Bajorrelieve

Introducción a Los desiertos obreros

Como una estela funeraria, gravitando sobre el hueco de un muerto: el que deja, el que ocupa, el que abre, dimensión sobre la que aparece, desplegada, en relieve, desprendiéndose de un fondo neutro, vacío, la escritura: cuerpos y voces entrelazados en una sola superficie, brazos y piernas armados, adornados, confundidos en restos de escenas irreconocibles o apenas; inscripciones graves o ligeras que la piedra iguala en su dureza herida. Hechos de otros, voces de otros: este libro nació así, como una invitación a responder. Primero fue la conjunción de cuatro frases, venidas juntas como de la cinta anónima que sugiere un muro acribillado de leyendas: la retórica euforia de un relator deportivo, la estentórea metáfora de un líder político, la melosa caridad de melodiosas estrellas, la loca promesa de un favorito de las masas, cada una de éstas sin necesidad de firma pero casi enseguida acompañadas, al son de una marcha que alguna vez conoció el entusiasmo, por una profusión de citas tan sabias o necias como las aludidas, los nombres de cuyos autores, sin embargo, difícilmente dirían algo a terceros: frases enteras recortadas de la incansable circulación del lenguaje, grabadas como de costumbre en la imaginaria puerta de un retrete o en el imaginario paredón de un baldío o edificio abandonado, corregidas o subrayadas según el hábito popular o la tradicional práctica modernista aplicada aquí de nuevo. Pura materia verbal trastocada por su propio reclamo de otros escenarios, distintas ocasiones, diferente música o variaciones del gregario himno sin letra que su implícita perspicacia, variable, procura interpretar, en su aspiración a poner un punto allí donde su propia voz debe su entrada a la anarquía gramatical. Poco espacio para la intimidad, furtiva, en estas páginas: el aria de un solitario y el inconstante rastro de unos cuantos testimonios fatalmente sueltos, en medio de un montaje de ambiguas atracciones entre imágenes de espacios singularmente aptos para grandes concentraciones megalómanas y ruidosos dramas colectivos: el estadio, el supermercado, el sitio histórico y otros tantos lugares de encuentro donde rara vez se tiene la oportunidad de hablar largo y tendido en voz baja. Sin embargo, fue de la mayor cercanía de donde vino la visión que dio unidad al conjunto desde el momento en que fue proyectado: el vasto y disperso territorio dejado al viento con cada convocatoria masivamente acatada a coincidir bajo una sola consigna.

En oposición, esta respuesta a un llamado inesperado: coro de individuos no identificados pero identificables; compaginación de voces disonantes en dúo, trío, cuarteto, quinteto, multitud o solos paralelos; voces corregidas y acatadas, divididas, solapadas, superpuestas; improvisado canon de voces encontradas, en tránsito, grabadas, contradichas; movimiento continuo de siluetas de paso, al paso, a contrapié; descuidado desfile de caras y cuerpos enlazados, confundidos, discordantes, irreductibles; competencia de brazos y frentes; concurso de pies y hombros; caminata, carrera, cruce, baile, parada. Conversación en suspenso: un hilo de voz trenzado con otro trenzado con más hebras de las que componen una cabellera, dividida por el peine de las lecturas y revuelta por el cepillo de los comentarios. Ningún discurso coherente bastaría para dar cuenta de lo que pasa por esa cabeza, pero una composición desigual podría dar la impresión, a veces, de reflejarlo. Correspondencia en ondas, grabadas sobre el terreno que se espera así poder hacer aparecer: arenas musculosas, dinámicas, acoplándose, erráticas, impetuosas, monumentales en su vastedad; obra en marcha, en construcción, en fragmentos, demorada, detenida, reanudada, inconclusa, diseminada, dispersa; materia gastada hasta dentro del átomo, espíritu devuelto al balbuceo. Historia dormida en la época que ilustra, sueños al acecho del párpado que tiembla entre la luz de la piedra soleada y la sombra que dibuja sobre ella extrayendo volumen y calor de los surcos. Lenta acumulación reanimada con cada aliento mortal que reconoce en ella su límite y su huella.    

9–11.1.2017

Correspondencia nocturna

Editar es velar el sueño ajeno.

¿Cuán enamorado se puede estar?

No es como el lector, que duerme al lado.

La noche pesa sobre el ser despierto.

“Yo voy al teatro a silbar al público”,

me decía un amigo dramaturgo

a quien nunca el aplauso dejó oír.

Crítico se nace. Con ese drama

no se conmueve a nadie, aunque el conflicto,

siendo fatal, queda así asegurado.

No el mañana, aunque las próximas horas

son previsibles como la novela

que se me ha encargado solapar.

