Vida y memoria de Paul Auster

Sobre Diario de invierno

El tema de este libro, que no es una novela, queda bien definido en su última línea: “You have entered the winter of your life” (“Has entrado en el invierno de tu vida”). Todo el texto desarrolla esta noción, presentida primero no sin temor y asumida al final con bastante plenitud por el autor, tras haber construido mediante la escritura de su diario una especie de fortaleza quizás no inexpugnable, pero sí bastante sólida a partir del mismo material con que ha edificado sus ficciones. Tanto en la obra como ante el tramo de su vida que se prepara a emprender, es la transformación de la experiencia en ficción lo que le sirve de fortaleza, mediante una operación que consiste en situar lo ya vivido bajo las reglas de juego que gobiernan sus novelas. De este modo, además, estas reglas son puestas a prueba y eventualmente comprobadas en tal confrontación con la realidad, aun si después todo queda dentro del margen de incertidumbre característico del mundo de Auster. La suma total hace de este autorretrato de madurez una buena oportunidad para comprender varias cosas sobre el autor, o al menos para formular algunas hipótesis sobre su manera de ver el mundo, así como sobre su singular éxito como escritor.

El libro está escrito en la segunda persona del singular. Paul Auster, así, se dirige a sí mismo ante sus lectores. Él es “you” (tú), Siri es “your wife” (tu esposa), sus hijos son “tu hija” y “tu hijo”, su primera esposa, muy importante en este relato, es “your girlfriend” y luego “your first wife”, y así sucesivamente. Esta ausencia de nombres, sin embargo, no produce ningún problema a la hora de orientarse, y tampoco es cansador el recurso a la segunda persona como era de temer. De hecho, un valor a destacar en este libro es la calidad muy particular de su prosa, armónica, rítmica e inmediatamente clara en lo que narra o explica. Parece pensado para la lectura en voz alta, tanto por semejante posibilidad de comprensión inmediata como por la particular música continua que logra para la voz narrativa. Se ha definido muchas veces a Auster, sobre todo al de sus primeros libros, como “una cruza de Chandler y Beckett”, y de hecho en cuanto uno empieza a leer este texto es Beckett la referencia inmediata en la que piensa, no sólo por el uso de la segunda persona, que Beckett empleó en novelas como Company o piezas como That time, en las que como aquí un hombre ya mayor se confronta a sí mismo, sino por esa calidad rítmica, musical, propia del autor irlandés. Claro que se trata de dos escritores diferentes y estas diferencias se hacen notar enseguida, pues Auster aquí resulta tan claro, amistoso y benévolo como hosco, críptico y difícil podía resultar Beckett. Y el relato, aunque no sigue una cronología ni tiene la unidad de una única aventura, tampoco es una serie de fragmentos yuxtapuestos abruptamente que desafían al lector a intentar comprender si es que puede, sino que en cambio se desliza fluidamente de un tema a otro procurando darse a entender con una especie de confianza o al menos esperanza en el poder de la comunicación que nunca mengua. Auster no resulta difícil de leer ni de entender, pero esta curiosa memoria permite también entrever dónde reside su particular misterio y también ensayar una respuesta sobre por qué atrae y es sugestivo para tantos lectores.

La situación de base en el libro es la siguiente: el autor va a cumplir sesenta y cuatro años y siente que va a entrar en esa etapa que al final llama “el invierno de su vida”. Al escribir este “diario”, que tampoco lo es en el sentido tradicional ya que ni lleva fechas ni se interrumpe entre sus anotaciones, sino que va ligando presente y pasado todo el tiempo prácticamente sin solución de continuidad, consigna lo que tiene y lo que ama en su presente, a la vez que se interroga sobre el pasado que lo ha traído a esta situación y, muy especialmente, sobre ciertos anticipos de la situación en que ahora se encuentra. Hay ciertas escenas recurrentes: una de ellas es el accidente automovilístico a partir del cual decidió, habiendo sido toda su vida un excelente conductor, dejar de conducir: iba al volante cuando, por una vez en su vida, en lugar de seguir el consejo de su padre acerca de conducir siempre muy prudentemente, como si todos los demás fueran locos o tontos, realizó una maniobra apenas arriesgada, se produjo un choque y casi se mata junto a su mujer y a su hija; a pesar de que nadie lo culpó, él sí sintió vergüenza por su ligereza y decidió nunca más ponerse al volante de un coche. Es decir, un abandono de algo que ha hecho toda su vida y al que, en su situación presente y a su edad, piensa que irán siguiendo otros.

