Simulacros de inmortalidad III

5

El alto retrato que preside el comedor

devora a los comensales. En la cabecera

opuesta al patriarca, el padre y patrón,

como un espejo, replica al que fuera

modelo que el artista, como es conveniente,

transfiguró en la obra, legando al fiel olvido

lo menos favorable, que desmienten

aquellos que el favor han padecido.

Con el que más almuerzan aquí los prominentes,

cuyo círculo, atento, gira hacia un centro nuevo,

sentado a la derecha del ungido.

Tiene el gesto antiguo de su padre, pero el huevo

del cráneo paterno mantiene en él la cresta

heredada erguida sobre la orquesta.

6

Sólido sigue siendo el Coliseo,

y bien proporcionado,

aunque no funcional. Más alto era

el Coloso y cayó,

pero su sombra aún hoy es más larga

que el decretado olvido.

Lo demasiado, demasiado sólido

se disuelve y persiste

en su absurdo lugar la referencia

que cabe en un archivo,

y un archivo no es más un edificio,

sino un inmaterial

registro de cifradas percepciones

que pueden ya perder

su objeto y reproducirlo más tarde,

si hace falta, en su entera

inteligibilidad. Si retira

lo ilegible de sí,

cualquiera, devenido información,

puede evitar las fauces

de los leones por más que estos rujan

condenando lo insípido

de la nueva administración. Colosos

ya no hay, salvo torres

de corporaciones, no de cuerpos

que al cielo desafíen.

En un código cabe lo que puede

salvarse. El resto es polvo.

15.10.2022

Mi segundo nombre

Pierre Clementi en Partner (Bernardo Bertolucci, 1968)

“José se llama Ricardo”,

me encontré haciéndome oír,

cuando empezaba a hacer frases

como hacían los mayores.

Remedaba el pensamiento

con mis trenzas de palabras

y al tropezar descubrí

el asombro filológico.

Yo era uno y era dos,

el primero y el segundo,

que además eran el mismo

y cambiaban de lugar,

de predicado a sujeto

y de estrella a acompañante,

aunque era difícil ver

quién era quién o qué eran.

Como verse en el espejo

y ser otro además de uno.

Ser uno y otro a la vez,

el del espejo y yo mismo.

Pero distintos y juntos,

sin el cristal de por medio.

Yo es Otro y juntos van

nosotros y ellos o vamos.

Pierre Clementi en Partner (Bernardo Bertolucci, 1968)

El acento redoblado

por la rota simetría

y la inversión de los nombres,

el que usaba y el que no,

agravaba agudamente

la noción desenterrada.

Sin haber leído a Mao,

analfabeto en la época,

revolucionado supe

que uno se divide en dos.

No se fusionan en uno

dos, sino que, dividiéndose,

uno, yo, se multiplica

por dos: el primogénito

“más fuerte que el soberano”

y el segundón, a su sombra,

anunciando “añadiduras”.

¿Qué significan reunidos?

¿Por qué van juntos? ¿A qué?

¿Por qué, una vez descubierta

su dualidad, en mí viven

su condición de siameses?

Chang y Eng Bunker

En la guerra de Ricardo

sólo contaban los muertos.

Su nombre, su obra y su tiempo,

para inscribir su leyenda.

Del epitafio nacía

el rastro en que se buscaba.

Poco escrito o pronunciado,

José lustraba las lápidas.

De cornudo de Dios padre

a Padre del Hombre, el paso

no se dio, en mi perspectiva,

hasta caer del caballo

quien creía en la victoria

de la piedra sobre el polvo.

Caballero y escudero,

a la par sobre el camino,

intercambiaron sus armas

y el humilde al derrotado

sirvió de espada en la lona

y el derrotado al humilde

sostuvo frente al ingrato.

Partner

Entre estos dos he vivido,

asombrado del espacio.

“La soledad me ha forzado

a hacer de mí un compañero”,

leí y vi que “el cigarrillo

es el tierno compañero

del preso”, que se consume

demorando pedir fuego.

Colillas de igual tabaco,

astillas del mismo palo.

El empeñado en firmar

y el solapado heredero

tienen el mismo destino

con caracteres distintos

escritos sobre mi espalda.

Yo soy los dos, dividido

por la conciencia de serlo:

el bautizado con fuego

y el descubierto más tarde,

reconocido después,

suplente como yo mismo

con mis dos nombres usados,

del vacío el habitante.

31.10–3.11.2022

NOTA: «La soledad me ha forzado a hacer de mí un compañero» y «El cigarrillo es el tierno compañero del preso» son frases de Jean Genet.

Espejo negro

Robert Rauschenberg, Untitled (1951)

I El café de mi razón

El momento detenido

como una palabra ahí en la punta de la lengua

donde, clavado encima de una mesa

rodeada de indistintos,

desde el pozo en un puño que aprieta la mirada                    

se enciende, igual de humeante, el acento

sobre el lomo del rumiante

inclinado a la espuma universal allá abajo,

me dio a luz, silueta o fantasma en ciernes

ganando peso y ahí

ligero pero no casual, tensadas las cuerdas

de los nervios para el índice súbito.

El momento repetido

de negrura y lucidez repentina, en discordia,

ocupando mesa en la multitud

mientras nace la materia

azucarada y luminosa del universo

y se expande a la vez que se disuelve

bajo el giro de muñeca

del concentrado observador que de sí se olvida

en la paralela transformación

de su persona en la especie,

puso en órbita, como una antigua catapulta,

la cabeza a la que salvé la cara.

El momento decisivo

de atención indivisa que divide, afilada

y en cuña hacia la materia, la mesa

del salón, con el acento

a pico sobre el cosmos en expansión, centrado

en una cucharita que revuelve

espacio y tiempo en el mismo

sentido y reloj, despertador, me hizo nacer

y abrió el ojo, mandando y bautizándome

con un solo movimiento

que de la mesa hizo un tablero y de esa mirada

mía un instrumento de medición.

El momento sin retorno

que vuelve a poner delante el punto de partida

cada día cuya sombra revela.

Deux ou trois choses que je sais d’elle (Jean-Luc Godard, 1966)

II La razón de mi café

Detrás de este sabor reconocido,

del hábito y su constancia,

que en cada sorbo atento devuelve un bien perdido,

se abre interminable la distancia

entre la negra sustancia

del universo expreso y el ojo distraído.

