Nuevo prólogo a un libro inédito

Actualización retrospectiva: reconsideración de La decadencia del arte popular

Terminé de escribir la primera versión de La decadencia del arte popular el 9 de diciembre de 2016, con la redacción del epílogo. Intenté publicarlo y por unos meses pareció que lo lograría, pero después de que el editor interesado se decidiera por lo contrario dejé de insistir. En cambio, empecé a cuestionarme la dimensión del conjunto, que daba entrada a demasiados temas y le hacía perder foco, y a pensar en versiones reducidas que, abarcando menos, alcanzaran una mayor unidad o una mejor integración. En vano, porque de un modo u otro la naturaleza discontinua del libro, construido con textos escritos en diferentes y desparejas ocasiones a lo largo de quince años, resultaba siempre evidente, aun con toda la constancia manifiesta en el punto de vista sostenido y expresado por las palabras. El libro adelgazó y se afinó el discurso, menos en cada escrito que en el paso de uno a otro, pero no por eso se convirtió en una pieza homogénea, como si la hubiera concebido primero y escrito después. Compuesto más bien para ser la conclusión de un devenir, nunca logró esconder su origen imprevisto ni su confección improvisada por la voluntad de cerrar una obra. Sin embargo, hay algo orgánico en ese nacimiento y esa vida no planeados a lo que el conjunto finalmente debe su consistencia más firme. Pues no se trata en definitiva de la explicación ramificada de una idea central, por más convicción al respecto que muestren los sucesivos argumentos, sino de la maduración de un pensamiento en el tiempo de su insistencia, intermitente, inestable, pero aun así reconocible de estación en estación, o de ocaso en ocaso de la decadencia de su objeto.

Obra de William Kentridge elegida para la portada de La decadencia del arte popular

Sólo que me di cuenta hace muy poco. Por eso, como quería que siguiera siendo contemporáneo del lector, mientras escribía otras cosas y reorganizaba cada tanto este material, e incluso durante meses después de que alcanzara la forma que ahora tiene, preferí no incluir las fechas de composición de los textos, temeroso de que así perdieran actualidad e interesaran menos. Lo que ocurrió, en cambio, fue que a mí mismo todo esto, una vez reunido en su nuevo orden, me quedó atrás, no superado, sino vinculado al tiempo ido, las casi dos décadas pasadas entre el escrito más antiguo, correspondiente a mi etapa de inmigración al Viejo Continente, para mí nuevo, y el más reciente, referido al nacimiento de la vocación seguida durante toda una época que tocaba a su fin. De pronto, una vez pasados veinte años, la transición del siglo veinte durante el que me formé al veintiuno durante el que escribí me pareció definitivamente consumada, lo que dejaba un tanto obsoleto el modelo de resistencia ensayado en estas reflexiones y proyecciones. Llegada la hora de pasar a otra práctica, de dar por perdidas las oportunidades aprovechadas, consideré significativa, por las mismas razones a favor de su exclusión de la versión anterior, examinadas ahora desde el ángulo opuesto, la inclusión de las fechas en que cada texto fue escrito. Porque así, ya agotada la ilusión de inmediatez y actualidad, podrían aportar la ilusión inversa, al menos consciente, de la perspectiva a un balance de la suerte acaecida en ese período que, cerrándolo, es posible empezar a llamar histórico. Lo que es una manera de continuidad del empeño, fiel además a la mirada probada en él.

Ilustración de portada de Le XIXe siècle à travers les âges, de Philippe Muray: La romería de San Isidro (Goya)