El monólogo por el que Auster se habla a sí mismo incluye a la vez un adiós a todo lo que no volverá y el examen del camino recorrido, aunque éste no se hace tanto cronológica como temáticamente. El dato capital de la vida que se evoca en estas páginas es quizás el siguiente rasgo: se trata de una vida partida aparentemente en dos, con una primera parte llena de dificultades, como si se estuviera casi bajo el peso de una maldición, y una segunda parte en la que de pronto cambian tanto la suerte como la naturaleza de los encuentros del autor con el mundo y sus habitantes, lo que determina también una distinta actitud. La primera parte de esta vida ha nutrido varios libros anteriores de Auster. De hecho el primero realmente importante, su “break through”, La invención de la soledad, no es en verdad una novela sino el relato del descubrimiento del gran secreto de su familia, el asesinato de su abuelo por su abuela, absolutamente determinante para su padre, sobre el cual se volverá en este libro así como en el definitorio momento de la escritura del libro correspondiente. Es con ese libro quizás que debería agruparse éste en una clasificación de la obra completa, ya que está compuesto un poco del mismo modo en cuanto a la combinación de narrativa y ensayo en una sola voz, quizás más lírica y menos examinadora en esta oportunidad.

De esa primera mitad de la vida de Auster se cuentan su infancia, los accidentes a los que sobrevivió de milagro (material como el que se encuentra en sus novelas), las difíciles relaciones entre sus padres además de la vida de cada uno, incluyendo las circunstancias de sus respectivas muertes, repentinas ambas como las de sus abuelos, lo que parece una marca de familia, su padre en brazos de su amante mientras hacían el amor, lo cual a él no le parece en absoluto, al contrario de lo que suele decirse, la mejor manera de marcharse (sobre todo si se piensa en la amante), las relaciones de su madre con sus dos maridos siguientes, de los cuales el segundo (un jovial abogado laboralista de izquierdas del que Paul se hizo amigo fácilmente) habría sido perfecto si no hubiera muerto tan pronto, mientras el tercero, un inventor fracasado, acabó trayendo más problemas que soluciones y por fin murió también, dejándola en una viudez difícil de soportar para una mujer que sobre todo deseaba compañía, y finalmente las difíciles relaciones del autor con su primera mujer, que de algún modo resumen simbólicamente esa difícil primera mitad de su vida. No será hasta los treinta y dos años, la mitad justa de los sesenta y cuatro que tiene en el momento de escribir este diario, que Auster comenzará a orientarse hacia una situación mejor, la de esa segunda parte que es posible llamar exitosa.

Las distintas épocas, la oscura y la brillante, al igual que el presente y el pasado, se entremezclan en el monólogo de tal modo que, aunque no se las confronte de manera directa, el contrapunto sí que se establece a ojos del lector. Auster repasa desde sus pequeños gustos cotidianos como los cigarros y el béisbol, entusiasmos que se le conocen, hasta cada uno de los domicilios que tuvo, desde aquél en que nació hasta éste donde vive ahora, en una suerte de catálogo razonado bastante extenso que sirve para revisar varios de los hechos referidos a la luz del espacio donde acontecieron, lo que permite agregar más detalles. Es notable el contraste entre la cantidad de cambios de domicilio de la primera parte de su vida, inestable, inquieta, incapaz de encontrar un domicilio donde desarrollarse fructíferamente, y los pocos ocurridos en la segunda parte, que hasta dan una idea de progresión y crecimiento con cada nueva mudanza.