Las dos o tres cosas que sé del cielo

caben dentro de una taza

donde se quita a la Vía Láctea su velo

y se la hace representar la masa

de las cosas a la caza

de conciencia que las haga objeto de un anhelo.

Un viaje es una cuestión de moral

donde, al inicio inocente,

corresponde la separación del bien y el mal,

según se llegue a culpable o consciente

a través de la pendiente

que convierte el camino proyectado en real.

Adónde ir y dónde detenerse

sigue siendo la cuestión

que plantea cada día, oscura y sin moverse,

la cosa que tu negro corazón

refleja, en su imitación

de los astros que en tu derrotero quieren verse.

Tiempo abolido por los ecos ricos

de este discreto deleite.

A mi espalda un niño pide un libro para chicos.

En mi nuca un hombre anuncia el aceite

de su coche. Quien se afeite

que defienda tal fe de la soberbia y sus picos.

Yo alzo el negro universo estallado

de nuevo a mi lengua viva

y lo vierto en otra oscuridad, desembarcado

en la orilla despejada y esquiva

donde lleva la deriva

desde el punto inicial del sabor reconcentrado.

25–30.10.2022

Dúo lírico (Églogas)

1 Aire libre

Más libre es siempre el llano que la cumbre

y más amplio, porque esta inmensidad

suya es firme y así se hace costumbre,

y acaba deviniendo propiedad.

En lo alto todo elude el alcance

de la mano y a la vista se entrega:

nubes, pájaros y ángeles en trance,

sobre un campo que ningún agua riega.

Qué bien queda contra el azul el mármol,

elevado y lejano como el cielo.

Cuanto más alto arde el sol, más el mármol

consagra lo inasible del anhelo.

Libertad es tocar lo que se mira

y ver lo invisible en lo que respira.

2 Agua clara

Tinta que corre y páginas que pasan

oscurecen y desvían el río.

La lengua derramándose y su brío

las orillas enfrentadas arrasan.

La corriente que no ve su reflejo

enturbia lo que cree que refleja.

La palabra que en su empeño no ceja

multiplica los males con su espejo.

Una gota basta como medida

de la naturaleza del discurso

y una letra a través del agua en curso

alcanza para ponerle la brida.

Pero no todo ojo ni todo oído

en lo claro ve recto lo torcido.

29.11–1.12.2023

La espuma y la resaca

1

Tu cuerpo grande y tierno como un árbol

sólo se yergue para ser talado.

Los espejismos se borran

pero el desierto persiste,

como se borran las huellas

y permanece la sed.

2

La mano se cierra, pega

y el puño vuelve mojado;

la mano, vacía. El pie,

por dejar huella, se cubre

de polvo; la huella aguanta,

pisada. La inseparable

sombra a tus pies, más que tuya,

es de la tierra; la imagen

quebrada en la superficie

se recoge en tu quietud.

3

Así dormidas son perfectas. Nada

puja ni cede en su sueño redondo.

Toca, aprieta, acaricia, dice el aire.

Basta una gota caída del árbol

para enturbiar el espejo imantado.

4

El no de pecho.

El sí mayor.

Del no de pecho

al sí mayor,

¿qué escala lleva,

qué contrapunto

invierte el tono

y da al exceso

su negación?

5

Lo normal y mundano se me impone.

Veo las cosas por segunda vez.

Pesadas, apoyadas en sí mismas.

Sin aire en que flotar mientras el río

las pudre. Durmiendo bajo los arcos.

Girando con las sombras, opacando,

mientras se dejan atravesar limpias

por el sol estridente, sigiloso.

6

Por esta calle pasé igual que el viento

y a nadie quité el sombrero

que no lo recuperase.

Sujeto que no quiere el predicado,

soy el que rompe el silencio

donde las frases muy claras se acoplan

y hace falta hablar oscuro.

7

Ahora que estás despierta,

la fuente ruge,

la catarata

no cae, sino que salta,

y en la ventana discreta

el sol irrumpe.

8

La piedra al fondo del río revuelto

queda, la del puente es dejada atrás.

Mira ahí abajo que rápido tiran

más abajo aún el muelle reciente,

con la perla que la ostra rechaza. 

Una gota ya inclina la balanza

donde pisan más fuerte los notables

y se deslizan los desarraigados.

La piedra al fondo del río

no junta polvo y entierra

puente tras puente en la ostra

que la balanza no pesa.

9

El despertar taciturno

de quien sigue entre las cosas.

El cuerpo como otra cosa.

Manos y tazas lavadas

en una sola corriente.

Río arriba,

apartando la maleza.

Río abajo,

soportando la llovizna.

La palabra como un aura

del hosco núcleo.

10

Tu cuerpo suave y flexible, de agua

que hace relumbrar todas las cosas,

se derrama soltando sus cristales

bajo la mano invisible del viento.

Cuando un árbol así cae al desierto,

 dando toda la sombra de sus ramas,

sus cenizas se mezclan con la arena

y su raíz crece firme en el aire.

11

Quedan los pájaros,

el seco instante,

el relumbrón

que el sol opaca.

Quedan clavados

en la madera

cortada ayer

para retablo,

modesta leña

o tibia luz.

12

Estás delante del espejo falso

que te muestra lo que no eres, el que te enseña

lo que quieres, como si esos nenúfares

que bailan a la distancia cabal de tu brazo

pudieran emerger de su perfume.

13

Remontando la niebla se llega a la tiniebla

impenetrable dentro de la piedra.

La fluida claridad con que discurre la sombra,

desovillándose aunque en sí se esconda

mientras serpentea hacia la desembocadura

radiante que la niega, nada anula

de la fría afirmación en su dureza absorta.

14

La primera cerveza del verano,

con el sol en su cristal,

regresa desde antes que nacieras,

como esa luz, puntual.

Así cada día incendia las cúpulas

cubiertas por su gran manto de azufre

que cobija y regenera,

mientras crece en el fondo de la jarra

la sed sobrenatural.

15

…atravesar el mundo de los vivos

para llegar al cielo de los muertos,

cuyo único rastro son tus huellas…

…remontar la catarata

hacia la fuente invertida

donde arde la corriente…

…interpretar en desacuerdo con lo cifrado

el insidioso presagio que el sol enmascara,

conservando lo tangible en el centro del claro…

…ser en silencio

la voz erguida

que se desplaza…

16

Si devuelvo el envase, ¿ya podré evaporarme?

