Discurso de Bloomsday

¿La única obra literaria con fiesta propia?

Hoy, 16 de junio, al cabo de todo un año, de nuevo es Bloomsday. Otra vez, igual que hace doce meses, joyceanos de todo el mundo repiten en Dublín el recorrido del señor Bloom, fatalmente expuestos a los avatares que perturben su feliz ensayo de “reorganización retrospectiva” pero obstinadamente fieles, como los de una religión, a su ritual anual y a los rituales que éste comporta. Esta celebración merece a su vez ser celebrada: su objeto la justifica y cabe suponer que, como aquellos que leen Ulises hasta el “sí” final, sus participantes salen ampliamente recompensados. Pero a este movimiento circular se opone otro, o por lo menos lo cuestiona, que señala un conflicto no resuelto, quizás insoluble, tal vez sólo tratable como paradoja. Entre tantas copas como alzaremos hoy a la gloria del maestro cuya lección, por otra parte, resulta tan difícil de entender cuando no es una especie de iluminación –epifanía- prácticamente intraducible para quien la recibe, tal vez haya espacio para un breve comentario acerca del destino de este libro, que después de la revolución que convocaba sigue vivo aun cuando ese estallido haya sido sofocado y de él quede poco más que tradiciones como ésta que unos cuantos lectores comparten.     

Desde 1922, cuando después de siete agitados años de monstruosa labor literaria por fin Ulises desembarcó entero no en Dublín sino en París, el 16 de junio de 1904 es el día que siempre regresa y una y otra vez recomienza en la literatura del mundo. También Finnegans Wake fue compuesto de acuerdo a este orden circular, que aspira a sostenerse eternamente, pero el mundo así creado jamás logró, desde el comienzo, a pesar de los numerosos vanguardistas que siguieron paso a paso su gestación, alcanzar el número de habitantes que, desde su aparición, atrajo el Dublín de principios de siglo recreado por su hijo desterrado para terminar de una vez por todas con la literatura decimonónica. Muchos menos de los que siguen cada año los pasos del señor Bloom en su ajetreado día por las calles dublinesas han accedido a entrar gentilmente en la cerrada noche que cuenta Finnegans Wake, donde la célebre complejidad de su antecesor se convierte en no menos comentada impenetrabilidad. Hasta Pound se bajó del barco entonces. Pero Ulises, en cambio, ya al zarpar empezó a sumar tripulantes. Primero que nadie Pound, quien ya había obtenido publicaciones y mecenazgos fundamentales para la manutención y viabilidad de la empresa del irlandés. Pero también muchos otros seguidores, además de sus valedores, que a lo largo de la Gran Guerra vivieron pendientes del desarrollo de su obra. Fue el mismo año del estallido del conflicto que acabaría con el Imperio en que tenía su hogar, aquel 1914, el de la gran cosecha joyceana que vio por fin concluido su Retrato y publicados sus Dublineses, además de redactados los tres actos de su drama Exiliados y el breve Giacomo Joyce, prefiguración de la obra mayor a la que enseguida daría comienzo y que no sólo a él lo tendría ocupado durante los siete años siguientes. Ésta, a pesar de la guerra, debe haber sido para Joyce una época de entusiasmo: su novela recién empezaba y aún no se había convertido en un trabajo agotador, estaba en pleno dominio de sus medios, que ampliaba con cada nueva exploración, y a diferencia del período de diez largos años, como los del viaje de Ulises, transcurrido desde el 16 de junio que había decidido inmortalizar, contaba con partidarios capaces de respaldarlo eficazmente no sólo en lo espiritual, como su hermano Stanislaus o su discípulo de inglés Italo Svevo, sino también en lo material. Joyce empezaba a convertirse él mismo en algo que era también Irlanda para aquellos de sus compatriotas que preferían la idea de patria al exilio: una causa. Es difícil imaginar que se haya propuesto algo así quien hablaba de la historia como una pesadilla de la que quería despertar y tanto recomendaba librarse de todas “esas grandes palabras que tanto daño nos hacen”, pero de eso vivió Joyce a partir de la Gran Guerra. ¿Contradicción, malentendido? En apariencia, sí: Joyce fue el ejemplo y la inspiración de todos los lectores y escritores que exigían, durante el siglo veinte, una revolución literaria que sería además la de la conciencia, nunca puesta tan al desnudo por nadie antes de Ulises. El propio Joyce, por boca de su héroe Stephen Dedalus, habla en las últimas páginas del Retrato de “forjar la conciencia increada de mi raza”. Alude a la vocación del artista, pero ¿a qué raza se refiere? ¿A la celta, como lo haría la resistencia contra el dominio inglés? ¿A la humana, a la de aquellos que el artista pudiera considerar sus semejantes? En Finnegans Wake, Joyce pone de manifiesto y hace estallar lo que aquí, en una sencilla palabra de cuatro letras, está latente: la variedad de sentidos y lecturas posibles que, tanto como puede liberar a cualquiera de todo sentido superior que se le pretenda imponer por el lenguaje, dificulta todo acuerdo confiado en qué es importante y qué no. La cuestión del criterio. ¿Qué causa común sostener a partir de aquí? Mientras no se atraviese ese umbral, mientras señale un punto de fuga hacia el que orientarse, todavía es posible permanecer en el plano de la discusión, con distintas perspectivas sobre un solo objeto, como en el cubismo. Una vez del otro lado, es difícil saber adónde ir. O si se llega a alguna parte. O se encuentra uno con alguien.

El peregrino de Dublín

Que Joyce señala un antes y un después en la literatura y en la lengua inglesa se ha señalado muchas veces, así como analizado las consecuencias de tal observación. Para Samuel Beckett, en Finnegans Wake, “las palabras no son las contorsiones bien educadas de la tinta de imprenta del siglo veinte” (escribe en los años treinta). “Están vivas. Se abren paso a codazos a través de la página, brillan, relumbran, se extinguen y desaparecen.” También dijo que Joyce no le enseñó la técnica, sino la ética del artista. De nuevo el ejemplo que trasciende el oficio. Y que a su vez llama a trascenderlo. Anthony Burgess escribió con leal desdén acerca de aquellos escritores “que hacen como si James Joyce nunca hubiera existido”, es decir, que cerrando los ojos ante lo que el irlandés puso en evidencia, continúan escribiendo como si las viejas convenciones no lo fueran. Philippe Sollers llega a afirmar, en un texto de mediados de los setenta, que a pesar de que hoy en día todo el mundo habla inglés, desde que Finnegans Wake fue escrito el inglés ya no existe, no más que ningún otro idioma como lengua autosuficiente. Se puede considerar que Burgess y Sollers se exceden, pero se advertirá cómo también Beckett, implícitamente, declara obsoleto el lenguaje que, de manera general, se sigue empleando hoy en día para escribir novelas y obras literarias, o así llamadas literarias: un lenguaje funcional que reafirma la ilusión de un sentido implícito en unos hechos comprobables, aunque sea en el más fantástico de los mundos que se pueda concebir. Exactamente lo que las viejas vanguardias combatían, lo que con Joyce parecía superado, lo que hoy sigue siendo la norma, se predica en todas las escuelas y define la actualidad del mercado editorial, dentro de un mundo donde el inglés se sigue hablando como si tal cosa. Como las otras lenguas.    

