Los desiertos obreros 3

Untitled (Franz Kline, 1957)

Para Carla a la intemperie

Navegación a sangre

El peso vertical de la palabra viril. El juicio de la plomada.

Como los indios, que desconocen el vértigo

y reinan en su esclavitud sobre terrazas y letreros luminosos.

El desierto entra a la ciudad, pero al revés: por abandono,

introduciendo sus cultivos en los mudos engranajes

del tractor detenido. Un vagón, otro vagón.

Reguero de flores silvestres entre herramientas herrumbradas.

La brújula marca las afueras. Navegación a sangre.

El barco es la tripulación como la ciudad, la abandonada capital,

era el pueblo. Sólo nosotros conocemos nuestra huella,

la vemos, la reconocemos. Charco agrisándose.

La voz de Javier Martínez sobrevuela estos terraplenes

eternamente húmedos, con sus yuyos como bruscos penachos

dispuestos siempre a sustituir al compañero. Coro mudo

en la paciente deriva que nada espera. No hay

redención, hay progreso, producción automatizada

de autopartes y prótesis. Y en la cima de la oscura pirámide,

el sacrificio ya hecho. La sangre corre por la otra cara.

Por la mejilla del prójimo. Paso de paisanos

por el medio de la avenida, muerta de noche y ahora

desbordada por el sol en diagonal. País de sombras largas

cada vez más altas y delgadas. La brújula señala

un horizonte en declive, interrumpido por construcciones

cada vez más separadas y precarias, suplicantes casi

en su tímido alzarse bajo un cielo mayor, paredes desguarnecidas

que no hacen muralla, detrás de cuyos esbozos

aparece, desbocado, el llano que precede al precipicio.

Desnudo mástil de nuestra embarcación, sostenida por las aguas

intangibles del océano inconsciente y sus afluentes imaginarios,

¿es igual a la altura a la que apuntas desde nuestros hombros

aquélla que desde lejos nos apunta con sus matices

de azul en la luz fundados, en el viento, en la temperatura

o en la distancia de cada plano respecto al punto de observación?

Los cumplidores pies en la tierra se hunden en el barro

descubierto por la raíz arcaica que levanta el castigado pavimento

y avanzamos un poco más en la casual recuperación

de los peligros conjurados, la miseria familiar cuya sombra

peor era entonces que la luz desamparada del campo indefinido.

Pájaros apagados que en nuestro cráneo relumbran. Ramas

finas, otras voces arraigadas: Miguel Abuelo, Spinetta,

los gritos que desde abajo anunciaban la salida del Clarín

como el gallo de las afueras la del sol. Otro tiempo.

Fantasmales, los colectivos ejecutan su ruta invariable

a nuestro turbio alrededor. Nos adentramos en la distancia.

Nos alejamos del oficio y la manía o costumbre

de construir, de curtirse las manos contra la piedra

y la cal: derrámenla en los cementerios. Remando en seco,

sutiles, despacio entramos de pronto al aire sutil.

Diciembre 2016

Los desiertos obreros 2

El desierto rojo (Michelangelo Antonioni, 1964)

Para Carla a la intemperie

Noroeste

Ayer nomás había industrias todavía,

fábricas, usinas y el humo de colores

copando el cielo sobre el desierto poblado.

O el campo atravesado por el arroyo de las palometas,

allá donde todavía ninguna virgen se mostraba.

Donde aún no había vírgenes.

La pesada tristeza horizontal de las afueras

interminables, aglomerada y laminada capa de plomo,

ensanchada y depositada en oleadas sucesivas

por espontáneas generaciones de forasteros fracasados

en su viaje al centro desde el fondo de la tierra.

Materia cada año más espesa. Pequeñas fábricas,

pequeños talleres, pequeñas y medianas empresas

con sus camiones, chatas, grúas, furgonetas

y los coches de sus directivos abriéndose paso

entre moteles y colectivos, arroyos secos y turbios.

Espíritu de la Juan B. Justo, de la Gral. Paz.

Para qué Gaona habiendo Warnes.

Atravesar ese pantano de ida o de vuelta

consume el día, pero si no va a haber retorno,

¡qué libertad más allá de las chimeneas, de los bloques

de viviendas raleando pasado el nudo de autopistas,

por encima de los techos de los cerrados chalets de piedra,

entre baldíos y piscinas, perros sueltos y atados,

convergiendo hacia el punto de fuga de las nubes!

Caminando toma tiempo; pero así el espejismo

puede aguantar todo el día que tenemos por delante,

mientras los bólidos de la avenida, en paralelo, 

nos dejan atrás corriendo como si acabaran de atropellarnos.

Distancia irrecuperable porque es temporal,

período definitivamente entre paréntesis.

La vergüenza de matemáticos e historiadores.

Examen suspendido. Si apareciera ante nosotros

cualquiera de esos murales de detrás de los Urales,

tan futuristas en otro tiempo, con vestigios en Berlín,

¿preferiríamos derribarlo o intentaríamos

reconocernos en esas coloridas sombras suyas?