Soy la encrucijada de un montón de desencuentros

y tantas calles cortadas a oscuras que sólo

concibo las salidas cancelando las citas.

17

Coincidencia en la cresta de la ola

del espejo y la ventana,

destello del húmedo diamante en el aéreo

oro del sol,

instante delgado como la lámina

ilustrada por su opuesto,

como la piel del astillado velo 

entre dos mundos,

impresión de eternidad en la página ardiente

del día, de gravedad

en la carrera de lomos de plata.

18

Las sucesivas islas desde cuyas orillas

el náufrago, seco, interrogaba al horizonte,

se confunden en su estela, iguales a los granos

de arena reunida bajo los pies detenidos.

Dorada por el sol que detrás del mar responde,

la risa del mar resuena de una roca a otra

y en cada ola se alza la sed escondida,

visible como un rayo de sol cuando tropieza.

18–25.5.2021

Saludo al público

Al lector desconocido

El rechazo disipa las tinieblas.

Desgarradora lanza de Atenea

en el centro oportuno del reloj.

Corazón traspasado, desplazado

de su eje y de la rueda, detenido.

Gran parrilla de la revelación.

Radiante sol del desprecio. Del alba

la muda culminación incendiaria

que el párpado recela. Nacimiento

no querido, del azar a la luz

por un corte, razón del accidente

agazapado, invisible, negado.

El teatro primero está vacío.

Nadie en el andén. Silencio del patio

de butacas, del balcón al que sube

el canto interrumpido, la llamada.

Nadie sino la cera del oído.

La luz sin freno. Interior inundado

de fuego, de calor que nada acoge,

del esplendor de la mirada ciega

sobre el soñado reconocimiento.

Retratos descascarándose antes

aún de que los espejos se borren.

El viento que atraviesa las ventanas.

La casa no comprende ni contiene.

Hueco íntimo donde nada cabe.

Tomada por su posición. Espalda

del escudo levantado, talón

escondido en la amplitud de su huella.

Derramada placenta del ayer.

Tintero vaciado, limpio y translúcido.

Frío cristal encendido y cortante,

reflejo del idéntico exterior

incandescente y helado, contrario

a toda concepción, sobrevenido.

Plano sin sombra ni curva atenuante.

La silueta se recorta del círculo

y cae. Sol que se alza perfecto.

Intachable ojo ciego. Delator

de miradas, de ángulos y puntos

de vista declarados. Divergentes

la lengua y el oído, la mirada

y el ojo. Página ardiente, ilegible.

Caldero del desencuentro, frontera

sin cruce. Donde hierve lo que se hunde.

Donde se asienta la brasa. La horma

que desconoce y anula las huellas.

Espejo todo fuego y sin imagen.

La planta del pie arraiga en el hielo.

Blanca humareda. Palabra quemada

con su taco y su empeine por el rayo

concentrado sobre la superficie

donde abre un ojo de cigarrillo

consumiéndose para ser y deja,

vacío, bordado, su roto. Al fuego

lo dado a luz, revelada ceniza.

Contra este cristal incandescente,

escalofriante, su aplastado escudo.

Lecho sin agua. Meta sin bandera.

Nadie espera de pie sobre esta piedra.

Tabla rasa de la mesa redonda.

Costa recta del lago prenatal.

Donde filo y punta se aguzan, donde

se endurecen lo plano y lo escarpado.

Donde el molde rechaza la materia

y la arcilla la mano delicada.

Allí la cita concertada a ciegas,

allí la hora prometida. Aquí.

Donde el último haz de bruma tenue

se desvanece y nadie lo recoge.

Donde se teme la puntualidad.

De ese entero se apartan las mitades

y tratan de bastarse con sus bordes.

De este punto. De esta inicial. Del claro

en la desembocadura del río.

De esta luz que devuelve cada mancha

a su pobre origen, a su mirada

desatendida. Del punto sin fuga,

de la inicial insaciable. Del sitio

donde se toca la chispa y la mano,

perdiendo su gobierno, se retira

sin haber sido estrechada. De aquí,

de la aspirada flor aspiradora,

vuelven los rechazados y aquí vuelven.

Desde la sombra de la red de Hades.

Ingrata claridad no agradecida

penetrando bajo el más prieto párpado.

Amargando la lengua. Presentando

lo conocido idéntico a sí mismo,

en su medida. Aquí la misma lámpara

encendida sobre el sillón despierto.

El soplo y la aparición si alguien vela.

Si alguien pone dos vasos. En la mesa

combustible. Para la boca abierta.

Donde el pecho cerró antes los brazos.

2–6.8.2021

El espejo insumiso

El espejo del destino

El espejo de Narciso era imperfecto pero verdadero. No hacía falta una brisa ni la caída de una hoja: ese falso cristal, animado por su propia corriente, jamás se detenía ni dejaba de ondular, perturbando sin cesar la imagen que devolvía. Era menos confiable que nuestros artefactos; también menos sumiso: un espejo común, manipulable, puede colgarse en cualquier pared; la fotografía o la imagen cinética, que la tecnología libera del azar, son pasibles de todas las alteraciones que una estética exija. El espejo de Narciso, nunca puro, siempre perturbado (por el viento, un guijarro, un casual pie dolorido), guarda entre sus círculos concéntricos una verdad afín a la oculta en el espejo de Blancanieves: la existencia del tiempo, que Heráclito comparó a un río, creando una metáfora que la tradición conserva, acata y repite. Contemplarse en ese río no carece de consecuencias, como bien lo refleja el destino de Narciso. Tampoco para la poesía, reflejo oblicuo de la experiencia humana; pues el tiempo habla a los poetas, que a su vez hablan por él. Así la poesía escribe otra historia, no paralela sino transversal, y la tradición altera el tiempo al unir ideas y versos separados a menudo por varias civilizaciones; así el pasado llega a aparecer profético y el presente, reflejado en él, puede volverse contemporáneo suyo. Es el revés de la sucesión: porque existe, el tiempo puede ser abolido; a través de la tradición, puede cambiar de naturaleza. De esto trata la más reciente literatura poética: la que en el siglo veinte se llamó “de vanguardia”.

