposición, volviendo a encontrar a otros reincidentes y desconocidos espectadores de funciones anteriores. Como ellos, busqué el resto de la producción de Zulawski y debí conformarme con ver varias veces las mismas películas –Lo importante es amar, Posesión, más raramente, por su menor circulación, La tercera parte de la noche, la opera prima que más me ha impresionado de cuantas conozco-, ya que las otras eran prácticamente inaccesibles. A veces, una noticia en revistas de cine o hasta en la sección cultural de algún diario sobre nuevas o viejas aventuras del polaco, que por ejemplo había recuperado el material incautado en su momento por el estado polaco y había podido acabar diez años más tarde Sobre el globo de plata, rodada en Mongolia como escenario de la superficie de la luna. Sus admiradores devorábamos cuanta información nos caía, en cuentagotas, sobre su persona, pero no fue hasta la era de internet que fuera de Francia o Polonia pudimos darnos una pálida idea de la magnitud de su labor literaria, creada en paralelo a la cinematográfica y aún por descubrir para casi todo el mundo. A las quince películas que logró rodar, para reunir sus obras completas es necesario agregar una veintena de libros, la mayor parte novelas, de una complejidad y una intensidad parejas con las de su propio cine. Sólo que, a pesar de tratarse del mismo imaginario y la misma experiencia, ya por su diversidad concreta un medio de expresión no es redundante con otro. Además de las varias películas suyas que a pesar de su renombre permanecen casi en la sombra debido a su escasa distribución, incluso en DVD, Zulawski tiene toda una obra literaria por ser descubierta más allá de las fronteras del francés y del polaco, su lengua madre, dominada por muchos menos y de la que aún algunos libros no han sido traducidos a ninguna otra. En esta entrevista Zulawski habla de esa parte de su trabajo, tan importante como el cine pero mucho menos conocida.

Has escrito de manera incesante durante cuarenta años incorporando todas tus experiencias personales en el fluir de tu tinta. En tus novelas, la vida es injertada brillantemente en el arte y viceversa. “Los libros no se escriben a partir de nada”, escribiste. ¿Cómo das a tu biografía una forma literaria?

No es realmente biografía. Antes hablaría de “novela de uno mismo” (Self Novel). Por supuesto, no todos los libros que escribí lo son. Hay algunos ensayos, otros libros que son completamente diferentes, e incluso algunos con un protagonista distinto. Pero la parte más importante de mi trabajo es ésa. ¿Qué tiene de bueno vivir, por otra parte, si no puedes amar la música, la literatura, la pintura, el cine, todo lo que (tontamente) se llama arte. ¿Qué significado tiene la vida si ella misma no puede ser usada?

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Andrzej Zulawski, Romy Schneider y Jacques Dutronc de estreno

“Al menos una línea al día debería dirigirse contra uno mismo”, has escrito también. ¿Podrías desarrollar este concepto?

El mayor riesgo es enamorarse de uno mismo, estar contento consigo mismo, hasta el punto de convertirse, creo, en un insoportable personaje autoindulgente muy contento de ser él o ella mismos. Yo no estoy contento en absoluto de ser quien soy, pero al mismo tiempo no estoy disgustado con ello. Es como es. Nunca pedí nacer. Pero estoy aquí. Y si éste es mi pensamiento, debo volcarlo. Y esta clase de línea contra uno mismo es una línea de vida, es salvadora. No querría convertirme en un insufrible hombre de letras como hay tantos en Francia, por ejemplo.

En la introducción a la edición francesa de tus novelas dices: “Escribo porque soy director. Filmo porque soy escritor.” ¿Cuáles son las principales relaciones entre cine y literatura?

Es una pregunta enorme. A menudo hablamos de ella, pero yo simplemente diría que el cine cambió la literatura, se introdujo en ella y provocó no tanto una revolución como una evolución hacia algo distinto de lo que la literatura era antes de la invención del cine. Y a la vez no hay cine sin literatura porque el guión mismo tiene que ser escrito.

Por fin en tu laboratorio de escritura. Siempre escribes en tinta. ¿Qué representa semejante opción en estos días de tecnología? ¿Tiene alguna influencia en tu estilo?

No escribimos con nuestros ojos. Los que escriben con sus ojos son los mismos que escriben en su computadora, y esto se percibe de inmediato. La literatura de todos los tiempos ha sido hecha de manera muy física, muy sensual. Hay una profunda conexión entre el gesto de dibujar una letra, una palabra, una oración, y tu mano, el papel y su textura, la pluma que lo rasca y el ruido que hace. Pone todos tus sentidos en movimiento. Los que escriben en su computadora sólo usan sus ojos. Lo confirmo: ¡escribir es una actividad física!