Bloomsday, el día D de la literatura, la jornada que ponía fin a lo anterior y daba comienzo a una nueva era, regresa siempre. La narrativa sigue siendo mayormente como era antes, los lectores siguen fieles a las viejas tradiciones, arte y cultura se sobreviven a sí mismos una vez sobrepasado, en apariencia, su objetivo, pero esa especie de sobrevida de la que hace tanto tiempo se habla, de indefinida secuela de algo terminado o de eco suplementario, no deja de ser lo que ha tratado de darse un nombre propio como postmodernidad. En esta situación, después de haber sido una causa para el modernismo y sus sucesores –no sus interruptores-, la escritura de Joyce no deja sin embargo de producir efectos, aunque lo difícil es identificarlos y comunicarlos una vez arriada la bandera de los que esperaban sus consecuencias en el mundo. Pero el reino anunciado por Joyce, que por otra parte convoca y expresa la vida en la tierra con un realismo inigualado, es tan de este mundo como el de Cristo, a lo que puede agregarse la indiferencia, marcada ya por Sade, de los efectos hacia sus causas. En Joyce se combinan dos actitudes hacia la épica que pueden tanto comentar su destino personal como iluminar algo del sentido de su obra. Por un lado, precisamente, su propia filiación como autor dentro de la épica, manifiesta en su temprano interés por la vieja balada irlandesa Turpin Hero, que comienza en primera persona y acaba en tercera, ilustrando el pasaje del género lírico al épico, según el propio Joyce, y de la que extrajo el título de la primera versión de su Retrato, Stephen Hero, que hace un héroe justamente de su propio alter ego Stephen, o directamente el trasfondo homérico de Ulises, que tal vez se sirva de la Odisea sólo como andamio pero al que mucho de su impulso y dimensiones le faltaría de prescindir de ese sustrato mítico. Por otro, su consideración de los asuntos humanos que la épica celebra tradicionalmente, que hace de Joyce tanto un pacifista como un desertor, con la abstinencia implícita en tal deserción en tanto forma radical de todo pacifismo. Silencio, exilio y astucia eran, en palabras de Dedalus, las únicas tres armas que él se permitía emplear. Son las propias del desertor, que Joyce nunca rindió. La negativa a alistarse persistió en él desde su rechazo del nacionalismo irlandés tanto como del imperialismo británico hasta su gusto por el cosmopolitismo del imperio Austrohúngaro (“Ojalá hubiera más imperios decadentes como ése”, comentó). Pero son más elocuentes las dos célebres respuestas del refugiado en Zurich a una y otra guerra mundial. “–¿Qué hizo usted en la guerra, Sr. Joyce? –Yo escribí Ulises. ¿Qué hizo usted?” Veinte años después, al ver de nuevo a toda Europa hacer la guerra, su punto de vista no había cambiado: “Harían mejor en leer Finnegans Wake”. Más allá de la insolencia hacia aquello que la humanidad siempre ha presentado como su gran gesta de coraje y dolor, es posible preguntarse por qué es, efectivamente, mejor leer Finnegans Wake que hacer la guerra, incluso hoy cuando aún deben ser más los efectivos de los ejércitos que los lectores de la temida novela. Kafka anotó que escribir es dar un salto fuera de las filas de los asesinos. Joyce, en su disolución de los brutales sentidos contrapuestos en nombre de los cuales los seres humanos desde siempre han tomado armas menos sutiles que las suyas, invita a romper filas y salvar la vida, para lo cual bien puede ayudar, y mucho, dedicar cuanto uno pueda de la propia a leer su obra.

2015

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Discurso de Bloomsday

Bloomsday
«Esa hemiplejia o parálisis que algunos llaman ciudad»

Hoy, 16 de junio, al cabo de todo un año, de nuevo es Bloomsday. Otra vez, igual que hace doce meses, joyceanos de todo el mundo repiten en Dublín el recorrido del señor Bloom, fatalmente expuestos a los avatares que perturben su feliz ensayo de “reorganización retrospectiva” pero obstinadamente fieles, como los de una religión, a su ritual anual y a los rituales que éste comporta. Esta celebración merece a su vez ser celebrada: su objeto la justifica y cabe suponer que, como aquellos que leen Ulises hasta el “sí” final, sus participantes salen ampliamente recompensados. Pero a este movimiento circular se opone otro, o por lo menos lo cuestiona, que señala un conflicto no resuelto, quizás insoluble, tal vez sólo tratable como paradoja. Entre tantas copas como alzaremos hoy a la gloria del maestro cuya lección, por otra parte, resulta tan difícil de entender cuando no es una especie de iluminación –epifanía- prácticamente intraducible para quien la recibe, tal vez haya espacio para un breve comentario acerca del destino de este libro, que después de la revolución que convocaba sigue vivo aun cuando ese estallido haya sido sofocado y de él quede poco más que tradiciones como ésta que unos cuantos lectores comparten.     

