El espectador desenmascarado 1: Genealogía de Meyerhold

Natalia Goncharova, Liceus

¿Dónde empezar? Al igual que el cineasta Dziga Vertov, con los años cada vez más desplazado por la línea general, o el poeta Vladimir Maiakovski, cada año más aislado entre sus poco fieles camaradas, o tantos otros vanguardistas de aquel tiempo y lugar, el director de teatro Vsevolod Emilevich Meyerhold (1874-1942) siempre soñó con un reconocimiento que Lenin, más musa que padre de estas generaciones, nunca manifestó con claridad a los artistas de su revolución; en arte y literatura, como se sabe, los gustos de Ulianov eran más bien clásicos cuando no, sencillamente, decimonónicos. Ahora bien, él mismo, ¿no es un icono del siglo veinte? ¿No es una de esas figuras que aun como efigie, por su fuerza histriónica, mejor evocan y caracterizan el tiempo que animaron? ¿No recorre aún el mundo reapareciendo cada tanto como un fantasma del siglo del que aquél huye? Lenin: “El Partido se encuentra infinitamente a la izquierda de las masas y el Comité Central infinitamente a la izquierda del Partido.” Volviendo a los orígenes de Meyerhold, sin olvidar su escuela teatral ni su filiación posterior, ¿será posible, trazando un paralelo, decir que el Teatro de Arte se encontraba infinitamente a la izquierda del público teatral de su época mientras que Meyerhold, disidente, se hallaba infinitamente a la izquierda del Teatro de Arte, es decir, del naturalismo?

Foto de familia: Chejov, Olga Knipper, Stanislavski, Meyerhold. Tiene gracia considerar el reparto de la célebre reposición de La gaviota, en el que los dos medalla de oro recién graduados, la futura señora Chejov y el discípulo pronto en discordia con quien siempre reconocería como maestro, Arkadina y Treplev respectivamente en la ficción, hacían de madre actriz e hijo escritor mientras aquel maestro, director de escena, encarnaba a su vez a Trigorin, el escritor amante de la actriz interpretada allí por otra que al fin se convertiría en la esposa del autor de la pieza, supuesta última autoridad moral de su creación. Conociendo las objeciones de Chejov al detallismo naturalista stanislavskiano y su estima por las cartas y la personalidad del joven Meyerhold, quien más de una vez recurriría a argumentos y ejemplos chejovianos para criticar el realismo del Teatro de Arte, proyectar un cuadro edípico resulta tentador, aunque abusivo. Sin embargo, a pesar del respeto que Vsevolod Emilevich siempre manifestó por Constantin Sergueievich, lo cierto es que existen testimonios y pruebas suficientes de su deseo de corregir al director desde la palabra del autor. A pesar de lo cual fue Stanislavski el que logró el reconocimiento de Chejov por parte del público y el que en más de una época difícil dio trabajo a Meyerhold, quien como actor al fin y al cabo solía atenerse en su juventud más a los probados métodos del criticado maestro que a las sugerencias del admirado dramaturgo. ¿Habla esto tal vez de un Stanislavski que al realismo naturalista podía agregar un realismo pragmático, capaz de garantizar resultados concretos y fiables? La solidez de su carrera, en principio al margen de la política, la imposición de su Método tanto en la URSS como en los EE.UU. a través del Actor’s Studio, su respetada posición, comparada con el callejón sin salida en que terminó el comprometido Meyerhold, parecerían indicar algo así como una raíz o un cimiento más firme en lo menos variable de la realidad, resistente a revueltas y revoluciones. ¿Se perdió Meyerhold en una utopía? En El hombre sin atributos, Robert Musil habla del sentido de la realidad y del sentido de la probabilidad, propio del hombre más interesado en aquello que eventualmente podría suceder que en esto que habitualmente sucede. Dado que sus ideas, escribe, “no son otra cosa que realidades todavía no nacidas, también él tiene, como es natural, sentido de la realidad; pero es un sentido para la realidad posible y da en el blanco mucho más tarde que el sentido, congénito en la mayor parte de los hombres, para las posibilidades verdaderas.” Tal vez el teatro de Meyerhold, apoyado en la creatividad y el desarrollo de destrezas más que en la búsqueda de una verdad subyacente, anterior y por lo tanto muy posiblemente opuesta a un potencial liberado hacia el futuro, dé cuenta de este sentido, reacio a toda religión, ideología o consolidación de tendencias. Musil: “Lo que a mí me importa es la apasionada energía del pensamiento.” Una energía que no admite ser fijada en forma alguna, en ninguna fórmula, sino que vive de su propio dinamismo, del movimiento, del cambio: su naturaleza es pura potencia; su realización, permanentemente provisoria. Ni muerte ni resurrección, luego, sino proceso continuo (“continuidad de la ruptura”, diría el cineasta de vanguardia Jean-Luc Godard), a veces interrumpido pero siempre latente. Para Meyerhold, lo decisivo en el teatro era el movimiento escénico. ¿De qué se trataba entonces, sino de exaltar la ejemplaridad de las transformaciones?