Escribí la mayoría de estos textos para un blog, Refinería Literaria, que comencé en octubre de 2011 y todavía sostengo. En diciembre de 2015 tuve las ganas de parar el flujo, que amenazaba con repetirse, y coagularlo en una forma de conjunto que oponer, como un simbólico dique, el único posible, a la fuga del tiempo. Durante todo 2016 corregí, edité y completé lo que había escrito. Media docena de artículos provenían de antes, redactados entre 2002 y 2004. Agregué el prólogo una vez que tuve el libro organizado y el epílogo para terminar. Más tarde, mientras lo reformaba, eliminé una decena de textos, cambié varios de sección y sumé otros dos, breves, escritos en 2017 y a principios de 2018, que me parecieron pertinentes. Lo último, antes de escribir esta nota, fue la decisión de recuperar las fechas y anular el pretendido efecto de tiempo abolido que ya ni para mí tenía sentido. Entonces comprendí cuál había sido mi posición durante esos años ahora confesados: había escrito sobre el presente, pero lo había hecho desde el pasado, es decir, desde la perspectiva de alguien cuyos valores vienen de lo cancelado y derribado por la época en que vive. Del pasado más o menos inmediato, así como el tiempo en que todo esto fue escrito comienza a ser en la actualidad el pasado inmediato, objeto a la vez de revisionismo y de negación. En un libro que debería ser más conocido, El siglo XIX a través de los tiempos, Philippe Muray postula una esencia decimonónica que podría encontrarse en distintas épocas de la historia, formulada con medios diferentes. Si en el futuro alguien lo intentase con el siglo XXI, La decadencia del arte popular podría tal vez servirle de introducción o documento. Correspondería a la fase prepotente del espíritu gregario, justo antes de la guerra de tribus por la hegemonía en la nueva tabla rasa. “Quienes no han sido adultos antes de la caída del muro de Berlín no conocen la hospitalidad del azar.” En el mundo posterior a esa euforia expansiva se escribieron los siguientes testimonios, que delatan una conciencia ya formada para entonces, pero describen unos fenómenos en formación desde mucho antes de su exhibición a la descarada luz del día. Hoy que un crepúsculo responde a otro, quedan estos papeles resignados al inexorable amarillo como otras tantas visiones fechadas a la espera de la lámpara que las alumbre.  

2021

La decadencia del arte popular (2002-2018)

Edición a medida

genet sartre
La mediación necesaria

Cada editor, por más profesional que sea, tiene un modo distinto de editar; vale decir, una manera propia de leer. Cuando se habla de que un manuscrito necesita un editing, por ejemplo, en general quiere decirse sobre todo que hay que hacerle cortes, que sobran páginas y que falta elipsis; personalmente, sin embargo, yo no suelo tachar tanto sino más bien cambiar las cosas de lugar. El capítulo 25 se convierte en el primero, el primero es partido en dos y distribuido en el interior del texto, el desenlace se disimula páginas antes de que acabe el libro y de una escena perdida por el medio sale un nuevo final que resulta mejor. Estas maniobras permiten a un asesino no ser descubierto antes de tiempo o a una historia fragmentada terminar de encajar todas sus piezas, pero a lo que iba es a que en mi caso, habitualmente, acabo utilizando casi todo el material que el autor ha puesto en mis manos. No siempre es así, pero me gusta pensar que, al no haber cortes, lo que seguramente tampoco ha habido es censura.

La verdad es que resulta asombrosa la cantidad de aspectos nuevos de una historia que pueden revelar estos cambios de perspectiva sobre una anécdota y unos personajes que en cada versión son siempre los mismos. Y yo mismo soy el primero en sorprenderme de los beneficios de esta práctica, por otra parte mucho más intuitiva que de oficio. Pero ¿existe una estructura ideal para cada relato o discurso? Me temo que al fin y al cabo no, que, como las obras teatrales, por más que nos afanemos en concluir una versión definitiva, siempre es posible una nueva puesta. Por profesionales que tratemos de ser, al parecer no podemos establecer satisfactoriamente texto alguno, sino que lo mejor casi sería poder adecuar la obra acabada a cada nuevo lector como si todavía se tratara de obra en marcha. ¿Es éste un programa viable en nuestra época de “impresiones a pedido” (print on demand) y consumo inteligente sumamente individualizado?

genet
El poeta lector

Un “ladrillo” de las dimensiones y la famosa densidad de El ser y la nada puede llevar a pensar que sólo una estructura dotada de la férrea solidez necesaria para mantener en pie un rascacielos alcanzaría para sujetar, inamovible, semejante caudal de pensamiento dentro de un discurso coherente. Sin embargo el mismo Sartre, que no en vano era profe, era bien capaz de desmontar y volver a montar su mamotreto cuando la ocasión lo requería. Un día se presentó en su despacho Jean Genet (les ahorro la bibliografía y el prontuario, suficientemente reseñados en otras páginas web e impresas) con el mencionado libro bajo el brazo; no era un asalto –después de todo eran amigos; Genet consideraba a Sartre el hombre “más honesto” que conocía-, sino una breve lección de filosofía improvisada, en este caso no por el filósofo sino por su contrario, digamos el poeta.

–Estoy leyendo su libro –deslizó Genet.

–¿Y qué tal? –sondeó Sartre.

–Es difícil –admitió el lector.

Sartre era un hombre ocupado que siempre quería ayudar. De inmediato abrió su obra y, lápiz en mano, se puso a editar. Edición sin cortes, claro está: empiece por aquí, siga por acá, sáltese esto, retómelo después de aquello otro y así hasta haber organizado el recorrido de la obra completa más adecuado al autor de Las criadas. Algunos días después volvieron a encontrarse y le preguntó si ahora le resultaba más claro.