Desde 1922, cuando después de siete agitados años de monstruosa labor literaria por fin Ulises desembarcó entero no en Dublín sino en París, el 16 de junio de 1904 es el día que siempre regresa y una y otra vez recomienza en la literatura del mundo. También Finnegans Wake fue compuesto de acuerdo a este orden circular, que aspira a sostenerse eternamente, pero el mundo así creado jamás logró, desde el comienzo, a pesar de los numerosos vanguardistas que siguieron paso a paso su gestación, alcanzar el número de habitantes que, desde su aparición, atrajo el Dublín de principios de siglo recreado por su hijo desterrado para terminar de una vez por todas con la literatura decimonónica. Muchos menos de los que siguen cada año los pasos del señor Bloom en su ajetreado día por las calles dublinesas han accedido a entrar gentilmente en la cerrada noche que cuenta Finnegans Wake, donde la célebre complejidad de su antecesor se convierte en no menos comentada impenetrabilidad. Hasta Pound se bajó del barco entonces. Pero Ulises, en cambio, ya al zarpar empezó a sumar tripulantes. Primero que nadie Pound, quien ya había obtenido publicaciones y mecenazgos fundamentales para la manutención y viabilidad de la empresa del irlandés. Pero también muchos otros seguidores, además de sus valedores, que a lo largo de la Gran Guerra vivieron pendientes del desarrollo de su obra. Fue el mismo año del estallido del conflicto que acabaría con el Imperio en que tenía su hogar, aquel 1914, el de la gran cosecha joyceana que vio por fin concluido su Retrato y publicados sus Dublineses, además de redactados los tres actos de su drama Exiliados y el breve Giacomo Joyce, prefiguración de la obra mayor a la que enseguida daría comienzo y que no sólo a él lo tendría ocupado durante los siete años siguientes. Ésta, a pesar de la guerra, debe haber sido para Joyce una época de entusiasmo: su novela recién empezaba y aún no se había convertido en un trabajo agotador, estaba en pleno dominio de sus medios, que ampliaba con cada nueva exploración, y a diferencia del período de diez largos años, como los del viaje de Ulises, transcurrido desde el 16 de junio que había decidido inmortalizar, contaba con partidarios capaces de respaldarlo eficazmente no sólo en lo espiritual, como su hermano Stanislaus o su discípulo de inglés Italo Svevo, sino también en lo material. Joyce empezaba a convertirse él mismo en algo que era también Irlanda para aquellos de sus compatriotas que preferían la idea de patria al exilio: una causa. Es difícil imaginar que se haya propuesto algo así quien hablaba de la historia como una pesadilla de la que quería despertar y tanto recomendaba librarse de todas “esas grandes palabras que tanto daño nos hacen”, pero de eso vivió Joyce a partir de la Gran Guerra. ¿Contradicción, malentendido? En apariencia, sí: Joyce fue el ejemplo y la inspiración de todos los lectores y escritores que exigían, durante el siglo veinte, una revolución literaria que sería además la de la conciencia, nunca puesta tan al desnudo por nadie antes de Ulises. El propio Joyce, por boca de su héroe Stephen Dedalus, habla en las últimas páginas del Retrato de “forjar la conciencia increada de mi raza”. Alude a la vocación del artista, pero ¿a qué raza se refiere? ¿A la celta, como lo haría la resistencia contra el dominio inglés? ¿A la humana, a la de aquellos que el artista pudiera considerar sus semejantes? En Finnegans Wake, Joyce pone de manifiesto y hace estallar lo que aquí, en una sencilla palabra de cuatro letras, está latente: la variedad de sentidos y lecturas posibles que, tanto como puede liberar a cualquiera de todo sentido superior que se le pretenda imponer por el lenguaje, dificulta todo acuerdo confiado en qué es importante y qué no. La cuestión del criterio. ¿Qué causa común sostener a partir de aquí? Mientras no se atraviese ese umbral, mientras señale un punto de fuga hacia el que orientarse, todavía es posible permanecer en el plano de la discusión, con distintas perspectivas sobre un solo objeto, como en el cubismo. Una vez del otro lado, es difícil saber adónde ir. O si se llega a alguna parte. O se encuentra uno con alguien.

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Agenda para un día ajetreado

Que Joyce señala un antes y un después en la literatura y en la lengua inglesa se ha señalado muchas veces, así como analizado las consecuencias de tal observación. Para Samuel Beckett, en Finnegans Wake, “las palabras no son las contorsiones bien educadas de la tinta de imprenta del siglo veinte” (escribe en los años treinta). “Están vivas. Se abren paso a codazos a través de la página, brillan, relumbran, se extinguen y desaparecen.” También dijo que Joyce no le enseñó la técnica, sino la ética del artista. De nuevo el ejemplo que trasciende el oficio. Y que a su vez llama a trascenderlo. Anthony Burgess escribió con leal desdén acerca de aquellos escritores “que hacen como si James Joyce nunca hubiera existido”, es decir, que cerrando los ojos ante lo que el irlandés puso en evidencia, continúan escribiendo como si las viejas convenciones no lo fueran. Philippe Sollers llega a afirmar, en un texto de mediados de los setenta, que a pesar de que hoy en día todo el mundo habla inglés, desde que Finnegans Wake fue escrito el inglés ya no existe, no más que ningún otro idioma como lengua autosuficiente. Se puede considerar que Burgess y Sollers se exceden, pero se advertirá cómo también Beckett, implícitamente, declara obsoleto el lenguaje que, de manera general, se sigue empleando hoy en día para escribir novelas y obras literarias, o así llamadas literarias: un lenguaje funcional que reafirma la ilusión de un sentido implícito en unos hechos comprobables, aunque sea en el más fantástico de los mundos que se pueda concebir. Exactamente lo que las viejas vanguardias combatían, lo que con Joyce parecía superado, lo que hoy sigue siendo la norma, se predica en todas las escuelas y define la actualidad del mercado editorial, dentro de un mundo donde el inglés se sigue hablando como si tal cosa. Como las otras lenguas.    

Bloomsday, el día D de la literatura, la jornada que ponía fin a lo anterior y daba comienzo a una nueva era, regresa siempre. La narrativa sigue siendo mayormente como era antes, los lectores siguen fieles a las viejas tradiciones, arte y cultura se sobreviven a sí mismos una vez sobrepasado, en apariencia, su objetivo, pero esa especie de sobrevida de la que hace tanto tiempo se habla, de indefinida secuela de algo terminado o de eco suplementario, no deja de ser lo que ha tratado de darse un nombre propio como postmodernidad. En esta situación, después de haber sido una causa para el modernismo y sus sucesores –no sus interruptores-, la escritura de Joyce no deja sin embargo de producir efectos, aunque lo difícil es identificarlos y comunicarlos una vez arriada la bandera de los que esperaban sus consecuencias en el mundo. Pero el reino anunciado por Joyce, que por otra parte convoca y expresa la vida en la tierra con un realismo inigualado, es tan de este mundo como el de Cristo, a lo que puede agregarse la indiferencia, marcada ya por Sade, de los efectos hacia sus causas. En Joyce se combinan dos actitudes hacia la épica que pueden tanto comentar su destino personal como iluminar algo del sentido de su obra. Por un lado, precisamente, su propia filiación como autor dentro de la épica, manifiesta en su temprano interés por la vieja balada irlandesa Turpin Hero, que comienza en primera persona y acaba en tercera, ilustrando el pasaje del género lírico al épico, según el propio Joyce, y de la que extrajo el título de la primera versión de su Retrato, Stephen Hero, que hace un héroe justamente de su propio alter ego Stephen, o directamente el trasfondo homérico de Ulises, que tal vez se sirva de la Odisea sólo como andamio pero al que mucho de su impulso y dimensiones le faltaría de prescindir de ese sustrato mítico. Por otro, su consideración de los asuntos humanos que la épica celebra tradicionalmente, que hace de Joyce tanto un pacifista como un desertor, con la abstinencia implícita en tal deserción en tanto forma radical de todo pacifismo. Silencio, exilio y astucia eran, en palabras de Dedalus, las únicas tres armas que él se permitía emplear. Son las propias del desertor, que Joyce nunca rindió. La negativa a alistarse persistió en él desde su rechazo del nacionalismo irlandés tanto como del imperialismo británico hasta su gusto por el cosmopolitismo del imperio Austrohúngaro (“Ojalá hubiera más imperios decadentes como ése”, comentó). Pero son más elocuentes las dos célebres respuestas del refugiado en Zurich a una y otra guerra mundial. “–¿Qué hizo usted en la guerra, Sr. Joyce? –Yo escribí Ulises. ¿Qué hizo usted?” Veinte años después, al ver de nuevo a toda Europa hacer la guerra, su punto de vista no había cambiado: “Harían mejor en leer Finnegans Wake”. Más allá de la insolencia hacia aquello que la humanidad siempre ha presentado como su gran gesta de coraje y dolor, es posible preguntarse por qué es, efectivamente, mejor leer Finnegans Wake que hacer la guerra, incluso hoy cuando aún deben ser más los efectivos de los ejércitos que los lectores de la temida novela. Kafka anotó que escribir es dar un salto fuera de las filas de los asesinos. Joyce, en su disolución de los brutales sentidos contrapuestos en nombre de los cuales los seres humanos desde siempre han tomado armas menos sutiles que las suyas, invita a romper filas y salvar la vida, para lo cual bien puede ayudar, y mucho, dedicar cuanto uno pueda de la propia a leer su obra.

