Novelas y catedrales

Las catedrales están desiertas o colmadas de viajeros

y las novelas se prolongan hasta un horizonte baldío.

Nadie vendrá de allí ahora que los bárbaros están en casa,

ni echa sombra desde allí a la superficie del día perpetuo.

El algoritmo ha desenmascarado nuestra monotonía

y la distancia entre las variaciones adelgaza otro grado

con cada nueva apertura o brusco revuelo del abanico.

El viento levantado en remolinos revuelve las largas páginas.

Los pobres bárbaros se quedan en casa. Han echado raíces  

como la hiedra en los muros de la catedral, entreabiertos

labios a punto de expirar cuya dada y tomada palabra

ya no soporta el peso arbitrario de la materia adherida,

y a su sombra toman el sol. O vagan guiados por la costumbre.

Los escitas están entre nosotros. O bien somos nosotros.

De la novela sólo queda el hábito de contar historias,

que se deslizan derramándose por canales desbordados

y saltándose a la vez la estructura y su noción. El relato

se enreda y a nadie pierde. Nadie pierde ni se pierde aquí,

perdido entre tantos viajeros por las catedrales desiertas

que pasan hasta perderse, sin conclusión como las novelas,

que se consumen en continuado y no saben cómo acabar.

Agotamiento de los recursos culturales. La cultura

tiene hoy mil cabezas que incluyen, de antemano, la excepción

y le dan un lugar en el centro, vigilada. Que circulen

los visitantes alrededor. Reciclamiento acelerado

de sustancias y materias. Pesados tomos, pesados muros.

Vine a Europa perseguido por el sol que entonces despuntaba

al este y al oeste y llegado al norte desembarcó el sur.

Extensión y profundidad. Grandes construcciones colectivas

imaginarias y materiales, orientadas al gran cielo

de la resurrección o de la revolución, con su gran arco

tendido para resistir lluvias y asedios, golpes y siglos

de cosechas, gobiernos, hábitos, dogmas, rituales, labores,

en el centro del círculo trazado sobre y contra la estepa,  

en torno a un olivo u otro árbol cultivado que es raíz.

El titán y los humildes se reconocen unos en otros

cara a cara a través de estos vitrales, donde un mártir revuelve

su caldero de café junto a otro que del té extrae un cosmos,

mientras crecen sus monstruos devorando deidades y mortales

para a su vez ser devorados por devotas generaciones

de creyentes en el libro por venir que, como el revelado

reunió las vidas de padres y profetas, conserve las suyas.

¿Mas dónde están las nieves de antaño? ¿Dónde las nieves eternas?

Lo construido hacia el cielo no conquistará la profundidad

nunca a pesar de la solidez de sus cimientos en las nubes

y la allanada extensión que ocupamos desplaza su horizonte

con cada paso al frente de un voluntario al que ningún destino

reclama. Los viajeros parten para irse y no para llegar,

desde esta estación a igual temperatura que aquella que espera.

Solos llevan su herida tan apretada contra la camisa

que no sienten el calor ni el frío, acorazados en su historia

personal, que termina donde empieza la cola del teatro

y culmina al salir a escena. La política los elude

a causa de esa identidad definida por un rasgo único

atravesado en el pecho, que los excluye de lo que no

es exclusivo y les cierra la puerta del palco a la platea.

Así el trovador repite el delirante mito familiar

en una serie discontinua de bises, con sus variaciones

obsesivas de boca en boca de una guerra civil privada,

donde la torpe verdad recurrente, increíble y descreída,

se abre al fin camino a través de un torrente de sangre inútil,

pero sólo alcanza la frente de la conciencia desdoblada

en el conde y el gitano entre los que su cuerpo deja un hueco.

El burgués destinatario de la pieza no se reconoce,

si lo hace, hasta el desenlace en el único que queda vivo.

El sentido es lo que sostiene tanta inverosimilitud,

propia de esos acontecimientos fingidos que lo condenan.

Desnudo ya de fantasías de amor o victoria, el villano

tan sólo conserva, para enfrentar otra vez la estepa en blanco,

el cuerpo salvado por su mano del deseo de entregarse.

Libros gruesos como murallas, edificios como tratados.

Ficciones enormes por las que devastan bosques y canteras.

La defensa monumental es parecida a la antigua guerra

de posiciones fortificadas criticada por Laclos.

El frío cruje la casa prieta y al recluido en su frazada

despeja insistente. Ni guerra ni paz ni crimen ni castigo

concilian su sueño, ni lo pueden remendar las hilanderas.

Abandono del servicio cultural obligatorio, búsqueda

de un resquicio a través de la pared de nombres e instituciones.

Un teatro portátil a la espalda y enfrente la luz del ojo

de un alfiler. A lo ínfimo confío toda mi esperanza.

Las sombras se alargan mientras baja el sol y de pronto en exceso,

hasta alcanzar su tamaño cuando al fin se acuesta lo que cae.

La novela pesa y la catedral se reúne con su cielo.

