
1
El razonable temor de un conductor nocturno
permanece con él cuando desmonta.
No llega todavía. Da unos pasos, remonta
la corriente contraria, pierde un turno
y para siempre rezagado avanza,
lejano de la luz que lo rehúye y alcanza.
Da un paso más, pero aún no hace pie
ni consigue ver mejor la cara de la sombra
que esconde su puñal. Si no la nombra,
tal vez pueda mañana argumentar que se fue.
15.5.2021
2
Voló su voz en el aeropuerto
y el vacío, en abruptas escalas descendentes,
dio pista a tal coro de enterrados renacientes
que revive lo muchos años muerto.
No duerme, embriagado por el eco interminable
que tendrá que escuchar mientras no hable,
pero tampoco despierta: busca todavía
lo que los otros tienen y él perdió
en ese mar que lo aturde. No
se atreve aún a decir lo que oía.
27.5.2021
3
Se ve asomándose por detrás del que presenta
y retrocede, pero no hay adónde
y lo advierte; al descubrir al que esconde,
tampoco reconoce lo que éste representa,
pero sabe que el suelo que le falta
es aquel del que el acróbata anunciado salta
y al que no debe caerse. No hay dos
sin tres, evidentemente ahora. Que no dure
la aparición que confirma el refrán, que se apure
a cerrarse este espejo tan veloz.
27.5.2021

4
Del contacto, pasar al retroceso.
Volver a la tarima y sentir bajo los pies
el espacio que enmascara y vuelve del revés
lo que dicho de frente fue un exceso.
La insostenible mirada que espera
reconvierte en miseria la abundancia que diera
la impresión de creer, pero tampoco soporta
que una luz la interrogue. La silueta
que tiembla despojada de su meta
contra un fondo de tanto relieve se recorta.
27.5.2021
5
Perderse en el bosque de los ásperos mortales,
con sus hojas impresas en el aire
y sus cantos expuestos al desaire
de los dioses más suaves, andar entre cristales
que deforman y enredarse en sus muertas raíces,
todo eso que deja cicatrices
también pierde su filo, pero advierte,
antes de dejarse convertir en experiencia,
del mañana al acecho la constante presencia
y del suelo gentil el lado inerte.
28.5.2021
6
Como un árbol, peor, como una hoja,
tiembla mientras duerme en el aire que lo sostiene
y teme la tierra, de la que cree que viene,
al caer, el dolor. La rama arroja
su carga justificada a la rueda creciente,
pero él desconfía y se arrepiente
cada vez que lanza, por encima de su sueño,
a las vueltas mortales de la suerte,
la moneda que le quema y convierte
la ruina de su ambición en riqueza sin dueño.
28.5.2021








Crear es ir más allá de la experiencia, ya que la experiencia es el acontecer condicionado y los condicionamientos se padecen: se desea ser creador para dejar de padecer. Pero ninguna obra de criatura puede ser pura creación, en la medida en que también es expresión; aun así, toda confesión ha de entrañar una teología. Piglia: “El genio es la inexperiencia.” ¿Fuego siempre amenazado por la lluvia que abona la tierra? Dificultades vitales: yo sé navegar por las estrellas, pero el comercio se hace en los puertos.
En el fondo, sabemos muy poco de William Faulkner; no de la obra, sino del autor. Él, sin duda, lo prefería así: ya opinaba que, de no haber nacido, algún otro lo habría escrito. Pero, de todos modos, hay un desequilibrio entre esta parca biografía, puntuada por anécdotas en general simpáticas o pintorescas, y la pasión transmitida por la obra, que delata una experiencia de una hondura cuyo origen desconocemos, así como nada de lo sabido alcanza a compensar su intensidad. Lo que Faulkner escribió entre fines de los años veinte y comienzos de los cuarenta, cuando el caudal de su inspiración da la impresión de haberse apaciguado lo suficiente como para permitirle participar como pudiera en los conflictos contemporáneos, parece escrito bajo una presión apenas más débil que la sufrida por Quentin Compson debatiéndose con los espectros de todo Jefferson hasta dejarse caer a un río extraño y arrastrar por éste hacia el pasado. Pero lo distribuido en tantos personajes como pueblan el reconcentrado cosmos que es el condado de Yoknapathawpa tiene origen en un solo cuerpo, aun si el de aquel que sufrió el drama entero más que ningún otro en carne propia, verdaderamente acosado, fuera descrito por su padre literario como “un salón vacío lleno de ecos de sonoros nombres derrotados”, pues “él no era un ser, una persona, en una comunidad. Era un cobertizo lleno de espectros tercos que miraban hacia atrás y que –después de cuarenta y tres años- no se habían repuesto de la fiebre que había curado el mal”. El relativo graduar el paso de Faulkner en su producción durante su segunda etapa, desde fines de los años cuarenta hasta su propia caída fatal, esta vez desde el lomo de un caballo, podría ser también un síntoma, positivo, de la curación de una herida muy lenta, tanto como apremiante había sido la urgencia en tratarla, en cerrarse y cicatrizar de una vez, como la tinta que se seca por fin sobre el papel.














