Narciso mi prójimo

«En uno que se moría / mi propia muerte no vi»

Salir en la foto. Figurar. En una cultura de la exhibición, esto parece una cuestión de vida o muerte. En lugar del “pienso, luego existo” de Descartes, lo que se impone es el “ser es ser percibido” del obispo Berkeley. El ciudadano de esta cultura no tiene mejor prueba de su existencia que su propia imagen. Por eso se empeña en proyectarla. Pero sólo la mirada ajena puede reconocerle esa propiedad y acreditar así su identificación, aunque al precio de ignorar cuanto quede fuera de cuadro y reducirlo virtualmente a la inexistencia.

En la guerra por la atención de una sociedad mercantil, donde todo ha de ser vendido incluso antes de entrar en producción, donde hasta los objetos son inteligentes y comunican sin necesidad de intérpretes, la competencia entre narcisos es feroz porque implica el derecho y hasta la posibilidad de existir. Para ser tenido en cuenta es necesario convertirse en información, generar un doble en esa red de intercambios cuyo contenido es el comercio. Así, alcanzar a través de un estilo lo que se llama una marca personal consiste en devenir un producto con marca propia. Pero lograrlo depende de captar una atención tan saturada de estímulos que los rasgos más habituales de los pretendientes a esta ventana son la urgencia y la compulsión al contraste. De lo que resulta una estética de la estridencia, a menudo cegadora a fuerza de querer deslumbrar o ensordecedora en su afán de hacerse oír, practicada sin tregua por tantos competidores que su propósito de transformarse en fenómenos de masas los transforma cada día en nuevas masas de fenómenos: los Narcisos contemporáneos, desgarrados entre el deseo de chocar y el de asimilarse, distinguirse y formar parte, tener nombre y apellido. Con el Narciso clásico tienen en común la aspiración a la fusión, pero de él los separa una dimensión muy presente en las representaciones del mito como ha sido transmitido: la intimidad del encuentro de Narciso con su reflejo, del que ignora, a diferencia de aquél que se empeña en proyectar al mundo una imagen de sí, que se trata de su propia persona. Narciso se ve irremisiblemente atraído hacia otro que resulta ser él mismo y perece por no distinguir imagen de cuerpo, en lo que sí reencontraría a sus émulos actuales. Pero él es su propio admirador inocente precisamente porque no se reconoce, así como tampoco es capaz de hacer la distinción anterior. Su deseo de unión, de unidad, lo impulsa a precipitarse y perderse, sacrificando ingenuamente su ser a su apariencia.

Eco y Narciso (J.W. Waterhouse)

Sin embargo, es justamente de esta dimensión interior en que se produce el falso encuentro de donde es posible deducir otra posibilidad de existencia, en la que por la recreación de sí mismo a partir de un modelo proyectado es posible darse una identidad deliberada a la vez que una vida consciente. En un ensayo elocuentemente titulado La escultura de sí, Michel Onfray describe el laborioso procedimiento de Leonardo Da Vinci para pintar sus autorretratos. No bastaba con mirarse al espejo: era necesario, en cambio, todo un dispositivo por el que ocho espejos dispuestos en una cabina octogonal devolvían su propio reflejo al pintor sin que en ninguno de ellos pudiera él encontrar su mirada. Imposible así mirarse a los ojos, imposible el efecto de encuentro consigo mismo, pero abierta en su lugar la posibilidad de observarse como a un tercero, desde varios ángulos, y a partir de la serie de observaciones parciales proceder a la síntesis pictórica reconocible como creación. En vez de mero objeto de la mirada, se deviene así sujeto de una visión inaccesible al ojo espontáneo y se accede a la posibilidad de obrar libremente en lugar de someterse al juicio ajeno.

Pero este sentido crítico desarrollado en soledad, aislando incluso de sí mismo la propia imagen, no es propio del Narciso híper conectado del siglo XXI, que aspira en cambio a fundirse con su propia representación consagrada por el reconocimiento de los otros. En lugar de la alta exigencia que pone ante sí quien busca encarnar su mejor retrato, se empeña en satisfacer la demanda mediocre del consumidor, receptor modelo de cuanto comunica una sociedad mercantil. Su horizonte es el de la imagen como plena realización porque no ve más allá de esa mirada, cuyo valor se mide por la cantidad de ojos depositados en ella, así como en su juventud Buñuel decía, pero en broma (e invirtiendo el argumento), que el superpoblado Auto de fe de Berruguete es la pintura más grande que existe porque, “como todo el mundo sabe, el valor de una obra pictórica se mide por la cantidad de personajes que en ella aparecen”. José Lezama Lima, poeta cubano cuya obra completa se inicia precisamente con Muerte de Narciso, habla en cambio del “genitor por la imagen”, es decir, de la imagen como matriz de realidad, como vía fértil y no culminación estéril. Se trata entonces de romper la representación mediante un acto, así como el nacimiento rompe la cáscara del huevo o Narciso podría romper el cristal del agua que lo sepulta para volver en sí. El acto viene a ser de esta manera la resurrección del ahogado, que vuelve a separarse de su imagen para cosechar lo sembrado en ella.

Metamorfosis de Narciso (Salvador Dalí)

Renacer de Narciso

Protagonista del teatro de la cultura,

va Narciso de frente a darse contra el cristal

de lo visible, la representación impura

de la ilusoria ilusión de un ser espiritual.

Con la sangre de su frente mancha el pensamiento

y da volumen al acto que su cuerpo toma

cautivo de la vitrina del conocimiento,

arrugando el frío plano del que nada asoma.

Nada se mueve en ese friso pero podría.

Lisa, inerte se ve la superficie del huevo.

El río ha culminado en el espejo y no sigue.

Hasta el temblor del frío de la gran galería

memoriosa de cuya última grieta, nuevo,

emerge Narciso, que a ningún doble persigue.