–Por supuesto, ahora entiendo todo –fue la respuesta.

La anécdota se conoce, pero El ser y la nada en versión Rayuela que leyó Genet se perdió con él. Nos queda sin embargo una inquietud. ¿Era Genet tan singular que esa edición a medida sólo pudo haber sido buena para él o serán muchos los ignotos lectores entonces confundidos a los que hubiera convenido más que la publicada? O bien: ¿qué lector se hace oír entre un editor y un autor cuando una forma al fin se da por buena?

sartre

 

La vocación suspendida

editor
El editor es la estrella

Durante los últimos cuatro o cinco años, que en el futuro serán considerados como los primeros del siglo todavía, han ido apareciendo distintos testimonios de intelectuales o profesionales de la cultura abjurando en cierto modo de su vocación, aunque siempre dentro de cierta hipotética retrospectiva sujeta al modo subjuntivo, mediante el comentario de que en los tiempos actuales, tan distintos a aquellos en los que iniciaron su actividad, hace tres o cuatro o cinco décadas, en lugar de dedicarse a la edición o a la crítica, por ejemplo, preferirían tal vez hacer otra cosa. Declaraciones semejantes se le han oído a editores como Jorge Herralde, al cabo de una carrera que no es aventurado calificar de exitosa, pero también a muy reputados críticos cinematográficos tanto estadounidenses como británicos y europeos después de décadas de estudios de una disciplina tomada cada vez más en serio. Y eso, en mucho más de un caso, no sólo debido a la consabida y creciente presión del mercado del entretenimiento sobre las artes y el pensamiento, su producción y comunicación, sino también, lo que es más preocupante por el aguzado nihilismo que implica por parte de todas las partes, a causa de lo insatisfactorio de los objetos estéticos a considerar, es decir, los libros, las películas y demás creaciones en sí mismas, una tras otra en general demasiado poco estimulantes como para dedicar una carrera o una vida a su apreciación. Con este juicio sobre un número demasiado elevado de novelas, en especial primeras novelas, sometidas a su consideración justificada y fatalmente negativa, cerraba hace unos años, todavía antes de la crisis de ventas, una serie de colaboraciones en el suplemento Babelia del diario El País un crítico que para ese cese no argumentaba otro motivo que su propia expectativa una y otra vez defraudada. Los griegos vieron la muerte de la tragedia y el público londinense la decadencia del teatro isabelino, de modo que no habría por qué suponer que,  por el solo hecho de que el ingrato fenómeno vaya a ser contemporáneo nuestro,  al esplendor de un arte no pueda seguir su deslucimiento. Pero, aun teniendo en cuenta no sólo la aparición de numerosas editoriales independientes que dan fe de la existencia de nuevas vocaciones sino también la edad de la mayoría de los que declaran su falta de entusiasmo por el presente, tanto si es éste un período de mutación o de agonía, lo que resulta singular es la interrupción, aunque tal vacilación no dure más que un momento, interrumpido a su vez por la urgencia de los asuntos cotidianos, de la corriente de identificación habitualmente fuerte entre quienes se acercan al retiro y quienes se inician en una profesión, más allá de ocasionales diferencias ideológicas y de los obvios factores generacionales. Cabe interrogarse entonces acerca del temblor de una figura o de una silueta, de un ejemplo a seguir en el espejo donde cada profesional proyecta su carrera o a sí mismo, y de aquello que desdibuja su contorno, amenazando su forma. Y la primera respuesta que surge, aunque podrían darse otras, acerca el problema al de la literatura misma frente al imperio de la comunicación y el entretenimiento en el que hoy vive o sobrevive. Pues así como la exigencia de inmediatez impone un imaginario ya en circulación y una lengua bien masticada al diálogo supuesto entre autor y lector, el marketing estratégico homologa la actividad editorial al conjunto de las industrias y negocios dejando poco margen, en el cumplimiento de una función, a la expresión más personal de quien la ejerza, y con la misma política de empresa, lógicamente seguida por los lectores cuya forma de leer homologue lo adviertan o no la lectura a un consumo, se topará el crítico que al opinar olvide su rol forzoso de publicitario encubierto. Ya que éste, como los otros, no depende de su elección, sino de la capacidad de interpretación de los que accedan a sus distintas manifestaciones y de lo que puedan deducir de ellas: entre las cosas más fáciles de entender en nuestro mundo, aunque el mensaje no ponga el acento en ella, está la incitación a la compra. Marcas y nombres, en tal contexto, tienden a perder valor continuamente: como si ya no significaran lo que antaño, signos antes poderosos que ya nadie toma en serio. Y sin embargo, como señales, todavía determinan elecciones y actos, cada uno de poco valor tal vez, sobre todo en el fondo a ojos de quienes los realizan, pero de utilidad al ser aquél multiplicado por la cantidad de sus ejecutantes y repeticiones. A un nivel, es suficiente. Pero a otro, precisamente a ése donde las ideas de bien común y beneficio propio, si coinciden, pueden determinar una vocación y lanzar una carrera, no. Calidad y cantidad no equivalen. Los miles y millones de ejemplares vendidos o espectadores reunidos pueden dar una idea del éxito pero no de la realización, pues es en la diferencia entre oferta y demanda, no en la adecuación de una a la otra, que una identidad se expresa. ¿Narcisismo? En el peor de los casos. Todo lo contrario de los mejores, cuya excepción constituida en ejemplo, al romper el círculo de la entropía, abre para cada generación cuando menos un pequeño paso.