5–7.11.2022

Atendiendo a los bárbaros

Los escitas están entre nosotros
Los escitas están entre nosotros

Para cualquier poder de facto, los bárbaros son siempre buenos aliados. El de la fuerza es el lenguaje que éstos comprenden, el que hablan, y responder a él es su tendencia natural, su hábito, pues ya entre ellos el poder se gestiona así, más acá de toda ley escrita y, sobre todo, prescindiendo de enmiendas y consideraciones a posteriori. Los bárbaros quieren entrar en la ciudad, pero no sólo tomarla sino también ser reconocidos, vistos en ella y por ella: cuando lo advierten, empiezan a dejar de ser bárbaros. Pero, hasta entonces, muchas cosas pueden pasar y casi todas de hecho suceden, generación tras generación. A menudo la sola presencia de los bárbaros, de sus descendientes, completando la labor emprendida por la más tarde mítica horda ancestral, destroza la ciudad, que ya no se reconoce a sí misma habitada por sus conquistadores. Después de la toma y del saqueo, si los bárbaros se quedan allí, pronto asimilan las formas más bastas de la civilización sometida y fundan las bases de un nuevo status, tomando en serio y al pie de la letra lo que la decadencia y la sofisticación consideraban con cierta ironía. Lo mismo ocurre con la cultura: para el lector cultivado, por ejemplo, para el sutil espectador que se ha formado un gusto, es fastidioso ver a los recién llegados revivir cada vez lo que ya había dado por muerto y prestar su fe renovando el culto a lo que ya había sido convincentemente desmentido. Los lugares comunes del folletín como esencia de la ficción, el viejo narrador resucitado en medio de la muchedumbre de falsos inocentes reunidos a escucharlo para blanquear su memoria, las prácticas religiosas de siempre bajo otras formas y rituales que ni siquiera le hacen gracia, los viejos mitos adulterados para su nuevo uso efímero, todo resuena a su alrededor en continuado sin que pueda hacer nada para corregirlo, desoírlo, disminuir su volumen o torcer la pendiente que define sus inclinaciones. El mercado obliga a atender a los bárbaros, como lo saben todos los comerciantes de la ciudad sin diferencia de gremio, pues debe crecer siempre y para eso necesita un número de aportes que la delgadez del refinamiento no provee. Grueso torrente de consumidores derramándose por todos los canales de distribución: lectores de género del negro al rosa, devoradores de sueños, enigmas y crímenes, bebedores de sangre y lágrimas, practicantes de toda clase de cultos de bolsillo, buscadores infatigables de las nuevas fórmulas de la riqueza súbita y la eterna juventud, aprendices de todas las artes de la imitación, todos sus semejantes y los semejantes de éstos. Pesadilla del viejo Ovidio, who can’t go home again, perdido para siempre entre los aulios, los getas y la distancia que lo separa de los romanos que lo han sucedido. Los escitas están entre nosotros: tal vez nunca volvamos a vernos, incapaces de encontrarnos en el inquieto gentío. La humanidad polígrafa no deja bosque en pie y de su seno se espera, al parecer, no ya al Mesías, sino al Profeta. Inversión del tiempo y de los roles: la platea es el escenario, el crítico se esconde y calla bajo la concha del apuntador. Reestreno de El balcón en memoria de Genet: en la casa de doña Irma, el de Escritor es ya un papel consagrado.