Fuga sin fin

Hegel: “El ser determina la conciencia en la prehistoria; en la historia, la conciencia determina el ser.” Como Stanislavski, Meyerhold tomó su nombre de un poeta al que admiraba. Pero fue más allá: hijo de un luterano alemán, no sólo cambió su nombre por otro ruso sino que también optó por esta nacionalidad y se convirtió a la religión ortodoxa. Es decir, corrigió su herencia y modificó los atributos de su identidad para ajustar lo que ya era a aquello que quería ser; y, si bien estos actos parecen traslucir más que nada una rebelión filial, esta rebelión no conoció el arrepentimiento sino un desarrollo cada vez más consciente, manifiesto en la tenaz voluntad con que este brillante improvisador buscó un conocimiento cada vez más científico del fenómeno teatral, capaz de aportar progresos reales más que ilusorios y de contribuir a un mayor dominio del espíritu sobre la materia, ideal de acuerdo al cual trató la escenografía y entrenó a sus actores. Pues parte esencial del proyecto meyerholdiano son tanto la investigación como el magisterio, ejercidos en forma constante y dotados en ambos casos de un sentido no sólo artístico sino también político, enlazados en una cultura teatral comprometida profundamente con la transformación de la sociedad.

Es interesante, desde este punto de vista, considerar lo ocurrido entre Meyerhold y Stanislavski muy temprano en la carrera de aquél, durante el políticamente agitado año 1905, cuando el director naturalista volvió a llamar a su antiguo intérprete, quien había dejado la compañía un par de años antes para emprender su propio camino, con el propósito de ofrecerle la dirección del Teatro Estudio, una reciente filial del Teatro de Arte que estaría dedicada a la investigación y desarrollo de nuevas formas teatrales capaces de acoger la nueva literatura dramática que se estaba produciendo entonces y de renovar la vía abierta unos años antes por el naturalismo. Fue este proyecto, interrumpido sin embargo luego, el que permitió a Meyerhold establecer el método de trabajo que continuaría desarrollando durante toda su carrera: una inestable combinación de enseñanza, entrenamiento, experimentación, ensayo y espectáculo en la que cada una de estas actividades realimentaría sin pausa a las otras, generando una interacción dinámica entre ellas tal como la que el director aspiraba a producir entre su trabajo y el público. Stanislavksi describía el Teatro Estudio como “ni un teatro acabado ni una escuela para principiantes, sino un laboratorio para los experimentos de actores más o menos formados”, lo que era quizás la situación de trabajo ideal para Meyerhold. Ahora bien, al asistir a la prueba de vestuario de La muerte de Tintagiles, la pieza de Maeterlinck que especialmente había encomendado a Meyerhold, después de un tiempo que le pareció interminable, durante el cual la acción avanzaba tan lentamente como era posible en la intolerable y voluntaria penumbra del escenario, Stanislavski interrumpió el ensayo con un grito: “¡Luz!” La luz se hizo, el efecto escenográfico se echó a perder y Constantin Sergueievich argumentó: “¡El público no puede aguantar la oscuridad en escena durante tanto tiempo, va contra la psicología, deben ver las caras de los actores!” Parece un compendio de lo que separaba a un director del otro: el concepto de la psicología como clave última del comportamiento, con el consiguiente acento puesto por Stanislavski en la cara del actor, tanto como Meyerhold lo pondría luego en el cuerpo. La Primera Revolución Rusa cerró entonces los teatros y los ensayos fueron abandonados; Stanislavski no actuó como censor, pero de algún modo su gesto formula una especie de veto muy elocuente ya que separa, con la suspensión del estreno, a Meyerhold del cuarto elemento fundamental en su concepción del teatro: el público.