Ya que, a pesar de que no faltan dificultades y tragos amargos durante esta época, su consideración general por el autor es inequívocamente positiva, llena de palabras de admiración y celebración tanto para su esposa como para su familia política, tan sólida como “disfuncional” era aquella de la que él venía. Lo que permite resumir el conjunto así: una vida con dos partes increíblemente bien diferenciadas, la primera como bajo el peso de una maldición que impide orientarse y mantiene a quien la vive en un estado constante de incertidumbre y casi indigencia, y la segunda como tocada por una gracia que permitió a aquél a quien salvó encontrar amor, felicidad y realizar una obra saludada además por un enorme éxito –aunque de esto no se habla en el libro-, ahora a las puertas de una tercera parte ante la cual, casi como un conjuro, se repasa el tortuoso camino seguido en un principio a la vez que se reafirma lo alcanzado más tarde. Lo interesante es ver cómo algunos de los mecanismos más reconocibles en el armado de las novelas del autor aparecen en este recuento de lo efectivamente vivido, es decir, de lo sólo parcialmente imaginario. Por ejemplo, Auster evoca el espectáculo de danza cuya contemplación lo liberó permitiéndole empezar por fin La invención de la soledad y dice literalmente que fueron esos bailarines los que lo sacaron de la crisis, ofreciendo un tipo de relación entre dos fenómenos, el que funciona como signo y el que se ofrece como situación, muy característica de sus novelas: dos cosas que nada tienen que ver coinciden y a partir de ello, impensadamente, algo funciona o se arregla.

Sólo que aquí, con todo el material de no ficción que el monólogo ofrece al lector, éste puede sospechar que más bien no, que no fueron los bailarines quienes lo hicieron, sino que son ellos lo que nos muestra el autor para cubrir el agujero de algo que en el fondo ignora: como si la “mala suerte” de la primera parte de su vida y la “buena suerte” de la segunda hubieran dependido de algo tan azaroso como una tirada de dados y la relación causal que haya podido producir el cambio no existiera porque no se la ve. Y este tipo de pensamiento no deja de ser, en el fondo, supersticioso: se conserva el carácter “mágico” del signo en la evocación porque los acontecimientos posteriores han sido felices o favorables, en el fondo como se puede apegar uno a una cábala. Los romanos, que eran muy supersticiosos, también atacaban o dejaban de atacar en función de este tipo de signos, sugestivos precisamente a causa de que no tienen relación causal con los hechos a los que se los refiere. Y ésta quizás sea una clave del éxito de este escritor tan personal y en principio no comercial: como tanta gente de hoy, se aparta de cualquier explicación racional y concluyente de lo que pasa para remitir a causas y consecuencias flotantes, o indefinidas, mientras procura deslizarse y hallar su camino en lo cotidiano indeterminado. En el panorama actual de fin de las ideologías, por más que cada individuo la viva a su manera esta posición está muy extendida. Si se suma esta actitud tan contemporánea al hecho de que, como se ve en este monólogo tan íntimo, tampoco hay en Auster ideas o sentimientos que puedan chocar, a la manera de los de un Céline o de un Bernhard, con lo que en general todo el mundo aprueba o comparte (sin que esto se deba a que el autor finja para agradar o a una falta de personalidad de su parte), no debe sorprender tanto el éxito relativamente masivo de una obra accesible pero que nada tiene que ver por sus características intrínsecas con los best-sellers y productos habituales de consumo masivo. Aunque la notoriedad proporciona una evidencia que vuelve superfluas esas razones tan necesarias para salir del fracaso.

2011

Muray portátil

Mínimo respeto (el álbum)
Mínimo respeto (Muray cantautor)

Incursiones de un inactual:

Diario

El diario íntimo. El diario de viaje. El póstumo, la posteridad.