El gesto de Bogart
A la manera de Bogart

Vuelta adelante. La realización es una reintroducción del pasado en el futuro. La vocación, tanto más cuanto más clara, cuando por fin se manifiesta de manera positiva lo hace por lo general a través de una imagen que suscita la emulación, de un modelo cuya perfecta encarnación, por otra parte, ya se ha dado a ojos del que mira en un tiempo anterior, en la carrera, la obra o la figura del que querría para sí como predecesor que sin embargo ya ha consumado la tarea con su ejemplo. Para su tiempo. Quien siguiendo esas huellas busca un camino propio, y no ser la farsa de aquella tragedia, descubre pronto el aspecto trágico de su propia situación: la falta del contexto, histórico, social y político, en que la forma elegida como guía pudo trazar su contorno. Pero es justo esa falta la que le indica el vacío por el que puede avanzar, y sí: el presente suele ser árido. Pues mientras vamos hacia cada día siguiente preocupados por los frutos que el árbol todavía no da, lo que deseamos del mañana no es nada nuevo sino, aunque sea en secreto u olvidado, la resurrección, la redención, la revolución o aun la revuelta, presentes en cada reivindicación resucitada. Quien desea ir más allá de lo que cada día le pone en el plato, entonces, se vuelve hacia el ayer. Pero ésta no es una vuelta atrás, sino la vuelta adelante de lo que fue abandonado.

el lenguaje de las flores
Cuando predomina lo intelectual

Pasión intelectual. Ana Muñoz Merino, jefa del antidopaje español: “Mi pasión es sobre todo intelectual. Necesito sentir respeto intelectual a mi jefe para poder trabajar. Quizás por eso a veces me dicen lo de díscola o rebelde, porque cuando pierdo ese respeto lo digo y me tengo que ir de donde estoy.” Escrito con la mayor simpatía, bajo presunción de respetabilidad: quizás ése sea el destino de toda pasión intelectual en relación con el entorno social o el establishment donde vive y fatalmente crece. Pues la pasión intelectual siempre acaba por atravesar su objeto, provisorio, y en el proceso va royendo hasta destruirlo por el análisis el pedestal del semblante, de la apariencia, de la persona, de la máscara, del disfraz que por fin se le aparece al desnudo y a partir de entonces permanece vaciado, incapaz de despertar la emoción valorativa que llamamos respeto. Es el precio que paga la razón por su constancia, en el fondo una pulsión.

"Usted nunca ha visto algo así"
«Usted nunca había visto algo así»

Crítica de la crítica. Park Chan-wook, Stoker: ¿por qué lo que “no se parece a nada que usted haya visto antes” ha de ser “un ejercicio de manierismo en el alambre del exceso”? Esto es lo que dice la crítica de esta película, cuyas imágenes por otra parte no me parecen tan irreconocibles en la cartelera. Pero la cuestión es otra: ¿hay algún descubrimiento o sólo variaciones, manipulaciones de lo ya dado, en estos casos de renovación por la forma, de formalismo extremo al menos según se lo suele considerar? Los momentos de desembarco de la historia del cine, Lumiere o Griffith, Ford o Renoir, el neorrealismo o la nouvelle vague, se nos aparecen en cambio como simplificaciones, como aperturas de una vía muy simple hacia una realidad más compleja precisamente por los nuevos elementos que estos enfoques más desprejuiciados hacían aparecer. En el viejo cine se trataba de una luz que penetraba en una cámara oscura; hoy se hace evidente que el espacio no es un lugar sino un concepto, pero nadie salta fuera de su propia sombra.