Una de las versiones del mito de Narciso, no la más popular, relata que no era su rostro el que Narciso contemplaba en el agua, sino el de su hermana gemela, idéntico al suyo, que se había ahogado en aquel río. Este Narciso es algo más que un vanidoso: hay en él melancolía profunda, rasgo que en la Edad Media se asociaba casi inmediatamente al pensamiento introspectivo; hay el desgarramiento por un precioso tiempo perdido, aquel en que su hermana vivía. ¿Es la pérdida de un reino, la expulsión de un paraíso? Este desgarramiento es también el de la separación entre los sexos y, por consiguiente, el de la unidad de un ser en plenitud, completo, dotado de una identidad luego imposible en las coordenadas del tiempo sucesivo. Narciso presta su cara a una representación, la de la eternidad, cuya imagen es la belleza: olvida, abstraído en su constante  contemplación, la corriente que vuelve imperfecta esa imagen; es más, el movimiento del agua devuelve la imagen de su hermana a la vida, haciendo perfecta la ilusión. Entonces, Narciso cae: el río le revela su profundidad, a la vez que lo separa de quienes podían mirarlo contemplarse. ¿Recupera la unidad perdida al adquirir la misma condición que su hermana? La muerte nada nos dice; pero, una vez quebrado el tiempo suspendido, otros sentidos aparecen: la fugacidad de la belleza, imagen de la eternidad, y la restauración del orden de la duración y la reproducción sexual. Cumplida la fábula, queda la moraleja; habrá otras conclusiones, pero no se las encontraría en ningún cristal bruñido: falta allí la dimensión temporal, sin la cual Narciso, incapaz de ahogarse, languidece en una vanidad sin consecuencias, mientras en cambio su muerte lo enlaza al tiempo y lo rescata de la trivialidad, convirtiéndolo en un mito.

Los poetas órficos no veían en Narciso un vanidoso, sino el símbolo de la comunión del individuo con el cosmos. El mundo devolvía a Narciso su imagen, que así se identificaba con el mundo: había una identidad entre Narciso y la realidad. En nuestros días, podría verse como la vanidad más disparatada la pretensión de semejante identidad entre un ciudadano cualquiera y el universo que lo rodea. La racionalidad ha impuesto una severa distinción entre la conciencia y la suma de los objetos que percibe. Sin embargo, si hay un tema que caracteriza a la literatura moderna es el de la conflictiva relación entre sujeto y objeto, individuo y universo, tema que encuentra su expresión formal más típica en lo que se ha dado en llamar “monólogo interior” o, en inglés, recurriendo a una metáfora acuática, “stream of consciousness”, en traducción “flujo de conciencia”, imagen que reúne el fluir del agua y del tiempo con el del pensamiento, es decir, del lenguaje, para sugerir, a pesar de la separación, afín al desgarramiento de Narciso, entre conciencia y realidad, una posible identidad entre mente y mundo, capaz de suturar esa herida. A la pregunta por la propia identidad en un universo que no parece reflejarla, esta literatura opone un espejo fluido que se anticipa a la crónica para favorecer la inminencia constante del sentido. Aquí la escritura desarrolla un movimiento simultáneo al de su objeto, en un viaje introspectivo que por la palabra atraviesa las apariencias para devenir una exploración de la naturaleza de la realidad.

Un reflejo de Narciso

Por lo menos tan antigua como la metáfora que compara el tiempo a un río es la idea, respaldada por los hechos, que vincula la navegación al progreso. Si el océano suele ilustrar el infinito, la navegación representa la ampliación del territorio civilizado. El barco que atraviesa el océano traza su propio río, una línea de tiempo en ese plano infinito, y señala con su paso un hito histórico. Así Colón, así Marco Polo; así, según el mito, los Argonautas, que alcanzaron los confines del mundo antiguo. Canta Séneca en su Medea: “Audaz en exceso el primero que surcó con nave tan frágil los mares traicioneros. Todavía no conocía nadie las constelaciones ni se servía de las estrellas con las que está pintado el firmamento. Aún no tenía nombre el Bóreas, aún no el Céfiro.” Pero algo se pierde durante el viaje. Sigue Séneca: “Nuestros padres vieron siglos espléndidos, alejados de engaños. Cada cual, tocando indolente sus costas y haciéndose viejo en la heredad del padre, rico con poco, desconocía las riquezas, excepto las que el suelo nativo había producido.” Enumera las hazañas y desdichas de los Argonautas y concluye: “¿Cuál fue el premio de ese viaje? El vellocino de oro, y un mal más grande que el mar, Medea, salario digno de la primera nave. Ahora ya cedió el Ponto y tolera todas las leyes. Cualquier falúa vagabundea por alta mar. Todo término ha sido removido y las ciudades han levantado murallas en tierras nuevas. Tiempos vendrán en años lejanos en que el Océano relaje los vínculos reales y se descubra la tierra por completo y Tetis desvele nuevos mundos y no sea Tule la última de las tierras.” Siglos después, el descubrimiento de América ponía un límite a los supuestos de la civilización europea, iniciando el proceso de liberación de las monarquías y la consiguiente pérdida del significado de la aristocracia, quintaesencia de los valores del Viejo Mundo. Pero aun el ateo y republicano Stendhal manifestaría su rechazo por la “democracia a la americana”, comentando que prefería verse obligado a hacer la corte al Ministro de Justicia antes que a cualquier tendero con derecho al voto. La tragedia del Nuevo Mundo, donde nada era sagrado para un europeo, parecía ser la de un territorio donde lo original –los pobladores nativos- era masacrado para dar sitio a unos pueblos cuya liberación de antiguos prejuicios tenía como consecuencia una vulgaridad pronta a convertirse en modelo.

Yo no sé mucho de dioses, pero pienso que el río

es un fuerte dios pardo –huraño, indómito, intratable,

paciente hasta cierto punto, reconocido al principio como frontera;

útil, indigno de confianza, como transporte de comercio;

luego sólo un problema al que se enfrenta el constructor de puentes.

Una vez resuelto el problema, el dios pardo es casi olvidado

por quienes moran en las ciudades –siempre, sin embargo, implacable,

conservando sus estaciones y furias, destructor, recordatorio

de aquello que los hombres eligen olvidar.