Vida durante la guerra

Pues al fin y al cabo la causa fundamental de la ruptura entre Stanislavski y Meyerhold, que por otra parte manifestaron y demostraron su mutua estima y respeto profesional en numerosas ocasiones durante sus respectivas carreras, no parece haber sido otra que el lugar que cada uno adjudicaba al espectador en el evento teatral. Stanislavski no dudaba de que “un actor debe tener un punto de atención, y ese punto de atención no debe estar en el público”. También sostenía que la secuencia de objetos en que el actor enfoca su atención debe formar “una línea sólida, que permanece de su lado de las candilejas sin perderse jamás en el auditorio”. Meyerhold se oponía a esta concepción, según la cual el actor debía excluir al espectador de su conciencia, y ya en 1907 proponía un intérprete muy distinto, que se coloca “cara a cara frente al espectador y libremente le revela su alma, intensificando así la relación fundamentalmente teatral entre espectador y actor”. Para Meyerhold, la audiencia era la cuarta dimensión vital sin la cual no hay teatro. Las otras tres dimensiones (autor, director, actor) no pueden hacer teatro solas, ya que sólo en algún lugar entre ellas y el público el teatro sucede. Lo esencial era para él esa relación “fundamentalmente teatral”, la teatralidad en sí, en contraposición con la imitación de la vida o la representación de una verdad inscrita en la naturaleza humana, en su psicología, características del naturalismo. He aquí un enfrentamiento decisivo, de importantes consecuencias políticas. Ya que, si para una concepción se trata de reconocer y comprender la naturaleza de las relaciones humanas más allá de las convenciones sociales, para la otra, que alcanzaría su máxima expresión en el momento de mayor exaltación revolucionaria, se trataría ya de modificar esa naturaleza y hasta la naturaleza misma justamente a través de la acción social, con el grado de agresión que esta pasión implica.

Hegel otra vez: “El terrorismo es la dictadura total del espíritu.” ¿Es éste el problema de las vanguardias, la razón de su persistente rechazo por parte de las mayorías? En 1905, entre otras innovaciones, el Teatro Estudio suprimió las maquetas escenográficas, con su mimética fidelidad al detalle, para sustituirlas por bocetos capaces de desarrollar rápidamente, con la fluidez del pensamiento, las ideas directrices de la representación y sugerir los aspectos fundamentales del espacio escénico. Era un pasaje de la cosa a la idea, de un dominio material, por así decir, a otro espiritual, imponiendo de este modo la supremacía de las ideas, del pensamiento, del trabajo intelectual: el dominio del espíritu sobre la materia. Semejante concepto es hoy habitual en el teatro y se ha vuelto casi una evidencia, hasta el punto de que el naturalismo fotográfico en escena recibe por lo general el mayor desdén profesional. Sin embargo, el grado de abstracción necesario para leer los signos ha sido siempre un problema de comunicación entre el intelectual de cualquier tendencia y las masas de todas partes. En la América precolombina, por ejemplo, los sacerdotes mayas y aztecas procuraban transmitir a sus pueblos la idea de que era un mismo dios el que estaba detrás de cada estatuilla que adoraban y no que cada uno de estos ídolos era él mismo un dios; habitualmente, no tenían éxito: el apego del pueblo a la existencia física y a las realidades concretas, como el de cada comunidad al santo de su tierra, tradicionalmente ha sido más fuerte que su poder de abstracción. Pero este materialismo, que podría ser un antídoto contra los sempiternos proyectos de centralización de los poderes hegemónicos, rara vez llega a disputar a éstos el territorio, su posesión o su organización. Brecht: “El verdadero realismo no consiste en cómo son las cosas reales, sino en cómo son realmente las cosas.” Esto requiere una inteligencia extremadamente activa. La visión de conjunto supone un hábito de lucidez, una educación. Un gobierno fuerte, como el de Stalin, prefiere reservársela y monopolizarla. E imponer, más que la visión, el diario contacto con “las cosas como son” bajo su poder: en arte, una especie de costumbrismo que en la Unión Soviética se llamó realismo socialista y en cuyo nombre se liquidó a Meyerhold, como a tantos otros.