Invitación al baile. ¿Cómo evitar la parálisis generada por el consenso? Cuando en un grupo a partir de una fórmula todos estén por ponerse de acuerdo, retirar una silla.

crash

Las trampas del formalismo

La formalidad castigada

Algunos meses atrás, conversando con un editor, pensé el título de esta nota (o “entrada”, como la aquí incumplida vocación de crónica llama a cada una de las sucesivas novedades de estos diarios públicos) y me hice el firme propósito de redactarla en algún vago momento futuro. Hace unos cuantos días, igual tema volvió a ver la luz a causa de un manuscrito sobre cuyos problemas hablábamos con una agente literaria y me dije que ya era hora de que me ocupara por fin de esta cuestión, insistente en tantos inéditos de autores noveles en absoluto faltos de talento.

La conversación con el editor versaba sobre los manuscritos de dos jóvenes autores, hombre y mujer, tan distintos entre sí como sus obras e igualmente interesantes en principio. O al menos el editor y yo estábamos interesados, lo que no significa que los problemas de ambos originales estuvieran resueltos sino apenas planteados: lo había hecho yo en mis informes de lectura. Éste no es el lugar donde referirse a esos problemas en detalle, pero lo que en cambio sí nos interesa aquí es la raíz común de los fallos muy diferentes en cada caso de dos proyectos bien concebidos, planeados a conciencia y ejecutados con esmero. Lo curioso es que ese punto, débil, en común no podría haberse dado en escritores más débiles, es decir, menos formados o faltos de conciencia formal: éstos no se habrían equivocado de ese modo, básicamente porque no habrían imaginado soluciones semejantes para los planteos de sus obras. Sin embargo, ha sido la insuficiencia de estas soluciones formales para unos problemas de fondo la que me ha hecho pensar tanto en el título como en el tema de este artículo.

¿Hay vida tras los remiendos?

En una de estas novelas, la estructura narrativa dependía de la fijación de unos planos de distanciamiento según los cuales la ficción histórica que constituía la base argumental llegaba al lector mediada por su reconstrucción documental a la manera de esas emisiones televisivas forzadas a manipular la imagen de un pasado remoto para poder ilustrarlo; en la otra, la fragmentación del relato en piezas sueltas que al ir reuniéndose descubrían poco a poco su unidad hasta alcanzarla plenamente al completarse la novela se acompasaba con el tema del cerrar una herida mediante el mutuo reconocimiento de las partes separadas. En ambos casos la solución formal era adecuada al tema y sin embargo, como un traje demasiado hecho a medida, impedía el movimiento, el crecimiento y la libre interacción de unas partes no tan independientes o con suficiente entidad propia como para convencer al lector de su realidad, de su participación en el universo o simplemente de sus tres dimensiones, tal cual suele ocurrir en las puestas de ciertos directores de escena que, en lugar de procurar la necesaria confrontación entre los elementos del drama para que éste ocurra, prefieren la yuxtaposición de esos elementos reconciliados de antemano en un espectáculo conceptualmente previsible desde que se alza el telón. Dentro de esa circulación los actores jamás tropiezan, pero no ya con la eventualidad sino ni siquiera unos con otros; los personajes aparecen y desaparecen juntos sobre la misma escena, pero sin llegar siquiera a plantear unas diferencias relevadas a lo sumo por la distancia entre los cuerpos que los ilustran. La cultura audiovisual tiene a sus participantes tan acostumbrados a este tratamiento de los temas que, salvo por un reprimido aburrimiento cuyo origen es difícil de localizar, pues se sitúa bajo las bases del edificio en que se alojan, son capaces de tragarse esta coincidencia como si de verdadera convivencia se tratara.

Desde este punto de vista, el cine es una mala influencia para el escritor. Pero también puede ofrecer un buen modelo para estudiar el problema. Es curioso, por ejemplo, pero tampoco debería sorprendernos tanto, que un procedimiento repetido en los casos de estas novelas en cuya construcción predomina un alto grado de conciencia formal –y una a menudo excesiva, en mi opinión, confianza en los poderes de la forma-, tal como lo muestran los dos manuscritos aludidos, suela ser o implicar en mayor o menor grado el uso de la fragmentación como principio constructivo. Fragmentación de los puntos de vista o de los planos del relato, fragmentación de la historia misma en piezas sueltas cuya reunión dará el desenlace o mejor dicho la terminación de la obra, en todo caso lo que en estos casos priva es el acento puesto no en la tradicionalmente simulada unidad de un universo narrativo (es decir, que no se vean las costuras), sino en el hueco donde las piezas se engarzan. Lo que destacan estos narradores es el carácter de construcción, no “natural”, de los objetos en que consisten sus obras, cosa muy propio de la conciencia que reconoce su propia subjetividad y con ella la de los otros puntos de vista, advirtiendo en el mismo proceso cómo hasta la naturaleza en cuanto conjunto es también una organización de su percepción. Sin embargo,  esta superación de la ingenuidad, positiva como es, en los casos que estudiamos induce a error. ¿Un exceso de saber? No, una falta. ¿Pero de qué o de qué saber? Retengamos, sin olvidar que una película se hace a base de fragmentos reunidos en un montaje, también llamado justamente edición, un concepto elocuente, aquél de fragmentación, mientras consideramos ciertas consecuencias siempre latentes de su uso como principio constructivo.