Aquí T. S. Eliot describe el proceso de degradación de un símbolo. Eliot, intelectual conservador, se declaraba “monárquico, anglocatólico y clasicista”. Su poesía, sin embargo, es un hito revolucionario en la tradición occidental. ¿Qué movimiento es éste, reaccionario o revolucionario? ¿En qué dirección se mueve? Al describir, en su novela El corazón de las tinieblas, cómo el Támesis fluye hacia su desembocadura “con la tranquila dignidad de una vía de agua que conduce a los más recónditos confines de la tierra”, Joseph Conrad, señalando la interconexión entre todas las aguas del mundo, planteó una evidencia que la metáfora del río convierte en utopía: la de un tiempo navegable aguas arriba y aguas abajo, hacia el pasado y hacia el porvenir, poniendo todos los tiempos en juego en cada momento presente. Es la apuesta de la literatura de vanguardia, cuyo modelo será un héroe muy antiguo, Ulises, quien regresa para cumplir un movimiento que no es de retroceso sino de resurrección, pues vuelve de entre los muertos de Troya, de un naufragio sin más sobrevivientes y, sobre todo, de la muerte que le desean quienes aspiran a su trono, su reina y su palacio. El movimiento de vanguardia, de acuerdo con esto, no es un avance que transgrede lo que se tenía por sagrado sino un movimiento de restitución del derecho y de recuperación, por parte del héroe, de lo que le es propio: todavía más que el día redondo de Ulysses, el Finnegans Wake de Joyce liga su fin a su principio para recomenzar eternamente; Proust, gracias a las recurrentes lagunas que dan paso a la memoria involuntaria, recupera el tiempo perdido y concluye su novela anunciando su redacción; Eliot, en East Coker, abre su discurso declarando “En mi comienzo está mi fin” para cerrarlo con una reafirmación que vuelve a abrirlo: “En mi fin está mi comienzo”; los Cantares de Ezra Pound, cuyo primer personaje es Odiseo, ponen la historia antigua y la contemporánea en un mismo plano temporal que se alza como un espejo en cuya corriente, como Narciso, el lector puede mirarse y ver a la vez el mundo entero. Entonces, dos cosas pueden sobrevenirle: la iluminación del reconocimiento, por la que el héroe percibe y deviene la verdad de su experiencia, y una acusación de narcisismo, firmada por el conjunto de la sociedad que lo cela.

Navegaciones y regresos

Las tragedias nos muestran cómo los griegos admiraban a Ulises por sus proezas mientras desconfiaban a la vez de la astucia que las hacía posibles. Hoy todavía pocos se atreven a leer a los famosos autores mencionados. Se elogia su rica complejidad, pero se advierte de la dificultad de su lectura, consecuencia de un estilo exterior a las normas de comunicación vigentes y del radical apego a sí mismos, la lealtad a su propia experiencia; y se deja así su ejemplo al margen de un mainstream cuyo modelo de ficción propone la lectura precisamente como pasatiempo. La sociedad prefiere mirarse en el espejo de su técnica que en el de su lengua. La tecnología digital devuelve una imagen perfecta que somete a nuestra voluntad; incluso anula, mediante la transmisión de datos vía satélite o internet, los avatares del tiempo y el espacio. El progreso aspira al control de los accidentes y poco a poco lo alcanza: por su acción desaparece lo indeterminado. Pero el sujeto, como Ulises en la pequeña isla que prefirió a todos los favores de los dioses, tiene algo que recuperar en el azar del tiempo, en el rumor de ese torrente al que puede abandonarse o remontar, pero no detener o dominar. Sólo ese espejo, el insumiso espejo de Narciso, guarda la verdad que se le escapa; pues el tiempo, el tiempo de la experiencia, real y no virtual, escapa a su dominio y así a su represión: sólo por accidente puede el sujeto regresar a sí mismo, pero a ese accidente tiene que exponerse. El agua como espejo, reflejo y transparencia, otorga la gracia de ver, verse a sí mismo y aún ver a través de sí; visto así el tiempo, flujo y reflujo, cada instante es profético, revelación: aquellas epifanías de que hablaba Joyce.

2002

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Qué parece

miroir2
Vivir es defender una forma

El escritor ante el espejo. La elegancia no puede ser mi estilo, ya que exige sobriedad y la expresión es en mí un desbordamiento. Sin embargo, el barroco es un estilo y hay una elegancia en Dioniso. ¿Me atreveré a declarar estos modelos, podré acaso seguirlos hasta el fin? También hay una elegancia en la locuacidad, en el discurso adecuado al pensamiento que así llega a ser capaz de provocarlo, de hacerle crecer otro brazo para acomodar una manga, o de invertir la relación desarrollando el cuerpo para encajar el vestido. Tales piruetas sí que puedo hacerlas. Y “el mundo no es un lugar muy elegante, ¿sabes?”, como decía Zulawski en una vieja entrevista memorable. Sin embargo, hace también muchos años, escribí otra “confesión” como ésta, en verso como lo hacía entonces: Necesito paz como el agua un lecho / para ser río y llegar a destino. Lo que aquí no se menciona pero está implícito son los márgenes, la restricción que corta el derrame y da sentido a la corriente, imponiendo un curso a la materia. Un diseño, por tanto, y una línea, un límite, preciso aunque su recorrido pueda ser caprichoso. ¿La aberración de un estilo? No si es cierto que “el loco, persistiendo en su locura, llega a ser sabio” (Blake). Pero si el modo moderno de entender la elegancia, el nuestro, está hecho de sobriedad, de crítica, de aplicación de un criterio para el que todo adorno sin el apoyo de una causa o necesidad que lo equilibre más que exceso es defecto y de acuerdo con el cual todo esplendor deviene irrisorio desde el momento en que deslumbra a su emisor, y la ceguera es lo más temido para aquel que se precia ante todo de su capacidad de discernimiento, base de su propia distinción, lo que un estilo moderno procura conjurar es la monstruosidad de los antiguos soberanos, vivos aún en los sueños o delirios de omnipotencia que persisten en su esencial extrañamiento del tiempo y del progreso, y a lo que tiende no es a la gloria a la que aspiraban nuestros mayores, sino a una diestra ubicuidad a la medida de los tiempos que corren y de los distintos géneros que le salen al paso, determinados a su vez por los soportes de las publicaciones y su horizonte de distribución, o sea, sus circuitos de circulación, lo que deja en suspenso una vez más la cuestión del destino, pues todo eso gira en redondo hasta su entropía. Nos hemos alejado ya mucho de la costa, pero volviendo al rumbo emprendido en la partida lo que allí flota es la tensión entre las metas sucesivas con las que el nihilismo contemporáneo apuntala su falta de norte y lo inabordable del sol que conoció Ícaro a su modo. Las modas cambian, ésa es su esencia; el tiempo hila esas perlas y las colorea, cambiándolas de nuevo a medida que se alejan; la elegancia es la razón o el capricho según la temporada. Pero el cuerpo humano, mortal cuya muerte interrumpe a cada baja ese fluir, no vive igual bajo cualquier vestuario ni es siquiera el mismo: cada decisión ante el espejo tiene previsibles e imprevistas consecuencias y así el estilo, definiéndose, define un destino que lo cumple y al que cumple línea a línea, corte a corte, por entero y sin por eso delatar el desenlace.