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Literatura polaca

¿Cuáles son tus rituales de escritor? ¿Cuántas horas al día pasas escribiendo? ¿Escribes metódicamente cada día, inspirado o no?

Escribo muy rápido porque pienso durante mucho tiempo y muy lentamente. Algunos de mis libros los he pensado durante cinco, seis años antes de sentarme en mi escritorio para escribirlos. Después de rumiarlo todo como hacen las vacas, me siento. A esa altura, ya sé lo que debo hacer y hago lo que quiero. Mis rituales son muy simples. Me levanto a la mañana y tomo café. Me siento en mi escritorio y empiezo a trabajar hasta el momento en que sé que podría seguir escribiendo, pero también que podría hacerlo mejor al día siguiente. No debes vaciarte del todo, sino dejar tus ideas flotando.

Al leer tus novelas, uno piensa en la escritura automática de los surrealistas y en la prosa espontánea. Kerouac animaba a escribir en un estado de completa excitación, rápidamente, hasta tener calambres de acuerdo con las leyes del orgasmo. Una escritura interminable, como en una especie de trance.  ¿Está esto cerca de tu propio método? ¿Cuán importante es la revisión en tu proceso de escritura?

La revisión es importante. Fue importante durante mucho tiempo. Para mí es el momento en que paso a máquina el texto escrito a mano. Y mi máquina de escribir no es electrónica, es una máquina vieja cuyos tipos golpean el papel con las letras. Es una especie de tipografía. Y todo esto permite el control y la objetividad. En otras palabras, si escribes tu libro en la computadora y haces la revisión en la computadora, no vuelve realmente a escribirlo, tan sólo mueves las frases, cortas y pegas. Es una cosa completamente diferente. Mientras que cuando pasas a máquina el texto escrito a mano te concentras muy bien y diriges el conjunto. Me di cuenta de que cuantos más libros escribía menos editaba, y esto sencillamente porque el trabajo había sido hecho con cuidado antes. Luego el tercer momento es quizás el más importante; es cuando el libro sale de ti, el editor te envía las pruebas y debes leerlas. Y cuando lees las pruebas con la pluma en la mano, el libro extrañamente ya no parece tuyo; es el momento en que empiezas a mirarlo no sólo con tus propios ojos, sino a través de una mirada exterior: los ojos del mundo.

Has escrito más de veinte libros. ¿A cuál te sientes más apegado?

No, no me siento particularmente apegado a uno u otro. Son tan diferentes entre sí que sería como preguntarse si uno prefiere las patatas o los pasteles, o al revés. A un hombre normal le encanta todo esto. Estoy apegado a todos ellos o desapegado de la misma manera.

¿Hay escritores que consideres fundamentales en la formación de tu conciencia literaria?

Sí, sin ninguna duda. Stendhal, Tolstoi, Dostoyevski, Conrad, Kafka, Joyce, Hemingway, Singer, Gombrowicz, Thomas Bernhard. Hay muchos; para mí la literatura es una especie de árbol, y es asombroso ser una pequeña rama con hojas en un árbol tan grande, sin que esta rama tenga que verse necesariamente igual a otras.

Dostoyevski escribió acerca de la acción literaria como una razón para vivir. ¿Dirías lo mismo de ti?

No, no es una razón para vivir. Vivimos a pesar de nuestra voluntad. Nadie nos pidió que viniéramos a este mundo, nadie pidió mi permiso. Pero escribimos porque queremos escribir. Puede ser diferente de un escritor a otro, pero para mí escribir no es una razón para vivir, es una manera de vivir.