Doloridas sombras. Levantar esas pantallas

fue nuestro oficio y nuestro papel, ya quemado,

encabezar la marcha hacia la toma del jardín que guardaban.

Marchamos ahora hacia el oeste, hacia el futuro, mirando

el crepúsculo que no retrocede, señalado

por la barrera al pie del vacío andén. Otro fiasco.

Tren perdido. Condenados a la retaguardia,

dejamos a nuestras espaldas las ruinas de una vocación

más alta aún que las percudidas torres acechadas.

Diciembre 2016

La espuma y la resaca

1

Tu cuerpo grande y tierno como un árbol

sólo se yergue para ser talado.

Los espejismos se borran

pero el desierto persiste,

como se borran las huellas

y permanece la sed.

2

La mano se cierra, pega

y el puño vuelve mojado;

la mano, vacía. El pie,

por dejar huella, se cubre

de polvo; la huella aguanta,

pisada. La inseparable

sombra a tus pies, más que tuya,

es de la tierra; la imagen

quebrada en la superficie

se recoge en tu quietud.

3

Así dormidas son perfectas. Nada

puja ni cede en su sueño redondo.

Toca, aprieta, acaricia, dice el aire.

Basta una gota caída del árbol

para enturbiar el espejo imantado.

4

El no de pecho.

El sí mayor.

Del no de pecho

al sí mayor,

¿qué escala lleva,

qué contrapunto

invierte el tono

y da al exceso

su negación?

5

Lo normal y mundano se me impone.

Veo las cosas por segunda vez.

Pesadas, apoyadas en sí mismas.

Sin aire en que flotar mientras el río

las pudre. Durmiendo bajo los arcos.

Girando con las sombras, opacando,

mientras se dejan atravesar limpias

por el sol estridente, sigiloso.

6

Por esta calle pasé igual que el viento

y a nadie quité el sombrero

que no lo recuperase.

Sujeto que no quiere el predicado,

soy el que rompe el silencio

donde las frases muy claras se acoplan

y hace falta hablar oscuro.

7

Ahora que estás despierta,

la fuente ruge,

la catarata

no cae, sino que salta,

y en la ventana discreta

el sol irrumpe.

8

La piedra al fondo del río revuelto

queda, la del puente es dejada atrás.

Mira ahí abajo que rápido tiran

más abajo aún el muelle reciente,

con la perla que la ostra rechaza. 

Una gota ya inclina la balanza

donde pisan más fuerte los notables

y se deslizan los desarraigados.

La piedra al fondo del río

no junta polvo y entierra

puente tras puente en la ostra

que la balanza no pesa.

9

El despertar taciturno

de quien sigue entre las cosas.

El cuerpo como otra cosa.

Manos y tazas lavadas

en una sola corriente.

Río arriba,

apartando la maleza.

Río abajo,

soportando la llovizna.

La palabra como un aura

del hosco núcleo.

10

Tu cuerpo suave y flexible, de agua

que hace relumbrar todas las cosas,

se derrama soltando sus cristales

bajo la mano invisible del viento.

Cuando un árbol así cae al desierto,

 dando toda la sombra de sus ramas,

sus cenizas se mezclan con la arena

y su raíz crece firme en el aire.

11

Quedan los pájaros,

el seco instante,

el relumbrón

que el sol opaca.

Quedan clavados

en la madera

cortada ayer

para retablo,

modesta leña

o tibia luz.

12

Estás delante del espejo falso

que te muestra lo que no eres, el que te enseña

lo que quieres, como si esos nenúfares

que bailan a la distancia cabal de tu brazo

pudieran emerger de su perfume.

13

Remontando la niebla se llega a la tiniebla

impenetrable dentro de la piedra.

La fluida claridad con que discurre la sombra,

desovillándose aunque en sí se esconda

mientras serpentea hacia la desembocadura

radiante que la niega, nada anula

de la fría afirmación en su dureza absorta.

14

La primera cerveza del verano,

con el sol en su cristal,

regresa desde antes que nacieras,

como esa luz, puntual.

Así cada día incendia las cúpulas

cubiertas por su gran manto de azufre

que cobija y regenera,

mientras crece en el fondo de la jarra

la sed sobrenatural.

15

…atravesar el mundo de los vivos

para llegar al cielo de los muertos,

cuyo único rastro son tus huellas…

…remontar la catarata

hacia la fuente invertida

donde arde la corriente…

…interpretar en desacuerdo con lo cifrado

el insidioso presagio que el sol enmascara,

conservando lo tangible en el centro del claro…

…ser en silencio

la voz erguida

que se desplaza…

16

Si devuelvo el envase, ¿ya podré evaporarme?

Soy la encrucijada de un montón de desencuentros

y tantas calles cortadas a oscuras que sólo

concibo las salidas cancelando las citas.