crítica
El juicio viral

La crítica entusiasta. Cierta crítica tiende más al mito que a la razón y es, en nuestro tiempo de comunicación publicitaria en continuado y caída de las identificaciones ideológicas, quizás la más habitual y tal vez, considerando las presentes circunstancias de la producción artística y cultural, también la más necesaria o, por lo menos, la que más se agradece. Pues a través de la transmisión de sus entusiasmos, ya basada en el énfasis, la insistencia o, sobre todo, la frase rotunda y penetrante como un slogan, logra acuñar mucha más moneda que distribuir entre fanáticos y aficionados de lo que es capaz de analizar su propio objeto de satisfacción, fingida o no, presentado en bloque a su percepción y de inmediato traducido a una clave, un sello, por su intervención y su aptitud para la síntesis. Tales resúmenes suelen ser torpes, como esas expresiones –“estado de gracia”, “necesario”, “imprescindible”- a las que recurre cuanto puede y cuya misma existencia, por otra parte, es una demostración del poder, más que de convicción, de legitimación del método que aun inconscientemente aplica. Pero su propia bastedad sirve quizás mejor que toda o cualquier sutileza a la función encomendada a sus redactores por sus respectivos órganos de difusión: como un animal superviviente, y lo es, de esta manera la crítica se adapta mucho mejor al medio, es decir, a los medios. Con lo que no resulta una exageración decir que el crítico así formado y empleado resulta mucho mejor como promotor que como crítico –aunque él no cambiaría una calificación por otra-, como lo prueba su repetida contribución a leyendas a menudo bien fundadas, o más bien dotadas de soporte, junto a las cuales difícilmente podría trazar las correspondientes historias plausibles y verosímiles cuya culminación es la obra aludida, o su autor. Sólo que, con tanto ícono como circula en la civilización contemporánea, es raro el ídolo capaz de sostenerse mucho tiempo una vez apagados los ecos de su aparición; esto deja el pedestal, más que vacío a menudo, bajo amenaza permanente de vacío y, en un mundo que desmitifica a sus figuras por exceso de presencia o las olvida, los encargados de suministrarlas no pocas veces llenan el hueco pasando por alto las faltas que a un espíritu crítico no se le escaparían. Si damos por cierto que, como escribió en otro siglo Lautréamont, “el gusto es el nec plus ultra de la inteligencia” y que, como se responde el acerbo popular después de haber intentado la conciliación con el viejo argumento de que “sobre gustos no hay nada escrito”, “hay gustos que merecen palos”, tendremos que convenir en que más de una mano emplumada –por tradición conservémosle el atributo- arriesga la cabeza con cada uno de sus juicios. Sin embargo, como ocurría con los acusados en El proceso de Kafka, la sentencia y en especial su aplicación pueden quedar suspendidas por tiempo indeterminado a falta del brazo lo bastante fuerte y bien guiado como para dar a cada quien su merecido. Entre la violencia y la razón, el lazo siempre es secreto y, sobre todo, inesperado.

experiment
Improbables probabilidades

Experiencia y experimentación. A falta de experiencia, de una relación suficiente con las fuentes vivas de la tradición, de ocasiones suficientes de haber probado, hasta el asqueo, el sabor del barro al que las formas procuran redimir, se recurre a menudo en cambio a la experimentación, cuya base material es proporcionada, contra natura, por conceptos que quieren ponerse a prueba en una práctica de la que no ignoran que los pondrá en inmediata relación, justamente, con aquella naturaleza, la original, a la que buscan imponerse y dominar, es decir, que parcialmente rechazan y si no del todo es debido a la necesidad de apropiársela. Esto es típico de la juventud, en especial si ha recibido educación y le son familiares más que ninguna otra cosa las ideas, con cuya exposición por otra parte se encuentra en abierto conflicto, mientras vive de manera soterrada la temerosa antagonía con la masa sin destilar de la que se extrae el concepto, pero cuya sorda y muda persistencia ni siquiera es conjurada por la aplicada aplicación de aquél. Sin embargo, la experiencia esencial para cualquier experimentador no deja de ser la del choque entre su conciencia y lo inexplicable, que se filtra como presencia innominada aun entre las argumentaciones más apretadas que se puedan concebir. “Nace el alma”, escribió Joyce en su Retrato por boca de Stephen Dedalus, “en esos momentos de los que te he hablado. Su nacimiento es lento y oscuro, más misterioso que el del cuerpo mismo. Cuando el alma de un hombre nace en este país, se encuentra con unas redes arrojadas para retenerla, para impedirle la huida. Me estás hablando de nacionalidad, de lengua, de religión. Estas son las redes de las que yo he de procurar escaparme.” Igual que Gadda, Céline, Guyotat o Guimaraes Rosa, además de un gran “experimentador verbal”, como diría William Burroughs, Joyce fue el cultivador de una literatura intensamente basada en la experiencia personal, casi hasta la autobiografía, cuyo realismo, devenido de Ibsen, consistía ante todo en una toma de partido por lo concreto, hasta en su mínima expresión, frente a esas “grandes palabras que tanto daño nos hacen”, según decía, y a las que llegaba a responsabilizar de catástrofes como la segunda guerra mundial, desde su punto de vista una opción mucho menos recomendable que la lectura de Finnegans Wake. Es llamativo, junto a la agresividad manifiesta en el tratamiento de géneros y convenciones literarias y sociales, un rasgo repetido y poco señalado en esta clase de autores, aparentemente contradictorio y que consiste en su deferencia hacia lo humilde, lo inadvertido, devenido en más de una ocasión objeto de rescate mediante su elección como materia de arte o relato destinado a convertirse en ejemplo y en modelo contrario al instituido por la tradición vigente, después de todo siempre una manera de dominación. El experimentalismo es el cuestionamiento de la experiencia, de sus cimientos, y cuando en lugar de indagar en éstos la práctica lo confunde con un formalismo basado en conceptos, el objeto que resulta no pasa del plano del diseño, de la ilusión; carece de peso y de las consecuencias que distinguen a una obra acabada.