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El clásico humor de Lawrence Durrell

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Espíritu de cuerpo

Lawrence Durrell es un clásico de la literatura inglesa del siglo XX pero, a diferencia de la época en que este libro, Antrobus, fue publicado antes (1986), ya no es tan leído. En los 70-80, Durrell formaba parte de las lecturas casi obligadas de los interesados en la literatura. Entonces se leía mucho también a Henry Miller, lo que solía llevar a Durrell, o a los diarios de Anaís Nin. Se leía mucho el Cuarteto de Alejandría, también El cuaderno negro, bastante menos el Quinteto de Avignon, pero circulaban también muchos otros libros del autor, de viajes o de humor como este Antrobus, cuyo poder de hacer reír sigue intacto. Durrell era de esos autores, como también Anthony Burgess, de los que era habitual encontrar muchos libros en cualquier librería, mientras que ahora, por más que conserve su prestigio de clásico, es un autor con mucha menos presencia. Su figura, como escritor, también responde a otra época: inglés cosmopolita, expatriado, singular cuando esto quería decir también distinguido y dotado de una distinción evidente en su poesía y en su prosa, de gran riqueza expresiva, llena de recursos, irónica y contraria a los sentimientos obvios y gregarios; es difícil pensar en alguien comparable que escriba hoy. Durrell es un escritor cuya obra prolonga los proyectos y realizaciones de autores modernistas como Faulkner o como Proust, cuya ambición y complejidad resultan bastante contrarias, tanto en lenguaje como en visión del mundo, a las formas de expresión más corrientes en los últimos treinta años de producción narrativa. Lawrence Durrell es un clásico del siglo XX, efectivamente, pero eso quiere decir que pertenece a otra época tanto como Tolstoi o Dostoyevski.

Eso no quiere decir que no pueda interesar a lectores de hoy. Pero está claro que la sensibilidad y los supuestos a partir de los que escribe, como puede verse en esa “indagación del amor moderno” que es el Cuarteto de Alejandría, no son los más característicos de nuestra época, o al menos que hay, entre ese tiempo y esa gente y el nuestro y nosotros, una diferencia ineludible que no es posible ignorar. La comprensión es posible y la identificación también, pero parcial. Como cuando se lee a Stendhal o a Flaubert. Estas obras sobreviven a su tiempo, pero no fueron escritas para el lector contemporáneo y es éste el que tiene que moverse para acercarse a ellas.

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Cuéntate otro, Larry

En cuanto a Antrobus en particular, hay que decir que el estilo cómico y la forma de la ironía de Durrell se adecuan completamente al medio en que se desarrollan sus relatos –el mundo diplomático de mediados del siglo XX-, ya que incluso el narrador de muchas de estas historias es directamente el propio Antrobus, cabal representante del Foreign Office británico en la época, lo que quiere decir que todo en el libro representa muy cabalmente el estilo de una época, disfrutable hoy –como cuando vemos una película de los años 40 o 50-, pero a la vez irrecuperable. Porque ese mundo ha cambiado, lo mismo que la civilización que lo contenía y la cultura que lo expresaba. Hoy, viajar al mundo que cuando Durrell escribió estos relatos podría resultar extranjero o ignoto (por el secreto vinculado a la diplomacia, al espionaje o a la política del mundo dividido en dos bloques, oriente y occidente) es también viajar en el tiempo: es un viaje al ayer, pero no como cuando en la actualidad se ambientan ficciones en un pasado adaptado a la mirada del público de hoy, sino a través de una voz viva entonces que nos lo transmite de acuerdo al contexto de su época. Depende de cuán cercano o lejano le resulte el mundo de entonces al lector, es decir, de la amplitud de su cultura, gran parte de la diversión y el placer que pueda extraer del libro. Su humor es inmediatamente accesible, las claves las ofrece cada uno de los cuentos por sí mismo, no hace falta ningún código para descifrarlos –son cuentos que fueron escritos como entretenimiento para lectores de revistas y suplementos culturales-, pero puede que en la mente de más de un lector joven  estos ingleses mundanos y cosmopolitas tipo David Niven no ocupen ningún lugar previo que le permita reconocerlos, y entonces su predisposición a la risa quizás sea menor. Lo mismo que si los conflictos entre oriente y occidente del siglo pasado le resultan demasiado ajenos. La fama del servicio secreto de su majestad ayuda a acortar la brecha, como podemos comprobarlo con James Bond, que ha sabido aggiornarse conservando parte del viejo atrezzo británico. Pero es más que probable que en el imaginario de la mayor parte de los lectores de hoy, sobre todo menores de cierta edad, el mundo al que Durrell se refiere, con un humor que viene de ese mundo y de su tradición (que remite no poco a los cuentos de Chesterton, El club de los negocios raros o los Cuentos del arco largo, divertidísimos pero difíciles de encontrar hoy en librerías), no ocupe un espacio muy destacado ni despierte asociaciones muy precisas. Cuando uno lee este libro, lo que ve en su cabeza son imágenes de películas viejas (por más que lo haga con gran placer y se divierta con ellas) y no de películas de hoy que presenten ese ayer.

