
En aquellos tiempos, cuando diarios y revistas eran capaces de persuadir a tantos lectores de comprar los libros destacados en sus páginas, ellos mismos eran objeto del mayor interés. Y no sólo por sus noticias, sino también por la expectativa que hacía de éstas la avanzada de un futuro lo bastante inminente como para transmitir el calor de esos primeros rayos de albas sucesivas.
En aquellos tiempos, aunque ya eran entretenimiento, novelas y noticias eran heraldos de algo que aún no había ocurrido o no había sido dicho, de algo que estaba por ocurrir o por decirse. Eran las primeras voces que se alzaban al levantarse, después de siglos, al menos para el imaginario de aquel entonces, el cada vez menos espeso velo de la censura.
Cuando las ideas expuestas en periódicos o libros eran la alternativa a lo predicado desde tronos y púlpitos, esos medios cumplían un papel de vehículo entre un mundo padecido y otro deseado; el solo hecho de estar prohibida podía dar, a una obra de poco mérito, el valor y el poder de un signo de oposición a las tiranías. Cuando el fin de la censura se corresponde con el fin de la historia, en cambio, la aparición de cualquier cosa en cualquier escenario, por más atención que reciba, es un acontecimiento banal, un desprendimiento más de lo dado, un spin-off de la representación en curso. Si fue el final del antiguo régimen y el advenimiento de las democracias lo que abrió la edad de oro del periodismo, ¿puede fecharse el momento clave en que la cultura sustituyó la proyección del mañana por la trasposición a toda clase de soportes de sus representaciones?

Ese lapso es comparable al vacío que señala el agente literario Guillermo Schavelzon en un artículo de su blog: “Este fenómeno en que el anuncio de un nuevo libro puede tener cincuenta mil “me gusta”, pero sólo se venden dos mil ejemplares, es el verdadero eslabón perdido del negocio editorial de hoy.” Esos cuarenta y ocho mil lectores potenciales, de una potencia que no se realiza, son, en su inconsecuencia, el reflejo de la libertad sobrevenida con el vencimiento del compromiso a futuro previo a la posibilidad de una existencia virtual. ¿Por qué precipitarse a leer lo que sea si ya no es a la luz del sol del porvenir? Lo escrito, escrito está. ¿Por qué seguir leyendo cuando el texto está acabado, cuando nada antes prohibido queda por publicar?
“Todo en el mundo existe para concluir en un libro”, declaró Mallarmé. Pero ese libro, prefigurado en sus esbozos, no logró ser escrito. Fue anunciado, como el nuevo mundo, pero no hecho. Se perdió, literalmente, dejando sólo el resplandor que lo anunciaba: como una estrella muerta, cuya luz real nos llega desde un cuerpo desaparecido.
Si un libro es la conclusión del mundo, esto significa que es la extracción de sus consecuencias: retrospectivamente, aquello que le da sentido y a la vez lo representa. Sin embargo, más que ese libro en trance de escritura, el que hace sentir su ausencia en este mundo al que la Biblia no le basta es un mítico Libro Perdido, que da tema a más de un best seller (Código Da Vinci y compañía) y en el que se supone, cifrada, esa áurea verdad original cuya dorada guadaña separa a justos y genuinos de malvados e impostores y consuma el Todo mallarmeano. Ese libro no puede ser ninguno de los que se publican, meros golpes de dados que nunca abolirán el azar, en la misma medida en que es la fuente del lenguaje, que se abre y se cierra. Una fuente perdida al que sólo la ilusión de localizarla ubica en el cuerpo noble, discreto, escamoteable y portátil de un libro, él mismo consumación y abolición, por incomparable, de todos los libros.

Del mismo modo que las épocas se suceden y se evocan sin que nunca la eternidad sea tangible, ningún libro puede ser ése extraviado pero algunos han sido capaces de representarlo: Ulises, Viaje al fin de la noche o El capital, por ejemplo, han sido, en su época, la revelación esperada. Pero, si han podido serlo, también se ha debido a esa espera. En aquellos tiempos, cuando en el horizonte aún asomaba el sol del porvenir y a su luz cada vez más aprendían a leer, diarios y novelas suponían novedades: perspectivas cerradas que se abrían y mostraban el mundo de otro modo, sujeto a otras probabilidades, grávido de otros sentidos, todo lo cual llamaba y eventualmente comprometía a la acción. Una mínima acción, apenas el embrión de algo mayor, podía ser la acción de compra por la cual se adquiría el derecho, y con él la posibilidad, de abrir un libro y con él una puerta antes cerrada al mundo circundante.
Esa espera ha ido cesando. Puede verse o leerse Esperando a Godot como el anuncio de ese cese. Si no hay nada que esperar de los sucesos del mundo, de las acciones humanas, ¿para qué leer los diarios? ¿Qué otra función, además de entretener, les cabe a las ficciones? No es tan raro, en tal contexto, la vuelta a lo religioso. Una extraña religión nihilista, donde las acciones desesperadas a la manera del fundamentalismo conviven con toda clase de ilusiones depositadas en cualquier cosa que no deba pasar la prueba de la realidad, mientras la vieja vertical de la plegaria es sustituida por el despliegue horizontal de una red de comentarios. En esa circulación, ¿qué lugar ocupa el libro? No el Libro, sino el libro en su acepción más mundana, producto editorial o manifestación cultural, del que jamás se han ofrecido tantos ejemplares, mientras su cadena amenaza con cortarse a cada paso por más que se pedalee. El libro ocupa hoy el lugar del mundo. Es decir, está en la misma situación que un mundo cuya presencia ya cuenta mucho menos, en la balanza de la percepción de un sujeto o ciudadano contemporáneo típico, que la multiplicación de unos ecos y reflejos autónomos desde el momento en que ya no se nutren de su fuente sino que se generan y se sostienen unos a otros desligados de lo que sea que pudo haber existido bajo estas puras apariencias. Lo que se pierde por los agujeros de la red tiende a ser el objeto de los intercambios, mientras las manifestaciones particulares de los participantes son los hilos que la traman. Así se producen esos entendimientos en los que no se sabe bien de qué se habla ni cómo definirlo, pero en los que todos los que intervienen son capaces de hacer un guiño.
Lo esencial del periodismo, de su denuncia, que es lo que lo opone en principio al poder, como se comprueba en los regímenes absolutistas, es su confrontación del discurso dominante con la realidad contradictoria sobre la cual, a quien lo pronuncia, le cabe alguna responsabilidad. Así intenta seguir siendo, incluso hoy. El realismo en la novela compartía esta propuesta: revelar lo que vive bajo el discurso opresivo del poder o de las costumbres. En todo caso, ambas formas narrativas trazaban su sentido en la tensión entre verbo y carne, decir y hacer, palabra y realidad. Rota la cadena que lleva del significante a su referente, de la descripción a la realidad, del relato a la acción, ¿qué valor pueden tener las noticias o la ficción? ¿Qué otra dimensión que el pasatiempo? En ese espacio ya no hay norte ni consecuencias, con lo que no resulta tan rara la falta de compromiso de esos cuarenta y ocho mil potenciales lectores que celebran la aparición de un nuevo libro pero no realizan la mínima acción que supone su compra. Pero lo que sí es un rasgo de época es la expresión de buena voluntad que supone el “Me gusta” inmediatamente clickeado al ver la noticia en la pantalla: el reflejo solidario unido en un gesto inmediato a la participación compulsiva, junto a la muda disculpa por la falta a la lectura que ya se sabe que no se emprenderá.
2015
De ocaso en ocaso, La decadencia del arte popular (2002-2018)