2004

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Teatro de la memoria

espejo
Allá lejos y hace tiempo

La verdadera vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla. (Gabriel García Márquez, Vivir para contarla) Pues no: la verdadera vida es la que se olvida y la verdad que ese olvido guarda es a su vez por lo menos doble, ya que reside tanto en el sentido puesto en obra por lo que va ocurriendo al mismo tiempo que esto sucede como en esa revelación que sólo nace del contacto inesperado entre una presencia y una ausencia, cualquier elemento circunstancial y la eventualidad olvidada que en su propia emergencia cobra sentido. Esto último es lo que puso en escena Proust con su fábula de la magdalena, un poco teatral tal vez pero necesaria como invención para hacerse entender en su enmienda de la consideración de la memoria como patrimonio, y el cuestionamiento que Saer lleva a cabo en La mayor a través del repetido no recordar de Tomatis –Otros, ellos, antes, podían. (…) Y yo, ahora, me llevo a la boca, por segunda vez, la galletita empapada en el té y no saco, al probarla, nada, lo que se dice nada-, si por un lado descubre y denuncia el artificio, o al menos advierte que es ya impracticable, confirma también por otro el carácter fortuito del recordar. Ya que a una memoria así, que se presenta cuando menos se la espera, no cabe administrarla como es tradición en las memorias literarias, las redacten escritores, comediantes, deportistas, políticos o celebridades con un poco de ayuda. Los recuerdos, en correspondencia con lo que decía Musil de las ideas respecto al pensamiento, son como piezas embalsamadas de una sustancia viva a las que el tiempo modifica no menos de lo que ellas la apariencia de lo que pasa y no deja de pasar. Los recuerdos son los guardianes de la memoria: de pie ante sus puertas, ya como relato siempre presto a repetirse, fotografía escamoteando sus circunstancias u objeto mudo que asiente a cuanto se diga sobre él, ofrecen la prueba del pasado que homenajean, a la vez que cierran el paso a la conciencia cuyo interior protegen defendiendo su fachada. El monumento se sostiene en su carácter pétreo, aunque sabida es la historia de la estatua que echó a andar.

oldtimes
Los juegos de la memoria

Turista adolescente en México, recuerdo ahora, si el amable lector me lo permite y tolera esa expresión, la estatuilla con un pie roto cuyo oportuno distribuidor, a causa de mi interés en su mercadería, atribuyó el daño a una leyenda que a su vez no recordaba bien, como si no fuera evidente que la mutilación se debía a un golpe recibido durante alguna maniobra de logística afectando el bien en cuestión. Me quedo satisfecho con mi compra, más de treinta años después, porque volví de mi excursión a las pirámides con un intangible que hasta hoy no se deprecia: la verdad del souvenir. Y admito, evocando la dentadura postiza del gitano que al principio de la novela traía las novedades a Macondo, una parte de verdad en la famosa frase de García Márquez: la verdadera vida es la que se vive durante la narración, de acuerdo, pero no la que en ésta se atribuye al pasado. Pues no se recuerda más que lo que se imagina y el núcleo de la imaginación se constituye mucho antes de que pase lo que sea que cualquiera pueda llegar a recordar. La imaginación de cada uno es más antigua que su memoria y es ella la que sin hacer preguntas distribuye los roles entre las figuras del álbum, que así ya no remiten a un ocasional modelo pretérito sino al jamás nacido intérprete de un teatro privado.