Gilda toma sus precauciones

Algo típico en un editing, entendido como corrección –en el buen sentido- de un original, es alterar la estructura narrativa. Clásica solución de editor –o de book doctor- a los problemas de un texto ajeno, es adecuada cuando la modificación propuesta implica la comprensión del sentido general insinuado por la obra en marcha y de los presupuestos formales de su autor. También éste trabaja como su propio editor cuando corrige: no se trata de quién haga el trabajo, sino de que cada tarea exige cambiar de posición. Como bien dijo Truffaut respecto al cine, hay que rodar contra el guión y montar contra el rodaje. O sea, en cada etapa ser crítico de la precedente y proceder. Ahora bien, aunque un buen director rueda ya pensando en el montaje y así no sólo economiza sino que también dirige toda la producción hacia la meta intuida, volviendo a la literatura, ¿qué pasa cuándo se edita como prevención? ¿Y qué significa un editing preventivo? ¿Qué relación tiene con la represión?

Cuando a un autor no le gusta la edición de su novela, no es raro que hable de censura o que al menos plantee su disgusto en estos términos. Puede o no tener razón, pero de una u otra forma sentirá que es víctima de una represión en cada corte, cada cambio que se haga a su texto para cuadrarlo dentro de un esquema, independientemente de que éste sea adecuado o no. Cuanto menos conciencia formal tenga, es decir, cuanto mayor sea su rechazo de este tipo de problemas, más se rebelará contra este tipo de planteos y peor sabrá rebatirlos, aun cuando contra toda probabilidad su instinto estuviera mejor orientado que la antipática “razón editora”. Los argumentos de Malcolm Lowry contra los cortes propuestos por los editores de Bajo el volcán, en cambio, muy lejos de ser una expresión visceral, ponen de manifiesto un entendimiento cabal de los alcances de su obra así como una envidiable capacidad de persuasión. Pero no son los problemas del autor “espontáneo” los que aquí nos interesan, sino muy por el contrario los de su exacto opuesto: el escritor que, aplicándose a comprender la teoría implícita en la práctica de su arte, puede intentar extraer de esta fuente soluciones que debería buscar en la de su experiencia. En la vida y no en el arte, para ser claros.

Georges Perec y el Oulipo

Un editing preventivo es un ejercicio de autocensura. No es raro que la estética de la fragmentación sea su marca más habitual. Contrariamente al escritor que se cree poseedor de la lengua y de su tema, que se cree libre, el escritor dotado de conciencia formal sabe lo arduo que es no caer espontáneamente cada tres pasos –o tres líneas- en un lugar común y se vigila. Además, busca estrategias para escapar precisamente de ese destino donde todos los caminos ya han sido abiertos y el otro se cree en libertad: un buen ejemplo sería el de Georges Perec, cuyas restricciones y mediaciones son injustamente más reconocidas que las cuestiones que ponía en juego en sus lúdicas obras. Sin embargo, completando la barba propia con el bigote ajeno, Perec sabía perfectamente que “el gusto por el sistema demuestra falta de probidad” (Nietzsche) y aunque determinaba unas condiciones para su escritura se cuidaba muy bien de que éstas le impidieran escribir en lugar de empujarlo a pensar lo que de otra manera no se le habría ocurrido. El “editing preventivo”, desgraciadamente, no funciona así. Ya que consiste, por decirlo con una expresión tradicional, en poner la carreta delante de los bueyes. Y esto, naturalmente, no deja pasar la escritura. Me explico: si bien es bueno, al ponerse en marcha, contar con un plano, esto es, tener un esquema más o menos claro, una trama bastante bien resuelta y especialmente saber con qué objetivos dentro del relato general debe cumplir cada capítulo o episodio, no lo es que el plano impida el viaje, es decir, tomar contacto con la tierra y tratar con los nativos. Y algo de esto es lo que ocurre en todos estos manuscritos en los que un adecuado dispositivo formal entorpece, a pesar suyo, la exploración de la materia por narrar. En lugar de que los episodios sucedan, dando pie a otros inesperados, abriendo la trama y ofreciendo a los personajes la oportunidad de relacionarse y descubrirse unos a otros, se suceden como si su propósito fuera ante todo cubrir con cierta información el casillero que se les ha asignado en el diseño argumental. Y así hay algo que empieza a no pasar entre página y página, capítulo y capítulo. Pues cada cosa concreta que se narra o se describe comienza a parecer el relleno de una estructura previa, que cobra un protagonismo desproporcionado en relación con el conjunto, y son por fin las separaciones que la organización impone a los elementos materiales lo único que prolifera, en lugar de la materia narrativa. Ésta empieza a ralear y la novela a parecer incompleta; es entonces cuando, ante tantos huecos, excluido de su propio universo de ficción por esa estructura a la que le ha permitido tomar su lugar, el autor suele querer convencerse de que la correcta distribución de los fragmentos bastará para ocupar el vacío y, en lugar de indagar, ahondando en la materia de su obra y confrontando la ficción con su propia experiencia, en ese imaginario del que había partido y al que ha perdido acceso, insiste en recurrir a todo tipo de retoques formales a la manera del cineasta que, tras un mal rodaje, se dice que salvará la película en la moviola –o, más contemporáneamente, mesa de edición-, ante la cual no contará sino con esos pobres cuadros móviles, tan pocos, entre los que la obra perseguida se le ha escapado.