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El estilo de una década

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Hombro con hombro

La música pop de los años 80, edad de oro de la industria discográfica, seguía la misma estética que la entonces pujante industria automotriz, en aquel tiempo dotada de rostro humano: el de Lee Iacocca, protagonista de tantos comerciales, reportajes y estudios de mercado de la época, cuya autobiografía, publicada en 1983, fue un sonado best seller. Máxima potencia, máximo confort: también la música ofrecida a toda hora por la radio y puesta en escena en multitudinarios festivales respondía a esa alianza entre valores masculinos y femeninos bajo el signo de lo superlativo. Rasgos característicos de las grabaciones de esos viejos días de conversión del vinilo en CD: ampuloso colchón de teclados, estridente distorsión guitarrera, ostentosa contundencia percusiva, brillo cegador de los metales, precipitados efectos electrónicos y el entusiasmo como único modo de voces virtuosas o vulgares; en síntesis, brutal aumento de volumen en todos los sentidos (“el ánimo de imponerse por el volumen en lugar de por la proporción”, Mauricio Wacquez, Frente a un hombre armado), con la consiguiente voluntad de ocupar todo el espacio. Cada uno de esos estadios colmados representa a su oyente ideal, arrollado y suspendido por la superposición de coincidencias en que se lo incluía (U2: you too). Del rock como callejón de fuga al pop como plaza mayor: la “brecha generacional”, típica de las décadas anteriores, zurcida ahora por el envejecimiento de los rebeldes de ayer y el advenimiento de una nueva generación de consumidores que, entre ambos grupos, ensanchaban hasta más lejos que nunca las fronteras de un mercado y una industria. Reconciliación en el seno circular del estadio lleno hasta desbordarse, bajo el ritual de un público anónimo respondiendo a un coro de estrellas con el mismo estribillo que éstas, a modo de ejemplo, acaban de entonar. Cicatrización, decisión de dejar el pasado atrás, o más bien debajo. Campaña de relanzamiento de la revista Rolling Stone: Perception (imágenes de hippies y beatniks entonando sus obsoletas protestas) / Reality (imágenes de emprendedores calzados con zapatillas construyendo la nueva realidad). Relativo desconcierto de rockeros cuarentones, sin saber cómo mantener joven su música prescindiendo de los trucos de técnicos y ejecutivos, lo que aún puede escucharse en esos discos con una claridad que entonces la inmediatez volvía imposible. Amarga queja de Dylan: “Antes hacía los discos en tres días, ahora tengo que pasarme tres semanas metido en un estudio.” Nueva técnica y nuevo sonido, flamante pero sin huellas de experiencia, refractario en el fondo a la evocación, afín en cambio al neo futuro sin memoria. Novedad sin revuelta al servicio de la restauración: era Reagan, lento entierro progresivo del cine de autor por el despliegue de la industria, el instinto de conservación del público y la devaluación de los talentos invertidos, Bertolucci, Wenders, toda esa generación aún joven que fue muriendo (Fassbinder, Eustache), retirándose (Skolimowski, Schroeter) o decayendo (Coppola, Zulawski), nombres propios de una historia con desenlace prematuro y secuela revisionista o mitómana. Sam Shepard había entrevisto este vacío revestido de esplendor, como una armadura victoriosa y a la vez deshabitada, en una obra teatral escrita ya en 1972, cuando el glam rock anunciaba el próximo dominio, en la música popular, de la imagen sobre el sonido. En The Tooth of Crime, un rockero rebelde de la vieja escuela es vencido, bajo reglas que no acierta a entender y a causa de eso, en un duelo de estilo por un rival que ha logrado liquidar sus orígenes y recrearse de acuerdo a una imagen mucho más completamente que él; de hecho, su imagen ya no es una máscara, por más expresiva o elocuente que pueda ser la del derrotado, sino  su propia esencia, no por lo expuesto en su superficie sino por la ubicuidad del vacío que guarda. Al vértigo de ese vacío responde la altisonancia de la fachada vuelta en dirección opuesta, por más que ésta ofrezca también alguna sombra de apariencia alternativa: la moda unplugged, el movimiento opuesto al de Dylan cuando en los 60 se colgó la guitarra eléctrica. Recurso formal ahora, variante suave del exteriorismo ambiente. La moda femenina en los 80 compartía esta estética automotriz no menos que la música: estridencia de líneas y colores, aspecto general recién pintado, ángulos y curvas en relieve, calzado competitivo, maquillaje de guerra, peinados firmes como fortalezas, agresividad y opulencia. Mujeres metálicas y neumáticas. Cuerpo de baile: yuppies de ambos sexos con anteojos negros por la Quinta Avenida, sonrisa soberbia reservada o radiante sobre angulosos mentones levantados, hombros que exigen el ensanchamiento de puertas, calles y corredores. La música para este desfile es una marcha, ni militar ni civil pero triunfal: se baila con pasos rígidos y el único riesgo es caer, pero esto sólo ocurre si uno se mira los pies y así ve el suelo.

