
Estoy a sólo una estocada de distancia de la afición, a punto de hacer desaparecer al toro cuyo lomo me mantiene tan firme en alto para hundirme en la red de los aplausos y las celebraciones. Soy, como él, víctima del pueblo que sostiene esta tradición, pero, humano, sacrifico a otro individuo de una especie que no puede hablar por sí misma y así resucito cada vez. En lo alto de la ola, destinada a caer, me siento entero; cuando estalle la rompiente, con los gritos de ole y el aliento ya no contenido de la multitud, ese océano sucio que se lava en la espuma de mi ola, el sacrificio se habrá cumplido y arrastraré mi propio cadáver con una sonrisa, joven, eterno, como lo han llevado en andas, mientras la rastra se lleva al toro muerto.¿Cuánto tiempo más durará esta ceremonia considerada bárbara, para la que se me ha dado el único don que tengo, que me separa de los otros y me da un lugar entre ellos, abajo en la arena pero más alto que las nubes, en el fondo azul, contra el sol, siempre en ascenso, y esta distancia definitiva, pase lo que pase, entre mi cuerpo y los que se aprietan en las gradas?Después de la estocada el océano se cerrará sobre mí; seré yo entonces quien contenga la respiración: no respiraré, como un muerto, y sólo cuando ese océano se aquiete y me olvide saldré de debajo de sus aguas, volveré a respirar, sobre la arena de una playa sin otros cuerpos desnudos ni vestidos, aplacada, donde el estoque no hará falta ni tampoco estar erguido. Pero eso no podrá durar.