Podría decirse que toda obra, en cualquier campo artístico o cultural, por más unitaria que aspire a ser se construye reuniendo fragmentos: piedras para el edificio, anécdotas para la novela o sonidos para la música. Pero en el cine no sólo es más evidente, sino también más cierto: hasta los dibujos animados, aun generados por computadora, preexisten a que el cine los tome y los anime. El cine es primero recopilación de elementos que en principio le son ajenos bajo la forma de imágenes y sonidos: se suele llamar a esto, precisamente, captura. Lo que se ha capturado desfila luego, al exhibirse, según el orden que el montaje haya dispuesto. Pero el lenguaje audiovisual nos rodea en la actualidad hasta tal punto que, como el habla, teje una red continua de elementos heterogéneos que coinciden excediendo todo sentido que cualquiera se haya propuesto atribuir a ese roce permanente. Cuadro sin marco incapaz de secarse, también es el cuento contado por un idiota a que alude Macbeth; y esa debilidad mental, repetida en cada lector o espectador que, como les gustaría hacerlo a tantos autores, no se responsabilizará del sentido que momentáneamente atribuya a cada narración,  discurso o fragmento informativo con que tropiece, es la propia del momento actual de nuestra cultura que, como ya se repite desde hace años, conoce tantas palabras y ninguna palabra.

Cuando predomina lo audiovisual

Son muchas las novelas de ahora, incluyendo las publicadas y aplaudidas, cuyas escenas no parecen venir de la vida sino del cine o, entendámonos, del modelo de habla y conducta instaurado por el cine –y las series, la televisión- que todos, hasta los que como espectadores huyen de él, conocen en razón de su histórica y creciente omnipresencia. Ese modelo está presente hasta en las películas que se proponen contestarlo, en la medida en que éstas, como las otras, con las que rivalizan, aspiran al igual que ellas al reconocimiento de su público. A eso se agrega un fenómeno que ya se daba con las novelas, pero que la mayor velocidad de lectura del largometraje sobre la novela –para quien no sabe o no quiere leer en diagonal- no hace sino multiplicar, y que consiste en el descubrimiento, para cada generación de jóvenes, de la vida antes en la ficción que en la realidad. Un autor joven, a la hora de dar valor a su creación, dotado muy probablemente de un conocimiento mayor del arte, sobre todo en su aspecto técnico o artesanal, que del de una vida aún falta para él de experiencias análogas a las que sí ha podido admirar en la pantalla o en la página, o que aún no le ha dado tiempo a reflexionar sobre lo que ha vivido pero no está maduro para valorar o expresar, caerá casi seguramente en la imitación de esa experiencia espectacularizada que le falta. Puede que el modelo tan espontáneamente escogido le baste y hasta salga airoso del lance, pero puede también que no sea suficiente y es entonces, agotado el primer impulso, que comienzan los problemas. Uno de ellos es cómo, a partir de esta conciencia de que algo falta, la imitación de lo logrado por otros es percibida cada vez más como imitación y esta percepción indica cuán fallida es: todo, escenas y diálogos, parece venir de lo creído en representaciones ajenas y no de lo observado en la vida por el autor, aunque se trate de un proyecto muy personal y a pesar de los pasajes entremezclados en los que sí, atravesando el corsé formal, se haya logrado transmitir una presencia real. Otro es el proceso de fragmentación que se desata en la nueva apreciación del texto, plagado de puntos y agujeros negros sobre los cuales resulta cada vez más difícil saltar por más puentes que se intente imaginar entre una y otra isla narrativa. La ficción se va muriendo, desmembrándose, y por más activo (o “macho”, en el dudoso sentido que Cortázar daba al término) que un lector sea, no completará la obra, como quería Conrad, si el autor antes no ha concluido su trabajo.

