
En una edición reciente del suplemento Tendencias del diario La Vanguardia de Barcelona aparece una nota acerca de la realización de ese éxito simultáneo de crítica y público que ha llegado a ser Libertad, la novela de Jonathan Franzen, durante el año 2011. Una especie de “making of”. Allí se destaca no sólo la labor del escritor, sino también la de todos aquellos que han contribuido al suceso: el agente, el editor, la prensa, los traductores, los libreros y en definitiva los lectores, o al menos los más activos, esos que mediante el “boca a boca” pueden elevar en ocasiones un volumen humildemente editado a la categoría de gran best seller. No es el caso, ya que como bien señala el artículo ésta ha sido, poco a poco, una labor de equipo, articulada casi desde un comienzo: un escritor aún joven pero con una sólida carrera internacional ya a sus espaldas, el respaldo proactivo de un agente capaz de convertir la potencia en acto, el panorama de un editor con el poder de situar la obra en el lugar que le corresponde dentro del espacio cultural global, traductores en varias lenguas a la altura del desafío, críticos receptivos como deberían serlo siempre los primeros lectores, en fin, todos subidos a una creciente ola de confianza mutua e impulso hacia el mundo que ha conducido a esta plenitud. ¿Quién querría quedarse fuera?

Se habla mucho, en nuestra paranoica época obsesionada con toda clase de conspiraciones, de productos fraguados mediante la colaboración de todos los involucrados en la industria cultural: directores de marketing, negros literarios, comerciantes de papel impreso como podrían serlo de chorizos y demás villanos ilustrados empeñados en engañar a ese Inocente que vendría a ser el público lector. Pero si este reportaje es interesante es porque no es una acusación más contra la Gran Estafa General, sino el relato, con el testimonio de muchos de sus protagonistas incluido, de cómo ha sido posible la feliz excepción que sólo de vez en cuando se produce: una auténtica gran novela reconocida por los lectores en el mismo momento de su publicación. A pesar de la desmesura característica del éxito de una obra valiosa cuando se piensa en tantas otras que deben vivir su vida en la oscuridad, lo ocurrido simboliza un logro y encarna a la vez un modelo, un ideal incluso: el de un modo de colaboración que haría posible la circulación de la verdad, literaria al menos, y su aclamación general, su feliz reconocimiento. Nuevamente, sólo cabe asentir ante esta afirmación.
Sin embargo, como dice un gran poeta, “un golpe de dados nunca abolirá el azar”. El acierto de una decisión o de la serie de decisiones detrás de una acción individual o conjunta coronada por un justo éxito sólo puede apreciarse en retrospectiva y cuánto tal acción tenga de ejemplar no garantiza el éxito de sus imitaciones por mejor intencionadas que éstas sean. Como el valor de cada obra ha de medirse en relación con su riesgo, es decir, con su posibilidad de error al aventurarse en el terreno de lo no definido, lo no escrito, así cada operación cultural, incluidos sus aspectos financieros y comerciales, es singular y, si señala un camino, no por ello asegura la meta. A cada dorado éxito que como un sol atraviesa el cielo de la civilización de su época le sigue la misma noche incierta, de igual modo que la mesa de juego vuelve a abrir su inconmensurable margen de incertidumbre ante cada jugador que se sienta a ella con toda su experiencia y sus martingalas.

Esto no desmiente el valor del buen ejemplo ni el del conocimiento adquirido por la vía del éxito que comprueba lo acertado de una política. Pero sí advierte contra la tentación de la fórmula, la receta o el sistema en la que se es tan proclive a caer cuando se debe planificar una acción futura, o un conjunto de acciones. William Burroughs decía que un escritor escribe acerca de lo que tiene delante en el momento de escribir. ¿Cómo? ¿Y la memoria? ¿Y la imaginación? ¿Depende todo de la percepción? En todo caso, es en el presente absoluto donde se juega y se decide cada partida. Y es por eso que, así como el mejor escritor será aquél que capte, en cualquier momento y más allá o más acá de cualquier prejuicio, lo que de veras está ocurriendo en cualquier situación, sus mejores aliados serán aquellos que, más acá o más allá de los condicionamientos de cada época o de los instrumentos que permiten hacer pronósticos, mejor perciban la relación concreta entre su obra y el tiempo en que le ha tocado nacer. Personas concretas y no jurídicas, es decir, hombres y mujeres; editores y no editoriales, por poner un ejemplo, ya que son los individuos y no las instituciones que éstos animan o en las que prestan sus servicios los que cuentan con la percepción directa de las cosas, por más que luego puedan errar en su interpretación.
Lautréamont dejó escrito, y se lo ha citado mucho, que el gusto es el nec plus ultra de la inteligencia. Pues bien, el gusto pertenece precisamente a ese orden de la percepción directa que se anticipa a toda información, aun a la mejor, más completa y más actualizada base de datos con que ninguna organización pueda contar. El buen lector utiliza sus propios ojos. La clave o pista de cada obra está en su texto y no en el contexto social o cultural por el cual, procurando preverla según la generalidad, no se la ve en su carácter de excepción. Siendo así, los verdaderos aliados del escritor, agentes, editores, críticos o book doctors, se reconocerán por esta sola condición: la de estar ahí, ver en lugar de haber oído hablar. Denoel contrató a Céline sin esperar la opinión de nadie y Lindon ni siquiera a Beckett le permitió disuadirlo. Del mismo modo, al final del Libro de la Selva, mientras Bagheera y los elefantes bajo el mando del Coronel Hati colaboran en la búsqueda de Mowgli, el que acierta a atrapar al tigre por la cola en el momento oportuno es el oso, Baloo, fuera de programa pero dentro de la realidad, a la altura del evento único que es cada escrito.