Lo que no quita que estas viejas comedias sean muy divertidas. Durrell es agudo, ingenioso, observador y muy capaz de tejer densos enredos sin perder nunca su ligereza. Los veinte relatos son narrados en su mayoría por Antrobus, un viejo diplomático británico, al narrador, otro diplomático, quien lo presenta y luego lo deja despacharse. Hay un estilo y un humor que los dos comparten, lo que hace de ellos un buen equipo narrativo; por otra parte, esto tiene que ver con el ambiente que les es común y es también un rasgo habitual en la amistad, sobre todo cuando ésta depende tanto como aquí del placer de la conversación. Ese sentido del humor, malicioso, astuto, irónico, contrario a la corrección política actual pero lo bastante conocedora de su eterna presencia como para saber bordearla sin atraerse irremisiblemente sus iras, tiene una larga tradición en la literatura inglesa. Un francés, Jean Genet, dijo una vez que le encantaba ir a Inglaterra porque “allí todo el mundo es tan hipócrita”. Esa “hipocresía”, cuyo manejo enseña a decir las peores barbaridades sin perder jamás la corrección (flema británica), depende de un hábito de disociar que puede ser escandaloso visto de fuera pero que allí funciona de lo más bien y da mucho pie al humor. O lo hacía en los viejos buenos tiempos del imperio en decadencia.

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La champaña en el hielo

Que el mundo era otro en la época en que el libro fue escrito, que lo que aquí se cuenta era más o menos en aquel tiempo una actualidad a la que pocos tenían acceso y por eso despertaba curiosidad e interés, es cierto. También hay que decir que el mapa mundial ha variado enormemente con la globalización. Sin embargo, los caracteres nacionales continúan siendo reconocibles (los japoneses que se emborrachan sin proponérselo en La leche del hombre blanco, los franceses como representantes de la difusión de la cultura en La Valise), aun cuando ciertos conflictos y diferencias no tengan la presencia de antaño, como la lamentada influencia americana sobre Inglaterra en que se basa Historia clínica, donde un tradicional diplomático británico sucumbe a dicha influencia. Es un mundo ido pero reconocible, incluso como pasado próximo del actual. Hoy, que tanto se viaja, esta comparación entre nacionalidades y culturas diferentes sigue siendo un tema recurrente, aunque la organización política del mundo haya cambiado.

El libro conserva todo su potencial cómico, es ampliamente disfrutable y, si bien remite al mundo de ayer, ese ayer pertenece a una historia reconocible y la obra puede incluirse en una tradición tan sólida, reconocida y aún con tantos adeptos como la del humor inglés. Además de en Chesterton, éste brilla, con diversos tonos, en Wilde o en Shaw, irlandeses, o en los más cercanos Robert Graves, Anthony Burgess, P. G.  Woodehouse, Tom Sharpe, Joe Orton, Alan Bennett o el mismo Durrell, que no suele ser presentado como un cómico sino como “el autor del Cuarteto de Alejandría”, más bien complejo y lírico. Representarlo como legítimo miembro de la tradición del humor de su país, a la que honra, es redescubrirlo y reflexionar: no por casualidad, como recordará el lector del Cuarteto, el título de la trilogía que el novelista Pursewarden escribía a lo largo de los cuatro volúmenes era, nada menos, Dios es un humorista.

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Joyce el héroe

El mismo día, un año más
El día D de la literatura

Hoy, 16 de junio, al cabo de un año, de nuevo es Bloomsday. Otra vez, igual que hace doce meses, joyceanos de todo el mundo repiten en Dublín el recorrido del señor Bloom, fatalmente expuestos a los avatares que perturben su feliz ensayo de “reorganización retrospectiva” pero obstinadamente fieles, como los de una religión, a su ritual anual y a los rituales que éste comporta. Esta celebración merece a su vez ser celebrada: su objeto la justifica y cabe suponer que, como aquellos que leen Ulises hasta el “sí” final, sus participantes salen ampliamente recompensados. Pero a este movimiento circular se opone otro, o por lo menos lo cuestiona, que señala un conflicto todavía no resuelto, quizás insoluble, tal vez sólo tratable como paradoja. Entre tantas copas como alzaremos hoy a la gloria del maestro cuya lección, por otra parte, resulta tan difícil de entender cuando no es una especie de iluminación –epifanía- prácticamente intraducible para quien la recibe, tal vez haya espacio para un breve comentario acerca del destino de este libro, que después de la revolución que convocaba sigue vivo aun cuando ese estallido haya sido sofocado y de él quede poco más que tradiciones como ésta que unos cuantos lectores comparten.

Venid y vamos todos
Lectores de gala

Desde 1922, cuando después de siete agitados años de titánica labor literaria por fin Ulises desembarcó entero no en Dublín sino en París, el 16 de junio de 1904 es el día que siempre regresa y siempre recomienza en la literatura del mundo. También Finnegans Wake fue compuesto de acuerdo a este orden circular, que aspira a sostenerse eternamente, pero el mundo así creado jamás logró, desde el comienzo, a pesar de los numerosos vanguardistas que siguieron paso a paso su gestación, alcanzar el número de habitantes que desde su aparición atrajo el Dublín de principios de siglo recreado por su hijo exiliado para acabar de una vez por todas con la literatura decimonónica. Muchos menos de los que siguen cada año los pasos del señor Bloom en su ajetreado día por las calles dublinesas han accedido a entrar gentilmente en la cerrada noche que cuenta Finnegans Wake, donde la célebre complejidad de su antecesor se convierte en no menos comentada impenetrabilidad. Hasta Pound se bajó del barco entonces. Pero Ulises, en cambio, ya al zarpar empezó a sumar tripulantes. Pound, en primer lugar, quien ya había obtenido publicaciones y mecenazgos fundamentales para la manutención y viabilidad de la empresa del irlandés, pero también muchos otros seguidores, además de sus valedores, que a lo largo de la Gran Guerra vivieron pendientes del desarrollo de su obra. Este año se cumple el centenario del 16 de junio de 1915, cuando Bloomsday ya lo era en la mente de Joyce pero apenas despuntaba en la novela, iniciada un año atrás, en 1914, el gran año en que el autor acabó su Retrato, por fin vio publicados sus Dublineses, escribio su drama Exiliados, el breve Giacomo Joyce y enseguida dio comienzo a Ulises, que no lo tendría ocupado sólo a él durante los siete años siguientes. A pesar de la guerra, debió haber sido para Joyce un período de entusiasmo: su novela recién comenzaba y aún no se había convertido en un trabajo agotador, estaba en pleno dominio de sus medios, que ampliaba con cada nueva exploración, y a diferencia de los diez largos años, como los del viaje de Ulises, transcurridos desde el 16 de junio que había decidido inmortalizar, contaba con partidarios capaces de respaldarlo eficazmente no sólo en lo espiritual, como su hermano Stanislaus o su discípulo de inglés Italo Svevo, sino también en lo material. Joyce empezaba a convertirse él mismo en algo que era también Irlanda para aquellos de sus compatriotas que preferían la idea de patria al exilio: una causa. Es difícil imaginar que se haya propuesto algo así quien hablaba de la historia como pesadilla de la que quería despertar y tanto recomendaba librarse de “esas grandes palabras que tanto daño nos hacen”, pero de eso vivió Joyce a partir de la Gran Guerra. ¿Contradicción, malentendido? En apariencia, sí: Joyce fue el ejemplo y la inspiración de todos los lectores y escritores que exigían, durante el siglo veinte, una revolución literaria que sería además la de la conciencia, nunca puesta tan al desnudo por nadie antes de Ulises. El propio Joyce, por boca de su héroe Stephen Dedalus, habla en las últimas páginas del Retrato de “forjar la conciencia increada de mi raza”. Alude a la vocación del artista, pero ¿a qué raza se refiere? ¿A la celta, como lo haría la resistencia contra el dominio inglés? ¿A la humana, a la de aquellos que el artista pudiera considerar sus semejantes? En Finnegans Wake Joyce pone de manifiesto y hace estallar lo que aquí, en una sencilla palabra de cuatro letras, está latente: la variedad de sentidos y lecturas posibles que, tanto como puede liberar a cualquiera de todo sentido superior que pretenda imponérsele mediante el lenguaje, dificulta todo acuerdo confiado en qué es importante y qué no. La cuestión del criterio. ¿Qué causa común hacer a partir de aquí? Mientras no se atraviese ese umbral, mientras señale un punto de fuga hacia el que orientarse, todavía es posible permanecer en el plano de la discusión, con distintas perspectivas sobre un solo objeto, como en el cubismo. Una vez del otro lado, es difícil saber adónde ir. O si se llega a alguna parte. O se encuentra uno con alguien.