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Fantasma subiendo una escalera

Un instante tan ancho como largo es el tiempo
Un instante tan ancho como largo es el tiempo

Como William Faulkner, Juan José Saer hizo del territorio en el que vio la luz por vez primera un cosmos capaz de dar carácter universal al paisaje local que le sirvió de modelo. Tanto el nativo de Mississippi como el de Serodino crecieron en un medio rural al que no dejaron una y otra vez de volver mientras crecían sus propias obras, marcadas quizás debido a esta causa por una presencia de la naturaleza mucho más fuerte de lo habitual en la más habitualmente urbana literatura contemporánea. Naturaleza “naturada” y “naturante”, como diría Spinoza, ya que en ninguno de los dos casos se trata de un fondo para la acción ni tan sólo del esplendor de lo creado, sino del propio magma universal –el fuego de Heráclito- creándose continuamente a sí mismo a través de todas sus expresiones, las criaturas humanas entre ellas.

Como Faulkner, aunque más por vocación que por lucro, Saer se acercó al cine, al que más de una vez, como el sudista, logró vencer en su propio terreno sin otras armas que las de su propio arte, la solitaria y humilde escritura. Ninguna persecución cinematográfica, y las hay extraordinarias, logra alcanzar el punto de incandescencia, en el frote implacable entre acción y significado, que vuelve inolvidable la experiencia de leer el final de Light in August, donde el mulato Joe Christmas es perseguido para ser linchado por una horda bajo el liderazgo de un “nazi” estadounidense imaginado, como advirtió y declaró alguna vez el autor, “antes de que los nazis existieran”. Ni ha logrado ninguna cámara, ningún micrófono, captar con todos los sentidos “la trepidación silenciosa de lo que es” con el poder de evocación característico del escritor que firma esta expresión, en cuyos textos lo visual tanto colma como vacía o desborda marcos y encuadres, el chisporroteo de la brasa bajo la parrilla puede oírse así como el asado olerse, el calor del día y la rugosidad de los árboles sentirse, al igual que la temperatura del río, y hasta el sabor de la carne o del pescado se hace palpable de un modo que sólo llega instantáneamente al lector mediante una composición minuciosa y no a través de la reproducción literal, por más atenta o ingeniosa que ésta sea, del objeto de los sentidos en cuestión. Es la materialidad de la pintura, lograda pincelada a pincelada desde el primer momento de su aplicación en la tela, a la que la fotografía, fantasmal por definición, condición de la que depende por otra parte su encantamiento, no puede aspirar. Y es también la vía de superación, por quien lo leyó y hasta tradujo (Tropismes, Nathalie Sarraute, 1939, ampliado en 1957, traducción de Saer de 1968), del nouveau roman, que en su denuncia práctica de las discretas convenciones del realismo naturalista suele, como efecto colateral, aplanar en imágenes lo real y perder esa dimensión, la tercera, por la que el cuerpo sale de los planos de la mente. Vía que el propio nouveau roman no encuentra al rizar el rizo en su versión cinematográfica, como puede verse en las películas de Robbe-Grillet o de Marguerite Duras, que, comparadas con la experiencia propuesta en sus novelas, resultan, en general, con un tono más humorístico o más serio, algo así como hipótesis, por intangibles, tan poco comprobables como se puede imaginar que quieran ser pero, por eso mismo, pobres en conclusiones y en última instancia en sentido: afluentes del callejón sin salida alcanzado por las narrativas de vanguardia hacia 1980.

Saer estando
Saer estando

Saer sintió también la atracción, por no decir la tentación, del cine, que contó ocasionalmente con él como guionista y profesor. Y quizás sea en sus textos más radicales, como El limonero real o Nadie nada nunca, donde más y mejor pueda advertirse, no tanto una influencia del cine en su narrativa, como el uso posible del cine para plantearse, desde la literatura, cuestiones acerca tanto de la percepción y su expresión como de la relación entre el espacio y el tiempo, puestas en juego en una escritura que, rehusando en general los tópicos del imaginario novelesco, prefiere avanzar por el borde del lenguaje, los límites de lo decible y las posibilidades de significar, para traducir, al dar cuenta de unos hechos, un contenido diverso de los presupuestos por géneros y convenciones. En este empeño, el cine es útil no sólo para tomarle prestadas técnicas en el tratamiento de lo durable y de lo extenso, sino también para contar, desde el interior de la escritura, con un exterior también artístico o estético que, por emplear un lenguaje distinto al suyo, permita dejar en suspenso tópicos y giros que parecen garantizar un sentido donde sólo hay un hábito.