Un diario no debería siquiera poder ser dado a difusión bajo cuerda, siquiera confesable, aunque fuera a una sola persona. El diario es el arte de lo inconfesable. Poseer este arte de lo inconfesable es demostrar que se conocen exactamente los límites de lo que puede soportar la sociedad oficial y pestilencial; es entonces conocer la sociedad y esto es lo esencial. Hace falta tener mucho que disimular para tener algo interesante que mostrar. El valor de una obra pública debería poder medirse con todo lo que ésta supone enterrado debajo de ella, escondido, clandestino. Lo publicado se juzgará así según la cantidad de lo impublicable. Trescientas páginas a plena luz, tres mil a grifo cerrado, ésa es la proporción adecuada en tiempos de abyección. La puesta en escena de lo impublicable sin máscara: eso es el diario íntimo.

Un diario que se respete no puede ser sino de ultratumba. Tan provocadores como puedan parecer, los libros que se publican en vida no son más que concesiones.

Fuera del panteón
Muray fuera del panteón

Desconocimiento

El desconocimiento ha devenido, notablemente en literatura, un factor positivo. En On ferme, hablo del “desconocimiento tenaz de las causas” como clave de los best-sellers: no saber por qué un personaje hace lo que hace, vanagloriarse de no saber –cuando se es el autor- por qué un personaje te “arrastra” aquí más bien que allá; la acciones deben “caer del cielo”; es por ahí que la literatura, en su degradación última, se reúne con la poesía, la magia más oscuramente arcaica, el ocultismo por supuesto, y finalmente se hunde en las cavernas de la estupidez…

Jacques Henric
Arqueología con Jacques Henric

Novela

De una intuición de 1989 (La época y su novela), de una comparación entre las novelas de hoy en día y los automóviles, me haría falta extraer todas las consecuencias. Si los automóviles son tan indiferenciados, es bajo el golpe del cordicolismo carretero (limitaciones de velocidad, por ejemplo) cada vez más tiránico. Las novelas se indiferencian por razones análogas. Hay unos límites de pensamiento, un permiso de escribir por puntos, multas por composición en estado de ebriedad, etc. De allí la disciplina cada vez más visible de los literatos. Hilan fino. Basta de accidentes, es decir, basta de excepciones. En un mundo de igualdad, la excepción ya no es deseable.

Cordicolismo: a decir verdad, en El siglo diecinueve a través de los tiempos, este Imperio del Bien ya estaba presente: el Armonismo con el que me batía era una forma arcaica, ingenua, de cordicolismo.

La sonrisa con rostro humano
La sonrisa con rostro humano

Respeto por el otro

La cuestión de la supervivencia de la literatura está ligada a contrario a la del respeto por el otro.

Philippe Muray, Le Portatif

Fumando espero a mis lectores
Fumando espero a mis lectores

Noticias memorables

El estilo de Gay Talese

Los diarios de ayer son viejos, pero algunas noticias perduran. ¿Qué es lo que hace a una noticia perdurable? Sus consecuencias, que hacen de ella un documento histórico, o su ejemplaridad, que hace de ella una fábula ocurrida. Gay Talese, reportero del New York Times, tuvo más de una primicia: El reino y el poder (1969), su historia “humana” del periódico que conocía como nadie, fue el primero de la ola de best sellers sobre los medios que culminaría en Todos los hombres del presidente (1974). Sin embargo, más que adelantarse a los sucesos, lo que siempre ha interesado a Talese es captar a través de los hechos lo que es digno de ser recordado, lo que perdida su actualidad merece ser transmitido al futuro. ¿Qué determina esta selección cuando, a diferencia del historiador, el periodista debe escoger desde una perspectiva inmediata? Más de un título del autor delata su intención moral: Honor thy father (1971) o Thy neighboor’s wife (1981) dejan oír en el sentencioso arcaísmo del “thy”, en la resonancia bíblica que despiertan, un acento de gravedad en deuda con el tono de predicadores y profetas, de quienes se ha dicho que podían predecir el futuro no porque indagaran las entrañas de los pájaros, sino porque sabían observar el presente. Así, aunque el cronista no quiera ser más que un testigo, la observación perspicaz de la realidad concreta no sólo tendrá consecuencias en su estilo, hecho de apuntes del natural y meditada composición de detalles, sino también en su carrera, que lo enfrentará a la censura.

