El becerro de papel

Hacer dulce un rechazo fue una vez mi virtud.

Éste, seco, se sirve en el mismo mostrador,

pero del otro lado y acredita mis faltas. 

El becerro de oro (Damien Hirst, 2009)

Preferiría que me aplauda un mono

a trepar por el laurel

cultivado por semejantes manos.

Preferiría perderme en la selva

a caer en el jardín

donde se encuentran tales iniciados.

Si se imprimieran sus conversaciones

en lugar de los monólogos

detrás de los que saben esconderse,

habría escrito un libro de plegarias

para que el coro recite

y purgue en el altar de la impureza.

Preferiría beber de esa acequia

que de la fuente en el cruce

de diagonales de un tablero suyo.

Preferiría comer sobre el polvo

a sentarme en esa mesa

de miradas siempre en el plato ajeno.

Los pasos dados en ese terreno

se vuelven contra los pies

que se hayan dejado ver descalzos.

Los golpes dados en tal cuadrilátero

se devuelven eludidos

por sombras que bailan hurtando el cuerpo.

Preferiría rodar por la lona

a subir las escaleras

de esa academia de danzas cerradas.

Preferiría perder cualquier silla

a ganar en ese juego

y hablar la lengua de su reglamento.

Por eso declino la tentación

y contemplo la virtud

contraria de una música sin eco,

más acá del oído interesado

al acecho de rumores,

donde el becerro no tiene papel.

27.6.2021