El autor es la estrella
El autor es la estrella

Que Joyce señala un antes y un después en la literatura y en la lengua inglesa se ha señalado muchas veces, así como se han analizado sus consecuencias. Para Samuel Beckett, en Finnegans Wake, “las palabras no son las contorsiones bien educadas de la tinta de imprenta del siglo veinte” (escribe en los años treinta). “Están vivas. Se abren paso a codazos a través de la página, brillan, relumbran, se extinguen y desaparecen.” También dijo que Joyce no le enseñó la técnica, sino la ética del artista. De nuevo el ejemplo que trasciende el oficio. Y que a su vez llama a trascenderlo. Anthony Burgess escribió con leal desdén acerca de aquellos escritores “que hacen como si James Joyce nunca hubiera existido”, es decir, que cerrando los ojos ante lo que el irlandés puso en evidencia continúan escribiendo como si las viejas convenciones no lo fueran. Philippe Sollers llega a afirmar, en un texto de mediados de los setenta, que a pesar de que hoy en día todo el mundo habla inglés, desde que Finnegans Wake fue escrito el inglés ya no existe, no más que ningún otro idioma como lengua autosuficiente. Se puede considerar que Burgess y Sollers se exceden, pero se advertirá cómo también Beckett, implícitamente, declara obsoleto el lenguaje que, de manera general, se sigue empleando hoy día para escribir novelas y obras literarias, o así llamadas literarias: un lenguaje funcional que reafirma la ilusión de un sentido implícito en unos hechos comprobables, aunque sea en el más fantástico de los mundos que se pueda concebir. Exactamente lo que las viejas vanguardias combatían, lo que con Joyce parecía superado, lo que hoy sigue siendo la norma, se predica en las escuelas y define la actualidad del mercado editorial, dentro de un mundo donde el inglés se sigue hablando como si tal cosa. Como las otras lenguas.

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Exilio, silencio y astucia

Bloomsday, el día D de la literatura, la jornada que ponía fin a lo anterior y daba inicio a una nueva era, vuelve siempre. La narrativa sigue siendo mayormente como era antes, los lectores siguen fieles a las viejas tradiciones, arte y cultura se sobreviven a sí mismos una vez sobrepasado, en apariencia, su objetivo, pero esa especie de sobrevida de la que hace tanto se habla, de indefinida secuela de algo terminado o de eco suplementario no deja de ser lo que ha tratado de darse un nombre propio como postmodernidad. En esta situación, después de haber sido una causa para el modernismo y sus sucesores –no sus interruptores-, la escritura de Joyce no deja sin embargo de producir efectos, aunque lo difícil es identificarlos y comunicarlos una vez arriada la bandera de los que esperaban sus consecuencias en el mundo. Pero el reino anunciado por Joyce, que por otra parte convoca y expresa la vida en la tierra con un realismo inigualado, es tan de este mundo como el de Cristo, a lo que puede agregarse la indiferencia, marcada ya por Sade, de los efectos hacia sus causas. En Joyce se combinan dos actitudes hacia la épica que pueden tanto comentar su destino personal como iluminar algo del sentido de su obra. Por un lado, precisamente, su propia filiación como autor dentro de la épica, manifiesta en su temprano interés por la vieja balada irlandesa Turpin Hero, que comienza en primera persona y acaba en tercera, ilustrando el pasaje del género lírico al épico, según el propio Joyce, y de la que extrajo el título de la primera versión de su Retrato, Stephen Hero, que hace un héroe justamente de su propio alter ego Stephen, o directamente el trasfondo homérico de Ulises, que tal vez se sirva de la Odisea sólo como andamio pero al que mucho de su impulso y dimensiones le faltaría de prescindir de ese sustrato mítico. Por otro, su consideración de los asuntos humanos que la épica celebra tradicionalmente, que hace de Joyce tanto un pacifista como un desertor, con la abstinencia implícita en tal deserción como forma radical de todo pacifismo. Silencio, exilio y astucia eran, en palabras de Dedalus, las únicas tres armas que él se permitía emplear. Son las propias del desertor, que Joyce nunca rindió. La negativa a alistarse persistió en él desde su rechazo del nacionalismo irlandés tanto como del imperialismo británico hasta su gusto por el cosmopolitismo del imperio Austrohúngaro (“Ojalá hubiera más imperios decadentes como ése”, comentó). Pero son más elocuentes las dos célebres respuestas del refugiado en Zurich a una y otra guerra mundial. “¿Qué hizo usted en la guerra, Sr. Joyce?” “Yo escribí Ulises. ¿Qué hizo usted?”. Y veinte años después, al ver de nuevo a toda Europa hacer la guerra, “Harían mejor en leer Finnegans Wake”. Más allá de la insolencia hacia aquello que la humanidad siempre ha presentado como su gran gesta de coraje y dolor, es posible preguntarse por qué es, efectivamente, mejor leer Finnegans Wake que hacer la guerra, incluso hoy cuando aún deben ser más los efectivos de los ejércitos que los lectores de la temida novela. Kafka anotó que escribir es dar un salto fuera de las filas de los asesinos. Joyce, en su disolución de los brutales sentidos contrapuestos en nombre de los cuales los seres humanos desde siempre han tomado armas menos sutiles que las suyas, invita a romper filas y salvar la vida, para lo cual bien puede ayudar, y mucho, dedicar cuanto uno pueda de la propia a leer su obra.