experimental 

El escritor ante el espejo

Aschenbach cambia de estilo
Aschenbach cambia de estilo

La elegancia no puede ser mi estilo, ya que exige sobriedad y la expresión es en mí un desbordamiento. Sin embargo, el barroco es un estilo y hay una elegancia en Dioniso. ¿Me atreveré a declarar estos modelos, podré acaso seguirlos hasta el fin? También hay una elegancia en la locuacidad, en el discurso adecuado al pensamiento que así llega a ser capaz de provocarlo, de hacerle crecer otro brazo para acomodar una manga, o de invertir la relación desarrollando el cuerpo para encajar el vestido. Tales piruetas sí que puedo hacerlas. Y “el mundo no es un lugar muy elegante, ¿sabes?”, como decía Zulawski en una vieja entrevista memorable. Sin embargo, hace también muchos años, escribí otra “confesión” como ésta, en verso como lo hacía entonces: Necesito paz como el agua un lecho / para ser río y llegar a destino. Lo que aquí no se menciona pero está implícito son los márgenes, la restricción que corta el derrame y da sentido a la corriente, imponiendo un curso a la materia. Un diseño, por tanto, y una línea, un límite, preciso aunque su recorrido pueda ser caprichoso. ¿La aberración de un estilo? No si es cierto que “el loco, persistiendo en su locura, llega a ser sabio” (Blake). Pero si el modo moderno de entender la elegancia, el nuestro, está hecho de sobriedad, de crítica, de aplicación de un criterio para el que todo adorno sin el apoyo de una causa o necesidad que lo equilibre más que exceso es defecto y de acuerdo con el cual todo esplendor deviene irrisorio desde el momento en que deslumbra a su emisor, y la ceguera es lo más temido para aquel que se precia ante todo de su capacidad de discernimiento, base de su propia distinción, lo que un estilo moderno procura conjurar es la monstruosidad de los antiguos soberanos, vivos aún en los sueños o delirios de omnipotencia que persisten en su esencial extrañamiento del tiempo y del progreso, y a lo que tiende no es a la gloria a la que aspiraban nuestros mayores, sino a una diestra ubicuidad a la medida de los tiempos que corren y de los distintos géneros que le salen al paso, determinados a su vez por los soportes de las publicaciones y su horizonte de distribución, o sea, sus circuitos de circulación, lo que deja en suspenso una vez más la cuestión del destino, pues todo eso gira en redondo hasta su entropía. Nos hemos alejado ya mucho de la costa, pero volviendo al rumbo emprendido en la partida lo que allí flota es la tensión entre las metas sucesivas con las que el nihilismo contemporáneo apuntala su falta de norte y lo inabordable del sol que conoció Ícaro a su modo. Las modas cambian, ésa es su esencia; el tiempo hila esas perlas y las colorea, cambiándolas de nuevo a medida que se alejan; la elegancia es la razón o el capricho según la temporada. Pero el cuerpo humano, mortal cuya muerte interrumpe a cada baja ese fluir, no vive igual bajo cualquier vestuario ni es siquiera el mismo: cada decisión ante el espejo tiene previsibles e imprevistas consecuencias y así el estilo, definiéndose, define un destino que lo cumple y al que cumple línea a línea, corte a corte, por entero y sin por eso delatar el desenlace.

espejo2

Madre o madrastra

La última encarnación de Blancanieves
La última encarnación de Blancanieves

Los cuentos infantiles, en especial Blancanieves, lo muestran muy bien: se ofrecen a la mujer, como destino, dos maneras de reproducción, las cuales no es difícil identificar de inmediato, desde el punto de vista moral, atento siempre a estas historias, respectivamente con el bien y con el mal, o sea, con la necesidad y tal vez la imposición de elegir entre uno y otro, de tomar partido y desarrollar una conducta, una política, una actitud inclinada ya hacia la naturaleza, ya en su contra o mejor enfrentada a ella. Del lado del mal, tradicional y naturalmente sugerido por el diablo, con todas sus argucias y tentaciones, la propia imagen en el espejo, repetida aparentemente día a día idéntica a sí misma en una eterna juventud tan ilusoria como esa realidad de dos dimensiones de la que el tiempo y el espesor de los cuerpos son suprimidos; del lado del bien, paradójicamente elidida la sexualidad según el ejemplo de los ángeles, la procreación con lo que lleva implícito de asentimiento y asunción de la propia mortalidad dentro de la vida, y de disposición a volver a la oscuridad tras dar a luz, abdicando al trono del absolutismo a favor de la sucesión y a conciencia de lo efímero del legado a transmitir. No recuerdo quién escribió o dijo que “el espejo ha envenenado el alma humana”, pero la cita apócrifa que Borges atribuye a Bioy Casares en una de sus ficciones, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, quizás por reintroducir o admitir de movida la sexualidad en la cuestión, no lo condena con más energía que a la otra vía de reproducción. Dice así: “los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”. Según Bioy fue un heresiarca el que lo dijo, lo que es plausible dado lo abominable, para la moral tradicional reflejada en los cuentos, de esta equiparación. Sin embargo, no son pocas las encrucijadas entre los dos caminos ni las semejanzas, peligrosas, que presentan. Es más: quizás la salvación, al menos en este mundo, no pase por una elección definitiva sino al contrario, o en divergencia, por una oscilación entre ambos polos capaz de acertar cada vez el momento adecuado para el viraje.