Narradores anónimos
Narradores anónimos

Mitología contemporánea. Guy Debord señaló una particularidad de nuestro tiempo que probablemente se perpetúe en el futuro: dijo que “por primera vez, los dueños de todo lo que se dice son los mismos que los de todo lo que se hace”. Lectores formados por los medios de comunicación y no por la literatura, ni siquiera en su forma más baja o popular, más primaria o menos exigente, son los que conforman el público actual, al igual que el grueso del personal empeñado en hacer circular tanto ficción como no ficción y hasta el de aquellos dedicados a redactar lo que hoy se lleva. Su lenguaje es el de la industria del entretenimiento, una de cuyas formas es la información, y su noción de calidad responde a normas distintas de las que cumplía el objeto artístico para remitir a las que ha de satisfacer la producción orientada al consumo: eficacia, accesibilidad, rendimiento y aun otras definidas por neologismos de origen anglófono como usabilidad, entre tantas semejantes para quien destaque, por sobre su acumulación, su conjunción. Todo esto es lo que funciona mejor o peor mientras se lee cualquier novela que no ofrezca a su lector dificultades diferentes de las que enfrente, digamos, el detective de turno al timón del argumento. Pero la plena satisfacción del consumidor abstracto no es la del lector concreto, cuyo perfil será tanto más evasivo cuanto más literario sea. Literario en el sentido negativo en el que se oye decir, a menudo en nuestro tiempo, que una novela es demasiado literaria, expresión que alude vaga pero inequívocamente a los perimidos valores de la tradición desplazada por los usos vigentes. Sin embargo, la palabra literatura, dicha así, como concepto, conserva su prestigio. ¿Cómo traspasarlo a las obras nacidas bajo otro paradigma que el de su tradición? Desconociendo ésta, basta con reunir el concepto aglutinante con los nuevos contenidos para que la operación se concrete. Pero también estos originales son desbordados por sus copias, que los lectores que pasan a la acción creativa, es decir, los imitadores de la ficción profesional, ponen a circular por todas las vías a su alcance con la esperanza de nivelar todavía más el terreno: oportunidades para todo el mundo en un mundo sin nombres. Eclipse de la literatura en cuanto lengua de la ficción: no una nueva mitología, sino una actualización de la transmisión oral por medios electrónicos, donde se escribe tal como se habla o se cree hablar, como venga, sin mayores requisitos formales que los sugeridos por los modelos de cada género a imitar. Un horizonte de narradores anónimos que se narran los asuntos unos a otros, sin mediación de crítica alguna ni sombra de juicio de valor. Cantidades sin calidades. Al revés que la nave Argos, que en su nombre conservaba unidad e identidad aunque cada uno de los palos, maderas, cuerdas, velas y demás piezas de la embarcación hubieran sido sustituidos en sucesivos calafateados, como una empresa no tiene el corazón en sus productos o en sus marcas sino en el capital que cultiva y defiende celosamente, la ficción así concebida es un material, no una obra ni una tradición, y sólo su reescritura posterior, eventual y derivada a un futuro por ahora invisible, podría hacer de tales fantasías expresión. “La conciencia increada de mi raza”, como escribe en su diario Stephen Dedalus. Así y sólo entonces la tradición literaria recogerá en sus páginas lo que hoy se sueña.

I work a honest day, I want a honest pay
I work a honest day, I want a honest pay

Bajo la cúpula del huevo de oro. Mejor que la crítica literaria para tomarle el pulso a la opinión pública ilustrada es la crítica audiovisual –ya no sólo cinematográfica desde la omnipresencia de las pantallas-, por su mayor inmediatez y la mayor presión que sobre su palabra ejercen el motor de la industria y la rueda del comercio. Como lector, el cinéfilo de la vieja escuela había aprendido a reconocer, atendiendo a las calificaciones de la crítica tras los estrenos, antes de verlas las películas que podrían gustarle: no las de cinco estrellas, sino las de cuatro, y esto no sin un motivo. Bastará un ejemplo para darlo a entender: My Darling Clementine, producción de Darryl Zanuck dirigida por John Ford. El primero, después del montaje, no estaba del todo conforme con la labor del segundo; hizo algunos cortes y encargó luego a un director sustituto repetir alguna escena. La de Wyatt Earp hablándole a su joven hermano ya en la tumba, una típica situación fordiana que no aparecía por primera vez en una película suya, volvió a rodarse, aunque sin que Henry Fonda alcanzara la dominada intensidad de la toma original, y es la que puede verse en la versión definitiva. My Darling Clementine es considerada con justicia una de las cimas del arte de Ford, capaz de asimilar sin desdoro estas pinceladas ajenas, pero no se trata aquí de reivindicar el genio creador ni de condenar el poder del dinero, sino de situar una diferencia e identificar, a partir de ella, el fundamento del índice de satisfacción resultante en cada caso, aunque a propósito del mismo objeto. ¿Qué echa a faltar Zanuck en el primer montaje? ¿Qué le preocupa que el público eche a faltar? ¿De qué depende que el crítico mainstream otorgue o no su quinta estrella? ¿Qué garantiza la total satisfacción del espectador promedio estimado? Existe un punto de identificación secreto pero evidente entre quien invierte en la elaboración de un producto y quien lo hace en su adquisición, por muy desiguales que puedan ser las cantidades implicadas: una expectativa que como todas aspira naturalmente a que se la colme. La apabullante rotundidad de los grandes espectáculos no busca otra cosa que asegurar tal plenitud. De que lo logre depende precisamente el éxito, ese acuerdo instantáneo cual flechazo entre quien arriesgó su capital y quien pagó su entrada. Pero a esa redondez se opone tercamente otro vértice, que resulta a su vez de otra identificación entre dos de las partes implicadas: el autor y su seguidor, el ya aludido cinéfilo, cuya fe en el artista elegido no se basa en la omnipotencia de su espectáculo, sino en su capacidad de revelación, es decir, de señalar no sólo algo que no puede verse allí sino también su falta. De tal pinchadura en el globo, la del éxito efímero por la verdad inconquistable, da cuenta la estrella ausente y sacrificada fatalmente más que a conciencia; el espectador leal, el verdadero crítico, sigue esa estrella. Pierre Boulez afirmaba en una entrevista reciente que componer es concebir un universo, con todas sus leyes y propiedades, y después transgredirlo. Lo mismo ocurre en todas las artes: es entonces cuando se rasga la cúpula del huevo de oro y éste deviene observatorio, abierto a la luz del espacio exterior.

ovillo