Tengo toda la sombra de la noche

por delante para dar a esta tinta

densidad y fluidez, y alrededor

para hacerlo con el discreto oficio

que mi oscura condición garantiza.

Como un párpado que se abre y cierra,

el deseo de reconocimiento

insiste y renuncia, igual que una herida

o el sueño opaco del que está cansado

pero trabaja. Y se retira y vuelve

a preguntar y pedir, considerado

tanto a la luz de la lámpara insomne

como al sol de la fama ajena, fuente

de un agua que no sacia pero brilla,

incapaz de dormirse en el sereno

perfil de una moneda. Así comercia,

pagando sus deudas con lo que obtiene

sin formar un capital, apostando

más al azar que a las cartas marcadas,

consigo mismo y con sus semejantes,

que los mismos billetes manipulan.

Aquí el que vende se siente explotado,

pero el que compra se siente estafado

y no hay, que equilibre la balanza,

más que el veneno de los comentarios

cuando se vierte en la copa del ausente,

deslumbrado por su propio reflejo.

Los que beben a su salud se ríen,

sentados a la sombra del espejo,  

pero hoy estoy solo y debo estar sobrio,

la silla recta y la espalda de pie.

Aun así, una sentencia que corrijo

me abre la risa y mi lengua inclina

al diálogo imposible con mi amigo

comediante, que duerme si no finge

dormir o estar despierto sobre un libro

como éste, inconcluso, interminable,

para ganar el pan de la vigilia.

Un faro que no guía a ningún barco,

mi ventana, la única encendida

sobre las plácidas olas del barrio

sumergido en su pecera sin islas.

Hago asomar una costa lejana

y deslizo hacia allí la breve espuma

de hace un rato, buscando el eco infiel

que confirme su razón y la firme.

Una risa cavernosa, de cueva

cerrada a ciudadanos honorables

en horas de servicio, al menos, donde

citarnos, como ahora no podemos.

La risa del amor desencantado,

que en la calma cautiva de estas horas

debo masticar con boca cerrada,

mientras maquillo, con dedos arteros,

un objeto vuelto prosaico. Hay alguien

que entiende esta tarea al otro lado

del océano opaco: la paciente

restauración de lo que jamás hubo,

espejismo de ojos legañosos.

Y por eso comprende esta escritura

de aguijones, que también él practica

cuando glosamos sagas y consignas

a la furtiva luz reveladora

de disecciones e iluminaciones,

luz mala del lector supersticioso.

Mientras el sol todavía no cubre

los estrechos límites de mi mesa,

puedo extenderlos, como de una balsa

los bordes que la apartan del naufragio,

aun si debo inclinarme ante este pálido

doble del amor no correspondido.

Mañana estará erguido en las vidrieras

detrás de las que otros no lucimos,

pasándonos debajo del pupitre

notas doctas acerca del premiado.

Desconocidos por nuestro semblante,

intercambiamos, fuera de registro,

toda una correspondencia culpable

de ser efectivamente privada.