Artemisa al rescate de Ifigenia
Artemisa al rescate de Ifigenia

Salvarse para este mundo: no se trata de la salvación cristiana del alma, que de por sí no empuja al cuerpo tanto a perderse como a conservarse bajo una ley más alta, por otra parte en general más benévola o mejor reconciliada con la existencia física, al regular los excesos del espíritu, que exigente respecto a su sumisión a la trascendencia, sino justamente de la salvación del cuerpo, es decir, del cuerpo como forma cierta y evidente para los sentidos, que pertenecen a su mismo orden, de la vida singular de cada criatura, de su mínima individualidad irreductible a causa alguna, de lo pasajero y privado que no puede sino perderse para todos tras haber consumido su ración e infligido su estilo. Salvar el pellejo, como se dice: precisamente lo último que la trascendencia exige sacrificar y lo primero que nos es dado, y cuya recuperación una vez perdido aun podemos esperar según expresiones como la de la “resurrección de los cuerpos” –con lo que la de los mártires sería una inversión o apuesta arriesgada y no una cruda mortificación de la carne- o mitos como el de Artemisa, la diosa virgen ajena a los conflictos que desencadenaron la guerra de Troya, rescatando a Ifigenia del sacrificio dispuesto por Agamenón, su propio padre, para que el viento soplara al fin y mantuviera bien sujetas a su timón todas las naves reclutadas. Salvación mundana, entonces: ¿puede ser esto lo que persigue, por más extraviada que pueda parecernos, la madrastra de los cuentos a través de sus fechorías, en su sádica obsesión criminal, insistiendo en una reafirmación absolutista tan capaz, como lo mostrará el desarrollo de su historia, de consolidarse como Aquiles de alcanzar a la tortuga? De acuerdo con estas creencias, la biología encierra una moral y así es como una especie de “ley natural” es la que rige estos relatos, cuyo tema es sugerido por una ausencia notable y dado por el consiguiente desorden en los ciclos de la naturaleza. Esa ausencia, originada en otra, es la del padre, rey o señor del castillo demasiado viejo como para no pertenecer a otro tiempo, al menos en lo que a gestación se refiere; y esa otra ausencia, ya no sólo de los hechos de la narración sino también del propio mundo, espacio y tiempo, en el que ésta se desarrolla, es la de la madre de la heroína, cumplido ya plenamente su deseo al nacer ésta como lo sabe cualquier pequeño lector de Blancanieves. La madrastra llega al vacío dejado por esa plenitud, posiblemente al encuentro de un rey mucho más viejo y ya tan cumplido como el deseo de su difunta reina anterior; probablemente ese rey ya se contente mejor con la contemplación de su nueva consorte que con su posesión efectiva, para la cual el vigor y la ilusión que le quedan no alcanzan a concebir la plenitud perseguida en otro tiempo. Y es otro tiempo, recobrado bajo la forma de esa niña que es cada vez más bella, que florece inexorablemente, el que la nueva reina perseguirá sin saber que ya se le ha escapado para siempre desde el comienzo; suspendida ante su espejo, por más que intente detener el tiempo lo que le pasa es que, llegada entre dos generaciones, ha quedado atrapada entre sus engranajes y toda la rabia con la que se revuelva se volverá a su vez contra ella. Conocemos el final de la historia. ¿Qué otras lecciones podemos extraer de ella?

La soledad de la madrastra
La soledad de la madrastra

Quizás algunas de estética. De la oposición entre el espejo y la maternidad se pueden deducir también los valores y las actitudes de dos géneros literarios y artísticos tradicionalmente enfrentados, el fantástico y el realismo, con todas sus connotaciones tradicionales de imaginario liberado o testimonio social, descubrimiento y exploración de nuevos mundos o desenmascaramiento y transformación de éste. Dos universos en pugna dentro del mismo, por cuyo dominio disputan con breves períodos de ilusorio acuerdo los amigos de las musas y los de las masas, por identificarlos a través de sólo dos de sus muchas atribuciones. De un lado privará el culto a la imagen, a la forma, al arte por el arte o por el placer que procura, lo que dará lugar a todo tipo de invenciones y abusos estilísticos, y del otro importarán el sentido y las consecuencias, con sus propios hallazgos y excesos conceptuales. Cada uno procurará descalificar al otro, aunque habrá también tantas  gradaciones entre el blanco y el negro como la paciencia pueda soportar; pero lo que cuenta aquí, más que sus diferencias, que si es el campesino el que más teme al vampiro o viceversa, es su enlace con las figuras, y sus significaciones, de la madrastra y la madre, de la reproducción especular o la biológica. ¿Cuál es el buen ejemplo? ¿Puede un ser viviente darse el lujo de seguir a la madre hacia ese triunfo universal que sólo obtiene por su muerte prematura? Hay que prestarse a los demás y darse a sí mismo, opina Montaigne; siendo así, un cierto egoísmo estratégico puede aprenderse del empeño vital de la madrastra ante su espejo, por más mortíferos que sean sus designios; en el plano final de Je vous salue Marie, Godard muestra a María reflejada en el espejo retrovisor del coche que conduce pintándose los labios, recuperando en cierto sentido su cuerpo tras haberlo entregado a Dios. Saber moverse en zigzag, valiéndose de los caminos ya trazados para trazar el propio en lugar de seguirlos, es esencial para salvarse en este mundo. Que es lo que queríamos demostrar, como concluyen los teoremas.

Último plano de Je vous salue Marie
Último plano de Je vous salue Marie

Pero a nosotros todavía nos queda una consideración en el tintero. Es ésta: la observación de que a pesar de que en la vida nos vemos una y otra vez obligados a elegir, aquello que descartamos no sólo no desaparece sino que aun continúa con nosotros, a la manera del partido político que ha perdido las elecciones pero no por eso se disuelve e incluso encuentra su representación en el espacio bajo el dominio de la oposición. Las sociedades también proceden así, conservando el resto de la división en la manga mientras juegan con el cociente, por si hiciera falta echar mano en cualquier momento de lo que ha sido apartado. La Primera Junta argentina de gobierno, la de 1810, también tenía en un mismo cuerpo dos alas opuestas, la de Paso y la de Moreno, como si fuera fatal que al constituirse cualquier proyecto siempre éste debiera ser atravesado por una divisoria de los puntos de vista. Cada afirmación necesita no tanto de su oposición como de su alternativa, pero la política de las relaciones entre las dos vertientes en general queda eclipsada, o disimulada, por los enfrentamientos rígidos y estereotipados que se producen como espectáculo en la superficie. Siendo así, si en el ciclo fatal de la naturaleza basta una gota de sangre para desencadenar el nacimiento y la muerte, la pregunta que debería hacerse ante el espejo el personaje frustrado por el orden no es la cuestión jerárquica acerca de quién es la más bella, sino en cambio cómo encontrar, para un inconformismo a la vez justificado e insaciable, una vía que desmarcándose del destino y el rechazo no sea suicida.

manzana