17

Coincidencia en la cresta de la ola

del espejo y la ventana,

destello del húmedo diamante en el aéreo

oro del sol,

instante delgado como la lámina

ilustrada por su opuesto,

como la piel del astillado velo 

entre dos mundos,

impresión de eternidad en la página ardiente

del día, de gravedad

en la carrera de lomos de plata.

18

Las sucesivas islas desde cuyas orillas

el náufrago, seco, interrogaba al horizonte,

se confunden en su estela, iguales a los granos

de arena reunida bajo los pies detenidos.

Dorada por el sol que detrás del mar responde,

la risa del mar resuena de una roca a otra

y en cada ola se alza la sed escondida,

visible como un rayo de sol cuando tropieza.

18–25.5.2021

El estilo de una nación

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Un clásico siempre renovado

La literatura argentina nace en el matadero. Es lo que se aprende en el colegio: la literatura argentina nace con El matadero, de Esteban Echeverría, un cuento feroz en el que un grupo de federales matan –carnean- a un solitario unitario. Éste se ha aventurado en un dominio ajeno y se lo hacen pagar. O, más bien, le cobran en especies por no encontrar buena su moneda. La acción es la siguiente: a causa de una inundación, faltan vacas en el embarrado matadero; para parar la hambruna, el Restaurador don Juan Manuel de Rosas hace llegar una tropilla de cincuenta novillos cuyos cortes son repartidos (y disputados) allí mismo entre la multitud reunida; en ese caos de carne y sangre, un toro reacio a dejarse matar es comparado, por su terquedad, con un unitario; surge el grito “¡Mueran los salvajes unitarios!”, en alusión al derrotado enemigo de los federales en el gobierno; el toro intenta una fuga y cuesta tanto atraparlo de nuevo –incluso un chico es degollado accidentalmente, por un lazo roto, en la persecución- que el posterior descuartizamiento se convierte en una celebración colectiva, con un especial énfasis en la festiva castración del toro; en cuanto acaba la matanza, aparece un joven y elegante unitario a caballo; las voces superpuestas de los que  lo reconocen como tal, lo capturan, lo juzgan y condenan liderados por el brutal matarife Matasiete contrastan con el silencio casi absoluto del joven, hasta que éste decide hablar y los cubre de injurias; los maltratos acaban con el rebelde, que muere vomitando sangre; sus matadores se muestran sorprendidos, ya que ellos sólo querían divertirse a su costa y él “tomó la cosa demasiado en serio”; el narrador, en cambio, opositor al régimen, evidente unitario él mismo, concluye que “el foco de la federación estaba en el matadero”. La misma violencia impune y el mismo sectarismo decisivo aparecen una y otra vez desde entonces en la literatura argentina, asomando desde un barro negro y sin límites por sobre el que toda construcción civilizada parece una ilusión o un engaño. Los mismos elementos, el destino determinado por aquello de lo que alguien se constituye en representación y la cara borrada por las anárquicas fuerzas plurales que con odio se le oponen, se manifiestan en El fiord de Osvaldo Lamborghini, en más de un relato de Laiseca –aunque él los sitúe en China o en Egipto-, en Fogwill o en el propio Borges, y reaparecen en la narrativa más reciente, ya ésta se ocupe de evocar los años de la guerrilla, la represión militar o Malvinas, o de captar lo inmediato de la delincuencia urbana, la corrupción general o el nihilismo del desorden contemporáneo. Temida, reivindicada, aludida, exhibida, exaltada o reprobada, esa violencia aparece como verdad. Y alrededor de esa verdad se disponen las representaciones que velan, mediante aproximaciones sesgadas más o menos engañosas, cada una por sus intereses, por sus ventajas, por la imposición de su presencia en el territorio en disputa. Ocupar un territorio: haciendo número en la calle, en el estadio, en la plaza o en el desierto de la campaña homónima. Por la fuerza, que viene de la unión, que da el derecho. Derecho de lealtad, sectario. Dentro de esta zona turbia, es la violencia latente, inminente o desatada en las distintas situaciones lo que fuerza los virajes, las adhesiones o el desmarcarse de personajes y agrupaciones. “Dime con quién andas y te diré quién eres.” ¿Con quién me junto? Lealtad y traición son las dos caras de la moneda nacional, revoleada en cada jugada, y su relato es la narración de lo que ocurre hasta que ese azar se resuelve, lo que igualmente puede resultar en un tendal de cadáveres o en una amistad tan firme y súbita como la de Martín Fierro con el sargento Cruz. El escenario esencial, del que depende no poco la grandeza de estas creaciones, parece eterno, que es lo más que puede acercarse a serlo, porque no ha cambiado desde los tiempos del violento romanticismo criollo: por debajo de la gris masa urbana, del caos comercial de las apretadas edificaciones del centro, del desbocado crecimiento suburbano o de los barrios cerrados que como nuevos fortines avanzan sobre la llanura, la vieja pampa desnuda, cercada, eso sí, bajo la forma de cancha sin estadio o de puro baldío que puede encontrarse en cualquier parte, donde no hay ya escondite ni tregua posible más que entre los propios contendientes.

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