Ni el “formato en el que todas las piezas encajan” resultante de lo que hemos llamado editing preventivo ni los retoques a posteriori que se hagan trabajando siempre a ese mismo nivel pueden resolver favorablemente unos problemas que se sitúan mucho más adentro, en el mismo corazón –su centro vital, su nudo afectivo, su irreductibilidad última- de la obra. También era esto lo que ocurría con la novela de la que hablábamos hace unos días la agente literaria y yo: ni la edición llevada a cabo por un profesional con el mismo material que habíamos leído nosotros había convencido a la autora, ni ella misma en sus revisiones lograba dar a un relato que procuraba ser intencionadamente fragmentario su forma definitiva y satisfactoria. Lo que no quiere decir que no hubiera nada por hacer o que la situación fuera irremediable. De lo que se trataba, en lugar de dar más vueltas a lo escrito, era precisamente de indagar en lo no escrito, en aquello que, latente en la obra, todavía hacía falta sacar a la luz y explicitar, poner negro sobre blanco, para completar un relato sólo fragmentario por lo que de él se ignoraba y tal vez se temía averiguar. Hace algunos años trabajé con un autor que no acertaba a resolver una difícil novela en la que llevaba varios años de trabajo invertidos. Hacia el final tenía la idea de que el protagonista escribiera una carta a la heroína del libro, en la que recopilaría y justificaría de alguna manera su historia trunca. Propuse sustituir tantas palabras de uno por acciones de los dos en el mundo real: que escribieran con sus cuerpos, en suma. Así, él la citaría en el departamento que solían compartir, pero ella no acudiría y ese vacío resultaría lo bastante elocuente. Por supuesto que, si el autor no hubiera hecho literatura con esto, de poco hubiera servido la idea aunque fuera buena. Pero sirvió para destrabar la situación y situar otra vez al narrador en el mundo, con derecho a actuar más allá de sus conjeturas y a riesgo de provocar una reacción cuyas consecuencias también habría de padecer. De nuevo tenía un cuerpo, era un personaje y su discurso devenía narración. La novela fue acabada, publicada, premiada y traducida; la llave para lograrlo fue dejarse, cuando no hacía falta, de especulaciones formales o modulaciones de la voz narrativa para inventar, en su lugar, nuevos hechos lo bastante expresivos. Así se llegó, como suele decirse, al “meollo de la cuestión”. Pero “rara vez”, como dice Nietzsche, oportuno aquí nuevamente, “ni siquiera el mejor de nosotros tiene el valor de lo que realmente sabe”.

Una estructura endeble y compleja

Lo bien concebido bien se escribe. Esto es todo, pero concebir no es fácil. Sucede a veces por casualidad, pero sólo en apariencia: actuar resueltamente significa haber resuelto el problema de antemano y en consecuencia poder lanzarse sin temor, meter las manos en la masa con la misma sensación de dominio o de confianza que puede tener el cocinero ya independiente de recetas. La trampa más habitual del formalismo es la tentación, en cambio, de dominar la materia a distancia, mediante alguna organización o dispositivo formal al cual todos los elementos deberían responder y que garantizaría la ubicuidad de cada uno de ellos. Pero si una novela, según Philippe Muray, es “la historia de lo que pasa cuando se encuentran personas que nunca hubieran debido encontrarse”, habrá que convenir en que no es una circulación perfectamente ordenada de donde extraeremos la materia novelable y en que a menudo es la identificación y no el distanciamiento de donde vienen la lucidez y, sobre todo, las iluminaciones. Es más: el distanciamiento, para estimular la reflexión y la lucidez, requiere una fascinación previa, una atracción. Las situaciones planteadas por Brecht, los argumentos que manejaba y, muy especialmente, personajes como Galileo o la Madre Coraje son focos de atracción irresistibles no sólo en la representación sino en el propio texto; no es con indiferencia como se siguen sus respectivos itinerarios hacia el desenlace. Sin la eficacia de esta atracción, imposible soñar con un distanciamiento logrado: una vez puesto a distancia, de faltarle el calor necesario para interesarse por lo que será de aquello que se la ha puesto ante los ojos, difícilmente el lector o espectador volverá a acercarse y es muy probable que, antes de que baje el telón o el libro se cierre, abandone su butaca o su sillón colmado sólo en su impaciencia. Y con razón.

«Madame Bovary soy yo»