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El sinfín de la novela

Luis Goytisolo
Luis Goytisolo, de nuevo antagonista

La semana pasada o la anterior leí las respuestas de varios novelistas conocidos a las tesis defendidas por Luis Goytisolo en su reciente ensayo, Naturaleza de la novela, ganador del correspondiente premio Anagrama de este año, en el que el escritor analiza lo que considera el declive, tal vez definitivo, de la novela como género literario durante el último medio siglo. Los encuestados por El país se resistían a este veredicto, lo que es natural tratándose de practicantes en pleno ejercicio del arte de la novela –Juan Gabriel Vásquez, Martín Kohan, Agustín Fernández Mallo, Mayra Santos Febres, Rafael Gumucio, Guadalupe Nettel y Edmundo Paz Soldán, entre otros-, y sus reflexiones eran tan inteligentes como realistas. Pero la polémica, virtual por no resultar más que de la confrontación entre argumentos y no entre argumentistas, resultaba también débil, no sólo por la generalidad de las respuestas, atribuible tal vez a una premura determinada por la urgencia periodística, sino también por cierta insuficiencia teórica, quizás debida a la misma causa pero no por eso menos característica de nuestra época cultural. Pues al “terrorismo” propio de toda teoría general no se oponía como hipótesis ningún absoluto semejante ni se lo rebatía o criticaba de una manera frontal que hubiera permitido medir fuerzas entre tendencias, sino que muy en cambio cada una de las respuestas parecía más bien procurar debilitarlo por el recurso a uno u otro tipo de relativización mucho más orientada a la disolución del planteo que a su resolución. Ya si se señalaban a modo de impugnaciones prácticas de la teoría algunas creaciones brillantes de los últimos diez años, ya si se destacaba la mayor participación de miembros de colectivos antes relegados por el modelo hegemónico o simplemente se oponía al anuncio del Apocalipsis la evidencia de la continuidad de la vida, ninguna de estas intervenciones abría ante el escenario levantado por el ensayista una alternativa que alzara la voz al mismo nivel de discusión o riesgo en las afirmaciones en lugar de disminuir la apuesta y remitir el desafío teórico a la tozuda práctica. Toda vitalidad implica una prudencia, pero el peligro así conjurado no dejaba de recordar al lector que imaginara la escena la frase final del primer tomo, en la vieja edición de Seix Barral, de El hombre sin atributos de Robert Musil: “¿No es pesimismo lo que asalta siempre a las personas de acción cuando se ponen en contacto con las personas de la teoría?”

¿Neuf o nouveau?
¿Neuf o nouveau?

Quizás lo que se echaba en falta era un comentario menos de novelista que de crítico, más allá de si era un novelista o un crítico quien lo hacía. Puede que sea precipitado esperar tan pronto una respuesta cabal a un ensayo que se acaba de publicar, pero como a pesar de la interactividad hoy en día tantas cuestiones de las que se plantean quedan sin responder, pues la esperanza para cada uno ha quedado más cerca de la incertidumbre general que de cualquier fe que pueda sostener, nada perdemos procurando establecer algunas distinciones, aunque para ello debamos recurrir no sólo a un autor sino también a un idioma extranjero. En francés, “nuevo” puede traducirse como neuf o nouveau; Roland Barthes hace algunas pertinentes precisiones al respecto:

Su parcialidad (la elección de sus valores) le parece productiva cuando la lengua francesa, por un azar favorable, le provee parejas de palabras a la vez cercanas y diferentes, de las cuales una remite a lo que le gusta y la otra a lo que no, como si un mismo vocablo barriera el campo semántico y con un movimiento presto de la escoba diera media vuelta (es siempre la misma estructura: estructura de paradigma, que es en definitiva la de su deseo). Así ocurre con neuf/nouveau: “nouveau” es bueno, es el movimiento feliz del Texto: la innovación está justificada en toda sociedad en la que, debido a su régimen, la regresión amenace; pero “neuf” es malo: con una prenda de vestir nueva hay que luchar para llevarla: lo neuf envara, se opone al cuerpo porque suprime en él el juego, del que una cierta usura es la garantía: un nouveau que no fuera enteramente neuf, tal sería el estado ideal de las artes, de los textos, de la ropa.

En su Manifiesto por un nuevo teatro, Pasolini advierte:

Las novedades, incluso las absolutas, como bien sabéis, no son nunca ideales, sino siempre concretas. Por tanto su verdad y su necesidad son mezquinas, fastidiosas y decepcionantes: o no se reconocen o se discuten remitiéndolas a las viejas costumbres.

Pasolini, Barthes… No salimos de los sesenta, ¿verdad? Sin embargo, no está mal medir respecto a esto la propia época con otra notoria por su caudal de innovación, más cuando es de esas innovaciones, aun teniendo en cuenta la posterior reacción contra ellas, que proviene la cultura actual. Y ahora entonces a las librerías, a las novedades, a ver cuánto de neuf o de nouveau encontramos por ahí.

fénix