1-2.4.2022

Lo que queda grabado

a plena voz
La voz de los cantos

De todas las conversaciones que pueden crecer en un jardín durante un coctel, que no recuerdo a qué ocasión se debía pero sí que tenía lugar entre los árboles de una bien instalada agencia literaria, la fructífera en este caso resulta deberse no a un malentendido pero sí a un desencuentro o quizás, mejor dicho, a una expectativa frustrada, aunque sin consecuencias, que tal vez no haya sido más que la manifestación, tan casual o tan sutil que no todos los participantes en el diálogo tienen por qué haberla percibido, de una diferencia de orientación, ínfima en un principio pero capaz de crecer en la distancia como un ángulo de muy pocos grados al abrirse, en la elección de objeto, podemos llamarla así, por mi parte y la de mis interlocutores. Éstos eran dos novelistas latinoamericanos residentes en Barcelona, uno de ellos compatriota mío, cuyos hijos van al mismo colegio, con lo cual comparten al menos dos grupos de pertenencia y relaciones sociales, de los cuales yo conocía un poco a uno, que me presentó al otro. Entre ellos la conversación ya estaba empezada, y se notaba además que era tan sólo un capítulo más de un largo diálogo, de modo que cuando escuché lo que fue presentado con el tono de una confidencia a su buen amigo por mi compatriota tuve la impresión de ser un intruso, a pesar de mi derecho a estar allí donde la confidencia era hecha. Pero si ésta, que no lo era, lo parecía, no era a causa, como advertí luego, de un propósito de discreción que me excluía por parte de quien hablaba, sino debido a la alta estima, que parecía sugerirle la posibilidad de que el precioso objeto en cuestión y a salvo en su casa fuera robado durante su ausencia por quien contara con la información oportuna, en que tenía a la cosa misma que constituía su tema de conversación. Algo de la devoción de otros por los objetos sagrados se transmitía a su voz velada por la necesidad de contener, en la circunstancia impuesta por el evento social, una pasión: la del lector coleccionista o por lo menos aficionado a los manuscritos de los autores que admira, así como a sus objetos personales u otros rastros que hayan dejado en la ruta imaginaria por la que lo precedieron, ya que también él escribe en este caso, con todo el fetichismo implícito en su condición y la satisfacción siempre más o menos furtiva, por el presunto rechazo del prójimo a todo lo excesivo, que lo lleva a adoptar maneras propias de una clandestinidad ejercida más como defensa que justificada. Su compañero de oficio y de grupo de padres compartía con él además este gusto, aunque quizás no con la misma intensidad, ya que fue él quien, sintiéndose tal vez responsable por mi asistencia a la escena, procuró incluirme en el diálogo preguntándome, a lo que no era una locura esperar una respuesta positiva, si no tenía yo también el gusanillo de los manuscritos, los ejemplares dedicados, la correspondencia autografiada, los cuadernos de notas tomadas a vuelapluma, las correspondientes plumas abandonadas, los artículos de escritorio o de fumador y demás tesoros de bibliófilo, poetófilo o novelófilo como el original de puño y letra del moderno clásico estadounidense adquirido por su colega en más de un colegio. Pero, al igual que todavía años atrás cuando una amiga, hasta hacía entonces poco tiempo antes aún el consentido objeto de mi mayor interés, al observar mi falta de éste en los llamativos adornos situados sobre la mesa ratona entre ambos, me preguntó si me gustaban los objetos y me hizo tropezar con la verdad de que además, en general, me eran antipáticos –lo que había anticipado ya un amigo al describirme, sin que entonces me sintiera tan reconocido, como “reñido con el mundo de los objetos”, cuestión sobre la que también me interrogaría mi analista mucho después en el curso de una productiva sesión-, me vi obligado a responder que no. Sólo para enseguida oír en mi interior la verdadera respuesta escamoteada, es decir, no la mera negativa a lo propuesto sino aquello que afirmaría en su lugar, respecto a lo cual sentí un pudor comparable con el adivinado o supuesto por mí en el comprador debido a su flamante reliquia y guardé un proporcionado silencio, desconfiando con tino de la mesura con que sería capaz de ofrecer a mi amable interlocutor una charla adecuada a la situación en lugar de censurable por lo inoportuno, más que del tema, del tono y la temible extensión de un discurso espontáneo. Sin embargo, hasta la ocasión social aquí evocada, con tantos escritores haciéndose oír a la vez mientras el sol se deslizaba sobre las vacías copas de los árboles, hubiera dado pertinencia a la cuestión. O precisamente por eso, de acuerdo con el código de la más elemental prudencia diplomática, era mejor evitarla y por una vez lo hice.    

Paradis live
Paradis live!