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¡Queremos a Burgess!

Un artista de la palabra
Un artista de la palabra

Hace unos quince años yo buscaba tan encarnizada como infructuosamente una edición, en inglés o en castellano, de la Sinfonía Napoleónica publicada por Acantilado el año pasado. Lo hice en Buenos Aires, en Nueva York, en los locales de libros usados donde se supone que uno puede encontrar todo o casi todo (como comprobé entonces) lo que se haya podido publicar en este mundo, pero nada. Olvidé mi búsqueda hasta que vi el volumen de Acantilado y me dije que, si la novela volvía a circular, el original en inglés debía andar cerca. Así era: unos días más tarde lo encontré y por fin, al cabo de quince años, me di el gusto. Pero recordé el relativamente nulo eco obtenido por la traducción de A Dead Man in Deptford, la última novela de Burgess, dedicada a la vida y los tiempos del fascinante dramaturgo y espía isabelino Cristopher Marlowe, aparecida en Alfaguara a mediados de la década pasada, y me chocó el destino actual de este gran novelista inglés, universalmente traducido obra tras obra cuando vivía pero tan poco leído hoy. Para casi todo el mundo, casi todos los lectores, no es mucho más que el autor de La naranja mecánica, el único libro suyo que siempre se encuentra en librerías, conocido sobre todo por la película de Stanley Kubrick. Es una pena, teniendo en cuenta la alegría, diversión, flexibilidad de pensamiento y riqueza de invención de que así los lectores se privan a sí mismos. No es mucho lo que puedo hacer para reparar tal injusticia, pero he aquí un par de extractos de sus sabrosísimas memorias (dos gruesos tomos agotados) de los que espero que despierten las ganas de leer más. Burgess tiene la palabra:

Autor prolífico
Autor prolífico

Ya había previsto que escribir una novela sería una tarea más fácil que componer una sinfonía. En una sinfonía se unían muchos hilos en el mismo instante para hacer una declaración; en una novela lo único necesario era una sola línea de monodia. La facilidad con que podía hacerse el diálogo parecía excesivamente injusta. Esto no era arte como yo lo había conocido. No dar al lector acordes y contrapunto se me antojaba un timo. Era como pretender que podía existir un concierto para flauta sin acompañamiento. Mi idea de dar al lector algo que valiera la pena era lanzarle palabras difíciles y neologismos, complicar la sintaxis. En realidad, cualquier cosa que le diera la impresión de una musicalización de la prosa. Vi que esto era lo que Joyce había intentado hacer en Finnegans Wake: amontonando palabras para formar acordes, presentando varias historias de forma simultánea en un efecto de contrapunto. Yo no intentaba emular Finnegans Wake –que había cerrado puertas en vez de abrirlas-, pero sentía que Ulises tenía aún mucho que enseñar a un músico convertido en novelista. Cualquier episodio aislado de dicha obra presenta un contrapunto de una complicación barroca: como un libro de la Odisea que encontrase un paralelo moderno, que formase un simbolismo y un estilo, presididos por un órgano del cuerpo, al igual que un arte o una ciencia, con un color predominante además, probablemente, como una carta de Domenico.

Yo no deseaba ir tan lejos, pero aprobaba el bajo obstinado de un mito para la novela que quería escribir. Trataría de los últimos días de mi servicio en Gibraltar y, así como Joyce había hecho de la Odisea la subestructura de su novela, la Eneida sería la base de la mía.

Burgess fue compositor antes de ser novelista y siguió siéndolo después. Para quien quiera escuchar algo suyo, copio el link a la ejecución de una de sus obras:

https://www.youtube.com/watch?v=oix6oL3RsS4

Otro comentario interesante, especialmente en nuestros tiempos de globalización:

El novelista músico
El novelista músico

La literatura no es universal. Los malayos se reirían de El fondo de la cuestión de Graham Greene, encontrando esencialmente cómico el dilema del hombre que se suicida porque ama a dos mujeres. Shakespeare suele ser aceptable, lo cual confirma la pretensión de su casi universalidad. Vi en un kampong de Borneo una gastada copia del Ricardo III de Olivier, que tomaron como un melodrama de la Inglaterra del siglo XX y cuyo vestuario se parecía tanto a los trajes de ceremonia de los malayos que la historia les resultó comprensible, en especial cuando armas afiladas segaban cabezas. En cambio, George Eliot y Jane Austen eran difíciles incluso para malayos que usaban el inglés como segunda lengua. Trabajé en la traducción de partes de La tierra baldía. No funcionaría. Sólo cuando el trueno empezara a hablar en sánscrito tendría sentido para Oriente el Tanah Tandus (traducción al malayo del título de la obra). La tierra baldía resultó ser, mientras los gatos masticaban serpiente cruda, una pieza literaria muy local, sin nada que decir a una cultura que no tenía ninguna palabra para la primavera y no comprendía el mito del grial.

El que tenga la suerte de toparse con un libro de Burgess en cualquier estante, que lo abra. Confío en que no querrá salir hasta terminarlo y le deseo que encuentre más. Tiene muchos y La naranja mecánica NO es, de ningún modo, la summa de su obra, aunque los distribuidores parezcan empeñados en que sea lo que resta de ella. Desmintámoslo.

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Autobiografía y ficción

Preparativos para una novela autobiográfica

Conviértete en lo que eres
Conviértete en lo que eres

Hay dos o tres cuestiones principales que se plantean respecto a una novela autobiográfica y sus posibilidades. Una de ellas es la relación entre ficción y memoria que se establezca, que no es sólo una cuestión de proporción y ni siquiera de fidelidad, sino de posición respecto a la verdad. Lo ideal sería que el autor pudiera ver su propia historia real como una ficción, incluso como si sólo así pudiera verla, y buscara la verdad de esa ficción, que será el norte del relato y lo mantendrá orientado a lo largo de todo el viaje, mientras da cuenta de ella paso a paso hasta completar tanto la narración como el conocimiento expuesto por el descubrimiento. Un relato siempre será una transformación, al menos de una materia en forma, y en este caso, aunque se parta de la propia experiencia, de lo que se trata es de llegar a una idea justa al respecto. La verdad resultaría de hacer coincidir dos cristales: el de lo vivido con el de lo pensado al respecto. Podemos decir que la verdad es esa imagen puesta en foco.

Trasladada esta cuestión a un planteo más pragmático, lo que es necesario decidir es si lo que uno hará estará más cerca de un relato de su experiencia, como lo pueden ser unas memorias, incluso muy bien narradas y de gran calidad literaria (desde la Vida de Henri Brulard de Stendhal hasta los dos tomos de Anthony Burgess Little Wilson and Big God y You’ve Had Your Time), o de una ficción basada en la propia vida, donde incluso puede que no se trate de uno mismo con su propio nombre sino de un personaje basado en uno mismo, como Stephen Dedalus respecto a James Joyce (Retrato del artista adolescente).

