Meditaciones mediterráneas

I

El horizonte contenido. Los barcos, magros,

embalsamados entre península y península.

Cielo de vitrina y un oleaje de gasa.

El rastro de los monstruos marinos es un trazo.

II

Mar de botella y mástil de palillo. Navega

la racha sin freno de la ola imaginaria.

La grúa del puerto dormido llama al cristal.

La ostra no responde. El golfo, puño cerrado.

III

Capitán de camarote y piloto de mapa.

El ojo de buey guiña y desemboca en un vaso.

Las grandes navegaciones, ya hace tanto secas,

agrietan la profundidad de los pergaminos.

IV

Un mundo refugiado bajo un cielo mayor

y acorralado por dentaduras desiguales.

Un plato de agua y sal tan lleno de tropezones

que nunca han bastado para colmarlo y saciarse.

V

Soy la última hoja de una rama menor,

el eslabón más leve de una rota cadena.

La punta de un trapecio ya a punto de caer,

la gota caída aparte de un charco cansado.

VI

El mar suena más profundo cuando se desplaza

por el espiral del caracol al del oído.

Afuera se ve sereno como las postales

donde se firma, callada, la paz familiar.

VII

Que esta página impar continúe derramándose

en la misma tinta blanca que no coagula

y siga así retirando, prudente, lo dicho

de la mesa insaciable que bebe su palabra.

VIII

Mi cabeza es el vientre de cualquier madre en ciernes,

desconfiada de ese mar del que todo lo espera.

La playa sembrada de estériles amuletos

relumbra a sus ojos y acecha bajo mis pies.

IX

Huellas en la arena que no significan nada,

ni se pueden aprender o proteger del viento.

Cimientos de nubes elevándose a tormenta,

sumergidos en la ciénaga ornada de espuma.

X

Dos mujeres. Delante, la que fuma y vigila,

distraída, a los niños en el mar, mientras monta

su guardia ante el recinto invisible que la otra

cierra alrededor de la pantalla que la absorbe.

XI

La sombra del cuerpo blanco divide la arena,

que intocada se cierra tras el paso no dado.

Desplegadas, las alas abandonan su huella

al sol que picotea hasta no dejar un grano.

XII

La horizontal que determina la sucesión

de las cosas en el espacio, recta y discreta,

carece de razón y tan sólo porque calla,

como si ya lo supiera, resiste al abismo.

XIII

Ni obsesión ni objetivo ni curso transversal

sobre el vago y lento oleaje balbuceante.

La historia sepultada de un galeón caído

bajo las sábanas de un sueño mucho más firme.

XIV

Del consuelo que extiende la manta de la pena,

de esas viejas pagadas que vienen a llorar,

que no quede en la arena más sombra que la espuma,

que sonríe un momento y al siguiente no está.

XV

Pequeñas acuarelas superficiales pero

sugestivas, lo que desborda su estrecho marco.

Un aire de mar difuso dentro de una red

cuyos lazos deben su fuerza a su levedad.

Las Palmeras, Tarragona

13–15.7.2020

Estatuas ecuestres IV

Sólo el músculo perfecto.

O la mirada insinuada

en los ojos del capitán.

O el vigor del torso equino.

O el pliegue de la chaqueta

sobre el rígido uniforme.

O el retórico ademán

del brazo tendido al sol.

La actitud de la cabeza

por encima del bicornio.

La torsión del cuello guiado

más que el cuero de la rienda.

La firmeza de los hombros,

mayor que la de la piedra.

El ángulo de la rótula

sobre la copia del hueso.

Evocación y presencia.

Del fondo de los corrales,

a través del terciopelo

de reservadas butacas,

del aire desempolvado

para uso de los salones,

del eco de los discursos

galopantes, algo llega.

Posado sobre los pómulos,

el puente de la nariz,

las ancas encabritadas,

el pecho condecorado,

como la tierra del poncho,

la grasa de la montura,

bajo la piel de la piedra,

del cuero sucio, algo queda.

Filtrado en los recovecos

de la masa trabajada.

Dentro del pliegue o la curva

hendidos en la dureza.

Como un hálito posado

sobre el obtuso aire grave.

Con la pronta ligereza

de las ruinas despejadas.

Caricaturas y ejemplos

confundidos en la gesta

de martillos y cinceles,

modelados y vaciados.

Algunos, fuera de filas,

algunas partes de algunos,

algunas, inesperadas,

algunas piezas se salvan.

Como restos del Titanic,

emergen del tiempo hundido

al espacio oxigenado:

ancas brillando en la lluvia,

un sable cortando el sol,

la mano firme en la rienda,

el mentón que no vacila

o el pecho a modo de escudo.

¿Fueron así alguna vez?

Así los imaginaron,

creídos, los ideales

de su historia desmentida.

Si algo llega, si algo queda,

no viene de lo ordenado

cumplido, sino del roce

casual del viento y la manga.

De ese delirio sinfónico

de oradores con espuelas,

en el eco polvoriento

de sus frases esculpidas,

alguna nota precisa,

discordante, sobrevive.

Fotograma lapidario

entre restos desteñidos.

Napoleón a caballo

era la huella del día.

Su sombra rasga el ocaso

y tizna a sus seguidores.

Detrás de todos sus triunfos,

posan rígidos, de guardia.

Si alguna medalla brilla,

es una crin que flamea.

19–23.3.2022