Son las voces las que son eternas, los momentos de voces. Existe un destello de voz que lo atraviesa todo y subsiste más allá de todo. A tal voz, tal destino para siempre. No lo que es dicho, la voz sola, súbitamente aislada, incesante, ingrabable, imprecisable. ¿Cómo se las arreglan para no oírla? ¡Escucha! ¡Acuérdate! ¡Escucha! ¡El mundo es una ininterrumpida y masiva alucinación de sordos! ¡Escucha mejor! (Philippe Sollers, El secreto) Este pasaje aparece justo después de la muerte de la madre del protagonista de la novela y no es por casualidad: hay que admitir, como su aspecto de reliquias en el referido caso de los manuscritos, las cartas y demás partes del legado de un escritor que no son estrictamente su obra, el origen de ultratumba de esas voces ya sin cuerpo que atesoramos quienes, por sobre todo bien tangible o acumulable, nos inclinamos hacia aquello que no se sostiene más que por el crédito. Pero a la vez, como bien lo señala Faulkner en relación con la manera en que el novelista dispone en su texto las cosas de tal modo que éstas vuelvan a vivir y entrar en acción cada vez que un lector se interesa por determinada historia, reliquias y voces pertenecen a un orden distinto que el de la biología, por lo que no es la muerte la que tiene la última palabra respecto a lo que ellas tienen que decir sino que el eco por ellas levantado permanece suspendido entre los vivos por tiempo indeterminado: las transformaciones de la materia garantizan la travesía. Dejo a un lado los objetos para que los recojan quienes sepan qué hacer con ellos, pero retengo lo que en mí provoca una emoción estimulante y productiva: las voces, en este caso las de los escritores, diferentes de las de cantantes, actores, testigos y otros intérpretes por la distinta configuración que en literatura resulta de la combinación de los elementos casuales y voluntarios de cualquier elocución. Hoy es fácil acceder a la escucha directa de lo que durante décadas se transmitió mayormente a través del rumor escrito en ensayos, suplementos y revistas literarias: las grabaciones, cada vez más raras a medida que retrocedemos en el tiempo, de fragmentos de su obra por autores como Joyce, cuya lectura de Anna Livia Plurabelle, capítulo de Finnegans Wake, resulta tanto más clara –y luminosa- para el oído que para el ojo poco habituado a semejantes partituras, o Pound, que al declamar el canto de la Usura hace del temblor de su vieja voz el de la “no conquistada llama” del “fine old eye” mencionado al final del Canto LXXXI. Todo esto ahora se puede oír en YouTube, como el Aullido de Ginsberg, el convite de la “oscura pradera” de Lezama o variaciones como el mismo Canto LXXXI leído en italiano a Pound por Pasolini de visita y, si nos ponemos exquisitos y queremos algo de algún extemporáneo como Pierre Guyotat, por ejemplo, podemos recurrir a UbuWeb, donde es posible que descubramos a más autores de todo el mundo ignorados en las librerías y medios culturales de la región que habitemos. ¿Sirve de algo esta exposición aparte de como curiosidad, entretenimiento o fetiche? La crisis del libro hace olvidar la pérdida del oído literario característica de un público habituado a la imprenta, la música de fondo y la comunicación visual, pero esa hipoacusia podría empezar a corregirse frecuentando estos registros, donde la interpretación de Ginsberg, por ejemplo, agrega al texto del poema la evidencia de la intención de su autor mucho menos de provocar que de ser comprendido, o la voz de Lezama puesta a la distancia de la conversación –la perfecta, según no puedo recordar quién- convence de su humanidad cotidiana a cuantos no lo imaginen fuera del Parnaso de la calle Trocadero. Es muy poco, si pensamos en los ecos que antiguamente la oralidad podía extraer del corazón del oyente, pero si la partida por el oído del lector, a pesar de los sucesivos esfuerzos de Joyce, Beckett, Sollers o Guyotat, está perdida u olvidada, así como en el teatro parece que habrá que resignarse al predominio del espectáculo orquestado sobre el contrapunto dramático de voces, cuerpos e ideas, también puede venir de esa pérdida la fuerza que se echa de menos en los mecanografiados textos nacidos del hábito de absorber y almacenar datos. A la nostalgia del paraíso corresponde la elevación de la elegía y es este tipo de impulso el que cabría esperar.

A coro
El reverso del music-hall

Qué no daría el lector de clásicos por cualquier grabación de Stendhal animando algún salón o de la voz con la que el joven Sófocles no pudo cantar sus tragedias. Pero no pidamos tanto de una máquina del tiempo tan reciente, ni siquiera en la era digital: tenemos todo el siglo veinte para pasearnos buscando discos, como era costumbre de muchos en las últimas décadas de esa época. Con Internet será menos ejercicio, pero iremos de hallazgo en hallazgo. Dudo de que hubiéramos podido encontrar jamás en ese entonces, por ejemplo –aunque sí tropecé en la biblioteca de la Alianza Francesa con un perdido ejemplar de la prohibidísima Bagatelles pour un massacre-, un curioso sencillo grabado en el París de la postguerra por un médico muy mal considerado cuya condición de monstruo ideológico dificulta para más de un buen lector el acceso a su obra. La canción, entonada por el diestro vozarrón de su autor y acompañada por un acordeón de lo más vernáculo, se titula, muy significativamente en relación con la mirada de su mal mirado intérprete sobre la especie, tironeada entre la clandestinidad y el reclutamiento, Le règlement. A quien no pueda con el Viaje, Muerte a crédito, Guignol’s Band y el resto de la esperpéntica colección del doctor Destouches, lo invito a tomarle el pulso con este corte irrepetible. ¿Quién es el que canta? ¿El señalado mensajero de la muerte o el que tiene la vida de su parte y en su puño mientras escribe, mientras transcribe “la emoción de lo hablado en el escrito”? ¡Escucha! ¡Acuérdate! ¡Escucha! ¡El mundo es una ininterrumpida y masiva alucinación de sordos! ¡Escucha mejor!

Jimmy plays the blues
Jimmy plays the blues

Para escuchar Le réglement: http://www.youtube.com/watch?v=8r8_lITLKpM