Otra, decisiva, consiste en responder a la siguiente pregunta: ¿qué hará el autor de sí mismo en ese relato? ¿Será el protagonista él mismo o narrará unos hechos protagonizados por otros allegados a él? Ejemplos de este tipo de narración serían Donde mejor canta un pájaro, de Jodorowsky, o Adiós a los padres, de Aguilar Camín, donde los protagonistas no son los autores, aunque figuren como personajes, sino sus mayores. Otra decisión a tomar: ¿narrar en primera persona, como Genet en el Diario del ladrón, por ejemplo, o en tercera, creando un personaje autónomo, como lo hace Joyce con Dedalus en el Retrato?

¿Dónde soy? ¿Quién estoy? ¿Dónde me pongo? ¿Dónde me pongo?
¿Dónde soy? ¿Quién estoy? ¿Dónde me pongo?

Es interesante comparar lo que hacen distintos autores de sí mismos en sus relatos autobiográficos. Musil con Törless (Las tribulaciones del estudiante Törless) hace lo mismo que Joyce con Dedalus, pero Céline en sus ficciones (Muerte a crédito, Guignol’s band) hace de su propio personaje, Ferdinand, una especie de monigote guignolesco o de payaso de las bofetadas ya se encuentre en las trincheras de la Primera Guerra Mundial o en un bombardeo en la Segunda, experiencias que vivió en carne propia. Y lo hace narrando en primera persona.

Otro autor que aparece en sus historias es Borges. Y aunque en su caso no se trate de trasposición autobiográfica sino de pura ficción, lo que es interesante es ver cómo maneja su propio personaje de narrador, que sirve de apoyo real para la verosimilitud de su relato fantástico. A veces el protagonista es él, como en El otro, a veces refiere el caso de alguien que conoció (Funes el memorioso) o un fenómeno particular (Tlon, Uqbar, Orbis Tertius) y otras veces es aquél a quien le cuentan la historia, como en Hombre de la esquina rosada o La forma de la espada. Como se ve, hay muchas variaciones, pero hay una coherencia entre el personaje de sí mismo que presenta en una historia y en la otra. Esto es lo que lo hace verosímil y que el personaje parezca una persona.

Contengo multitudes
Contengo multitudes

Dos ejemplos más: Truman Capote en Música para camaleones, donde aparece en distintos relatos y reportajes y en una novela corta tanto como narrador que participa como en el papel protagónico o como testigo. Como en el caso de Borges, que se trate de textos breves facilita el estudio de la cuestión.

Una variante: la de Norman Mailer en Los ejércitos de la noche, donde participa en una marcha sobre Washington contra la guerra de Vietnam y narra todo lo sucedido en tercera persona, aunque llamando a su protagonista por su propio nombre, Norman Mailer, al igual que a los demás personajes reales.

Otros modelos, o espejos para que el novelista autobiógrafo vocacional tenga dónde imaginarse antes de poner manos a la obra: la Autobiografía de Alice B. Toklas, en la que Gertrude Stein escribe como si fuera su compañera de toda la vida para contar la vida de ambas, o las novelas autobiográficas de Thomas Bernhard, recogidas por Anagrama en un solo volumen (El origen, El sótano, El aliento, El frío, Un niño) además de publicadas independientemente, como los dos tomos de Peter Weiss, Adiós a los padres y Punto de fuga, publicados y luego reunidos por Lumen. Éstas son narraciones autobiográficas en primera persona que se leen como si fueran novelas, pero además hay que reconocer lo evidentemente dramático, como una ficción, de estas vidas en particular, lo que favorece tanto lo novelesco de la narración como el ejercicio de estilo implícito en la trasposición de lo ya ocurrido en la “vida real” a lo que ocurrirá de manera inevitablemente imaginaria en el cerebro del lector.

"El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve"
«El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve»

Para acabar, una distinción importante: si la novela va a narrar la vida entera o casi del autor, como Infancia, Adolescencia, Juventud de Tolstoi (que escribió los tres tomos al comienzo de su adultez, de modo que ésa era la totalidad del conjunto en su momento), o sólo una experiencia particular, como Nadja, de André Breton, que se limita al encuentro del autor con la mujer que da título al libro. En el primer caso, el acento estará puesto casi fatalmente en la figura del protagonista, pues de lo que se trata es de la formación del carácter o, desde el lado del relato, la construcción de un personaje junto con una proyección de su destino. En el segundo, no necesariamente: también puede tratarse de alguna experiencia personal en la que lo más importante no es lo que el autor descubre de sí mismo, sino de alguna otra cosa distinta. Esto puede dar pie a toda una serie de aventuras protagonizadas por el mismo personaje, que aporta su punto de vista pero no por eso se impone como tema de la obra.

Resumiendo, tres cuestiones principales: la relación entre realidad y ficción, el lugar que va a darse el narrador en la historia y si ésta es la de su vida o sólo una historia que ha vivido o en la que ha tomado parte.

Como anexo, la recomendación de un texto teórico muy sesudo pero orientador una vez que se lo ha comprendido: La autobiografía como desfiguración, de Paul de Man, en su libro La retórica del romanticismo, publicado por Akal. Y un breve texto mío que copio a continuación:

Dirigirse a sí mismo
Dirigirse a sí mismo

La imaginación es más antigua que la memoria
No se imagina a partir de lo que se recuerda, sino al contrario. Recuerdo la zona de vida nocturna por la que me gustaba callejear y veo que esa evocación implica los paseos, leídos en mi infancia, del califa de Bagdad circulando de incógnito por ese nudo de callejuelas y comercios secretos sobre el cual de día gobernaba, determinantes desde entonces no sólo del tono de un recuerdo posterior, sino también de la elección y caracterización de personajes y escenarios a resurgir en mi memoria. Lo que recuerdo no es más que el marco de lo que la imaginación ve en tal ventana, abierta mucho antes de lo que puedo recordar; si en la ficción los personajes no tardan en distinguirse de sus modelos, es por esa antigüedad mayor de la imaginación respecto de la memoria. Pues los distintos individuos que conocí en mi juventud, por ejemplo, siempre acaban coincidiendo más o menos a la perfección, al ser recreados, con unos “prototipos” muy anteriores, primitivos, como oportunas encarnaciones de unos mitos personales elaborados con alguna intención, seguramente, pero sin conciencia entonces de lo implícito en esas figuras; a través de la evocación, ahora, de personas o ambientes reales, esos mitos son los que resurgen adaptando por sí solos el recuerdo a su propia expresión. Si los adultos depositan tantas ilusiones en la infancia, y no sólo en sus propios niños, es porque no se trata allí del futuro, donde espera la adultez, sino de un tiempo irrecuperable cuyos límites no se ven desde dentro ni desde fuera.

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