Menos célebre en España hasta hace poco que Tom Wolfe o Hunter Thompson, Talese ha sido descrito como “un artista de la no ficción”, género que desde su misma definición negativa se presenta tan escurridizo como no aparenta serlo en su apego a lo tangible. ¿Se llama artista a un reportero porque la exquisitez de su prosa excede la cotidianeidad del oficio? A pesar de sus modales distinguidos y sus trajes bien cortados de hijo de sastre, el currículum de Talese es el de un periodista todo-terreno, capaz de informar sobre política, deportes o lo que su redacción le señale. Pero esta ductilidad halla su contrapeso en el ejemplo de autores como Joyce, Hemingway o Fitzgerald, a quienes debe la exigencia que lo lleva a demorar hasta último momento la entrega de sus artículos mientras corrige exhaustivamente sus sucesivas versiones y cuya lectura fue el estímulo que lo animó a hacer de sus reportajes, según su propia descripción, “cuentos con nombres reales”, incorporando al lenguaje periodístico recursos literarios como la puesta en escena, el diálogo y hasta el monólogo interior para dar voz a sus personajes no ficticios y captar el fondo humano detrás de la noticia, lo que no suele aparecer en los titulares y sin embargo más se acerca a la verdad. Nombres reales, como los de los anónimos obreros en los que basó su crónica El puente o los de las muchas celebridades (Frank Sinatra, Joe Di Maggio, Fidel Castro, Muhammad Alí…) que supo retratar despojadas de las luces de la fama. Fama y oscuridad se titula precisamente una esencial recopilación de sus artículos, pero en esa importancia dada al nombre se cifra un compromiso ético que va más allá de la lucha por el reconocimiento.

Quiere la normativa, o lo quería en los años ‘50, que sólo los artículos de más de seis párrafos lleven la firma de su autor en las columnas del New York Times. Es raro que un escritor con ambición prefiera publicar en forma anónima. Pero éste llegó a ser el caso cuando Talese, transferido de deportes a política para cubrir los actos del gobernador Rockefeller en reconocimiento a su buen trabajo hasta aquel desafortunado 1959, descubrió que por primera vez no tenía libertad como escritor. “Los editores mantenían distintos criterios para los atletas que para los políticos, militares y hombres de negocios. Las figuras del deporte no eran tomadas en serio. Si el alcalde se hurgaba la nariz o se tomaba una cerveza, yo no podía escribir esto. Si lo hacía un boxeador, se podía imprimir sin problemas. Me dí cuenta de que los editores cortaban todo lo que hubiera de especial en el modo en que yo viera algo. No quería mi nombre en esas historias. Así que empecé a escribir muy conciso y a no dejar que ninguna historia tuviera más de seis párrafos.”

No firmar lo que no responde al propio estilo, preservar el nombre propio aun al precio del anonimato. Lo contrario es más habitual: hacerse eco de lo que se dice tratando de hacerlo pasar por propio y hacerse notar lo más posible por todos los medios a mano. Se ve todos los días, por esos mismos medios. Pero en la maniobra de retirada con que Talese arriesgó su posición puede leerse una defensa que identifica subjetividad y objetividad periodística. De hecho, la voluntad de un estilo propio es una búsqueda de objetividad. Es un ajuste del ojo, del oído y de la lengua a lo que es, a lo que hay efectivamente por registrar y transmitir. Dar con la palabra justa es dar con el nombre real, velado normalmente por el discurso en continuado de una actualidad a la que no le iría mal la definición de “mentira consensuada” que Voltaire solía dar de la historia.

Gay Talese: reportajes de autor