Sin embargo, no es el cine el modelo que orienta la construcción de su narrativa. Ni siquiera, descartados ya el cine dramático, de acción o de suspenso más corrientes, el cine de autor o el de vanguardia. Ya que, en última instancia, el objetivo hacia el que apunta Saer, el objeto mismo de su representación, resulta hasta incompatible con el cine. Pues no es algo que se pueda seguir ni fijar con cámara y micrófono de manera que pruebe su existencia, sino esto que puede en cambio decirse al final de Nadie nada nunca: “el lapso incalculable, tan ancho como largo es el tiempo entero, que hubiese parecido querer, a su manera, persistir” y que “se hunde, al mismo tiempo, paradójico, en el pasado y en el futuro, y naufraga, como el resto, o arrastrándolo consigo, inenarrable, en la nada universal”. Es decir, algo que puede ser nombrado y descrito con una claridad con la que no puede ser mostrado y que pertenece, siendo así, más al terreno de lo verbal, paradójicamente en apariencia, al ser concreto, que al de un registro audiovisual que jamás podría abarcar un lapso incalculable, pues cuanto se filma se puede cronometrar. ¿Y cómo encuadrar, qué mostrar de “un lapso (…) tan ancho como largo es el tiempo entero”? La suma de los tiempos no es alcanzable para un arte temporal y por eso marca así también un límite a la narrativa: la novela termina con esto, que es decible pero “inenarrable”.

En la zona
En la zona

Sin embargo, este “corte” respecto al cine no lo es respecto a la imagen sino, antes, a su reflejo del tiempo lineal, se monte como se monte; es una aspiración de eternidad y totalidad no abstractas que, curiosamente, separándose de ese reflejo en continuado debido al cine que hoy nos acompaña día y noche, encuentra una de sus representaciones posibles en un fenómeno manifiesto de manera especialmente gráfica en el proceso que condujo a la invención del cine: la súbita simultaneidad de tiempos sucesivos que puede apreciarse no en una proyección, sino en los veinticuatro fotogramas que podemos ver a la vez en un segundo de cinta de celuloide. El Aleph (Borges), Here Comes Everybody (Joyce en Finnegans Wake), el Desnudo bajando una escalera de Duchamp: distintas variaciones de una misma simultaneidad de instantes sucesivos desplegada en el espacio por la descomposición del movimiento, en una figuración según la cual el hombre puede aparecer a la vez como animal de cuatro, dos y tres patas, y de la que Saer ofrece su versión en La mayor (1971), posiblemente su texto más radical y seguramente uno de los más importantes de la literatura argentina de los últimos cincuenta años.

El comienzo es ya bastante célebre: “Otros, ellos, antes, podían.” Se refiere a un tiempo perdido, el de Proust, cuando era posible recuperar el pasado, con todas sus sensaciones, mordiendo una magdalena mojada en el té. Pero Tomatis no puede: por más que lo invoque, ni el pasado regresa ni la memoria da señales de vida. No hay apenas argumento en esta historia, pero sí movimiento: en lugar de bajar una escalera, como el Desnudo de Duchamp, Tomatis la sube (como los héroes y las heroínas de las películas de Zulawski, según puede verse en ellas y él mismo ha señalado). Y en ese ascenso, trabajosamente, como un personaje de Zulawski pero sin romperse la crisma, Tomatis llega a esta visión: Ahora estoy estando en el primer escalón, en la oscuridad, en el frío. Ahora estoy estando en el segundo escalón. En el tercer escalón ahora. Ahora estoy estando en el penúltimo escalón. Ahora estuve o estoy todavía estando en el primer escalón y estuve o estoy todavía estando en el primer y en el segundo escalón y estuve o estoy estando, ahora, en el tercer escalón, y estuve o estoy estando en el primer y en el segundo y en el cuarto y en el séptimo y en el antepenúltimo y en el último escalón ahora. No. Estuve primero en el primer escalón, después estuve en el segundo escalón, después estuve en el tercer escalón, después estuve en el antepenúltimo escalón, después estuve en el penúltimo y ahora estoy estando en el último escalón. Estuve en el último escalón y estoy estando en la terraza ahora. No. Estuve y estoy estando. Estuve, estuve estando estando, estoy estando, estoy estando estando, y ahora estuve estando, estando ahora en la terraza vacía, azul, sobre la que brilla, redonda, fría, la luna. El viviente, así, convive con su fantasma, contrato que a cada paso se renueva. No recuerda: está estando, en ese lapso aludido al final de Nadie nada nunca, que “se hunde, al mismo tiempo, paradójico, en el pasado y en el futuro”, de modo que al estar ahora también estuvo y estará estando. El camino hacia abajo y el camino hacia arriba, como decía Heráclito, son uno y el mismo. La película, lineal, se enrolla sobre sí misma a medida que es proyectada y es la simultaneidad de todos sus cuadros superpuestos en las vueltas sucesivas la que se hurta a la mirada desde el momento en que la proyección comienza. Todo parece pasar pero es.

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